CLAUDIA AMENGUAL nació en Montevideo, Uruguay, en 1969. Es escritora, traductora pública e investigadora. Es autora de las siguientes novelas: La rosa de Jericó, El vendedor de escobas y Desde las cenizas. El relato que se transcribe es un fragmento de su novela La rosa de Jericó (2000).
Mira alrededor y la oficina le parece una cueva. Las computadoras son luces al final de un túnel, luces muy difusas, y el sonido de la impresora se asemeja a un grito prolongado que le eriza la piel. Ya no ve hacia afuera por la única ventana, sólo hay paredes negras, muy negras, y se le están viniendo encima, y nadie se da cuenta, nadie se da cuenta, siguen en lo suyo como si nada pasara; pero las paredes se vienen encima, cada vez hay menos aire, el pecho se cierra, cuesta respirar. Por ahí se mueven sombras, se arrastran; no son sombras, son seres espeluznantes, informes, oscuros. Parece que están cómodos en ese mundo de horror, se desplazan lentos y no se han dado cuenta de que las paredes siguen cerrándose; cada vez hay menos espacio, más oscuridad. Ella no puede moverse, tampoco le salen palabras, está paralizada, con los ojos abiertos y la mirada perdida y el grito aquel que hace rato terminó; y la impresora que le hace señas que ella no ve, como tampoco ve que una de las sombras está justo detrás de su espalda.
– ¡Pero, caramba! Hoy no pegás una, Elena. Primero llegás tarde, te venís hecha una mascarita, me distraés a los compañeros y ahora, lo que faltaba, ¡en la mismísima luna! Con todo el trabajo que hay atrasado. No digo yo, que en algo raro andás. ¡No puede ser!
– Me distraje un segundo, ya sigo.
– ¿Vos creés que yo me chupo el dedo? A mí no me engatusás con ese cuentito del doctor, ¿estamos? Te pesqué en el aire en cuanto te vi llegar. Estás en la luna porque andarás en cosas raras. A mí me importan tres pitos tus asuntos, si te vas por ahí con uno o con cien, eso es cosa tuya, pero aquí, mientras estés aquí quiero que rindas. ¡Que rindas! ¿Me estás oyendo?
Elena se ha puesto de pie, con la mirada algo desencajada pero con la voz firme, mucho más firme que las piernas temblando al compás del corazón que siente latir como si fuera a saltársele por la boca. Le pone la cara bien cerca de la de él y le dice con los dientes apretados:
– Vá-ya-se-a-la-mier-da.
El hombre apenas ha podido recuperarse de la sorpresa y ella ya está cerca de la puerta. La abre y, antes de salir, estira la mano hasta el reloj, toma su tarjeta y la rompe en tantos pedazos como puede, los tira al aire por detrás del hombro y simplemente se va como había anunciado, antes de hora.
Apenas traspasa el umbral del edificio, siente como si se le hubieran recargado las energías. Ya está y no fue tan difícil. Había que ver la cara del jefe y las expresiones de sus compañeros. Si faltó que aplaudieran. Y ese detalle final, ese gesto dramático de romper la tarjeta, ¡qué maravilla! Distraída busca con la mirada, busca pero no encuentra lo que quiere. Si volviera a toparse con el taximetrista le aceptaría un café, es más, ella misma lo invitaría. Un café, nada más que eso y solamente porque la desborda una extraña alegría. ¿Y luego? Nada. No pasaría de una charla para poder contarle a alguien lo que acaba de hacer. ¡Ella! ¡Elena! Qué a gusto se siente, qué liberada. No tiene idea de lo que hará en el futuro, pero no quiere pensar en eso. Ahora es momento de disfrutar este desquite que se permitió. Pero ¿por qué no lo hizo antes? No fue tan terrible, después de todo. Imagina el alboroto que habrá en la oficina; el jefe informando del desacato a “los de arriba”, dorando la cuestión para no salir mal parado, por supuesto, hablando pestes de ella, de cómo hacía tiempo que tenía ganas de sacársela de encima. Mientras tanto, los compañeros festejarán que alguien, por fin, haya puesto las cosas en su lugar y le haya cantado a la alimaña las cuatro frescas que todos tienen pendientes. Está tan excitada que le parece que la gente puede leerle el pensamiento.
