LA AVENTURA DEL INCOMPARABLE HOLMESJon L. Breen


Resulta difícil saber en cuántas ocasiones me ha entregado mi amigo Sherlock Holmes una carta o una tarjeta de visita, o cualquier otro objeto o mensaje, y me ha pedido que lo interpretase. Aunque nunca podía extraer de esos objetos tanta información como él, siempre disfrutaba con ese juego y me hago la ilusión de haber sido capaz, en alguna ocasión, de transmitir algún retazo de información que sirviera de ayuda a mi dotado compañero. En una de mis visitas periódicas a las viejas habitaciones de Baker Street, poco después de que alborease el presente siglo, mi amigo me entregó dos mensajes para mi inspección, y sí que eran singulares.

En los dos casos, el liso papel blanco parecía bastante vulgar, la mano que los escribió, cultivada. Una parecía claramente masculina, y la otra femenina, pero me robaron cualquier posibilidad de vanagloriarme de este descubrimiento porque el contenido de las notas hacía evidente su sexo. La primera decía:


«Sr. Holmes: Necesito desesperadamente su ayuda, pues estoy muy preocupada por mi marido, que últimamente ha estado comportándose de una forma excesivamente extraña. Sale maquillado de día, hasta en lunes. Por favor, dígame cuándo le vendría bien que le llamase.

– (firmado) Señora de Albert Fenner.»


Y la segunda:


«Sr. Holmes: Le pido permiso para consultarle sobre un asunto de lo más misterioso, y que podría beneficiarme grandemente de concluirse con éxito. Debo dejar claro desde el principio que su participación en mi problema tendrá que depender de un pago a la satisfactoria conclusión del mismo. En la actualidad estoy sin empleo (por el sencillo motivo de que el siguiente número resbaló torpemente en el agua y la glicerina), y no podré pagarle a no ser que mi misterio se resuelva.

– Atentamente suyo, Anthony Croydon.»


– ¿Qué conclusiones saca de ellos, Watson? -preguntó mi viejo amigo.

– Son muy crípticos -confesé-. Poco puedo sacar de ellos, pero los dos parecen ofrecer rasgos interesantes, puede que el segundo más que el primero. ¿Cuál de los dos está más dispuesto a aceptar?

– Quizá coja ambos casos, mi querido amigo. De hecho los dos clientes potenciales nos visitarán esta mañana. Se habrá dado cuenta de que ambos asuntos están relacionados.

– La verdad, no puedo decir que sea así.

– Bueno, adelante, Watson, ¿qué puede deducir de las dos cartas? Conoce mis métodos lo suficiente.

– Siento una gran compasión por la autora de la primera carta, pero no creo que un detective consultor sea la persona indicada para ayudarla. Un alienista resultaría más apropiado. Resulta obvio que su marido padece un tipo de perversión sexual muy embarazosa para ser comentada en público. En el ejercicio de mi profesión he conocido hombres que gustan de vestir ropas de mujer, y de pintarse y maquillarse, de una forma que desdeñaría hasta una dama de la calle. Seguramente padecerá de una desviación similar.

– ¿No tiene usted ni idea de la profesión de su marido, Watson?

– No veo ninguna pista al respecto, Holmes. ¿Qué profesión hay segura? «Se tiene trabajo, por la gracia de Dios…» y todo eso.

– ¿Por qué dice la carta «sale maquillado de día»?

– Quizá a ella no le moleste que practique ese fetichismo particular por la noche, o en la intimidad de su casa, pero ahora que lo hace a plena luz del día y posiblemente ante otros, piensa que el asunto se le va algo de las manos.

– Hay implícita una explicación mucho menos retorcida, Watson. No resulta sorprendente que él lleve maquillaje por las noches, o incluso de día cuando no es lunes, porque es actor de profesión.

– Oh, ya veo. Sí, claro, es bastante obvio, ¿no? Y llevará maquillaje en las matinales, pero los teatros de Londres no las celebran en lunes. Pues claro. Pero, entonces, ¿por qué lleva maquillaje los lunes y no se lo dice a su esposa?

