obstáculos, sino que los rodean, que es una manera distinta de huir. Son astutos, pero no cobardes, ¿te das cuenta? He decidido que me caen muy bien, los pobres cangrejos.

—Sí –Juan estaba de acuerdo–. Tanta mala fama, y tan injusta… Los cangrejos andan de lado.

Juan Olmedo estuvo pensando en eso antes de dormirse aquella noche, y volvió a recordarlo por la mañana, mientras Alfonso ofrecía una resistencia puramente formal, más que aceptable, al madrugón y el viaje hasta El Puerto. De lado, se repitió después, camino del trabajo, no hacia atrás, sino de lado, y se comprometió consigo mismo a no olvidarlo cuando llegaran los malos tiempos que sucederían inevitablemente a los peores. Cada trivial contratiempo doméstico, cada pequeño sobresalto cotidiano que lograba resolver –en un proceso que le estaba conduciendo desde una radical inexperiencia hasta un dominio de la rutina diaria de cuya amplitud él mismo se asombraba–, despejaba el camino hacia una vida que él nunca habría querido vivir y que estaba cada vez más cerca. Ante sus ojos se perfilaba un horizonte seco y monótono, sedimentado a partes iguales por el cansancio y la necesidad, el cansancio de ser siempre necesario, la necesidad de no poder reconocer jamás que estaba cansado. No lo había tenido en cuenta al marcharse de Madrid, ni en los agotadores días que nacieron del vértigo de la mudanza, cuando todo era nuevo, difícil, desconocido, y las fechas se evaporaban antes de tiempo sin prestarle horassuficientes para empezar siquiera la mitad de las cosas que quedaban por hacer. Primero fue el miedo, luego la prisa, antes y después las insignificantes incertidumbres de cada día, tan asfixiantes y livianas al mismo tiempo, tan incómodas y tan reconfortantes a la vez, poner las lámparas, colgar los cuadros, comprar cacerolas y sartenes, familiarizarse con el mercado, encontrar una asistenta, negociar con el jardinero, acoplar el horario del hospital con las jornadas de Tamara y de Alfonso, aprender que con un paquete de espaguetis y una lata de tomate frito pueden cenar tres personas sin abrir siquiera la puerta de una nevera vacía. Ahora, todo eso estaba hecho. Los electrodomésticos funcionaban, la despensa estaba llena, en los armarios dormía una manta para cada cama, todas las matrículas estaban pagadas, todos los muebles colocados, el jamón de las emergencias recién instalado en un jamonero nuevo, las llaves de la casa en el llavero de Maribel, y hasta una ATS desempleada esperando junto al teléfono a que él la llamara para hacer de canguro en sus noches de guardia.

Ahora ya no le quedaba más que esperar el verdadero principio de la vida que habría querido vivir con Charo, para empezar a vivirla sin ella, y adoptar el gesto imperturbable de un buen jugador de póquer para encajar con sobriedad aquel grueso sarcasmo del destino.

A veces, Juan pensaba que hasta tenía gracia, aunque no encontrara ningún motivo para sonreír a su suerte. Él era un médico excelente, uno de los mejores de su edad, de su especialidad. Por eso, se había acostumbrado a recibir durante años ofertas escalofriantes de algunas clínicas privadas de medicina deportiva, de

