Me senté en la cumbre de una colina y examiné mi posición. No me sentía demasiado feliz, pues mi natural alegría por haber escapado se veía mermada por las fuertes molestias físicas que sufría. Aquellos vapores de lentonita me habían envenenado considerablemente, y las horas pasadas al sol en el palomar no habían contribuido a mejorar las cosas. Tenía un dolor de cabeza insoportable, y estaba muy mareado. Además, mi hombro empeoraba por momentos. Al principio pensé que sólo había sido una magulladura, pero parecía estar hinchándose y no podía mover el brazo izquierdo.
Mi plan consistía en buscar la casita del señor Turnbull, recuperar mis prendas, y especialmente la agenda de Scudder, y después alcanzar la línea férrea y regresar al sur. Tenía la impresión de que lo mejor sería ponerme en contacto lo antes posible con el hombre del Ministerio de Asuntos Exteriores, sir Walter Bullivant. No creía que pudiese obtener más pruebas de las que ya tenía. Debería aceptar o rechazar mi historia y, de todos modos, con él estaría en mejores manos que con aquellos diabólicos alemanes. Había empezado a reconciliarme con la policía británica.
Era una maravillosa noche estrellada, y no me costó demasiado encontrar el camino. El mapa de sir Harry me había ayudado a orientarme, y todo lo que debía hacer era girar uno o dos puntos hacia el oeste para llegar al arroyo donde había hallado al picapedrero. Durante mis andanzas no había podido averiguar el nombre de los lugares, pero creo que aquel riachuelo era algo tan importante como las aguas superiores del río Tweed. Calculé que debía estar a unos treinta kilómetros de distancia, y eso significaba que no podría llegar allí antes de la mañana. Así pues, tendría que esconderme en algún sitio durante un día, pues mi aspecto resultaba demasiado espantoso para mostrarme a la luz del sol. No tenía americana, ni chaleco, ni sombrero, llevaba los pantalones rotos, y mi cara y mis manos estaban negras por la explosión. Me atrevería a decir que tenía otras bellezas, pues notaba los ojos inyectados en sangre. En conjunto no era un espectáculo para que ciudadanos temerosos de Dios me viesen en la carretera.
Poco después del amanecer intenté asearme en un arroyo de la colina, y me acerqué a la casa de un pastor, pues sentía la imperiosa necesidad de comer. Él estaba lejos, y su esposa se hallaba sola, sin ningún vecino en ocho kilómetros a la redonda. Era una mujer de cierta edad, y muy animosa, pues aunque se asustó al verme, tenía un hacha a mano y la habría utilizado contra cualquier malhechor. Le dije que me había caído -no dije cómo- y ella vio por mi aspecto que estaba bastante mal. Como una verdadera samaritana no hizo preguntas, sino que me dio un tazón de leche con un chorro de whisky, y me permitió quedarme un rato sentado junto al fuego de la cocina. Me habría limpiado el hombro, pero me dolía tanto que no le permití que lo tocara.
No sé por quién me tomó -por un ladrón arrepentido, tal vez-, porque cuando quise pagarle la leche y le tendí un soberano, que era la moneda más pequeña que tenía, meneó la cabeza y murmuró algo acerca de «darlo a los que tenían derecho a él». Yo protesté de tal modo que debió creer en mi inocencia, pues tomó el dinero y a cambio de él me dio un cálido plaid nuevo y un sombrero viejo de su marido. Me enseñó a colocarme el plaid alrededor de los hombros, y cuando abandoné la casita era la viva imagen del tipo escocés que se ve en las ilustraciones de los poemas de Burns. En todo caso, iba más o menos vestido.
Fue una suerte, porque el tiempo cambió antes del mediodía y empezó a llover. Me refugié debajo de un saliente rocoso en el recodo de un arroyo, donde un montón de helechos muertos me servían de cama. Allí conseguí dormir hasta la caída de la noche, momento en que me desperté mojado y entumecido, con un terrible dolor en el hombro. Comí la torta de harina de avena y el queso que la mujer me había dado y volví a ponerme en camino antes de que oscureciera totalmente.
