LA CASA QUE JACK CONSTRUYÓ – Edward Wellen


Debe ir dejando tras de sí el hilo de un ovillo a medida que vaya avanzando, y cuando vuelva encontrará, siguiendo el hilo, el camino que tomó.

Chaucer, La Leyenda de la Buena Mujer.

I

Sí, Watson, enséñemelo. Deje que yo juzgue lo que me conviene o no leer.

Levanté la cabeza sobresaltado: Holmes me había leído la mente.

– ¿Cómo ha podido adivinarlo?

Holmes se sentó en el sillón que había frente a mí, ante el fuego que brillaba acogedor aquel cuatro de noviembre, y frunció el ceño con aire cansado.

– ¿Cuándo aprenderá que yo nunca adivino? Es algo que está tan claro como el asentimiento en su rostro, Watson. Ha escondido el periódico, mientras sopesaba si me dejaba o no me dejaba leer un artículo del Times de hoy.

– ¿Pero cómo lo ha sabido?

– Si pusiera un espejo ante usted, viejo amigo, observaría que tiene la barbilla manchada.

Mi mano se movió hasta la barbilla, como movida por su propia voluntad.

– ¿Cómo puede esto…?

La mano de Holmes se alzó movida por la fuerza de la voluntad de Holmes.

– Tenga paciencia. Me estoy explicando. Algo más negro que gris ha manchado sus dedos, para luego pasar a manchar su barbilla cuando usted se la frotó pensativo. Dado que el origen de las manchas no está en su persona, ¿de dónde han podido salir, entonces? No ha manejado el atizador, aunque el fuego ha sido azuzado y las chispas brotan de él; la frugal distribución de los carbones indica que no fue usted, sino nuestra patrona, quien ha hecho ese trabajo. Y, vista la sequedad de su pluma, tampoco ha sido al escribir. Añadamos a todo esto el hecho de que hay un periódico apresuradamente doblado y metido detrás de usted, privándole de la comodidad y el descanso de su butaca. Ergo, ha estado leyendo una copia fresca del Times, y se ha manchado con tinta de impresión en el proceso al toparse con el asunto que usted desea apartar de mí, y terminando por frotarse la barbilla al meditar en su dilema.

– Extremadamente hábil, Holmes.

– Deductivamente simple, Watson -repuso, alargándome una esbelta mano.

Cogí reticente el periódico secuestrado y se lo pasé a Holmes.

– Es el artículo sobre…

Me acalló levantando su mano libre.

– Sea tan amable de concederme el pequeño placer de descubrir lo que usted preferiría que yo no viera.

Noté cómo me sonrojaba y contuve la lengua mientras él paseaba su mirada por la superficie de letra impresa. Sus ojos lo repasaron todo con rapidez, pero todavía tardó un buen rato antes de decidirse a hablar, y, cuando lo hizo, habló sin alzar la mirada del periódico.

– ¿Cómo supo usted que esto significa que ella está en la ciudad?

Le miré sin habla.

– No se ha equivocado, Watson. «Adele Nerri» es un anagrama evidente de Irene Adler.

Miré el estuche de violín del rincón, y en mi mente se representó la biografía de Irene Adler emparedada entre la vida de un rabino hebreo y la de Ahab, capitán de un infortunado buque ballenero, el Pequod. En mi relato del caso que introdujo a Irene Adler en nuestras vidas, creo que me referí al Capitán Ahab como a un «oficial de la marina, autor de una monografía sobre especies de alta mar». Por supuesto, el rabino era el rabino jefe Nathan Marcys Adler, líder religioso de los judíos ingleses durante el reinado de la reina Victoria.

Parpadeé, recordando vagamente un suelto sobre una tal Mme. Adele Nerri desaparecida de la habitación de su hotel. Forcejeé conmigo mismo un momento antes de ceder.

– No es eso lo que me tenía indeciso, Holmes. Yo me fijé en el que habla sobre el robo de las joyas Zugruh, pensando que atraería su interés, y, la verdad, dudaba que estuviera a la altura de la situación.

Su desconcertada cara se levantó para enfrentarse a mi mirada preocupada.

– ¿Que no estuviera a la altura? Vi la noticia y deseché el caso como indigno de mi atención. Resulta obvio que es algo amañado, un plan para defraudar a la compañía de seguros. ¿Que no estuviera a la altura?

– Si le pusiera un espejo delante, Holmes -dije a la defensiva-, vería por qué pensé, y sigo pensando, que sería muy contraproducente que se concentrara en un caso así en estos momentos. Ha vuelto muy tarde a casa durante toda la semana pasada, no se ha afeitado en tres días y resulta obvio que está a punto de sufrir una crisis nerviosa.

– Tonterías. Estoy tan a tono como mi Strand.

Observé sus enrojecidos ojos y mi alarma por él aumentó rápidamente. Con el tiempo, los errores acaban borrando a la goma de borrar. El luchador contra el crimen se había gastado erradicando el crimen. El mezclarse en un caso relacionado con la mujer, podría significar su fin. ¿Cómo disuadirlo? ¿Sembrando la duda, quizá? ¿No podía ser una simple coincidencia que los dos nombres tuvieran las mismas letras?

– Vamos, vamos, Holmes. ¿I.A.?

– I de aguja, A de pajar. Sonreía de una forma algo tensa pero hablaba en tono confiado. Parezco predestinado a buscar agujas en pajares. Sus ojos se entornaron sumidos en un pensamiento repentino y golpeó la sección del periódico de personas desaparecidas, también conocida como agónica.

El gesto no me sorprendió. Sabía que no se le había perdido nada allí. Era su forma favorita de desviar la atención.

Aun así, no pude evitar hacer la pregunta.

– ¿Qué espera encontrar en las secciones agónicas?

– Llámelas cariátides, Watson. Piense en ellas como si sostuvieran comisas, pues con el tiempo, eso debe convertirse en toda una agonía.

Pareció darse cuenta de que estaba diciendo tonterías porque, de pronto, guardó silencio y sólo unos tics faciales delataron su mente sobrecargada mientras su mirada ardiente recorría la página de periódico. Volvió a alargar un brazo sin alzar la mirada.

– Una pluma, si es usted tan amable.

Cuando la mojé y se la di, marcó varias líneas dispersas por toda la página. Finalmente, me devolvió la pluma y el periódico con gesto apático.

– ¿Para qué hace las marcas y luego deshecha el periódico? -comenté, mirándole con fijeza.

– En su beneficio, Watson. -Se llevó un dedo a la frente; no me desagradó advertir que dejó un manchón en ella-. Lo tengo grabado aquí.

Miré a mí alrededor, la sala de estar familiar, y estudié su mobiliario como por primera vez, decidido a aumentar mis conocimientos de tal modo que nunca volviese a padecer un desdoro semejante respecto a mi capacidad mental. De hecho, ya había empezado, pero no se lo mencioné a Holmes, temiendo su sonrisa de diversión o, lo que era peor, de benevolencia. Cuando me sintiera lo suficientemente seguro de mis progresos y hubiera acumulado en mi mente suficientes datos, le sorprendería con mi hazaña. Hasta entonces, y ni un momento antes, conservaría la calma.

– Suéltelo, Watson. Sufrir en silencio es cultivar el rencor.

Meneé la cabeza y dejé caer la mirada en la página del periódico.

– Sólo me aclaraba la mente para estudiar lo que me ha marcado tan atentamente.

Y, de hecho, cuando lo examiné me perdí en el rompecabezas que proponía. Digo «el», en vez de «los», rompecabezas con toda intención, pues, de alguna forma, todo lo marcado parecía pertenecer a uno solo. Uno sin sentido. En ninguna parte parecía pedirse un rescate, ni siquiera apuntar a un secuestro. Resultaba completamente infructuoso.

Cojamos el primero en el que se fijaron mis ojos:


Héroe de enmohecidas armas, que empapado recorres un camino

encharcado,

escucha como zumba el mosquito de los pantanos, oye tañer al alba.

Aligérate de tu pesada carga,

bebe zicuta, y deja que el mundo siga sin ti.


– ¿«Zicuta»? -murmuré.

– Obviamente una errata poco hábil de «Cicuta» [10], y es igualmente obvio que pretendía llamar la atención de cualquiera que se llamase Sherlock.

– ¿Entonces piensa que esto está dirigido a usted?

– Sé que todos lo están.

– ¿Y qué significa esto?

Holmes se encogió de hombros.

– Si se fija en las palabras yuxtapuestas, es un estudio en sinestesia, si se fija en el contenido, es una invitación a la eutanasia. Debo suicidarme.

Me encrespé.

– ¿Cómo puede el Times imprimir un mensaje tan claramente amenazador?

Holmes sonrió.

– La respuesta es que no lo ha hecho.

Agité el periódico. Si no me vio hacerlo debió notarlo. Lo agité lo bastante como para enviar una brisa de aire hacia Holmes.

– ¿Niega la evidencia?

– Niego que la evidencia sea lo que parece. Creo que si compara esa copia del Times con las copias repartidas a nuestros vecinos, descubrirá que es única en su clase, especialmente impresa para mis ojos.

– Si es así, alguien se ha tomado muchas molestias.

El silencio de Holmes fue un asentimiento.

Dejé el periódico en mi regazo.

– ¿Por qué?

– Esa es la cuestión.

Mi mente se tambaleaba con las posibles ramificaciones del asunto.

– ¿Entonces es posible que Irene Adler no haya desaparecido?

Holmes abrió los ojos para clavarme una ardiente mirada.

– No, me temo que eso es muy cierto. -Respiró profundamente-. Moriarty está utilizándola como cebo.

Pareció prepararse para mi estallido.

– ¿El profesor Moriarty? -Miré a mi alrededor como si el fantasma del Napoleón del crimen fuera a aparecer atravesando las paredes. Me rehíce con un escalofrío-. Ya veo lo que quiere decir. El hombre dejó tras de sí algún tipo de plan criminal y, o bien sus antiguos cómplices lo están llevando a cabo, o lo ha encontrado alguna nueva banda criminal que está siguiendo sus nefandas huellas.

Los ojos de Holmes se clavaron en los míos.

– Dije lo que quería decir y quise decir lo que dije: Esto es obra del propio Moriarty.

– ¡Pero si está muerto!

Las vigorosas manos de Holmes aferraron los brazos del sillón.

– Tanto el mundo como usted creyeron que yo había muerto, pero acabé volviendo de entre los muertos. ¿Acaso no entra en el ámbito de lo posible que Moriarty también sobreviviera? Es algo que vengo sospechando desde hace tiempo, gracias a delitos que llevan su sello inconfundible. Por eso he pasado fuera tantas noches. No dije nada antes por si el mundo me lomaba por loco. -Cerró los ojos-. Y, ahora, este periódico me hace pensar que la presa está cazando al cazador. Quiere librarse de mí por haberle impedido llevar ¡i cabo su golpe más importante.

Nunca había visto a Holmes tan pálido y tembloroso, consumiendo tanta energía como para quemar la carne que envuelve al hueso y la envoltura del nervio. Un poco más y yo mismo me ofrecería a prepararle una dosis. Me encontraba aturdido. O bien la mente de Holmes se había desmoronado o lo que decía era verdad. Cualquiera de las dos alternativas era como una inyección psíquica que bastaba para llenarme de un temor que me dejaba paralizado.