esas que florecían gracias a los meniscos y las tibias de los jugadores de primera división, a las muñecas de los tenistas, a las vértebras de los motoristas. La posibilidad de convertirse en una especie de niñeraforzosa de una docena de multimillonarios precoces y malcriados siempre le había parecido una imagen muy precisa del infierno de un traumatólogo, pero hasta ese destino habría asumido de buena gana a cambio de un sueldo de futbolista y de una simple oportunidad, por remota que fuera. Ahora, en cambio, él, que había estado siempre dispuesto a jugárselo todo por Charo, que le había repetido un millón de veces que por ella asumiría todas sus cargas, todos sus gastos, todas sus culpas, se había quedado con sus cargas y sus gastos, con las culpas de aquella mujer y con sus propias culpas, al ridículo precio de perderla definitivamente. Lo que iba a ser todo con Charo se había convertido en todo sin Charo, y ni siquiera podía echarle la culpa al azar, porque el único responsable de aquella situación era él mismo. Desde que aceptó que la capacidad de decidir no estaba en sus manos, Juan Olmedo nunca se había detenido a planificar con precisión el futuro de su vida privada. Lo que parecía una renuncia forzosa al control de su propia intimidad le había procurado muchos años de insatisfacción general y algunos momentos de sufrimiento muy intenso, y sin embargo, ahora comprendía que aquélla había sido una forma cómoda de vivir. El deseo irrefrenable, supremo, desesperado, de poseer a su cuñada por completo y para siempre, dejaba espacios libres en la superficie, un tiempo para él solo que se había esfumado al dividirse entre las reclamaciones de una huérfana y la tiranía de un deficiente mental. Juan, que echaba infinitamente de menos a Charo, el esporádico esplendor que había bastado para cohesionar los retazos de ciertos instantes aislados en el recuerdo de una vida entera, se resistía a aceptar que sentía una nostalgia semejante por el resto de su tiempo pasado, días neutrales e ingrávidos, como hechos de humo, para dormir hasta media mañana,para quedar a comer con un amigo, para pasar la tarde vagueando con el mando de la televisión en la mano, para leer, para ir solo al cine, para invitar a cenar a cualquier residente que se hubiera puesto a tiro, para ligar por sorpresa con una chica corriente en la barra de un bar. No hubiera querido aceptar que también echaba eso de menos, pero así era, y ahora que todo estaba hecho, cuando ya había borrado las señales que marcaban la dirección del camino de vuelta, cuando la agotadora maquinaria cotidiana había aprendido a funcionar sola, cuando Alfonso y Tamara dependían de él como nunca habían dependido de nadie, aquella vulgar nostalgia de sus antiguos ocios privados, de su irrecuperable pereza, de su aburrimiento, era lo que más miedo le daba.

Para desbaratar las amenazas del cansancio y la necesidad, no contaba con más fuerzas que la de su propia voluntad, una disciplina personal que se sometía a sí misma hasta el borde de la exasperación, pero la estrategia de los cangrejos le hacía compañía, y por eso procuraba recordar con metódica frecuencia que no andaban hacia atrás, sino de lado, rodeando los obstáculos en lugar de renunciar a superarlos. No lo olvidó cuando las mañanas empezaron a endurecerse de un frío blanco y noctámbulo, mientras las tardes se desprendían con pesar de los

últimos flecos de la luz del verano y las noches crecían para afirmar su vigor, su poder invernal y prematuro. No lo olvidó al celebrar las pequeñas victorias de su perseverante terquedad, cuando el colegio se hizo cargo de Tamara desde las nueve hasta las cinco y media, y Alfonso se resignó a subirse en el autobús sin protestar, y él empezó a encontrarse de repente con horas muertas a media tarde para descubrir que no sabía muy bien qué hacer con ellas, cómo aprovechar aquellos ratos en los que su hermano miraba mansamente la televisión y su sobrina se encerra–ba en su cuarto para hacer los deberes. No lo olvidó mientras emprendía nuevos ritos sociales, y aceptaba con ánimo creciente las invitaciones de Miguel Barroso para ir a comer juntos los domingos, o se acostumbraba a quedar de vez en cuando con alguno de sus colegas para tomar una copa antes de volver a casa, obligándose a desechar poco a poco sus terroríficas aprensiones acerca de las catástrofes que la menor de sus ausencias podría provocar en un tan trabajoso y precario orden doméstico. Y lo recordó a tiempo una noche de viernes de octubre, desapacible, fría, inclemente de lluvia y ráfagas de viento, una noche para estrenar la chimenea y no el teléfono de la ATS desempleada, que después de asegurarle que no tenía ningún problema para quedarse a dormir en su casa, no reprimió un comentario acerca de la nochecita que el doctor había escogido para salir de juerga por primera vez.

