Una mañana de junio rosa y azulada me sorprendió en Bradgate, alojado en el hotel Griffin, contemplando el tranquilo mar hasta el buque faro de los bajíos de Cock, que parecía tan pequeño como una boya. Un par de millas más al sur, y mucho más cerca de la costa, se hallaba anclado un destructor. Scaife, el ayudante de MacGillivray, que había estado en la Marina, conocía el barco, y me dijo su nombre y el de su comandante, de modo que envié un telegrama a sir Walter.
Después de desayunar Scaife fue a una agencia inmobiliaria y obtuvo la llave de las puertas que daban paso a las escaleras del Ruff. Le acompañé por la playa, y me senté en un entrante del acantilado mientras él investigaba la media docena que había. No quería que nadie me viese, pero a estas horas el lugar se hallaba desierto, y mientras estuve en la playa no vi más que gaviotas.
Tardó más de una hora en hacer el trabajo, y cuando le vi venir hacia mí examinando un pedazo de papel, puedo asegurarles que tenía el corazón en un puño. Como comprenderán, todo dependía de que mis suposiciones fueran correctas.
Leyó en voz alta el número de escalones de las distintas escaleras. «Treinta y cuatro, treinta y cinco, treinta y nueve, cuarenta y dos, cuarenta y siete y veintiuno» donde el acantilado se hacía más bajo. Estuve a punto de levantarme y dar un grito.
Regresamos apresuradamente a la ciudad y envié un telegrama a MacGillivray. Quería media docena de hombres, y les ordené que se repartieran entre los distintos hoteles. Después, Scaife se fue a explorar la casa que había en lo alto de los treinta y nueve escalones.
Volvió con noticias que me desconcertaron y tranquilizaron al mismo tiempo. La casa se llamaba Trafalgar Lodge y pertenecía a un anciano caballero llamado Appleton; un corredor de bolsa retirado, había dicho el agente de la inmobiliaria. El señor Appleton pasaba largas temporadas en la casa durante el verano, y ahora se encontraba allí, pues había llegado a principios de semana. Scaife pudo recoger muy pocos datos sobre él. Únicamente que era un buen hombre, que pagaba sus facturas con puntualidad y siempre estaba dispuesto a dar un generoso donativo para una obra de caridad local. Después Scaife llegó hasta la puerta trasera de la casa, haciéndose pasar por un vendedor de máquinas de coser. Sólo había tres criadas, una cocinera, una doncella y una mujer de limpieza, y eran de las que se encuentran en cualquier casa respetable de clase media. A la cocinera no le gustaba chismorrear, y le había cerrado la puerta en las narices, pero Scaife estaba seguro de que no sabía nada. Al lado había una casa nueva que podría constituir un buen puesto de observación y la villa del otro lado estaba en alquiler y tenía un jardín lleno de arbustos y maleza.
Pedí el telescopio a Scaife, y antes de almorzar fui a dar un paseo por el Ruff. Me mantuve detrás de la hilera de casas y encontré un buen punto de vigilancia en el límite del campo de golf. Desde allí veía la línea de césped que bordeaba el acantilado, con algún que otro banco, y los pequeños solares cuadrados, vallados y delimitados por arbustos, allí donde las escaleras descendían hacia la playa. Vi Trafalgar Lodge con toda claridad: una casa de ladrillos rojos con una terraza, una pista de tenis en la parte posterior, y delante un jardín lleno de margaritas y geranios. Había un asta de la que la enseña nacional colgaba fláccidamente en el aire tranquilo.
En aquel momento observé que alguien salía de la casa y echaba a andar por el borde del acantilado. Cuando le enfoqué vi que era el anciano, vestido con unos pantalones blancos de franela, una chaqueta de sarga azul y un sombrero de paja. Llevaba unos prismáticos y un periódico, y se sentó en uno de los bancos de hierro y empezó a leer. De vez en cuando dejaba el periódico y volvía los prismáticos hacia el mar. Contempló largo rato el destructor. Yo le observé durante media hora, hasta que se levantó y regresó a su casa para almorzar, momento en que yo volví al hotel para hacer lo mismo.
