Ángeles Mastretta
De viaje

ÁNGELES MASTRETTA nació en Puebla, México, en 1949. Es narradora y periodista; asidua colaboradora en diarios y revistas, tales como La Jornada y Nexos. Publicó los libros Arráncame la vida, Mujeres de ojos grandes, Puerto libre, Ninguna eternidad como la mía y El cielo de los leones. “De viaje” es un relato inédito.


***

¿Quién sabe qué soñaría el marido de Clemencia cuando en la media tarde de un domingo se durmió como en la paz de un convento? ¿Qué premura de qué piernas, de qué lío, de qué risa y qué pláticas, cuando en la madrugada lo veía ella dormir y lo adivinaba soñando? ¿Quién sabe qué misterios, qué pasión irredenta se metería bajo sus ojos, mientras Clemencia lo miraba durmiendo como quien adivina un viaje al que no fue invitada?

Ella no había querido nunca pensar en esas cosas que para efectos de razón le parecían triviales, como juicios de moral creía necios y como causa de la sinrazón consideraba de peligro. Temía de tal modo caer en semejante delirio que jamás tuvo la ocurrencia de indagar en la vida secreta de aquel hombre con quien tan bien llevaba los intensos acuerdos de su casa, su mesa y su cama, y al que sin más y por mucho quería desde el tiempo remoto en que la palabra democracia era un anhelo y no un fandango.

Que los caminos del deseo son varios y complicados le pareció siempre una sentencia lógica, que ella debiera enterarse de los vericuetos que tales veredas podrían tener en el alma de su marido no estaba en la lista de sus asignaturas pendientes. En esa lista bien tenía ella otras y bien guardadas las quería.

Por eso no regaló sus oídos a las preguntas indecisas sobre la condición de su matrimonio, mucho menos a la euforia con que alguien tuvo a bien comunicarle cuánto se apreciaba entre sus conocidos lo moderno, inteligente y ejemplar que parecía su pacto. Prefería no enterarse de la riesgosa información que podían esconder semejantes elogios, mejor no dar a otros el gusto de sacudir su curiosidad al son de un comentario soltado al paso como un clavel.

No sabía Clemencia qué mundos podía él guarecer bajo una gota de sueño, pero bien adivinaba cuántos pueden cruzar por un instante: su misma vida era una multitud de fantasías y desorden dejándose caer por todo tipo de precipicios. Por eso sintió miedo y una suerte de compasión por él y sus secretos. Por eso lo miraba preguntándose de buenas a primeras quién más podía caber dentro de aquel hombre que soñaba junto a ella cuando tan bien dormían con las piernas entrelazadas una noche y la otra. ¿A dónde iba de viaje su entrecejo? ¿En qué visita guiada hacia qué ojos estaría sumergido?

Nunca, en todo lo largo de los mil años de su vida juntos, sintió Clemencia aquel brinco ridículo que provocan los celos comiéndose la boca del estómago, jamás sino hasta que la punta de una hebra le cayó tan cerca que con sólo jalarla desbarató de golpe una madeja de vinos y voces, viajes y besos, cartas y cosas, palique y poemas que le dejó de golpe todas las dudas y todas las certezas de las que ella no hubiera querido saber.

Ella, que libre se creía de ataduras tales como el resentimiento, el espionaje, la inseguridad y los celos, tuvo a mal enterarse de que su impredecible marido era capaz no sólo de tener varias empresas y múltiples negocios, sino varias mujeres complacientes y al parecer complacidas, varias mujeres a cual más entregadas o deshechas en lágrimas y risas. Así las cosas, todo el asunto le pareció tan increíble como probable resultaba.

Trató de no saberlo y no pensarlo y se hizo con mil razones un ensalmo: “eso es asunto de cada quien y yo no soy quién para juzgar a quién” repitió durante horas, durante días, durante meses. Llegó a tal grado su despliegue de imperturbable serenidad que incluso consiguió engañarse hasta pensar que no pasaba nada, y que si algo pasaba en otra parte a ella nada le pasaba. La libertad que se prometieron una tarde de luz naranja, entre las sábanas de un hostal para estudiantes, no merecía tocarse con reproches.