Omitiré las desdichas de aquella noche a través de las mojadas colinas. No había estrellas por las que pudiera guiarme, y tuve que seguir adelante basándome en mis recuerdos del mapa. Me perdí dos veces, y sufrí varias caídas en los numerosos hoyos. Sólo tenía que recorrer unos quince kilómetros en línea recta, pero mis errores los convirtieron en casi treinta. Cubrí el último tramo con los dientes apretados y en un estado de semiinconsciencia. Pero lo logré, y al amanecer golpeaba con los nudillos la puerta del señor Turnbull. La niebla era muy espesa, y desde la casita no se veía el camino.
El propio señor Turnbull me abrió, sobrio e incluso más que sobrio. Iba severamente vestido con un traje antiguo pero bien conservado de color negro; debía haberse afeitado la noche anterior; llevaba una camisa blanca y una biblia de bolsillo en la mano izquierda. En el primer momento no me reconoció.
– ¿Se puede saber quién es el que viene a rondar por aquí en la mañana del sábado? -preguntó.
Yo había perdido la cuenta de los días. Así que el sábado era la razón de este extraño decoro.
La cabeza me daba vueltas de tal forma que no pude formular una respuesta coherente. Pero me reconoció, y vio que estaba enfermo.
– ¿Tiene mis gafas? -preguntó.
Las extraje del bolsillo de mis pantalones y se las di.
– Ha venido a por su chaqueta y su chaleco -dijo él-. Pase, hombre, pase. Caramba, tiene las piernas hechas polvo. Aguante, que ahora le traigo una silla.
Comprendí que estaba al borde de un ataque de malaria. Tenía mucha fiebre, y las noches de lluvia habían empeorado mi estado, además, el hombro y los efectos de las emanaciones me hacían sentir muy mal. Antes de que pudiera darme cuenta, el señor Turnbull me ayudó a quitarme la ropa y me metió en una de las dos camas adosadas a las paredes de la cocina.
El viejo picapedrero se portó como un verdadero amigo. Su esposa había muerto años atrás, y vivía solo desde la boda de su hija.
Durante diez días me prodigó todos los cuidados que necesitaba. Yo únicamente quería que me dejaran en paz mientras la fiebre seguía su curso, y cuando volví a notar la piel fresca descubrí que el ataque me había curado el hombro. Sin embargo, la recuperación fue lenta, y aunque pude levantarme a los cinco días, tardé algo más en poder utilizar las piernas.
Él salía todas las mañanas, después de dejarme la leche del día y cerrar la puerta con llave; al atardecer volvía para sentarse en silencio junto a la chimenea. Ni un alma se acercó a la casita. Cuando empecé a mejorar, no me importunó con ninguna pregunta. Varias veces fue a buscarme el Scotsman, y comprobé que el interés por el asesinato de Portland Place se había desvanecido. Apenas hablaban de nada más que algo llamado la Asamblea General. Por lo que pude deducir, se trataba de una fiesta eclesiástica.
Un día sacó mi cinturón de un armario cerrado con llave.
– Ahí dentro hay una pila de dinero, ¿eh? -dijo-. Cuéntelo para ver si está todo.
Ni siquiera intentó averiguar mi nombre. Le pregunté si alguien había ido a interrogarle después del día que pasé trabajando para sustituirle.
– Sí, un hombre con un coche. Quería saber quién era el tipo que había tomado mi puesto aquel día, y yo le miré como si pensara que estaba chalado. Pero el hombre se puso pesado, y entonces le dije que debía hablar de mi hermano de Cleuch, que a veces me echa una mano. Era un individuo con una pinta muy rara, y hablaba tan mal que no entendí ni la mitad de lo que dijo.