No me sentía muy confiado. Aquella casa tan normal y corriente no era lo que yo había esperado.
El hombre podía ser el arqueólogo calvo de la terrible granja de los páramos, y podía no serlo. Era como uno de esos viejos pájaros satisfechos que se ven en todos los barrios residenciales y lugares de veraneo. En caso de tener que escoger a un tipo de persona totalmente inofensiva, lo más probable era que hubiese elegido a ése.
Pero después de almorzar, mientras estaba sentado en el porche del hotel, me reanimé, pues vi lo que deseaba y había temido perderme. Un yate procedente del sur se acercó a la costa y echó anclas delante del Ruff. Debía pesar unas ciento cincuenta toneladas, y vi que pertenecía a la escuadra por la bandera blanca. Así pues, Scaife y yo bajamos al puerto y alquilamos una barca para una tarde de pesca.
Pasé una tarde distraída y apacible. Entre los dos pescamos unos diez kilos de bacalao, y desde el mar enfoqué las cosas con más optimismo. Encima de los blancos acantilados del Ruff se veían las manchas verdes y rojas de las casas, y especialmente el asta de la bandera de Trafalgar Lodge. Hacia las cuatro, cuando consideramos que habíamos pescado bastante, pedí al barquero que se aproximara al yate, posado sobre la mar como un delicado pájaro blanco, dispuesto a emprender el vuelo en cualquier momento. Scaife dijo que por la línea parecía un barco rápido, y que llevaba motores muy potentes.
Su nombre era Ariadne, como descubrí por la gorra de uno de los hombres que estaba limpiando los latones. Le hablé, y me contestó en el melodioso dialecto de Essex. Otro marinero me dio la hora en el inconfundible inglés de Inglaterra. Nuestro barquero habló del tiempo con uno de ellos, y durante unos minutos nos balanceamos junto a la proa del lado de estribor.
De repente los hombres dejaron de prestarnos atención y reanudaron sus tareas cuando vieron acercarse a un oficial. Era un joven de aspecto pulido y agradable, y nos preguntó en un inglés perfecto si habíamos tenido buena pesca. Sin embargo, no dejaba lugar a dudas. Su cabeza pelada al rape y el corte de su chaqueta y su corbata no eran ingleses.
Esto me tranquilizó un poco, pero mis persistentes dudas no desaparecieron durante el camino de regreso a Bradgate. Lo que me preocupaba era pensar que mis enemigos sabían que había obtenido mis informaciones de Scudder, y que fue Scudder quien me dio la pista para llegar a este lugar. Si sabían que Scudder tenía esta pista, ¿por qué no habían cambiado sus planes? Se jugaban demasiado para aventurarse a correr ningún riesgo. La cuestión era si sospechaban todo lo que Scudder sabía. La noche anterior había declarado confiadamente que los alemanes siempre seguían un plan fijado de antemano, pero si barruntaban que yo estaba sobre su pista serían tontos de no cambiarlo. Me pregunté si el hombre de la noche anterior se habría dado cuenta de que le había reconocido. Confiaba en que no. De todos modos, la situación nunca me había parecido tan difícil como aquella tarde, cuando lo lógico habría sido que estuviese seguro del éxito.
En el hotel conocía al comandante del destructor, que Scaife me presentó, y con el cual intercambié unas cuantas palabras. Después decidí ir a vigilar Trafalgar Lodge durante una o dos horas.