Un año se fue así, como si no se hubiera ido, hasta que el viento la encontró mirando a su hombre dormir una siesta con tal abandono bajo los párpados y tal sosiego en las manos, que de sólo pensarlo durmiendo así en otro lugar ella hizo a un lado la serenidad y, sin remedio, quiso imaginar los laberintos entre los cuales podía esconderse el minotauro que ordenaba la vida secreta de su cónyuge. Porque de todas sus impensables conjeturas: una morena y una rubia bailándole el ombligo, una chilena y una sueca alabándolo con la poesía de un danés dibujada en tinta china, una socióloga pelirroja y una tímida economista dándole besos en los oídos, una sicóloga en cuyas manos no estaría a salvo ni el doctor Freud, una bruta con rizos y camisón de encaje, una lista de falda sastre y mocasines Ferragamo. Una rezándole a Sarita Montiel y la otra haciendo el análisis de adivinar qué estadísticas, una que se sabía poner borracha y otra que se sabía venir aprisa. Todas juntas y bizcas, haciéndole el amor en mitad de un parque, no eran la peor de sus alegorías, porque de todas esas, y otras más, la única que le dolía raro y justo abajo del alma era pensar que podría haber en el mundo alguien frente a la cual sería posible que él durmiera una siesta abandonado así, como en su casa.

Cosas por el estilo rumió durante varios meses hasta que de tanto darle cuerda a ese reloj de dudas tuvo urgencia de un pleito, tres aclaraciones, dos indagatorias y un lío infinito que de sólo figurarse la avergonzaba.

¿Quién sabe cuántas veces se había jurado no armar un tango donde había un bolero y no volver ni prosa, ni panfleto lo que debía ser un poema? Así que en nombre de todos aquellos juramentos y de su decidida gana de cumplirlos, quiso salir corriendo de la inocencia con que dormía su marido aquel domingo y les pidió a dos hermanas que tiene por amigas, tan íntimas cuanto las mantiene al corriente de sus enigmas, que la llevaran a su muy comentado viaje por Italia y España.

Las hermanas, que empeñadas estaban en viajar como una de las bellas artes, se alegraron de llevarla consigo. Clemencia es una artista con varios dones: sabe hablar hasta más allá de la medianoche y recuerda con precisión de pitonisa lo mejor de las vidas públicas y privadas de la ciudad en que las tres nacieron. Sabe de música y pintura, de buenos vinos y buenos modos, de cómo se saluda en España con dos besos, en Francia con tres y en Italia con los que el humor del saludado tenga en gana. Sabe, según el caso, salpicar de inglés la orden del desayuno o hablar en italiano, mal pero con estilo, lo mismo con un gondolero que con el Dante. Sabe de los varios significados que tienen en España palabras como “vale”, “polvo” y “coño”. Sabe de andar por horas, de leer cartografías, de ejercitar la paciencia con quienes en Europa prestan algún servicio como si lo regalaran y lo cobran como si les debiera uno intereses. Clemencia tiene pies pequeños y lágrimas fáciles, tiene los ojos de un pájaro en alerta y la voz de una comadre dichosa. Clemencia reconoce la calidad de los hoteles con sólo oír su nombre, y está dispuesta a cambiarse de cuarto y hasta de ayuntamiento cuantas veces sea necesario si se trata de dormir bien y en buenos lugares, que ya no está la edad de ninguna de las tres para pasar desdichas en sus camas, mucho menos en las de hoteles desdichados. Clemencia pierde las cosas casi con entusiasmo y dado que en los viajes siempre se pierden cosas, nadie como ella para recuperarlas o consolar a quien las ha perdido. Así es como entre las tres extraviaron en veintinueve días lo mismo las sombrillas, que los lentes de sol, que un tubo de labios o el collar de los dos corales. Lo mismo las maletas en los vuelos de Iberia que un par de zapatos en la isla de Lido, sin permitirse nunca un sollozo de más o una aflicción inútil. Igual abandonaron en Udine unos pantalones negros y un saco verde que en Mantova una blusa naranja. Igual desapareció un rimel en el tren rumbo a Verona que un boleto de regreso a México en los pliegues sin fondo de su maleta.

