MARÍA FASCE nació en Buenos Aires en 1969. Es licenciada en Letras, escritora, periodista, traductora y editora. Publicó El oficio de mentir, Conversaciones con Abelardo Castillo, el libro de relatos La felicidad de las mujeres (Premio del Fondo Nacional de las Artes 1999), la novela La verdad según Virginia y la obra de teatro El mar. “El gato” es un relato inédito.
Felipe no podía comer pasas. Pero ese grumo morado en medio de la mostaza del pañal era una pasa. Lucía cerró el pañal con el mismo movimiento con que las vendedoras del shopping habían envuelto los regalos de Navidad. Buscó uno limpio debajo del cambiador y sostuvo con la mano izquierda al bebé, que se agitaba como una lombriz patas arriba y repetía “nenenene”.
– Mamá. Felipe. Felipe. Mamá-dijo señalándose y señalándolo.
– Nenenene -insistió Felipe.
La cabeza despeinada emergió de la remera de Mickey. Lucía le puso la colonia con que lo habían perfumado por primera vez en la nursery de la clínica. El olor le quedaría en las manos hasta la noche. En otra época usaba perfumes exóticos, de cítricos y maderas. Ahora olía como todos los bebés que nacían en la Clínica Bazterrica.
– Vamos a abrir la persiana que ya es de día -le dijo a Felipe, que empezó a jugar con el cordón de la cortina hasta que ella le puso un oso de peluche en cada mano. Al salir de la habitación se clavó la punta de la mesa de luz en el muslo.
– Papá -dijo Felipe señalando el bulto informe que roncaba bajo la sábana. Agitó su manito, adiós.
– Sí -dijo Lucía-, papá.
Hundió la cara en la nuca blanda. Por debajo de la colonia había un suave olor a azufre.
Dejó a Felipe en el piso del baño y abrió la canilla.
– Ahora mamá va a bañarse mientras vos jugás acá con Barny y Donald. Después vamos al jardín.
Felipe se apoyó en el borde de la bañadera empuñando un ejemplar despedazado de Alí Baba y los cuarenta ladrones que acababa de encontrar en el canasto de la ropa sucia.
– No, ahora mamá no puede leer.
El libro cayó al agua. Después cayeron Barny, Donald, el champú, la jabonera y la crema de enjuague. Como ya no tenía nada más que tirar, Felipe señalaba las páginas mojadas y lloraba. El chupete. ¿Dónde había quedado el chupete? Felipe salió del baño pero no volvió con el chupete sino con un papanoel de felpa y los osos de peluche, que también fueron a parar al agua.
– Ahora mamá va a lavarse la cabeza -siguió Lucía sin mirar los muñecos cubiertos de espuma. Desde que Felipe había nacido, mucho antes de que pareciera entenderla, se había convertido en una relatora de sí misma-. Ahora mamá se seca.
Se miraron por el espejo del baño. Vio la cara sonriente de su hijo y después un cuerpo desconocido, con una marca roja en el muslo. Salió de la bañadera y se envolvió en la toalla.
Se puso los zapatos mientras Felipe le tironeaba la toalla de la cabeza. Llegaban tarde. Buscó el bolso y de repente se encorvó husmeando el aire como un gato. Había dejado el pañal sucio en el cuarto. Felipe lloraba y daba golpecitos en la puerta para salir. El chupete también estaba sobre el cambiador.
Corrió a la cocina con el pañal, lo metió adentro de una bolsa de nailon y lo tiró a la basura. Felipe la siguió con su andar de pato y la mochila en la mano. Lucía anduvo también como un pato unos pasos. Sonrió: ahora iba a andar así todo el día.
– Orrr -roncó Felipe. Los ronquidos de Carlos se oían incluso desde la cocina.
Guardó el táper del cereal y el de la fruta en la mochila de Felipe. Se cortó un trozo de budín para comer por el camino. Era un budín de pasas.
El olor a cigarrillo y a encierro la hizo retroceder en el umbral como si hubiera destapado una olla. Apoyó las llaves sobre la mesa y Felipe corrió a abrazarse a sus rodillas.
Carlos dejó caer el libro de La princesita caprichosa. Se levantó del sofá, le dio un beso y le miró los labios pintados.
– Hoy estuvo terrible -dijo.
Felipe sacudió su dedo: “nonono”. Se reía y tenía el pelo mojado de champú. Lucía lo saludó: índice con índice, el saludo de ET. Después le dio un beso de sapo y se quedó un instante contra su carita acolchada.
– Qué calor. -Prendió el ventilador de techo y las aspas hicieron titilar las guirnaldas del árbol de Navidad.
