QUINTA PARTE . Acto de malicia

Capítulo 17

Cuando recordaba aquel primer fin de semana que pasó en Dorset, Dalgliesh lo veía como una serie de imágenes tan dispares de las imágenes posteriores de violencia y muerte que casi creía que en Toynton Grange había vivido en dos niveles y en distintos períodos. Estas primeras y dulces imágenes, a diferencia de las ásperas instantáneas ulteriores en blanco y negro de película de terror, estaban saturadas de color, de sensaciones y de olor. Se veía a sí mismo zambulléndose en el guijarral bañado por el mar de Chesil Bank, los oídos repletos de los gritos de los pájaros y del atronador chirriar de la marea, que se extendía hasta donde Portland alzaba los oscuros peñascos contra el cielo; trepando por los grandes terraplenes de Maiden Castle y deteniéndose, una solitaria figura azotada por el viento, donde cuatro mil años de historia humana quedaban encerrados en sobrenaturales siluetas de tierra moldeada; tomando un té tardío en las habitaciones que tenía el juez Jeffrey en Dorchester mientras la tibia tarde de otoño se apagaba hasta transformarse en ocaso; conduciendo de noche entre una maraña de helechos dorados y altos zarzales sin cortar hasta la taberna de muros de piedra que esperaba con las ventanas iluminadas en la plaza de alguna aldea remota.

Y luego, entrada la noche, cuando el riesgo de que una visita de Toynton Grange lo importunara era ya pequeño, regresaba a Villa Esperanza, al familiar y acogedor olor a libros y a fuego de leña. Para su sorpresa, Millicent Hammitt cumplió su palabra de no volver a molestarlo después de la primera visita. Pronto adivinó por qué: era adicta a la televisión. Mientras él estaba sentado tomando vino y revisando los libros del padre Baddeley, a través del hueco de la chimenea le llegaban los sonidos, no del todo desagradables, de la diversión nocturna de su vecina: el repentino embate de una melodía comercial ligeramente conocida; el murmullo antifonal de voces; el chasquido de los disparos; gritos femeninos; la estrepitosa fanfarria de la película de la noche.

Tenía la sensación de que vivía en un limbo intermedio entre la vida antigua y la nueva, excusado por la convalecencia de la responsabilidad de la decisión inmediata, de cualquier ejercicio que le resultara desagradable. Y pensar en Toynton Grange y en sus internos le resultaba agradable. Había hecho lo que estaba en su mano. Ahora esperaba acontecimientos. En una ocasión, mientras contemplaba la raída butaca vacía del padre Baddeley, recordó irreverentemente la mítica excusa del destacado filósofo ateo, acompañado después de la muerte, para asombro suyo, a presencia de Dios:

– Pero, Dios, no aportasteis pruebas suficientes.

Si el padre Baddeley quería que actuara, tendría que aportar pistas más tangibles que un diario desaparecido y una cerradura rota.

La única carta que esperaba era la respuesta de Bill Moriarty, pues había dejado instrucciones en casa de que no le mandaran el correo. Y la carta de Bill pensaba recogerla personalmente en el buzón. Sin embargo, ésta llegó el lunes, al menos un día antes de lo que calculaba él. Había pasado la mañana en casa y no había ido al buzón hasta después de almorzar, a las dos y media, para dejar las botellas vacías de leche.

El buzón contenía una carta, un sobre blanco con matasellos del distrito oeste de Londres; la dirección estaba escrita a máquina, pero no señalaba su graduación. Moriarty había actuado con cautela. No obstante, mientras introducía el dedo bajo la solapa, Dalgliesh se preguntó si él habría actuado con suficiente precaución. Nada parecía indicar que la carta hubiera sido abierta. La solapa estaba intacta, pero la cola era sospechosamente débil y se desprendió con demasiada facilidad al hacer presión con el dedo. Además era la única carta que había en el buzón. Alguien, probablemente Philby, habría recogido ya el correo de Toynton Grange. Resultaba extraño que no hubiera llevado su carta a Villa Esperanza. Quizá debería haber usado la lista de correos de Toynton o de Wareham. Pensar que había actuado descuidadamente lo irritaba. «Lo cierto es -pensó- que no sé lo que estoy investigando, si es que investigo algo, y casi me da lo mismo. No tengo estómago para hacerlo debidamente ni fuerzas para dejarlo tal como está.» Su estado de ánimo era tal que la prosa de Bill le pareció más irritante que de costumbre.

«Me alegro de volver a ver tu elegante caligrafía. Aquí reina un alivio general después de saber que las noticias de tu inminente fallecimiento eran exageraciones. Hemos pensado gastar el dinero que recogimos para coronas en una celebración. Pero ¿qué estás haciendo, fisgando en Dorset entre un grupo tan sospechoso de lunáticos? Si tantas ganas tienes de trabajar, aquí nos sobran cosas en qué ocuparte. Pero ahí va la información.

»Del grupito, hay dos con antecedentes. Se ve que ya sabes algo de Philby. Dos condenas por lesiones graves en 1967 y 1969, cuatro por robo en 1970 y toda una serie de delitos menores anteriores. Lo único extraordinario del historial criminal de Philby es la indulgencia que han demostrado los jueces con él, lo cual no me sorprende del todo mirando su expediente. Seguramente pensaron que era injusto castigar con demasiada dureza a un hombre que se dedicaba a lo único para lo que estaba dotado física e intelectualmente. Hablé con los asistentes sociales y admiten sus defectos, pero dicen que, si se le da cariño, es capaz de corresponder con una lealtad feroz. Vigila que no se encapriche contigo.

»Millicent Hammitt fue condenada dos veces en la Magistratura de Cheltenham por hurtos en tiendas, en 1966 y 1968. En el primer caso, la defensa alegó las típicas dificultades de la menopausia y le impusieron una multa. La segunda vez tuvo suerte de escapar con tanta facilidad. Fue un par de meses después de que falleciera su marido, un mayor del ejército retirado, y el tribunal se compadeció de ella. Seguramente también influyó la declaración de Wilfred Anstey en el sentido de que se la llevaría a vivir con él en Toynton Grange, donde permanecería bajo su tutela. Desde entonces no ha habido más, así que supongo que la vigilancia de Anstey es efectiva, los tenderos de la zona más conformistas o la señora Hammitt más hábil para afanar las cosas.

»Hasta aquí la información oficial. Los demás están limpios, al menos en lo que se refiere a antecedentes, pero si buscas un criminal interesante, y supongo que Adam Dalgliesh no malgastará su talento con Albert Philby, ¿me permites que te recomiende a Julius Court? Un conocido del Departamento de Extranjero y de la Commonwealth me ha pasado unos chismes. Court es un alumno brillante de Southsea que entró en la diplomacia después de terminar los estudios universitarios, equipado con los habituales aditamentos elegantes, pero bastante escaso de dinero. En 1970 estaba en la Embajada de París y declaró en aquel famoso juicio por asesinato en que se acusaba a Alain Michonnet de matar a Poitaud, el piloto de coches de carreras. Quizá recuerdes el caso, se hizo bastante publicidad en la prensa británica. Era pan comido y a la policía francesa se le hacía la boca agua de pensar en echarle el guante a Michonnet. Es hijo de Theo d'Estier Michonnet, que tiene una fábrica de productos químicos cerca de Marsella, y hacía tiempo que les tenían echado el ojo a los dos. Pero Court le proporcionó coartada a su amigo. Lo extraño es que no eran amigos de verdad, Michonnet es un agresivo heterosexual, al menos los medios de comunicación así nos lo presentan hasta la saciedad, y por la Embajada circulaba la horrenda palabra «chantaje». Nadie se creyó el cuento de Court, pero nadie podía desmentirlo. Mi informante cree que el motivo de Court se reducía al deseo de divertirse y cabrear a sus superiores. Si eso era lo que lo movía, lo consiguió. Ocho meses después moría su padrino muy oportunamente y le dejaba treinta mil libras, de modo que mandó la diplomacia a paseo. Se dice que hizo unas inversiones muy inteligentes. De todos modos, es agua pasada. Nada se sabe que lo desacredite, excepto quizá cierta tendencia a ser demasiado complaciente con sus amigos. Te lo cuento para que hagas tus propias deducciones.»