No obstante, Holmes sacó fuerzas de alguna parte de su interior y me hizo un gesto feroz para que siguiera leyendo.

Así lo hice, con una voz todo lo controlada que me era posible.


«Estoy en un aprieto, estoy en una caja,

¿Quién buscaría ahí un zorro?»


Holmes continuaba meditabundo. No dio señal alguna de haberme escuchado, pero yo sabía que ningún sonido, ningún silencio, escapaba a su atención, y continué adelante, tímida pero tenazmente.


«Fila a fila, hilera a hilera,

se mueven los cocodrilos en el bancal.»

Y:

«Ladrando, busco el árbol upas;

Perro ante su amo soy.»

Y:

«Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya.

Sigue mi rastro con la punta de tu nariz.»


Holmes seguía sin dar señales de vida. Continué leyendo.


«Marca bien y tendrás más;

siete veces, y siete veces cuatro.»

Y:

«Soy un pecio a la deriva, el regalo de las mareas;

El dorso de mi mano presenta una herida, que no un corte.»

Y:

«Soy el perro que soltaste, el sabueso a quien debes,

Y:

la cadena es al lingote lo que el eslabón a la espuela.»


Y finalmente:


«Me embarco en un barco en el puerto que aquí ves

a medio camino de la línea de NN a EEE.»


Holmes se movió para encender una contemplativa pipa.

Eso me consoló mientras duró, pero me alarmé cuando la terminó y le vi echar los restos al fuego, en vez de guardarlos en la repisa de la chimenea con los demás restos de tabaco y puntas de cigarros para la pipa del desayuno del día siguiente. El siseo y la llamarada del hogar le hicieron ser consciente de su acción y me dirigió una mirada para ver si yo me había dado cuenta. Al ver que así era, me dedicó una sonrisa cansada.

– Diríase que he llegado a la conclusión subconsciente de que no tengo mañana. Pero, le aseguro, viejo amigo, que no es el caso. -Y entonces, como asegurándose, lo repitió-. Ese no es el caso.

– ¿Cuál es el caso, entonces?

– Todavía no sé si esos mensajes de la sección agónica son un encadenamiento de silogismos o si sólo están enlazados non sequitur, pero estoy seguro de que sí están interconectados y relacionados de alguna forma con la desaparición de «Madame Adele Nerri».

– Un nexo común -asentí.

– Sé que cuando se sigue lo bastante lejos dos procesos mentales, acaba encontrándose un punto donde se cruzan. -Señaló con su pipa al periódico de mi regazo-. Eso es una señal de desarrollo. Nos lleva de lo inapreciable a lo apreciable y distinguible. Si las investigaciones no siguieran ese rumbo, viviríamos en un mundo invadido por ostras… lo cual, de por sí, sería un logro notable, pues las ostras carecen de movimiento.

Se llevó la pipa a la boca y chupó con aire ausente la pipa vacía.

No me gustaba el sonido de todo esto. Me refiero al de sus palabras, no al que hacía la pipa. Pero no pude inquietarme mucho tiempo por la repentina transición del aparente sentido al aparente sinsentido. Pareciendo recuperar toda su energía, Holmes se puso en movimiento, dejó a un lado la pipa, se puso en pie y se dirigió a grandes zancadas a su dormitorio. Mientras se vestía para salir, no dejó de hablar, manteniendo un rápido monólogo.

– No oculto mi ignorancia sobre cosmogonía (¿Es cosmogonía o cosmagonía?), pero sí conozco algo sobresaliente respecto al universo: escoria. El universo parece revolverse sobre su propia prodigalidad, o, más eufemísticamente, su propia redundancia. A mí me corresponde la función, autoimpuesta o no, de dar orden al caos. Mientras que la función de Moriarty es la de convertir el orden en anarquía.

Salió de su cuarto abotonándose los pocos botones que quedaban en el más deshilachado y ajado de sus trajes. Su semblante febril me impresionó.

– Holmes, ¿cuándo comió por última vez?

Me miró como si el comer fuera un concepto nuevo para él.

Me acerqué a la mesa del desayuno, levanté la campana y descubrí los platos, asegurándome de que al hacerlo los aromas llegaran a él.

Su boca se agitó más que su nariz. Miró los alimentos sin hambre.

– Necesitará energías -dije.

Holmes se encogió de hombros ante mi insistencia, pero cogió un huevo duro, como buscando contentarme, le echó sal, lo envolvió en una servilleta de papel y se lo guardó en un bolsillo. Vi que en el bolsillo ya llevaba una caja de cerillas y una vela.

También se guardó el revólver, aunque me pareció que sin ninguna gana, como si se armase para una batalla perdida de antemano. Advertí unas pequeñas arrugas de dolor en las comisuras de su boca. El consumo de cocaína produce euforia seguida de depresión, ansiedad y paranoia.

Me dispuse a acompañarle con el corazón apesadumbrado y el escalofrío de una corazonada.

Me dirigió una mirada cortante.

– No necesita el abrigo, Watson.

– Hoy hace frío -dije razonablemente.

Holmes lanzó un resoplido de exasperación.

– No me ha entendido, Watson. Me recuerda al profesor distraído que, al ser invitado por su anfitrión a pasar la noche en casa por la lluvia, se fue a la suya a coger el cepillo de dientes.

Intenté sonreír, pero mi rostro permaneció inmóvil.

– No está lloviendo y ya estoy en casa, y tengo el cepillo de dientes a mano, gracias. -Manifesté mi irritación con un suspiro-. Holmes, creo que está siendo deliberadamente perverso por algún motivo. Me trata como si no me considerara capaz de raciocinio. Ya debería saber que una vez que me pone usted sobre una línea de pensamiento suelo seguirla perfectamente. De hecho, incluso me atrevería a decir que con los años hemos llegado a pensar de forma semejante.

Holmes alzó una holmesiana ceja. Desdeñosa [11] sería la palabra correcta. Los romanos conocían el lenguaje del cuerpo.

– ¿Es ése ahora el caso? Aunque no estuviese adulándose, doctor, hay veces en que uno no puede soportar que otra persona comparta su propio punto de vista.

Su tono era abrumadoramente amable, pero, o quizá por eso mismo, sus palabras me dejaron helado.

– Estoy de acuerdo -dije con rigidez.

– Touché! -dijo con un repentino parpadeo, como si lo hiciera a pesar de sí mismo, arreglándoselas a continuación para fruncir el ceño.

De pronto creí darme cuenta de lo que pretendía, y mi corazón se indignó. Hablé con burlona severidad para suavizar el tono emocional de mi sinceridad.

– Basta ya de rodeos, Holmes. Pretende evitar que le acompañe en una empresa peligrosa. Insisto…

Estaba frotándose un canino con cera negra para hacerlo invisible. Se interrumpió bruscamente y clavó su mirada en mí a través de su lupa. A mi mente acudió el famoso mosaico encontrado en una casa de Pompeya que representa un feroz perro con las palabras de advertencia Cave canem debajo de él.

– ¿Usted insiste? Soy yo soy quien insiste. Si es la única forma de disuadirle, que así sea: No le necesito, Watson.

El nudo que tenía en la garganta me impedía hablar. ¿Me había vuelto un estorbo tan grande? ¿Un obstáculo? Que yo recuerde, fue la primera vez que estuve a punto de odiarle. Sabía que no era dueño de sus actos, pero eso sólo lo explicaba, no lo excusaba.

Hay algo que se llama persistencia watsoniana. Así que continué inmutable mientras Holmes terminaba de arreglarse ensuciándose. Observé cómo miraba por entre las cortinas a la calle, comprobando a continuación que llevaba el revólver y las llaves. Devolví su cortés saludo cuando salió por la puerta. Escuché cómo sus pisadas bajaban la escalera. Esperé a oír cómo se cerraba la puerta de la calle antes de ponerme el abrigo, coger mi bastón más sólido, y seguirle.


Hicimos una larga marcha a paso rápido. Yo permanecí a unas buenas cien yardas de distancia, pero teniéndole siempre a la vista. Se detuvo una vez, ante el monumento al Gran Incendio que se inició a las 14:00 horas del domingo 2 de septiembre de 1666 en la casa de William Farryner, pastelero real, en Pudding Lane. Miró el pedestal fijamente, pero, cuando siguió andando, y yo me detuve donde él, me di cuenta de que no había estudiado la inscripción histórica sino una pintada hecha con carbón. MAE ATIENDE: ENGAÑA POE VASIJA DE BARRO. MAX FERO [MAE HEAR: RUM TERRA COIN. GO COD POE UP. MAX FERO].

El texto estaba claro, tal vez demasiado. ¿Para qué querría un tal Max Fero ordenar tan osadamente a un tal Mae que engañara a un tal Poe, al parecer con una vasija falsa de barro como moneda? El nombre Fero debía ser tan falso como su moneda, pero recordaba la palabra de mis días de colegio. Podía sentir cómo la escribía en el encerado, verla en blanco sobre negro, incluso olería en el flotante polvo de tiza una vez la había borrado. Verbo latino, activo, irregular, significa llevar, traer, transportar. Tiempos principales, fero, ferre, tuli, latum.

Troté discretamente para no perder a la enfermiza figura entre los transeúntes desdentados y de rostro ausente que iban y venían concentrados en sus propios asuntos. Más allá de Guildhall, Cheapside se convierte en Poultry. Holmes me llevó más allá de Pudding Lane, Honey Lane, Milk Street y Bread Street. No se detuvo hasta llegar a Threadneedle Street. Allí, sin mirar a su alrededor, entró en el edificio del 42 1/2. Corrí para cubrir la distancia, pues me di cuenta de que era un edificio de despachos comerciales y quería saber en cuál de ellos había entrado. Fue demasiado rápido, o yo demasiado lento.

Holmes había desaparecido cuando llegué a la entrada y miré al interior. Entré. Había una mesa de conserje pero nadie en el puesto. Estudié el directorio de la pared, pero no encontré ningún nombre que me dijera nada. No había ningún Mae, ni ningún Poe, y, desde luego, ningún Max Fero.

Cualquier movimiento parecía mejor que ninguno, así que recorrí el pasillo escuchando discretamente ante cada puerta, esperando oír la voz de Holmes.

Cuando pasé ante una puerta entreabierta que daba a unas escaleras que conducían al sótano, capté un movimiento con el rabillo del ojo. Agarré con más fuerza el bastón y di media vuelta, pero fue demasiado tarde. La negrura me invadió.

II

Holmes se detuvo a media zancada y soltó la cerilla justo antes de que le quemara el dedo. Se apagó con un hilillo de humo mientras caía al empedrado. En la oscuridad, Holmes se llevó los dedos a las sienes como para recuperar el equilibrio, o reafirmarse contra la debilidad que sentía. Había ido demasiado lejos siguiendo el rastro de Moriarty, estaba demasiado cerca de él, para desfallecer ahora. La voluntad debía dominar a la carne, la piel del zorro ocupar el lugar de la del león.

La técnica respiratoria aprendida en el alto Tíbet debería serle útil allí en el bajo Londres. El aire que obtuvo, en el sótano del 421/2 de Threadneedle, era húmedo y viciado, pero volvió a sentirse en forma.

Sacó del bolsillo la vela y las cerillas. Encendió la vela y miró a su alrededor, a los laberínticos caminos del sótano, antes de aventurarse por el corredor.

