Pasé la noche sobre una plataforma de la ladera de la colina, al abrigo de una roca donde abundaban los brezos. Pasé mucho frío, pues me había quedado sin americana ni chaleco. Ambas prendas estaban en posesión del señor Turnbull, al igual que la agenda de Scudder, mi reloj y -lo peor de todo- mi pipa y mí petaca. Sólo conservaba el dinero en el cinturón, y media libra de galletas de jengibre en los bolsillos de los pantalones.
Tomé la mitad de estas galletas para cenar, e introduciéndome como un gusano entre los brezos obtuve algo de calor. Mi estado de ánimo había mejorado, y empezaba a disfrutar de este loco juego del escondite. Hasta ahora había tenido una suerte milagrosa. El lechero, el posadero literato, sir Harry, el picapedrero y el estúpido Marmie, todos habían sido muestras de mi buena fortuna. De alguna manera, el primer éxito me produjo la sensación de que saldría del apuro. Mi mayor infortunio era el hambre. Cuando un judío se dispara un tiro en la City y hay una encuesta judicial, los periódicos suelen informar de que el difunto estaba «bien alimentado». Recuerdo que pensé que no me calificarían como bien alimentado si me rompía el cuello en un agujero pantanoso. Empecé a torturarme a mí mismo -pues las galletas de jengibre únicamente habían puesto de relieve el doloroso vacío- con el recuerdo de toda la buena comida a la que apenas había prestado atención en Londres. Pensé en las crujientes salchichas de Paddock y las olorosas virutas de tocino ahumado, y los apetitosos huevos revueltos… ¡con cuánta frecuencia los había desdeñado! Pensé en las chuletas que hacían en el club, y en un jamón muy especial que siempre había en la mesa de entremeses, por el cual habría vendido mi alma al diablo. Pensé en todas las variedades de comestibles existentes, y finalmente me concentré en un gran bistec y una cerveza amarga con un poco de conejo a continuación. Pensando desesperadamente en estas exquisiteces me quedé dormido.
Me desperté a causa del frío alrededor de una hora después del alba. Tardé unos momentos en recordar dónde estaba, pues el día anterior me encontraba muy cansado y había dormido profundamente. Vi una franja de cielo azul a través de los brezos, un gran saliente de la colina y mis propias botas junto a un arbusto. Me incorporé sobre los brazos y miré hacia el valle, y esa mirada me hizo ponerme las botas a toda prisa.
Había hombres debajo, a no más de quinientos metros, diseminados por la ladera como un abanico, batiendo los brezos. Marmie se había dado prisa en vengarse.
Me arrastré fuera del saliente hasta el abrigo de una roca, y desde allí alcancé una zanja poco profunda que subía por la montaña. Ella me condujo a una angosta hondonada, por la cual llegué a la cima del monte. Desde allí miré hacia atrás, y vi que aún no me habían descubierto. Mis perseguidores examinaban pacientemente la ladera y continuaban subiendo.
Manteniéndome detrás de la línea del horizonte, corrí aproximadamente un kilómetro, hasta quedar encima del extremo superior del valle. Entonces me dejé ver, y fui instantáneamente observado por uno de los perseguidores, que comunicó la noticia a los demás. Oí gritos procedentes de abajo, y vi que la línea de búsqueda había cambiado de dirección. Simulé huir más allá de la línea del horizonte, pero en lugar de eso retrocedí sobre mis pasos, y a los veinte minutos estaba detrás del cerro que dominaba el saliente donde había dormido. Desde ese punto tuve la satisfacción de ver que la persecución proseguía colina arriba, tras una pista falsa.
Tenía ante mí varias rutas que elegir, y me decidí por el cerro que formaba ángulo con aquel en el que yo estaba, de modo que pronto habría colocado un profundo valle entre mis enemigos y yo. El ejercicio me había calentado los músculos, y empezaba a divertirme mucho. Sin detenerme, desayuné con los polvorientos restos de las galletas de jengibre.
