SUSANA SILVESTRE nació en San Justo, Provincia de Buenos Aires, en 1950. Es narradora, periodista y guionista cinematográfica. En el bienio 1990-1991 recibió el Premio Municipal. Publicó cuentos y novelas: El espectador del mundo (Premio Roberto Arlt), Si yo muero primero, Mucho amor en inglés, No te olvides de mí, Todos amamos el lenguaje del pueblo y Biografía no autorizada. “Una hamaca entre el cielo y el infierno” forma parte de su libro de cuentos Todos amamos el lenguaje del pueblo (2002).
“¿Confieso lo que pienso acerca del amor y le arruino el día de la primavera a medio mundo? No sería justo. Además, investigando a fondo, tiene algunas cosas lindas. Cuando una está enamorada se pasa buena parte del día -y de la noche- con la cabeza perdida en la añoranza del amado. Esto constituye un fatal derroche de tiempo productivo pero hay que estar decidida a entregarlo porque en caso contrario no hay amor que valga la pena. A la larga una comprobará que en aquellas horas, aparentemente perdidas, ha abonado la tierra de los más hondos sentimientos y arribará al extraño descubrimiento de que ha tenido tanto amor que se la puede pasar de película sin él.”
Estas miserables líneas constituían todo lo que había conseguido escribir para la nota que me habían encargado.
No necesitaba que la revista dominical volviera explícitas las instrucciones. Suficientes malas noticias traía el diario para que yo las aumentara, y mucho menos en el día de la primavera, que habían decidido adornar con textos sobre el amor.
Los condicionamientos, explícitos o implícitos, no me caen bien, de modo que ahí me quedé plantada sin saber cómo seguir adelante. Llamé a una amiga por teléfono y le pregunté si podía ir a visitarla.
– Encantada -dijo.
Mi amiga tiene una casa que parece de muñecas pero esta vez no hice caso al deslumbre del mueble del living, sembrado de cucharitas de distintas partes del mundo y que gracias a la eficacia de la mucama resplandecen como pequeños soles, y tampoco del armonioso contraste entre lo que es de factura humana y las grandes y delicadas violetas de los alpes que tiene en las ventanas, ni de su sillón mullido con almohadones de colores pasteles, ni de su proverbial hospitalidad.
– Hablemos del amor -le dije mientras nos servíamos unas copas de Fresita-, a ver si se me ocurre algo.
– Con el humor que tengo hoy -contestó ella.
– Los que a todos nos gustan son los amores de película -seguí yo sin hacerle caso- y ésos son difíciles de encontrar en el cine de nuestros días. Hay excepciones, claro. No sé si te fijaste pero en Pulp Fiction, y en otros guiones de Tarantino, las parejas se llevan de película; intercambian apelativos afectuosos como conejito y conejita, satisfacen sin conflicto los deseos del otro, son socios en lo más duro de la vida.
– Sí, pero también de la muerte -dijo mi amiga-. A mí me parece que no es cuestión de andar así como así con una ametralladora en la mano, matando gente o asaltando bancos aún teniendo en cuenta que encontrar un hombre que a una la quiera resulte tan difícil.
– No, claro -dije yo-, y tampoco pensaba recomendarlo. Situarse al margen de la ley en el afán de amar y ser amado, debería constituir un recurso de última, una vez agotadas las demás posibilidades.
– Eso podría ser -reflexionó mi amiga.
Nos llenamos las copas. Ella trajo aceitunas.
– Fijate que la literatura también suele proporcionar malos ejemplos -dije yo.
– Últimamente no estoy leyendo nada.
– Bueno, no importa, pero seguro que conocés la historia de un señor llamado Fausto, producto de la imaginación de otro señor llamado Goethe. El primero era un viejo y sedujo una vez a la hermosa y casta Margarita…
– La que después se corta el cuello.
– No exactamente pero no importa, porque el problema, a mi entender, no es Margarita sino la búsqueda de la Mujer Ideal. Fijate que Fausto no para hasta conseguir que el diablo le ponga ahí adelante nada menos que a la mismísima Helena de Troya, ¿y qué te creés que hace cuando la tiene ahí, junto a él, y el diablo puede entregársela?
– ¿Qué hace?
– Se desmaya. Parece que son los efectos que causa la Mujer Ideal.
Mi amiga se quedó mirándome, no suele llevarme mucho el apunte en mis disquisiciones, pero yo había pensado muchas veces en eso de la Mujer Ideal y la prueba más rotunda de su inexistencia es que no hay entre las mujeres que atraviesan el mundo, creo yo, ninguna que haya visto a su amado tendido a sus pies cuan largo era, a consecuencia de lo cual se sintiera en la obligación moral de llamar a la ambulancia.
– A mí me parece -dijo mi amiga- que para los tipos la mejor mujer siempre es la de otro.
– A eso voy. Para seguir con Goethe, ni bien vio la luz Las desventuras del joven Werther, historia de un poético muchacho enamorado de la prometida de su mejor amigo, en Alemania hubo una ola de suicidios.
– Qué exagerados. Yo lo que te puedo dar son ejemplos del cine. Un amor paraguayo de película es el de La burrerita de Ipacaraí. A Isabel Sarli la matan por error; Armando Bo, que hace de un malviviente a quien le interesa únicamente el dinero, la alza en brazos y se arroja con ella a las cataratas del Iguazú. ¡Con lo que son las cataratas! Y tampoco hay que olvidarse de lo que ayuda la música, porque el arpa melancólica que suena atrás y la voz que canta “Una noche tibia nos conocimos bajo el cielo azul de Ipacaraí” mientras ellos se van hundiendo… Es ridículo, ya sé, pero no me vas a decir que no te conmueve. O si no mira Matador, ella y él se asesinan mutuamente mientras el audio reproduce: “Espérame en el cielo, corazón, si es que te vas primero”. Qué cosa, che, el amor y la muerte, no hay caso.