Dalgliesh dobló la carta y se la metió en el bolsillo de la chaqueta mientras se preguntaba en qué medida se conocerían las dos historias en Toynton Grange. Era poco probable que a Julius le preocupara. Su pasado sólo a él concernía, y estaba totalmente fuera del alcance del opresivo puño de Wilfred. Pero Millicent Hammitt tenía que soportar el peso del agradecimiento por partida doble. Aparte de Wilfred, ¿quién más conocería aquellos dos incidentes patéticos y vergonzosos? ¿En qué medida le importaría que se divulgaran en Toynton Grange? Volvió a arrepentirse de no haber usado la lista de correos.

Se acercaba un coche. Levantó la vista. El Mercedes avanzaba a toda velocidad por la carretera de la costa. Julius frenó y el automóvil se detuvo con una sacudida; el parachoques delantero quedó a unos centímetros de la verja de entrada. Salió y comenzó a tirar del portalón mientras le gritaba a Dalgliesh:

– ¡La torre negra está ardiendo! He visto el humo desde la carretera. ¿Hay algún rastrillo en Villa Esperanza?

– No lo creo, puesto que no hay jardín, pero encontré una escoba de ramas en el cobertizo.

– Más vale eso que nada. ¿Le importa acompañarme? A lo mejor hacemos falta los dos.

Dalgliesh se metió muy rápido en el coche. Dejaron la puerta abierta y Julius se encaminó hacia Villa Esperanza sin consideración hacia los amortiguadores del coche ni la comodidad del pasajero. Mientras Dalgliesh corría hacia el cobertizo, él abrió el portaequipajes. Entre los diversos objetos abandonados por los distintos ocupantes de la casa estaba la escoba, dos sacos vacíos, y sorprendentemente, un cayado de pastor. Lo metieron todo en el espacioso maletero. Julius había puesto en marcha el motor, Dalgliesh se acomodó al lado de él y el Mercedes emprendió la carrera. Al acceder a la carretera de la costa, Dalgliesh dijo:

– ¿Sabe si hay alguien? ¿Quizás Anstey?

– Podría ser. Eso es lo que me preocupa. Él es el único que va ahora. De no ser así, no sé cómo ha podido producirse el fuego. Por aquí nos podemos acercar más a la torre, pero tendremos que cruzar el promontorio a pie. No he querido ir en cuanto he visto humo porque no valía la pena sin tener con qué apagarlo.

Hablaba con voz tensa y los nudillos que sujetaban el volante estaban blancos. Mirando por el retrovisor, Dalgliesh vio unos iris grandes y brillantes. La cicatriz triangular que tenía sobre el ojo derecho, de ordinario casi invisible, parecía más profunda y oscura. Por encima se advertía el insistente latir de la sien. Echó una mirada al indicador de velocidad; marcaba más de ciento sesenta, pero el Mercedes, conducido con maestría, avanzaba suavemente por la estrecha carretera. De repente, después de una curva y una subida, divisaron la torre. Los cristales rotos de los ventanucos que se abrían debajo de la cúpula arrojaban, como proyectiles de un cañón pequeño, volutas de humo grisáceo que iban dando alborozados tumbos por el promontorio hasta que el viento las convertía en jirones de nube. El efecto era absurdo y pintoresco, tan inocuo como un juego infantil. Pero entonces el terreno descendió de nuevo y perdieron de vista la torre.

La carretera de la costa, por la que sólo cabía un coche, estaba bordeada en el lado del mar por un muro de piedra. Julius conocía el camino. Incluso antes de que Dalgliesh viera la estrecha abertura, sin puerta pero señalada por dos postes en putrefacción, ya había girado hacia la izquierda. El automóvil se detuvo con una sacudida en una profunda hondonada que quedaba a la derecha de la entrada. Dalgliesh cogió el cayado y los sacos, y Julius la escoba. Equipados de esta ridícula guisa, echaron a correr.

Julius tenía razón, aquél era el camino más rápido, pero tenían que recorrerlo a pie. Aunque hubiera estado dispuesto a ir en coche por aquel terreno irregular lleno de pedruscos, no hubiera sido posible. Los campos estaban atravesados por muros de piedra fragmentados, lo suficientemente bajos para saltarlos y con muchas interrupciones, pero ninguna lo suficiente ancha para que pasara un vehículo. La distancia era engañosa. Había momentos en que parecía que la torre retrocedía, separada de ellos por interminables barreras de piedra, y un instante después la tenían encima.

El humo, acre como si lo que quemara fuera madera húmeda, salía con fuerza por la puerta entreabierta. Dalgliesh la abrió de un puntapié y saltó a un lado para dejar paso a las potentes ráfagas. Inmediatamente se oyó un rugido y una llamarada se precipitó hacia él. Comenzó a separar los desechos encendidos con el cayado. Algo de lo que ardía era identificable todavía -hierba y paja seca, trozos de cuerda, los restos de una silla vieja- años de basura acumulada desde que el promontorio era tierra pública y la torre negra permanecía abierta y se usaba como refugio de pastores o albergue de vagabundos. Mientras él separaba los malolientes escombros, oía cómo Julius trataba de apagarlos a golpes frenéticos detrás. En la hierba prendían pequeñas hogueras que avanzaban como lenguas encarnadas.

En cuanto quedó libre la puerta, Julius penetró y empezó a golpear los rescoldos con los sacos. Dalgliesh vio toser y tambalearse a la figura envuelta en humo. La agarró y tiró sin ceremonia de él hasta que lo sacó y le dijo:

– No entre hasta que lo haya separado todo. No quiero tenerlos que sacar a los dos.

– Pero está ahí. Lo sé. Tiene que estar. ¡Dios santo! ¡Ese imbécil!

El último revoltijo de hierba quedó apagado. Julius empujó a Dalgliesh a un lado y empezó a subir la escalera de piedra que circundaba las paredes. Dalgliesh lo siguió. Encontraron una puerta de madera entornada que conducía a una cámara intermedia. No había ventanas, pero en la humeante oscuridad vieron una figura informe apoyada contra el muro más apartado. Se había puesto la capucha del hábito y se había arrebujado con el vuelo como un despojo humano arropado para protegerse del frío. Las enfebrecidas manos de Julius se perdieron entre los pliegues. Dalgliesh oía cómo maldecía. Tardó unos segundos en liberar las manos de Anstey y entre los dos lo arrastraron hasta la puerta antes de proceder a bajar con dificultad el cuerpo inerte por las escaleras hasta alcanzar el aire fresco.

Lo depositaron boca abajo en la hierba. Dalgliesh se había arrodillado dispuesto a darle la vuelta y empezar a aplicarle la respiración artificial, pero entonces Anstey extendió lentamente los dos brazos y adoptó una actitud teatral y vagamente blasfema. Dalgliesh, aliviado de no tener que acoplar su boca a la de Anstey, se puso en pie. Anstey dobló las rodillas y comenzó a toser convulsivamente con ásperos y ruidosos resuellos. Volvió el rostro hacia un lado y apoyó la mejilla en el suelo. Parecía que la húmeda boca, que despedía saliva y bilis, mordía la hierba, ávida de alimento. Dalgliesh y Court se arrodillaron y lo levantaron entre los dos.

– Estoy bien, estoy bien -dijo débilmente.

– Tenemos el coche en la carretera de la costa. ¿Puede andar? -preguntó Dalgliesh.

– Sí, estoy bien, ya se lo he dicho. Estoy bien.

– No hay prisa. Más vale que descansemos un rato antes de empezar.