El desorden no era desorden, el caos no era caos. Lo que parecían deshechos esperando en un rincón a ser tirados, no eran más que un hábil escondrijo para ácidos, gas de oxígeno y sopletes. Un bote de basura contenía unas gafas oscuras nuevas y unos guantes de trabajo bastante limpios, bajo una desagradable superficie de sucios harapos. Alguien se dedicaba a cortar y fundir metales.

Tap.

Se movió hacia el sonido.

Parecía provenir de una puerta situada pasillo adentro. La puerta tenía un panel de vidrio esmerilado. Tras el cristal se movió una sombra. Cuando Holmes se acercó, la silueta se definió como la figura de un hombre extremadamente alto y delgado, la frente trazaba una curva pronunciada, el rostro inclinado se movía a uno y otro lado sobre unos hombros redondos.

Moriarty.

Holmes se humedeció los dedos, apagó la llama de la vela y se la guardó en un bolsillo. Hasta un sonido tan leve como el de un soplido para apagar una vela podría alertar a su adversario. Se descubrió sacando el revólver y apuntando a la figura.

No era muy deportivo, pero uno no se muestra deportivo ante una cobra y le da una oportunidad.

Cuanto menor fuese la distancia, más certero el disparo, así que dio un silencioso paso más hacia ella. Cuando su peso presionó contra una loseta enclavada en el suelo de tierra, notó que algo se movía bajo sus pies. Y supo, mientras deseaba fútilmente que su pie deshiciera la presión, que había disparado algo en el interior de la habitación. Escuchó un golpe y un zumbido metálico al otro lado de la puerta.

Holmes nunca sabría si habría disparado o no, de no haber puesto en marcha el resorte. Moriarty ya tenía esa oportunidad deportiva que le había negado antes.

Moriarty ni se apartó ni apagó la luz de la habitación. Impávido, el Napoleón del crimen afrontó burlonamente su Waterloo.

Holmes disparó, con pulso firme y una tensa sonrisa.

La silueta giró pero no cayó. En vez de eso le hizo un guiño imposible. A través del mellado recuadro de fragmentos de vidrio que quedaban del panel de cristal, Holmes vio que la silueta no era más que una silueta, una figura de cartón recortada que se balanceaba lentamente colgaba de un cordel que la sujetaba al techo, y el guiño era un guiño producido por la luz de la linterna que había al otro lado, brillando a través del agujero de bala que Holmes le había hecho en la cabeza.

– Vamos, vamos, Holmes, ya sabía que no le sería tan fácil.

La burlona voz de Moriarty.

Holmes sonrió. Había sido tan estúpidamente humano como para clavar su mirada en la figura de cartón, del mismo modo que la audiencia de un ventrílocuo se fija en el muñeco que maneja. Pero, ¿de dónde, sino, podría haber venido su voz? Un examen rápido, pero completo, le reveló que no había nadie en la habitación, ni ningún sitio donde pudiera esconderse. La habitación estaba desprovista de mobiliario a excepción de una mesita que sostenía algo con una extraña forma de cornucopia.

Un gramófono.

De ahí venía la voz. Pero el disco había dejado de girar; la voz se había callado. El gramófono requería un examen más atento, y Holmes dio un paso hacia la linterna que colgaba de la pared.

No tan rápido. ¿Qué trampas podía haber instalado Moriarty entre la puerta y la pared?

Holmes volvió a encender su vela e iluminó el camino más allá de los brillantes trozos de cristal, hasta el interior de la habitación. Cerca de la mesa había un contrapeso. Un sólido cable sostenía el peso dando varias vueltas y formando un nudo.

El cable era un ovillo en el sentido original del término, remontándonos a Teseo e Ireneadler, perdón, Ariadne.

Holmes meneó la cabeza como para despejar un incipiente dolor de cabeza. Hay que seguir el ovillo.

El hilo llevaba, por un lado, del contrapeso a una palanca del gramófono. Por el otro lado, iba del contrapeso a las paredes a través de varias hembrillas, hasta un extremo suelto que reposaba en el suelo. Unas manchas húmedas de barro empapaban el último metro de hilo. Holmes apartó con cuidado las astillas de cristal para descubrir más manchas del mismo barro. Las manchas formaban una débil hilera en el suelo que conducía al umbral. El tirón del contrapeso hizo que el extremo roto del hilo entrara en la habitación, pero Holmes pudo seguir su recorrido bajo el umbral hasta la losa que había pisado.

Retrocedió y procedió a levantar la losa, encontrando lo que esperaba: bajo la losa, en una cavidad trabajosamente tallada, había un cuchillo. En el lecho de tierra se veía el extremo cortado del hilo, todavía anudado a un clavo profundamente hundido. El cuchillo había cortado el hilo, liberando el contrapeso, y éste accionó la palanca que activaba el mecanismo del gramófono.

Holmes devolvió la losa a su sitio y volvió a la habitación. Inspeccionó el gramófono. Una etiqueta con un perro inclinando una oreja hacia el cuerno de un gramófono indicaba que el fabricante era The Gramophone and Typewriter Co (La Voz de su Amo).

La aguja estaba al final del surco cerca del agujero central del disco.


Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya.

Sigue mi rastro con la punta de tu nariz.


Holmes devolvió la palanca a su sitio, cogió la manivela para darle cuerda a la máquina, alzó el cuerno para situar la punta de la aguja al principio del disco y luego soltó la palanca para que se pusiera en marcha. Moriarty habló. A través de los duros tonos mecánicos, se distinguía una alegría maníaca.

– Estos gramófonos modernos son un invento notable. Supongo que no habrá tenido ningún problema para poner esta máquina en funcionamiento, dada su capacidad para la observación y la deducción, por no mencionar su familiaridad con las agujas. Sólo tiene que darle cuerda con la manivela, alzar el cuerno para situar la aguja al principio del disco y luego soltar la palanca para que se ponga en marcha.

Holmes miró a su alrededor. ¿Podría Moriarty provocarle así, sin estar en persona para disfrutar de su confusión?

– Oh, sí que estoy aquí, mi querido señor. A usted le corresponde encontrarme -pero quien habló fue la voz grabada.

Si Moriarty estuviese aquí, tendría que estar muy cerca, quizá vigilándole por una mirilla.

El tiempo pasaba con el disco girando sin decir nada. La cornucopia estaba desprovista de otro sonido que no fuera el rozar de la aguja y el zumbido del mecanismo.

Holmes miró la figura recortada que todavía oscilaba a uno y otro lado. Se había agitado movida por una corriente de aire. Examinó el marco de la puerta, tirando en el proceso más pedazos de cristal al suelo. La puerta encajaba perfectamente en el marco, así que la corriente que había antes de que el cristal se rompiera no provenía de allí. Holmes paseó la llama de la vela por toda la base de la pared del fondo. La llama se agitó. Golpeó la pared. No era sólida, pero no veía nada que traicionara una abertura.

– Necesita arrojar más luz sobre el asunto, Holmes.

Holmes aceptó la pista grabada. Dispuesto a apartarse de un salto si hacía falla, utilizó el cañón de su revólver para separar la linterna de su gancho. Notó cómo se ponía en marcha un mecanismo y retrocedió de un salto. El gancho se levantó, libre del peso de la linterna, y toda la pared se deslizó a un lado, duplicando el tamaño de la habitación.

Holmes contempló lo que podría haber sido el pabellón de un hospital.

Había cuatro camas en fila, dos de ellas ocupadas.

– Habrá notado que en ellas hay un hombre y una mujer, inmovilizados por sábanas, que respiran pese a estar inmóviles, y que su respiración delata el sueño pesado de los que han recibido un fuerte sedante. No puede verles las caras por los embarazosos cascos que cubren sus cabezas, así que, le ahorraré la molestia, y a ellos el daño irreparable, de quitarles los cascos antes de que concluya este pequeño experimento, diciéndole que la mujer es Irene Adler, en visita de incógnito a Londres.

Aunque Holmes podía ver poco más que el torso, la figura le era inconfundiblemente familiar, Holmes sintió una mezcla de ira y embrujo.

– ¿Cómo la ha atraído aquí?

– Las mujeres más inteligentes son aquellas que son lo bastante inteligentes como para disimular su inteligencia -elijo el Napoleón del crimen.

– ¿Qué aplicación tiene eso aquí?

– Se dejó atraer a una trampa para ocultar todo lo brillante que es. -La voz grabada adquirió un tono áspero-. ¿Puedo proseguir?

Holmes permaneció en silencio.

– Gracias. El hombre es un idiot savant. No se alarme inútilmente; no es un perturbado mental, sino un deficiente mental. Para compensar su deficiencia, tiene una memoria increíble para los datos y las fechas. También habrá notado que hay cables conectados en serie a la pila voltaica del rincón, y de unos cascos a otros, así como a los cascos que hay en las dos camas desocupadas. A estas alturas irá usted ya por delante de mí. Sí, esos otros dos cascos son para usted y para mí. Yo me uniré a usted en cuanto se haya conectado a la red de pensamientos.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no se limitará a matarme cuando esté indefenso?

– No es lo bastante estúpido para confiar en mi palabra de honor, pero sí lo bastante despiadado para creer en mi egotismo. En las cataratas de Reichenbach fracasé cuando opuse mi fortaleza física a la suya. Pero en ningún momento, ni ahora ni nunca, he titubeado en oponer mi cerebro al suyo. ¿Acaso no me he anticipado a todas sus preguntas? -Una pausa-. ¿Y bien? ¿Teme recoger el guante? Si es así, váyase ahora y no será más que un chucho apaleado con el rabo entre las piernas hasta el fin de sus miserables días.

– Eso no son más que palabras. Insultos. ¿Qué me impide liberar a la mujer y sacarla de aquí?

– Rescataría el cascarón vacío de un ser humano. Si la desconecta a la fuerza, su mente quedará atrapada para siempre en la del idiot savant.

Holmes sintió que se le contraía el rostro.

– Muy bien. Acepto el desafío. Pero, ¿puedo saber al menos qué es lo que me espera'?

– Claro. Por supuesto. -La voz adquirió el tono de un profesor dirigiéndose a su clase-. El aparato pone las mentes enlazadas en fase semántica, en un estado casi telepático. Se encontrará en un mundo extraño y distorsionado, consistente en la mente del idiot savant. Descubrirá que, en ese mundo, la supervivencia mediante el razonamiento es el recurso menos fiable. Si el cerebro normal es como un laberinto, imagine cómo será el de un deficiente. Cuento con su cerebro para que le lleve por mal camino en el del idiot savant. Su objetivo es la habitación que hay en el centro del laberinto. Si consigue llegar, encontrará en ella a la mujer. Descubrir la salida, para la heroína y para usted, será otra labor aún más difícil. Y, mientras tanto, yo estaré supervisándolo todo y desviándole de su camino.

– Y, si le conozco bien, saboteándome.

– Me conoce. Demasiado para su propio bien. Y no me importa decirle que emplearé el nuevo sistema para analizar procesos mentales mediante la asociación de palabras que sostiene Freud…

– Es usted una cobra.

– ¿Y usted una mangosta? Eso no son más que palabras. Insultos. No importa. Usted pregunta lo que considera racional preguntar y yo le respondo que debe esperar lo irracional. ¿Está preparado?

El rostro de Holmes volvió a crisparse.

– Preparado.

– Procedamos entonces. Encontrará un doble interruptor de cuchilla en la pared que hay junto a la pila voltaica. Conecte el interruptor y póngase el casco.