Puedo ofrecerle una hipótesis bastante probable, Watson. Está ganándose un dinero extra posando para el cinematógrafo, una ocupación que cualquier actor que se precie de tal querría mantener en secreto, quizá hasta de su mujer. Y sin duda, ahora verá la relación entre la primera nota y la segunda.

– La segunda nota es intrigante, Holmes, pero poco ilustrativa. No puedo imaginar a qué se refiere. «El siguiente número resbaló torpemente en el agua y la glicerina». Es un puro galimatías, en lo que a mí respecta.

– «Número», Watson, es el término empleado en el music-hall para la especialidad característica del que actúa. La actuación del señor Croydon dejó un residuo de agua y glicerina en el suelo, sobre el que resbaló el siguiente artista, poniéndose éste lo bastante furioso, y debiendo tener la influencia suficiente, como para hacer que perdiera su empleo en el teatro.

– Ya veo. Algún número cómico a base de golpes, infiero.

– Creo que no Watson. El cinematógrafo se ha convertido en un número fuerte en los programas de musichall, y la proyección se efectúa desde atrás sobre una pantalla de percal empapada en agua y glicerina. Creo que el «número» del señor Croydon consistía en exhibir imágenes cinematográficas y que, en el momento en cuestión, fue descuidado en el proceso humidificador. Esa es la relación entre las dos cartas.

– Si me pregunta a mí, Holmes, diría que un elemento común, sí, pero difícilmente una relación.

– Tenga en cuenta, entonces, la coincidencia en que las dos llegaran el mismo día, Watson.

Refunfuñé un poco ante eso. No me gustan las coincidencias. Como me recuerda tan a menudo mi agente literario, no sirven para una buena historia. Los editores de las revistas las menosprecian, y a veces la verdad no es defensa suficiente.

– Tengo la esperanza, mi querido amigo, de que no sea ninguna coincidencia en absoluto -dije.

– Muy bien, Watson. Cada día es usted más perspicaz, se lo aseguro. No, no creo que sea una coincidencia.

Holmes se acercó a la ventana y miró a Baker Street.

– Creo que es nuestra visita, Watson -dijo señalando a una joven bien parecida que bajaba de un coche-. Le dije que las once sería una hora oportuna, y es escrupulosamente puntual.

– Admirable en una mujer, Holmes.

– Delata un plan bien meditado, Watson.

El cinismo de mi amigo me molestó, sobre todo cuando la mujer tomó asiento entre el desorden de la sala de estar de mi amigo, mucho más revuelta que en los días en que compartíamos los aposentos. Durante los años en que había estado siguiendo las actividades de mi amigo, había visto suficiente traición en el bello sexo como para embotar la mayor parte de mi credulidad de caballero, pero, seguramente, esta magnífica criatura, de cabello rojo y ojos azules, de rasgos hermosos y formas intachables, no podía tener parte alguna en una conspiración o un plan solapado.

– Señora Fenner, ¿tiene su marido algunas dificultades en su carrera como actor?

– Señor Holmes, es verdad lo que dicen de usted -dijo boquiabierta-. Debe ser usted clarividente.

– ¿Es cierto, entonces, que tiene dificultades en encontrar trabajo?

– Muy cierto. Está muy desalentado al respecto. Pasa todo el día buscando trabajo.

– ¿Y maquillado?

– No resulta fuera de lo normal que los actores salgan maquillados a la calle en pleno día. Es casi como si estuviera desquiciado, aunque, en otros aspectos, se porta como siempre.

– ¿Por qué consulta conmigo a ese respecto, en vez de con un médico de Harley Street? ¿Hay algún motivo para relacionar su conducta con un crimen?

– No, por supuesto que no.

Me pareció que Holmes estaba siendo innecesariamente críptico, cruel incluso. ¿Por qué no revelaba su brillante deducción referente a que posaba para el cinematógrafo? Lo sentí por la encantadora dama, pero contuve mi lengua, sabiendo que mi amigo solía tener motivos para su conducta anormal. Holmes continuó hablando durante varios minutos, haciendo preguntas muy alejadas de lo conversado antes de llegar la dama. Guardó silencio incluso cuando ella mencionó que unos amigos habían visto a su marido en Brighton, ese centro de la producción cinematográfica. De no haber sabido yo que tuvo la respuesta casi de inmediato, habría creído que estaba desconcertado.