Aquellos últimos días empecé a impacientarme, y en cuanto me encontré mejor decidí ponerme en camino. Eso fue el doce de junio, y tuve la suerte de que un comerciante de ganado pasara aquel día por allí en dirección a Moffat. Era un hombre llamado Hislop, amigo de Turnbull. Entró a desayunar con nosotros y se ofreció a llevarme consigo.
Di cinco libras a Turnbull por mi alojamiento, aunque me costó mucho lograr que las aceptara. Nunca he visto a un hombre tan altivo. Llegó a enfadarse cuando insistí, al fin, y tímido y sonrojado, cogió el dinero sin una palabra de agradecimiento. Cuando le dije que le debía mucho gruñó algo así como «todos hemos de ayudarnos los unos a los otros». A juzgar por nuestra despedida, cualquiera hubiese pensado que nos separábamos enfadados.
Hislop era un hombre alegre, que charló durante todo el camino por las colinas y el soleado valle de Annan. Yo hablé de los mercados de Galloway y los precios de los corderos, y él supuso que era un pastor de aquella zona, fuese la que fuese. Mi plaid y mi viejo sombrero, como he dicho, me conferían un aspecto escocés muy teatral, pero conducir ganado es una tarea mortalmente lenta, y tardamos todo aquel día en recorrer una veintena de kilómetros.
De no haber estado tan ansioso, habría disfrutado mucho. El tiempo volvía a ser espléndido y pasamos por hermosas colinas pardas y extensos prados verdes, oyendo el canto de las alondras y los chorlitos y el murmullo de los riachuelos. Pero mi estado de ánimo no era el más adecuado para apreciar las bellezas del verano ni la conversación de Hislop, pues a medida que se acercaba el fatídico quince de junio me sentía abrumado por las dificultades de mi empresa.
Cené algo en una humilde posada de Moffat, y anduve los tres kilómetros que me separaban del empalme de la vía férrea. El expreso nocturno del sur no salía hasta medianoche, y para ocupar el tiempo subí a una colina y me quedé dormido, pues el paseo me había fatigado. Sin embargo, dormí demasiado rato, y tuve que correr hasta la estación para no perder el tren. Los duros asientos de la tercera clase y el olor a tabaco barato me animaron. Ahora empezaba mi verdadera labor.
Llegué a Crewe de madrugada y tuve que esperar hasta las seis para abordar un tren con destino a Birmingham. Por la tarde llegué a Reading, y cambié el tren local que iba hasta el último rincón de Berkshire. Ahora me encontraba en una tierra de verdes praderas y arroyos rojizos. Hacia las ocho de la noche, un ser cansado y sucio -un cruce entre bracero y veterinario-, con un plaid a cuadros blancos y negros encima del hombro (porque no me atrevía a llevarlo al sur de la frontera), se apeó en la pequeña estación de Artinswell. Había varias personas en el andén, y pensé que sería mejor preguntar el camino en otro lugar.
La carretera pasaba a través de un gran bosque de hayas y de un valle poco profundo cubierto de flores. Después de Escocia, el aire tenía un olor fuerte e insulso, pero infinitamente dulce, pues los tilos, castaños y arbustos de lilas estaban en flor. Al poco rato llegué a un puente bajo el cual fluía un riachuelo de aguas claras y tranquilas entre níveos macizos de ranúnculos. Un poco más arriba había un molino y el estanque producía un agradable y fresco sonido en el aromático atardecer. No sé por qué, aquel lugar me calmó y me hizo sentir a gusto. Empecé a silbar mientras contemplaba el riachuelo, y la melodía que acudió a mis labios fue Annie Laurie.
Un pescador subió desde la orilla del agua, y al acercarse también empezó a silbar. La melodía debía ser contagiosa, pues me coreó. Se trataba de un hombre corpulento, vestido con unos sucios pantalones de franela y un viejo sombrero de ala ancha, y con una bolsa de lona colgada del hombro. Me hizo una inclinación de cabeza, y yo pensé que nunca había visto una cara más astuta y afable. Apoyó su delicada caña de tres metros de longitud en el puente, y se quedó mirando el agua igual que yo.
