3. La aventura del posadero literato

Aquel día disfruté plenamente de mi viaje hacia el norte. Era un espléndido día de mayo, los arbustos florecían en todos los setos, y yo me pregunté por qué, mientras aún era un hombre libre, me había quedado en Londres y no había salido a gozar de la campiña. No me atreví a ir al vagón restaurante, pero compré una bolsa de comida en Leeds y la compartí con la mujer gorda. También compré los periódicos de la mañana, con noticias sobre los participantes del Derby y el comienzo de la temporada de criquet, así como algunos párrafos que informaban sobre la estabilización de los acontecimientos en los Balcanes y la salida de varios barcos británicos hacia Kiel.

Cuando hube terminado de leerlos saqué la pequeña agenda negra de Scudder y la estudié. Estaba llena de garabatos, en su mayor parte números, aunque de vez en cuando había algún nombre intercalado. Por ejemplo, encontré las palabras «Hofgaard», «Luneville» y «Avocado» con cierta frecuencia, y especialmente la palabra «Pavía». Ahora sabía que Scudder nunca hacía nada sin una razón, y estaba seguro de que había una clave en todo aquello. Éste es un tema que siempre me ha interesado, y yo mismo lo había estudiado un poco cuando fui oficial del Servicio de Inteligencia en Delagoa Bay durante la Guerra de los Bóers. Tengo facilidad para cosas como el ajedrez y los acertijos, y me considero bastante dotado para descifrar claves. Ésta se parecía a la clave numérica donde series de números corresponden a las letras del alfabeto, pero cualquier hombre medianamente astuto puede encontrar la solución a ese tipo de clave tras una o dos horas de trabajo, y yo no creía que Scudder se conformara con algo tan fácil. Así pues, me concentré en las palabras, ya que se puede hacer una clave numérica bastante buena teniendo una palabra determinada que dé el orden de las letras.

Lo intenté durante horas, pero ninguna de las palabras servía. Después me quedé dormido y me desperté en Dumfries justamente a tiempo para apearme y subir al lento tren de Galloway. En el andén había un hombre cuyo aspecto no me gustó, pero ni siquiera me dirigió una mirada, y cuando me vi en el espejo de una máquina automática no me extrañó. Con mi cara morena, mi viejo traje de tweed y mi andar desgarbado era la viva imagen de uno de los granjeros que abarrotaban los vagones de tercera clase.

Viajé con media docena de ellos en una atmósfera de tabaco y pipas de arcilla. Venían del mercado semanal y su conversación estaba llena de precios. Oí relatos sobre cómo el ganado había subido por el Cairn y el Deuch, y por otra docena de ríos misteriosos. Más de la mitad de los hombres habían almorzado abundantemente y estaban saturados de whisky, pero no se fijaron en mí. Nos internamos lentamente en una zona de valles con poca vegetación, y después en un enorme páramo con algunas lagunas y altas colinas hacia el norte.

Hacia las cinco el vagón se había vaciado, y me quedé solo tal como esperaba. Me apeé en la siguiente estación, un lugar pequeño en cuyo nombre apenas reparé, enclavado en pleno corazón de un pantano. Me recordó a una de esas pequeñas estaciones olvidadas del Karroo. Un anciano jefe de estación cavaba en su jardín, y con la azada al hombro se encaramó al tren, se hizo cargo de un paquete y volvió a sus patatas. Un niño de diez años recogió mi billete, y yo salí a un camino blanco que zigzagueaba a través del páramo.

Era una maravillosa tarde primaveral, y las colinas se veían tan claramente como una amatista tallada. El aire portaba el característico olor de las marismas, pero era tan fresco como en pleno océano y causó el más extraño de los efectos sobre mi estado de ánimo. Me sentí alegre y despreocupado. Podría haber sido un joven excursionista, en vez de un hombre de treinta y siete años perseguido por la policía. Me sentí como cuando iniciaba una larga jornada a través de la estepa. Aunque les parezca increíble, eché a andar por aquel camino silbando una melodía. No tenía ningún plan de campaña; sólo seguir adelante por esta aromática y montañosa región, ya que cada kilómetro me ponía de mejor humor.