Para todas las pérdidas tuvo Clemencia al uso la frase de la hermana mayor: “la vida siempre devuelve”. Se la había oído decir un día que se puso en filósofa, y de tal frase se hicieron mil versiones a lo largo y lo ancho de cuanta pérdida y hallazgo hubo en la obra de arte que quisieron hacer con ese viaje.

No tuvieron ni un sí, ni un no, ni un entredicho. No pelearon ni por las cuentas, ni por los restoranes, ni por el tiempo que cada una quería pasar en cada tienda, ni por el ocio que cada cual quería poner en diferente sitio.

Cargadas con un libro de proverbios budistas, uno de viajes en veleros antiguos y otro con los mejores cuentos del siglo diecinueve, se hicieron a la mar y al cielo, para ver qué pasaba en lugares menos recónditos que los que caben en los sueños de un marido.

Y hubo de todo en ese viaje: en España los ojos vivos de risa de una mujer excepcional, las flores de Tenerife hablando en verso, la repentina voz de un lobo al que es imposible no verle las orejas porque sólo su corazón las desafía, la deslumbrante bondad de una merluza bajo la luz de una rotonda de cristales, la seda de un jamón de bellota, el aroma a jazmín de un arroz con leche, la película de Almodóvar y las dos bocas de Gael García.

En Venecia las tres exhaustas y aventadas a la mala suerte de coincidir con la mitad del festival de cine, las tres con sólo sus seis brazos cargando el equipaje para cuatro semanas y diez distintos climas, las tres subiéndose por fin a un taxi que, como cualquiera bien sabe, allí es una lancha guiada por un bárbaro. Las tres frente a la tarde aún dorada y andando sobre el agua con el juicio en vilo con que uno mira la ciudad si respeta el milagro que la mantiene viva. “Nessuno entra a Venezia da stranniero”, escribió el poeta y recordó una de las hermanas que en asunto de versos tiene la rara memoria de los que todo olvidan menos lo que conviene.

Hay un león con alas mirando al Gran Canal y esa noche un atisbo de luna en el cielo sobre la plaza que quita el aire y lo devuelve sólo si está tocado por su hechizo. Un haz de luz prestado por la muestra de cine pintaba de violeta el marfil de la catedral. Debajo de este orden, un caos con los arreglos hidráulicos de una compañía coreana prometiendo redimir el futuro del suelo que se hunde. Y al fondo del tiradero el insigne reloj, aún cubierto de andamios, al que por fin le sirven las campanas, dando las doce para anunciar la media noche. Tocaban al mismo tiempo las tres bandas de música y bajo el león bailaba una pareja suspendida en sí misma. ¿Quién quería irse de ahí al mal proceder de indagar en qué anda su marido? Nadie, menos Clemencia que como si le hiciera falta tuvo a bien decidir enamorarse del león. Porque “la vida compensa” y esa fiera desafiando la inmensidad parecía declararle un amor de esos que a nadie sobran y todo el mundo anhela.

La hermana mayor en los últimos tiempos había perdido el sueño de modo tan notorio que cuando todo el mundo sucumbía a su lado, ella seguía moviéndose por el cuarto del hotel como si tuviera miedo de que al dormir fueran a perdérseles las llaves de algún reino. Sin embargo, hasta ella se había ido a la cama cuando Clemencia entró al cuarto, del palacio en que dormían, con el león en el alma y el desayuno en bandeja.

En Mantova, hecha de terracota y tiempo, murallas y castillos, encontraron un festival de libros por toda la ciudad. Los hoteles, los patios, los mercados, las tiendas, los museos, las agencias de viajes, las escuelas, la noche, los teléfonos, la mañana, las cafeterías y el cielo, están tomadas durante una semana por una feria de escritores y lectores. El platillo local: ravioli di zucca. ¿Qué iba Clemencia a hacer hurgando en algo más recóndito que aquella pasta con relleno de calabazas tiernas?