– ¿Entonces, no puede darme ninguna ayuda, señor Holmes? -exclamó ella finalmente.

– Quizá un hombre de medicina sería una ayuda mejor, señora Fenner. Quizá el doctor Watson pueda recomendarle algún especialista que…

– ¡Francamente, Holmes! -grité, incapaz de contenerme por más tiempo.

Holmes echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada. La señora Fenner enrojeció y se levantó para irse. La conducta de mi compañero era tan inexplicable como condenablemente grosera. Me deshice en excusas por su comportamiento ante la mujer y la acompañé hasta la puerta, pero algo me dijo que no debía comentarle nada sobre la deducción del cinematógrafo.

– Holmes, ¿cuál es el significado de este ultraje? -grité cuando la señora se hubo ido.

– Mi querido amigo -replicó él conteniendo apenas su regocijo-, es usted todo un feriante. Siempre recuerda sus frases y las recita con convicción. Mientras que yo, siendo un aficionado, me niego a recitar las mías cuando provienen de un texto de escasa calidad.

– No puedo compartir su diversión, Holmes. Esa pobre mujer…

– Esta conversación debe esperar, mi querido amigo. Ya oigo en la escalera los pasos de nuestro segundo visitante.

Anthony Croydon resultó ser un hombre pequeño, de rasgos de comadreja, con los modales y la ropa de un soplón de las carreras de caballos. Prosiguiendo con su perversa pauta, Holmes trató con mucha franqueza a Croydon, contándole de inmediato su deducción sobre el agua y la glicerina, para sorpresa de Croydon, y preguntándole por detalles sobre el asunto que quería consultarle Croydon.

– Señor Holmes, trabajo con el cinematógrafo desde su comercialización en el 96. En marzo de aquel año vi la notable representación que R. W. Paul hizo en el Olympia, e inmediatamente me di cuenta de las posibilidades que tenía el medio, tanto para la diversión como para la enseñanza. Empecé el negocio con un amigo mío que tenía cierta habilidad mecánica. Lo hicimos todo. Iniciamos el negocio justo a tiempo de hacer una película sobre el Derby de Persimmons del 96, y exhibimos la película en musichalls y en todas las ferias del país. Filmamos la Regata Henley y la Carrera de Barcas y el Jubileo del Diamante de Su Majestad, aunque esta vez tuvimos un mal sitio para rodar. Hasta filmamos la guerra Boer.

Dudo que un acontecimiento tan trágico sea algo que pueda tomarse a la ligera di je con algo de severidad, incapaz de guardar silencio por más tiempo. El discurso de Croydon daba la sensación de estar preparado para ser soltado cuando hiciera falta, pero Holmes escuchaba absorto y, al parecer, con respetuosa atención.

– No quería ofender a nadie, doctor -dijo Croydon-. Pero es que no filmamos realmente la guerra, ¿sabe? La recreamos en nuestros estudios, con actores haciendo el papel de soldados. Aunque, debo decir que quedó muy realista, con cartuchos explotando, cuerpos cayendo y todo eso. En fin, como en todos los negocios, éste tiene sus altibajos, y hace ya tiempo que para mí son sólo bajos. Tras ese pequeño incidente que nos alejó de los teatros, el negocio se fue por la alcantarilla en sus tres cuartas partes, y cometí la torpeza de vendérselo a mi socio por una fracción de su valor. Ha montado un estudio propio en Brighton y ha pasado de filmar sucesos de actualidad a rodar películas «hechas», empleando a los mejores actores de Londres. Y yo, me entristece decirlo, me veo en la calle.

– Su discurso sobre el negocio del cinematógrafo resulta muy interesante e instructivo, señor Croydon -dijo Holmes-. Pero no me ha explicado cómo puedo serle de algún servicio. ¿Quizá tiene que ver con recuperar su parte del negocio?

– No, es mucho más importante que eso, señor Holmes. Mucho más. Resulta que, en América, soy el heredero de una fabulosa fortuna, que me ha dejado un excéntrico tío buscador de oro. Me dejó un mapa con la localización de su filón en el Colorado, pero ha desaparecido la mitad del mapa, y estoy convencido de que mi antiguo socio se la ha apropiado.