Lo apoyaron contra un peñasco y Anstey permaneció allí sentado, a cierta distancia de ellos, todavía tosiendo espasmódicamente y mirando el mar. Julius empezó a pasear por el borde del acantilado, inquieto como si le molestara el retraso. El hedor del fuego se fue alejando del ennegrecido terreno como las últimas oleadas de una pestilencia en regresión.

Al cabo de cinco minutos, Dalgliesh gritó:

– ¿Vamos?

Entre los dos y sin hablar, levantaron a Anstey y lo sostuvieron mientras recorrían la distancia que los separaba del coche.

Capítulo 18

Ninguno de ellos habló durante el trayecto hasta Toynton Grange. Como de costumbre, la parte delantera del edificio parecía desierta, el abigarrado vestíbulo estaba vacío y reinaba un silencio sobrenatural. Pero los agudos oídos de Dorothy Moxon debieron de captar el ruido del coche, quizá desde el consultorio de delante, y apareció en las escaleras casi al instante.

– ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado?

Julius esperó a que hubiera bajado y dijo con calma:

– Nada. Wilfred se ha empeñado en prender fuego a la torre negra con él dentro. No le ha pasado nada, sólo el susto. Y el humo no ha beneficiado a sus pulmones.

Dot miró acusadoramente a Dalgliesh y Julius como si fuera culpa de éstos y luego rodeó a Anstey con los brazos en un gesto enérgico, pero maternal y protector, y comenzó a hacerle subir lentamente las escaleras al tiempo que le murmuraba palabras de aliento al oído en su suave tono gruñón que a Dalgliesh le pareció cariñoso. Observó también que Anstey parecía ahora menos capaz de sostenerse en pie que cuando avanzaban lentamente por el promontorio. Sin embargo, al adelantarse Julius para echar una mano, una mirada de Dot lo hizo retroceder. No sin dificultad, ésta condujo a Anstey a su pequeño dormitorio pintado de blanco, que daba a la parte de atrás de la casa, y lo ayudó a echarse en la estrecha cama. Dalgliesh hizo un rápido inventario mental. La habitación era tal como se la había imaginado: una mesita y una silla debajo de la ventana que daba al patio de los pacientes; una librería bien provista; una alfombra; un crucifijo en la pared, encima de la cama; una mesilla de noche con una sencilla lámpara y una jarra de agua. Pero el grueso colchón cedió suavemente al recibir el peso de Wilfred. La toalla que pendía junto al lavabo parecía de una extraordinaria suavidad. La alfombra que había a los pies de la cama, si bien tenía un dibujo sencillo, no era retal de moqueta gastado. El albornoz blanco con capucha que colgaba detrás de la puerta ofrecía una apariencia modesta, casi austera, pero a Dalgliesh no le cupo duda de que tenía un tacto agradabilísimo. Aquello podía ser una celda, pero no le faltaba la más mínima comodidad esencial.

Wilfred abrió los ojos y fijó la azul mirada en Dorothy Moxon. Resultaba interesante, pensó Dalgliesh, cómo lograba combinar la humildad con la autoridad en una sola mirada. Alargó una mano suplicante y dijo:

– Quiero hablar con Julius y Adam un momento, Dot. ¿Le importa?

Ella abrió la boca, volvió a cerrarla de golpe, salió del cuarto pesadamente sin decir palabra y dio un portazo tras de sí. Wilfred entornó nuevamente los ojos como en un intento de retirarse de escena. Julius se miró las manos. Tenía la palma derecha enrojecida e hinchada y en la yema del dedo se le había formado una llaga. Con un dejo de sorpresa, dijo:

– ¡Qué curioso! ¡Tengo la mano quemada! No lo había notado y ahora me duele como un demonio.

– La señorita Moxon debería curársela. Y seguramente le convendría que se la viera Hewson.

Julius se sacó un pañuelo doblado del bolsillo, lo empapó de agua fría en el lavabo y se lo ató en la mano.

– Puede esperar -dijo.

Aparentemente, darse cuenta de que sentía dolor lo puso de mal humor. Se acercó a Wilfred y dijo bruscamente:

– Ahora que ha sufrido un atentado concreto contra su vida que casi tiene éxito, supongo que actuará con sensatez por una vez y llamará a la policía.

Wilfred no abrió los ojos para contestar:

– Ya tenemos un policía aquí.

– No cuenten conmigo -dijo Dalgliesh-. Yo no puedo emprender una investigación oficial. Court tiene razón, esto clama por la intervención de la policía local.

– Nada tengo que decirles -repuso Wilfred sacudiendo la cabeza-. He ido a la torre negra porque tenía que meditar unas cosas en paz. Es el único sitio donde puedo estar absolutamente solo. Estaba fumando. Siempre se quejan del olor de mi vieja pipa. Recuerdo que la vacié contra la pared mientras subía; debía de estar encendida todavía. Toda la hierba seca y la paja debió de encenderse inmediatamente.

– Ya lo creo -dijo Julius en tono sarcástico-. ¿Y la puerta? Supongo que se le olvidó cerrarla al entrar, pese al jaleo que arma siempre para que la torre negra nunca quede abierta. Son todos muy descuidados en Toynton Grange, ¿no? Lerner se olvida de comprobar los frenos de las sillas y Holroyd se cae por el acantilado. Usted vacía la pipa en una habitación con el suelo cubierto de paja seca, deja la puerta abierta para que haya corriente y casi se autoinmola.

– Así es como prefiero creer que ha ocurrido -dijo Anstey.

– Supongo que habrá dos llaves de la torre. ¿Dónde está la otra? -preguntó rápidamente Dalgliesh.

Wilfred abrió los ojos y permaneció con la mirada perdida en el espacio como si pretendiera disociarse a base de paciencia de aquel interrogatorio a dos manos.

– Colgada de un clavo del panel del despacho. Era la llave de Michael, la que me traje después de su muerte.

– ¿Sabe todo el mundo dónde se guarda?

– Me lo imagino. Ahí es donde se guardan todas las llaves, y la de la torre destaca.

– ¿Cuántas personas de Toynton Grange sabían que pensaba usted ir a la torre esta tarde?

– Todos. Después de la plegaria les dije lo que pensaba hacer. Siempre lo hago. Tienen que saber dónde encontrarme en caso de urgencia. Estaban todos menos Maggie y Millicent. Pero lo que insinúa es ridículo.

– ¿Ah sí?

Antes de que pudiera moverse, Julius, que era el más próximo a la puerta, había desaparecido. Aguardaron en silencio. Transcurrieron otros dos minutos hasta que regresó y, con sombría satisfacción, declaró:

– El despacho está vacío y la llave no está. Eso significa que el que la haya cogido todavía no ha tenido oportunidad de volver a dejarla en su sitio. Casualmente, he visto a Dot mientras volvía. Está escondida en su infierno quirúrgico esterilizando material suficiente para una operación importante. Es como tratar de hablar con una arpía mientras suena un silbido de vapor. De cualquier modo, afirma de bastante mal talante que ha estado en el despacho ininterrumpidamente desde las dos de la tarde hasta unos cinco minutos antes de que regresáramos nosotros. No recuerda si la llave de la torre estaba en su sitio. No se fijó. Me temo que la hice sospechar, Wilfred, pero me pareció importante tratar de sacar algo en claro.

Dalgliesh pensó que hubieran podido sacarlo sin necesidad de hacer un interrogatorio directo, pero era ya demasiado tarde para iniciar una averiguación más discreta y, en cualquier caso, no tenía ni ganas ni estómago para hacerlo. Desde luego, no le apetecía confrontar los métodos de la investigación ortodoxa con la entusiasta afición de Julius, pero preguntó:

– ¿Ha dicho la señorita Moxon si ha entrado alguien al despacho mientras estaba ella? Es posible que pretendieran dejar la llave en su sitio.