Encontré un lugar más arriba de la colina, en el jardín de una casa vacía. Desde allí veía perfectamente la pista de tenis, donde dos figuras jugaban un partido. Una de ellas era el viejo, al que ya había visto; la otra era un hombre más joven, que llevaba un pañuelo con los colores de un club alrededor de la cintura. Jugaban con visible placer, como dos habitantes de una gran ciudad que quisieran hacer ejercicio para abrir los poros. Habría sido imposible concebir un espectáculo más inocente. Gritaban y reían, e hicieron una pausa para beber cuando una doncella les llevó dos jarras de cerveza en una bandeja. Me froté los ojos y me pregunté a mí mismo si no era el mayor tonto de la Tierra. El misterio y la oscuridad habían envuelto a los hombres que me acosaron por los páramos de Escocia, y principalmente a aquel anticuario infernal. Era fácil relacionar a esas personas con el cuchillo que clavó a Scudder en el suelo, y con crueles designios para la paz mundial. Pero aquellas dos personas eran cándidos ciudadanos haciendo un ejercicio inocuo, que pronto entrarían en la casa para tomar una cena normal, durante la que hablarían de cotizaciones de Bolsa, de los últimos partidos de criquet y de los recientes acontecimientos de su ciudad natal. Yo había tendido una red para atrapar a buitres y halcones, y he aquí que sólo había cazado a dos inocentes tordos.
En aquel momento llegó una tercera persona, un hombre joven en bicicleta, con una bolsa de palos de golf colgada a la espalda. Fue a la pista de tenis y los jugadores le recibieron con vivas muestras de alegría. Evidentemente, se estaban burlando de él, y sus bromas parecían muy inglesas. Después, el hombre gordo, enjugándose la frente con un pañuelo de seda, anunció que iba a darse un baño.
Oí sus palabras con toda claridad.
– He sudado una barbaridad -dijo-. Esto me ayudará a rebajar peso, Bob. Mañana jugaremos unos cuantos hoyos y te daré una buena paliza. -No habría podido haber nada más inglés que esto.
Entraron en la casa, y yo me sentí como un verdadero idiota. Esta vez me había equivocado. Aquellos hombres podían estar fingiendo; pero, en este caso, ¿dónde estaba el público? Ellos no sabían que yo me hallaba sentado bajo un rododendro a treinta metros de distancia. Resultaba imposible creer que estos tres fuesen algo distinto de lo que aparentaban: tres ingleses de vacaciones, fastidiosos, tal vez, pero sórdidamente inocentes.
Y sin embargo eran tres; y uno era viejo, y el otro gordo, y el último delgado y moreno; y su casa coincidía con las notas de Scudder; y a media milla de distancia había un yate con un oficial alemán como mínimo. Pensé en el difunto Karolides, y en una Europa que estaba al borde de un terremoto, y en los hombres que había dejado en Londres y aguardaban ansiosamente los sucesos de las próximas horas. No había duda de que el desastre era inminente. La «Piedra Negra» había ganado, y si sobrevivía a esta noche de junio se embolsaría sus ganancias.
Al parecer sólo podía hacer una cosa: seguir adelante como si no tuviera ninguna duda, y si iba a ponerme en ridículo hacerlo a conciencia. Nunca en mi vida había acometido un trabajo de tan mala gana.
En aquel momento habría preferido entrar en una guarida de anarquistas, todos con una Browning a mano, o enfrentarme con un león hambriento, que entrar en aquel feliz hogar de tres alegres ingleses y decirles que su juego había terminado. ¡Cómo se reirían de mí!
Pero de repente me acordé de una cosa que el viejo Peter Pienaar me había dicho en Rodesia. Ya he citado antes a Peter en este relato. Era el mejor explorador que he conocido, y antes de volverse respetable había estado muy a menudo al margen de la ley. Peter habló una vez conmigo sobre la cuestión de los disfraces, y me explicó una teoría que me vino a la memoria en aquel momento. Dijo, desechando los factores seguros como las huellas digitales, que los simples rasgos físicos no eran suficientes para una identificación si el fugitivo sabía lo que se traía entre manos. Se burló de cosas como el pelo teñido y las barbas postizas y demás locuras infantiles. Lo único que importaba era lo que Peter llamaba «atmósfera».