¿Cómo lo tomará Daniel? Probablemente no le dé importancia, después de todo para él eso nunca fue un trabajo, más bien un pasatiempo para que Elena no estuviera tanto en casa y no se pusiera quisquillosa con la limpieza, los chicos. En cuanto a ellos, ni siquiera está segura de que estén al tanto de que tiene, tenía, trabajo. Jamás le han hecho preguntas, ni la han ido a visitar, ni se han interesado en lo más mínimo. No notarán la diferencia. ¿Su madre? Puede imaginarla sin mover un músculo, sin el menor gesto, nada, decirle algo así como “es cuestión tuya” o “tú sabrás”. Cualquier cosa por el estilo, menos un abrazo comprensivo, eso es seguro. Tampoco querrá saber los detalles, ni reirá con ella por su locura, ni mucho menos le dirá que ha hecho justicia. No, no puede esperar aplausos de nadie. ¡Pero, claro! ¡René! ¿Cómo pudo olvidarlo? René sí va a disfrutar cuando le cuente, con la rabia que le tiene al gordo.
“Estoy bien”, piensa. “Tendría que retocar un poco el maquillaje, pero estoy bien. Estás linda, Elena. A ver cuántos piropos cosechás en un par de cuadras.” Se lanza a su pasarela imaginaria, sintiéndose de verdad más linda y ni siquiera se amarga cuando camina dos cuadras sin que nadie le diga ni buenos días, ni voltee para mirarla. “Es igual, Elena, no te habrán visto o serán maricas.”
Entra en un pequeño café frente a una plaza en cuyo centro una fuente antigua escupe chorritos de agua desiguales. Elige una mesa junto a la ventana, justo como su madre le advirtió desde niña que nunca hiciera, porque “solamente una mujer que busca guerra se coloca sola en exposición”. El lugar es pequeño pero acogedor; han empleado mucha madera para su decoración. Madera en el mostrador, madera en el piso, madera en el techo, tanta madera que tiene la calidez de un hogar. Ahí ha metido mano un decorador, no hay duda. Hay incluso un cierto toque de audacia que sólo alguien que sabe, un profesional, pudo haber ideado con tal éxito. Jamás se le hubiese ocurrido combinar el tapizado rojo de las sillas con el violeta estridente de las cortinas y, sin embargo, queda muy bien. Y las servilletas dobladas en abanico sobre los platos de postre son un encanto. ¿Cómo harán para dejarlas así? A ver, si se desdobla y se siguen los pliegues, no, no, así no es, aquí hay también un truco de plancha, de otro modo no se explica que queden así tan paraditas.
– Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle?
Ni siquiera había pensado en comer. Entró allí como pudo haber elegido un banco de la plaza. La muchacha le alcanza una lista.
– Tómese su tiempo, no hay apuro.
Claro que no lo hay, apenas son las tres y veinte. Quizá pueda volver a su casa. No. ¿Para qué? Daniel avisó que volvería tarde y los chicos quién sabe dónde andarán. Si vuelve se pondrá a limpiar y caerá en la depresión de esta mañana. ¡Ni loca! ¿Cómo estará Daniel con sus ejecutivos? ¿Y si lo llama a la agencia? No, tal vez esté en lo mejor de la reunión, a punto de dar una estocada triunfal, y ella interrumpiendo; no, jamás se lo perdonaría. Pero ¿y si no es así? ¿Y si está esperando que ella lo llame para preguntar cómo ha ido todo, para desearle buena suerte? ¡Un momento Elena! ¿Qué te pasa? ¿Tus deseos no cuentan? ¿Qué te hace feliz en este momento?
– Torta de chocolate y café con crema, por favor.
Disfruta de la torta y del café como una niña que hubiese estado ahorrando por años para darse este gusto. Mientras tanto, la vida transcurre afuera con normalidad. Cada persona vive su día especial, con sus conflictos particulares, sus penas y alegrías; pero en el conjunto, en la masa que cruza calles y se mueve, el día parece desarrollarse casi como un calco del anterior. La moza se acerca a la mesa y pregunta con cortesía:
– ¿Está a su gusto, señora?