Apenas conocía la región, y no tenía ni idea de lo que iba a hacer. Confiaba en la fuerza de mis piernas, pero era consciente de que mis perseguidores estaban familiarizados con el terreno, y sabía que mi ignorancia constituiría un gran inconveniente. Frente a mí había una cadena de colinas que se elevaban a gran altura hacia el sur, pero que en el norte se descomponían en anchos cerros que separaban valles poco profundos. El cerro que yo había escogido parecía descender al cabo de uno o dos kilómetros hacia un páramo que yacía como un receptáculo en las tierras altas. Ésa era una ruta tan buena como cualquiera.
Mi estratagema me había proporcionado una cierta ventaja -alrededor de veinte minutos- y tenía la anchura de una hoya a mi espalda antes de ver la cabeza de los primeros perseguidores. Era evidente que la policía había solicitado la ayuda de expertos locales, y los hombres que vi tenían el aspecto de pastores o guardabosques. Prorrumpieron en gritos al avistarme, y yo agité una mano al aire. Dos bajaron a la hoya y empezaron a trepar mi cerro, mientras que los otros continuaban por su lado de la colina. Me sentí como si estuviera tomando parte en un juego infantil de policías y ladrones.
Pero muy pronto dejó de parecerme un juego. Los hombres que iban tras de mí conocían muy bien los páramos donde habían nacido. Miré hacia atrás y vi que sólo tres me seguían en línea recta; supuse que los demás estaban dando un rodeo para cortarme el paso. Mi falta de conocimientos locales podía significar mi pérdida, de modo que decidí salir de ese laberinto de hoyas y dirigirme al trozo de páramo que había visto desde las cumbres. En este caso debía incrementar la distancia para librarme de ellos, y creí que podría hacerlo si encontraba el terreno adecuado. Si hubiera habido árboles, o una vegetación más abundante habría intentado escabullirme, pero en esas laderas desnudas veías una mosca a un kilómetro. Tenía que cifrar mis esperanzas en la longitud de mis piernas y mi resistencia física, pero para eso necesitaba un terreno más fácil, pues nunca había sido un buen montañero. ¡Cuánto me habría gustado tener un buen poney sudafricano!
Eché a correr cerro abajo y llegué al páramo antes de que apareciera ninguna figura en la línea del horizonte situada a mi espalda. Crucé el cauce seco de un arroyo y salí a un camino que discurría entre dos hoyas. Frente a mí había un gran campo de brezos que ascendía hasta una cima coronada por un extraño penacho de árboles. En el muro de piedra que bordeaba el camino había una verja, desde la que arrancaba una vereda cubierta de hierba.
Salté el muro y la seguí, y tras unos centenares de metros -en cuanto dejó de verse desde el camino- la hierba desapareció y se convirtió en un camino muy respetable, que evidentemente alguien cuidaba con frecuencia. Estaba claro que conducía a una casa, y empecé a pensar en la conveniencia de llegar a ella. Hasta el momento había tenido suerte, y era posible que mi mejor oportunidad se encontrara en esta remota morada. En todo caso, allí había árboles, y eso significaba estar a cubierto.
No seguí el camino, sino el cauce de un arroyo que lo flanqueaba por la derecha, donde los helechos eran abundantes y los altos márgenes formaban una considerable barrera. Hice bien, pues al mirar hacia atrás en cuanto hube alcanzado la hondonada, vi que mis perseguidores llegaban a la cumbre del cerro por donde yo había descendido.
A partir de entonces no miré hacia atrás; no tuve tiempo. Eché a correr cauce arriba, arrastrándome en los lugares descubiertos y vadeando el arroyo casi constantemente. Encontré una casita abandonada con una hilera de montones de turba y un jardín lleno de maleza. Después me encontré en un campo lleno de heno y no tardé en llegar al límite de una plantación de pinos agitados por el viento. Desde allí vi humear las chimeneas de una casa varios centenares de metros a la izquierda. Abandoné el cauce del arroyo, salté otro muro de piedra, y casi antes de darme cuenta estaba en medio de una gran extensión de césped. Una mirada hacia atrás me reveló que me hallaba fuera de la vista de mis perseguidores, que aún no habían rebasado la primera elevación del páramo.
El césped era muy desigual, cortado con guadaña en vez de segadora, y con parterres de rododendros alrededor. Una bandada de mirlos, que no suelen ser pájaros de jardín, alzó el vuelo cuando me acerqué. La casa que se levantaba ante mí era la granja habitual de los páramos, con un ala encalada más pretenciosa añadida a un lado. En este ala había una galería de cristal, y a través del cristal vi el rostro de un anciano caballero que me observaba mansamente.