– Está clara, ¿verdad?-dijo con simpatía-. No hay río tan cristalino como el Kennet. Mire aquel pez. Debe pesar cerca de dos kilos. Pero está subiendo la marea y a esta hora nunca pican.
– No lo veo -dije yo.
– ¡Mire! ¡Allí! A un metro de las cañas, un poco más arriba de aquella roca.
– Ahora lo veo. Parece una piedra negra.
– Así es -repuso, y silbó otra estrofa de Annie Laurie.
– Su nombre es Twisdon, ¿verdad? -dijo por encima del hombro, con los ojos fijos en el riachuelo.
– No -contesté-. Quiero decir, sí. -Me había olvidado de mis alias.
– Un conspirador debe recordar su propio nombre -dijo, sonriendo ampliamente al ver una gallina junto al camino.
Me enderecé y le miré, observando su mandíbula cuadrada, su frente ancha y sus tersas mejillas, y empecé a pensar que finalmente había encontrado a un verdadero aliado. Sus penetrantes ojos azules parecían verlo todo.
De repente frunció el ceño.
– Digo que es una vergüenza -exclamó, levantando la voz-. Es una vergüenza que un hombre joven, fuerte y sano como usted se atreva a mendigar. En mi casa le darán de comer, pero no espere ni un penique.
Estaba pasando un carro, conducido por un hombre joven que alzó el látigo para saludar al pescador. Cuando hubo desaparecido, cogió su caña.
– Aquélla es mi casa -dijo, señalando hacia una verja blanca a unos cien metros de distancia-. Espere cinco minutos y después entre por la puerta trasera. -Y sin más palabras, se alejó.
Hice lo que me habían ordenado. Encontré una bonita casa con un césped que descendía hasta el riachuelo, y un sendero bordeado de sauquillos y lilas. La puerta trasera estaba abierta, y un severo mayordomo me aguardaba en el umbral.
– Venga por aquí, señor -dijo, y me condujo por un pasillo y una escalera de caracol hasta el dormitorio con vistas al río. Allí encontré un guardarropa completo dispuesto para mí: ropa de etiqueta, un traje de franela marrón, camisas, cuellos, corbatas, útiles de afeitar, cepillos para el cabello e incluso un par de relucientes zapatos-. Sir Walter ha pensado que las cosas del señor Reggie le irían bien, señor -dijo el criado-. Viene todos los fines de semana, y tiene algo de ropa aquí. Si desea bañarse, señor, le he preparado un baño caliente. La cena se servirá dentro de media hora. Ya oirá el gong.
El severo criado se retiró, y yo me senté en una butaca tapizada de chintz para recobrarme de la sorpresa. Era como una pantomima; pasar repentinamente de la pobreza a este ordenado desahogo. Evidentemente sir Walter creía en mí, aunque no pude adivinar por qué. Me miré al espejo, y vi a un moreno individuo, descuidado y ojeroso, con una barba de quince días y polvo en las orejas y los ojos, sin cuello, con una camisa vulgar, un raído traje de tweed y unas botas que necesitaban una limpieza con urgencia. Tenía el aspecto de un vagabundo, y acababa de ser introducido por un estirado mayordomo en este templo de acogedora opulencia.
Y lo mejor de todo era que ni siquiera sabían mi nombre.
Decidí no romperme la cabeza y tomar los dones que los dioses me habían otorgado. Me afeité, me bañé y me puse la ropa limpia, que no me sentaba tan mal.
Cuando hube terminado, el espejo me devolvió la imagen de un hombre aseado y bien vestido.
Sir Walter me esperaba en un comedor donde una pequeña mesa redonda estaba iluminada por candelabros de plata. Al verle -tan respetable y seguro, la personificación de la ley y el Gobierno y todos los convencionalismos- me desconcerté y me sentí como un intruso. No podía saber la verdad acerca de mí, porque entonces no me trataría de este modo. Pensé que no sería honrado aceptar su hospitalidad bajo una apariencia engañosa.
