4. La aventura del candidato radical

Pueden imaginarme conduciendo aquel coche de cuarenta caballos a toda velocidad por las accidentadas carreteras de los páramos en aquella espléndida mañana de mayo; primero lancé una ojeada hacia atrás por encima del hombro, y miré ansiosamente la próxima curva; después conduje con los ojos entrecerrados, aunque lo bastante despierto para mantenerme en la carretera. Estaba pensando desesperadamente en lo que la agenda de Scudder me había revelado.

El hombrecillo me había contado un montón de mentiras. Todas esas historias sobre los Balcanes, los anarquistas judíos y la conferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores eran disparates, igual que lo referente a Karolides. Sin embargo, no del todo, como verán. Yo me había arriesgado mucho por creer en su historia, y había sido engañado; ahora su agenda me explicaba un cuento diferente, y en vez de reaccionar con desconfianza lo creía del principio al fin.

Ni yo mismo sé por qué. Parecía desesperadamente cierto, y el primer cuento, si ustedes me comprenden, también había sido cierto en su espíritu.

El día quince de junio sería un día muy importante, tanto que no culpaba a Scudder por mantenerme fuera del juego y querer llevarlo a cabo él solo. Ésta, sin ninguna duda, había sido su intención. Me explicó algo que parecía bastante importante, pero la realidad lo era tantísimo que él, el hombre que la había descubierto, la quería toda para sí. Yo no le culpaba. Al fin y al cabo, lo único que había codiciado eran riesgos.

La historia completa se hallaba en las notas; con lagunas, naturalmente, que él habría llenado de memoria. También nombraba a sus superiores, y utilizaba el extraño truco de darles un valor numérico. Los cuatro nombres que había escrito eran de autoridades, y había un nombre, Ducrosne, que tenía un cinco sobre un posible cinco; y otro tipo Ammersfoort, que tenía un tres. Los puntos clave de la historia era lo único que había en la agenda; esto, y una frase incomprensible que aparecía media docena de veces entre paréntesis. «Treinta y nueve escalones», era la frase, y la última vez decía: «Treinta y nueve escalones, los conté; marea alta 10.17 p.m.» Esto no me dijo nada.

Lo primero que descubrí fue que no se trataba de impedir una guerra. Esta llegaría, tan puntualmente como Navidad; Scudder decía que había sido planeada en febrero de 1912. Karolides sería la ocasión. Realmente vendría a Inglaterra el catorce de junio, dos semanas y cuatro días después de aquella mañana de mayo. Por las notas de Scudder deduje que nada en el mundo podría impedirlo. Sus declaraciones sobre los guardias epirotas que despellejarían a su propia abuela eran falsas.

Lo segundo fue que esta guerra constituiría una enorme sorpresa para Gran Bretaña. La muerte de Karolides enemistaría a los países de los Balcanes, y entonces Viena contribuiría con un ultimátum. A Rusia no le gustaría, y habría palabras fuertes. Pero Berlín jugaría el papel de pacificador y calmaría los ánimos, hasta que súbitamente encontraría un motivo para un enfrentamiento, lo recogería y, al cabo de cinco horas, se lanzaría sobre nosotros. Ésta era la idea, y debo reconocer que no estaba mal. Palabras melosas y apaciguadoras; y después una puñalada por la espalda. Mientras hablábamos de la buena voluntad y las buenas intenciones de Alemania, nuestras costas serían minadas, y los submarinos estarían esperando a los buques de guerra.

Pero todo esto dependía de un tercer hecho, que se produciría el quince de junio. Jamás lo habría comprendido si en cierta ocasión no hubiera conocido casualmente a un oficial del Estado Mayor francés que regresaba del África occidental y me explicó muchas cosas. Una de ellas fue que, a pesar de todas las tonterías dichas en el Parlamento, existía una alianza entre Francia y Gran Bretaña, y que los dos Estados Mayores se reunían de vez en cuando y hacían planes para una acción conjunta en caso de guerra. Pues bien, en junio vendría un gran personaje de París y recibiría nada menos que un informe sobre la Fuerzas Armadas británicas. Al menos deduje que era algo así; de cualquier modo,, se trataba de algo muy importante.