Atravesé el borde de la grava y entré por la puerta abierta de la galería. La estancia era muy agradable, con cristal en un lado y multitud de libros en el otro. Se veían más libros en una habitación interior. En el suelo, en vez de mesas, había cajas como las que se ven en los museos, llenas de monedas y extraños utensilios de piedra.
En medio había un escritorio con un hueco central, y sentado ante él, con algunos papeles y volúmenes abiertos frente a sí, estaba el benevolente anciano. Su cara era redonda y brillante, como la del señor Pickwick, con unas grandes gafas en el extremo de la nariz, y tenía una cabeza tan reluciente y lisa como una botella de cristal. No se movió al entrar yo, pero enarcó sus cejas y esperó a que hablase.
No era una tarea sencilla, disponiendo de cinco minutos escasos, identificarme ante un desconocido, decirle lo que quería y obtener su ayuda. Ni siquiera lo intenté. Los ojos de aquel hombre tenían algo, una mirada tan penetrante e inteligente, que no pude articular una sola palabra. Simplemente le miré y tartamudeé.
– Parece tener prisa, amigo mío -dijo con lentitud.
Señalé con la cabeza hacia la ventana. Desde allí se dominaba el páramo a través de un hueco entre los pinos, y en aquel momento aparecieron varias figuras a un kilómetro de distancia.
– Ah, comprendo -dijo, y cogió un par de prismáticos a través de los cuales escrutó pacientemente a las figuras-. Un fugitivo de la justicia, ¿eh? Bueno, hablaremos del asunto con calma. Mientras tanto, no me gusta que unos torpes policías rurales violen mi intimidad. Entre en mi estudio: allí verá dos puertas en la pared del fondo. Abra la de la izquierda y ciérrela a sus espaldas. Allí estará a salvo.
Y aquel hombre extraordinario volvió a coger la pluma. Hice lo que me había ordenado, y me encontré en un pequeño cuarto oscuro que olía a productos químicos y sólo estaba iluminado por una minúscula claraboya. La puerta se había cerrado tras de mí con un chasquido, como la puerta de una caja fuerte. Una vez más había encontrado un refugio inesperado.
Sin embargo, no me sentía tranquilo. El anciano caballero tenía algo que me desconcertaba y aterrorizaba. Había sido demasiado complaciente, como si me hubiera estado esperando, y sus ojos habían reflejado una tremenda inteligencia.
Ningún sonido llegaba a mis oídos en aquel lugar oscuro. Tal vez la policía estuviese registrando la casa, y entonces querrían saber qué había detrás de esta puerta. Intenté armarme de paciencia y olvidar el hambre que tenía.
Después consideré la situación con más optimismo. El anciano no podía negarme una comida, y me concentré en soñar en mi desayuno. Tomaría unos huevos con tocino, aunque querría la mejor parte de una pieza de tocino y medio centenar de huevos. Y entonces, mientras se me hacía la boca agua con estos pensamientos, oí un chasquido y la puerta se abrió.
Salí y encontré al dueño de la casa sentado en una butaca de la habitación que había llamado estudio, mirándome con curiosidad.
– ¿Se han ido? -pregunté.
– Se han ido. Les he convencido de que había cruzado la colina. No quiero que la policía se interponga entre una persona a la que estoy encantado de recibir y yo. Ésta es una mañana de suerte para usted, señor Richard Hannay.
Mientras hablaba sus párpados parecieron temblar y cerrarse ligeramente sobre sus penetrantes ojos grises. De pronto recordé la frase de Scudder para describirme al hombre a quien más temía en el mundo. Había dicho que «parpadeaba como un halcón». Entonces comprendí que me había metido en el cuartel general del enemigo.
Mi primer impulso fue estrangular al anciano rufián y echar a correr. El pareció anticiparse a mis intenciones, pues sonrió amablemente y me indicó la puerta situada a mis espaldas con un movimiento de la cabeza.
Di media vuelta y vi a dos criados que me tenían encañonado con sendas pistolas.
