Aquella tarde de mayo, hacia las tres, volví de la City bastante hastiado de la vida. Hacía tres meses que me encontraba en la madre patria, y ya estaba harto de ella. Si un año antes me hubieran dicho que me sentiría así, no me lo habría creído; pero así era. La lluvia me ponía de malhumor, el lenguaje del inglés corriente me ponía enfermo, no podía hacer bastante ejercicio, y las diversidades de Londres me parecían tan insulsas como una gaseosa dejada mucho tiempo al sol. «Richard Hannay -me decía a mí mismo una y otra vez-, has caído en una zanja, amigo mío, y será mejor que te des prisa en salir.»
Me mordía los labios sólo de pensar en todos los planes que había hecho durante los últimos años pasados en Buluwayo. Fueron muchos; no extraordinarios, pero sí lo bastante buenos para mí; y había imaginado gran cantidad de medios para divertirme. Mi padre me sacó de Escocia a los seis años, y no había estado en casa desde entonces, de modo que Inglaterra me parecía un cuento de Las mil y una noches, y mi intención era quedarme allí hasta el fin de mis días.
Pero desde el primero me decepcionó. Al cabo de una semana estaba cansado de ver monumentos, y al cabo de un mes estaba harto de restaurantes, teatros y carreras de caballos. No tenía ningún amigo con quien salir, lo que probablemente explica las cosas. Mucha gente me invitaba a su casa, pero nadie parecía demasiado interesado por mí. Me hacían una o dos preguntas sobre Sudáfrica, y después volvían a sus asuntos. Muchas damas imperialistas me invitaban a tomar té para presentarme a maestros de escuela de Nueva Zelanda y editores de Vancouver, y esto era lo peor de todo. Allí estaba yo, a los treinta y siete años, sano de cuerpo y alma, con dinero suficiente para pasarlo bien, bostezando de aburrimiento durante todo el día. Empezaba a tomar en consideración la idea de largarme y regresar a las estepas africanas, pues era el hombre más aburrido del Reino Unido.
Aquella tarde había estado hablando con mis corredores sobre posibles inversiones para distraerme un poco, y de regreso a casa pasé por mi club, que era más bien un antro que admitía socios de las colonias. Tomé varias copas y leí los periódicos vespertinos. Todos comentaban la delicada situación en el Próximo Oriente, y había un artículo sobre Karolides, el primer ministro griego. Lo describía bastante bien. Por lo visto era un hombre importante en la escena internacional; y jugaba limpio, cosa que no podía decirse de la mayoría. Deduje que en Berlín y Viena le odiaban a muerte pero que nosotros le apoyaríamos, y un periódico decía que era el único obstáculo entre Europa y Armagedón. Recuerdo que me pregunté si podría conseguir un empleo en esa zona. Estaba convencido de que Albania era uno de esos lugares donde es imposible aburrirse.
Alrededor de las seis fui a casa, me vestí, cené en el Café Royal, y me metí en un teatro de variedades. Era un espectáculo soporífero, compuesto por mujeres que brincaban y hombres con cara de mono, y me quedé poco rato. La noche era espléndida y regresé andando al piso que había alquilado cerca de Portland Place. La gente paseaba junto a mí charlando animadamente, y envidié a esas personas por tener algo que hacer. Esas dependientas y oficinistas, petimetres y policías, sentían por la vida un interés que les impulsaba a seguir adelante. Di media corona a un mendigo porque le vi bostezar; sufría del mismo mal que yo. En Oxford Circus levanté los ojos al cielo de primavera e hice un juramento. Concedería otro día a la madre patria para que me proporcionara alguna distracción; si no sucedía nada, tomaría el primer barco con destino a Ciudad del Cabo.
Mi apartamento estaba en el primer piso de un edificio nuevo detrás de Langham Place. Había una escalera corriente con un conserje y un ascensorista en la entrada, pero no había ningún restaurante ni nada por el estilo, y cada piso estaba completamente aislado de los demás. Odio a las criadas por principio, de modo que un hombre venía a servirme durante el día. Llegaba antes de las ocho de la mañana y solía marcharse a las siete, pues yo nunca cenaba en casa.