Me detuve un momento para coger un palo de avellano que había a un lado del camino, y después giré por un sendero que seguía el valle de un turbulento riachuelo. Supuse que aún llevaba mucha delantera a mis perseguidores, por lo que aquella noche podría hacer lo que se me antojara. Hacía muchas noches que no probaba bocado, y estaba hambriento cuando llegué a una granja ubicada junto a una cascada. Una mujer de tez curtida estaba junto a la puerta, y me saludó con la afable timidez de los páramos. Cuando le pedí alojamiento para la noche, me dijo que podía utilizar «la cama de la buhardilla» y no tardó en poner sobre mí una sabrosa cena de huevos con jamón, panecillos y una jarra de espesa leche.

Al oscurecer regresó de las colinas su marido, un enjuto gigante que con un paso cubría tanto terreno como tres pasos de los mortales comunes. No me hicieron preguntas, como es costumbre entre los habitantes de los páramos, pero vi que me tomaban por una especie de comerciante y me esforcé en confirmar su suposición. Hablé mucho de ganado, asunto del que mi anfitrión sabía muy poco, y recibí toda clase de explicaciones sobre los mercados locales de Galloway, las cuales almacené en mi memoria para utilizarlas en el futuro. A las diez empecé a cabecear en mi silla, y «la cama de la buhardilla» acogió a un hombre cansado que no abrió los ojos hasta que, a las cinco de la madrugada, se reanudó la actividad en la pequeña granja.

Rehusaron cualquier pago, y a las seis había desayunado y me dirigía nuevamente hacia el sur. Mi intención era regresar a la línea férrea, tomar el tren una o dos estaciones más lejos de donde me había apeado el día anterior, y volver atrás. Consideré que esto sería lo más seguro, pues la policía supondría que continuaba alejándome de Londres en dirección a algún puerto de la costa oeste. Deduje que aún les llevaba bastante delantera, pues tardarían varias horas en culparme del asesinato y algunas más en identificar al hombre que abordó el tren en Saint Paneras.

El tiempo se mantenía soleado y cálido, y yo no podía sentirme inquieto. No me había sentido tan animado desde hacía meses. Al poco rato tomé el camino principal que bordeaba la falda de una colina y que el granjero había llamado Cairnsmore of Fleet. Los chorlitos y frailecillos gorjeaban por todas partes, y las franjas de verde pasto existentes junto a los riachuelos estaban salpicadas de carneros jóvenes. Toda la languidez de los últimos meses desapareció de mis huesos, y alargué el paso como un niño de cuatro años. Al fin llegué a un terreno yermo que descendía hasta el valle de un arroyo, y desde allí vi el humo de un tren entre los brezales.

La estación resultó ser ideal para mis propósitos, l os arbustos se levantaban a su alrededor y sólo dejaban espacio para la única vía, una sala de espera, una oficina, la casita del jefe de estación y un minúsculo jardín de grosellas silvestres y claveles. No se veía ningún camino que condujera a ella y, para aumentar la desolación, las olas de un pequeño lago bañaban su playa de granito gris a un kilómetro de distancia. Esperé entre los brezales hasta ver en el horizonte la humareda de un tren que iba hacia el este. Entonces me acerqué a la minúscula oficina y tomé un billete para Dumfries.

Los únicos ocupantes del vagón eran un viejo pastor y su perro, un animal de ojos fieros que me hizo desconfiar. El hombre estaba dormido, y junto a él vi el Scotsman de aquella mañana. Lo cogí ansiosamente, pues me imaginé que habría alguna noticia de interés para mí.

Había dos columnas sobre el «asesinato de Portland Place», como lo llamaban. Paddock había dado la alarma y hecho arrestar al lechero. El pobre diablo parecía haberse ganado su corona; pero para mí el precio había resultado barato, pues había mantenido a la policía ocupada durante la mayor parte del día. En las últimas noticias encontré otra nota acerca del suceso. El lechero había sido puesto en libertad, y el verdadero criminal, cuya identidad permanecía en secreto, parecía haber huido de Londres por una de las líneas del norte. Había unas palabras sobre mí como el propietario del piso. Deduje que esto era obra de la policía, una torpe estratagema para convencerme de que no era sospechoso.