– Según ella, aquello parecía, cosa rara, una estación. Poco después de las dos, entró Henry y se marchó de inmediato, sin dar explicaciones. Millicent se presentó hace una media hora buscándolo a usted, Wilfred, o eso dijo. Dennis llegó un par de minutos más tarde para buscar un número de teléfono que no especificó. Maggie se asomó poco antes que nosotros y tampoco dio explicaciones. No entró, pero le preguntó a Dot si había visto a Eric. La única deducción posible de todo esto es que es imposible que Henry estuviera en el promontorio a la hora de los hechos. Pero eso ya lo sabíamos, el que haya sido ha tenido que usar un par de recias piernas.

«Propias o de otro», pensó Dalgliesh, que se dirigió nuevamente a la figura del lecho.

– ¿Vio a alguien cuando usted estaba en la torre, ya sea antes o después de que empezara el fuego?

Wilfred hizo una pausa antes de responder:

– Me parece que sí. -Al ver el rostro de Julius, prosiguió rápidamente-: Estoy seguro, pero fue muy brevemente. Cuando empezó el fuego yo estaba sentado junto a la ventana que da al sur, la que tiene vista al mar. Al oler el humo, bajé a la cámara intermedia. Abrí la puerta que da a la planta baja y vi la paja encendida y una llamarada. Entonces hubiera podido salir, pero me entró pánico. El fuego me da mucho miedo. No es un miedo racional. Es mucho más que eso. Supongo que podría calificarse de fobia. De cualquier modo, subí ignominiosamente a gatas hasta el piso de arriba y empecé a correr de una ventana a otra buscando ayuda desesperado. Fue entonces cuando, a no ser que fuera una alucinación, vi una figura vestida con un hábito marrón deslizarse por esos peñascos que hay al suroeste.

– Desde donde pudo escapar sin que usted lo reconociera, ya sea hacia la carretera o por el acantilado hacia la playa. Eso si tenía agilidad suficiente para el camino de la playa. ¿Qué tipo de figura era, de hombre o de mujer? -preguntó Julius.

– No era más que una figura. Sólo la vi un instante. Grité, pero el viento soplaba en dirección contraria y, evidentemente, no me oyó. Ni se me ocurrió que pudiera ser mujer.

– Bueno, pues piénselo ahora. Supongo que llevaría la capucha subida.

– Sí, sí.

– ¡Con el calor que hacía! Piénselo, Wilfred. Casualmente, hay tres hábitos colgados en el despacho. He buscado la llave en los bolsillos, por eso me fijé. Tres hábitos. ¿Cuántos tienen en total?

– Ocho de los de verano. Siempre están colgados en el despacho. El mío tiene los botones distintos, pero los demás son comunitarios. No hacemos distinciones a la hora de cogerlos.

– Usted lleva el suyo, es de suponer que Dennis y Philby también lo lleven puesto, eso quiere decir que faltan dos.

– Es posible que Eric lleve otro, a veces se lo pone. Y, si hace frío, también suele usarlo Helen. Ah, y me parece recordar que en el cuarto de costura hay uno por remendar. También creo que justo antes de que muriera Michael faltó uno, pero no estoy seguro. Es posible que haya vuelto a aparecer. No los controlamos mucho.

– Así, prácticamente es imposible saber si falta alguno -señaló Julius. Supongo que lo que deberíamos hacer, Dalgliesh, es comprobarlo ahora. Si la mujer no ha podido dejar la llave, es de suponer que todavía tenga también el hábito.

– No tenemos prueba alguna de que haya sido una mujer -dijo Dalgliesh-. Y ¿por qué iba a quedarse el hábito? Podría dejarlo en cualquier parte de Toynton Grange sin despertar sospechas.

Anstey se incorporó y dijo con repentina firmeza:

– No, Julius. ¡Lo prohíbo! No permitiré que se interrogue y se contrainterrogue a la gente. Ha sido un accidente.

Julius, que parecía disfrutar de su papel de investigador jefe, dijo:

– Muy bien. Ha sido un accidente. Se le ha olvidado cerrar la puerta. Ha vaciado la pipa antes de que estuviera apagada y eso ha provocado un fuego sin llama. La figura que ha visto era alguien de Toynton Grange que daba un inocente paseo por el promontorio, demasiado abrigada para la época del año y tan inmersa en la belleza de la naturaleza que, ya fuera hombre o mujer, no le ha oído gritar, ni ha olido el fuego ni ha advertido el humo. ¿Luego qué ha ocurrido?

– ¿Quiere decir después de ver la figura? Nada. Naturalmente, me he dado cuenta de que no podía salir por las ventanas, he vuelto a bajar a la habitación central y he abierto la puerta que da a la planta baja. Lo último que recuerdo es una gran masa de humo sofocante y un frente de llamas. El humo me ahogaba. Parecía que las llamas me quemaban los ojos. No he tenido tiempo ni de volver a cerrar la puerta y me he sentido vencido. Supongo que hubiera tenido que cerrar las dos puertas y quedarme quieto, pero no es fácil tomar decisiones sensatas en ese estado de pánico.

– ¿Cuántas personas saben que le tiene más miedo de lo normal al fuego? -inquirió Dalgliesh.

– La mayoría, me imagino, creo yo. Es posible que no sepan lo obsesivo y personal que es el miedo que siento, pero saben que me preocupa. Insisto en que todos los pacientes duerman en la planta baja. Siempre me angustia la habitación reservada a los enfermos y no quería que Henry se alojara en un dormitorio del primer piso. Pero alguien tiene que dormir en la zona principal de la casa y la habitación de los enfermos tiene que estar cerca del consultorio y de los cuartos de las enfermeras por si hay alguna urgencia de noche. Es lógico y prudente tener miedo de los incendios en un sitio como éste. Sin embargo, la prudencia nada tiene que ver con el terror que me entra en cuanto veo humo o llamas.

Se llevó la mano a los ojos y se dieron cuenta de que se había echado a temblar. Julius contempló la agitada figura casi con interés clínico.

– Voy a buscar a la señorita Moxon -dijo Dalgliesh.

Apenas se había vuelto para encaminarse a la puerta cuando Anstey alargó una mano de protesta. Los temblores habían cesado. Mirando a Julius, dijo:

– Cree que el trabajo que estoy haciendo aquí merece la pena, ¿verdad?

Dalgliesh pensó que le había parecido advertir una fracción de segundo de pausa antes de que Julius respondiera sin entusiasmo:

– Claro que sí.

– ¿No lo dirá sólo para contentarme? ¿Lo cree?

– Si no, no lo diría.

– Claro que no. Perdóneme. ¿Coincide conmigo en que el trabajo es más importante que el hombre?

– Eso ya es más difícil. Podría aducir que el trabajo es el hombre.

– Aquí no. Esto ya está encarrilado, podría seguir adelante sin mí de ser necesario.

– Claro que podría, si dispusiera de los medios adecuados y si el Estado continuara mandando pacientes subvencionados. Pero no tiene por qué seguir sin usted si actúa con sensatez en lugar de como un vacilante héroe de un drama televisivo de tercera. No es su papel, Wilfred.

– Ya trato de actuar con sensatez, y valiente no lo soy en absoluto. Carezco de coraje físico. Es la virtud que más lamento no tener. Ustedes dos la tienen; no, no me lo discutan. Lo sé, y los envidio. Pero en esta situación no me hace falta valor. Lo que pasa es que no acabo de creer que alguien trate de matarme. -Se volvió hacia Dalgliesh y añadió-: Explíqueselo, Adam. Usted debe de entender lo que quiero decir.

– Podría decirse que ninguno de los dos intentos ha sido serio -dijo el aludido con precaución-. ¿La cuerda deshilachada? No es un método muy seguro y la mayoría de la gente debe de saber que no se le ocurriría empezar una escalada sin comprobar el equipo y que desde luego nunca lo haría solo. En cuanto a la pequeña charada de esta tarde, seguramente nada le habría pasado si hubiera cerrado las dos puertas y se hubiera quedado en la habitación de arriba; habría tenido mucho calor, pero no habría corrido demasiado peligro. El fuego habría acabado por extinguirse. Ha sido abrir la puerta de en medio y aspirar el humo lo que casi le mata.