Holmes sacó la vela del bolsillo y utilizó un extremo para mover el interruptor.

La pared se movió detrás de Holmes, aislando una habitación de la otra, y el aire chasqueó y serpenteó con un arco voltaico.

Holmes sonrió con tristeza al ver la muesca en el extremo de la vela. Un examen más cercano del interruptor le reveló una aguja en él, y el olfato le dijo que había sido mojada en veneno.

La voz grabada de Moriarty aumentó de volumen para hacerse oír al otro lado del muro y por encima del chisporroteo del aire.

– Precavido cuando hace falta. Excelente. Yo también soy así.

La mejilla de Holmes se crispó.

– Procedamos de una vez. ¿Importa la cama en que me tumbe o el casco que me ponga?

– En absoluto. Me limito a sugerirle que utilice la de su derecha porque la tiene más cerca.

Holmes se tumbó sin dudarlo en la cama que Moriarty le sugería.

– Abandono cuando hace falta. Excelente. Yo también soy así.

Holmes se puso el casco. El cierre debía ser deliberadamente imperfecto, ya que aún podía oír la voz de Moriarty.

– Que quien entre aquí abandone toda esperanza.

Parece que el pensamiento le hizo gracia porque Moriarty se echó a reír como un loco.

En el último momento, Holmes agarró el casco para quitárselo. Debía haber otra solución que no fuera la completa sumisión al profesor loco. Un gas soporífero inundó el casco. Las manos de Holmes se aflojaron y cayeron.

– Vamos, vamos, Holmes -oyó Holmes muy, muy débilmente-, debió suponer que la cosa no sería tan sencilla.

Y el gramófono se detuvo.

III

Niebla. Niebla mental. Como lana blanca.

Giró lentamente con él cuando se volvió para ver dónde se encontraba. Estaba en medio de una nada gris, bajo una nada gris.

Tap.

Holmes se dispuso a ir hacia el sonido pero no supo averiguar de dónde provenía.

Descubrió que no tenía nada a lo que agarrarse salvo a la nada. A su alrededor se extendía un trecho de desierto, inmaculado. Un cielo así no le ofrecía ninguna guía. Si hubiera al menos unas débiles estrellas, habría tenido alguna orientación.

Al tener ese pensamiento, en el cielo gris brillaron por un momento las letras traspasado en estrelladas letras mayúsculas tipo Hunter.

Sin cerifa, rió con disimulo la mente de alguien.

La constelación mensaje desapareció, dejando sólo el desolado paisaje mental.

Moriarty había dicho que encontraría un laberinto. Moriarty había mentido.

La voz incorpórea de Moriarty habló en el interior de la cabeza de Holmes.

– No mentí. El que sea un laberinto vivo y cambiante, en vez de uno inmóvil, no impide que siga siendo un laberinto. Se dará cuenta de que es un laberinto a medida que vaya moviéndose por él. Las reglas del juego implican que cada decisión que tome creará una bifurcación, que irá creando sus propias paredes, sus propias encrucijadas, sus propios callejones sin salida. Y, naturalmente, también tendrá a los otros para ayudarle a confundirse. Su mente está unida a la de los demás, y sus puntos de vista crearán nuevas pautas. Se ha acostumbrado a su propia singularidad, a su propia individualidad, a su propia soledad, y se verá obligado a estar con los otros, a compartir los pensamientos de otros, a confundirse con esas otras mentes. Y el más significativo de los otros será, por supuesto, su humilde servidor: su Virgilio, su cicerone.

– Que me guiará por mal camino.

– Exacto. No confíe nunca en mí, y menos cuando diga la verdad. Pero, por encima de todo, tenga cuidado con usted mismo, pues le he dejado al descubierto, y la única persona a la que no puede apartar o dejar atrás es a usted mismo.

– Aunque me gustaría librarme de mí -pensó Holmes para sí, con petulancia.

– Puede pensar lo que quiera en su interior, pero su mente es como un libro abierto para mí, para la mujer y para el idiot savant.

– ¡Hará que me sonroje, Moriarty!

Holmes sintió la desnudez de su exposición, más que el calor del sonrojo. Su proceso mental nunca había estado tan al descubierto, sus conjeturas tan expuestas, sus tanteos y errores tan puestos a prueba. Pero, en todo caso, tendría que confiar en que su mente funcionaría en esas condiciones, en que únicamente se concentraría en seguir ovillo tras ovillo en aquel caos primordial.

¿Por dónde empezar? En el principio fue el verbo, la palabra. ¿Qué palabras podrían dar sentido a este aquí y ahora?

Si hubiera habido rocas-palabra habría hecho túmulos-palabra. Si hubiera habido palos-palabra, habría levantado postes de señales. ¿Cómo puede uno abrirse un sendero con fuego en un bosque sin árboles?

A la mente de Holmes, y sin que éste lo pensara, acudió una visión de cenizas en una chimenea familiar, con el fuego encendido, acompañada de un grito ronco y silencioso.

– ¡Obispo Blaise, socórrame!

– San Blaise (o Blasius), martirizado el 3 de febrero del año 316, es el santo patrón de los cardadores.

¿Un dato del idiot savant? ¿Una sugerencia des informadora de Moriarty?

Tampoco debía ser un pensamiento de Irene Adler; no era propio de ella el sentarse a hacer punto. No importaba; Holmes se aferró a la lana. Abre un camino con lana. Deslía una madeja de lógica mental que permita a quien se aventure en el laberinto encontrar el camino de vuelta.

A su mente acudió la primera rima que aprendió, la rima infantil que le leía su niñera una y otra vez porque a él le gustaba tanto, la rima que le enseñó a razonar:


Éste es el granjero que su maíz está sembrando,

que tenía un gallo que cantó cuando hubo alboreado,

que despertó al cura afeitado y tonsurado,

que casó al hombre harapiento y destrozado,

que besó a la doncella en afligido estado,

que ordeñó a la vaca del cuerno doblado,

que coceó al perro,

que preocupaba al gato,

que mató al ratón,

que se comió la cebada,

que había en la casa que Jack construyó.


«La Casa Que Jack Construyó» le había hecho ver que todas las cosas están relacionadas en una cadena de causas y efectos.


– «La Casa Que Jack Construyó» es una rima acumulativa originada, se cree, en el canto hebreo «Had Gadya», Un Único Niño, que relata las aventuras seriadas de niño, gato, perro, bastón, fuego, agua, buey, carnicero, ángel de la muerte «Entonces llegó el Santísimo, bendito sea, y mató al ángel de la muerte, que mató el carnicero, que despedazó al buey, que bebió el agua, que apagó el fuego, que quemó el bastón, que pegó al perro, que mordió al gato, que devoró al niño, que mi padre compró por dos zuzim; un único niño, un único niño». Poema considerado como parábola de varios incidentes de la historia del pueblo judío, que contiene referencias a profecías que aún no se han cumplido.


Holmes miró a su alrededor, a la nada. Era un ático vacío que él debía llenar con el mobiliario que eligiera.

Este es el granjero que su maíz está sembrando. Invocó la figura de George Adkins, trayendo al anciano de su juventud. El viejo George, con su bala de azul claro, con manchas frescas de sangre y barro y briznas de paja pegadas en ella que indicaban que había estado en el establo ayudando a parir; con el brazo dolorosamente doblado, rígido por la bala recibida durante la guerra de la Península, y que le indicaba que llovería en alta mar. George miró desconcertado a su alrededor, evidentemente sin ver nada, nada en absoluto, pero haciendo aquello para lo que nació: sembrar incesantemente el mismo puñado y permanecer quieto en su sitio.

Hecho. Aquí estaría la entrada al laberinto.

Holmes visualizó la entrada como si fuera un templo griego, con cariátides sosteniendo las cornisas. Subió mentalmente los escalones y entró.

La voz mental de Moriarty reverberó en la habitación acolumnada.

– Fila a fila, hilera a hilera, se mueven los cocodrilos en el bancal.

Un pepino moteado monstruosamente grande, de babeantes colmillos y culebreante cola, cobró forma en el veteado suelo de mármol para impedir el paso a Holmes.

La mente del idiot savant habló.

– Cocodrilo. Sofisma presentado como un dilema en el relato del Quintilian’s Institutio Oratoria, referente al cocodrilo que robó un bebé y prometió devolverlo si la madre del niño respondía correctamente a una pregunta. «¿Voy a devolverte el niño o no?» Si la madre decía «Sí», el cocodrilo se quedaba el niño, y la madre habría respondido mal, y si la madre respondía «No» y el cocodrilo devolvía al niño, la madre también habría respondido mal.

El pepino cocodrilema lloró salmuera y lágrimas de vinagre.

Holmes sonrió para su interior, tomándoselo con un grano de sal de duda. Moriarty quería enzarzarle en una disputa verbal.

– Un cocodrilo también es otra cosa -recordó.

– Cocodrilo. Una larga fila de colegialas que salen a dar un paseo.

El gran pepino viviente se fundió en el suelo hasta que sólo se le vieron las ventanas de la nariz, los ojos y parte de su dorso, y pareció un tronco flotante. A continuación, desapareció del todo y ocupó su lugar una fila de colegialas de recatadas blusas.

Tap.

Holmes frunció el ceño mentalmente. ¿De dónde venía ese sonido?… No. Moriarty quería distraerle; ya se preocuparía luego del sonido. En ese momento debía enfrentarse al dilema de este nuevo cocodrilo.

Al principio las colegialas parecieron sonrojarse todas por igual. Entonces se sintió atraído por una del centro. Cuando clavó la mirada en ella, ésta le sacó la lengua. La larga, pálida y fláccida lengua mostraba marcas de dientes a los lados; había rastros de hojas de té secas pegadas a ella. La cara rechoncha tenía la piel clara, aunque un tono amarillo verdoso. A la mente de Holmes acudieron los meses pasados en el Guy’s Teaching Hospital. Miró a la chica clínicamente. No era tan joven. Se había vendado el pecho para aplanarse los senos y parecer más pequeña, una niña más. Pero era una mujer. Los corsés apretados producían ese estado. La enfermedad verde.

– Enfermedad Verde. Clorosis. Enfermedad anémica de las mujeres jóvenes que se caracteriza por un tono de la piel verdoso o gris amarillento, debilidad, palpitaciones, desordenes menstruales, digestión desigual, etc.

– No te olvides de las hojas de té de la lengua. Es pica.

– Pica. Apetito morboso por alimentos extraños o inapropiados, como la arcilla, la tiza, las cenizas, etc. Suele darse en ataques de histeria o estados de preñez.

La niña mujer miró a Holmes. Un dedo de una mano sacó punta a un dedo de la otra mano, señalándole.

¿Qué alegó el cocodrilo? ¿Maldad? ¿Vergüenza? ¿Lo hiciste tú?

Antes de que Holmes pudiera pensar en esto, las chicas del cocodrilo unieron las manos formando una línea y empezaron a pasar bajo los brazos que formaban esa misma línea.

– Enhebrar la aguja [12] -murmuró.

– Thread-needle. Pasimisí. El paseíto. Juego infantil en el que los participantes forman una hilera uniendo las manos y que…

– Sí, sí -pensó impudente Holmes-. Ya he pensado eso. Es en Threadneedle Street en lo que estoy pensando ahora.

– Threadneedle Street. Calle comercial de la ciudad de Londres, situada junto al Banco de Inglaterra.