– Le estoy más agradecido de lo que puedo expresar, pero debo aclarar las cosas -dije-. Soy inocente, pero la policía me está buscando. Tenía que decírselo y no me sorprenderé si me echa de su casa.
Él sonrió.
– Me parece muy bien. No deje que eso le quite el apetito. Podemos hablar de todo después de cenar.
Jamás había comido con tal fruición, pues no había tomado más que un par de bocadillos en el tren a lo largo de todo el día. Sir Walter me agasajó, pues bebimos un buen champaña y después tomamos un oporto excelente. Estuve a punto de echarme a reír al verme allí sentado, servido por un lacayo y un estirado mayordomo, y acordarme de que había vivido como un bandido, perseguido por todos, durante tres semanas. Hablé a sir Walter de las pirañas del Zambesi, que te arrancarían los dedos de un mordisco si les dieras la ocasión, y charlamos de caza, pues él había sido un gran aficionado.
Tomamos el café en su estudio, una acogedora habitación llena de libros y trofeos, desorden y comodidades. Tomé la decisión de que si algún día me libraba de este asunto y tenía una casa propia, crearía una estancia igual que aquélla. Cuando hubimos terminado el café y encendido los cigarros, mi anfitrión apoyó sus largas piernas encima del brazo de su butaca y me pidió que iniciara mi relato.
– He obedecido las instrucciones de Harry -dijo-, y el soborno que me ofreció fue que usted me diría algo digno de oírse. Estoy preparado, señor Hannay.
Me sobresalté al oír que me llamaba por mi nombre verdadero.
Empecé por el principio. Le hablé de mi aburrimiento en Londres, y de la noche que había encontrado a Scudder frente a la puerta de mi piso. Le repetí lo que Scudder me había contado sobre Karolides y la conferencia del Ministerio de Asuntos Exteriores, y eso le hizo fruncir los labios y sonreír.
Después llegué al asesinato, y volvió a ponerse serio. Escuchó atentamente la historia del lechero y el relato de mi estancia en Galloway y de las horas que había pasado descifrando las notas de Scudder en la posada.
– ¿Las tiene aquí? -preguntó vivamente, y lanzó un profundo suspiro cuando extraje la agenda del bolsillo.
No dije nada sobre su contenido. A continuación describí mi encuentro con sir Harry, y los discursos políticos. Se echó a reír estrepitosamente.
– Harry no debió decir más que tonterías, ¿verdad? No me extraña. Es muy buena persona, pero el idiota de su tío le ha llenado la cabeza de quimeras. Continúe, señor Hannay.
Mi día como picapedrero le excitó un poco. Me hizo describir con todo detalle a los dos hombres del coche, y pareció rebuscar en su memoria. Volvió a alegrarse cuando le relaté mi encuentro con el necio de Jopley.
Pero el anciano de la casa del páramo le hizo fruncir el ceño. También tuve que describírselo con todo detalle.
– Imperturbable y calvo, y parpadeaba como un pájaro… ¡Igual que un ave de rapiña! Y usted dinamitó su casa, después de que él le salvara de la policía. ¡No está mal!
Finalmente, llegué al término de mi relato. Se levantó con lentitud y me miró desde la chimenea.
– Puede olvidarse de la policía -dijo-. No tiene dada que temer por parte de la ley.
– ¡Válgame Dios! -exclamé-. ¿Han encontrado al asesino?
– No. Pero hace quince días le borraron de la lista de sospechosos.
– ¿Por qué? -pregunté con estupefacción.
– Principalmente porque recibí una carta de Scudder. Le conocía, y había trabajado para mí. Era medio loco, medio genio, pero honrado a carta cabal. Lo malo de él fue su empeño en querer actuar solo. Eso impidió que nos fuera de utilidad en el servicio secreto… una lástima, porque estaba excepcionalmente dotado. Creo que era el hombre más valiente de este mundo, porque siempre temblaba de miedo, y a pesar de ello nada le hacía desistir de su empeño. El treinta y uno de mayo recibí una carta suya.