Al día siguiente fueron a caminar a la vera de un lago hasta que, cansadas de sí mismas, se dejaron caer en una orilla. El sol se fue perdiendo en el perfil que corta el horizonte. Ellas no dejaron minuto sin despepitar un enigma. Y con la misma intensidad dedicaban un rato a imaginar la receta de un spaghetti o treinta a reírse con el recuerdo de la noche en que alguien dio con el valor que le urgía para dejar el infortunio que eran los gritos de su tercer marido sólo para caer en poco tiempo en los gritos del cuarto. Lo mismo iban de un tigre que deslumbró la tardía infancia de una de las hermanas al pianista cuyos amores invisibles se inventó la otra. Se reían de sí mismas siguiendo los consejos de la única monja que algo les enseñó en la escuela: la risa cura y el que se cura resuelve. Frente a ellas y su conversación como una trama de tapiz persa, dos cisnes empezaron una danza y viéndolos hacer se acercaron dos más y después otros dos hasta que seis se hicieron. Clemencia, que aún andaba urgida de pasiones, se enamoró sin más de los seis cisnes, del pedazo de sol y de las dos hermanas con que andaba de viaje para escapar de un sueño. Cenaron luego una pasta con berenjena y durmieron nueve horas hasta que sonó el teléfono del que salió una voz inusitada.

El cuarto oscuro de la memoria funciona discriminando, y nunca se sabe cuál es la exacta mezcla de luz y sombra que da una foto memorable. Se sabe sí, que todo lo que trae puede ser un prodigio: cerca de Udine las montañas y el río de un denso azul como pintado por Leonardo. Sobre el puente del diablo, detenidas mirando Cividale para reconocer el siglo doce. En Udine una pasta con tomate y albahaca, una rúcola con queso parmesano y un muchacho que cantaba al verlas entrar como si veinte años tuvieran. De ése, faltaba más, también se enamoró Clemencia. De ése y de un violinista al que encontraron ensayando a Vivaldi junto al altar de una iglesia cerca de la Academia, de regreso en Venecia como quien al desastre y al absoluto vuelve. ¿De qué andar preguntándose por los sueños de un hombre, cuando se puede andar de pie entre tantos sueños? Los estudiantes han llenado un puente de acero con sus cuerpos jóvenes y dos antorchas cada uno. Todo el paso arde sobre el agua que atraviesan doce góndolas en las que juegan cien remeros cantando para engañar a quien se deje. Los jóvenes los miran sin soltar las antorchas con que piden la paz en mitad del canal más hermoso del mundo. Una de ellas celebra su cumpleaños, se lo cuenta a Clemencia que todo quiere saber y le ha preguntado qué significa todo eso. “Preguiamo per la pace” contesta la criatura de veinte años que en sí misma parece una oración. ¿La pace? ¡A Irak!, le responde la niña.

Una muestra de Turner está en Venecia con todas las pinturas que hizo en tres semanas de visitarla. Turner que pintó en brumas el puente de los suspiros: en cada mano una cárcel y un palacio. Turner las enamoró a las tres desde un lugar en mitad del siglo diecinueve. ¿Cómo iban a envidiar otros amores?

No podían estar más radiantes que de regreso en Venecia. La Venecia ridícula y divina vista del mar parece un barco de cristal y desde la terraza del Hotel Danielli, vista parece con el ojo de un dios que sólo vive de mirarla, como si fuera el más voraz de los turistas. Porque turismo hacemos todos en Venecia, tal vez incluso las palomas. Por más que las tres damas de nuestra historia se creyeran más arraigadas en el palacio de los Dogos que el dueño de una tienda de Murano diciendo muy solemne: Yo no vengo de una familia con abolengo en el Venetto. Mis antepasados apenas llegaron aquí en el siglo dieciocho.

Semejante comentario sumió a la hermana mayor en un conflicto del cual Clemencia la salvó aventurando una tesis: dado el oscuro contorno de sus ojos, ellas podrían tener en su estirpe un viajero cuya curiosidad lo llevó a México en el siglo dieciséis y cuya familia vivía en el Venetto desde principios del siglo trece.