En el periódico no había nada más, nada sobre la política extranjera o sobre Karolides, o acerca de las cosas que habían interesado a Scudder. Lo dejé, y vi que estábamos acercándonos a la estación en la que me había apeado el día anterior. El jefe de estación había tenido que abandonar su huerto de patatas, pues el tren con dirección oeste estaba esperando para dejarnos pasar, y de él habían descendido tres hombres que le hacían preguntas. Supuse que constituían la policía local, aguijoneada por Scotland Yard, y que me habían rastreado hasta ese insignificante apeadero. Les observé con atención desde mi asiento. Uno de ellos tenía una libreta y tomaba notas. El anciano recolector de patatas parecía haberse vuelto irritable, pero el niño que recogió mi billete hablaba con locuacidad. Todos ellos miraban en dirección al lugar donde arrancaba el camino blanco. Confié en que fueran a seguir mis huellas hasta allí.

Cuando reanudamos la marcha mi compañero se despertó. Me miró con ojos brillantes, dio una brutal patada a su perro e inquirió dónde nos hallábamos. Indudablemente, estaba muy borracho.

– Esto es lo que consigues siendo abstemio -comentó con amargo pesar.

Le expresé mi sorpresa, porque me había pareado un hombre muy fuerte.

– Sí, un abstemio fuerte -dijo belicosamente-. Hice la promesa el día de San Martín, y no he probado una gota de whisky desde entonces. Ni siquiera en Hogmanay, aunque bien tentado estuve

Apoyó los pies en el asiento, y hundió la sucia cabeza en los cojines.

– Y esto es lo que consigo -gimió-. Una cabeza más caliente que el fuego del infierno, y un cuerpo que no me vale para nada.

– ¿Cuál ha sido la causa? -pregunté.

– Una cosa que llaman coñac. Como soy abstemio, no puedo probar el whisky, pero he echado un trago de coñac y me huelo que voy a estar mal una semana. -Su voz se convirtió en un débil tartamudeo, y volvió a sumirse en un profundo sueño.

Mi plan era apearme en alguna estación del trayecto, pero el tren me dio una oportunidad mejor, pues se detuvo repentinamente al final de un puente tendido sobre un caudaloso río. Miré al exterior y

Y que todas las ventanillas estaban cerradas y no había ningún ser humano por los alrededores. Por tanto, abrí la puerta y salté rápidamente a un laberinto de brezales que bordeaba los raíles.

Todo habría ido muy bien a no ser por aquel perro infernal. Convencido de que me largaba con las pertenencias de su amo, empezó a ladrar, y afortunadamente sólo me mordió los pantalones. Esto despertó al pastor, que acudió gritando a la puerta del vagón en la creencia de que me había suicidado. Me arrastré entre los arbustos, llegué a la orilla del río y, oculto por los brezales conseguí alejarme unos cien metros. Después miré hacia atrás, y vi que el revisor y varios pasajeros se habían reunido junto a la puerta abierta del vagón y miraban en mi dirección. No habría podido hacer una salida más aparatosa si me hubiera marchado con corneta y banda de música.

Por fortuna, el pastor borracho proporcionó una inesperada diversión. Él y su perro, que llevaba atado a la cintura con una cuerda, cayeron repetidamente del vagón, dieron con la cabeza sobre la vía y rodaron unos metros por la orilla hacia el agua. En el rescate subsiguiente el perro mordió a alguien, pues oí una imprecación. Se habían olvidado de mí, y cuando tras arrastrarme unos quinientos metros me atreví a mirar, el tren había vuelto a ponerse en marcha y se alejaba lentamente.

Me encontraba en un amplio semicírculo de terreno yermo, con el río como radio y las altas colinas formando la circunferencia en la zona norte. No había signos ni ruidos de ningún ser humano, sólo el susurro del agua y el continuo canto de los chorlitos. Sin embargo, aunque parezca extraño, sentí por vez primera el terror de los perseguidos. No pensé en la policía, sino en los otros, en los que sabían que yo conocía el secreto de Scudder y no osaban dejarme vivir. Estaba seguro de que me perseguirían con una agudeza y dedicación desconocidas para la ley británica, y que una vez me localizaran no tendrían misericordia.

Miré hacia atrás, pero no había nada en el paisaje. El sol arrancaba destellos al metal de la vía y a las piedras húmedas del río, y el panorama era de lo más apacible. No obstante, eché a correr. Ocultándome en el cauce de los arroyuelos, corrí hasta que el sudor me nubló la vista. Mi estado de ánimo no varió hasta que hube llegado al borde de una montaña y me tumbé jadeando sobre una loma desde la que se dominaban las agitadas aguas del río.

