MARCELA SERRANO nació en Santiago, Chile, en 1951. Es licenciada en grabado y escritora. Es autora de las novelas Nosotras que nos queremos tanto (Premio Sor Juana Inés de la Cruz 1994), Para que no me olvides (Premio Municipal de Literatura 1994), Antigua vida mía, El albergue de las mujeres tristes, Nuestra señora de la soledad, Lo que está en mi corazón y Hasta siempre, Mujercitas. El fragmento incluido aquí es el capítulo “Dieciséis” de su novela Nosotras que nos queremos tanto (1991).
A María no le gustó nada que la oficina la enviara por una semana a La Paz. No andaba de buen humor esos días. Su reciente separación de Rafael la tenía desganada. La noche anterior yo había comido en su casa. Ella estaba deprimida.
– Intuyo lo rotundo de esta decisión, Ana. Supe cuando partió Rafael, que nunca más yo viviría con un hombre. Supe que para siempre seríamos estas paredes y yo, nadie más. Claro que amores tendré siempre, muchos amores, hasta que el cuero me dé. Pero, ¿qué pasará cuando sea vieja? No cambiaría un ápice de mi vida si me dijeran que voy a morir a los cuarenta. Más bien me encantaría morir a los cuarenta, antes de convertirme en un objeto desechable, en una vieja de mierda que nadie amará. Pero, aunque esté condenada a vivir hasta los cien años, no me mentiré. Nunca más, Ana, la mentira de “la relación”. Mientras el patriarcado y la monogamia caminen de la mano así de estrechos, yo no tendré espacio. Quizás tus hijos lo tengan. No. Ellos tampoco van a alcanzar. Quizás tus nietos. Pero yo no. No accederé a ese privilegio. Por lo tanto, estoy condenada a la soledad.
Después del café, mientras abría un Drambuie, siguió quejándose.
– Sabemos que el amor termina, Ana. ¿Para qué nos pasamos películas? Las proyecciones al futuro son sólo protecciones. Sabemos que toda relación muere. Tú dices que se transforma. Claro, ¿en esa cosa calentita, blanda y complaciente? ¿Qué energía hay en eso? Sabemos que la pasión no es eterna. Sabemos que tras una relación simbiótica se esconde sólo el terror a la soledad. Y ese terror es el que toma la forma de familia. Engendrar hijos para que todos se posean unos a otros, ahogándose. ¡Odio la posesividad! Al menos, hago la vida que me da la gana. No debo guardar imágenes estabilizadoras a nadie. No debo proteger a nadie de mis propios vaivenes. No hay un proyecto de vida que se prolongue más allá del mío. No vivo ese fenómeno del cual la maternidad es dueña: la culpa. Al no tenerla, todo está rodeado de otro color. No, no estoy haciendo ninguna inversión para el futuro. Pero, ¿crees que los hijos realmente lo son? La vejez puede ser una desgracia aunque hayas parido muchos. Más vale que la plenitud de nuestros años venideros no dependa de esos pobres seres que, a fin de cuentas, no fueron echados al mundo para que sus madres, vacías, se cuelguen de ellos.
Bueno, en ese ánimo andaba cuando la mandaron a La Paz.
María llegó a nuestros cubículos enojada. Nosotras cuatro teníamos un ala de la casa, apartada del resto, donde habíamos logrado transformar dos grandes salas en cuatro pequeñas oficinas, cómodas e independientes. Era nuestro hábito juntarnos todas en la oficina de Isabel, la más grande, a media mañana. Ése era nuestro indispensable break, con buen café, la única hora en que tomábamos café de verdad en la cafetera que yo aportaba. Era entonces cuando nos enterábamos de la última copucha política normalmente llevada por María vía Magda -que vivía en la superestructura total-, de la nueva gracia de los niños o nietos, o de la última llamada de un admirador clandestino. Allí irrumpió María ese día.
– ¡Me enferma que me crean disponible! Eso me pasa por no tener hijos ni marido.
– Calma, María, calma. Es sólo que a ti te cuesta menos viajar que a nosotras.
Reía yo para mis adentros recordando el último viaje de María, cuando llegó furiosa. No es que el viaje no hubiese resultado, no. Es que en el avión se encontró con una mujer que era feliz, y no pudo soportarlo.