Es la despedida de soltero de un residente de mi servicio, explicó él, y me ha invitado aunque hace sólo un mes y medio que nos conocemos, así que no tengo más remedio que ir, ya, ya, contestó ella enseguida, si yo no digo nada… Al colgar, él se dio cuenta de que sus propias palabras le habían sonado a excusa poco convincente, y sin embargo, no sólo todo lo que había dicho era verdad sino que incluso estaba de acuerdo con aquella mujer en que no podía haber escogido una fecha peor para inaugurar su vida nocturna. Pero a las nueve en punto entró en el coche, y lo condujo con prudencia hasta Jerez, y encontró el restaurante a la primera, y saludó con buena cara a todos, y fue recíprocamente saludado, y se deslizó con la naturalidad de las costumbres conocidas en una cena alegre y previsible de excelente pescado y rancias bromas sexuales. No esperaba ninguna chica desnuda saliendo de ninguna tarta y no la hubo. Esperaba a cambio que alguien propusiera una solución al–ternativa, y la proposición llegó entre la primera y la segunda copa.

Yo me voy a casa, Miguel, estoy un poco inquieto por la niña y eso…, deslizó en el oído de su flamante jefe, su amigo más antiguo entre los comensales. Tú te vienes a Sanlúcar, Juanito, no me jodas, obtuvo como respuesta, nos tomamos una copa y nos vamos enseguida, las chicas no muerden, así que no me vengas con mariconadas… No estaba muy seguro de la categoría del antro al que sus compañeros se encaminaban con tanto brío, pero estaba claro que era un bar de putas, y él nunca se había sentido cómodo en esa clase de bares. El nombre escrito en letras luminosas prometía lo peor, pero el Lady.s resultó un local espacioso, con muebles muy nuevos y una iluminación reconfortantemente tenue. Tal vez por eso le impresionó tanto la irrupción de aquella chica vestida de rojo. Mientras se mantuvo a una distancia tranquilizadora, apartada del enjambre de

sonrisas golosas que revoloteaban alrededor de aquel prometedor y tardío grupo de clientes, Juan procuró mirarla con ojos de forense y llegó a conclusiones familiares, un metro setenta, sesenta y cinco kilos, cabello y ojos oscuros, raza blanca mediterránea, y un inquietante parecido con María Rosario Fernández, difunta. Llevaba el pelo más largo que Charo, y tenía los ojos más pequeños, los brazos más delgados, pero él sintió un escalofrío cuando la vio venir de frente. Ven conmigo, le dijo solamente, no te arrepentirás… Juan Olmedo negó con la cabeza, y no cambió de opinión, pero en aquel momento volvió a recordar que los cangrejos andan de lado. No hacia atrás, sino de lado.

La primera mañana de clase del curso académico 2000–2001, el aire del vestíbulo del colegio olía a judías verdes cocidas, muy pasadas. Tamara Olmedo Fernández, nueva, arrugó discretamente la nariz contra aquel aroma pocho y tristón, y anotó en su resquebrajado ánimo una flamante arruga paralela. Judías verdes a las nueve de la mañana, exclamó para sí misma, qué horror. Su reloj nuevo, que tenía cronómetro, segundero, calendario, y hasta luz, le confirmó que aún faltaban diez minutos para el timbre, y decidió apurarlos al aire libre, sentada en el escalón más próximo a la entrada principal del edificio. Aunque escogió una esquina, buscando al mismo tiempo la compañía de la pared y una posición poco expuesta, se dio cuenta de que casi todos los niños que trepaban por la escalera, tra–gándose los peldaños de tres en tres mientras se chillaban y atropellaban mutuamente para ejecutar sin sorpresas la partitura universal del primer día del curso, se detenían un instante al llegar a su altura, ante el reclamo de sus zapatos nuevos, de su mochila nueva, de su uniforme nuevo, de su rostro y su cuerpo nuevos de niña sola, desconocida. Tamara respondía a sus miradas con los ojos pacíficos, comprensivos, de quien llevaba todo un verano esperándolas. En otros septiembres, ella también había mirado así, con la misma curiosidad desprovista aún de toda expectativa, de todo aliento o recelo, a otros niños nuevos, como Ferrán, que era de Gerona y tenía un acento muy fuerte que al principio les hacía reír, o Laura, que aunque se apellidara López García había nacido en Kansas City y no hablaba bien español, o Felipe, o Silvia, o Carmen la rubia, o Nacho el alto, al que llamaban así desde que llegó, en tercero de primaria, para distinguirlo de otro Nacho más bajito, que era compañero de Tamara desde primero de preescolar. Ahora, Ferrán, y Laura, y Nacho el alto, veteranos ya de varios cursos, estarían acordándose de ella, preguntándose en voz alta cómo serían su casa, su colegio, sus amigos. O a lo mejor ni siquiera…, se atrevió a calcular con los labios cerrados, y esa sospecha terminó de apretar el nudo de su garganta, el irritante misterio de la melancolía que envolvía el recuerdo de aquel lugar tan aburrido, su viejo colegio, como si ella nunca hubiera llegado a aburrirse allí de verdad, como si en realidad le hubiera divertido alguna vez, como si ni siquiera contaran sus gustos, sus opiniones, sus sentimientos previos, a la hora de echarlo terriblemente de menos. Cuando la presión se hizo insoportable, las lágrimas se asomaron a la frontera de