Estaba metiendo la llave en la cerradura cuando reparé en la presencia de un individuo junto a mí. No le había visto acercarse, y su súbita aparición me sobresaltó. Era un hombre- delgado, con una barba castaña y penetrantes ojillos azules. Le reconocí como el ocupante del piso superior, con el cual me había cruzado algunas veces en la escalera.
– ¿Puedo hablar con usted? ¿Me permite que entre un momento? -dijo. Hacía un visible esfuerzo para dominar el temblor de su voz, y me tocaba el brazo con una mano.
Abrí la puerta y le indiqué que entrara con un gesto. En cuanto hubo traspuesto el umbral se dirigió a la habitación trasera, donde yo solía fumar y escribir cartas. Después dio media vuelta y regresó sobre sus pasos.
– ¿Ha cerrado la puerta? -preguntó febrilmente, y él mismo corrió la cadena. -Lo siento mucho -dijo humildemente-. No debería tomarme tantas libertades, pero usted parece ser un hombre comprensivo. He pasado toda la semana pensando en usted, desde que las cosas se pusieron difíciles. Dígame, ¿querrá hacerme un favor?
– Le escucharé -repuse-. No puedo prometerle más.
Empezaban a inquietarme las bufonadas de aquel nervioso personaje.
A su lado había una mesa con una bandeja de bebidas, de la que se sirvió un cargado whisky con soda. Se lo tomó en tres tragos, y resquebrajó el vaso al dejarlo sobre la mesa.
– Perdone -dijo-, esta noche estoy un poco nervioso. Verá, da la casualidad de que en este momento estoy muerto.
Yo me senté en un sillón y me puse a encender la pipa.
– ¿Qué se siente estando muerto? -pregunté. Estaba seguro de que tenía que habérmelas con un loco.
Una sonrisa distendió su avispado rostro.
– No estoy loco… todavía. Escuche, señor, le he estado observando, y me parece que es usted una persona ecuánime. También me parece un hombre honrado, y lo bastante valiente para no amilanarse con facilidad. Voy a confiar en usted. Necesito que alguien me ayude, y quiero saber si puedo contar con usted.
– Cuénteme de qué se trata -dije-, y después le contestaré.
Pareció prepararse para un gran esfuerzo, y después se lanzó al más extraño de los galimatías. Al principio no entendí nada, y tuve que interrumpirle para hacerle unas cuantas preguntas. Pero la esencia del asunto es ésta:
Era americano, de Kentucky, y al terminar la carrera, como disponía de medios económicos, decidió ver un poco de mundo. Sabía escribir, y trabajó como corresponsal de guerra para un periódico de Chicago; después pasó un año o dos en el sudeste de Europa. Deduje que era un buen lingüista, y que había llegado a conocer bastante bien la sociedad de esa zona. Mencionó familiarmente muchos nombres que recordé haber visto en los periódicos.
Me dijo que se había introducido en los medios políticos, primero por interés y después porque no pudo evitarlo. Le clasifiqué como un hombre perspicaz e inquieto, que siempre quería llegar a la raíz de las cosas. Y había llegado más lejos de lo que quería.
Les explico lo que me dijo tal como yo lo entendí. A espaldas de todos los gobiernos y ejércitos se había organizado un gran movimiento subterráneo, dirigido por personas muy peligrosas. Él lo descubrió por casualidad; le fascinó, siguió adelante y le sorprendieron. Deduje que sus miembros pertenecían a la clase de anarquistas educados que hacen las revoluciones, pero que junto a ellos estaban los financieros que jugaban por dinero. Un hombre listo puede obtener grandes beneficios de un mercado en decadencia, y a ambas clases les convenía enemistar a Europa.
Me refirió algunas cosas que explicaban otras que me habían desconcertado; cosas que ocurrieron en la Guerra de los Balcanes: cómo un estado podía descollar súbitamente, por qué se hacían y rompían las alianzas, por qué había ciertos hombres que desaparecían, y de dónde procedían los materiales para la guerra. El objetivo de toda la conspiración era enfrentar a Rusia y Alemania.
Cuando le pregunté por qué, dijo que los anarquistas confiaban en que eso les daría una oportunidad. Todo estaría en un crisol, y ellos esperaban que surgiera un mundo nuevo. Los capitalistas recogerían las ganancias y amasarían fortunas acaparando los despojos. El capital, dijo, no tenía conciencia ni patria. Además, los judíos estaban detrás de toda esta trama, y los judíos odiaban a Rusia con toda su alma.