– Voy a ver si trabajo un poco -dijo Carlos.
Felipe esperó hasta oír las dos vueltas de la llave para ponerse a llorar: “papápapá”. Entonces Lucía lo alzó en brazos y lo llevó a la ventana para que viera la luna.
– Luna -dijo él.
El domingo a la tarde habían ido al Jardín Botánico. Era el mejor momento de la semana: Felipe en su cochecito, los dos juntos frente al mundo; Lucía mostrándoselo, él descubriéndolo. No entendía a esas madres que compraban cochecitos invertidos: los bebés bajo el toldo cóncavo, aburridos de verles siempre la cara. El cielo estaba celeste, casi turquesa, y la luna era un semicírculo blanco en medio del camino de piedras que dividía el Jardín. “Luna, luna”, había dicho Lucía. No recordaba que la luna podía salir antes que se hiciera de noche. Habían jugado a llegar caminando hasta ella como si estuviera esperándolos al final del camino. A la salida del Botánico, Felipe persiguió la luna por la calle, señalándola con el dedo y llamándola hasta que llegaron a casa. Después la había descubierto en la terraza. Desde entonces la buscaba día y noche, en las ventanas y en los libros infantiles.
La remera y el short flotaban en la bañadera de plástico junto al pato y el delfín de goma. Un pañal abierto impregnaba el baño de un olor ácido. El olor podía venir también del inodoro, que tenía la tapa levantada. Lucía tiró de la cadena y se quedó un instante con la cara frente al espejo, sin mirarse.
– Ahora vamos a cocinar -dijo por fin.
Felipe salió del baño y la siguió a la cocina.
Papilla de papas, zanahoria, zapallo, pollo, arroz, carne, manzana, banana, pescado. Papillas de distinta textura y color, con la combinación exacta de proteínas, vitaminas y grasas. Nunca le había gustado la cocina pero ahora era experta en papillas. Peló una zanahoria, una papa y un zapallito y los puso a hervir. Los miró borronearse bajo las burbujas. Su vida entera había cobrado la consistencia de una papilla. Tenía todos los ingredientes que necesitaba, pero no podía verlos ni disfrutarlos. Todos estaban confundidos, hervidos, mezclados, aplastados.
Felipe se comió la papilla mirando Caperucita roja en versión japonesa. Caperucita era una cruza de Heidi y Peter Pan, volaba, tenía la cara, la boca y los ojos redondos, demasiado redondos; el lobo cantaba “Kaaawai, kaaawai, fu-man-chí”. Bailaba, hacía gimnasia y se comía a Caperucita y a su abuela con palillos. No, se las comía de un bocado, sin masticar. Cerca del final, Felipe se bajó de la silla y entró en fase Duracell. El sueño lo hacía dar vueltas por la sala. Se estrellaba contra las puntas de las mesas y los marcos de las puertas. Se caía, lloraba, se levantaba, se caía, lloraba, se levantaba, como el conejo de la propaganda de las pilas.
Leyeron La princesita caprichosa sentados en el sofá. Después bailaron flamenco y Felipe dio vueltas tocando castañuelas imaginarias, hasta que se cansó y volvió a tropezarse, a llorar y a caerse.
– Papá -dijo señalando la puerta cerrada, mientras Lucía lo llevaba en brazos a su cuarto.
– Papá trabaja. -Papá tiene el reloj invertido, es como si fuera japonés. Papá vive en otro planeta.
En el último pañal del día había una caca blanda y pálida, con pequeñas hebras de tabaco.
– Buá -dijo Felipe, y le pateó la panza, un pie con pantufla y el otro no.
“Malena canta el tango como ninguna”. Y después sólo “lalalalalalala su corazón”. Cuando ya estaba a punto de dormirse, Felipe se levantó otra vez y se apoyó en la baranda de madera. Le acarició el pelo. Un abrazo con olor a pollo y su cara contra la suya:
– Mamá, nene -dijo señalándola y señalándose.
Lucía soltó un suspiro y sintió que el aire se llevaba el hastío y el cansancio, como una tormenta de verano que despeja el cielo. Felipe volvió a decir las palabras mágicas y después las dijo ella, y volvió a decirlas. Por la calle pasaron dos chicos corriendo y riéndose, aunque ya era tarde. Después oyeron rebotar varias veces una pelota.
– ¿Por qué le cantás Malena? -preguntó Carlos. Revolvía con la cuchara el fondo de la licuadora.
Lucía no contestó. Abrió la alacena e inspeccionó el contenido de las cajas de pasta.
– ¿Qué querés comer? ¿Hago tallarines?