Si un hombre se situaba en un ambiente totalmente distinto de aquel en el que había sido observado por primera vez, y -esto es lo importante- se integraba en este ambiente y actuaba como si nunca hubiese estado fuera de él, desconcertaría al mejor de los detectives.
Después me contó cómo una vez tomó prestada una chaqueta negra, fue a la iglesia y compartió el mismo libro de himnos con el hombre que le estaba buscando. Si ese hombre lo hubiese visto en un ambiente decente con anterioridad, le habría reconocido; pero sólo le había visto en una posada con un revólver.
Estos recuerdos de Peter me proporcionaron un gran consuelo. Peter había sido un tipo muy listo, y los hombres a los que yo me enfrentaba era unos expertos. ¿Y si estuvieran jugando al juego de Peter?
Un tonto procura cambiar de aspecto: un hombre listo tiene el mismo aspecto y es distinto.
También ahora recordé la máxima de Peter que me había ayudado cuando fui picapedrero. «Si interpretas un papel, nunca lo harás bien si no te convences de que eres realmente el personaje.» Esto explicaría el partido de tenis. Esos individuos no tenían necesidad de fingir: simplemente habían apretado un botón y habían pasado a llevar otra vida, que les resultaba tan natural como la primera. Parece una tontería, pero Peter solía decir que era el gran secreto de todos los malhechores famosos.
Iban a dar las ocho, de modo que regresé para dar instrucciones a Scaife. Le dije cómo debía colocar a sus hombres, y después me fui a dar un paseo, pues no tenía ganas de cenar. Di la vuelta al campo de golf y llegué a un lugar del acantilado situado al norte de la hilera de casas.
Por el camino crucé con gente que volvía de la playa y de jugar a tenis, y con un guardacostas de la oficina de telégrafos. Vi encenderse las luces del Ariadne y el destructor fondeado un poco más al sur, y más allá de los bajíos de Cock aparecieron las luces de los vapores que se dirigían al Támesis. Toda la escena era tan pacífica y normal que mi inseguridad fue en aumento. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para encaminarme hacia Trafalgar Lodge alrededor de las nueve y media.
Por el camino me consolé un poco al ver a un galgo que corría junto a una doncella. Me recordó al perro que yo tenía en Rodesia, y el día en que le llevé a cazar conmigo a las colinas Pali. Íbamos tras las huellas de una gacela, y ambos la perdimos tras seguirla durante un rato. Los lebreles se guían por la vista, y mis ojos son bastante penetrantes, pero el animal desapareció. Después averigüé cómo lo había logrado. Contra la roca gris de los cerros sudafricanos no destacaba más que un cuervo contra un nubarrón. No tuvo necesidad de correr; le bastó con permanecer inmóvil y confundirse con el fondo.
De repente, mientras todos estos recuerdos pasaban por mi cerebro, pensé en mi presente caso y apliqué la moraleja. La «Piedra Negra» no tenía necesidad de huir. Sus miembros estaban integrados en el paisaje. Me hallaba en el buen camino, por lo que grabé esta frase en mi mente y me juré no olvidarla. Peter Pienaar no podía equivocarse.
Los hombres de Scaife ya debían estar en sus puestos, pero no se veía ni un alma. La casa era claramente visible para todo el que quisiera observarla. Una barandilla de un metro la separaba de la carretera del acantilado; las ventanas de la planta baja estaban abiertas, y las luces y el sonido de voces revelaban dónde estaban terminando de cenar los ocupantes. Todo era tan público y ostensible como una colecta de caridad. Sintiéndome como el mayor tonto de la Tierra, abrí la puerta del jardín y toqué el timbre.