– Pero supongamos que la hierba hubiera ardido con fuerza y las llamas hubieran alcanzado el suelo de madera del primer piso -terció Julius-, todo el centro de la torre hubiera ardido en cuestión de segundos y el fuego habría alcanzado la habitación de arriba. De ocurrir así, no se hubiera salvado. -Se volvió hacia Dalgliesh y preguntó-: ¿No le parece?

– Sí, seguramente. Por eso debe contárselo a la policía. Un bromista que llega a estos extremos ha de ser denunciado. Quizá la próxima vez no haya alguien cerca para socorrerlo.

– No creo que vuelva a ocurrir. Me parece que sé quién es el responsable. No soy tan tonto como parezco. Lo solucionaré, lo prometo. Tengo la sensación de que la persona responsable no continuará mucho tiempo con nosotros.

– No es usted inmortal, Wilfred -dijo Julius.

– Eso también lo sé, y podría equivocarme, por eso creo que ha llegado el momento de hablar con el Ridgewell Trust. El coronel está en el extranjero haciendo una visita a las residencias de la India, pero regresa el día dieciocho. La directiva querría tener una respuesta antes de final de octubre. Es una cuestión de reservar capital para futuras empresas. No lo traspasaría sin la conformidad de la mayoría de la familia. Pienso celebrar una junta. Pero si alguien trata de asustarme para que rompa el voto, me cercioraré de que el trabajo que estoy haciendo aquí sea indestructible, esté vivo o muerto.

– Si traspasa la propiedad a Ridgewell, Millicent no estará contenta -dijo Julius.

El rostro de Wilfred se convirtió en una máscara de obstinación. Dalgliesh encontró curioso el cambio que sufrían sus rasgos. Los dulces ojos se volvieron inflexibles y vidriosos, como si no quisieran ver, y la boca se alargó en una línea intransigente. Sin embargo, el conjunto de la expresión denotaba una malhumorada debilidad.

– Millicent me vendió su parte de muy buen grado y a un precio justo. No tiene motivos de queja. Si yo me veo obligado a marcharme de aquí, la obra continuará. Lo que me ocurra a mí no tiene importancia. -Le sonrió a Julius-. Usted no es creyente, ya lo sé, así que le voy a buscar otra autoridad. ¿Qué le parece Shakespeare? «Sed absoluto para la muerte, y la vida y la muerte serán más dulces.»

Los ojos de Julius se encontraron brevemente con los de Dalgliesh sobre la cabeza de Wilfred. El mensaje que transmitieron simultáneamente fue comprendido al instante. Julius halló cierta dificultad en controlarse y, por fin, dijo con aspereza:

– Dalgliesh está convaleciente. Casi se desmaya con el esfuerzo de socorrerlo a usted. Yo puede que parezca sano, pero necesito la fortaleza para mis propios placeres personales. De modo que si está decidido a firmar el traspaso a Ridgewell a fin de mes, trate de ser absoluto para la vida, al menos durante las próximas tres semanas, háganos ese favor.

Capítulo 19

Cuando se encontraron fuera de la habitación, Dalgliesh preguntó:

– ¿Cree usted que corre un peligro real?

– No lo sé. Seguramente esta tarde ha estado más cerca de lo que pretendían. -Y en cariñoso tono burlón, añadió-: ¡Será tonto el viejo engreído! ¡Absoluto para la muerte! Pensaba que estábamos a punto de pasar a Hamlet y nos iba a recordar que con la intención basta. Una cosa es cierta, ¿no le parece?, que no está fingiendo coraje. O bien no cree que alguien de Toynton Grange se la tenga jurada o piensa que conoce a su enemigo y está convencido de que puede ocuparse de él, o de ella. Aunque también podría ser, claro está, que hubiera prendido el fuego él mismo. Voy a que me venden la mano y luego podemos ir a tomar una copa en mi casa. Parece que le hace falta.

Dalgliesh tenía cosas que hacer. Dejó a Julius, a quien la aprensión había vuelto locuaz, a merced de Dorothy Moxon y regresó a Villa Esperanza a buscar la linterna. Tenía sed, pero no disponía de tiempo para tomar otra cosa que agua fría del grifo de la cocina. Aunque había dejado abiertas las ventanas de la casita, en la diminuta sala de estar, aislada por los gruesos muros de piedra, hacía tanto calor y el ambiente estaba tan enrarecido como el día de su llegada. Al cerrar la puerta, la sotana del padre Baddeley osciló y volvió a percibir olor mohoso y ligeramente eclesiástico. Los pañitos de ganchillo que cubrían los brazos y el respaldo de la butaca estaban en su sitio, sin huellas de las manos y la cabeza del sacerdote. Todavía permanecía algo de su personalidad, aunque Dalgliesh percibía su presencia ya con menos fuerza. No obstante, no había comunicación. Si precisaba de los consejos del padre Baddeley, habría de buscarlos por caminos conocidos pero poco usados por los cuales ya no se sentía con derecho a transitar.

Se encontraba agotado. El agua fresca de sabor amargo sólo le hizo tomar conciencia con más claridad de su cansancio. Casi le era imposible resistirse al camastro que lo aguardaba, a la idea de dejarse caer sobre su dureza. Resultaba ridículo que un ejercicio tan ligero lo dejara agotado. Y tenía la sensación de que el calor se estaba haciendo insufrible. Se pasó la mano por la frente y la encontró sudada, pegajosa y fría. Evidentemente tenía fiebre. Al fin y al cabo, ya le habían advertido en el hospital que podía suceder. Le sobrevino entonces una oleada de ira contra los médicos, contra Wilfred Anstey y contra sí mismo.

Hubiera sido muy fácil recoger sus cosas y marcharse al piso de Londres. Allí, por encima del Támesis en Queenhythe, estaría fresco y libre. Nadie lo molestaría, pues todos lo supondrían todavía en Dorset. Podía dejar una nota para Anstey y marcharse inmediatamente; todo el país estaba a su disposición. Había cientos de lugares mejores que aquella comunidad claustrofóbica y egocéntrica dedicada al amor y a la autosatisfacción a través del sufrimiento, donde la gente se mandaba anónimos, hacía travesuras infantiles y maliciosas o se cansaba de esperar la muerte y se lanzaba a la aniquilación. Nada lo retenía en Toynton; se lo repetía con testaruda insistencia mientras descansaba la cabeza en el frescor del pequeño cristal cuadrado que colgaba sobre el fregadero y que debía de haberle servido de espejo para afeitarse al padre Baddeley. Probablemente era alguna caprichosa secuela de la enfermedad lo que le volvía a la vez tan indeciso y tan reacio a marcharse. Para haber decidido no regresar a las pesquisas, estaba haciendo una buena imitación de una persona entregada a su trabajo.

Al salir de la casita y emprender el largo camino promontorio arriba, no vio a nadie. El cielo todavía estaba claro, con esa momentánea intensificación de la luz que precede a la puesta del sol otoñal. Los almohadones de musgo que salpicaban los fragmentados muros eran de un verde intenso, deslumbrante. Cada flor por separado centelleaba como una gema que oscilaba movida por la suave brisa. La torre, cuando por fin alcanzó a verla, resplandecía como el ébano y parecía estremecerse al sol. Se figuró que si la tocaba se tambalearía y desaparecería. Su larga sombra surcaba la tierra como un dedo admonitorio.