– Exquisito. Voy a recomendar este lugar.
– Gracias. ¿Le retiro el plato?
La muchacha se inclina y Elena cree ver el vientre abultado debajo del delantal violeta.
– ¿Estás esperando?
– Sí, de seis meses.
– Pero, si ni se nota, con el delantal…
La muchacha coloca una mano entre los pechos y el comienzo del vientre, y la otra justo por debajo, de manera tal que el delantal queda ceñido al cuerpo y delata lo que antes escondía. Se la ve feliz. Elena recuerda cómo se sentía embarazada y piensa que fueron los mejores meses de su vida. Paga y sale. Ya ha pasado la euforia con la que hace nada más un rato entró al café. Ahora está más serena, reconfortada y, sin embargo, otra vez la invade esa tristeza de la mañana.
El escaparate de una tienda de lencería, puesta allí como por encargo, le hace señas con un letrero rosa. Se acerca para mirar las prendas dispuestas con tanta gracia que atraen a mujeres y hombres por igual. Mira divertida cómo un señor muy circunspecto ha pasado ya tres veces espiando de reojo los calzoncitos con encaje negro. “¡Te pesqué!”, piensa y de inmediato recuerda, “hace tanto que no uso encaje”. Repasa mentalmente su actual ajuar de ropa íntima. Nada especial, más bien todo parecido, sobrio, tirando a grande. Decide entrar por pura curiosidad y, de paso, hacer tiempo.
Ir de la humedad de la calle al ambiente acondicionado de la tienda, ya la hace sentir diferente. Todo allí ha sido pensado para estar a gusto y estimular las ganas de comprar. Aquí y allá hay copones de cristal repletos de flores secas. El aire huele a melones, a duraznos, a sandías frescas. Es imposible no sentirse deseable estando en ese lugar. Dan ganas de llevarse todo y experimentar el efecto de esas telas satinadas, esos colores cálidos o rabiosos, esas espumas irresistibles de los encajes, las transparencias que son el colmo de la sensualidad.
Una mujer se le ha acercado. Parece salida de una foto de la realeza británica. Lleva el pelo gris recogido en un moño que ha rematado con una cinta de raso negro. Negro también es el vestido sin una arruga que la tapa hasta las rodillas y sólo tiene el detalle de una puntilla inmaculada bordeando el escote y los puños. Un collar de perlas de dos vueltas, caravanas haciendo juego y un par de anillos que encandilan completan el conjunto. Apenas está maquillada y sin embargo tiene una distinción en la mirada que la vuelve interesante. También ella huele a frutas.
– ¿Qué tal? ¿Puedo ayudada?
– En realidad, entré para mirar, nada más. Tiene cosas divinas.
– ¡Ah! Es que solamente trabajo con lo mejor de lo mejor. En esto no hay secretos. Si usted lleva una prenda confeccionada con estas telas, durará tres o cuatro veces más que las que compra por ahí a menor precio. Al final, resulta un ahorro y usted viste la ropa que merece, porque toda mujer merece llevar ropa como ésta sobre la piel.
– ¡Ajá!
– Es mucho más importante para una mujer la ropa que lleva por debajo que la que se ve.
– ¿Usted cree?
– Estoy convencida. Puede vestir un pantalón vaquero gastado, o hasta el menos gracioso de los uniformes, pero si sabe que debajo de eso lleva una prenda adorable, suave, seductora, que le acaricia el cuerpo, se sentirá no solamente más cómoda, lo que es obvio, sino más segura.
– No lo había pensado.
– Ah, yo sí. Hace veinticinco años que me dedico a esto y sé muy bien lo que le digo. La ropa íntima, como su nombre lo indica, es casi de lo único que somos dueños, que compartimos cuándo y cómo queremos y si queremos, que mostramos a quien se nos da la gana y que ocultamos también a voluntad. Además, le aseguro que un hombre se emocionará mil veces más frente a una pieza diminuta como ésta que ante un costoso vestido, por escotado que sea.
– ¿Le parece?