– Pero, María, ¿cómo sabes si encuentras allí al hombre de tu vida? -acotó Sara-. Es como aquella tía mía que jugaba cada semana a la lotería, sin ganar nunca nada. Una semana decidió no jugar más. Su marido la obligó. Compró un boleto a última hora, de mala gana. Y… ¡ganó!
Todas nos reímos. En realidad, a María le gustaba viajar y siempre estuvo bien dispuesta a partir. Decía que era la única forma de resistir vivir en Chile, y explicaba que con sólo unos días afuera respirando libertad y leyendo una prensa real, se sentía otra. “Los viajes me ponen inteligente”, agregaba. “Vivir en este país sin salir, mata al más vivo. Por eso estoy siempre contenta de viajar.”
Sólo esta vez parecía contrariada.
– Difícil que encuentre al hombre de mi vida ahí, de todos los lugares del mundo. ¿Se imaginan, yo, enamorada de un boliviano? -lanzó una carcajada.
Llegó a La Paz un día martes, complacida por su reserva en el Hotel La Paz. María tenía una verdadera debilidad por los buenos hoteles. Se instaló en su habitación un atardecer de inmensa lluvia. Las nubes eran negras y no parecía que fuese a despejar. Mejor, pensó ella, aprovecharía para cuidarse de los estragos de la altura. Una tarde lluviosa le pareció una gran disculpa para no contactarse aún con los anfitriones, que seguramente la invitarían a comer, y así darse una tina caliente, pedir más tarde un sandwich a la pieza y continuar la lectura. Para viajar casi siempre elegía una novela negra, Hadley Chase o Ross Mac Donald, así podría estar segura de resistir cualquier espera o demora con la mente del todo entretenida.
Deshizo la maleta y colgó en el closet las pocas prendas que llevaba. Como tenía la certeza de que allí nadie la estimularía a arreglarse -pues, a diferencia de su hermana Magda, el ponerse linda para María nunca era un propósito en sí sino un mandato de la presencia de otro-, no se había esmerado en aquel punto. La verdad es que venía con tan pocas ganas que escasamente armó un equipaje apropiado.
Llamó por teléfono al Room Service, pidió un Campari -no tenía hambre, después pediría algo para comer- y se tendió a esperar. Se rió del boliviano que en el avión le había recomendado tomar sólo mate de coca y no beber alcohol hasta el segundo día. No es la primera vez que estoy en esta ciudad y nunca la altura me ha afectado, ¡al diablo con tanta precaución! No es raro, pues cada vez que las ganas de María se enfrentaban con el ítem “precauciones”, ganaban las ganas de María.
Cuando el mozo, con un acento dulce y mirada servil, llegó con el trago, María reparó que no tenía dinero para la propina. Ella atesoraba los billetes de un dólar, los juntaba para las propinas en los aeropuertos y hoteles, sin preocuparse por el cambio de moneda. Pero no los había echado en la billetera.
– Lo siento mucho. No tengo dinero. Venga la próxima vez que llame y le daré propina doble.
– No se preocupe, señorita.
Salió muy digno el indígena con su corta chaqueta verde y una sonrisa.
María dudó si bajar inmediatamente a cambiar plata o tomarse tranquilamente el Campari y bajar después. Aunque más tarde se enfurecería consigo misma, ganó la flojera y con el vaso rojo en la mano, tirada sobre el impecable amarillo de la colcha, abrió la página sesenta y dos de El secuestro de miss Blandish. Se sumergió en los laberintos de Chase sin reparar en la hora. Mucho rato después empezó a sentir hambre y miró el reloj. Ya lo había atrasado una hora y eran las nueve de la noche en La Paz.
Interrumpió su lectura y decidió bajar al lobby y cambiar dinero. Se peinó en el espejo, por costumbre, tomó su billetera y bajó.
Fue mientras el cajero iba por el vuelto -le había pedido que lo esperara cinco minutos- que, sentada en uno de los sillones de cuero verde, oyó por el parlante una voz que insistía en dar un nombre para quien había una llamada internacional. El corazón de María empezó a latir fuerte cayendo de a poco en cuenta del nombre que oía. No, no era idea de ella: era ese nombre. Su apellido no era común. Se trataría de una coincidencia. Pero al escucharlo de nuevo, sospechó que no era coincidencia. ¿Estaría el propio Ignacio en La Paz en este momento? ¡No puede ser!