Aprovechando la luz natural, y reservándose la linterna para el interior, inició la búsqueda. La paja quemada y los ennegrecidos desechos formaban descuidados montones en las proximidades del porche, pero la ligera brisa, que nunca faltaba en aquel punto alto del promontorio, había comenzado ya a deshacer los montículos y a esparcir extrañas materias casi hasta el borde del precipicio. Empezó por escrutar el terreno próximo a los muros y fue avanzando en círculos concéntricos cada vez más amplios. Nada encontró hasta que alcanzó el grupo de peñascos que se alzaba a unos cincuenta metros al suroeste. Constituían una curiosa formación, parecían más una obra de la mano del hombre que un afloramiento natural de la tierra, como si el constructor de la torre hubiera transportado el doble de piedras de las necesarias y se hubiera divertido disponiendo las sobrantes en forma de cordillera en miniatura. Las piedras describían un semicírculo de unos cuarenta metros de largo cuyas cumbres, de unos dos metros de alto, estaban unidas por elevaciones más pequeñas y redondeadas. Esta pared proporcionaba la protección idónea para que una persona escapara sin ser vista, ya fuera hacia el camino del acantilado o, por la pendiente del noroeste, hacia la carretera.

Fue allí, detrás de uno de los grandes peñascos, donde Dalgliesh encontró lo que esperaba encontrar, un hábito marrón de tela fina. Había sido enrollado hasta formar un rodillo e introducido en una grieta que se abría entre dos piedras más pequeñas. No había más que ver, ninguna pisada discernible en la firme hierba seca, ninguna lata con olor a parafina. Esperaba encontrar una lata en alguna parte. Aunque la paja y la hierba seca de la base de la torre hubieran ardido en seguida una vez se hubiera prendido un fuego consistente, dudaba de que una cerilla lanzada al azar hubiera dado lugar al incendio.

Se metió el hábito debajo del brazo. Si se trataba de una investigación de asesinato, los expertos forenses lo examinarían en busca de restos de fibras, polvo, parafina o cualquier sustancia que pudiera establecer una relación biológica o química con alguien de Toynton Grange. Pero no era una investigación de asesinato; ni siquiera era una investigación oficial. Y aunque se identificaran fibras en el hábito que coincidieran con las de una camisa, unos pantalones, una chaqueta o incluso un vestido de alguien de Toynton Grange, ¿qué se demostraría con ello? Por lo visto, cualquiera de los empleados tenía derecho a usar la curiosa idea que tenía Wilfred de un uniforme de trabajo. El hecho de que el hábito hubiera sido abandonado, y en aquel lugar, parecía indicar que el que lo vestía había decidido huir por el acantilado en lugar de por la carretera, si no, ¿por qué no seguir utilizando el camuflaje? A no ser, naturalmente, que el que lo llevara fuera mujer y una mujer que no vistiera normalmente aquella indumentaria. En ese caso, ser vista por casualidad en el promontorio poco después del incendio sería decisivo. Pero nadie, ni hombre ni mujer, querría llevarlo puesto por el camino del acantilado. Era la ruta más rápida pero más difícil, y el hábito hubiera sido una prenda peligrosa. Sin duda conservaría rastros delatores de tierra arenosa o manchas verdes de las rocas cubiertas de algas de ese difícil trayecto hasta la playa. Pero quizás eso era lo que querían hacerle creer. ¿Habrían dejado allí el hábito, como el anónimo del padre Baddeley, tan pulcra y exactamente colocado en el preciso lugar en que esperaba encontrarlo, para que lo descubriera él? ¿Qué necesidad había de abandonarlo? Así enrollado era un bulto perfectamente transportable por el resbaladizo camino de la playa.

La puerta de la torre todavía estaba entreabierta. En el interior perduraba el olor a quemado, el evocador olor otoñal de hierba quemada, pero ahora, con el primer fresco del atardecer, casi resultaba agradable. La parte inferior de la barandilla de cuerda había ardido y colgaba de las anillas de hierro en jirones chamuscados.

Encendió la linterna y comenzó a buscar sistemáticamente entre las ennegrecidas hebras de paja quemada. La encontró en cuestión de minutos, una lata abollada, cubierta de hollín y sin tapa que podía ser de cacao. La olió. No sabía si serían imaginaciones suyas, pero le pareció percibir cierto tufo de parafina.

Subió los escalones de piedra con precaución pegado a la pared ennegrecida. En la cámara intermedia nada encontró y se alegró de salir de aquella claustrofóbica celda sin ventanas y poder subir a la sala superior. El contraste con la estancia de debajo era inmediato y sorprendente. El cuartito estaba lleno de luz. No medía más de metro ochenta de ancho y el techo abovedado y con aristas le daba un aire encantador, femenino y ligeramente elegante. Cuatro de las ocho ventanas carecían de cristal y el aire penetraba por ellas frío y con olor a mar. Las reducidas dimensiones acentuaban la altura de la torre. Dalgliesh tenía la sensación de estar suspendido en un pimentero decorativo entre el cielo y el mar. El silencio era absoluto, una paz tonificante. Nada oía aparte del tictac de su reloj y del incesante y anodino ir y venir del mar. Se preguntó por qué el atormentado Wilfred Anstey victoriano no habría dado señales de alarma desde una de aquellas ventanas. Quizá cuando la tortura del hambre y la sed lo hicieron renunciar, el anciano estaba ya demasiado débil para subir las escaleras. Ciertamente, nada de su terror y desesperación finales había penetrado en aquel luminoso nido de águilas. Asomándose a la ventana meridional, Dalgliesh veía el rizado mar de azul celeste y morado diluidos con una vela roja triangular inmóvil en el horizonte. Las otras ventanas ofrecían una vista panorámica de todo el promontorio bañado por el sol; Toynton Grange y su racimo de casitas sólo eran identificables por la chimenea del caserón, puesto que se levantaban en el valle. Dalgliesh observó asimismo que el pradito de hierba musgosa en que se había detenido la silla de Holroyd antes del convulsivo impulso hacia la destrucción y el angosto sendero que conducía a él eran también invisibles. Lo que ocurriera aquella fatídica tarde, nadie pudo verlo desde la torre.

La habitación estaba amueblada con simplicidad. Había una mesa y una silla de madera arrimadas a la ventana que daba al mar, un armarito de roble, una estera en el suelo, una vieja butaca anticuada con almohadones en el centro de la estancia y un crucifijo de madera clavado en la pared. Vio que la puerta del armario estaba abierta y la llave en la cerradura. Dentro encontró una pequeña colección de pornografía de bolsillo nada edificante. Incluso teniendo en cuenta la tendencia natural -a la cual Dalgliesh se sabía vulnerable- a desdeñar los gustos sexuales de los demás, aquella no era la pornografía que hubiera elegido él.

Era una bibliotequilla patética e indigna de flagelaciones, excitación y lascivia, incapaz, le pareció a él, de estimular la más mínima emoción que fuera más allá del tedio y una vaga repugnancia. Era cierto que incluía El amante de Lady Chatterley -una novela que Dalgliesh consideraba sobrevalorada literatura y que no podía considerarse pornografía-, pero el resto no era merecedor de respeto desde perspectiva alguna. Incluso después de un intervalo de veinte años, resultaba difícil creer que el gentil, ascético y meticuloso padre Baddeley cultivara el gusto por aquellas patéticas trivialidades. Y, de ser así, ¿por qué dejar el armario abierto o la llave donde Wilfred pudiera encontrarla? La conclusión obvia era que los libros eran de Anstey y que sólo había tenido tiempo de abrir el armario antes de oler el fuego. En el pánico subsiguiente se olvidó de echar la llave a la prueba de su secreta distracción. Seguramente regresaría apresurado y confuso en cuanto tuviera fuerzas y se le presentara la oportunidad. Si aquello era cierto, demostraba una cosa: Anstey no había provocado el incendio.

Dalgliesh dejó la puerta del armario entreabierta, tal como la había encontrado, y se puso a escudriñar el suelo. La áspera estera de un material que parecía cáñamo trenzado estaba rota en algunos sitios y cubierta de polvo. De la huella visible en la superficie y de la disposición de los diminutos filamentos de fibra arrancada dedujo que Anstey había arrastrado la mesa de la ventana oriental a la meridional. Igualmente encontró lo que parecían restos de dos tipos distintos de ceniza de tabaco, pero eran demasiado pequeños para recogerlos sin disponer de lupa y pinzas. No obstante, a la derecha de la ventana oriental, y descansando en los intersticios de la estera, encontró una cosa fácilmente reconocible a simple vista. Era una cerilla amarilla idéntica a las del librito que había junto a la cama del padre Baddeley, y había sido dividida en cinco fragmentos separados hasta la altura de la negra cabeza.

