Si se menciona el nombre del profesor James Moriarty a cualquiera que haya tenido la más ligera familiaridad con el Sherlock Holmes de sir Arthur Conan Doyle, aparecerán de inmediato una serie de imágenes: la de la figura alta, enjuta y erudita que amenazaba a Holmes en sus aposentos de Baker Street; la pelea en la cornisa de las cataratas del Reichenbach; un vasto ejército de criminales dispuestos a hacer su voluntad; el ruido de cascos de caballos en las calles y el traqueteo de los cabriolés; la luz de gas proyectando siniestras sombras; las nieblas espesas y amarillas, las «particulares de Londres», emergiendo del río; siniestras figuras acechando en callejones y pasajes; robos, asesinatos, chantajes y violencia; la lengua traicionera del confidente, los ágiles dedos del carterista, el gimoteo del mendigo, los halagos de la prostituía… todo ese aura decadente y sucia, aunque atractiva, que tiene el mundo del hampa del siglo diecinueve.
Hay constancia de que el mismo Holmes dijo una vez (en «El Problema final») que «…sus agentes son numerosos y espléndidamente organizados. Digamos que si hay un crimen que cometer, un papel que robar, una casa que debe ser registrada, un hombre que debe desaparecer… se hace llegar la voz al Profesor, se planea el asunto y se lleva a cabo. Si cogen al agente que ha cometido el delito, se consigue dinero para su fianza o para un abogado, pero nunca se coge a la figura central que emplea a ese agente, no tanto como se sospecha de ella.»
Esta descripción tiene un extraño tono moderno. Desde luego, implica que Moriarty debía pasar la mayor parte de su tiempo rodeado por el hampa de su época, hombro con hombro, y dirigiendo a toda la sociedad de villanos que proliferaron durante el siglo.
Aquí tenemos un claro punto de conexión entre este mundo sombrío y el crimen organizado de nuestra época actual, pues el diseminado regimiento de criminales contemporáneos de Moriarty se hacían llamar colectivamente La Familia.
En 1841, un artículo del Tait’s Magazine habla de «La Familia»… el nombre genérico con que se conoce a salteadores, carteristas, jugadores, ladrones de casas et hoc genus omne». En efecto, el término seguía usándose a finales de siglo, y los delincuentes se referían a ellos mismos como a hombres y mujeres de La Familia.
Todos sabemos que, en la actualidad, La Familia, en términos criminales, adquiere unas connotaciones siniestras. Así que el Moriarty de Doyle muy bien pudo ser el equivalente Victoriano al Padrino del siglo veinte. Y, desde luego, su influencia habría alcanzado su momento cumbre en el turbulento vórtice del hampa del siglo diecinueve.
Podemos ver entonces a Moriarty como a un jefe criminal sin escrúpulos, de elevado intelecto y avanzados talentos organizativos; un criminal científico, un hombre decidido a gobernar el universo en el que ha elegido vivir.
¿Qué clase de imperio habría gobernado? ¿Sobre qué clase de súbditos habría reinado?
La imagen que tenemos del hampa de Londres durante la primera mitad del siglo diecinueve es la de una perpetua guerra que se libraba entre las respetables clases media y superior, y una gran horda de delincuentes, la mayoría de los cuales eran técnicos especializados que vivían en las Rookeries: áreas pantanosas, fétidas y superpobladas del perímetro exterior de la metrópolis. Esos parásitos dejaban las Rookeries para perpetrar sus delitos, y luego desaparecían en el laberinto de patios, callejas y bodegas de las apretujadas colmenas infestadas de malhechores, como la del gran Rookery de St. Giles, situada cerca de Holborn (conocida como Holy Land, o Tierra Santa), o el Devil’s Acre, o Acre del Diablo, situada cerca de Pye Street, Westminster; y una docena más, que incluían los terrenos de Whitechapel y Spitalfields, que contenía lugares tan infames como las calles Flower y Dean, además de la calle Dorset, que llegó a considerarse como el vecindario más infame de todo Londres.
