9. Los treinta y nueve escalones

– ¡Tonterías! -exclamó el funcionario del Almirantazgo.

Sir Walter se levantó y salió de la habitación mientras nosotros clavábamos los ojos en la mesa.

Volvió a los diez minutos con cara de preocupación.

– He hablado con Alloa -dijo-. Se ha levantado de la cama… de muy mal humor. Ha ido directamente a su casa después de la cena de Mulross.

– Pero es una locura -declaró el general Winstanley-. ¿Pretende decirme que ese hombre se ha introducido aquí y ha estado sentado a mi lado durante casi media hora sin que yo me diera cuenta de la impostura? Alloa no debía estar en sus cabales.

– ¿No les parece ingenioso? -dije yo-. Ustedes estaban demasiado interesados en otras cosas para fijarse en nada. No se les ha ocurrido pensar que lord Alloa pudiera ser otra persona. Si hubiese sido algún otro quizá le habrían observado mejor, pero era natural que él estuviese aquí, y eso les ha adormecido a todos.

Entonces habló el francés, muy lentamente, y en un inglés perfecto.

– ¡El joven tiene razón! Su intuición es muy buena. ¡Nuestros enemigos son muy astutos!

Frunció las cejas y prosiguió:

– Voy a contarles una historia -dijo-. Sucedió hace muchos años en Senegal. Yo estaba destinado en un puesto muy remoto, y solía ir a pescar grandes barbos al río para distraerme un poco. Llevaba la cesta del almuerzo a lomos de una pequeña burra árabe, de esa raza parda que antes había en Tombuctú. Pues bien, una mañana estaba pescando y la burra se hallaba inexplicablemente inquieta. La oí rebuznar y dar coces, y traté de calmarla con la voz mientras seguía concentrado en la pesca. La veía por el rabillo del ojo, atada a un árbol a veinte metros de distancia. Al cabo de un par de horas empecé a tener hambre. Metí los peces en una bolsa de lona, y eché a andar por la orilla del río hacia donde estaba la burra, arrastrando la caña. Cuando llegué junto a ella tiré la bolsa sobre su lomo…

Hizo una pequeña pausa y miró a su alrededor.

– Fue el olor lo que me puso sobre aviso. Volví la cabeza y vi a un león a tres pasos de… Un viejo antropófago que era el terror del poblado… Lo que quedaba de la burra, una masa de sangre, huesos y pelaje, estaba detrás de él.

– ¿Qué ocurrió? -pregunté. Había cazado lo bastante para reconocer una historia verdadera cuando la oía.

– Le metí la caña de pescar en la boca, y también llevaba una pistola. Además, mis criados llegaron con rifles en aquel momento. Pero dejó su marca sobre mí -alzó una mano a la que faltaban tres dedos.

»Tengan en cuenta -dijo- que la burra había muerto más de una hora antes, y la bestia había estado observándome pacientemente desde entonces. No vi cómo la devoraba, pues no hice caso de su inquietud y no reparé en su ausencia, porque mi mente la identificaba con algo pardo, y el león lo era. Si yo pude equivocarme así, caballeros, en un lugar donde los sentidos del hombre son tan penetrantes, ¿por qué nosotros, ocupadas personas de la ciudad, no íbamos a fallar también?

Sir Walter asintió. Nadie estaba dispuesto a contradecirle.

– No acabo de entenderlo -prosiguió Winstanley-. Su objetivo era averiguar estas disposiciones sin que nosotros lo supiésemos. Sin embargo, bastaba con que uno de nosotros mencionara la reunión de esta noche a Alloa para que todo el fraude quedara al descubierto.

Sir Walter se rió secamente.

– La elección de Alloa demuestra su perspicacia. ¿Cuál de nosotros iba a hablarle de esta noche? ¿Acaso es probable que él abordara el tema?

Recordé los comentarios sobre la taciturnidad y el mal genio de que hacía gala el primer lord del Almirantazgo.

