Voy a contar una de las famosas historias en la que el genio de Sherlock Holmes se mostró más esplendoroso.
Tan esplendoroso, que en esta ocasión Holmes no tuvo necesidad de moverse de su pisito de Baker Street para dar con la solución del enigma que le presentó míster Horacio Craig, de Ceilán.
Verán ustedes canela.
A las siete en punto de la tarde, cuando los primeros voceadores del Worker se refugiaban en los bares de Upper Tames Street a jugar al marro, Sherlock Holmes me llamó a su habitación.
Comparecí rápidamente suponiendo que sucedía algo grave; y, en efecto, el problema era de alivio: Sherlock se había roto en seis trozos los cordones de sus zapatos.
Durante varios minutos le ayudé a luchar contra el Destino, pero ambos fracasamos visiblemente, y, de no haber acudido la señora Padmore en nuestro auxilio, brindándonos la brillante idea de pegar el zapato al calcetín, es posible que Sherlock no hubiera figurado nunca en el tomo de la H de la Enciclopedia Espasa, donde, como se sabe, no figura.
Se retiraba la señora Padmore hacia el pasillo, cuando se abrió de súbito una de las ventanas y un personaje ignoto irrumpió en la estancia, como irrumpen los clavos en la tela de los pantalones el día que estrenamos traje. Era un caballero de unos cincuenta años bisiestos, con aire de perro de trineo.
Nada más entrar, gritó con voz fuerte y derrumbándose en un sillón:
– ¡Soy Craig!
Y agregó ya más débilmente:
– ¡Soy Craig!
Y dijo, por fin, con acento desfallecido:
– Soy Craig, señor Holmes… Soy Craig, Craig… ¿Sabe usted? Craig…
A continuación se puso amarillo, luego verde, luego morado, y, desplomándose del todo, se desmayó lo mejor que pudo.
Holmes me cogió por un brazo, señaló al visitante, y me dijo gravemente:
– Harry… Este señor es Craig.
Pero la cosa no me extrañó en modo alguno; estaba yo habituado a la continua perspicacia de Sherlock.
El maestro añadió después:
Acércame el tablero de ajedrez, Harry. Vamos a echar una partidita para esperar sin aburrirnos a que vuelva en sí míster Craig.
Obedecí con cierto temblor nervioso, ya que la sangre fría de Sherlock siempre me producía una emoción indescriptible. Jugamos tres partidas, las cuales ganó Holmes como siempre, pues su extraordinaria habilidad manual le permitía cambiar las fichas de casilla cuando le daba la gana, sin que nadie lo advirtiese, y yo me armaba unos líos como para nombrar abogado y pegarme después un tiro, que es lo que hace la gente en esos casos.
Al final de la partida número tres, Craig se decidió, por fin, a volver del desvanecimiento y fue entonces cuando Holmes se sepultó en su diván favorito, cerró los ojos y exclamó:
– Hable usted, míster Craig. Espero el relato de los tremendos acontecimientos que le hacen acudir en mi auxilio.
Y Horacio Craig, con voz de barítono rumano, contó lo siguiente:
– Como usted sabe, señor Holmes, desde los primeros balbuceos infantiles he dedicado mi vida al estudio del arte y de la civilización egipcios. Conozco aquel país mejor que los cocodrilos, y mi entusiasmo de egiptólogo es tan intenso, que me hablan de un faraón nuevo y engordo once kilos. Toda Inglaterra, y casi todo el mundo, conoce al dedillo los viajes que he llevado a cabo por el Bajo Egipto, el Alto Egipto y la provincia de Gerona. He ido desde…
– Suprima los detalles kilométricos y cíñase al asunto -le interrumpió Holmes.
– Dice usted bien; me ceñiré como un Kalasari -replicó Craig-. Pues es el caso que en uno de estos viajes el año de gracia de mil novecientos trece, descubrí al pie de la Esfinge, y según se va a mano derecha, una antiquísima mastaba, y de ella, cual muela putrefacta, extraje una momia magnífica, aunque indudablemente polvorienta. Era, según mis cálculos, la momia de Ramsés Trece, de la veintiuna dinastía, piso segundo. Con la natural alegría y unas parihuelas transporté aquí, a Londres, la momia, y, desde entonces, se halla en la sala sexta del Museo egiptológico que lleva mi nombre.
– El Craig Museum, situado en el treinta y nueve de Wellintong Street -dije yo para que se viera que poseía cierta cultura.
– Eso es -aprobó Craig con un golpe de tos que le obligó a comerse el puro que estaba fumando.
Y así que hubo digerido el puro, continuó.