– Mno, me termino la papilla de Felipe.
Volvió a encerrarse en su estudio, esta vez sin llave. Lucía apoyó el oído contra la puerta, pero no oyó el teclear de la máquina. Abrió la heladera: danoninos, yogurts de soja e ingredientes para papillas. Olió el envase de la leche descremada y lo vació en la pileta. Motas y coágulos blancos sobre el acero. Calentó leche entera y llenó un vaso y una mamadera. Les puso miel y una cucharada de cereal. Dejó la mamadera de Felipe sobre la mesa de luz y se tomó su leche sentada en la cama. Se quedó dormida con el vaso en la mano. Del otro lado de la pared, Felipe respiraba despacio.
La remera húmeda de Carlos. El olor violento a café, sudor y tabaco, y su propio aliento, empastado de leche y sueño. Cerró los ojos e hizo memoria: Carlos tenía esa remera desde la tarde anterior.
Los despertó el llanto de Felipe.
– La mamadera está sobre la mesa de luz -murmuró Lucía-. Pero seguro que hay que hacer otra.
Carlos se levantó y fue hasta el cuarto de Felipe sin calzarse las pantuflas. Destapó y olió la mamadera y fue a la cocina a hacer una nueva.
El ruido de la leche entrando a borbotones en la garganta. Un llanto cortito y el tchuptchup del chupete.
Pasaron unos minutos, o quizás unas horas, hasta que Felipe volvió a llorar. Lloraba y tosía. Tosía y lloraba.
– Va a vomitar -dijo Carlos, pero no se movió.
Lucía se levantó de la cama, se puso las pantuflas al revés y fue hasta la cuna. Felipe parecía más pequeño y al mismo tiempo mucho más pesado de noche. Tosía y tenía la cara roja de llanto. Lo llevó a su cuarto y lo arrastró como una bolsa hasta la almohada. Pero seguía tosiendo y llorando.
– Va a vomitar -dijo Carlos otra vez.
Lucía lo incorporó y lo alzó en brazos, y la ola de vómito los alcanzó a los dos. El llanto se hizo más fuerte, incontenible. Corrieron al baño a limpiarse. Lucía se sacó el camisón y arrancó las sábanas de la cama, y se acostaron desnudos sobre el colchón que olía a leche cortada. El bebé en medio de la almohada, como un cartílago que unía el cuerpo de los dos.
Habían dejado la ventana abierta para que entrara algo de aire, pero sólo entraban las bocinas y las frenadas de los autos. Lucía pensó en la ropa sucia en la bañadera, en los pies sucios de Carlos. Enterró su cara en el pelo del bebé, como esos chicos que aspiran pegamento para drogarse, y se durmió.
– ¿Te gustan los gatos? -le había preguntado Elsa en la oficina.
– Sí -dijo Lucía, sin apartar la vista de la pantalla. Habría contestado lo mismo si le hubiera preguntado “¿te gustan los mariscos?” En realidad no le gustaban, pero nunca servían mariscos en el bar en el que comían al mediodía. Ni gatos.
– Entonces te voy a pedir un favor.
Lucía dejó de teclear, miró hacia el otro escritorio. Elsa le devolvió una mirada ansiosa y volvió a su teclado. Hubo un silencio incómodo, tan largo que la pantalla mostró la foto de Felipe junto al árbol de Navidad, con su remera de Mickey y una cuchara azul en una mano.
– Mi gata parió ocho gatitos y no puedo tenerlos.
Elsa le había vendido rifas, cremas de aloe vera, cosméticos, tupperwares. Esta vez se trataba de un gato.
Lucía llevaba el gato adentro del bolso de lona, sobre la falda, porque estaba prohibido subir al subte con animales. Apoyó las manos sobre el bulto tibio, como cuando estaba embarazada, pero le pareció que así atraía más las miradas, además, la pollera había empezado a pegársele a las piernas por el calor. Puso sus manos a los lados del cuerpo y el gato acabó por deslizarse fuera del bolso. Por suerte ya estaban por llegar. No había pasajeros en el asiento de enfrente y el suave ronroneo se confundía con el traqueteo del subte.
¿A Felipe le gustaría tener un gato? Elsa había dicho que a todos los chicos les gustaban las mascotas. ¿Y a los hombres? No había tenido tiempo de preguntarle a Carlos. En realidad, hubiera podido llamarlo desde la esquina de la oficina, mientras Elsa corría a su casa en busca del gato. Pero todo había sido demasiado rápido. Igual que con Felipe. Siempre parecía que ella tomaba todas las decisiones.