– Lo único que me desconcierta -dijo el general- es de qué le servirá a este espía su visita aquí. No ha podido llevarse varias páginas de cifras y nombres raros en la cabeza.

– Eso no es difícil -replicó el francés-. Un buen espía está adiestrado para tener memoria fotográfica. Como nuestro propio Macaulay. Habrán observado que no ha dicho nada, pero ha mirado estos papeles una y otra vez. Creo que podemos suponer que ha grabado en su mente hasta el último detalle. Cuando era joven, yo podía hacer lo mismo.

– Bueno, me parece que no hay más remedio que cambiar los planes -dijo tristemente sir Walter.

Whittaker parecía muy melancólico.

– ¿Has explicado a lord Alloa lo que ha sucedido? -preguntó-. ¿No? Bueno, no puedo hablar con absoluta seguridad, pero estoy casi seguro de que no podemos hacer ningún cambio importante sin alterar la geografía de Inglaterra.

– Hay que añadir otra cosa -dijo Royer-. Yo he hablado libremente cuando ese hombre estaba aquí. He revelado algunos planes militares de mi Gobierno. Podía revelarlos, pero esta información vale muchos millones para nuestros enemigos. No, amigos míos, no veo otro remedio. El hombre que ha venido aquí y sus cómplices deben ser atrapados, y atrapados inmediatamente.

– ¡Santo Dios! -exclamé yo-. ¿Cómo vamos a hacerlo, si no tenemos ninguna pista?

– Además -dijo Whittaker-, está el correo. A estas horas la noticia ya estará en camino.

– No -replicó el francés-; usted no conoce las costumbres del espía. Recibe personalmente su recompensa, y entrega personalmente su información. En Francia sabemos algo de esa raza. Aún existe una posibilidad, mes amis. Estos hombres deben cruzar el mar, y hay barcos que registrar y puertos que vigilar. Créanme, la situación es desesperada tanto para Francia como para Gran Bretaña.

El grave sentido común de Royer pareció devolverles la serenidad. Era el hombre de acción entre chapuceros. Sin embargo, no vi esperanza en ninguna cara, y yo tampoco la tenía. ¿Cómo era posible que entre cincuenta millones de islas y doce horas encontráramos a tres de los malhechores más listos de Europa?


De repente tuve una inspiración.

– ¿Dónde está la agenda de Scudder?-pregunté a sir Walter-. Deprisa, hombre, recuerdo algo de lo que ponía.

Abrió el cajón de un escritorio cerrado con llave y me la dio.

Encontré el lugar.

– Treinta y nueve escalones -leí, y de nuevo-: Treinta y nueve escalones… Los conté… Marea alta, 10.17 p.m.

El hombre del Almirantazgo me estaba mirando como si pensara que me había vuelto loco.

– ¿No ven que es una pista? -grité-. Scudder sabía dónde tenían su madriguera; sabía por dónde abandonarían el país, aunque mantuvo el nombre en secreto. Mañana era el día, y era en algún sitio donde la marea sube a las diez y diecisiete minutos.

– Es posible que esta moche ya se hayan ido -dijo alguien.

– No. Tienen sus medios secretos, y no se apresurarán. Conozco a los alemanes, y les encanta seguir los planes previstos. ¿Dónde demonios puedo conseguir un horario de las mareas?

Whittaker se animó.

– Es una posibilidad -dijo-. Vayamos al Almirantazgo.

Subimos a dos de los coches que aguardaban.

Todos menos sir Walter, que fue a Scotland Yard para «movilizar a MacGillivray» como él mismo dijo.

Pasamos por corredores vacíos y grandes estancias desnudas donde las asistentas aún estaban ocupadas, hasta llegar a una pequeña habitación llena de libros y mapas. Un empleado que vivía allí fue a buscar la tabla de mareas del Almirantazgo a la biblioteca. Me senté a la mesa mientras los demás me rodeaban, pues de uno u otro modo me había hecho cargo de esta expedición.