Ahora nos parece, mirando desde la perspectiva de esta distancia de ciento y pico años, que había un marcado contraste, casi una frontera, separando el deslumbrante West End de Londres de sus áreas empobrecidas. Pero toda aquella época estuvo marcada por un progreso gradual y masivo. Había grandes cambios que repercutían en todas las capas de la sociedad. La reforma social, penal y legal, con una fuerza policial más efectiva y la construcción de calzadas por los Rookeries… todo jugó un importante papel para que a finales de siglo hubiera disminuido la tasa de criminalidad. Pero el delincuente es de ideas básicamente conservadoras, por muy adepto que sea a renovar sus técnicas, de modo que el mundo del hampa de los años ochenta y noventa seguía apegado a sus antiguas costumbres. Por ello, mientras la sociedad criminal de Londres se iba difuminando más y más a medida que se acercaba el final de siglo, su forma de hacer negocios se alteró poco.
Los peristas receptores de propiedad robada jugaban un papel importante en la vida del hampa. Uno podía deshacerse de casi cualquier cosa mediante los prestamistas, los mercaderes, las hordas de intermediarios y los pocos peristas realmente importantes, que a menudo preparaban o instigaban robos de importancia.
El más pintoresco de los peristas que hicieron su aparición durante la primera mitad del siglo fue el legendario Ikey Solomons, que vivía en una casa situada en pleno Spitalfields, llena de trampas y habitaciones secretas. Con toda seguridad, Solomons debió ser el modelo en que se inspiró Dickens para el Fagin de su «Oliver Twist», y cuando finalmente fue arrestado, la policía cargó dos coches enteros con los bienes robados que requisaron en su casa, y eso durante su primera visita, ya que tuvieron que volver al menos dos veces más antes de vaciar el lugar de todo botín.
Los que trabajaban en colaboración con los peristas eran, por supuesto, los reventadores de cajas fuertes, los cerrajeros y los cacos. Hoy en día operan con tanta habilidad como en el Londres Victoriano, y en la época de Moriarty debían estar muy arriba en la jerarquía criminal. El caco era un operario especialmente hábil, un experto a la hora de elegir el momento de entrar por una ventana abierta, o de dedicarse a «cavar en la zona», o a entrar por las terrazas de las casas hasta llegar al sótano, cogiendo todo lo que hubiera a mano antes de hacer una salida rápida.
En esta misma categoría podría situarse el roncador, que planeaba su trabajo con considerable cuidado, haciéndose pasar por un hombre de negocios respetable, alojándose en buenos hoteles y mezclándose con los demás huéspedes para poder elegir a las mejores víctimas, para luego robarlas mientras duermen… roncando.
Los reventadores de cajas y los cerrajeros debían ser los ladrones más sofisticados, al haber tenido que desarrollar toda una armería de herramientas y aparatos para cortar, que iban desde las llaves maestras al gato de tornillo para abrir las cajas fuertes. A finales de siglo, éstos también eran expertos en la utilización de explosivos y sopletes de oxyacetileno.
Los ladrones de este tipo se tomaban su profesión muy en serio, empleando métodos bastante ingeniosos y una cuidada preparación. Ningún ejemplo lo ilustraría con más claridad que el gran robo del tren de 1855. Posiblemente fue el robo más sensacional del siglo, teniendo un obvio paralelismo con el gran robo del tren de 1963. Robaron casi 12.000 libras en oro y monedas, una suma considerable para aquella época, de un cargamento que viajaba de Londres a París.
Los conspiradores, Pierce y Agar, ambos profesionales, y Tester, un empleado del ferrocarril, pasaron casi un año preparando el delito, realizando grandes esfuerzos para obtener información, sobornar al guardia del tren de pasajeros de Londres a Folkenstone en que se transportaba el oro, y conseguir copias de las llaves que abrían las tres cajas Chubb empleadas en transportarlo.
El delito se llevó a cabo con mucha clase. Pierce y Agar abordaron el tren con bolsas que contenían plomo cosido al forro de unos bolsillos especiales. Gracias al guardia sobornado, ganaron acceso al vagón, abrieron las cajas, cogieron el oro y lo sustituyeron por plomo.
Acabaron cogiendo a los delincuentes de una forma muy clásica. La amante de Agar les delató, sospechando que no iban a darle su parte.