– ¿Le sorprende? -exclamó-. Han sido perseguidos durante trescientos años, y éste es su desquite de los pogroms. Los judíos están en todas partes, pero hay que rebuscar mucho para encontrarles. Tome cualquier empresa alemana de cierta importancia. Si tienes tratos con ellas, el primer hombre al que conoces es el príncipe vori und zu Algo, un joven elegante que habla un inglés de Eton y Harrow. Pero él no pincha ni corta. Si se trata de un gran negocio, pasas por encima de él y encuentras a un westfaliano prognato con una frente de gorila y los modales de un cerdo. Él es el hombre de negocios alemán que produce escalofríos a sus periódicos ingleses. Pero cuando el negocio es de primera y debes tratar con el verdadero amo, te llevan ante un judío bajo y pálido con la mirada de una serpiente cascabel. Sí, señor, él es el hombre que gobierna el mundo en este momento, y su objetivo es dar el golpe de gracia al Imperio del zar, porque su tía fue ultrajada y su padre azotado en algún pueblecito junto al Volga.
No pude dejar de decirle que sus anarquistas judíos parecían haberse quedado un poco atrás.
– Sí y no -contestó-. Triunfaron hasta cierto punto, pero descubrieron algo más importante que el dinero, algo que no podía comprarse: el instinto combativo del hombre. Si te van a matar, te inventas una especie de bandera o país por el que luchar, y si sobrevives llegas a amar esa cosa. Esos pobres diablos de soldados han encontrado algo que les importa, y que ha trastornado el bonito plan urdido en Berlín y Viena. Pero mis amigos aún no han jugado su última carta. Tienen un as en la manga, y a menos que yo logre seguir con vida un mes más, lo jugarán y ganarán.
– Yo creía que estaba usted muerto -comenté
-Mors janua vitae [1]-dijo él sonriendo. (Reconocí la cita: era casi todo el latín que sabía)-. Ya llegaremos a esto, pero primero tengo que ponerle en antecedentes. Si ha leído su periódico, supongo que conocerá el nombre de Constantine Karolides, ¿no?
Al oír esto me enderecé, pues había leído un artículo sobre él aquella misma tarde.
– Es el hombre que ha desbaratado todos sus planes. Es el mayor cerebro de la política actual, y además da la casualidad de que es un hombre honrado. Por lo tanto, van detrás él desde hace doce meses. Yo lo descubrí; no fue muy difícil, cualquier tonto habría podido adivinarlo. Pero no descubrí cómo pensaban quitarle de en medio, y esta información fue mortífera. Por eso he tenido que morirme.
Tomó otra copa, y yo mismo se la serví, pues empezaba a interesarme por el mendigo.
– No pueden liquidarle en su país, porque tiene una escolta de epirotas que despellejarían a sus abuelas. Pero el día quince de junio vendrá a esta ciudad. El Ministerio de Asuntos Exteriores británico se ha aficionado a las reuniones para tomar el té internacionales, y la mayor de ellas está programada para esa fecha. Karolides será el invitado de honor, y si mis amigos se salen con la suya nunca regresará a su querida patria.
– La solución es muy sencilla -dije yo-. Puede advertirle e impedir que venga.
– ¿Y seguirles el juego? -preguntó vivamente-. Si no viene ellos ganan, porque es el único hombre que puede desenmarañar el enredo. Si advierto a su gobierno no vendrá, pues él no sabe lo importante que será la reunión del quince de junio.
– ¿Qué hay del gobierno británico? -dije yo-. No permitirán que asesinen a sus huéspedes. Avíseles y tomarán las precauciones necesarias.
– Sería inútil. Aunque llenaran la ciudad de detectives de paisano y doblaran la vigilancia policial, Constantine seguiría siendo un hombre sentenciado. Mis amigos no son unos simples aficionados. Quieren una gran ocasión para el arranque, una ocasión sobre la que estén puestos los ojos de toda Europa. Será asesinado por un austríaco, y habrá muchas pruebas que demuestren la participación de Viena y Berlín. Naturalmente, será una mentira infernal, pero el mundo caerá en la trampa. No estoy hablando por hablar, amigo mío. Da la casualidad de que conozco hasta el último detalle de esta diabólica maquinación, y puedo decirle que será el golpe de mano más astuto desde la época de los Borgia. Pero no pasará nada si el día quince de junio está en Londres un hombre vivo que conozca los mecanismos del asunto. Y este hombre será su servidor, Franklin P. Scudder.