– ¡Estoy segura! La ropa exterior se ve de primera, no implica misterio, está todo ahí. Sin embargo, la otra, la que le lleva en contacto con la piel, guarda su perfume y protege su textura, ¡ah!, ésa es todo un desafío para la imaginación.
– Me sorprende.
– Se sorprendería más si estuviera aquí un tiempo. Vienen mujeres de todo tipo, con sus problemas y con proyectos, también. Mientras las ayudo a elegir su ropa, les pregunto para qué ocasión la quieren, y una cosa trae la otra. La mayoría de las señoras vuelve. Ellas saben muy bien que pueden confiar en mi discreción y en mi experiencia. Muchas vuelven para agradecer. Pero no es la ropa, sino lo positivo que ejerce en ellas.
Elena toma un camisón corto de seda azul, tan suave que se desliza entre los dedos. Lo coloca sobre su ropa y se mira al espejo, un gran espejo ovalado.
– ¿Qué le parece?
– Depende.
– ¿De qué?
– De para qué lo quiera.
– En realidad no sé, me gustó.
– Entonces no lo lleve. Estas prendas deben elegirse con un propósito, con gusto y ganas, sabiendo el efecto que se desea producir.
– Si me pongo esto, voy a sentirme más linda.
– Tómese el tiempo que quiera. Ahí tiene el probador. Vístalo, disfrútelo. No piense solamente en lo que le provocará a otros, piense primero en usted. Eso es fundamental. Si se siente linda, los demás la verán así.
Suenan los cascabeles de la puerta. La mujer se disculpa y se va a atender a una señora muy gorda que acaba de entrar. Las dos se saludan con un beso, como amigas. Elena decide probarse el camisón azul. “Total, no pierdo nada. ¡Qué mujer más extraña! Debe de llevar culotes largos. Pero qué bien me va esta cosita, parece hecha para mí. El azul siempre me quedó bien.”
Abre un poco la puerta del probador para llamar a la mujer y ve cuando ésta le muestra a la señora gorda un camisón rojo, muy llamativo, notoriamente más ancho que largo. De lejos, parece una carpa de circo. La señora aplaude, da unos saltitos, abraza a la otra que ya ha puesto la prenda en una caja. Paga, otro beso y sale hacia un auto negro que ha estado detenido en la puerta esperando, sube al asiento de atrás y desaparece haciendo morisquetas por la ventanilla.
– ¿Cómo me queda?
– ¡Perfecto! ¿Cómo lo siente?
– Parece que no llevo nada.
– Eso es bueno. Y ¿cómo se siente?
– Cómoda.
– ¿Linda?
– Sí, por qué no.
– ¿Atractiva?
– También.
– ¿Seductora?
– Bastante.
– Así se ve.
– Gracias, yo no pensaba llevar nada, pero la verdad es que me gusta mucho. ¿Tiene ropa interior que haga juego?
– Sí, ¿quiere verla?
– Por favor.
– ¿Todo azul, entonces?
– Es un lindo color y bastante más discreto que el que llevó la señora.
– Ah, es una vieja clienta, casi de los comienzos. A esta altura le hago la ropa a medida.
– Es claro, con ese cuerpo no creo que encuentre ropa de este tipo, digo, así tan bonita y tan, tan…
– ¿Erótica?
Elena se prueba el resto de las prendas. Las llevará todas y punto. Sale del probador. La mujer la está esperando detrás de una mesa baja que hace juego con el marco del espejo. Está mirándose las manos, acaricia la izquierda con el pulgar derecho, luego con toda la mano. Hace lo mismo con la otra, lenta, suavemente. Después estira los brazos y las mira de lejos. Los brillantes engarzados hacen extraños juegos de luz con un rayo de sol que se cuela entre las puntillas. Tiene un aire aristocrático, un estilo refinado y algo altanero; no es simpática y, sin embargo, inspira confianza. A Elena le gustaría conocerla un poco más, saber de dónde ha sacado ese aspecto de institutriz.
– Me llevo todo. Es una locura, no pensaba comprar nada, ni siquiera sé por qué lo hago.
– Porque tiene ganas me parece una razón suficiente.