sus párpados, pero ella las obligó a retroceder contando hacia atrás, primero desdecien hasta cincuenta de tres en tres, luego desde cincuenta hasta cero pensando sólo en los números impares, hasta que llegó al veintitrés con la certeza de que sus ojos estaban secos y entonces se detuvo.

Desde que vivía en la casa de la playa, sólo había llorado tres veces, una porque se acordaba de su madre y las otras dos porque estaba triste sin saber por qué, pero siempre lloraba de noche, cuando nadie podía verla ni escucharla. La tristeza habitaba permanentemente en ella como una fiera adormilada, agazapada en un pliegue de su estómago con el cuello tenso y las zarpas temblorosas de codicia, lista siempre para saltar, pero la mantenía a raya durante todo el día con sólo cien números, cien cifras justas que acudían en bloque a su memoria y se dejaban manipular sin quejarse, al contrario que los recuerdos. A ella le habría gustado que fuera al revés, que ciertas imágenes y voces que recordaba se irguieran o se agacharan según su voluntad, como los números que decidía saltarse o destacar en series de dos, de tres, de cuatro cifras, marcando una frecuencia que dependía tan sólo de la caprichosa necesidad de cada momento. Sin embargo, había aprendido antes de tiempo que algunos recuerdos no se pueden modificar, que su orden y su naturaleza permanecen intactos para siempre en la memoria por más que uno se empeñe en contarse a sí mismo una historia diferente, y por eso no se consentía a sí misma llorar salvo en la difusa frontera del sueño, cuando los contornos de los objetos se ablandan, y la ilusión de lo que se quiere saber cede sin alarmas a la nítida conciencia de lo que se sabe con certeza.

A Tamara Olmedo Fernández, nueva, no le gustaba que su casa verdadera, la fija, la de todo el año, fuera un chalet para veranear, con suelos de gres, y toldos verdes, y un porche con muebles de teca abierto a un jardín plantado de buganvillas e hibiscos que con–servan las flores hasta en invierno. Una casa auténtica siempre tiene suelos de madera, y ventanas o balcones pequeños en lugar de tanta cristalera, y más allá, árboles viejos cuya altura no puede abarcarse de un simple vistazo, y un eterno rumor de coches que pasan sin cansarse jamás. Las casas auténticas tienen que estar muy lejos del mar, pensaba Tamara, y sin embargo se comportaba como si todos los días encerraran la promesa de una fiesta perpetua, y respondía a la puntual violencia del otoño, que en cada amanecer le arrebataba una nueva hebra de la luz del verano, y con ella el penúltimo indicio de la ficción de normalidad que había envuelto su vida mientras duró el buen tiempo, forzando la intensidad de sus sonrisas. La de aquella tarde también sería radiante, porque nunca le contaría a Juan que su colegio olía a judías verdes cocidas. Aunque no habían vuelto a hablar del tema desde que se marcharon de Madrid, Tamara se daba cuenta de que su tío se había empeñado, con todo lo que tenía, en que aquella aventura saliera bien, y en ese empeño, que ella nunca había entendido, había algo más que la necesidad de cambiar de trabajo, más que una oportunidad de vivir todo el año en la playa, mucho más que una oferta de distracción, y del consuelo que su familia necesitaba. Tamara no había logrado descubrir las razones ocultas de aquella arbitraria y apresurada