Un hombre de mi especie, que ha viajado por todo el mundo, se lleva a la perfección con dos clases, las que podríamos llamar alta y baja. Las comprende y ellas le comprenden a él. Yo me sentía muy a gusto con pastores, vagabundos y picapedreros, y me sentía bastante bien con personas como sir Walter y los hombres que había conocido la noche anterior. No sé explicar por qué, pero es un hecho. Sin embargo, lo que las personas como yo no pueden entender es el mundo cómodo y satisfecho de la clase media, la gente que vive en villas y suburbios. No sabe cuáles son sus opiniones, no entiende sus convencionalismos, y desconfía tanto de ellos como de una cobra negra. Cuando una impecable doncella me abrió la puerta, apenas pude pronunciar palabra.
Pregunté por el señor Appleton, y la doncella me franqueó la entrada. Mi plan era irrumpir en el comedor y, por medio de mi súbita aparición, despertar en los hombres aquella chispa de reconocimiento que confirmaría mi teoría. Pero cuando me vi en aquel vestíbulo no fui dueño de mí mismo. Allí estaban los palos de golf y las raquetas de tenis, las gorras y los sombreros de paja, las hileras de guantes y el haz de bastones que encuentras en diez mil hogares británicos. Un montón de abrigos cuidadosamente doblados cubría la superficie de una antigua cómoda de roble; había un gran reloj y algunos relucientes calentadores de latón en las paredes, además de un barómetro y un grabado de Chiltern ganando el St. Leger. El lugar era tan ortodoxo como una iglesia anglicana. Cuando la doncella me preguntó mi nombre se lo di automáticamente, y fui introducido en el salón de fumar, a la derecha del vestíbulo. Esa habitación era incluso peor. No tuve tiempo de examinarla, pero vi algunas fotografías de grupo en la repisa de la chimenea, y habría podido jurar que pertenecían a escuelas particulares o universidades inglesas. Sólo eché una ojeada, pues conseguí recobrar la sangre fría y seguí a la doncella. Pero llegué demasiado tarde. Ella ya había entrado en el comedor y dado mi nombre a su señor, y yo había perdido la oportunidad de ver la reacción de los tres al oírlo.
Cuando entré en la habitación, el anciano de la cabecera de la mesa se había levantado para recibirme.
Iba vestido de etiqueta -chaqueta corta y corbata negra-, igual que el otro, al que mentalmente llamé «el gordo». El tercero, el tipo moreno, llevaba un traje de sarga azul y un cuello blanco, y los colores de un club o un colegio.
La reacción del anciano fue perfecta.
– ¿Señor Hannay?-dijo con un titubeo-. ¿Deseaba verme? Volveré en seguida, amigos. Será mejor que vayamos al salón de fumar.
Aunque no tenía ni un gramo de seguridad en mí mismo, me esforcé en seguir jugando la partida. Cogí una silla y me senté.
– Creo que ya nos conocemos -me apresuré a decir-, y supongo que ya sabe lo que quiero.
La luz era muy tenue, pero por lo que pude ver en sus caras, interpretaron muy bien el papel de desconcierto.
– Quizá, quizá -dijo el anciano-. No tengo muy buena memoria, pero me temo que debe revelarme el motivo de su visita, señor, porque no lo conozco.
– De acuerdo -repuse, mientras experimentaba la sensación de estar diciendo tonterías-. He venido para comunicarles que el juego ha terminado. Aquí tengo una orden de arresto contra ustedes tres, caballeros.
– ¿Arresto? -repitió el anciano, y pareció verdaderamente trastornado-. ¡Arresto! Santo Dios, ¿por qué?
– Por el asesinato de Franklin Scudder, en Londres, el día veintitrés del mes pasado.
– Nunca había oído ese nombre -dijo el anciano con voz aturdida.
Entonces habló uno de los otros:
– Se refiere al asesinato de Portland Place. Lo leí en los periódicos. ¡Santo Cielo, usted debe estar loco, señor! ¿De dónde viene?
– De Scotland Yard -contesté.