– Claro -dije yo-, pero los dos eran fanáticos de Duelo al sol, y quién se olvida de esas manos que se juntan sobre la arena con el último suspiro.
Llegamos a la conclusión de que en esto de enamorarse el cine y la literatura nos habían dado una buena mano. Por amor él se hace a un lado en Casablanca y sucumbe Aschenbach a la peste en Muerte en Venecia. Ahora sí, resulta imprescindible tener en cuenta que un amor de película dura exactamente eso, alrededor de noventa minutos. Más, aburre.
En eso sonó el teléfono y mi amiga fue a atender con la copa en la mano. Cuando volvió traía los ojos como dos luceros.
– Apareció -dijo-, me invita a cenar. Pero ya sabés cómo es. Lo más probable es que empecemos a los gritos antes del postre. Así que ¿por qué no te quedás y escribís la nota en mi computadora y cuando vuelvo me la leés? De paso me va a venir bien porque seguro que voy a estar deprimida.
Me indicó lo que había para cenar en la heladera, se bañó en un santiamén y después siguió brindándome instrucciones desde el cuarto, mientras se vestía.
Recostada en el sillón yo la miraba. Hay pocos espectáculos de la vida cotidiana tan seductores como ver adornarse a una mujer que va al encuentro de su amado. Una vez me confesó que los hombres le decían que tenía cuerpo de nena.
– ¿Y si no se pelean en el postre? -grité para que me oyera.
– ¡Ah, no! -contestó ella-. Aunque no nos peleemos que ni sueñe con tenerme hoy en su cama. Que espere. Que sufra como me hace sufrir y esperar a mí.
Me dio un sonoro y perfumado beso y salió ondulando con levedad las caderas. Oí el taladrar de sus tacos de aguja en el pasillo mientras esperaba, por lo visto ansiosamente, el ascensor.
Me senté a la computadora. Mucho cine y literatura, pensé, y escribí:
“Los relatos de los hombres y mujeres extraliterarios son menos grandiosos. Suele condensarlos un lamento:
– No me llamó.”
Estuve a punto de detenerme a leer cada palabra, como suelo hacer, pero de pronto decidí seguir hasta el final sin censurar lo que se me fuera ocurriendo; con eso, al menos obtendría un borrador sobre el que después podría seguir trabajando. Continué.
“En caso de ausencia del llamado prometido es inútil verificar el buen funcionamiento de la línea telefónica o conjeturar que a él lo pudo haber pisado un camión. La única respuesta para eso es que una se enamoró del sujeto equivocado.
”Quiero destruir en este mismo instante la falacia de que solamente las mujeres buscan casarse. Los hombres también y hasta diría que con mayor ahínco. La dificultad consiste en que nadie sabe muy bien con quién quiere pasar eso que llaman el resto de la vida.
”Cuando Nietzsche, después de abrazarse a un caballo, ingresó en el manicomio de la Universidad de Jena, declaró, entre otras insensateces, estar casado con Cosima Wagner, o sea con la esposa de su mejor amigo.
”Es que el amor vuelve loco a cualquiera, y hasta un filósofo tan serio como Hegel supo llamar Amor en sus trabajos de juventud a lo que después denominó Concepto.
”El amor entre los matrimonios de extensa trayectoria es un mundo aparte, además de un milagro. Esfuerzo vano es preguntarles cómo hicieron. Ese tipo de saber no se transmite.
”Que nadie se salva del amor lo prueba una de las fábulas acerca de su origen:
”Cuenta Aristófanes que el macho fue en principio descendiente del sol; la hembra de la tierra; y el que participaba de ambos sexos de la luna. En los tiempos antiguos no necesitaban del amor y eran tan fuertes que atentaron contra los dioses. Entonces Zeus los partió en dos y les acomodó los órganos sexuales en la espalda con lo que cada parte empezó a añorar su otra mitad. Se rodeaban con sus brazos, se rozaban las bocas y se morían.
”Entre compadecido y horrorizado, el padre olímpico rehizo la tarea de modo de dejarlos como hoy son y confiando en que con la hartura del contacto tomaran un tiempo de descanso, centraran su atención en el trabajo y se cuidaran de las demás cosas de la vida. Desde tan remota época es el amor de los unos a los otros connatural a los humanos, reunidor de la antigua forma y trata de hacer un sólo ser de los dos y curar a la naturaleza humana.”
Hasta ahí me parecía que iba saliendo bastante pasable pero las horas avanzaban y mi amiga no volvía. Ya resultaba evidente que no se habían peleado antes del postre y que a esa altura, como diría mi mamá, andarían revolcándose en la cama.
Releí lo que había escrito mientras iba intercalando lo sucedido esa tarde. Dejé pendiente el final a la espera de que el regreso de mi amiga me proporcionase algún detalle de color, obviamente rojo.
Sólo que mi amiga no volvió por varios días, la llave se la dejé al portero porque ni siquiera me llamó por teléfono, lo que indicaba a las claras que se la estaba pasando de película.
La otra posibilidad era que a partir de nuestra charla entre copas de Fresita mi amiga lo hubiera convencido de tomar alguna decisión fatal.
Pero no. Tiempo después volvió a quejarse amargamente en mi oreja:
– Se borró de nuevo.
– ¿Otra vez? -dije yo, mientras pensaba que por suerte la nota ya estaba publicada y además: ¿qué otra cosa es el amor sino eso? Una hamaca roja que oscila entre el cielo y el infierno. En caso contrario resultaría aburridísimo.