El anciano sabía mi nombre, pero nunca me había visto. En cuanto esta reflexión cruzó por mi mente, entreví una pequeña posibilidad.
– No sé qué se propone -dije con rudeza-. Además, ¿a quién llama Richard Hannay? Yo me llamo Ainslie.
– ¿De verdad? -inquirió él, sin dejar de sonreír-. Naturalmente debe tener varios nombres. No discutiremos por algo tan trivial.
Yo había logrado recobrar mis cinco sentidos, y pensé que mi atuendo, sin americana, chaleco, ni cuello, no me traicionaría. Adopté mi expresión más hosca y me encogí de hombros.
– Supongo que acabará entregándome, y eso es lo que yo llamo un juego sucio. ¡Dios mío, ojalá nunca hubiera visto ese maldito coche! Tenga el dinero y que le aproveche -dije, tirando cuatro soberanos encima de la mesa.
El abrió un poco los ojos.
– Oh, no, no le entregaré. Mis amigos y yo nos ocuparemos de usted, eso es todo. Sabe demasiado, señor Hannay. Es un buen actor, pero no lo suficiente.
Habló con seguridad, pero vi que la sombra de una duda se había abierto paso en su mente.
– Oh, por el amor de Dios, déjese de palabrerías. No he tenido ni un poco de suerte desde que desembarqué de Leith. ¿Qué mal hay en que un pobre diablo con el estómago vacío coja unas cuantas monedas de un coche destrozado? Es lo único que he hecho, y por eso llevo dos días huyendo de esos malditos policías por estas malditas colinas. Le aseguro que estoy harto. ¡Haga lo que quiera, amigo! A Ned Ainslie ya no le quedan fuerzas para luchar.
Vi que la duda ganaba terreno.
– ¿Será tan amable de contarme cuáles han sido sus andanzas más recientes? -preguntó.
– No puedo, jefe -dije con la voz lastimera de un verdadero mendigo-. Hace dos días que no pruebo bocado. Déme un poco de comida y sabrá toda la verdad.
El hambre debía reflejarse en mi cara, pues hizo una seña a uno de los criados que permanecían en el umbral. Éste me trajo un pedazo de tarta y un vaso de cerveza, y yo los engullí como un lobo; o más bien, como Ned Ainslie, pues me mantuve a la altura de mi personaje. Mientras comía habló súbitamente en alemán, pero yo volví hacia él un rostro tan inexpresivo como un muro de piedra.
Después le conté mi historia: cómo había desembarcado en Leith hacía una semana, y mi intención de ir a Wigtown para ver a mi hermano. Me había quedado sin dinero -hablé de una borrachera, sin concretar demasiado- y estaba sin un penique cuando pasé junto al boquete de un seto y, a través de él, vi un coche volcado en el arroyo. Me acerqué para ver lo que había ocurrido, y encontré tres soberanos en el asiento y uno en el suelo. Allí no había nadie, ni rastro del propietario, de modo que me embolsé el dinero. Pero la ley me descubrió. Cuando intenté cambiar un soberano en una panadería, la mujer llamó a la policía, y un poco después, cuando me estaba lavando la cara en un arroyo, me dieron alcance, y tuve que dejar la americana y el chaleco para huir a toda prisa.
– Para lo que me ha servido -exclamé-, que se queden con el maldito dinero. ¡Toda la policía del distrito detrás de un pobre hombre! Si usted hubiera encontrado las monedas Jefe, nadie le habría molestado.
– Sabe mentir muy bien, Hannay -dijo él.
Simulé enfurecerme.
– ¡Deje de llamarme así, maldita sea! Le he dicho que mi nombre es Ainslie, y nunca en mi vida he oído hablar de alguien llamado Hannay. Prefiero a la policía que a usted con sus Hannay y sus condenados guardaespaldas armados… No, jefe, le pido perdón, no quería decir eso. Le estoy muy agradecido por la comida, y aún lo estaré más si me deja marchar ahora que no hay moros en la costa.
Era evidente que se hallaba desconcertado. Jamás me había visto, y mi aspecto debía haber cambiado considerablemente respecto al de las fotografías, si es que él tenía alguna. En Londres iba elegantemente vestido, y ahora parecía un vagabundo.