Entró con el gatito color té con leche abrazado contra el pecho. Felipe tenía el pijama mal abrochado y Carlos la cara lisa, como si hubiera dormido mucho.
– Me afeité -dijo-. ¿Y ese gato?
– Tato -dijo Felipe.
– Es de Elsa. De su gata. Bueno, ahora es nuestro.
– Con este calor, un gato -Carlos se rascó la barba que ya no estaba. Él tampoco le había consultado ese cambio.
– Me voy a trabajar -dijo, pero se quedó hundido en el sofá, sacudiendo la cabeza.
– Elsa me regaló un libro donde explican todo lo que hay que hacer.
– Claro, debe ser tan útil como los libros que enseñan a criar bebés… -Carlos resopló-. En verano largan pelos por toda la casa.
– Se defienden del calor como pueden.
Lucía oyó el ruido de la llave del estudio y dijo, segura de que Carlos todavía podía oírla:
– Sería mejor que se quedara en tu estudio. Así puede salir a la terraza.
El gato se paseaba cauteloso por el living, con el pelaje erizado y las orejas en punta. Felipe iba detrás de él, pero el gato se escapaba entre las patas de las sillas, descubrió el árbol de Navidad y se puso a jugar con las bolas de vidrios de colores y las guirnaldas.
Lucía se sentó en el sofá y dejó caer el bolso. Felipe y el gato se habían sentado ahora en el pequeño rectángulo de parquet que no estaba cubierto por la alfombra. Felipe le ponía la mano sobre el lomo y el gato movía la cola contento, las orejas bajas.
– Tato -dijo Felipe. Lo trataba con cuidado y ternura, como si fuera un bebé más chico.
Lucía se inclinó para acariciarlo. No era un gato de raza. Los gatos pequeños no tenían raza, como los bebés. Una constelación de manchas blancas le cubría el lomo. Una mancha pequeña, oscura, acababa de crecerle cerca del hocico. Felipe se acercó más y le tocó una oreja, y Lucía se quedó un rato acariciando a los dos.
Una semana después, Tato y Felipe ya comían la misma comida. No eran papillas sino trocitos de carne, verdura, frutas. Cada uno en un extremo de la mesa enana.
Lucía les leía Ali Babá y los cuarenta ladrones y Tato paseaba un poco por el living antes de echarse junto a Felipe a los pies del sofá. Cuando llegaba la hora de dormir, los seguía hasta el cuarto, pero Carlos iba a buscarlo y se lo llevaba a la cocina. Mientras Carlos cocinaba, Tato volvía a cenar. Más tarde se acurrucaba a sus pies en el estudio, junto al ventilador. Lucía llevaba una taza de café para Carlos y un bol de leche para Tato. Cada tanto, Carlos dejaba de teclear y apoyaba su mano en el lomo del gato.
Cuando Lucía llegaba del trabajo se encontraba a los tres en el sofá. Un olor punzante como el sol a mediodía se adhería con pequeñas garras al sofá y la ropa de los tres. Tato había aprendido a orinar en la caja con piedritas de colores que Lucía había puesto en un rincón del baño, como recomendaba el libro. Pero el olor lo acompañaba por toda la casa.
Una noche hacía tanto calor que sacaron el colchón a la terraza. Se acostaron con Felipe en medio de los dos, y Tato veló toda la noche junto a ellos, paseándose por la baranda.
Lucía podía dejar a Felipe y a Tato jugando con una pelota mientras Carlos trabajaba. Tato había resultado ser el único juguete del que Felipe no se aburría nunca, y le enseñaba a buscar los lugares más frescos de la casa. Una tarde Carlos se había distraído y los encontró durmiendo la siesta en el lavadero, rodeados de ovillos de lana, carritos, osos de peluche y animalitos de plástico.
– Miau -decía Tato.
– Miau -decía Felipe. Y también tete, mamá, papá, ardilla. Hacía mucho que no decía luna. Desde la llegada de Tato se había olvidado de la luna.
Lucía se sacudió la lluvia del pelo y la ropa y se limpió los pies en el felpudo antes de entrar. Felipe daba vueltas por la casa: “Tatotato”. Carlos estaba desparramado en el sofá, los ojos raros.
– Se fue -dijo alzando los hombros.
Lucía no dijo nada y empezó a buscar a Tato por toda la casa. Iba dejando un reguero de gotas y Felipe la seguía, caminando entre sus piernas como antes hacía Tato.
– Fui al baño. Felipe dormía. La ventana del estudio estaba abierta. Cuando volví a cerrarla, por la tormenta, ya no estaba -Carlos parecía hablar para sí mismo. Se rascaba la cabeza.