– Nada anormal ha ocurrido en todos estos años, hasta hace dos meses. Pero desde dos meses a esta parte, señor Holmes, están sucediendo tales cosas, relacionadas con la momia, que no he perdido la razón porque la llevo atada con un bramante.
– ¿Qué cosas son esas? -inquirió Sherlock lanzando una bocanada de humo a veintitrés yardas de distancia.
– Sencillamente: que el espíritu de la momia ronda mi casa; se me aparece poi las noches, toca la Danza macabra en mi piano y hasta se fríe huevos en mi propia cocina. Aun cuando esto es terrible y me obliga a pagar cuentas de gas crecidísimas, no osaría molestar a usted si no fuera porque la momia ha ido más allá…
– ¿Y eso? ¿Es que ha empezado a freírse patatas?
– No, señor Holmes, sino que asesina por las tardes a los conserjes del Musco que se hallan de servicio en la sala sexta.
– ¿Que los asesina? ¿La momia?
– Sí señor. Tiene que ser la momia porque los conserjes fallecen envenenados con el jugo de una planta, la conocida con el nombre de pastichuela romaqueris egipciae, y esta planta sólo crece en Egipto, pues en cualquier otro lugar se lo prohibirían las autoridades. Es necesario que tan terrible situación concluya. Es preciso que usted me ayude a resolver el misterio que…
Holmes hizo un gesto tajante y exclamó:
– Váyase a hacer gimnasia al pasillo con Harry. Necesito meditar. Ya los llamaré cuando haya acabado.
Y sin más explicaciones Sherlock nos dio dos puntapiés, nos echó al pasillo y se sentó a meditar envuelto en humo.
Nosotros le observamos por el ojo de la cerradura, que, por feliz casualidad, atravesaba la puerta de parte a parte.
Pasaron seis horas largas como túneles suizos, hasta que oímos una especie de gruñido de foca; era que Sherlock Holmes nos llamaba.
Entramos y el maestro exclamó:
– Todo está ya resuelto. Hoy no necesito moverme de casa para explicar el fenómeno planteado. Vengan ustedes…
Y echó a andar pasillo adelante, seguido por Craig y por mí. Holmes se detuvo de pronto delante de una puerta cerrada que yo mismo ignoraba adonde conducía, abrió la puerta con un abrelatas, según la vieja costumbre de los ladrones de hoteles, y, encendiendo una lámpara eléctrica, entró y nos hizo entrar.
Un cuadro verdaderamente cubista se ofreció a nuestros ojos. La estancia aquella era ni más ni menos un museo arqueológico, Grandes esqueletos, multitud de cacharros y utensilios históricos e infinidad de momias de todas las épocas llenaban los ámbitos.
Los tres esqueletos del almirante Nelson (el esqueleto de Nelson a los once años, a los veinte y a los treinta y dos) constituían por sí solos un tesoro incalculable.
Holmes se detuvo ante una momia egipcia, y habló así:
– Este problema era, al parecer, tan absurdo como la persecución a tiros de un jockey por los muelles del Támesis. Sin embargo, como yo tengo un cerebro maravilloso, unas horas de meditación me han bastado para resolverlo. El misterio está, señor Craig, en que todas las momias, y, por tanto, también la de Ramsés Trece, son analfabetas.
– ¿Analfabetas? -dijo Craig.
– Completamente analfabetas. Verán ustedes…
Y diciendo y haciendo, puso ante el rostro de la momia que teníamos delante un ejemplar abierto del Red Magazine. Efectivamente, la momia no leyó ni una sola línea.
– ¿Se convencen ustedes? -exclamó Holmes triunfalmente-. Las momias son analfabetas. Ahora bien, señor Craig, ¿de qué color son los uniformes que llevan los conserjes de su Museo?
– Negros -repuso Craig.
– Y ¿todavía no adivina? ¿No cae usted en que a todo analfabeto le estorba lo negro? Por eso la momia de usted, analfabeta perdida, mata a los conserjes y seguiría matándolos inexorablemente si todo continuara allí igual. Pero vista usted a los conserjes del Museo de blanco o de color barquillo, y ya verá como nada volverá a suceder. Ni siquiera se le aparecerá a usted el espíritu de la momia, porque no tendrá necesidad de demostrarle a usted su enojo. Y ahora, permítame que me retire a mi despacho, puesto que mis servicios ya no le son necesarios. Tengo que llenar mi estilográfica y el tiempo apremia.
Y Sherlock Holmes se alejó por el pasillo, dejándonos a Craig y a mí conmocionados por la sorpresa y por la admiración.