Caminó rápidamente hacia el mesón y preguntó al conserje por él.
– Ya avisé que ha salido, no está en el hotel. Ya se lo he dicho a la telefonista.
– Señor yo no tengo nada que ver con la llamada internacional. Sólo quiero saber si este pasajero es el mismo que yo conozco o se trata de un alcance de nombres.
– ¿Y cómo la puedo ayudar, señorita?
– Déjeme ver su ficha.
– No, no. No puedo hacer eso.
– ¿Por qué no?
– Las fichas de nuestros huéspedes son privadas, señorita.
– Bueno dígame al menos si es chileno.
– No le diré nada, señorita, por favor no me insista. Yo cumplo órdenes.
Llegó otro señor al mesón. Éste no llevaba uniforme y por su actitud María dedujo que era el jefe. Le dio una alabanciosa mirada, tan evidente que casi se diría libidinosa.
– ¿En qué podemos ayudarla, madame? -dijo con una enorme sonrisa.
María agradeció ser aún buenamoza y conseguir con ello lo que no se conseguía de otro modo. Y con la más dulce de sus voces lo llevó a un lado y le susurró:
– Señor, por razones totalmente privadas y personales me resulta muy importante saber el segundo apellido de un cliente de este hotel. Créame que para mí es vital y no lo considero una indiscreción de parte de ustedes suministrar una información tan básica.
Todo se resolvió. Efectivamente era él. Había salido hacía media hora con un grupo a comer fuera. Se había registrado dos días atrás y su reserva estaba hecha hasta pasado mañana. -Y si su avión sale temprano sólo tengo el día de mañana. ¡Mierda!
El cerebro de María trabajaba a toda velocidad. No podía esperar un encuentro casual, pues podía no darse. Él asistiría a algún seminario o dictaría un curso y ello significaba que estaría probablemente fuera todo el día. ¿Cómo encontrárselo en la tarde? ¿Cómo saber a qué hora volvería al hotel? ¿Y si se le escapaba? Dejar una nota era lo más razonable y fue la primera idea que cruzó por María. Pero después temió que no estuviera solo. No en vano la habían advertido sobre su aspecto mujeriego y donjuanesco. Era probable que se hiciera acompañar por una mujer. O quizás una novia, algo serio. Después de todo, María no tenía noticias de él hacía varios meses. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde esa noche en Cachagua? ¿Unos siete meses? Y tres meses atrás, en plena separación con Rafael, había recibido a través de Magda una tarjeta con una reproducción del Metropolitan Museum y una sola frase: “Dile al azar que cuente con mi tenacidad”. Nada más. María recuerda que al recibirla, su ego se había inundado de placer. Pero, ¿por qué ese hombre tenía esa rara seguridad sobre ella? Sabía que Ignacio todavía no había hecho definitivo su retorno y que lo haría dentro de poco. Ella sí había estado atenta a ello.
Al final optó por la nota, asumiendo el riesgo de que él no pudiese -o no quisiese- verla. Pero le parecía de vital urgencia que él se enterara que ella estaba ahí.
“¿Eres tú? ¡Qué rara coincidencia! Estoy en la 610.” Y su nombre.
Con eso bastaba. Incluso si la leía la virtual mujer presente, no podría acusarla de nada.
Se retiró a su habitación y se tendió a escuchar la lluvia. Estaba muy nerviosa y confundida. ¡Ignacio! ¡Esto era lo más inesperado que podía sucederle! ¿Y por qué le temía a ese puro nombre? ¿Qué extraña intuición le hacía prevenirse de él y abrirle los brazos paralelamente? Tenía la certeza de que ella significaba algo para él, certeza loca si se piensa que toda la historia de ellos se resumía a una sola noche, siete meses atrás. ¿Qué maniobra del destino los hacía encontrarse hoy, en esta ciudad perdida?
Se maldijo a sí misma por no haber bajado antes. ¿Y si se hubiesen encontrado en el lobby? Probablemente estarían comiendo juntos. ¡Qué desperdicio! Y con un solo día por delante… Odió su fanatismo por la novela negra, su flojera, todo lo que la había retenido en la pieza. Y de repente sintió, con un cierto escalofrío, que de haberse encontrado una hora atrás, ya en este minuto sus cartas estarían echadas.