– Podría ser -dijo la hermana menor. Todo puede ser.


Para entonces Clemencia había olvidado de punta a rabo los sueños del marido y la manía de entregarse a conjeturas sin rumbo. Ya no cobijaba en la mente ni un segundo la imagen de una mujer ridícula bailando en el último piso de un edificio art decó. Ni recordaba cuando en una tienda le preguntaron si le servían las dos computadoras que su marido le había comprado en Navidad. ¿Las dos? Y si a ella le tocó la fija, ¿a quién le habría tocado la portátil? Se olvidó de la tía de la amiga de una diabla que conocía de cerca a una mujer con voz de pito, cintura de rombo y ojos de cangrejo que andaba diciendo que ella andaba, y pruebas tenía mil, con el dueño de la fábrica que, no por casualidad, era la herencia más preciada de un señor cuyos nombres y apellidos resultaron los mismos del famoso cónyuge de Clemencia. Olvidó preguntarse si alguien más tendría atada la luz de su marido con la niebla del recuerdo o el caballo al que le dan sabana. Se olvidó de las facturas de un albergue, más cursi que un postre de quince años, que él dejó una noche sobre el lavabo. Y lo más importante, se olvidó de rumiar: ¿Qué ropa se pondrían aquellas damas? ¿Qué tan damas serían? ¿La del cuerpo flexible habría ido a colegio trilingüe? ¿Con qué se emborrachaban y a dónde las cargaban? ¿Y quién y cuándo y cómo? ¿Y de qué color podrían ser sus pantuflas? ¿De qué genuina densidad sus vellos púbicos? ¿Cuan largos y frecuentes los gritos de un hallazgo? ¿Qué tan fácil o difícil hallarles el hallazgo? Y ¿en dónde exactamente tenía cada una el clítoris? Porque eso sí es dogma de fe: ninguna mujer tiene el clítoris en el mismo lugar, y muchas lo tienen cada vez en un pliegue distinto.

Había dejado de rumiar y toda ella era un lago de paz y desmemoria.

Cuando volvieron a España se enamoró como desde siempre de un tal Felipe al que le gusta el mar y la cocina, de un editor que habla ronco como las olas y de la terca pasión por Argentina que tiene en las mejillas el nuevo habitante de su embajada. Luego, de paso por Jaén y sus aceituneros altivos, tomó litros de aceite de oliva, mordió los duraznos más tersos que había visto y descubrió sin sorpresa, en un encuentro feminista, que las mujeres enamoradas de mujeres se ríen como comadres y por lo mismo se antoja enamorarse de ellas. Lo cual no dice nada más de lo que dice: ni que al congreso en torno a María Zambrano y el exilio interior hayan ido sólo mujeres homosexuales ni que no sea una dicha conocerlas. Ella y las hermanas se enamoraron del congreso, del paisaje y de la atolondrada timidez con que se iba perdiendo, en cada esquina, el taxista que las llevó de vuelta hasta Madrid.

El último día fueron de compras al Corte Inglés: Clemencia se compró ahí dos pañuelos italianos y las hermanas se compraron trescientos. Porque con eso de la Europa unida eran ahí más baratos que en Venecia y aunque nadie lo crea eran más bonitos.

Siempre se vuelve uno mejor cuando anda fuera. Hasta siendo pañuelo de cachemira, pensó Clemencia cuando iban en el aire de regreso a la patria y a su marido y a los amores de las dos hermanas.

Eran en México las once de la noche y en Europa el fin de la madrugada. Clemencia entró a su casa como en sueños, sin más aviso que el ruido de su paso en desorden por las piedras del patio.

– Por fin regresas, dijo su marido. Desde que te fuiste no he dormido bien un sólo día.

– Voy a irme más seguido -dijo Clemencia metiéndose a la cama sin más conjetura que una camisa de algodón y el clítoris en suspenso. Porque la vida devuelve y todo puede ser.

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