Pero el día quince de junio habría otras personas en Londres, personas cuya identidad yo sólo podía sospechar. Scudder se contentaba con llamarlas colectivamente la «Piedra Negra». No representaban a nuestros aliados, sino a nuestros mortales enemigos y la información destinada a Francia iría a parar a sus bolsillos. Y se utilizaría, no lo olviden, una o dos semanas después, con grandes cañones y veloces torpedos, imprevisiblemente, en la oscuridad de una noche veraniega.

Ésta era la historia que yo había descifrado en la habitación trasera de una posada campestre, junto a un huerto de coles. Ésta era la historia que bullía en mi cerebro mientras viajaba en el gran automóvil de un valle a otro.

Mi primer impulso fue escribir una carta al primer ministro, pero una pequeña reflexión me convenció de que sería inútil. ¿Quién me creería? Tenía que presentar una prueba, alguna evidencia, y sólo Dios sabía cuál podía ser. Por encima de todo, debía protegerme a mí mismo, a fin de poder actuar cuando la situación madurase, y no sería nada fácil con la policía de las Islas Británicas tras de mí y los componentes de la «Piedra Negra» pisándome los talones.

No me había trazado ningún plan de viaje, pero seguí hacia el este guiándome por el sol, pues recordé que el mapa indicaba una región de minas de carbón y ciudades industriales al norte de donde me encontraba. Dejé atrás los páramos y atravesé un extenso prado a la vera de un río. Bordeé el muro de un parque a lo largo de muchos kilómetros, y a través de un claro de bosque divisé un gran castillo. Pasé por antiguos pueblecitos de casas con techumbre de paja, y sobre apacibles riachuelos, y crucé jardines llenos de espinos y laburnos amarillos. El paisaje era tan hermoso que me resultaba difícil creer en la existencia de alguien que quisiera matarme; y, ¡ay!, que al cabo de un mes, a no ser que la suerte me acompañara, estas redondas caras de campesinos estarían inmóviles y lívidas, y los hombres yacerían muertos en los campos ingleses.

Alrededor del mediodía entré en un pueblecito, y se me ocurrió detenerme a comer. En la calle principal estaba la oficina de correos, y en los escalones se hallaban la administradora y un policía enfrascados en la lectura de un telegrama. Cuando me vieron se despabilaron, y el policía avanzó con una mano en alto y me gritó que me detuviera.

Estuve a punto de obedecer. Después se me ocurrió que el telegrama podía tener algo que ver conmigo; que mis amigos de la posada habían llegado a un acuerdo y se habían unido para encontrarme, para lo cual, habían telegrafiado una descripción de mí y del coche a treinta pueblos por los que podía pasar. Solté los frenos justo a tiempo. El policía se lanzó sobre el automóvil y no se soltó hasta que le di un puñetazo en un ojo.

Comprendí que las carreteras no eran lugar para mí, y seguí adelante por los caminos vecinales. No resultaba fácil sin un mapa, pues corría el riesgo de meterme en el camino de una granja y desembocar en un estanque de patos o un establo, y no podía permitirme el lujo de sufrir un retraso. Empecé a darme cuenta de lo tonto que había sido al robar el coche. El gran automóvil verde constituiría una pista imborrable de mi paso a todo lo ancho de Escocia. Si lo abandonaba y continuaba a pie, no tardarían más de una hora o dos horas en descubrirlo y yo no podría disfrutar de ventaja en la carrera.