Después de eso hubo un minuto de silencio absoluto. El anciano clavó los ojos en el plato y jugueteó con una nuez, como un modelo de inocente estupefacción.
Entonces habló el gordo. Tartamudeó un poco, como un hombre que escogiera sus palabras.
– No te pongas nervioso, tío -dijo-. Todo esto es una equivocación ridícula; pero esas cosas ocurren algunas veces, y podemos aclararlas fácilmente. No nos costará demostrar nuestra inocencia. Yo puedo demostrar que el veintitrés de mayo estaba fuera del país, y Bob se hallaba en una clínica. Tú te encontrabas en Londres, pero puedes explicar qué hacías allí.
– ¡Desde luego, Percy! Claro que es muy fácil. ¡El veintitrés! Eso fue el día siguiente de la boda de Agatha. Veamos. ¿Qué hice? Llegué de Woking por la mañana, y almorcé en el club con Charlie Symons. Después… ¡Ah, sí!, cené con los Fishmonger. Lo recuerdo porque el ponche no me sentó nada bien, y a la mañana siguiente estaba indispuesto. Sin ir más lejos, tengo la caja de cigarros que traje de la cena. -Señaló un objeto que había encima de la mesa, y se rió nerviosamente.
– Creo, señor -dijo el joven, dirigiéndose respetuosamente a mí-, que usted mismo se habrá dado cuenta del error. Queremos ayudar a la ley como todos los ingleses, y no deseamos que Scotland Yard quede en ridículo. ¿No es así, tío?
– Desde luego, Bob. -El anciano parecía estar recobrando la voz-. Desde luego, haremos todo lo que esté en nuestra mano para ayudar a las autoridades. Pero… pero esto es un poco excesivo. No logro recobrarme de la sorpresa.
– ¡Cómo se reiría Nellie!-dijo el hombre gordo-. Siempre afirmaba que te morirías de aburrimiento porque nunca te ocurría nada. Y ahora vas a desquitarte con creces -y se echó a reír de un modo muy agradable.
– Por Júpiter, sí. ¡Imagínate! Vaya una historia para explicar en el club. La verdad, señor Hannay, supongo que debería estar enfadado para demostrar mi inocencia, pero es demasiado gracioso. ¡Casi le perdono el susto que me ha dado! Parecía usted tan triste, que he pensado que tal vez había matado a alguien estando dormido.
No podía ser una actuación; era detestablemente genuino. Se me cayó el alma a los pies, y mi primer impulso fue pedir disculpas y marcharme. Pero me dije a mí mismo que no podía darme por vencido, aunque me convirtiese en el hazmerreír de toda Gran Bretaña. La luz de las velas era muy tenue, y para disimular mi confusión me levanté, fui hacia la puerta y encendí la luz eléctrica. El súbito resplandor les hizo parpadear, y yo escruté los tres rostros.
No me sirvió de nada. Uno era viejo y calvo, otro era corpulento, y otro era moreno y delgado. Su aspecto no desmentía que fuesen los tres que me habían perseguido en Escocia, pero nada les identificaba. No entiendo por qué yo, que como picapedrero había cruzado mi mirada con dos pares de ojos, y como Ned Ainslie con otro par, por qué yo, que tengo buena memoria y el don de la observación, no pude reconocerles. Parecían lo que afirmaban ser, y no habría podido jurar que no lo eran.
En aquel agradable comedor, con grabados en las paredes y el retrato de una anciana dama encima de la repisa de la chimenea, no vi nada que les relacionara con los fanáticos de los páramos. Había una pitillera de plata junto a mí, y vi que había sido ganada por Percival Appleton, del club de St. Bede, en un torneo de golf. Tuve que concentrarme en el recuerdo de Peter Pienaar para no salir corriendo de aquella casa.
– Bueno -dijo cortésmente el anciano-, ¿está satisfecho del interrogatorio, señor?
No encontré palabras para responder.
– Espero que considere compatible con su deber olvidar este ridículo asunto. No me quejo, pero es muy molesto para personas respetables como nosotros.