– Entonces, ¿desea que recupere la otra mitad? -dijo mi amigo completamente serio, mientras miraba fijamente al visitante.

Creo que lancé un resoplido, pero los dos hombres me ignoraron. Seguramente, aquí había un campo mucho más fructífero para la risa que en el apuro de la pobre señora Fenner. ¡Robado la mitad del mapa! Era una historia absurda e improbable. Quise preguntar por qué no el mapa entero, pero Holmes prescindió de este obvio argumento.

– ¿Y dónde está el alojamiento de su socio? -preguntó Holmes.

– Tiene sus habitaciones justo detrás de su estudio. Seguramente tendrá que ir allí, señor Holmes. Quizá con algún disfraz. Tengo entendido que es usted un genio del disfraz.

– Me adula. No, el estudio de su antiguo socio es el último sitio donde debería mirar. Hay algunas cosas que resultan demasiado obvias para que den algún fruto. Dígame, Watson, ¿puede usted acompañarme en un viaje al norte? Me atrevería a decir que, en menos de dos horas, podríamos estar en un carruaje de primera con rumbo a Doncaster.

– ¡Doncaster!-exclamó Croydon-. ¿Qué pinta Doncaster en todo esto?

– Usted estuvo allí mientras trabajaba en el cinematógrafo, ¿verdad?

– Bueno, sí, varias veces, para filmar imágenes de San Leger. Pero…

– ¿Y no fue en Doncaster donde su socio se apropió de la mitad del mapa?

– No, señor. Nunca estuvimos juntos en Doncaster.

– Tal y como esperaba -dijo Holmes-. Entonces debe estar en Doncaster. Y ahora, si usted me perdona, señor Croydon, tenemos trabajo que hacer. Esté seguro de que tendrá su mapa.

Acompañó afuera al desconcertado y aturdido señor Croydon. Cuando el hombre de aspecto de comadreja se fue, Holmes prorrumpió en una risa largo tiempo contenida. Nunca le había visto tan divertido, ni me sentí yo más incapaz de compartir el chiste.

– Entonces, ¿nos vamos a Yorkshire? -pregunté bastante bruscamente una vez remitió el torrente de hilaridad.

– No, no, por supuesto que no, Watson. Y lo que es más, deberíamos evitar Brighton en los días sucesivos. A no ser que tenga usted la secreta aspiración de ver proyectada su figura en una pantalla.

Se dio cuenta de mi confusión y por fin se apiadó de mí.

Mi querido amigo, las deducciones que hice inicialmente sobre los dos mensajes eran precisamente las deducciones que querían que yo hiciera. Es obvio que la dama y el caballero estaban compinchados. De hecho, incluso puede que sean marido y mujer.

– ¡Impensable! -protesté.

– ¿Es más difícil de creer que el mapa del tesoro de Colorado? -preguntó, y pareció a punto de volver a sumirse en la hilaridad. Pero se controló y continuó hablando-. Naturalmente, resulta increíble que la esposa del actor no hubiera pensado en la posibilidad de que su marido apareciera en el cinematógrafo. Y menos cuando se supone que su marido fue visto completamente maquillado en la vecindad de uno de ellos. Además, ¿piensa usted que los actores de cine, al igual que los actores de teatro, van por las calles con el maquillaje puesto? Seguramente se lo aplicarán y se lo quitarán en la escena de sus… ¿de sus delitos?-lanzó una risita-. No, todo fue un montaje, liso, junto con el asunto del medio mapa del tesoro, se suponía que debía atraerme a un estudio de Brighton donde, clandestina o abiertamente, planeaban inmortalizarme en celuloide. Tal vez siguiendo a algún ladrón por las calles. Pero, seguramente, Watson, esa no es forma adecuada de exhibir mis talentos ante el público, por pequeños que éstos sean. Además, no tengo ni la necesidad ni el deseo de más publicidad.

– No he notado que la despreciara en el pasado.