– No tengo la intención de dejarle marchar. Si es lo que afirma ser, podrá irse muy pronto. Si es lo que yo creo, sus días estarán contados.
Tocó un timbre, y un tercer criado apareció desde la galería.
– Quiero el Lanchester dentro de cinco minutos -dijo-. Seremos tres para almorzar.
Después me miró fijamente, y ésta fue la experiencia más penosa de todas.
Había algo sobrenatural y diabólico en aquellos ojos, fríos, malignos, aterradores y sumamente inteligentes. Me fascinaron como los brillantes ojos de una serpiente. Sentí el fuerte impulso de confesarlo todo e incorporarme a las filas del anciano, y si tienen en cuenta mi actitud frente a todo el asunto comprenderán que el impulso debió ser puramente físico, la debilidad de un cerebro hipnotizado y dominado por un espíritu más poderoso. Pero conseguí reaccionar e incluso sonreír.
– No creo que olvide mi cara, jefe -exclamé.
– Karl -le dijo él en alemán a uno de los hombres apostados junto a, la puerta-, encierra a este individuo en el almacén hasta que yo vuelva. Te hago responsable de él.
Me escoltaron fuera de la habitación con una pistola junto a cada oreja.
El almacén era la bodega de lo que había sido la antigua granja. No había ninguna alfombra sobre el suelo desigual, y nada donde sentarse aparte de un banco de escuela. La oscuridad era total, pues los postigos de las ventanas estaban herméticamente cerrados. Tras una laboriosa inspección a tientas, deduje que junto a las paredes se alineaban cajas, barriles y sacos de algo pesado. La estancia olía a moho y abandono. Mis carceleros hicieron girar la llave en la cerradura, y les oí pasear de un lado a otro mientras montaban guardia.
Me senté, envuelto por aquella fría oscuridad, en un estado de ánimo deplorable. El viejo se había marchado en un coche para recoger a los dos rufianes que me habían interrogado el día anterior. Ellos me habían visto en mi caracterización de picapedrero y me recordarían, pues llevaba el mismo atuendo. ¿Qué hacía un picapedrero a treinta kilómetros de su lugar de trabajo, perseguido por la policía? Una o dos preguntas les pondrían sobre la pista. Probablemente habían visto al señor Turnbull, probablemente también a Marmie; lo más seguro era que pudiesen relacionarme con sir Harry, y entonces todo estaría tan claro como el agua. ¿Qué posibilidades tenía yo en esta casa del páramo con tres peligrosos malhechores y sus criados armados?
Empecé a pensar con añoranza en la policía, que ahora debía estar batiendo la colina en pos de mi espectro. Al menos ellos eran compatriotas y hombres honrados, y su misericordia sería preferible a la de estos brutales extranjeros. Pero no me escucharían. Ese viejo demonio con párpados de halcón no había tardado en librarse de ellos. Tal vez hubiese sobornado a la policía local. Con toda probabilidad tenía cartas de varios ministros diciendo que debían darle toda clase de facilidades para conspirar contra Gran Bretaña. Así es como hacemos la política en la madre patria.
Los tres regresarían para almorzar, así que sólo tendría que esperar un par de horas. Era una espera muy amarga, pues ya nada ni nadie podría salvarme. Deseé poseer el valor de Scudder, pues debo confesar que mi fortaleza no era muy grande. Lo único que me mantenía era la rabia. Me hervía la sangre al pensar que estos tres espías pudieran acabar conmigo de este modo. Me consolé con la idea de que, en todo caso, quizá lograse retorcerle el cuello a uno antes de que me liquidaran.
Cuanto más pensaba en ello, más me enfurecía, y tuve que levantarme y pasear por la habitación. Intenté abrir los postigos, pero eran de los que se cierran con llave y no pude moverlos. Desde fuera llegaba el débil cloqueo de las gallinas al sol. Después me abrí paso a tientas entre los sacos y las cajas.
No pude abrir estas últimas, y los sacos parecían estar llenos de cosas como galletas para perro que olían a canela. Sin embargo, cuando daba la vuelta a la habitación, encontré un picaporte en la pared que me pareció digno de investigar.