Banco. Bancal. Cocodrilos en el bancal. Banco de Inglaterra. Holmes sintió que su cerebro empezaba a relacionar las cosas. Los monos de trabajo con las rodilleras manchadas, gastadas y arrugadas. Los guantes de trabajo manchados. El zapapico. Moriarty había estado haciendo un túnel hacia las bóvedas subterráneas del Banco do Inglaterra.

Tap.

Holmes inclinó la cabeza a un lado. Por fin tenía localizado el sonido. Venía de un gabinete acortinado. ¿Había confesionarios en los templos griegos? ¿Y sacristías?

Se dirigió hacia el gabinete.

No tan deprisa. Acuérdate de desenrollar el ovillo mnemotécnico; marca este sitio.

Que tenía un gallo que cantó cuando hubo alboreado. Holmes produjo un oscuro gallo de cornish. Arregló el color del flamígero amanecer, y puso al joven animal sobre un estercolero. También puso una veleta. Los montones de abono huelen más intensa mente antes de llover, y el gallo tenía la cabeza echada hacia atrás para cantar con fuerza «¡Kikiriki!» al enrojecido banco de nubes que había al Este.

Una vez tuvo el cuadro fijado en su sitio, Holmes se dirigió al gabinete y apartó la cortina. Bajo una espita había un cántaro. En la boca del grifo se estaba formando un pico de agua, que aumentó y empezó a caer.

No. No era la imagen correcta para el sonido, que era más un thud que un plop. La gota se detuvo en el aire.

Tap.

Era el sonido correcto, y provenía del otro lado de las dos puertas que había al fondo del gabinete.

La voz mental de Moriarty se dejó oír detrás de la puerta de la izquierda.

– «El Tap es a la cerveza lo que el Pat a la carretilla.» -Entonces la voz pareció pensárselo mejor-. ¿O es «El Tap es a la carretilla lo que el Pat a la cerveza»? [13] Nunca me lo he sabido bien.

No importaba. Cualquiera de las dos versiones dirigía, o desviaba, a Holmes a un pub. Quizá Moriarty se sentía a salvo en ellos; Londres tiene una buena cantidad ele pulís.

Si estoy buscando un Adler, ¿qué mejor sitio que en el Águila?

– ¿Qué me dices de eso? -pensó Holmes para el idiot savant.


– «En media libra de arroz de a dos peniques,

en media libra de melaza.

En eso se va el dinero,

¡Pop! allí va la comadreja


Arriba y abajo, en el camino de la ciudad, dentro y fuera del Aguila.

En eso se va el dinero,

¡Pop! ahí va la comadreja.


El comentario hace referencia al pub El Aguila en Shepherd’s Walk, City Road, Londres. Hacer pop es empeñar algo. El objeto empeñado, la comadreja, puede ser una plancha de sastre, un instrumento para trabajar la piel, o, según la jerga rimada cockney, «weasel and stoat», un coat, un abrigo.»


Era más de lo que Holmes quería saber. No dejó que los datos del idiot savant le distrajeran. No iba tras una comadreja, sino tras un zorro, y no debía olvidarse de desenrollar su ovillo.

Que despertó al cura todo afeitado y tonsurado. Holmes produjo un sacerdote con sobrepelliza como el que debió haber ante el altar de la iglesia de Santa Mónica, con la Biblia abierta, dispuesto a solemnizar un salmo de Salomón.

Un toque de espuma de afeitar en el lóbulo de la oreja derecha y un corte en la mejilla izquierda, cuya hemorragia había detenido (como indicaba el color de la sangre seca) con un trocito de papel (en vez de con alumbre), atestiguaban que el sacerdote se había aseado apresuradamente. Quizá se hubiera despertado con el canto del gallo, pero una mancha de grasa en la manga de la sobrepelliza indicaba que había sido llamado casi enseguida para dar a alguien la extremaunción y que no había tenido oportunidad de afeitarse hasta justo antes de la ceremonia.

– La sobrepelliza resulta superflua cuando no se es eclesiástico -dijo el habla mental de Moriarty, haciendo que Holmes se tambaleara por la mortificación y la sorpresa.

Holmes miró atentamente a la aparición para asegurarse de que era un alzacuello y no un cuello de camisa alzado.

– ¿Quiere decirme que el matrimonio de Irene Adler con Godfrey Norton no fue legal?

– Un matrimonio es un matrimonio -dijo la voz ronca de la mujer, aunque sólo la oyó con los oídos de su mente.

– Gracias -dijo Holmes, encontrando su propia voz sin caja de resonancia. Aunque aplastaban las esperanzas que hasta entonces no se había permitido, las palabras sinceras le devolvieron al sendero correcto. Moriarty había intentado que Holmes se desviara, perdiéndose en lo que podría haber sucedido si aquella boda hubiese sido falsa, una trampa para librarse del Rey de Bohemia y sus acólitos, e Irene libre de casarse con su verdadera media naranja.

Holmes se dominó. Comprobó que el sacerdote afeitado y tonsurado seguía en su sitio, y abrió la puerta de la izquierda para encontrarse en El Aguila.

Y solo, a excepción del hombre jovial que dispensaba bebida. Holmes parecía el primer cliente del día, y cuando pidió y pagó una pinta de cerveza, el cantinero mordió la moneda y la lanzó al aire para probar suerte.

Holmes se retiró al final del mostrador y se apoyó en él, bebiendo lentamente la cerveza. Advirtió con poco entusiasmo que ésta parecía contar con un solo lúpulo en toda la pinta de agua.

– «Ojos y Orejas, Manos y Pies, Tocan Alegres Flauta y Almirez con Gran Entusiasmo Nacido del Histerismo». Una regla mnemotécnica empleada por estudiantes de medicina para recordar los nervios craneales: (1) Olfatorio, (2) Óptico, (3) Motor Ocular Externo, (4) Patheticus, (5) Trigémino, (6) Abductor, (7) Facial, (8) Auditivo, (9) Glosofaríngeo, (10) Espinal, (II) Neumogástrico, (12) Hypogloso. Histerismo, histeria, estado de desorden nervioso, frecuente en estado de paroxismo y que con frecuencia oculta otras enfermedades. Almirez, instrumento…

– ¡Basta ya!

El cantinero, que estaba lavando un vaso, estuvo a punto de dejarlo caer. Pero el idiot savant le había estado llevando por un camino ajardinado muy trillado.

Mientras Holmes le daba vueltas a su aguada bebida, se dio cuenta de que la cebada le decía que el Jack de «La Casa Que Jack Construyó» debía ser John Barleycorn [14]. Bebió un poco y siguió esperando. Esperaba una oportunidad.

– Los griegos representaban a la oportunidad, a la suerte, (Tyche) como a una diosa que tiene unas lujuriosas trenzas por delante, pero es calva por detrás. Si dejas pasar la oportunidad, no podrás volver a cogerla.

Cierto. Y mientras Holmes aceptaba el axioma del idiot savant, en el otro extremo del mostrador le pareció ver una caja con una ventana luminosa en un lateral, o lo que podría ser una brillante pantalla de bailoteantes partículas. La caja zumbaba con tono uniforme como la vibración de una nota de órgano, y en la pantalla aparecieron unas letras fantasmales: TV-TIROS.

– O tío von Bismarck envió una expedición arqueológica a Tiros esperando encontrar la tumba de Federico Barbarroja en el emplazamiento de la catedral de las cruzadas del siglo XII, donde se suponía que reposaban los restos del Emperador, aunque la leyenda sitúa al Emperador en una caverna del Kyffhäuser, donde duerme sentado a una mesa sobre la que ha crecido su barba, esperando el momento de despertar y restaurar el Imperio a su gloria anterior.

Holmes sonrió ante la cita sobre Bismarck del idiot savant. Era una pista falsa. El Emperador iba sin ropa, aunque estuviera apolillado. La caja era una imposibilidad concebida para inmovilizar a Holmes del mismo modo que Barbarroja estaba inmovilizado en la caverna del Kyffhäuser.

– Lo imposible existe -pensó Moriarty dirigiéndose a Holmes-. Puede que exista como ilusión, pero las ilusiones tienen fuerza propia pese a no tener materia. Son como la bola de cristal de Master Renard.

El idiot savant recogió la alusión.

– La bola de cristal de Master Renard, del poema épico medieval de animales (en realidad, una sátira sobre el comportamiento humano de la época), mostraba lo que sucedía en otro lugar, sin que importase lo lejos que estuviera éste, además de proporcionar información sobre cualquier lema que se deseara. Era una maravilla que sólo existía en la mente del tramposo Renard.

– No -dijo Holmes. Y entonces, de mala gana (porque tenía la máxima de no dar ni aceptar un «no» absoluto como respuesta; podía ser «no por ahora», o «no de momento», pero jamás un «no» eterno o un «no» completo), volvió a pensar en Moriarty y en el ambiente que le rodeaba-. No, de momento y por ahora.

Las letras se volvieron nieve, el cristal se oscureció y la caja quedó en silencio. Sin fe ni esperanza, se convirtió en la caja de donativos a la que había estado mirando.

Desvió entonces la mirada para clavarla en la pared y en un grabado de caza con sabuesos de ensangrentadas gargantas dibujados en tonos oscuros, en plena persecución. El local se llenó rápidamente de los escandalosos clientes habituales, que pronto llenaron el aire con su sudor alcohólico y aliento espeso.

Holmes se retiró a una tambaleante silla situada en un rincón y les observó con atención sin mirarles directamente.

Había un hombre con cara de comadreja que no paraba de llevarse la mano al bolsillo del chaleco buscando un reloj que ya no estaba allí. ¡Pop! Empeñado. El hombre estaba sentado, solo, en una mesa para dos, guardando la otra silla pegada a la mesa y curvando un brazo sobre el respaldo.

Ante Holmes había sentado un hombre al que le faltaba un diente, con el rostro congelado en un silencioso grito, como si gritase a una voz interna para que se callara. Holmes compadeció al pobre deshecho, y su silla rechinó en el suelo cuando se incorporó bruscamente al darse cuenta, con doble sorpresa, que estaba mirándose en un espejo.

Un coro de murmullos y un girar de cabezas le hicieron a mirar a la mujer con antifaz. Su porte y la estructura ósea de su rostro hicieron que Holmes pensara en Irene Adler. Sostenía unos impertinentes a la altura de su ojo derecho. Aunque había vulgarizado su aspecto con colorete y sombra de ojos, resultaba evidente que estaba muy por encima del resto de la clientela. Era obvio que había ido allí expresamente, pues se sentó en la mesa del hombre de cara de comadreja. Enseguida se pusieron a discutir en violentos susurros.

Holmes se levantó para renovar su bebida y escuchar cuando pasase junto a ellos. La mujer se puso en pie en el momento que Holmes pasó a su lado. Su silla chocó con Holmes y ella le dedicó una mirada ausente cargada de irritación.

Su contertulio no se había levantado con ella y le hizo una seña con la cabeza para indicarle que se iba a una habitación de la parte de atrás.

El hombre se limpió la espuma del bigote.

– ¿Tardará mucho?

– El tiempo de un beso… disculpe, reverendo, el tiempo de un padrenuestro.

Los caminos de Holmes y la mujer se separaron al acercarse ella a la parte de atrás y él a la barra del bar. Holmes necesitó más tiempo que el de un padrenuestro para llamar la atención del cantinero, y para que éste le sirviera otra jarra, pero la figura enmascarada de los impertinentes volvió a su sitio justo cuando Holmes se disponía a volver al suyo.