– No, pero puede que mi retiro no esté muy lejos. Aspiro a una vida tranquila escribiendo y dedicándome a la apicultura, y la continuada representación sensacionalista de mis hazañas, ya sea mediante sus relatos bastante coloridos en las revistas, o mediante. Dios no lo quiera, el cinematógrafo, no sería bienvenida. Yo me atrevería a decir que no hemos oído la última palabra de esos avezados camarógrafos, Watson. Quizá lo adecuado sea alejarse unos días de Londres. Pero no a Doncaster, donde, antes de que pasen muchas horas, quizá haya un equipo de cinematografía esperándonos.

Una vez Sherlock Holmes se retiró a su granja de abejas de Sussex Downs, sus visitas a Londres fueron pocas. Por norma, viajaba de incógnito y durante este periodo solía visitarme llevando una gran variedad de diversos y notables disfraces. Su aversión a la publicidad y su insistencia en que ya habían pasado sus días de detective consultor me los expresaba de forma tan intensa que muchas veces me recordaba a la dama que protesta demasiado. Quizá añoraba de verdad los placeres de la caza, especulé yo, y simplemente no quería admitirlo. Y o, desde luego, echaba de menos los viejos tiempos, y mi mujer parecía ser consciente de ello, hasta cuando yo estaba a oscuras en lo referente a las causas de mi desasosiego crónico.

Fue durante uno de esos periodos de desasosiego, varios años después de la aparición en Baker Street de la señora Fenner y el señor Croydon, cuando mi mujer me indujo a visitar un cinematógrafo no muy lejos de nuestra casa para ver una película titulada El triunfo ele Sherlock Holmes.

– Debo confesar que no dejé de refunfuñar camino del «palacio eléctrico», como los llamábamos entonces.

– Probablemente será una tontería detestable -dije-. Si Holmes lo supiera, llevaría a los tribunales a la gente que lo hizo. No tengo ninguna duda.

– Sólo es un entretenimiento inofensivo, John -retrucó ella-. Relájate y disfrútalo. Estoy segura de que Holmes también lo haría.

– Lo dudo mucho -repliqué con una risotada contenida.

Sentado en la oscuridad, mientras la película daba comienzo, consideré las posibilidades de una siesta rápida mientras se proyectaba. Ya había visto antes funciones cinematográficas y, una vez asimilada la maravilla de ver un tren dirigiéndose hacia ti, se te hacen muy evidentes las severas limitaciones de esta gastada novedad.

La escena inicial del silencioso drama que se desarrollaba ante nosotros tenía tres personajes. Una hermosa ingenua con una expresión franca y dulce, un caballero con capa negra y chistera que parecía demasiado afable y obsequioso y que inmediatamente despertó mis sospechas sobre sus auténticas motivaciones, y una encorvada anciana que vendía flores en una esquina de la calle. La realista escena de calle atrajo mi interés más que los actores que estaban en ella, hasta que mi mujer se inclinó para susurrarme algo al oído.

– ¿Alguna de esas personas te resulta familiar? -preguntó.

– ¡Cielos, sí! -dije, dándome cuenta repentinamente.

La indefensa y atractiva jovencita era la mujer que conocí como señora de Albert Fenner. Pero, ¿cómo podía reconocerla mi mujer? Estaba seguro de que ella no la había conocido nunca.

El reconocerla hizo que me tomara un interés más personal en la trama. Resultaba obvio que el caballero de la capa, que aparentaba ser su protector, en realidad estaba conduciéndola a una trampa. Llevaba en el bolsillo una copia del testamento del padre de ella, que examinó cuando la joven se volvió a hablar con la florista, permitiendo hábilmente que la cámara leyera por encima de su hombro que él, su tío, sería el heredero de la fortuna de su padre si ella moría antes de cumplir los veintiún años.

La escena cambió milagrosamente -debía admitir que los individuos de la cámara eran bastante listos- a una pequeña habitación donde el tío se enfrentaba con un revólver a su confiada sobrina. Lo apuntó hacia ella. Sentí el impulso de correr por el patio de butacas hasta la pantalla y ayudarla, pero, naturalmente, me di cuenta de que todo era una representación. Por la ventana de la habitación entró un atractivo joven, obviamente un caballero amigo de la dama, que forcejeó unos momentos con el villano por la posesión del arma. Poco a poco, el hombre más alto venció al más joven, y en la siguiente escena, el muchacho estaba atado a una silla de la habitación, con la chica llorando en un rincón y el villano empuñando aún el arma.