Era la puerta de un armario empotrado y estaba cerrado con llave. Le di unos cuantos golpes y me pareció bastante endeble. A falta de otra cosa mejor que hacer, empleé toda mi fuerza en esa puerta y tiré del picaporte. La puerta cedió con un crujido, y temí que mis guardianes entraran a investigar. Esperé un poco, y después empecé a explorar los estantes del armario.
Allí había multitud de cosas extrañas. Encontré una o dos cerillas sueltas en los bolsillos de mis pantalones y obtuve una tenue luz. Se apagó en cuestión de segundos, pero me mostró una cosa. Había un pequeño surtido de linternas en un estante. Cogí una, y descubrí que funcionaba.
Con la ayuda de la linterna seguí investigando. Había botellas y cajas de productos que olían muy mal, seguramente sustancias químicas para experimentos, así como rollos de hilo de cobre y gran cantidad de un fino alambre de seda aceitoso. Había una caja de detonadores, y una cuerda para mechas. Después, al fondo de un estante, encontré una sólida caja de cartón, y un estuche de madera en su interior. Conseguí abrirlo, y vi que contenía una docena de pequeños ladrillos grises, de unos cinco centímetros cuadrados cada uno. Saqué uno, y descubrí que se desmigajaba fácilmente entre mis dedos. Después lo olí y lo lamí. A continuación me senté a pensar. No en vano había sido ingeniero de minas, y reconocía la lentonita en cuanto la veía.
Con uno de esos ladrillos podía volar la casa en mil pedazos. Había utilizado el producto en Rodesia y conocía su potencia. Lo malo era que mis conocimientos no resultaban exactos. Me había olvidado de la carga adecuada y el modo de prepararla, y no estaba seguro de la regulación del encendido. Además, sólo tenía una vaga idea sobre su potencia, pues aunque la había empleado no la había manejado con mis propias manos.
Sin embargo constituía una oportunidad, la única oportunidad posible. Era un gran riesgo, pero frente a él se alzaba una espantosa certidumbre. Si la utilizaba, las posibilidades serían de cinco a uno a favor de que yo volara por los aires; pero si no lo hacía, seguramente ocuparía un agujero de un metro ochenta de longitud hecho en el jardín aquella misma noche. Éste era el modo en que debía enfocarlo. Las perspectivas eran muy negras en ambos casos, pero al menos había una posibilidad, tanto para mí como para mi país.
El recuerdo del pequeño Scudder me decidió. Fue un momento crucial en mi vida, pues no sirvo para tomar estas decisiones tan importantes. Sin embargo, apreté los dientes y ahuyenté las terribles dudas que me asaltaron. Procuré no pensar en nada y me dije a mí mismo que estaba haciendo un experimento tan sencillo como los fuegos artificiales de Guy Fawkes.
Cogí un detonador, y lo acoplé a unos sesenta centímetros de mecha. Después rompí un ladrillo de lentonita en cuatro partes, y enterré un pedazo en una grieta del suelo debajo de uno de los sacos, conectándole el detonador. Era posible que la mitad de aquellas cajas fuese de dinamita. Si el armario contenía explosivos tan mortíferos, ¿por qué no las cajas? En este caso todo volaría por los aires, yo y los criados alemanes y un acre del terreno circundante. También existía la posibilidad de que la detonación hiciera estallar los demás ladrillos del armario, pues había olvidado casi todo lo que sabía acerca de la lentonita. Pero no servía de nada empezar a pensar en las posibilidades. El riesgo era muy grande, pero tenía que correrlo.
Me agazapé debajo del alféizar de la ventana y encendí la mecha. Después esperé uno o dos minutos. El silencio era total, y únicamente se oían las pisadas de unas botas en el pasillo y el apacible cloqueo de las gallinas en el exterior. Encomendé mi alma al Creador, y me pregunté dónde estaría al cabo de cinco segundos.
Una gran oleada de calor pareció elevarse del suelo, y flotó un agobiante segundo en el aire. Después la pared que había frente a mí se disolvió en una nube amarilla con un estruendo casi insoportable. Algo cayó sobre mí, golpeándome en el hombro izquierdo.
Y después creo que perdí el conocimiento.