El individuo empezaba a gustarme. Su mandíbula se había cerrado igual que una ratonera, y en sus penetrantes ojos brillaba el fuego de la batalla. Si me estaba contando un cuento chino, lo hacía muy bien.
– ¿De dónde ha sacado toda esta historia? -pregunté.
– Obtuve el primer indicio en una posada del Achensee, en el Tirol. Eso me impulsó a investigar, y reuní mis demás pistas en una tienda de pieles del barrio galiziano de Buda, en un club para extranjeros de Viena, y en una pequeña librería, de la Racknitzstrasse de Leipzig. Hace diez días conseguí las últimas pruebas en París. No puedo explicarle los detalles en este momento, porque es una historia muy compleja. Cuando estuve seguro de todo me pareció conveniente desaparecer, y llegué a esta ciudad siguiendo un circuito bastante raro. Dejé París como un elegante joven franco-americano y zarpé de Hamburgo como comerciante de diamantes judío. En Noruega fui un estudiante inglés de Ibsen que recogía material para unas conferencias, pero cuando dejé Bergen me había convertido en un director de películas especiales de esquí. Y llegué aquí procedente de Leith con los bolsillos llenos de artículos para entregar a los periódicos londinenses. Hasta ayer pensé que había logrado ocultar mis huellas, y me sentía bastante satisfecho. Después…
Esta evocación pareció trastornarle, y engulló un poco más de whisky.
– Después vi a un hombre que paseaba por la calle delante de este edificio. Solía quedarme encerrado todo el día en mi habitación, y sólo me escabullía una o dos horas por la noche. Le observé un buen rato desde la ventana, y me pareció reconocerle… Entró y habló con el conserje… Cuando anoche volví de mi paseo encontré una tarjeta en mi buzón. Era del hombre al que menos deseo ver en este mundo.
Creo que la expresión en los ojos de mi compañero y el terror de su cara terminaron de convencerme sobre su sinceridad. Mi propia voz se agudizó un poco cuando le pregunté qué hizo después.
– Comprendí que estaba acorralado, y que sólo tenía una salida. Debía morirme. Si mis perseguidores me creían muerto volverían a desparecer.
– ¿Cómo se las compuso?
– Dije a mi sirviente que me encontraba muy mal, y me las arreglé para tener aspecto de moribundo. No fue difícil, pues tengo experiencia en disfrazarme. Después me agencié un cadáver; en
Londres siempre puedes conseguir un fiambre si sabes dónde buscarlo. Lo traje dentro de un baúl en el techo de un vehículo de cuatro ruedas, y tuvieron que ayudarme a subirlo a mi habitación. Era necesario acumular pruebas para la encuesta. Me metí en la cama y ordené a mi sirviente que me preparara un somnífero, y después le dije que se largara. Quería ir a buscar a un médico, pero yo maldije un poco y le confesé que no resistía las sanguijuelas. Cuando me quedé solo empecé a arreglar el cadáver. Era de mi estatura, y deduje que había muerto por beber demasiado, de modo que puse botellas por todas partes. La mandíbula era lo menos parecido, así que se la destrocé con un revólver. Supongo que mañana habrá alguien que jure haber oído un tiro, pero en mi piso no hay vecinos, y decidí correr el riesgo. Dejé el cadáver en la cama, vestido con mi pijama, con un revólver entre las sábanas y un considerable desorden alrededor. Después me puse un traje que había estado reservando para alguna emergencia. No me atreví a afeitarme por miedo a dejar pistas, y además habría sido absurdo que intentara llegar a la calle. Había estado pensando en usted durante todo el día, y llegué a la conclusión de que era mi única posibilidad. He estado mirando por la ventana hasta que le he visto llegar, y entonces he salido a su encuentro… Eso es todo, señor, ahora ya sabe casi tanto como yo sobre este asunto.