El muchacho habló entonces, y en la pantalla apareció una representación de sus palabras: «No escaparás. He contratado los servicios de Sherlock Holmes».

El villano encontró en esto motivo suficiente para una estruendosa hilaridad. Me retorcí en la silla.

– Me encantaría darle un puñetazo -le dije a mi esposa, pero ella me agarró el brazo. Algunos espectadores que nos rodeaban habían empezado a dirigir molestas miradas en mi dirección. Me recordé a mí mismo que sólo era una película y me calmé.

En la siguiente escena, el malvado tío arrastraba a la fuerza a su sobrina por la calle, pasando junto a la anciana florista.

– ¿No ves a nadie que reconozcas? me preguntó mi esposa.

¡Y asiera! El malvado lío era el hombre que dijo llamarse Anthony Croydon. Debí haberme dado cuenta antes. Pero mi mujer tampoco lo había visto anteriormente.

Aparté por un momento los ojos de la pantalla y miré a su encantador y enigmático perfil. Las mujeres tienen más enigmas para nosotros que los que podría concebir el profesor Moriarty.

El siguiente movimiento del tío fue arrastrar a su reticente pupila hasta la entrada de una estación del subterráneo. Creí saber cuál era su plan: arrojarla al paso del tren simulando un accidente. Justo cuando parecía no haber esperanza de que fuera salvada, la ayuda vino de un lugar inesperado. La anciana florista corría hacia el tío. Aterrorizado, el malvado dejó en el suelo a la joven, ahora desmayada, y huyó. La persecución por las calles de Londres resultaba emocionante, tan emocionante que olvidé por completo mi sorpresa ante las inesperadas proezas atléticas de esa anciana mujer.

Por fin, el malvado tío se vio acorralado, y la persecución terminó con un notable despliegue de puñetazos. En esos momentos, el sombrero y la peluca de la florista se habían perdido ya en la persecución, y quedaba muy claro que era un hombre, lo cual explicaba muchas cosas. La florista era obviamente un boxeador entrenado, un logro, gracias a Dios, conseguido por pocos miembros del bello sexo.

Por fin, la florista volvió su cara a la cámara haciendo que yo recibiera una impresión que me hizo exclamar en voz alta, para irritación de los que me rodeaban.

– ¡Es Holmes!

Creo que mi esposa lo supo todo el tiempo. Seguramente, ella, que conocía a Holmes mucho peor que yo, no habría sido capaz de reconocerle antes que yo a través de uno de sus disfraces. Fue sólo camino de casa cuando me di cuenta de lo inadecuado de la película como crónica de una de sus hazañas. La falta de habla obviaba cualquier posibilidad de desplegar su notable razonamiento deductivo. Y me molestaba bastante que los autores de la película ofrecieran la impresión, con la colaboración de Holmes, de que trabajaba solo, sin la ayuda de un asociado.

Por fin me di cuenta de que los disfraces que Holmes usaba cada vez que me visitaba no estaban conectados con la práctica o la prevención de la profesión de detective, sino más bien con una lucrativa actividad paralela como actor de cine. Ya lucra porque las promesas monetarias fuesen demasiado atractivas para ser ignoradas o por la oportunidad de interpretar diferentes papeles además del propio, Holmes había acabado cediendo a los empresarios del celuloide. Creo que debieron intentar convenid lo muchas veces antes de aquel día que he descrito aquí, explicándose así la risible y desesperada elaboración del esfuerzo que realizaron en esta ocasión. De hecho, la amplitud de todo lo que estaban dispuestos a hacer debió ablandar la resolución de Holmes. En cualquier caso, esta tardía y grata segunda carrera debió ayudar a Holmes a seguir adelante en los años posteriores a Baker Street. Muchas veces me he preguntado cómo la apicultura en Sussex, o incluso escribir un libro sobre la detección del crimen, podían resultar entretenimiento suficiente para un hombre de su enorme intelecto e indudable afición a lo teatral.

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