Sólo pudo echarla un vistazo, pero fue suficiente. Aunque tenía su misma apariencia, no era Irene Adler. Y el bulto de la nuez bajo el pañuelo del cuello indicaba que no era una mujer.

Cuidado con las pes y las qus, pensó Holmes. Los impertinentes estaban ahora en el ojo izquierdo, formando una q. Las manchas de maquillaje en asa y montura debidas a contactos faciales previos aumentaban la evidencia de que los impertinentes estaban del lado equivocado.

En la silla de Holmes se había sentado un hombre zarrapastroso, pero se sintió agradecido por la excusa que le daba para tener una visión más elevada del lugar. Se apoyó contra la pared y dio un sorbo a su bebida, esta vez más densa, mientras observaba cómo la figura enmascarada volvía a sentarse con el hombre de cara de comadreja. Los ojos del hombre siguieron alguna palabra del hombre enmascarado y un movimiento de los impertinentes. Cuidado con las pes y las qus, volvió a pensar Holmes, esta vez con triste diversión, mientras la otra mano de la figura enmascarada vaciaba un sobrecito de polvo en el vaso del hombre de cara de comadreja.

Holmes le entregó su vaso medio vacío al hombre zarrapastroso, que cogió el vaso medio lleno con una sonrisa abotargada, y, un instante después, estuvo en la mesa, cerrando la garra de hierro de su mano sobre la delgada muñeca, antes de que la figura enmascarada pudiera deshacerse del sobre de papel.

– Muy bien, Holmes -Moriarty soltó los impertinentes y empleó la mano libre para quitarse la máscara y la peluca. Una maligna sonrisa brilló en su cara-. Introduzca la idea del veneno en su mente con los versos de ciego: «Ladrando, busco el árbol Upas; perro ante su amo soy».

– El llamado «mortífero árbol Upas». Antiaris toxicaría, ord. Artocarpeae, árbol afín a la higuera, que tiene una secreción venenosa. La leyenda lo sitúa en el valle envenenado de Java, donde abunda el gas de ácido carbónico perjudicial para todo tipo de vida.

Moriarty prescindió del idiot savant.

– Holmes, debió fijarse más en sus propias pintas y cuartos, que en las de los parroquianos.

Holmes sabía demasiado bien que Moriarty decía la verdad. Intentó aguantar. Perdía visión rápidamente. Estaba debilitándose. Lanzó un jadeo de rabia y un suspiro de desesperación; sus rodillas cedieron bajo él, y cayó formando un montón inerte en el suelo.

– «Perro ante su amo» es una expresión referente a la marejada que hay en el mar antes de que estalle una tormenta.

Y el mar alzó la chalupa a peligrosa altura junto al bergantín. Sobre Holmes cayó un cubo de agua de mar, devolviéndole a la vida y haciendo que se diera cuenta de que estaba siendo reclutado a la fuerza como marinero. Una pesada bota le puso en pie de una patada, y unas manos le empujaron hacia una oscilante escalera de Jacob, aunque la deshilachada cuerda roja hacía que más bien fuese una escalera de Esaú.

– La tradición dice que Jacob usó una piedra roja como almohada cuando soñó con ángeles que subían y bajaban por una escalera que llegaba al cielo (Gen, 28. 11), y que los Tuatha De Danaan llevaron la piedra a Irlanda, dejándola en Tara como Lia Fáil, la Piedra del Destino. Sobre esta piedra se investía a los antiguos reyes irlandeses; Fergus se la llevó consigo a Argyll, en Escocia; después Kenneth MacAlpin, conquistador de los Pictos, se la llevó a Scone en el 843. En 1926, Eduardo I la llevó a Londres, donde, como Piedra de Scone, sostuvo la Silla de St. Edward sobre la que se sentaban nuestros monarcas para ser coronados.

No mires debajo de la emordinalapidaria Lia Fail. Concéntrate en lo crucial, no en lo trivial. Holmes miró a su alrededor mientras subía trabajosamente no al cielo gris sino a bordo del bergantín. Era esencial que fijara su rumbo.

Que casó al hombre harapiento y destrozado.

Produjo un busto de cera sobre un pedestal, pensó en un viejo traje de vestir. Una suave bala de revólver disparada con un rifle de aire comprimido le atravesó la cabeza, pero dejando bastante de los afilados rasgos como para reconocer el parecido con Holmes. Hecho. Bastaba con eso.

Unas gastadas volutas en la proa decían que estaba a bordo del Matilda. De mascarón y obenques colgaban algas con pequeñas ampollas semejantes a bayas como si la nave se hubiera visto atrapada en el mar de los Grazargos…

– Mar de los Sargazos. Situado aproximadamente entre 25° y 31° Norte y entre 40° y 70° Oeste. Es…

– Dije Grazargos. -Holmes no pensaba ceder ante el idiot savant. Este localizó una alusión.

– El Argos, barco en el que navegó Jasón en busca del vellocino de oro, tenía un mascarón de proa parlante tallado en un roble de la arboleda de Dodona, donde sacerdotes y sacerdotisas interpretaban lo que decía el rumor de las hojas.

El olor que traía la marea hizo que Holmes infiriera que estaban echando la corredera hacia el Norte, hacia el banco de arena situado en la desembocadura del Támesis. Un compañero abusón golpeó a Holmes por no hacer nada y le envió a restregar el puente con arena.

– Bajad al piloto -dijo el capitán, que parecía un hombre que pasaría los ojos de los peces con perlas.

El piloto bajó a la chalupa con una sonrisa de Moriarty. El viento había esperado a que la chalupa se alejara para llenar las velas y el bergantín se desplazó hacia el mar, hacia una noche tormentosa.

La noche no supuso ningún respiro para Holmes. Con un vil epíteto para el trabajo hecho por Holmes, el maestre le impuso otra labor.

– Dada la longitud de la nave y la altura del palo mayor, dígame la edad del gato del capitán.

– Tiernos años -respondió Holmes sin pensar.

El entrechocar de las rompientes salvó a Holmes de probar el gato. Todas las manos se apresuraron hacia las velas para impedir que el bergantín se desviara hacia los invisibles arrecifes.

Mientras estaban atareados, Holmes bajó al camarote del capitán sin que le vieran, encendió la lámpara y, a su oscilante luz, estudió el mapa Mercator que había en la mesa. Me embarco en un barco en el puerto que aquí ves / A medio camino de la línea de NN a EEE. Pero, ¿dónde trazar esa línea?

– «En mil cuatrocientos noventa y tres, el papa Alejandro dividió los mares.» El papa Alejandro VI (Rodrigo Borgia) trazó una línea para delimitar el terreno que españoles y portugueses tenían para tomar, saquear y esclavizar el Nuevo Mundo en nombre de Cristo.

Holmes cogió compases que en sus manos se convirtieron en cuernos. Sintió cómo Moriarty luchaba con él para que la mente del idiot savant pasara del embolado papal al del toro irlandés.

– Para ordeñar a un toro irlandés, había a bordo un irlandés furioso; intentó calmarse pensando: «Si sólo soy un pasajero».

Sin dejarse distraer, Holmes trazó una línea que iba de Dublín a Trípoli. De NN a EEE. La línea pasaba por Marsella, más o menos a medio camino.

Holmes cerró la mirilla y volvió al puente. Se arrastró hasta la rueda del timón y se agazapó en las sombras que proyectaba el fanal. Se cogió a un cabo cuando el Matilda cabeceó, agitándose a un lado y a otro. Una débil luz a proa respondía al viento, tambaleándose del mismo modo que el Matilda. El fanal de otro barco.

El capitán aulló al oído del timonel. El viento llevó sus palabras a Holmes.

– Hay mar de sobra mientras la nave siga a sotavento. Síguele.

La rueda del timón crujió y el bergantín tembló por el cambio de rumbo.

– ¡Dinos, mascarón, qué te dicen las inquietas olas! -berreó el capitán.

La piel de Holmes se erizó ante las enloquecidas expectativas del capitán, y se erizó más aún al oír la voz del mascarón. Parecía más la canción de una sirena, o un canto fúnebre, que un habla normal. Al menos no habló en una lengua conocida por Holmes.

El capitán rugió de risa y gritó al vigía, que le respondió con un grito ronco.

– ¡Es el Zorro!

El idiot savant aprovechó el pie.

– El Zorro. Una nave de 170 toneladas, fletada por lady Franklin, bajo el mando del capitán McClintock, con el fin de navegar hacia el Polo Norte para descubrir el destino de sir John Franklin y sus dos naves, el Erebus y el Terror. La tripulación del Zorro encontró, el 6 de mayo de 1859, un túmulo en el que había un documento donde se decía que sir John murió el 11 de junio de 1847, tras descubrir el pasaje al Noroeste que llevaba buscando tanto tiempo.

¿El Zorro? A Holmes no le gustaba el cariz que tomaba el asunto. Soy un pecio a la deriva, el regalo de las mareas / El dorso de mi mano presenta una herida, que no un corte. El ojo de la tormenta se abrió ante él y por él asomó tranquilamente una brillante constelación. Holmes no sabía nada de astronomía, pero el idiot savant reconoció las estrellas.

– Puppis, la proa del Argos, vista desde la latitud sur del caballo; las latitudes del caballo son regiones anticiclónicas situadas a unos 30" Norte y Sur, llamadas así porque los barcos que transportaban caballos a América y las Indias occidentales, cuando se veían inmovilizados por falta de viento, acababan echando a los animales por la borda, por falta de agua. Un anticiclón es…

– Basta.

El Matilda no se dirigía hacia el norte emulando al Zorro, sino al sur, y siguiendo una pista falsa. A su mente acudió la idea de «Plantar un faro»

– Plantar un faro. Un truco de saqueadores consistente en atar un fanal a un caballete y acortar una de sus patas de modo que al arrastrarse se balancee igual que un barco y pueda atraer a los barcos a la costa.

El ojo de la tormenta se cerró y las rompientes resonaron en los oídos de Holmes. Holmes se dirigió al capitán.

– ¡La linterna es un truco de saqueadores! ¡Desvíese!

El capitán apartó a Holmes con un juramento y gritó al maestre para que encadenase al marinero de agua dulce.

Que así sea. Dejaría que el capitán loco y toda su maldita tripulación se enfrentara a su destino. Holmes propinó al maestre un golpe baritsu que noqueó al bruto. Luego, cogió el cuchillo y el pasador del maestre. El pasador mantuvo alejados a los marineros poco voluntariosos que le azuzó el capitán, mientras empleaba el cuchillo para soltar un bote y dejarlo caer al mar. Holmes saltó sobre la borda con el cuchillo entre los dientes, cayó en el bote y se incorporó. Cuando se separaba del Matilda con un remo, empapado, temblando y preguntándose por dónde quedaría Marsella y cuán lejos, le pareció oír la risa de Moriarty. Holmes se quedó inmóvil. Algo blanco y húmedo cayó sobre él.

– Te han engañado -se dijo.

Pero incluso entonces se daba cuenta de que se equivocaba. La húmeda blancura era un trozo de tela desgarrado del mascarón.

Miró hacia arriba, horrorizado. El mascarón de proa no era una proa tallada sino una mujer viva atada al caperol.

Irene Adler.