Buscaron en las alacenas, en los armarios, debajo de las camas, entre las sábanas, en la biblioteca. Lucía se acordó entonces del consejo del libro: la chapa con los datos para localizar a los dueños del gato colgada del cuello o, mejor, el chip identificatorio detrás de la oreja. Cualquier veterinario podía colocarlo en cuestión de minutos. No le habían hecho mucho caso al libro de los gatos, tampoco al libro del primer año del bebé. Sin embargo algunos consejos eran importantes. Como en las recetas de los libros de cocina: para no equivocarse había que seguir al pie de la letra todos los pasos.
– Fue mi culpa -dijo Carlos.
– No -dijo Lucía-, yo lo traje.
Felipe ronroneaba, como Tato. Había tomado la costumbre de ronronear cuando tenía hambre. Lucía fue a la cocina y buscó galletitas. Le dio una a Felipe, que se pasó la lengua por los labios.
Llenó una mamadera con agua y otra con leche y las puso en el bolso junto con el paquete de galletitas. Dejó todo sobre el sofá, junto a Carlos, y se encerró en el baño. Se delineó los ojos y se puso rimel. No se pintó los labios. Se puso perfume.
Entraron al Jardín Botánico y buscaron a Tato por todos los caminos. Vieron gatos blancos y negros, grandes y pequeños, grises, amarillos, un gato pelado y otro cojo, ningún gato pequeño color té con leche.
El aire estaba fresco y perfumado después de la lluvia. Bajaron por Las Heras hasta Recoleta. En las calles había luces de colores y árboles de Navidad y papanoeles en las vidrieras. Ningún gato. “Tatotato”, decía Felipe y señalaba el aire.
Pasaron por el cementerio y Felipe saludó a los ángeles de las bóvedas que se veían desde la entrada. Lucía sintió algo tibio en la nuca, pero no era Tato sino el brazo de Carlos. ¿Cuánto hacía que no salían, que no caminaban de noche? Le rodeó la cintura y fueron hasta el ombú gigante. Se acercaron con cuidado de no enterrar las ruedas del cochecito en el barro, y tocaron el tronco para pedir un deseo. Era un rito que había inventado Carlos.
– Tato -dijo Felipe, y se durmió con media galletita en la mano.
En la esquina de La Biela una chica con violín tocaba “Pequeña música nocturna” de Mozart y hacía bailar un esqueleto de plástico accionándolo con un pedal. Carlos dejó una moneda en el sombrero delante del esqueleto. Bajó el asiento del cochecito y abrió el toldo para que Felipe durmiera más cómodo.
Compraron helados y siguieron caminando hasta Las Heras. Carlos terminó su helado de dulce de leche y le pidió otra galletita.
Llegaron otra vez a la entrada del Botánico, que ya estaba cerrada. Pasó un gato que no era Tato y rodearon las rejas hasta encontrar un banco. Barrieron las gotas de lluvia con la mano y se sentaron a besarse de espaldas a la avenida. Detrás de las rejas, los caminos estaban oscuros y no se veía ningún gato. Carlos sacó el atado de cigarrillos y Lucía le pidió uno.
– Si no fumás…
– Una vez fumé. Cuando nos conocimos.
Carlos sonrió y le pasó un cigarrillo. Fumaron en silencio, mirando el humo que salía en espirales y se desvanecía delante de sus narices.
Caminaron hasta la otra entrada, que también estaba cerrada. Se sentaron en el último banco y terminaron el paquete de galletitas. Lucía se asomó al cochecito para mirar a Felipe.
– Va a despertarse muerto de hambre -dijo. Fue a sacarle el chupete pero se cayó solo. Le dio un beso en la nariz.
– Estamos al lado de casa -dijo Carlos-. Además, trajiste la mamadera.
La miró un momento. Cruzó Santa Fe y volvió con dos latas de cerveza y una rosa.
Las ventanas de las casas vecinas estaban iluminadas con las luces de colores de los árboles de Navidad. Lucía se preguntó cuántas parejas vivirían detrás de esas ventanas, si tendrían bebés y serían felices, como ella, Carlos, Felipe y Tato. Aunque Tato ya no estaba.
– Tato fue un regalo de Navidad -dijo.
– No -dijo Carlos-, los regalos todavía no llegaron.
Pasó una moto y Felipe se despertó:
– Mamá, papá.
Miró el cielo lila, que apenas dejaba entrever el óvalo pálido de la luna, y dijo:
– Luna.
Carlos enderezó el asiento del cochecito y le bajó el toldo para que pudiera ver mejor. Abrazó a Lucía por la cintura, mirando hacia las ventanas.
– Volvamos.