Desde mi atalaya pude otear toda la zona hasta la línea férrea y el sur de ella, donde verdes campos ocupaban el lugar de los brezos. Tengo ojos como los de un halcón, pero no vi ni un solo movimiento en toda la campiña. Después miré hacia el este, al otro lado de la loma, y vi otra clase de paisaje: pequeños valles verdes con multitud de pinos y las borrosas líneas de polvo que hablaban de carreteras. Por último, miré al cielo azul de mayo y allí vi lo que me hizo estremecer de pies a cabeza…

Empequeñecido por la distancia, un aeroplano se elevaba hacia el cielo. Estuve tan seguro como si me lo hubieran dicho de que el avión me estaba buscando, y que no pertenecía a la policía. Durante una o dos horas lo contemplé desde una oquedad llena de espinos.

Voló a poca altura sobre la cima de las colinas, y después en pequeños círculos sobre el valle por el que yo había subido. Por último, el piloto pareció cambiar de opinión, se elevó a gran altura y volvió a dirigirse hacia el sur.

No me gustó este espionaje desde el aire, y empecé a pensar de otro modo respecto al lugar que había escogido como refugio. Estas colinas de brezos no me ocultarían si mis enemigos estaban en el cielo, y tenía que encontrar otro escondite. Miré con más satisfacción la zona arbolada del otro lado de la loma, pues allí encontraría bosques y casas de piedra.

Hacia las seis de la tarde salí de un páramo y llegué a la blanca cinta de una carretera que seguía el angosto valle de un riachuelo. A medida que avanzaba por ella, los campos dieron paso a los páramos, la hoya se convirtió en una altiplanicie, y poco después me encontré en una especie de paso donde una solitaria casa humeaba en el atardecer. El camino desembocaba en un puente, y apoyado en el parapeto había un hombre joven.

Fumaba en una larga pipa de arcilla y contemplaba el agua a través de sus gafas. En la mano izquierda tenía un pequeño libro con un dedo marcando el lugar. Repitió lentamente:


«Como cuando un grifo a través de los yermos

Con pasos alados, sobre colinas y valles

Persigue a los arimaspos.»


Volvió la cabeza con un sobresalto cuando mis pasos sonaron en la piedra, y vi un rostro afable y juvenil tostado por el sol.

– Buenas tardes tenga usted -dijo con voz ronca-. Hace un tiempo espléndido para caminar.

El olor a humo y un sabroso asado llegó hasta mí desde la casa.

– ¿Puede decirme si esto es una posada? -pregunté.

– A su servicio -repuso cortésmente-. Yo soy el posadero, señor, y espero que se quede a pasar la noche, pues si he de decirle la verdad no he tenido compañía desde hace una semana.

Me encaramé al parapeto del puente y llené la pipa. Empecé a detectar a un aliado.

– Es usted muy joven para ser posadero -dije.

– Mi padre murió hace un año y me dejó el negocio. Vivo aquí con mi abuela. Es un trabajo muy aburrido para un hombre joven; yo había escocido otra profesión.

– ¿Cuál?

Se sonrojó.

– Quiero escribir libros -dijo.

– ¿Qué mejor oportunidad podría pedir? -exclamé-. Siempre he pensado que un posadero sería el mejor narrador de cuentos del mundo.

– Ahora no -se apresuró a contestar-. Quizá antiguamente, cuando había peregrinos, trovadores, bandoleros y diligencias por los caminos. Pero ahora no. Aquí no vienen más que coches llenos de mujeres gordas, que se detienen a almorzar, y uno o dos pescadores en primavera, y los cazadores en agosto. Eso no me proporciona demasiado material. Quiero ver la vida, viajar por el mundo y escribir cosas como Kipling y Conrad. Pero lo máximo que he hecho hasta ahora es publicar unos versos en el Chamber’s Journal.

A continuación miré hacia la posada, que destacaba contra las pardas colinas en la luz dorada del atardecer.

– Yo he vagado bastante por el mundo, y no despreciaría esta vida retirada. ¿Cree que la aventura sólo se encuentra en los trópicos o entre los hombres con camisas rojas? Quizá esté en contacto con ella en este momento.

– Eso es lo que dice Kipling -contestó, con los ojos brillantes, y citó un verso sobre «lo inesperado de las aventuras».