Mi estupor apenas debió durar unos segundos. Me pareció que me asfixiaba entre la espesa humareda amarilla, y tras librarme de los escombros conseguí entonces ponerme en pie. Noté el aire fresco a mi espalda. El marco de la ventana había caído, y el humo se escapaba a través de la abertura. Salté al exterior y me encontré en un patio envuelto por una neblina espesa y acre. Me sentí mareado y dolorido, pero podía mover las extremidades y me alejé de la casa sin perder un segundo.
Al otro lado del patio, el pequeño canal de desagüe de un molino discurría bajo un acueducto de madera, y me dejé caer en él. El agua fresca me reanimó, y comprendí que era necesario huir a toda prisa. Seguí el canal entre el resbaladizo lodo verde hasta que llegué a la rueda del molino. Entonces me introduje en el viejo molino por el agujero del eje y fui a caer sobre un montón de paja. Un clavo me desgarró los pantalones, y dejé un jirón de paño tras de mí.
El molino estaba abandonado desde hacía tiempo. Las escalerillas se habían podrido con los años, y en el desván las ratas habían hecho grandes agujeros en el suelo. Sentía náuseas, la cabeza me daba vueltas, y parecía tener el hombro y el brazo izquierdos totalmente paralizados. Miré por la ventana y vi que la neblina aún se cernía sobre la casa y el humo se escapaba por una ventana del piso superior. Dios quisiera que hubiese provocado un incendio, pues oí gritos procedentes del otro lado.
Sin embargo, no tenía tiempo que perder, ya que el molino era un mal escondite. Cualquiera que me buscase seguiría el canal, y estaba seguro de que la búsqueda comenzaría en cuanto viesen que mi cuerpo no se hallaba en el almacén. Desde la otra ventana vi que al otro lado del molino se alzaba un viejo palomar de piedra. Si lograra llegar hasta allí sin dejar huellas quizá encontrase un lugar donde ocultarme, pues deduje que mis enemigos, al descubrir que podía moverme, pensarían que había huido hacia campo abierto y me buscarían en el páramo.
Me deslicé por la escalerilla rota, echando paja tras de mí para cubrir mis pisadas. Hice lo mismo en el suelo del molino y en el umbral, donde la puerta colgaba de unas bisagras rotas. Escudriñé el exterior, y vi que entre el molino y el palomar había un camino de guijarros, donde no quedarían impresas mis pisadas. Además, no podía verse desde la casa gracias a los edificios del molino. Atravesé este espacio, llegué a la parte trasera del palomar y busqué una posible vía de ascenso.
Ésta fue una de las empresas más difíciles que he acometido jamás. El hombro y el brazo me dolían mucho, y estaba tan mareado y aturdido que apenas podía sostenerme en pie. Pero, pese a mi estado, lo conseguí. Utilizando los huecos y salientes como soporte, al final logré llegar arriba. Había un pequeño parapeto detrás del cual encontré espacio para echarme. Entonces cedí a un desvanecimiento pasado de moda.
Me desperté con la cabeza ardiendo y el sol en la cara. Me quedé inmóvil largo rato, pues aquella terrible humareda parecía haber aflojado mis articulaciones y reblandecido mi cerebro. Oí ruidos procedentes de la casa -hombres que hablaban con voz ronca y el rugido de un coche-. Me arrastré hasta un pequeño boquete en el parapeto, desde el cual se veía el patio de la casa, y vi salir a varias personas -un criado con la cabeza vendada, y después un hombre más joven con pantalones bombachos-. Buscaban algo, y se dirigieron hacia el molino. Entonces uno de ellos vio el jirón de tela en el clavo, y llamó al otro. Ambos volvieron a la casa, y regresaron acompañados de dos o más para inspeccionarlo. Vi la figura del último, y me pareció distinguir al hombre que ceceaba. Observé que todos llevaban pistola.
Durante media hora registraron el molino. Les
oí volcar los toneles y arrancar las podridas tablas del suelo. Después salieron al exterior y se detuvieron junto al palomar, discutiendo acaloradamente. El criado de la venda fue objeto de una severa reprimenda. Les oí forcejear con la puerta del palomar, y durante unos espantosos momentos creí que subirían. Después lo pensaron mejor y volvieron a la casa.