mudanza, pero en la determinación de Juan, en ese optimismo barnizado con rachas de puro entusiasmo que casi nunca lograba abrillantar del todo el pálido color de sus incertidumbres, encontró un motivo suficiente para empeñarse ella misma en que su tío acabara teniendo razón.

Y cuando desfallecía, cuando entraba en una tienda y no entendía lo que el dependiente le decía, cuando el viento aullaba de noche como si pretendiera echarla de su propia cama, cuando el mar dejaba de oler a yodo para apestar a unpuré de algas podridas, recuperaba un recuerdo dócil y luminoso, una imagen que le dolía y que sin embargo no querría perder jamás, la memoria de una tarde sucedida mucho tiempo atrás, bajo la luz tibia y complaciente de un otoño mejor, más justo.

Su madre nunca le consentía que se fuera a la cama sin lavarse los dientes, nunca le perdonó el baño antes de la cena y siempre, hasta cuando salía de noche, revisaba sus deberes antes de arrastrarla a la bañera pero, a cambio, tenía ideas estupendas, de las que jamás se le ocurrieron a su padre. Ideas como aquella de ir a recogerla al colegio por sorpresa, el segundo día del curso, cuando aún no tenía clase por la tarde porque era de los pequeños, le faltaban cinco meses para cumplir seis años. Papá ha llamado para avisar de que no podía venir a casa a comer, le explicó mientras la llevaba en brazos hasta el coche, y he pensado que podríamos ir al centro, tomar una hamburguesa por ahí, y luego meternos en un cine, a ver esa película que te apetece tanto, ¿qué me dices? Ella apretó el cuello de su madre con los dos brazos y le dio muchos besos en la cara, porque no encontró palabras que expresaran mejor su júbilo. Y sin embargo, aunque fueron derechas a la Gran Vía, que era la calle favorita de las dos, y mamá le dejó que pidiera dos helados de chocolate de postre, y pudo elegir la mejor butaca de un cine vacío, aquella tarde acabó llorando, porque la película contaba la vida de una niña a la que unos tíos lejanos habían metido interna en un colegio después de que sus padres se mataran en un accidente de aviación, una historia muy bonita sólo a costa de ser también muy triste. Tamara salió del cine con los ojos hinchados, mustios de llanto, y aunque su madre la abrazó, y la consoló, e intentó animarla en el viaje de vuelta recordándole que, al fin y al cabo, la película acababa bien, porque laprotagonista encontraba una nueva familia entre las profesoras y las compañeras de su colegio, ella entró en casa sabiendo que todavía le quedaban lágrimas. Por eso, cuando su madre se sentó en una de las butacas del jardín, de aquel jardín de tierra con un simple emparrado y unos pocos árboles inmensos, como los jardines de verdad, Tamara se le subió encima, la miró de frente y le preguntó qué iba a pasar si un buen día ella se moría. Yo no me voy a morir, tonta, le contestó su madre con una sonrisa, pero a la vez debió de tomársela en serio, porque la acunó contra su pecho como si fuera un bebé y le dio muchos besos, de esos besos especiales que sabía dar ella, unos besos que no se parecían a ninguna otra clase de besos, besos con los labios apretados que se grababan en su frente, en sus mejillas, en su pelo, y tardaban una eternidad en deshacerse, besos como túneles, como puentes, como lazos con dos nudos, los besos de mamá, si yo no me voy a morir, repetía, no me voy a morir, y

sonreía, pero ella se echó a llorar de todas formas. ¿Y si te mueres, eh? Puede

ser, ¿o no? ¿Y si te mueres, qué? Entonces su madre se puso seria y rodeó su

cara con las dos manos, y la miró a los ojos, y habló bajito.