No fue una buena noche para María. Esperó su llamada hasta tarde y ésta no se produjo. La invadió cierta inseguridad. ¿A qué hora habría vuelto de la comida? Quizás fueron a una fiesta. La ansiedad no le hacía bien -como no le hace bien a nadie.
A las ocho de la mañana siguiente, en punto, sonó el teléfono de su velador.
– Despierta, mujer, te estoy esperando desde las siete.
– ¿Ignacio? -balbuceó, mientras su inconsciente constataba que se encontraba frente al “modelito madrugador”, todo un síntoma de ciertas personalidades.
– ¿Tienes mucho sueño?
– Es que estaba durmiendo…
– ¿Y a qué hora debes trabajar? -Como si hubiesen estado juntos la noche anterior.
– No lo sé. Llegué anoche y aún no me contacto con la gente.
– ¡Ah! Me contactaste primero a mí, ¿cierto?
María rió, ya más despejada. Él continuó:
– Mira, debo salir a las nueve y vuelvo a almorzar. ¿Quieres tomar desayuno conmigo?
María pensó en cuánto se demoraría en levantarse, arreglarse… no quería aparecer irritada por haberse acelerado, cosa que le sucedía siempre. También sopesó el que él no la hubiese llamado anoche y que merecía esperar para verla. Después de todo, las ganas nunca deben mostrarse, por principio. Él la interrumpió.
– ¿Tienes mala cara en las mañanas? Ése es un dato importante a saber -su voz era alegre, segura, risueña.
– ¿Estás sólo? -su curiosidad pudo más que el recato.
– ¿Me preguntas si estoy con alguna mujer? No. Estoy con un grupo de investigadores. ¿Y tú?
– Sola.
– Bueno, hasta diez minutos atrás. Ahora estás conmigo. ¿Hasta cuándo te quedas?
– Hasta el sábado. ¿Y tú?
– Me voy mañana.
Silencio. Era cierto entonces, un solo día. Como si le leyera el pensamiento, él acotó:
– Es muy poco tiempo. Veremos qué se puede hacer. Bueno, ¿tomamos desayuno?
– No. Prefiero almorzar -así me lavo el pelo con calma, hago mis contactos, y lo espero regia y desahogada, pensó.
– Está bien. Juntémonos a las doce y media en la Plaza Murillo, para que no se te haga larga la mañana -como su voz era de risa, María no lo contradijo-. Acortaré mi clase y te esperaré allí. ¿Sabes llegar?
– No importa. Si me he olvidado, tomo un taxi.
– En las escalinatas de la catedral.
– Está bien, allí estaré.
– Antes de cortar, María… ¿qué te parece el azar?
– ¿Por qué? -cínica ella, había leído mil veces la tarjeta.
– ¿No recuerdas en Cachagua? Me dijiste que debíamos dejar esta historia al azar.
– Lo recordé cuando recibí tu tarjeta.
– Pues bien. Ya podemos sospechar lo que el azar quiere…
Y cortó. María quedó de una pieza. Es que la dejaba sin rol. Le robaba el suyo, tan aprendido e infalible cuando de conquistas se trata. Se paseó por la habitación. Y alguna voz interna, pequeñita, le sugirió: ¿Por qué esta vez no te dejas conquistar tú? Recordó aquella observación que hiciera Rodolfo una vez: “María nunca se deja escoger. No es la princesa encerrada en el castillo lleno de obstáculos. Al contrario, ella es el príncipe que sale en su caballo a buscar a sus amores, a escogerlos. Claro, los dragones aparecen después…”
A las once y media ya estaba lista. Se dio una última mirada en el espejo del baño. Había tomado desayuno en la cama, como le gustaba a ella, para no tener que enfrentarse al mundo sin un café previo en el cuerpo. Había hecho los contactos necesarios, ordenó sus papeles para el encuentro al que debía asistir, tomó notas para su intervención, se preocupó de averiguar cuántos días era indispensable su asistencia, luego se duchó largo, se lavó el pelo y eligió la ropa. Se indignó recordando la cantidad de alternativas que había en su closet de Santiago y ahora no sabía qué ponerse para una cita tan importante. Optó por los clásicos Levis y una blusa camisera de esas cien por ciento seda que tanto le gustaban. Se encontró a sí misma pensando en la seda cuando él la tocara. Al menos no olvidó en Santiago su perfume favorito y se roció abundantemente con el Shalimar.