Empezó a parpadear igual que un búho. Tembloroso a causa del nerviosismo, pero desesperadamente decidido. A estas alturas yo estaba convencido de que había sido sincero conmigo. Era una historia increíble, pero a lo largo de mi vida había oído muchos cuentos aparentemente falsos que después resultaron ciertos, y había adquirido la costumbre de juzgar al hombre en vez de la historia. Si hubiera querido introducirse en mi piso para después cortarme el cuello, habría escogido un cuento menos absurdo.
– Déme su llave -dije-, y echaré una ojeada al cadáver. Disculpe mis precauciones, pero es lógico que quiera verificar todo lo que pueda.
El meneó tristemente la cabeza.
– Suponía que querría hacerlo, pero no la tengo. Está colgada de mi cadena en la mesilla de noche. No podía llevármela y dejar una pista que levantara sospechas. Los caballeros que me persiguen son muy listos. Tendrá que confiar en mí por esta noche, y mañana no le quedará ninguna duda sobre la existencia del cadáver.
Yo reflexioné unos instantes.
– Está bien. Confiaré en usted por esta noche. Le encerraré en esta habitación y me guardaré la llave. Quiero decirle una cosa, señor Scudder. Creo que es usted sincero, pero si no lo es debo advertirle que soy un buen tirador.
– Desde luego -dijo, levantándose con cierta brusquedad-. No tengo el honor de conocer su nombre, señor, pero permítame decirle que es usted un hombre honrado. Le agradecería que me prestara una navaja de afeitar.
Le llevé a mi dormitorio y le dejé solo. Al cabo de media hora vi salir a una persona que apenas reconocí. Sólo sus penetrantes ojos azules eran los mismos. Se había afeitado la barba, llevaba el cabello peinado con raya en medio, y se había recortado las cejas. Además, se comportaba con marcialidad, y era la viva imagen, incluso por la tez morena, de un oficial británico que hubiese pasado una larga temporada en la India. También tenía un monóculo, que se colocó en el ojo, y habló con voz de la que había desaparecido todo vestigio de acento americano.
– ¡Increíble! Señor Scudder… -balbuceé.
– Nada de señor Scudder -corrigió-; capitán Theophilus Digby, del Cuarenta de los gurkas, actualmente de permiso en la patria. Le agradeceré que lo recuerde, señor.
Le preparé una cama en mi salón de fumar y después me fui a acostar, más alegre de lo que había estado durante el último mes. Al parecer sí que ocurrían cosas de vez en cuando, incluso en esa ciudad olvidada de Dios.
A la mañana siguiente me despertaron los ruidos de mi criado, Paddock, al intentar abrir la puerca del salón de fumar. Paddock era un tipo al que había hecho un favor en Sudáfrica, y le tomé a mi servicio en cuanto llegué a Inglaterra. Tenía tanta facilidad de palabra como un hipopótamo y carecía de las dotes necesarias para ser un buen criado, pero yo sabía que podía confiar con su lealtad.
– No haga estruendo, Paddock -dije-. Un amigo mío, el capitán… el capitán… -(no pude recordar el nombre)-. Está durmiendo ahí dentro. Prepare desayuno para dos y después venga a hablar conmigo.
Expliqué a Paddock la historia de que mi amigo era un personaje muy influyente, con los nervios alterados por el exceso de trabajo, que quería descanso y quietud absolutos. Nadie debía saber que estaba aquí, porque entonces le asediarían con mensajes del Ministerio de la India y del primer ministro, y su cura de reposo se vería desbaratada. He de decir que Scudder desempeñó su papel a la perfección cuando salió a desayunar. Miró fijamente a Paddock con su monóculo, igual que un oficial británico, le hizo varias preguntas sobre la Guerra de los Bóers y me mencionó a toda clase de amigos imaginarios. Paddock nunca había aprendido a llamarme «señor», pero dio ese tratamiento a Scudder como si su vida dependiera de ello.
Le dejé con el periódico, y una caja de cigarros, y fui a la City hasta que se hizo la hora de comer. Cuando volví, el ascensorista tenía una expresión solemne.
– Mal asunto el de esta mañana, señor. El del número quince se ha pegado un tiro. Acaban de llevárselo al depósito. La policía aún está arriba.