Capítulo 20

La puerta principal de Toynton Grange estaba, como de costumbre, abierta. Dalgliesh ascendió rápida y silenciosamente la escalinata hasta el dormitorio de Wilfred. Al acercarse oyó voces: la recriminadora y beligerante de Dot Moxon dominaba un entrecortado murmullo masculino. Entró sin llamar. Tres pares de ojos lo miraron con cautela y le pareció que también con resentimiento. Wilfred todavía estaba en la cama, pero incorporado. Dennis Lerner se volvió rápidamente a mirar por la ventana, pero no antes de que Dalgliesh advirtiera que tenía el rostro enrojecido como si hubiera llorado. Dot estaba sentada junto a la cama, con la imperturbable e inmóvil pose de una madre que vela a su hijo enfermo. Como si Dalgliesh hubiera exigido una explicación, Dennis murmuró:

– Wilfred me ha contado lo que ha ocurrido. Es increíble.

– Ha ocurrido, y ha sido un accidente -dijo Wilfred con una resuelta obstinación que no hacía más que resaltar la satisfacción que le producía no ser creído.

Dennis empezaba a decir «¿Cómo iba…?, cuando Dalgliesh intervino dejando el hábito enrollado a los pies de la cama.

– Lo he encontrado entre los peñascos que hay junto a la torre negra. Si se lo entrega a la policía, es posible que saquen algo en claro.

– No pienso ir a la policía y prohíbo a todos los que están aquí, a todos, que vayan en mi nombre.

– No se preocupe -dijo Dalgliesh con calma-, no tengo intención de hacerles perder el tiempo. Dada su determinación a evitar que intervengan, probablemente sospecharán que el incendio lo provocó usted mismo. ¿Es así?

Wilfred interrumpió rápidamente el resuello de incredulidad de Dennis y la ofendida expresión de protesta de Dot.

– No, Dot, es perfectamente lógico que Adam Dalgliesh piense como piensa. Está profesionalmente entrenado en la sospecha y el escepticismo. Pero resulta que yo jamás he tenido intención de quemarme vivo. Con un suicidio de la familia en la torre negra basta. Sin embargo, creo que sé quién encendió el fuego y yo me ocuparé de esa persona en el momento que elija y a mi manera. Entretanto, nada debe trascender a la familia, nada. Gracias a Dios, de una cosa puedo estar seguro, ninguno de ellos ha podido intervenir en esto. Ahora que me he cerciorado de eso, sé lo que debo hacer. Bueno, si tuvieran la amabilidad de marcharse…

Dalgliesh no esperó a ver si los demás se disponían a obedecer, se contentó con pronunciar una última recomendación desde la puerta.

– Si se propone vengarse por su cuenta, olvídelo. Si no puede, o no se atreve, a actuar dentro de la ley, entonces no actúe.

Anstey dibujó su dulce y exasperante sonrisa.

– ¿Vengarme, comandante? ¿Vengarme? Esa palabra no existe en la filosofía de Toynton Grange.

Dalgliesh no vio ni oyó a nadie mientras atravesaba de nuevo el vestíbulo principal. La casa parecía una concha vacía. Después de meditarlo un segundo, se dirigió con paso decidido a Villa Caridad. El promontorio estaba desierto con la excepción de una solitaria figura que descendía por la ladera: era Julius, con lo que parecían dos botellas, una en cada mano. Las sostenía en alto en un gesto medio pugilístico, medio de celebración. Dalgliesh alzó la mano en un breve saludo y, después de girar, enfiló el camino de piedra hacia la casita de los Hewson,

La puerta estaba abierta y al principio no oyó señales de vida. Llamó y, al no obtener respuesta, entró. Villa Caridad, una construcción independiente, aventajaba en tamaño a las otras dos casitas, y la sala de estar, de paredes de piedra y bañada ahora por el sol que penetraba por los dos ventanales, era de agradables proporciones. Pero estaba sucia y desordenada, reflejo de la naturaleza insatisfecha e inquieta de Maggie. Su primera impresión fue que ésta había proclamado su intención de no prolongar su estancia no molestándose en deshacer las maletas. Parecía que los pocos muebles seguían en el mismo sitio en que habían ido a parar a capricho de los mozos de mudanzas. Frente a una gran pantalla de televisión que dominaba la habitación había un mugriento sofá. La escasa biblioteca médica de Eric descansaba apilada en los estantes de la librería, que también sostenían un surtido de cerámica, adornos, discos y zapatos aplastados. A una lámpara vulgar de forma repelente le faltaba la pantalla. Había dos cuadros apoyados de cara a la pared, con las cuerdas rotas y anudadas. En el centro de la estancia había una mesa cuadrada con lo que parecían los restos de un almuerzo tardío: una caja rota de galletas desmigajadas, un trozo de queso en un plato desportillado, una pastilla de mantequilla que se escurría de su grasiento envoltorio, y una botella de ketchup sin tapón y con la salsa coagulada en torno del borde. Dos moscardones evolucionaban intrincadamente sobre la bazofia al son de los zumbidos.

Desde la cocina llegaba el sonido del agua corriente y el rugido de un calentador de gas. Eric y Maggie estaban fregando los platos. De repente, el calentador calló y se oyó la voz de Maggie:

– ¡Eres un débil mental! Todos te utilizan. Y si te tiras a esa zorra arrogante, y me da lo mismo tanto si lo haces como si no, es porque no eres capaz de negarte. En realidad no la deseas más que a mí.

La respuesta de Eric fue una apagado murmullo. Entonces se oyó ruido de platos rotos y volvió a alzarse la voz de Maggie:

– ¡Por el amor de Dios, no puedes estar escondido toda la vida! El viaje a St. Saviour no fue tan mal como pensabas. Nadie dijo palabra.

En esta ocasión, la respuesta de Eric fue perfectamente inteligible:

– No hacía falta. Además, ¿a quién vimos? Sólo al especialista en fisioterapia y a la empleada de historiales. Ella lo sabía y me lo dejó bien claro. Eso es lo que ocurriría en medicina general, si me dieran trabajo. Nunca permitirían que lo olvidara. El delincuente. Y asignarían con gran tacto a todas las pacientes menores de dieciséis años a otro por si acaso. Al menos Wilfred me trata como un ser humano. Puedo aportar algo. Puedo hacer mi trabajo.

– ¡Por Dios! ¡Vaya trabajo! -exclamó Maggie casi a voz en grito. Y entonces ambas voces se perdieron en el rugido del calentador y el ruido del agua. Al cabo de unos instantes, éstos se apagaron y Dalgliesh volvió a oír la voz de Maggie, aguda, enérgica-: ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno! ¡Ya he dicho que no lo diré, y lo diré! Pero si sigues refunfuñando, a lo mejor cambio de opinión.

La respuesta de Eric le llegó en forma de un largo murmullo de protesta después del cual Maggie volvió a hablar:

– Bueno, ¿y qué? No era tonto, ¿sabes? Se daba cuenta de que pasaba algo. ¿Qué hay de malo? Está muerto, ¿no? Muerto, muerto, muerto.

De repente Dalgliesh se dio cuenta de que estaba totalmente inmóvil, haciendo un esfuerzo por oír, como si fuera un caso oficial, un caso suyo, y cada palabra obtenida subrepticiamente constituyera una pista vital. Irritado, casi se obligó a actuar. Había regresado a la entrada y había levantado la mano para volver a llamar con más fuerza cuando Maggie salió de la cocina con una bandejita de latón seguida de Eric, se recuperó rápidamente de la sorpresa y soltó una risotada casi genuina.

– ¡Dios santo! No me diga que Wilfred ha llamado a Scotland Yard para que me interroguen. El pobrecillo está hecho un lío. ¿Qué piensa hacer, advertirme que todo lo que diga quedará registrado y podrá utilizarse como prueba?