Tomó un taxi ante el miedo de perderse y llegar tarde. Aprovecharía para mirar la plaza y esa iglesia tan bonita. A las doce veinticinco se sentó en los escalones y prendió un cigarrillo. Los nervios la consumían. ¿Qué ocurriría? Buscó en su cartera los Lexotanil, se tomaría uno a la brevedad, por si acaso. No resistiría perder el control. Se sentía infantil y adolescente a la vez. Pero adulta, no. Pensó que a Ignacio se le conquistaría sólo con la total adultez. En eso estaba cuando sintió su voz.
– ¡María!
Venía hacia ella con los brazos abiertos. Ella se levantó y en el tercer escalón se abrazaron. Un abrazo ligero. En fin, no eran dos amigos íntimos que se hubiesen extrañado. Se besaron en la mejilla y se admiraron mutuamente.
– Estás preciosa. Mirándote, me pregunto cómo he pasado todos estos meses sin ti. No fuiste generosa conmigo.
– Deja ya. Nos hemos encontrado en la forma más casual y fantástica, ¿te parece poco?
Allí estaba, alto como lo recordaba, con el pelo casi gris, unas bonitas canas en las sienes, esos ojos claros tan transparentes, esa sonrisa fácil y acogedora, bien vestido en tweeds y lanas azul piedra y sus manos grandes.
Caminaron un rato por el barrio, fueron a la calle Jaén -la más bonita de La Paz -, entraron a la casa de Murillo, gozaron con esa arquitectura colonial que les recordó México y Sevilla. El espíritu era liviano como si se hubiesen conocido la vida entera. Luego él la llevó, siempre caminando, al restaurante del Hotel Plaza, un buen lugar de ceviches y pejerreyes.
Cuando se hubieron sentado con la cerveza helada en la mano, comenzó la conversación propiamente tal. Hablaron largo de Chile, de la falta de perspectivas para salir de la dictadura, del drama de la unidad que no se daba, de las primeras banderas frente al tema de las elecciones libres, del desgaste político del año anterior -el ochenta y seis- que no resultó ser “el año decisivo”, de la remota posibilidad de plebiscito para fines del próximo año. Preguntó con mucho cariño por Magda y José Miguel.
– Están tan, pero tan renovados, que poco les falta para ser derechistas.
Él rió pero no dejó de precisar:
– La verdadera renovación, si se entiende como es debido, poco tiene que ver con la moderación.
Y cambió de tema en forma radical.
– Ya hemos despachado los temas objetivos. Ahora dime, ¿y tu marido?
– Ya no es mi marido.
La pregunta esperada. Él no se mostró asombrado.
– Lo supe esa noche en Cachagua. Supe que tu matrimonio tenía los días contados.
– Yo también lo sabía.
– Y si lo sabías, ¿por qué hemos perdido tanto tiempo?
Los hombres no entienden nada, pensó María. No saco nada con explicarle el miedo que tuve, que él sólo podía acelerar la ruptura y yo no quería romper. Que él no podía estar de por medio. Tenía que ser limpio entre Rafael y yo. No estaba preparada entonces. ¿Entendería él que ha sido necesario vivirlo así, meterme en esta soledad, sufrir todo lo que he sufrido?
– Ha sido duro, Ignacio. No lo festines.
Él le acarició espontáneamente el pelo, tocándola por primera vez.
– Supongo que lo ha sido. Perdona, es que la única vez que yo me separé no fue duro. El alivio fue tal que habría festejado días y días.
– Es un poco frívolo lo que dices. Siempre duele separarse, y sí que lo sé. Es un golpe duro y sólo viviéndolo a fondo puedes salir bien.
Le explicó su teoría que los romances surgidos de inmediato después de una separación estaban desahuciados, que si no pasa un tiempo determinado de elaboración, no se limpia el corazón y la nueva pareja paga los costos de ello.
– Parece que los hombres viven las relaciones y son las mujeres las que las piensan.
Una sonrisa irónica de María:
– ¿Recién te enteras?
– Bueno, todo está bien, entonces. Tú ya has cumplido esa etapa. Me parece, pequeña María, que la vida nos sonríe.