No sirvió de nada. Había centenares de nombres y, por lo que pude ver, las diez y diecisiete era un factor común a cincuenta sitios. Teníamos que encontrar el modo de reducir las posibilidades.

Apoyé la cabeza en las manos y reflexioné. Por fuerza tenía que haber un modo de interpretar este acertijo.

¿A qué se refería Scudder con esos escalones? Pensé en los escalones de un muelle, pero no creo que en este caso hubiera mencionado el número. Tenía que ser algún lugar donde hubiera varias escaleras, y una se diferenciase de las otras en el hecho de tener treinta y nueve escalones.

Entonces se me ocurrió una idea, y busqué todas las salidas de los vapores. Ningún barco zarpaba hacia el continente a las diez y diecisiete de la noche.

¿Por qué la marea alta era tan importante? Si se trataba de un puerto, debía ser algún lugar pequeño donde la marea importara, o bien un barco con mucho calado. Pero a aquella hora no zarpaba ningún vapor de línea, y de todos modos yo no creía que salieran en un gran barco de un puerto normal. Así pues, debía ser algún puerto pequeño donde la marea fuese importante, o quizá ni siquiera un puerto.

Pero si se trataba de un puerto pequeño no entendía qué significaban los escalones. No había puertos con toda una colección de escaleras. Tenía que ser un lugar al que identificara una escalera en particular, y donde la marea alta se produjese a las diez y diecisiete minutos. En conjunto me parecía que ese lugar debía ser un pedazo de costa abierta. Pero las escaleras seguían desconcertándome.

Después me lancé a consideraciones más amplias. ¿Desde dónde podía un hombre salir hacia Alemania, un hombre con prisas, que quería velocidad y un viaje secreto? Desde los grandes puertos, desde luego que no. El Canal, la costa oeste y Escocia estaban descartados, pues él se hallaba en Londres. Medí la distancia en el mapa, y trate de ponerme en el pellejo del enemigo. Iría a Ostende, a Amberes o Rotterdam, y zarparía de algún lugar de la costa este, entre Cromer y Dover.

Todo esto eran suposiciones muy dudosas, y de ningún modo ingeniosas o científicas. Yo no me parezco a Sherlock Holmes. Sin embargo, siempre he creído poseer cierto instinto para cuestiones así. No sé si me explico bien, pero solía utilizar el cerebro hasta donde podía y cuando tropezaba con un muro me dedicaba a suponer, y normalmente acertaba en mis suposiciones.

Por lo tanto, escribí mis conclusiones en un trozo de papel. Eran éstas,


BASTANTE SEGURO


(1) Lugar con varias escaleras; la que importa se distingue por tener treinta y nueve escalones.

(2) Marea alta a las diez y diecisiete minutos. Sólo es posible zarpar con marea alta.

(3) Escalones y no escalones del muelle, de modo que probablemente el lugar no sea un puerto.

(4) Ningún vapor nocturno de línea a las diez y diecisiete minutos. Los medios de transporte pueden ser carguero (improbable), yate o barco de pesca.


Aquí se detuvo mi cerebro. Hice otra lista, que encabecé con el título «Suposiciones», pero yo estaba tan seguro de una como de la otra.


SUPOSICIONES


(1) Lugar que no sea puerto sino costa abierta.

(2) Barco pequeño: chalupa, yate o lancha.

(3) Lugar de la costa este entre Cromer y Dover.


Me pareció extraño estar sentado a aquella mesa con un ministro del Gobierno, un mariscal de campo, dos altos funcionarios gubernamentales y un general francés a mí alrededor, observando cómo intentaba descubrir un secreto que significaba la vida o la muerte para nosotros a través de los garabatos de un hombre muerto.

Sir Walter se había reunido con nosotros, y MacGillivray llegó en ese momento. Había cursado instrucciones para que vigilaran los puertos y estaciones de ferrocarril en busca de los tres hombres que yo había descrito a sir Walter. No obstante, ni él ni nadie creía que esto sirviera de mucho.