Meneé la cabeza.
– Oh, Dios mío -exclamó el hombre joven-. ¡Esto es demasiado!
– ¿Acaso se propone llevarnos a la comisaría de policía?-preguntó el gordo-. Quizá esto fuera lo mejor, pero supongo que no se contentará con la policía local. Tengo derecho a pedirle que nos enseñe la orden de arresto, pero no quiero formular ninguna calumnia contra usted. Sólo está cumpliendo con su deber. Sin embargo, admitirá que lo hace con mucha torpeza. ¿Puedo saber cuáles son sus intenciones?
No había nada que hacer más que llamar a mis hombres y arrestarles, o bien confesar mi error y marcharme. Estaba hipnotizado por el lugar, por el aire de absoluta inocencia, no sólo inocencia, sino sincera estupefacción e inquietud en aquellos tres rostros.
«Oh, Peter Pienaar», gemí interiormente, y en ese momento estuve a punto de maldecirme por tonto y pedirles perdón.
– Mientras tanto, propongo que juguemos una partida de bridge -dijo el gordo-. Dará tiempo al señor Hannay para reflexionar, y nos distraeremos un rato. ¿Quiere usted jugar, señor?
Acepté como si se tratara de una invitación normal en el club. Todo aquel asunto me había hipnotizado. Fuimos al salón de fumar, donde había una mesa de juego, y me invitaron a fumar y beber. Ocupé mi lugar en la mesa como en un sueño. La ventana estaba abierta y la luna iluminaba los acantilados y él mar con una luz amarilla. La cabeza me daba vueltas. Los tres habían recobrado la compostura y charlaban con naturalidad de los temas que se oyen en cualquier club de golf. Yo debía destacar como un bicho raro, sentado entre ellos con el ceño fruncido y la mirada ausente.
Mi pareja era el joven moreno. Soy un jugador de bridge bastante aceptable, pero creo que aquella noche no hice un buen papel. Vieron que habían logrado desconcertarme, y eso les confirió aún más seguridad en sí mismos. Yo seguí observando sus rostros, pero no me revelaron nada. No es que tuviesen un aspecto distinto; eran distintos. Me aferré desesperadamente a las palabras de Peter Pienaar.
De repente algo me despertó.
El anciano bajó la mano para encender un cigarro. No lo cogió en seguida, sino que se retrepó un momento en la silla, tamborileando con los dedos sobre las rodillas.
Recordé que había hecho este movimiento cuando me hallaba ante él en la granja de los páramos, encañonado por las pistolas de sus criados.
Fue un pequeño detalle, que sólo duró un segundo, y había un millar de probabilidades contra una de que en aquel momento yo estuviera mirando mis cartas y no lo viese. Pero lo vi, y, en un instante, el aire pareció aclararse. Las sombras de mi cerebro se desvanecieron y observé a los tres hombres de un modo muy distinto.
El reloj de la repisa de la chimenea dio las diez.
Las tres caras parecieron cambiar ante mis ojos y revelar sus secretos. El joven era el asesino. Ahora vi crueldad donde antes sólo había visto buen humor. Estaba seguro de que su cuchillo era el que había atravesado el corazón de Scudder. Otro de su misma calaña había atravesado a Karolides con una bala.
Las facciones del hombre gordo parecieron borrarse y formarse de nuevo mientras yo las contemplaba. No tenía una cara, sólo un centenar de máscaras que podía ponerse cuando quería. Este individuo debía ser un excelente actor. Quizá hubiera sido lord Alloa la noche anterior; quizá no, no importaba. Me pregunté si habría sido el que encontró a Scudder y le dejó la tarjeta en el buzón. Scudder me dijo que ceceaba, y me imaginé cómo podía llegar a aterrorizar la adopción del ceceo.