– A mí me resulta raro.
– ¿Qué?
– Hacer cosas por el puro placer de hacerlas. Usted sabe, primero son los padres, después los maridos, los hijos; desde que tengo uso de memoria estoy cumpliendo deseos de los demás. Y cuando me doy un gusto pienso una y mil veces de qué manera puede afectar a los otros, si no sería mejor gastar el dinero en otra cosa.
– Se ha olvidado de usted, creo.
– No sé, suena algo fuerte, ¿no le parece? Pero, podría ser, quizá no en un sentido extremista. Me refiero a que tengo muchos motivos para ser, digamos, feliz. Ahora, en el sentido estrictamente personal, tiene razón, he vivido bastante mal, una vida mediocre.
Mientras hablan, la mujer va envolviendo con primor cada prenda. Primero coloca algunos pétalos aromáticos dentro, después la dobla, la envuelve en papel de seda blanco, de ahí a la caja del mismo color con el nombre de la casa impreso en relieve dorado y, como broche final, un lazo salmón que ella transforma hábilmente en una moña parecida a una mariposa.
– Como para casi todo, se requiere entrenamiento. Vea, no creo en esas decisiones abruptas; la señora que está deprimida y decide dar un vuelco a su vida, cambiar en unas horas lo que ha mal construido por años. Eso no sirve para nada. A lo sumo gastan dinero en cosas materiales que simbolizan las ganas de cambio, como esta ropa, por ejemplo; pero si la cuestión no es más profunda, si la transformación no se opera de adentro hacia afuera, le diré qué: terminan frustradas, con los cachivaches inutilizados por una nueva depresión mayor que la anterior. Eso no sirve; me he cansado de verlo. Ahora bien, cuando la ola viene formándose desde hace tiempo, cuando lo único que se necesita es un rayo que inicie la tormenta, entonces ¡cuidado con estas mujeres! Son capaces de dar vuelta el mundo con su energía. Da gusto verlas. Son ventarrones, entran, se prueban todo, llevan solamente lo que las hace felices, piensan poco en los demás y mucho en ellas.
– ¿Y eso no es ser egoísta?
– Sí, pero si se han pasado una vida dando y dando y eso no las ha hecho felices, cambiar es cuestión de inteligencia. Lo que a primera vista parece un acto de egoísmo se vuelca luego en el bienestar de los demás.
– ¿Usted es de las que piensa que si uno no está bien no sirve a los demás?
– Es muy simple, si usted vive angustiada, difícilmente pueda transmitir alegría. Si vive con miedos, ¿cómo infundirá seguridad y confianza? Si no se quiere, si no se cuida, ¿de dónde sacará fuerza, salud mental para querer a los otros? Está clarísimo.
– Como el agua.
– Esto está listo, ¿cómo lo quiere pagar?
– Con tarjeta y lo más tarde posible.
– Tres pagos, ¿está bien?
La mujer hace el trámite habitual. Elena sigue con la mirada cada detalle de sus movimientos, la elegancia natural que despliega al hablar, al tomar la lapicera, la letra estilizada, la sonrisa apenas perceptible, casi una mueca.
– ¿Sabe? Es curioso que la haya encontrado hoy que tengo un día de locos.
– Lo noté en cuanto entró. Es bastante transparente, ¿lo sabía?
– Nunca me lo habían dicho, pero me cae bien.
– Que tenga suerte. ¡Ah! Una cosa más, no espere mucho; yo que usted estreno la ropa esta misma noche.
El cielo, que por la mañana amenazaba lluvia, se ha desplegado en un azul intenso. Parece mentira, pero la caja blanca que lleva bajo el brazo le infunde confianza, como si alguien pudiera adivinar con solo verla que ahí va una parte de su nueva vida, un símbolo de que algo está cambiando o va a cambiar. Del maquillaje, casi no quedan rastros, apenas un rubor en las mejillas; el resto es un conjunto pálido de líneas atenuadas. Las fuerzas, lejos de apagarse, parecen ir creciendo mientras transcurre este extraño día, tan diferente al de ayer, la semana pasada, el mes anterior, los años que recuerda.