En ese instante el vano de la puerta se oscureció y apareció Julius. Dalgliesh pensó que debía de haber corrido para llegar tan pronto. ¿A qué esas prisas? Con la respiración entrecortada, Julius depositó las dos botellas en la mesa.

– Un ofrecimiento en señal de paz.

– ¡Justo lo que hacía falta! -Maggie adoptó una actitud de flirteo. Se le iluminaron los ojos bajo los pesados párpados y los paseó de Dalgliesh a Julius, como indecisa sobre a quién otorgar sus favores. Dirigiéndose a Dalgliesh, dijo-: Julius me ha acusado de tratar de asar a Wilfred vivo en la torre negra. Ya lo sé, ya me doy cuenta de que no es cosa de risa, pero Julius sí resulta verdaderamente cómico cuando intenta ser solemne. Y, sinceramente, es una soberana tontería. Si quisiera cargarme a san Wilfred, podría hacerlo sin andar a hurtadillas por la torre negra disfrazada, ¿verdad, querido?

Se cercioró de que su risa y la mirada que le dirigió a Julius fueran a la vez amenazadoras y conspiratorias, pero no obtuvo reacción alguna. Julius dijo de inmediato:

– No te he acusado. Simplemente te he preguntado con gran tacto dónde has estado desde la una de la tarde.

– En la playa, querido. A veces voy por allí. Ya sé que no puedo demostrarlo, pero vosotros tampoco podéis demostrar que no era así.

– Qué casualidad, ¿verdad?, que estuvieras en la playa.

– No más casualidad que tú pasaras por la carretera de la costa.

– ¿Viste a alguien?

– Ya te lo he dicho, a nadie. ¿A quién tenía que ver? Ahora, Adam, le toca a usted. ¿Piensa sacarme la verdad con un encantamiento digno de la mejor tradición metropolitana?

– No. Este caso es de Court. Una de las principales normas de la investigación es nunca interferir en la manera de llevar el caso de otro.

– Además, querida Maggie, al comandante no le interesan nuestras mezquinas disputas. Por extraño que parezca, le da lo mismo. Ni siquiera es capaz de fingir interés por saber si Dennis empujó a Victor por el acantilado y yo lo estoy encubriendo. Humillante, ¿verdad?

Maggie profirió una risa forzada. Miró a su marido como una anfitriona inexperta que teme que la fiesta se esté saliendo de madre.

– No seas tonto, Julius. Ya sabemos que no lo estás encubriendo. ¿Por qué lo ibas a encubrir? ¿Qué sacarías tú?

– ¡Qué bien me conoces, Maggie! Nada. Pero también podría haberlo hecho por pura bondad. -Miró a Dalgliesh con una sonrisa socarrona y añadió-: Me gusta ser complaciente con mis amigos.

– ¿Qué deseaba usted, señor Dalgliesh? -dijo de pronto Eric con sorprendente autoridad.

– Simplemente información. Cuando llegué a casa del padre Baddeley encontré un librito de cerillas junto a su cama, era de propaganda, del Olde Tudor Barn de cerca de Wareham. He pensado ir a cenar hoy mismo. ¿Saben si el padre Baddeley iba con frecuencia?

– ¡No, no! -exclamó Maggie riendo-. Yo diría que nunca. No es el ambiente de Michael. Las cerillas se las di yo. Le gustaban las chucherías. Pero el Barn no está mal. Bob Loder me llevó el día de mi cumpleaños y nos atendieron bastante bien.

– Yo mismo puedo describírselo -intervino Julius-. Ambiente: una ristra de lamparitas de colores salidas de un cuento de hadas alrededor de un granero del siglo XVII, por lo demás genuino y agradable. Primer plato: sopa de tomate de lata con una rodajita de tomate para darle verosimilitud y contraste cromático; langostinos congelados con salsa embotellada sobre un lecho de lechuga lacia; medio melón, maduro si tienes suerte; o el paté casero del chef recién traído del supermercado. El resto del menú ya puede imaginárselo. Generalmente consiste en una especie de bistec servido con verduras congeladas y lo que ellos llaman patatas fritas. Si se ve obligado a beber, no se aparte del tinto. No sé si lo elabora el dueño o simplemente le pega las etiquetas a las botellas, pero al menos es vino. El blanco es pipí de gato.

– No seas tan esnob, querido -dijo Maggie riendo-, no está tan mal. Bill y yo tomamos una comida bastante decente. Y, fuera quien fuese el que embotelló el vino, para mí tuvo el efecto deseado.

– Pero es posible que haya empeorado -comentó Dalgliesh-. Ya saben lo que pasa, se marcha el cocinero y un restaurante cambia de la noche a la mañana.

– Ésa es la ventana de la carta del Olde Barn -rió Julius-. El cocinero puede cambiar, y cambia, cada quince días, pero la sopa de lata tiene el mismo sabor.

– No creo que haya cambiado desde mi cumpleaños -dijo Maggie-. Fue el 11 de septiembre. Soy Virgo, queridos. Muy apropiado, ¿verdad?

– Hay un par de sitios que no están mal en la vecindad. Puedo darle los nombres -propuso Julius.

Así lo hizo y Dalgliesh se los anotó debidamente en la parte posterior de su agenda. Pero al regresar a Villa Esperanza su mente ya había registrado otra información más importante.

Así pues, Maggie trataba lo suficiente a Bob Loder para salir a comer con él; el servicial Loder, igualmente dispuesto a modificar el testamento del padre Baddeley, o a disuadirlo de que lo modificara, y a ayudar a Millicent a engañar a su hermano para que le cediera la mitad del capital que obtuviera de la venta de Toynton Grange. Pero esa pequeña treta había sido idea de Holroyd. ¿Lo habrían maquinado entre Loder y Holroyd? Maggie les había hablado de la comida con secreta satisfacción. Si su marido la abandonaba el día de su cumpleaños, no se quedaba sin consuelo. Pero, ¿y Loder? ¿Se reducía su interés a la mera intención de aprovecharse de una mujer complaciente e insatisfecha, o tenía un motivo más siniestro para mantenerse en contacto con lo ocurrido en Toynton Grange? ¿Y la cerilla partida? Dalgliesh todavía no la había comparado con los fragmentos restantes en el librito que continuaba junto a la cama del padre Baddeley, pero no le cabía duda que uno de ellos coincidiría. No podía seguir interrogando a Maggie sin levantar sospechas, pero no le hacía falta. Tenía que haberle dado el librito de cerillas después de la tarde del 11 de septiembre, que era el día anterior a la muerte de Holroyd. Y esa tarde, el padre Baddeley había ido a ver a su abogado. Así pues, no pudo recibir las cerillas hasta última hora, como muy pronto. Eso quería decir que había estado en la torre negra ya fuera a la mañana o a la tarde siguiente. Cuando se le presentara la oportunidad, le resultaría útil cambiar unas palabras con la señorita Willison y preguntarle si el padre Baddeley había estado en Toynton Grange el miércoles por la mañana. Según las entradas de su diario, formaba parte de su rutina ir a la casona cada mañana, la cual quería decir que casi con seguridad había estado en la torre negra la tarde del doce, y probablemente se había sentado junto a la ventana oriental. Las señales de la estera parecían muy recientes. Pero ni siquiera desde la ventana habría podido ver cómo se precipitaba la silla de Holroyd por el acantilado, ni observar cómo avanzaban las distantes figuras de Lerner y Holroyd por el camino que conducía al prado. Y aun de haber podido, ¿qué valor tendría su testimonio? Un viejo sentado solo, leyendo y es posible que adormecido al sol de la tarde. Ciertamente resultaba risible buscar en ello motivo para asesinarlo. No obstante, en el caso de que el padre Baddeley estuviera absolutamente seguro de que ni estaba leyendo ni adormilado, no sería cuestión de lo que había visto sino de lo que había dejado de ver.

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