Holmes se cogió a la cadena del ancla, ató el bote a la cadena, y subió por el pescante. Desde allí alcanzaba a cortar las ataduras de la mujer. Los ojos de ella estaban cerrados y estaba terriblemente fría e inmóvil, pero le pareció que respiraba. La bajó al bote, luego saltó él, a continuación, empujó para separarse del bergantín. Frotó nerviosamente las manos de la mujer, y la llamó por su nombre. Ella gimió cuando ya empezaba a perder las esperanzas, abrió los ojos, le reconoció y sonrió. Los relumbrones de los relámpagos le revelaron los dientes perfectos de una cantante: al expulsar el aire con fuerza había limpiado sus dientes de partículas de comida mucho mejor que el pájaro de un cocodrilo.

Pasaron la noche abrazados y despertaron para encontrarse solos en el mar y navegando a la deriva hacia una isla tropical. Una vez en la playa, encontraron árboles del pan y un riachuelo de agua fresca. Ella le tocó las heridas cuando él tocó las de ella. Allí podrían curarse mutuamente. Sería fácil olvidarse, no solo de Marsella (que, naturalmente, sólo era una pista falsa), sino del mundo.

Holmes miró a Irene a los ojos y se dio cuenta de que también ella lo deseaba.

No. Debía ser fuerte. Moriarty estaba utilizando las artes de Circe. Mientras Holmes retozaba en la fantasía, el mundo real seguía adelante, inexorable.

Holmes marcó el lugar con una imagen de sí mismo, Que besó a la doncella en afligido estado, entonces se apartó de Irene e invocó, Que despertó al sacerdote afeitado y tonsurado.

Y se encontró caminando torpemente sobre sus pies de mar junto al sacerdote con sobrepelliza, entrando en El Águila y pisando su oscilante suelo. Los parroquianos se habían ido, pero el hombre zarrapastroso roncaba en la silla de Holmes.

El cantinero sacó un reloj de oro de debajo de su mandil. Lo abrió y lo cerró de golpe.

– Es la hora, caballeros.

Holmes sintió un escalofrío de comprensión. El tiempo. El tiempo estaba detrás de todas las cosas. El tiempo estaba ante todas las cosas. El tiempo estaba en todas las cosas.

Que tenía un gallo que cantó cuando hubo alboreado. Holmes volvió a estar ante el gabinete. Volvió a atravesar la cortina y a enfrentarse a las dos puertas.

Tap.

Ahora no había error posible. El sonido provenía de la puerta que no había elegido.

Holmes giró el pomo de la puerta. Cerrada. Oyó un jadeo, y luego un ligero movimiento al otro lado. Se dispuso a derribar la puerta. Pero antes la fijaría.

Que ordeñó a la vaca del cuerno doblado.

Holmes convocó una vaca Ayrshire, con sus particulares cuernos largos y curva dos hacia afuera, hacia arriba y hacia atrás, y la hizo ciega de un ojo para explicar por qué el cuerno de ese lado había chocado con un pilar de piedra. El animal movió la cola para espantar una mosca.

El idiot savant intervino:


– «Cuatro espectadores rígidos, cuatro personajes irritados, dos mirones, dos truhanes, y una campana.»


Holmes miró la atareada cola de la vaca que se movía como el badajo de una campana. Estaba enviando un mensaje en morse.

– En el morse de señales, los movimientos a la derecha son puntos, los movimientos a la izquierda rayas, y los movimientos hacia delante son fin de palabra.


HUYE CUANTO ANTES. SE HA DESCUBIERTO TODO.


Era obra de Moriarty. Holmes no se movió. Mejor dicho, dio dos pasos hacia atrás, para lanzarse mejor contra la puerta.

Cuando se lanzó contra ella, divisó el tobillo de una mujer que desaparecía por una puerta en la pared del fondo. La puerta se cerró de un portazo y, a continuación, se oyó el ruido de una llave girando en la cerradura.

Holmes se encontró en un estudio, con estantes y más estantes llenos de carpetas cerradas con cintas rojas y un tembloroso escritorio de caobo. Corrección: caoba. El escritorio dejó de temblar. Sobre él había una máquina de escribir y un bolso de piel de cocodrilo. ¿Habría sido Irene Adler quien escribía en ella? Aunque no lo fuera, pertenecía a ese admirable tipo de mujer moderna que quiere alcanzar su independencia entrando en el mundo del trabajo haciendo de esa labor una profesión.

Porque era una profesional, a juzgar por la limpieza de lo tecleado en el papel que seguía en el rodillo de la máquina, sin tener que buscar las teclas lenta y trabajosamente para pulsarlas después. Había espaciado deliberadamente las pulsaciones para que los sonidos no parecieran los del mecanografiado. Era eso, o que la percepción de Holmes del tiempo estaba desincronizada.

Rápido o lento, el tiempo tenía un ahora. Ahora leyó el mensaje en la hoja de papel de la máquina.

CHAIN:INGOT::LINK:SPUR[CADENA:LINGOTE::ESLABÓN:ESPUELA], De momento, la relación desafiaba toda racionalización. Quitó el papel del carro. Había tres manchas pequeñas en la página como pequeñas huellas de pezuñas: zorro. El juego había empezado de verdad. Examinadas más de cerca, las manchas resultaron ser sorprendentemente regulares:



– “Soy el zorro Renard jugando a las tres en raya…” La clave del porquerizo, conocida también como la clave de los francmasones, sitúa las letras del alfabeto en compartimentos de una figura formada por dos líneas verticales atravesadas por dos líneas horizontales. De este modo:



Por lo que



es FOX [zorro].


Debía haber más papel en el escritorio, con manchas que correspondieran a otros mensajes. No, Moriarty procuraría enmarañarle en el descifrado. Holmes debía mirar a la luz.

Levantó el papel a la luz que se reflejaba débilmente en las losetas de mármol del techo. Buscó la marca de agua: era, apropiadamente, un faro.

– Ma Я co bien y tendré más; Siete veces, y siete veces cuatro.

Holmes reprendió mentalmente al idiot savant.

– Cuidado con las e Я es y las e Я es.

– R es la littera Canina, la letra del perro, debido a que representa el sonido del gruñido. Marcos 7:28 es «y ella respondió y dijo, sí, mi señor, pero los perros se comen las migajas de los niños que caen bajo la mesa». La Я es una letra rusa con un sonido semejante al de ya. Ma Я K es la palabra rusa que designa a un faro.

Holmes vio la luz.,

Hilera a hilera, fila a fila, / se mueven los cocodrilos en el bancal. Ante él se interpuso la visión de la larga fila de colegialas que salían de paseo.

– «Rápido Avanzan Al Vaivén Alumnas Inglesas Virginales». -Las blusas marineras de las colegialas adoptaron el color del arco iris a medida que el idiot savant hablaba-. «Es una regla mnemotécnica pura los colores del espectro: rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, índigo y violeta.»

No. Debía concentrarse en que tenía la piel amarillo verdosa. No es virgen.

Ella se echó a llorar. Holmes endureció su corazón y las chicas desaparecieron.

Eran lágrimas de cocodrilo. Dio la vuelta al papel y volvió a meterlo en la máquina. Tecleó seis Aes en una fila, desplazó el carro, tecleó seis Bes, desplazó el carro, y siguió hasta la Z. No se detuvo hasta escribir otros seis grupos de la A a la Z. Ahora la hoja de papel tenía escritos dos grupos de alfabetos de seis filas de letras cada uno. Sacó la hoja de la máquina. Rebuscó en el bolso y el escritorio, y encontró unas tijeras, goma y una hoja de cartón que reforzaba una resma de papel. Pegó la hoja mecanografiada al cartón y cortó los alfabetos de un extremo al otro y de arriba abajo, formando tiras delgadas. Luego, utilizando más cartón para reforzar, enmarcar y unir las tiras movedizas, hizo una regla en la que recortó una ventana de la altura de un alfabeto.

Dispuso las tres primeras columnas para que formaran palabras de tres letras en la línea superior que se veía en la ventana.

YES

ZFT

AGU

BHV

CIW

DJX

EKY

FLZ

GMA

HNB

IOC

JPD

KQE

LRF

MSG

NTH

OUI

PVJ

QWK

RXL

SYM

TZN

UAO

WBP

WOQ

XDR


El afortunado OUI le daba la razón en su búsqueda. Y cuando puso la ventana en CHAIN y LINK y encontró bajo ellas INGOT y SPUR, supo que no podía dar marcha atrás.

– «Estoy en un aprieto, estoy en la caja:

¿Quién buscaría allí un zorro?»


Hizo que en las tiras aparecieran JAMBOX (aprieto y caja, en inglés) en la ventana.


JAMBOX

KBNCPY

LCODQZ

MDPERA

NEQFSB

OFRGTC

PGSHUD

QHTIVE

RIUJWF

SJVKXG

TKWLYH

ULXMZI

VMYNAJ

WNZOBK

XOAPCL

YPBQDM

ZQCREN

ARDSFO

BSETGF

CTFUHQ

DUGVIR

EVHWJS

FWIXKT

GXJYLU

HYKZMV

IZLANW


¿DUGVIR?

– «Cuando Adán ahondó y Eva se echó,

¿Dónde estaba entonces el caballero?»

Pensaba en el paraíso perdido. En Irene y él en la isla tropical…

No. Un vistazo más. ¡Debía volver a intentarlo! ¡Arre!


REN

ARD


Ante esto, Moriarty habló mentalmente con su tono más didáctico.

– Ha sido muy hábil limitando a seis las tiras. Nada que supere las seis tiras de letras tiene muchas probabilidades de llegar a formar lo que yo llamo «una frase semántica». Lo óptimo es la tira de tres letras. Puedo darle la fórmula… Log. de Z ra… -Se interrumpió-. Es algo relacionado con las leyes de la entropía, así que le ahorraré a sus células grises el esfuerzo y el agotamiento.

Moriarty estaba mostrándose vulgar pese a toda su sutileza, y estaba irritado pese a todo su autodominio.

La opinión de Holmes no perturbó al profesor.

– ¿Qué posibilidad hay de generar «palabras» en este universo de letras en que estamos? Cojamos la palabra AND y sus permutaciones:


NAD AND ADN DAN DNA NDA ERH ORB HER KUH RUE ROB


»Éste es el despliegue con más sentido que he conseguido… y para ello he tenido que bucear en el chino y el alemán, con un añadido del francés. Pero, a medida que seguimos avanzando y enriquecemos nuestro habla, más y más huecos aparecen en él No debemos elaborar en exceso la argumentación, y en este fenómeno de la regla deslizante podemos ver la forma en que funciona nuestro universo, nuestras conexiones fortuitas, nuestras constelaciones accidentales, y ahora nuestras conexiones conscientes. Unas criaturas pensantes de otro mundo descubrirían otras relaciones con sentido, encontrarían otros azares. Al principio fue el verbo, la palabra (de hecho podemos decir que todo empezó cuando se pronunció la primera palabra), o sea, crear sentido del ruido, el que naciera vida de la no-vida.

Holmes sólo prestaba atención a medias. Debía fijar este momento, este lugar. Que coceó al perro. Convocó una criatura fosforescente y negra como el carbón, mitad sabueso, mitad mastín, sentada con una oreja curiosamente levantada hacia un gramófono.

Mentalmente sordo a Moriarty, Holmes encontró con su regla los variados ingredientes que componían la pintada de la base del monumento dedicado al Gran Fuego.