Subí al número quince, y encontré a un par de agentes y un inspector ocupados en hacer un registro. Hice unas cuantas preguntas tontas, y no tardaron en echarme. Después encontré al criado de Scudder, y le sondeé, pero vi que no sospechaba nada. Era un tipo quejumbroso con cara de sepulturero, y media corona sirvió para consolarle.
Al día siguiente asistí a la encuesta.
Un socio de cierta casa editorial declaró que el difunto le había llevado varios artículos para publicar y añadió que, al parecer, era agente de una empresa americana. El jurado decidió que había sido un suicidio, y las escasas pertenencias del muerto fueron entregadas al cónsul americano. Hice a Scudder un relato detallado de la sesión, que le interesó mucho. Dijo que le habría gustado asistir a la encuesta, pues opinaba que debía ser tan divertido como leer la propia esquela mortuoria.
Los dos primeros días que estuvo conmigo en aquella habitación trasera se mostró muy sosegado. Leía y fumaba un poco, y tomaba muchas notas en una libreta, y por la noche jugábamos una partida de ajedrez, que él ganaba invariablemente. Creo que estaba recuperando el equilibrio psíquico, pues había pasado una mala época. Sin embargo, el tercer día observé que empezaba a mostrarse inquieto. Hizo una lista de los días hasta el quince de junio, y los iba tachando con un lápiz rojo, haciendo observaciones en taquigrafía junto a ellos. A veces le encontraba sumido en profundas meditaciones, con una mirada abstraída en sus penetrantes ojos, y después de estos intervalos de reflexión parecía muy abatido.
Después observé que empezaba a ponerse nervioso otra vez. Se sobresaltaba al oír el menor ruido, y continuamente me preguntaba si Paddock era digno de confianza. Una vez o dos llegó a mostrarse agresivo, y se disculpó por ello. Yo no le culpaba, Era indulgente con él, pues me hacía cargo de su difícil situación.
No era su propia seguridad lo que le preocupaba, sino el éxito de los planes que había hecho. Aquel hombrecillo poseía una fuerza de carácter poco común, y no se daba fácilmente por vencido. Una noche se mostró muy solemne.
– Escuche, Hannay -dijo-, creo que debo revelarle algo más sobre este asunto. No me gustaría irme sin dejar a alguien que siguiera ofreciendo resistencia. -Y empezó a explicarme con detalle lo que me había esbozado a grandes rasgos.
No le presté demasiada atención. La verdad es que estaba más interesado en sus propias aventuras que en la alta política. Consideraba que Karolides y sus problemas no eran asunto mío, y se los dejé todos a él. Así pues, mucho de lo que dijo se borró de mi memoria. Recuerdo que subrayó el hecho de que Karolides no correría peligro hasta que llegara a Londres, y que éste vendría de las esferas más altas, donde nadie sospecharía nada. Mencionó el nombre de una mujer, Julia Czechenyi, en relación con el peligro. Deduje que ella sería el señuelo para alejar a Karolides de sus guardianes. También habló de una Piedra Negra y de un hombre que ceceaba al hablar, y describió minuciosamente a alguien al que nunca se refería sin un estremecimiento, un anciano con voz de joven que parpadeaba como un halcón.
También habló mucho sobre la muerte. Estaba mortalmente ansioso de triunfar en su empeño, pero su vida no le importaba nada.
– Supongo que es como quedarte dormido cuando estás muy cansado, y despertarte una hermosa mañana de verano con el olor a heno entrando por la ventana. Solía dar gracias a Dios por tales días cuando estaba en Kentucky, y me imagino que también lo haré cuando me despierte en la otra orilla del Jordán.
Al día siguiente estaba mucho más alegre, y pasó varias horas leyendo la vida de Jackson. Yo salí a cenar con un ingeniero de minas al que debía ver por asuntos de negocios, y volví hacia las diez y media para jugar nuestra partida de ajedrez antes de acostarnos.
Recuerdo que tenía un cigarro en la boca cuando abrí la puerta del salón de fumar. Las luces no esta- han encendidas, lo que me pareció muy extraño. Me pregunté si Scudder ya se habría acostado.
Apreté el interruptor, pero allí no había nadie.
De repente vi algo al otro extremo de la habitación que me hizo soltar el cigarro y estremecerme de pies a cabeza.
Mi huésped estaba tendido boca arriba. Un enorme cuchillo le atravesaba el corazón y le mantenía clavado en el suelo.