De nuevo le cambió el tema. Pasó a explicarle sus planes.
– A las seis me desocupo. Te iré a buscar en un auto del gobierno y te llevaré a pasear. Podemos recorrer Calacoto, La Florida, ir al Valle de la Luna y si aún nos queda tiempo vamos a San Francisco para que veas el mercado artesanal, o a la Zagárnaga para darte un amuleto del amor o uno de la fertilidad y veas los fetos de llama embalsamados. Luego te invitaré a comer al mejor restaurante de la ciudad, el último piso de nuestro hotel. ¿No lo conoces? Es redondo y transparente y podrás ver todas las luces del alto de la ciudad. Allí podremos tomar un buen Casillero del Diablo… no te asombres, los vinos chilenos están en todos lados, para celebrar nuestro encuentro y nuestra despedida.
– ¿Cómo? -la desilusión en la cara de María no se hizo esperar.
– Tomo el avión al alba mañana. Pero ya tengo todo arreglado. Me dijiste que partías el sábado, ¿verdad?
– Sí.
Entonces, con mirada maliciosa, le extendió un sobre. María lo abrió. Era un pasaje aéreo La Paz-Cuzco para el día sábado, a su nombre. Lo miró sorprendida.
– Pero, Ignacio, ¿en qué momento…?
– Las secretarias en este país son muy eficientes. He pensado en todo. Yo parto a Lima mañana. Debo dar dos conferencias, una el jueves y otra el viernes. Yo me iré de Lima al Cuzco y nos encontraremos allí el sábado. Mi vuelo es muy temprano, el tuyo no tanto. Estaré en condiciones de esperarte allá y hacerme cargo de ti.
Como María lo miraba embelesada, sin habla, él concluyó, levantándose de su silla para retirarse:
– El Illimani estaba despejado hoy. Como eso es muy raro, dicen que algo extraordinario sucede cuando se ve su cumbre.
Hicieron todo lo planificado y terminaron la noche en el restaurante redondo de cristales. La conversación fue fluida y a medianoche ya eran amigos. Se levantaron de la comida tarde y contentos, y María sentía ya el cosquilleo de lo que le esperaba, creyendo que esta magnífica comida era sólo la antesala de la noche en sí. Pero para su sorpresa, él la dejó en su habitación y allí se despidió. Le dio un largo beso, “rico, húmedo, apretado” lo describiría ella más tarde.
– Te espero en el Cuzco.
Ignacio caminó por el pasillo hacia el ascensor. María quedó ahí, parada a la puerta de la habitación, inmovilizada por el desconcierto. ¿Qué significaba que se fuera así? ¿Por qué no se quedaba con ella? ¿Qué había hecho mal? ¿Es que no la deseaba? ¿O todo su donjuanismo era pura exterioridad? Ella nunca imaginó que la noche pudiera tener ese final. Tembló un poco.
– ¡Ignacio!
Él ya estaba frente al ascensor y éste abría sus puertas. Ella no sabía qué decirle, su llamado era un impulso de la rabia. Le balbuceó incoherencias y él la detuvo.
– Seamos directos. ¿Te ofende que no pase la noche contigo?
– Sí, creo que sí. No lo entiendo…
– Ésta no es una más de tus historias fáciles, pequeña -le dijo irónico. Luego agregó, serio-: No te inquietes ni te pongas sospechosa de ti misma o de mí. No quiero dormir contigo hoy. No nos apresuremos, María. Tenemos la vida entera por delante para hacer el amor.
Volvió a besarla y se fue, sin que ella osase detenerlo esta vez. Estaba furiosa. Era una puñalada la que le clavaba y decidió resistir estoicamente.
Y aunque dudó mil veces y tuvo mil discusiones consigo misma, se subió al avión ese día sábado y partió al Cuzco. Como si la propia fuerza de gravedad la llevara, sin que su voluntad pudiese intervenir.
Cuando ya estuvo instalada a su lado en ese hotel azul y blanco frente a la plaza, en la ciudad más hermosa del continente, cuando ya se hubieron besado, tocado, acariciado y amado hasta doler, ella partió al correo y puso un cable a la oficina:
“No me esperen en la fecha acordada. ¿Recuerdan el cuento de la tía de Sara? Gané la lotería y estoy gozando mi suerte. Las quiere, María.”