MAE HEAR: RUM TERRA COIN. GO COD POE UP. MAX FERO.


Al final, el azaroso mensaje decía:


GUY dawn TO GREENWICH WE SET FEU TO THE BANK. [Guy al alba de Greenwich prenderemos fuego al banco.]


La mente de Holmes se quedó helada. En el mundo real debían ser casi las dos de la mañana del día de Guy Fawkes.


– «Recordar por favor el cinco de noviembre,

día de la traición y la conspiración de la pólvora;

no conozco razón alguna,

por la que aquella conspiración

debería llegar a olvidarse.»


A las dos de la madrugada del 5 de noviembre, el papismo, en la forma de Guy Fawkes, se dispuso a prender fuego a 36 barriles de pólvora metidos a escondidas en la bodega del Parlamento para matar a Jaime I y todos los miembros del parlamento, pero le cogieron a tiempo.

Moriarty planeaba hacer estallar el Banco de Inglaterra en el aniversario de aquel loco. ¿Cuánto dinero esperarían obtener sus cómplices en las humeantes ruinas y llevarse luego en la confusión reinante? Sería mucho más fácil y sencillo, y más provechoso, llevar algo al banco en vez de llevarse los billetes o el oro. Moriarty no debía pensar en llevarse algo sino en dejar algo. No quería ratear letras de cambio sino introducirlas subrepticiamente. Mezclar registros falsos de cuentas entre los restos de archivos y documentos chamuscados, para que pudieran rescatarse con los demás y ser luego satisfechos cuando Moriarty y los suyos se presentasen a cobrar.

Fija esta solución. Que preocupaba al gato. Holmes deseaba convocar a un gato único. Notó por primera vez, con cierta alarma, toda la fuerza del intelecto de Moriarty trabajando contra él. La imagen se desvaneció en cuanto Holmes la formó. Lo único que Holmes consiguió conjurar, logrando que se quedara en su sitio, fue la sonrisa del gato de Cheshire. Luchó para reforzarlo con asociaciones. La sonrisa Cheshire del tiempo. La gravedad es leve para el gatillo conforma aérea. «Gatillo» percutor de un arma… La sonrisa acabó siendo tanto la de Moriarty como la del gato, pero tendría que valer.

Holmes retrocedió hasta que ordeñó a la vaca con el cuerno doblado y volvió a estar ante la puerta rota del estudio. No prestó atención a las señales que veía agitarse por el rabillo del ojo.

Volvió a entrar en la habitación y fue hasta la puerta cerrada de la pared del fondo. Antes de cruzar la puerta, desenrolló el ovillo. Que mató al ratón. Holmes convocó a la rata gigante de Sumatra. Hasta Moriarty se abstuvo de interferir en esta terrible imagen.

Entró en un pasillo que le ofreció dos puertas más. Un letrero con flecha que apuntaba a la puerta más cercana decía: A LA SALIDA. Holmes sonrió sagazmente para sí. Los primos americanos sabían que no existía un animal semejante. Eran como el Robin Hood de Bamum. Se dirigió a la puerta más lejana. El pomo cedió, pero antes de entregarse del todo a esa opción, volvió a desenrollar la madeja. Que se comió la cebada.

La puerta daba a una alacena vacía. Pero, debía ser el sitio indicado. Aquí había habido cebada. La rata gigante de Sumatra, o alguna otra rata, había hecho un agujero en el saco de cebada. Un ladrón se había llevado el saco, dejando tras sí un rastro de cebada derramada, semejante al rastro de pólvora de Guy Fawkes. El rastro llevaba a una ventana abierta. Holmes se asomó por ella y vio el rastro de cebada alejándose.

Subió a la ventana y siguió los granos en parte germinados y en parte secos por una calle empedrada hasta una puerta flanqueada por rosales. Una mirada a través del cristal de la puerta le mostró el interior de un pub. Esta debía ser su marca final.

Que estaba en la casa que Jack construyó. Holmes convocó un cartel de pub donde se veía una botella inclinada de licor de malta con cara y extremidades. Sir John Barleycorn. Holmes estampó letras en el cartel.


ALEGRÍA

SALUD


El pub en sí no era más que una imitación, un mero decorado, como el de la taberna cerca de Newgate que salía en la Ópera del Mendigo de John Gay (¿no había interpretado Irene el papel de Polly Peachum?), y parecía vacío y a oscuras. Llamó, pero no acudió nadie a abrir la puerta. Gritó, pero nadie le respondió. Estaba buscando la llave en los aleros o en la tierra entre los rosales cuando alguien le habló.

– Hola, señor Holmes.

Había oído antes esa voz.


DEJAVU

JED

UVA


Aunque no podía verla en persona, podía verla como era de verdad. Irene Atila Su mente entró en contacto con la de ella. Fueron una.

Sabían que no tenían mucho tiempo. Holmes debía encontrar el camino de vuelta para impedir que hicieran explotar el Banco. Se separaron de momento.


Esta es la casa que Jack construyó.

Esta es la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es la ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Ésta es la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Ésta es la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el hombre harapiento y destrozado que besó a la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el sacerdote afeitado y tonsurado que casó al hombre harapiento y destrozado que besó a la doncella en afligido estado que ordeñó a la vaca del cuerno doblado que coceó al perro que preocupaba al gato que mató al ratón que se comió la cebada que había en la casa que Jack construyó.

Éste es el…


El hilo se había roto.

El gallo que cantó cuando hubo alboreado no aparecía. El mundo era blancura bajo un cielo blanco. Ante él sólo pasó una cosa: un zorro rojo con grasa y plumas oscuras en la barbilla. A continuación, se desvaneció en la blancura con una sonrisa de Moriarty.

La blancura se comunicó con Holmes. El miró a su alrededor. No parecía haber ninguna parte a la que ir y no parecía haber ninguna parte en la que quedarse.

Pero tenía que actuar. Si no lo hacía, dejaría de existir.

Holmes alargó la mano como si estuviera en otra dimensión. Su mano se cerró sobre algo envuelto y metido en el bolsillo de alguien. Por el tacto supo que era un huevo duro con sal y envuelto en una servilleta.

Se descubrió llamando:

– Doctor Watson, venga aquí. Le necesito.

IV

Me pareció oír una voz familiar llamándome. No pude moverme para obedecerla.

La voz volvió a llamarme, y esta vez supe que era Holmes y que me hablaba en mi mente.

Intenté responder del mismo modo.

– ¡Holmes! ¿Qué está pasando?

– No hay tiempo de explicaciones. ¿Puede sacamos de aquí?

– ¿Dónde es aquí?

– El 421/2 de Threadneedle Street. En un cuarto del sótano.

Entonces recordé el golpe en la cabeza. Mi cabeza me latió ante el recuerdo. Si hubiera estado en pie y con posibilidad de ver, me habría girado en redondo para enfrentarme a mi atacante con los puños dispuestos para el combate, según las reglas del Marqués de Queensbury. Póngase en su marca o vaya contando. Dos Monteros Cazan Venados Blancos.

– ¿Qué diablos significa eso, Watson?

– Es una regla mnemotécnica para los rangos nobiliarios. Duque, Marqués, Conde, Vizconde, Barón.

– ¡Cielos, Watson, no me diga que usted es el idiot savant!

– ¿El qué?

– No hay tiempo. No hay tiempo. Estamos atrapados en un laberinto mental. ¿Conoce usted una forma de salir?

Pues claro que la conocía. ¿Acaso no lo había estudiado? El poeta griego Simónides (500 A.C.) inventó las reglas mnemotécnicas, o asociaciones locales, basándolas en un mapa mental de una casa o una habitación. Elegí el salón del 221 B de Baker Street. Localicé lenguajes y significados de palabras en la correspondencia sin contestar atravesada por un cuchillo en el mismo centro de la repisa de madera. Relacionaba los asuntos militares con el retrato del General Gordon, los asuntos religiosos con el del reverendo Henry Ward Beecher, los asuntos musicales con el estuche de violín, siguiendo así con lodo el resto.

Al parecer, Holmes lo entendió porque me habló con urgencia en la voz.

– Entonces vuelva a la consciencia, viejo amigo, y libérenos a todos.

Eché un vistazo rápido a la sala de estar y abrí la puerta que daba a las escaleras. Me encontré sujeto por unas sábanas, pero encogí el estómago para obtener cierta holgura y pude sacar los brazos retorciéndome y removiéndome. Entonces pude quitarme un monstruoso casco de la cabeza, aunque eso supuso tener que soltar algunos cables que habían estado sujetos a mi cuero cabelludo. Me senté y miré a mi alrededor.

Estaba en una húmeda habitación donde había cuatro camas. Supe que Holmes era quien estaba en una de ellas, aunque el casco no me permitía verle la cabeza. Una mujer, también con casco, estaba en otra cama. Yo estaba en la tercera cama. La cuarta cama estaba vacía, a excepción de un casco sin usar. Unos cables conectaban los cascos unos a otros y a una pila voltaica.

– ¡Deprisa, Watson! -La voz ya no era la voz mental, sino un seco croar, apenas más fuerte que un susurro, y provenía de los labios de Holmes.

Columpié los pies hasta posarlos en el suelo, me puse en pie, y caminé, casi ebriamente, hasta donde estaba Holmes. No estaba atado, pero resultaba evidente que su casco, o las sensaciones de las que el casco era culpable, era el responsable de su inmovilidad. Le solté el casco torpemente y lo aparté arrancando varios cables con el

Holmes abrió los ojos. Nunca le había visto tan fuera de sí. Sus ojos se clavaron en la cuarta cama.

– ¡Moriarty se ha ido! -Su mirada se clavó en la mía-. ¡La hora, Watson, la hora!

Busqué apresuradamente mi reloj.

– Las dos menos cinco, aunque no sé si de la tarde o de la noche.

– ¡Cinco minutos! ¡Tengo cinco minutos para encontrar y desactivar la bomba!

Parecía desprovisto de energías, pero hizo un esfuerzo para sentarse.

Intenté impedirle que se levantara tan pronto, pero me apartó y se puso en pie sin ayuda.

– Atienda a la mujer -dijo señalando a su espalda mientras salía de la habitación tambaleándose.

Fui a atender a la mujer. Seguía estando bajo los efectos del somnífero. Era mejor así. Pobre señora Hudson.

Pobre Holmes, también. Las sábanas de la cuarta cama estaban lisas, sin marca alguna de una forma humana, y desprovistas de calor humano. En las Cataratas de Reichenbach se había enfrentado consigo mismo, había hecho las paces consigo mismo, o, al menos, había sumergido a Moriarty en los más profundos abismos de su mente. Y allí había permanecido Moriarty enterrado, hasta hacía poco, cuando el Moriarty que había en Holmes salió a la superficie para volver a enfrentarse a él una vez más por la posesión de su alma.

Holmes no tenía ningún oponente digno de él, ningún rival para su persona salvo su propia persona. Como había dicho Holmes en «Un Caso de Identidad»: «El que los dos hombres nunca estuvieran juntos, pero que uno apareciera siempre que el otro no estaba presente, resultaba muy sugerente». Y desde «La Aventura de los Planos de Bruce Partington», en que Holmes dijo: «Es una suerte para esta comunidad el que yo no sea un criminal», yo había estado preparándome subconscientemente para lo que había acabado sucediendo.

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