– Esto es todo lo que se me ocurre -dije-. Tenemos que encontrar un sitio donde haya varias escaleras que bajen a la playa, una de las cuales tenga treinta y nueve escalones. Creo que es un trozo de costa con grandes acantilados, entre Cromer y el Canal. También es un lugar donde habrá marea alta a las diez y diecisiete minutos de mañana por la noche.

Entonces se me ocurrió una idea.

– ¿No hay ningún inspector de la Guardia Costera o alguien así que conozca la costa este?

Whittaker dijo que sí, y que vivía en Clapham. Fueron a buscarle en un coche, y el resto de nosotros nos quedamos en la pequeña habitación y hablamos de todo lo que nos vino a la cabeza. Yo encendí la pipa y volví a repasarlo todo hasta que me cansé de tanto pensar.

Hacia la una de la madrugada llegó el hombre de los guardacostas. Era un individuo de cierta edad, con el aspecto de un oficial naval, y desesperadamente respetuoso con los presentes. Dejé que el ministro de la Guerra le interrogase, pues pensé que me consideraría un descarado si era yo quien hablaba.

– Queremos que nos diga los lugares de la costa este donde hay acantilados y varias escaleras que bajan a la playa.

Reflexionó unos momentos.

– ¿A qué clase de escaleras se refiere, señor? Hay muchos sitios con acantilados en los que un camino baja a la playa, y la mayor parte de esos caminos tienen uno o dos escalones. ¿Se refiere a una escalera normal, toda de escalones, por así decirlo?

Sir Arthur me miró.

– Nos referimos a una escalera normal -contestó.

El hombre volvió a reflexionar unos momentos.

– No se me ocurre ninguno. Esperen un segundo. Hay un sitio en Norfolk, Brattlesham, junto a un campo de golf, donde hay un par de escaleras para que los caballeros recuperen las pelotas perdidas.

– No es éste -dije yo.

– También hay muchos paseos marítimos, si es que se refiere a eso. Todas las poblaciones costeras tienen uno.

Meneé la cabeza.

– Tiene que ser un lugar más solitario -dije.

– Bien, caballeros, no se me ocurre ningún otro sitio. Claro que está el Ruff…

– ¿Qué es eso? -pregunté.

– Un cabo que hay en Kent, cerca de Bradgate. Hay muchas casas de veraneo en el borde del acantilado, y algunas de ellas tienen una escalera que baja a la playa. Es un lugar muy selecto, y los veraneantes llevan una vida muy retirada.

Abrí la tabla de mareas y busqué Bradgate. Estaba previsto que el quince de junio hubiese marea alta a las diez y diecisiete minutos de la noche.

– Al fin estamos sobre la pista -exclamé con excitación-. ¿Cómo puedo averiguar a qué hora llega la marea al Ruff?

– Yo mismo puedo decírselo, señor -repuso el guardacostas-. Una vez me prestaron una casa allí en este mes, y solía ir a pescar de noche. La marea llega diez minutos antes que a Bradgate.

Cerré el libro y miré a los hombres que me rodeaban.

– Si una de las escaleras tiene treinta y nueve escalones, habremos resuelto el misterio, caballeros -dije-. Quiero que me preste su coche, sir Walter, y un mapa de carreteras. Si el señor MacGillivray me concede diez minutos, creo que podemos preparar algo para mañana.

Era ridículo que yo asumiera el mando de este modo, pero a ellos no pareció importarles y, al fin y al cabo, yo había estado metido en el asunto desde el principio. Además, estaba acostumbrado a trabajos duros, y esos eminentes caballeros eran demasiados listos para no darse cuenta de ello. Fue el general Royer quien me encomendó la misión.

– Yo, por lo menos -dijo-, me alegro de dejar el asunto en manos del señor Hannay.

Hacia las tres y media circulaba a toda velocidad por las carretas de Kent, con el mejor hombre de MacGillivray sentado junto a mí.

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