– Yo mismo puedo contarle una -exclamé-, y dentro de un mes podrá escribir una novela sobre ella.

Sentado en el puente en aquel suave crepúsculo de mayo, le expliqué una hermosa historia. Era cierta en lo esencial, aunque alteré los detalles secundarios. Le dije que era un magnate minero de Kimberley, que había tenido muchos problemas con la compra ilícita de diamantes y había descubierto a una banda. Me habían perseguido a través del océano, habían asesinado a mi mejor amigo y ahora estaban sobre mi pista.

Aderecé el relato con toda clase de pormenores. Le narré mi huida por el Kalahari hasta el África alemana, los días secos y calurosos, las noches maravillosamente oscuras. Le describí un atentado contra mi vida durante el viaje a casa, y le hice una narración verdaderamente espantosa del crimen de Portland Place.

– ¿No buscaba aventuras? -pregunté-. Pues bien, ya ha encontrado una. Los demonios andan detrás de mí, y la policía anda tras ellos. Es una carrera que estoy empeñado en ganar.

– ¡Santo Dios! -murmuró, inspirando profundamente-. Es como una novela de Conan Doyle.

– Usted me cree -dije con muestras de agradecimiento.

– Claro que sí -repuso, alargando la mano-. Creo todo lo que sale de lo corriente. Sólo desconfío de lo normal.

Era muy joven, justamente lo que me convenía.

– Me parece que por el momento he logrado despistarles, pero tengo que esconderme un par de días. ¿Puede ayudarme?

Me agarró por un codo con vehemencia y me condujo hacia la casa.

– Aquí estará seguro. Yo me ocuparé de que nadie chismorree. Y usted me contará todas sus aventuras, ¿verdad?

Al entrar en el porche de la posada oí el lejano rugido de un motor. Recortado sobre el horizonte estaba mi amigo el avión.

Me dio una habitación en la parte trasera de la casa, con una hermosa vista sobre la altiplanicie, y puso a mi disposición su propio estudio, que estaba repleto de ediciones baratas de sus autores favoritos. No vi a la abuela, de modo que supuse que guardaba cama. Una anciana llamada Margit me llevaba las comidas, y el posadero rondaba a mí alrededor a todas horas. Yo quería tener tiempo para mí, así que me inventé un trabajo para él. Tenía un ciclomotor, y a la mañana siguiente le envié a buscar el periódico, que solía llegar con el correo a última hora de la tarde. Le dije que abriera bien los ojos y tomara nota de cualquier persona extraña que viera, poniendo especial atención en los coches y aviones. Después me dediqué a estudiar la agenda de Scudder.

Volvió a mediodía con el Scotsman. No había nada en él, excepto nuevas declaraciones de Paddock y el lechero, y la confirmación de que el asesino había huido hacia el norte. Pero había un largo artículo, publicado por The Times, sobre Karolides y la situación en los Balcanes, aunque no se mencionaba ninguna visita a Inglaterra. Me libré del posadero durante el resto de la tarde, pues estaba muy ansioso por descifrar la clave.

Como he dicho, se trataba de una clave numérica, y gracias a un complicado sistema de experimentos había descubierto cuáles eran los números nulos y los puntos. El obstáculo lo constituía la palabra clave, y cuando pensé en los millones de palabras que Scudder podía haber utilizado se me cayó el alma a los pies. Pero hacia las tres tuve una súbita inspiración.

El nombre de Julia Czechenyi me vino a la memoria. Scudder había dicho que era la clave del asunto, y se me ocurrió utilizarlo para descifrar la clave.

Dio resultado. Las cinco letras de «Julia» me dieron la posición de las vocales. La A era la J, la décima letra del alfabeto, y estaba representada por X en la clave. La E era la U, o sea XXII, y así sucesivamente. «Czechenyi» me dio los números de las consonantes principales. Garabateé este esquema en un trozo de papel y me dispuse a leer las páginas de Scudder.

Al cabo de media hora estaba leyendo con la cara lívida y los dedos tamborileando encima de la mesa.

Miré por la ventana y vi un gran automóvil de turismo que se dirigía hacia la posada. Se detuvo frente a la puerta, y oí el ruido de unas personas que se apeaban. Parecían ser dos hombres, vestidos con sendos impermeables y gorras de tweed.