Lo primero que debía hacer era llegar al más solitario de los caminos. No me costó encontrarlo cuando me topé con un afluente del río mayor, y llegué a un valle con empinadas colinas a todo mí alrededor y a un tortuoso camino que cruzaba un desfiladero al final. Aquí no vi a nadie, pero me estaba llevando demasiado hacia el norte, de modo que giré hacia el este por un sendero muy malo y finalmente hallé una línea férrea de doble vía. Desde allí vi otro ancho valle, y pensé que si lo cruzaba quizá encontraría una remota posada donde pasar la noche. Empezaba a caer la tarde y yo estaba hambriento, pues desde el desayuno no había comido nada aparte de un par de bollos que había comprado por el camino.

En aquel momento oí un ruido en el cielo, y he aquí que veo aquel infernal avión, volando bajo y acercándose rápidamente a mí, unos quince kilómetros al sur.

Tuve el sentido común de recordar que en un páramo desnudo estaba a merced del aeroplano, y que mi única posibilidad era llegar al frondoso refugio del valle. Bajé la colina con la velocidad de un rayo, girando la cabeza, siempre que me atrevía, para observar a aquella maldita máquina voladora. No tardé en alcanzar un camino que discurría entre setos y descendía hacia el profundo valle de un arroyo. Después había un pequeño bosque, donde aminoré la velocidad.

De repente oí el rugido de otro coche a mi izquierda, y vi con horror que estaba llegando a la altura de dos pilares a través de los cuáles un sendero particular desembocaba en el camino. Mi bocina exhaló un sonido agonizante, pero era demasiado tarde. Pisé el pedal del freno, pero mi ímpetu resultaba demasiado grande, y un coche se cruzó en mi camino. El desastre se había producido sin remedio.

Hice lo único que podía hacer, y me lancé contra el seto de la derecha, confiando en hallar algo blando al otro lado.

Pero me equivoqué. Mi coche se deslizó a través del seto igual que mantequilla, y después cabeceó hacia adelante. Vi lo que iba a pasar, salté del asiento, y hubiera seguido saltando de no ser por la rama de un espino que me golpeó en el pecho, me levantó y me sostuvo, mientras una o dos toneladas de costoso metal resbalaban por debajo de mí, dando tumbos, y caían unos quince metros hasta el cauce de un riachuelo.


La rama cedió lentamente bajo mi peso. Primero caí encima del seto, y después sobre un emparrado de ortigas. Me estaba levantando cuando una mano me cogió del brazo, y una voz asustada preguntó si estaba herido.

Alcé la mirada y vi a un hombre joven con gafas y un gabán de cuero, que no cesaba de dar gracias a Dios y pedir disculpas. Por mi parte, en cuanto hube recobrado el aliento, no pude menos que alegrarme. Éste era un modo ideal para librarme del coche.

– Ha sido culpa mía, señor -contesté-. Es una suerte que no haya añadido un homicidio a mis locuras. Éste es el fin de mi viaje en coche por Escocia, pero habría podido ser el fin de mi vida.

Extrajo un reloj y lo miró.

– Es usted una buena persona -dijo-. Dispongo de un cuarto de hora, y mi casa está a dos minutos de aquí. Le daré ropa, comida y una cama.

Por cierto, ¿dónde tiene la maleta? ¿En el río, junto al coche?

– Lo llevo todo en el bolsillo -dije, sacando un cepillo de dientes-. Vengo de las colonias y viajo con poco equipaje.

– ¿De las colonias? -exclamó-. Por Dios, usted es el hombre que necesito. ¿Es, por una bendita casualidad, un librecambista?

– Lo soy -repuse, sin tener ni la más remota idea de lo que quería decir.

Me dio una palmada en la espalda y me hizo subir rápidamente a su coche. Tres minutos después nos detuvimos ante un pabellón de caza enclavado entre pinos, y me condujo al interior. Primero me llevó a un dormitorio y me sacó media docena de sus trajes, pues el mío había quedado reducido a jirones. Escogí uno de sarga azul, totalmente distinto de mi atuendo anterior, y una camisa blanca. Después me arrastró al comedor en cuya mesa estaban los restos de una comida, y me anunció que tenía cinco minutos para alimentarme.

– Puede llevarse un bocadillo, y cenaremos a la vuelta. Tengo que estar en la logia masónica a las ocho si no quiero que mi agente me dé un rapapolvo.