Si los hombres de la era victoriana no estaban a salvo de que les robaran en su propia casa, las calles tampoco estaban carentes de peligros. Había muchos delincuentes trabajando en las calles. La mayoría eran carteristas, un problema todavía de actualidad hoy en día, como lo indican las señales dispuestas en algunos lugares públicos de la ciudad. Resulta muy dudoso que el londinense de la era victoriana necesitase este tipo de advertencias, ya que los pandilleros, descuideros, salteadores y del tirón, acompañados de sus cómplices, se movían entre todo tipo de multitudes, en el metro, en los tranvías y en los omnibuses. Quizá resulte ejemplar, como indicativo de su proliferación, el hecho de que Havelock Ellis en su libro The Criminal, publicado en 1890, ilustrase su capítulo sobre argot criminal con un pasaje que describe los acontecimientos en la vida de un carterista, con las propias palabras del descuidero:
«Iba de garbeo por una calleja de Whitechapel, cuando me cosqué un merlino con un peluco legal. Le choriceé el peluco, que sí era legal, pero me jipió un pasma que me trincó y me echó al tribuna, que me echó seis meses en el Acero. Cuando me largaron intenté dar otro apaño junto a St. Paul, pero me pillaron y me cayeron siete años en el trullo.»
La traducción es la siguiente:
«Cuando iba por una calle de Whitechapel, vi a un borracho que tenía un reloj de oro. Le robé el reloj, que sí era de oro, pero me vio un policía, que me cogió y me llevó ante el juez, que me echó seis meses en la Bastilla [La Casa Correccional, en Coldbath Fields]. Cuando me soltaron intenté robar otro reloj cerca de St. Paul, pero volvieron a cogerme y me sentenciaron a siete años de cárcel.»
Las calles también tenían su buena cantidad de estafadores, muchos de ellos timadores que llevaban a cabo timos sencillos como el de hacer creer que habían encontrado un anillo de oro que vendían por sólo cinco shillings (la cagada del ciervo lo llamaban), o niños que lloraban por una jarra de leche derramada, para quienes los blandos de corazón eran presa fácil. El mendigar se convirtió también en un arte complejo e histriónico.
El robar con amenazas, el atracar, y cualquier forma de asaltar al viandante era un delito corriente en las calles mal iluminadas y, a mediados de siglo, los londinenses que respetaban la ley vivían aterrorizados por los salteadores que asfixiaban a sus víctimas hasta dejarlas inconscientes antes de salir huyendo. Sólo el incremento de los castigos, incluyendo el de los latigazos, junto con un mejor servicio policial y de iluminación callejera, pudo acabar con esta epidemia.
Pero ni siquiera a plena luz del día se estaba a salvo de los salteadores o de los estafadores; fulleros, tramposos, tahúres y petardistas, antecesores de los timadores y engañabobos que pueblan las actuales calles, portales y archivos de la policía.
También había otros delincuentes que llevaban a cabo su oficio a puerta cerrada: los falsificadores de documentos, los falsificadores de moneda, y los redactores, escritores de falsas referencias y testimonios. Su momento cumbre tuvo lugar en tiempos de Moriarty, cuando podía falsificarse cualquier cosa, desde documentos a billetes de banco, pasando por monedas y engarces de joyas, que eran duplicadas en pequeños locales o en talleres bien abastecidos con moldes, prensas, instrumentos de grabador y aparatos de galvanoplastia.
Fuera cual fuera la causa, el vicio siempre ha sido un imán para los criminales, y el Londres Victoriano apestaba a vicio. A mediados de siglo se estimó que había unas 80.000 prostitutas trabajando en la ciudad -dinero para los chulos, los cuidadores y las madames-, y palabras como protección, red y cerdo, no han cambiado de significado con el tiempo. Sin duda, muchas de esas mujeres iban acompañadas de cómplices carteristas y despellejadores, que arrancaban literalmente la ropa del cuerpo de aterrorizados niños; con toda seguridad las mujeres abundarían entre los «palmeros», desvalijadores de tiendas que solían trabajar en parejas; y el «canario» que solía llevar las herramientas del cerrajero, y el botín del robo solía ser una mujer.
Estos eran, pues, los rangos y los ejércitos con quienes, y mediante los cuales, debió trabajar un hombre como James Moriarty.
Con este material a su disposición, resulta fácil imaginar cómo un hombre de la inteligencia y el nivel de James Moriarty podía llegar a moldear hábilmente una comunidad criminal.
Uno puede imaginarle sin problemas, tal y como Holmes comentó en «El Problema Final», sentado «inmóvil, como una araña en el centro de su tela, una tela que tiene un millar de hilos, y él sabe muy bien la forma en que se mueve cada uno de ellos».