Pero el anciano era la flor y nata del grupo. Era totalmente cerebral, frío, calculador, tan cruel como un martillo a vapor. Ahora que mis ojos se habían abierto me pregunté dónde había visto la benevolencia. Su mandíbula parecía de acero, y sus ojos tenían la inhumana luminosidad de los de un pájaro. Seguí jugando, y el odio fue creciendo en mi interior.
Me asfixiaba, y no pude contestar cuando mi pareja me habló. No resistiría su compañía mucho rato más.
– ¡Caramba! ¡Bob! Mira qué hora es -dijo el anciano-. Sería mejor que te apresurases si no quieres perder el tren. Bob tiene que ir esta noche a la ciudad -añadió, volviéndose hacia mí. Ahora sí que noté la falsedad de su voz.
Miré el reloj, y vi que eran casi las diez y media.
– Me temo que deberá retrasar su viaje -dije.
– Oh, maldita sea -exclamó el joven-, pensaba que había olvidado esas tonterías. No tengo más remedio que irme. Le daré mi dirección y todas las seguridades que quiera.
– No -repliqué-, tiene que quedarse.
Creo que entonces se dieron cuenta de que su situación era desesperada. Su única oportunidad había sido convencerme de que estaba haciendo el ridículo, y en eso habían fallado. Pero el anciano habló de nuevo.
– Yo respondo de mi sobrino. Eso debería bastarle, señor Hannay -¿fueron imaginaciones mías, o percibí realmente un cambio en la suavidad de aquella voz?
Debió ser así, porque cuando le miré parpadeó de aquel modo tan similar al de un halcón que el miedo había grabado en mi memoria.
Toqué mi silbato.
En un instante las luces se apagaron. Un par de fuertes brazos me agarraron por la cintura, tapando los bolsillos en los que un hombre podía llevar una pistola.
– Schnell, Franz -exclamó una voz-, das Boot, das Boot! -al mismo tiempo, vi aparecer a dos de mis hombres en el jardín iluminado por la luna.
El joven moreno se lanzó hacia la ventana, y saltó a través de ella y por encima de la valla antes de que nadie pudiera alcanzarle. Yo agarré al viejo, y la habitación pareció llenarse de figuras. Vi al gordo cogido por el cuello, pero mis ojos estaban pendientes de lo que ocurría en el exterior, donde Franz corría por la carretera hacia la reja que daba paso a las escaleras de la playa. Un hombre le seguía, pero no pudo alcanzarle. La verja de las escaleras se cerró herméticamente tras el fugitivo, y yo me quedé mirando, con las manos en torno al cuello del viejo, durante el rato que un hombre invertiría en bajar esos escalones hasta el mar.
De repente mi prisionero se desasió y se lanzó contra la pared. Oí un chasquido como si hubiera accionado una palanca. Después se produjo un ruido sordo, procedente de las entrañas de la tierra, y a través de la ventana vi una nube de polvo en el lugar donde estaban las escaleras.
Alguien encendió la luz.
El anciano me estaba mirando con ojos centelleantes.
– Está a salvo -exclamó-. No le alcanzarán a tiempo… Se ha ido… Ha triunfado… Der ’schwarze Stein’ist in der Siegeskrone.
Esos ojos reflejaban algo más que triunfo. Habían parpadeado como los de un ave de presa, y ahora centelleaban con el orgullo de un halcón. La llama del fanatismo ardía en ellos, y por primera vez comprendí con quién me había enfrentado. Aquel hombre era más que un espía; a su modo había sido un patriota.
Mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas, le dije mis últimas palabras:
– Espero que Franz soporte bien su triunfo. Debo decirle que el Ariadne está en nuestras manos desde hace una hora.
Tres semanas después, como todo el mundo sabe, entramos en guerra. Yo me incorporé al Nuevo Ejército la primera semana, y debido a mi experiencia en Matabele obtuve inmediatamente el grado de capitán. Sin embargo, creo que presté mi mejor servicio antes de ponerme el uniforme.