Tomé una taza de café y un poco de jamón, mientras el charlaba junto a la chimenea.

– Me encuentra usted en un gran apuro, señor…; por cierto, no me ha dicho su nombre. ¿Twisdon? ¿Pariente del viejo Tommy Twisdon del Sexagésimo? ¿No? Bueno, debe saber que soy candidato liberal por esta parte del mundo, y esta noche tengo un mitin en Brattlenurn; es la ciudad más grande, y una infernal fortaleza conservadora. Había logrado que el ex ministro de las colonias, Crumpleton, viniera a hablar esta noche, y lo anuncié a los cuatro vientos. Esta tarde he recibido un telegrama de ese rufián diciendo que había contraído la gripe en Blackpool, y me he quedado solo frente al peligro. Pensaba hablar diez minutos y ahora tendré que hacerlo cuarenta, aunque llevo tres horas estrujándome el cerebro y no se me ocurre nada que decir. Sea bueno y ayúdeme. Es librecambista y puede explicar a nuestra gente lo que significa el proteccionismo en las colonias. Todos ustedes tienen el don de la palabra… ojalá yo lo tuviera. Le estaré eternamente agradecido.

Yo apenas sabía nada del comercio libre, pero no vi ninguna otra oportunidad para conseguir lo que quería. Mi joven caballero estaba demasiado absorto en sus propias dificultades para pensar en lo extraño que era pedirle a un desconocido que había estado al borde de la muerte y perdido un coche de mil guineas que participara en un mitin a los poco momentos. Sin embargo, mis necesidades no me permitían extrañarme de nada ni escoger a mis aliados.

– De acuerdo -dije-. No soy un gran conferenciante, pero les hablaré un poco de Australia.

Al oír mis palabras, la inquietud se borró de su rostro y me dio calurosamente las gracias. Me prestó un amplio gabán -ni siquiera se le ocurrió preguntarme por qué había iniciado un viaje en coche sin llevar uno- y, mientras nos deslizábamos por los polvorientos caminos, desgranó en mis oídos los simples hechos de su historia. Era huérfano, y su tío le había criado; he olvidado el nombre de su tío, pero estaba en el consejo de ministros y sus discursos aparecían en los periódicos. Había dado la vuelta al mundo después de dejar Cambridge, y después, al encontrarse en la necesidad de hacer algo, su tío le había recomendado la política. Deduje que no tenía preferencias por ningún partido. «Hay buenas personas en los dos -dijo alegremente-, y también muchos oportunistas. Yo soy liberal porque mi familia siempre lo ha sido.» Pero si era tibio políticamente, tenía firmes opiniones en otras cosas. Descubrió que yo entendía un poco de caballos, y charló por los codos sobre los concursantes en el Derby; y tenía muchos planes para mejorar su puntería. En conjunto, un joven muy honesto, respetable e inexperto.

Cuando atravesábamos una pequeña ciudad, dos agentes de policía nos hicieron parar y enfocaron sus linternas sobre nosotros.

– Lo siento, sir Harry -dijo uno-. Tenemos instrucciones de buscar un coche, y por la descripción se parece al suyo.

– No se preocupe -repuso mi anfitrión, mientras yo daba las gracias a la providencia por los tortuosos caminos que me habían llevado a la seguridad. A partir de entonces no volvimos a hablar, pues su mente estuvo muy ocupada ensayando su próximo discurso. Sus labios murmuraban, tenía una mirada ausente, y yo empecé a prepararme para una segunda catástrofe. Yo también intenté pensar en algo que decir, pero tenía la mente en blanco. No me di cuenta de nada hasta que nos detuvimos frente a una puerta de una calle, y fuimos recibidos por varios caballeros con escarapelas.

En la sala había unas quinientas personas, en su mayoría mujeres, gran cantidad de calvos y una o dos docenas de hombres jóvenes. El presidente, un clérigo de nariz rojiza, lamentó la ausencia de Crumpleton, monologó sobre su gripe y me presentó como un «gran líder del pensamiento australiano». Había dos policías junto a la puerta, y esperé que tomaran nota de ese testimonio. Después sir Harry comenzó.