– Pero entonces ya hacía una semana que estaba muerto.
– La carta fue escrita y echada al correo el día veintitrés. Al parecer, no temía un fallecimiento inmediato. Sus comunicaciones solían tardar una semana en llegarme, porque primero eran enviadas a España y después a Newcastle. Estaba obsesionado por ocultar sus huellas.
– ¿Qué decía? -balbuceé.
– Nada. Únicamente que se hallaba en peligro, pero que había encontrado refugio en casa de un buen amigo, y que recibiría noticias suyas antes del quince de junio. No me daba ninguna dirección, pero decía que vivía cerca de Portland Place. Creo que su propósito era librarle a usted de toda sospecha si ocurría algo. Cuando la recibí fui a Scotland Yard, revisé la transcripción de la encuesta judicial, y comprendí que usted era el amigo. Hicimos averiguaciones sobre usted, señor Hannay, y llegamos a la conclusión de que era un hombre respetable. Adiviné los motivos de su desaparición, no sólo la policía, sino también los otros, y cuando recibí la nota de Harry adiviné el resto. Le estoy esperando desde hace una semana.
Pueden imaginarse el peso que todo esto me quitó de encima. Volví a sentirme un hombre libre, pues ahora sólo debería enfrentarme a los enemigos de mi país, no a la ley de mi país.
– Ahora echemos una hojeada a esa agenda -sugirió sir Walter.
Tardamos más de una hora en terminar. Le expliqué la clave, y él la captó con facilidad. Corrigió mi interpretación en varios puntos, pero en conjunto había sido correcta. Tenía una expresión solemne en el rostro cuando terminamos, y guardó silencio unos momentos.
– No sé qué pensar -dijo al fin-. Tiene razón en una cosa: lo que ocurrirá pasado mañana. ¿Cómo diablos ha podido saberse? Es horrible. Pero todo esto de la guerra y la «Piedra Negra» aún es peor, parece un melodrama. ¡Ojalá hubiese tenido más confianza en el criterio de Scudder! Lo malo de él es que era demasiado romántico. Tenía un temperamento artístico, y quería que todo fuese mejor de lo que Dios lo hizo. Además, se dejaba llevar por toda clase de prejuicios. Los judíos, por ejemplo, le hacían perder los estribos. Los judíos y las altas finanzas.
»“La piedra Negra” -repitió-. Der Schwarzestein. Es como una novela barata. ¡Y todas esas tonterías acerca de Karolides! Ésta es la parte más inconsistente de la historia, porque lo más probable es que el virtuoso Karolides nos sobreviva a los dos. Ni un solo estado europeo desea verle muerto. Además, últimamente se ha dedicado a adular a Berlín y Viena, y ha hecho pasar momentos muy difíciles a mi jefe. ¡No! En esto, Scudder se equivocó. Francamente, Hannay, no creo esta parte de la historia. Se está preparando un asunto muy feo y él averiguó demasiado y perdió la vida a causa de ello. Sin embargo, éste es el riesgo que corren todos los espías. Una cierta potencia europea hace un pasatiempo de su sistema de espionaje, y sus métodos no son demasiado particulares. Como paga por trabajo a destajo, sus componentes no se detienen ante uno o dos asesinatos. Quieren tener nuestros planes navales para su colección del Marinamt; pero no los conseguirán.
En ese momento el mayordomo entró en la habitación.
– Una llamada de Londres, sir Walter. Es el señor Eath, y quiere hablar personalmente con usted.
Mi anfitrión salió a hablar por teléfono.
Volvió a los cinco minutos con la cara lívida.
– Lamento lo que he dicho de Scudder -declaró-. Karolides ha sido asesinado esta misma tarde, unos minutos después de las siete.