Pasé toda aquella larga tarde tostándome al sol. La sed fue mi peor tormento. Tenía la boca seca, y para empeorar las cosas oía el goteo del agua en el canal del molino. Contemplé el curso del riachuelo que venía del páramo, y lo seguí con la imaginación hasta la parte superior de la hoya, donde debía nacer de una helada fuente cubierta de helechos y musgo. Habría dado un millón de libras por sumergir la cara en ella.
Desde allí dominaba todo el páramo. Vi que el coche se alejaba a toda velocidad con dos ocupantes, y a un hombre montado en un caballo que se dirigió hacia el este. Supuse que me estaban buscando, y les deseé suerte.
Pero vi otra cosa más interesante. La casa se levantaba casi en la cima de una ondulación del páramo que coronaba una especie de meseta, y no había ningún lugar más alto en los alrededores. La cima en cuestión estaba llena de árboles, principalmente pinos, con unos cuantos fresnos y hayas. En lo alto del palomar yo me encontraba casi al mismo nivel de las copas de los árboles, y podía ver lo que había más allá. El bosque no era compacto, sino sólo un anillo, y en el centro había un óvalo de césped muy parecido a un gran campo de criquet.
No tardé demasiado en adivinar de qué se trataba. Era un aeródromo, y un aeródromo secreto. El lugar había sido muy bien escogido. Suponiendo que alguien viera descender un avión sobre esta zona, pensaría que había sobrepasado la colina situada más allá de los árboles. Como el lugar estaba en la cúspide de una elevación y en medio de un gran anfiteatro, cualquier observador desde cualquier dirección llegaría a la conclusión de que se había perdido de vista detrás de la colina. Sólo una persona que estuviera muy cerca se daría cuenta de que el avión no había sobrepasado la colina sino descendido en medio del bosque. Un observador con un telescopio desde una de las colinas más altas podría descubrir la verdad, pero allí sólo iban los pastores, y los pastores no llevaban telescopios ni prismáticos. Desde el palomar vi una lejana franja azul, el mar, y me enfurecí al pensar que nuestros enemigos tenían esta torre secreta para vigilar nuestras aguas.
Después pensé que si el avión regresaba, lo más probable era que me descubriese. Por lo tanto, pasé toda la tarde echado y aguardando ansiosamente la llegada de la oscuridad, por lo que lancé un suspiro de alivio cuando el sol se ocultó tras las grandes colinas del oeste y la penumbra crepuscular se abatió sobre el páramo. El avión se retrasaba. La oscuridad ya era muy densa cuando oí el ruido del motor y lo vi planear hacia su refugio del bosque. Hubo luces que centellearon y muchas idas y venidas desde la casa. Después llegó la noche y se hizo el silencio.
A Dios gracias, la noche era oscura. La luna estaba en cuarto menguante y no se levantaría hasta más tarde. Tenía demasiada sed para esperar, así que hacia las nueve, por lo que pude deducir, empecé el descenso. No fue fácil, y a medio camino oí abrirse la puerta trasera de la casa y vi el reflejo de una linterna sobre la pared del molino. Durante unos aterradores minutos me adherí al muro del palomar y recé para que no se acercara nadie. Después la luz desapareció, y yo me dejé caer tan suavemente como pude sobre el duro suelo del patio.
Me arrastré a lo largo de un muro de piedra hasta llegar al círculo de árboles que rodeaba la casa. Si hubiera sabido cómo hacerlo, habría intentado inutilizar aquel avión, pero comprendí que cualquier tentativa sería inútil. Estaba seguro de que habría algún tipo de defensa en torno a la casa, de modo que atravesé el bosque a gatas, tanteando cuidadosamente el terreno ante mí. Hice bien, pues al fin encontré un alambre a unos sesenta centímetros del suelo. Si hubiese tropezado con él, indudablemente habría disparado alguna alarma en la casa y habría sido capturado.
Unos cien metros más adelante encontré otro alambre hábilmente colocado en el borde de un pequeño arroyo. Al otro lado estaba el páramo, y a los cinco minutos me encontré rodeado de helechos y brezos. Pronto llegué al límite de la elevación, a la angosta hoya de donde fluía el canal del molino. Diez minutos después tenía la cara debajo del manantial y bebía litros de la bendita agua.
No me detuve más hasta que hube puesto una veintena de kilómetros entre la casa y yo.