Yo nunca había oído nada parecido. No tenía ni idea de hablar en público. Llevaba un montón de notas, que leyó, y cuando las terminó empezó a tartamudear. De vez en cuando recordaba una frase que había aprendido de memoria, se enderezaba y la pronunciaba como Henry Irving, y un momento después se encorvaba y consultaba sus papeles. Además, dijo toda clase de tonterías. Habló de la «amenaza alemana», y declaró que era una invención de los conservadores para desposeer a los pobres de sus derechos y contener el flujo de reformas sociales, pero esta «clase obrera organizada» se daba cuenta de ello y despreciaba a los conservadores. Manifestó que nuestra Marina era una prueba de nuestra buena fe, y envió un ultimátum a Alemania aconsejándole que hiciera lo mismo si no quería que la redujéramos a pedazos. Dijo que, a no ser por los conservadores, Alemania y Gran Bretaña serían estrechos colaboradores para alcanzar la paz y las reformas. Pensé en la pequeña agenda negra que llevaba en el bolsillo. ¡Como si a los amigos de Scudder les importaran la paz y las reformas!

Sin embargo, el discurso me gustó. Se veía la honradez del hombre tras los disparates que le habían inculcado. Además me quitó un peso de encima. Por muy mal orador que fuese, era mucho mejor que sir Harry.

No me desenvolví tan mal cuando me llegó el turno. Les dije todo lo que recordaba de Australia, rogando para que allí no hubiera ningún australiano; todo sobre su partido laborista, la emigración y el servicio universal. Dudo que me acordara de mencionar el comercio libre, pero dije que en Australia no había conservadores, sólo laboristas y liberales. Esto provocó una salva de aplausos, y les despabilé un poco cuando les hablé de la gloria que el Imperio podría alcanzar si respaldábamos a las colonias.

En conjunto, creo que tuve bastante éxito. El clérigo no me gustó, y cuando propuso un voto de agradecimiento, habló del discurso de sir Harry como «propio de un estadista» y del mío como muestra de «la elocuencia de un agente de emigración».

Cuando estuvimos de nuevo en el coche, mi anfitrión dio rienda suelta a su alegría por haber pasado el mal trago.

– Un excelente discurso, Twisdon -dijo-. Ahora vendrá a casa conmigo. Vivo solo, y si se queda uno o dos días iremos juntos a pescar.

Tomamos una cena caliente -a mí me supo a gloria- y después bebimos grog en un acogedor salón de fumar con un chisporroteante fuego. Consideré que había llegado el momento de poner las cartas sobre la mesa. Vi que aquél era un hombre en el que se podía confiar.

– Escuche, sir Harry -dije-, tengo algo muy importante que revelarle: Usted es una buena persona, y voy a serle franco. ¿Se puede saber de dónde ha sacado todas las tonterías que ha dicho esta noche?

Su rostro se nubló.

– ¿Tan mal he estado? -preguntó tristemente-. Ya me parecía bastante pobre. Lo saqué del Progessive Magazine y unos folletos que me envía mi agente. No creerá que Alemania llegue a declararnos la guerra, ¿verdad?

– Haga esta pregunta dentro de seis semanas y no necesitará contestación -repuse-. Si dispone de media hora, le contaré una historia.

Aún puedo ver aquella habitación con las cabezas de ciervo y los grabados antiguos en las paredes, a sir Harry apoyado en la repisa de la chimenea, y a mí mismo sentado en una butaca, hablando. Perecía ser otra persona, oyendo mi propia voz y evaluando cuidadosamente la fiabilidad de mi relato. Era la primera vez que decía toda la verdad a alguien, y no me perjudicó hacerlo, pues me ayudó a poner mis ideas en orden. No omití ni un solo detalle. Le hablé de Scudder y del lechero, de la agenda, y de mis andanzas por Galloway. Sir Harry se excitó mucho y empezó a andar de un lado a otro de la estancia.