Diez minutos después, el posadero se introdujo en el cuarto con los ojos brillantes de excitación.

– Abajo hay dos tipos que le están buscando -susurró-. Están en el comedor, tomando un whisky con soda. Me han preguntado por usted y han dicho que esperaban encontrarle aquí. ¡Ah! y le han descrito muy bien, de las botas a la camisa. Les he dicho que estuvo aquí anoche y que se ha ido esta mañana en un ciclomotor, y uno de ellos ha maldecido como un carretero.

Le pedí que me los describiera. Uno de ellos era un hombre delgado y de ojos oscuros con cejas muy pobladas, mientras que el otro siempre sonreía y ceceaba al hablar. Ninguno de los dos era extranjero; mi joven amigo estaba seguro de eso.

Cogí un pedazo de papel y escribí estas palabras en alemán, como si formaran parte de una carta:


…Piedra Negra. Scudder lo había descubierto, pero no podía hacer nada hasta quince días después. Dudo que yo pueda lograr algo, especialmente ahora que Karolides no está seguro de sus planes. Pero si el señor T. lo ordena, haré todo lo que…


Lo hice muy bien, de modo que pareciese una página suelta de una carta particular.

– Lleve esto abajo y diga que lo ha encontrado en mi habitación, y pídales que me lo devuelvan si me alcanzan.

Tres minutos después oí que el coche se ponía en marcha, y escudriñando por detrás de la cortina vislumbré a las dos figuras. Uno era delgado, el otro era elegante; esto fue todo lo que pude distinguir.

El posadero apareció dando muestras de una gran excitación.

– El papel les ha despabilado -dijo alegremente-. El moreno se ha puesto tan blanco como un muerto y ha empezado a maldecir, y el gordo ha silbado y ha torcido el gesto. Han pagado las bebidas con medio soberano y ni siquiera han esperado que les diera el cambio.

– Ahora le diré lo que quiero que haga -declaré-. Monte en su ciclomotor y vaya a hablar con el jefe de policía de Newton Stewart. Describa a los dos hombres, y diga que le han parecido sospechosos de estar relacionados con el asesinato de Londres. Puede inventarse alguna razón. Esos dos volverán, no tema. No esta noche, pues me seguirán cincuenta kilómetros por la carretera, pero estarán aquí mañana por la mañana. Diga a la policía que se presente lo antes posible a primera hora.

Se marchó como un niño obediente, mientras yo seguía estudiando las notas de Scudder. Cuando regresó cenamos juntos, y no tuve más remedio que dejarme interrogar. Le expliqué toda clase de cosa«sobre cacerías de leones y la guerra de Matabele, sin dejar de pensar en lo insípido que había sido todo eso en comparación con el asunto que ahora me traía entre manos. Cuando se fue a la cama, me quedé levantado y terminé con la agenda de Scudder. Estuve sentado en una silla hasta el amanecer, fumando, pues no podía dormir.

Hacia las ocho de la mañana presencié la llegada de dos agentes y un sargento. Metieron el coche en el garaje según las instrucciones del posadero, y entraron en la casa. Veinte minutos después, por la ventana de mi habitación, vi que un segundo coche se acercaba por la altiplanicie desde la dirección opuesta. No llegó hasta la posada, sino que se detuvo a doscientos metros bajo el amparo de un bosquecillo. Observé que sus ocupantes le daban cuidadosamente la vuelta antes de dejarlo. Uno o dos minutos después oí sus pasos sobre la gravilla de debajo de la ventana.

Mi plan era quedarme escondido en mi habitación y ver qué ocurría. Tenía la impresión de que, si podía reunir a la policía y a mis otros perseguidores más temibles, sucedería algo ventajoso para mí. Pero ahora se me ocurrió una idea mejor. Garabateé una nota de agradecimiento al posadero, abrí la ventana y me dejé caer sobre un matorral de grosellas silvestres. Salté el muro de piedra sin ser observado, me arrastré a lo largo de otro y alcancé la carretera por el otro lado del bosquecillo.

Allí estaba el coche, hermoso y flamante bajo el sol matinal, pero con el polvo que hablaba de un largo viaje. Lo puse en marcha, salté al asiento del conductor y salí lentamente a la altiplanicie.

La carretera descendía casi en seguida, de modo que perdí la posada de vista, pero el viento pareció traerme el sonido de voces airadas.

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