– Ahora ya lo sabe -concluí-, tiene en su casa al principal sospechoso del asesinato de Portland Place. Su deber es llamar a la policía y entregarme. No creo que pueda ir muy lejos. Habrá un accidente, y tendré un cuchillo en las costillas una o dos horas después del arresto. Sin embargo, es su deber como ciudadano cumplidor de la ley. Quizá se arrepienta dentro de un mes, pero no tiene motivos para pensar así.

Me miró con ojos brillantes y escrutadores.

– ¿A qué se dedicaba usted en Rodesia, señor Hannay? -preguntó.

– Trabajaba como ingeniero de minas -dije-;

he hecho mi fortuna honradamente, y he disfrutado haciéndola.

– No es una profesión que altere los nervios, ¿verdad?

Me eché a reír.

– Bueno, tengo los nervios muy templados -descolgué un cuchillo de caza de la pared, y realicé el viejo truco de lanzarlo al aire y cogerlo con los labios. Esto requiere mucha serenidad.

El me observó con una sonrisa.

– No quiero pruebas. Quizá sea un tonto encima de un estrado, pero sé juzgar a los hombre. Usted no es un asesino, y creo que ha dicho la verdad. Voy a respaldarle. ¿Qué quiere que haga?

– En primer lugar, quiero que escriba una carta a su tío. Tengo que ponerme en contacto con alguien del Gobierno antes del quince de junio.

Él se retorció el bigote.

– Eso no le servirá de nada. Es competencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, y mi tío no podría ayudarle. Además, no lograría convencerle. No, tengo una idea mejor. Escribiré al secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores. Es mi padrino, y un hombre influyente. ¿Qué quiere?

Se sentó a una mesa y escribió lo que le dicté. En esencia, era que un hombre llamado Twisdon (me pareció mejor conservar ese nombre) iría a verle antes del quince de junio y que debía tratarle bien. Dijo que Twisdon demostraría su bona fides con las palabras «Piedra Negra» y silbando Annie Laurie.

– Muy bien -dijo sir Harry-. Esto ya está hecho. Por cierto, encontrará a mi padrino, se llama sir Walter Bullivant, en su casa de campo de Whitsuntide. Está cerca de Artinswell, junto al Kennet. Y ahora, ¿qué otra cosa quiere?

– Somos de la misma estatura. Présteme el traje de tweed más viejo que tenga. Cualquiera me servirá, mientras sea de un color totalmente distinto al de las ropas que he destruido esta tarde. Después enséñeme un mapa de los alrededores y explíqueme cómo puedo llegar a algún escondite seguro. Si esos tipos se presentan, dígales que tomé el expreso del sur después del mitin.

Hizo, o prometió hacer, todas estas cosas. Me afeité los restos del bigote y me puse un viejo traje de tweed. El mapa me proporcionó una idea de mi paradero, y me reveló las dos cosas que quería saber: dónde podía abordarse la línea férrea que iba hacia el sur y cuáles eran los distritos más despoblados de las cercanías.

A las dos, sir Harry me despertó de mis cabeceos en la butaca del salón de fumar y me acompañó al exterior. Encontró una vieja bicicleta en un cobertizo de herramientas y me la dio.

– Tome el primer camino a la derecha y siga el bosque de pinos -aconsejó-. Al amanecer se habrá internado bastante en las colinas. Después yo arrojaría la bicicleta a un pantano y seguiría por los páramos a pie. Puede pasar una semana entre los pastores, y estará tan seguro como en Nueva Guinea.

Pedaleé diligentemente por los empinados senderos de grava hasta que el cielo se tiñó de rosa. Cuando la oscuridad dio paso a la luz del sol, me encontré en un extenso mundo verde con valles por todas partes y un lejano horizonte azul. Aquí, en todo caso, avistaría a mis enemigos desde muy lejos.

Загрузка...