Si yo me muero, Juan te cuidará, le dijo, sólo eso, no te pasará nada malo porque

Juan cuidará de ti, eso le dijo, y no mencionó a su padre, ni a sus abuelos, no

habló de ningún colegio para niñas huérfanas ni de ninguna otra solución, ningún

otro remedio, ninguna otra persona, Juan te cuidará, repitió, y siguió besándola

hasta lograr que, al rato, dejara por fin de llorar.

Ahora, cuatro años después, cuando se notaba a punto de desfallecer, al borde de

un buen berrinche como los de los viejos tiempos, Tamara recordaba que lo había

perdido todo, que su madre había muerto a pesar de la confianza que bailaba en

sus sonrisas, que supadre había muerto también, pero Juan la cuidaba y eso era

suficiente. La generosidad con la que su tío había cumplido la promesa de su

madre merecía a cambio una lealtad ciega, sin fisuras. Y eso significaba que,

pasara lo que pasara, todo iba a salir bien. Tamara se lo recordó a sí misma con

firmeza mientras se preguntaba si sería capaz de encontrar algo que ofrecer a

Juan a cambio de aquel olor a verdura pasada que nunca confesaría, cuando

escuchó una voz conocida.

—¿Qué haces aquí?

Andrés, que no solía decir hola al llegar, ni adiós al marcharse, la estudiaba con

los ojos ligeramente asombrados y sin embargo serenos con los que miraba casi

todas las cosas. Tamara se alegró de encontrarle mucho más de lo que había

previsto, y olvidó enseguida el prudente discurso que su tío le había soltado en el

desayuno para aconsejarla que no agobiara a Andrés, que no se le pegara como

una lapa durante todo el día, que comprendiera que él debía tener su propia

pandilla, sus propios amigos, y que estaría deseando verles, hablar, jugar con

ellos después de las vacaciones. Andrés es el único amigo que tienes aquí, le

había repetido al despedirla en la puerta del colegio, procura conservarlo y no lo

marees.

—Te estaba esperando –Tamara se levantó diciéndose a sí misma que, al fin y al

cabo, esperar a alguien no es lo mismo que marearlo.

—¡Ah! –Andrés no pareció asustarse de su respuesta–. ¿Y has entrado a ver en

qué clase nos han puesto?

—No, todavía no.

—Pues ven conmigo. Creo que ya sé cuál va a ser…

Andrés atravesó el umbral con decisión, sin volverse a comprobar si ella le seguía,

y Tamara se fijó en su mochila, muy limpia pero lavada tantas veces que ya no

podía leerse nada sobre su solapa, en loscontornos borrados y rotos de lo que

una vez debieron ser cuatro grandes mayúsculas rojas. El tirante de la derecha

estaba cosido con un hilo fuerte, negro, unos centímetros por debajo del hombro,

y tan deshilachado como el izquierdo. Era muy pequeña, tanto que su propietario

cargaba con un montón de libros en los brazos, y Tamara pensó que a Andrés le

iría mejor con su mochila vieja, que estaba un poco sucia pero era más grande y

mucho más nueva que aquélla, y estuvo a punto de ofrecérsela. Sin embargo,

cuando ya había abierto la boca, volvió a cerrarla, porque no estaba segura de si

su oferta sería bien recibida.

—Aquí es –dijo él, deteniéndose ante una puerta idéntica a todas las demás que

se abrían a ambos lados de un pasillo decorado con grandes cartulinas de colores,

dibujos y collages–. Vamos.

Entró en clase sin mirar a nadie en especial, aunque saludó a algunos niños con

un movimiento de cabeza y hasta respondió con un par de holas lacónicos a los

saludos más expresivos de algunos de sus compañeros. A cambio, Tamara

escuchó con claridad algunas risitas desde el fondo del aula, que su amigo intentó

identificar girando la cabeza, repeinada y húmeda de colonia, con una expresión

de violencia en la boca que ella nunca le había visto hasta entonces. Los risueños,

dos niños y una niña que cuchicheaban entre sí, no se dieron por aludidos. Andrés

escogió un pupitre lateral de una de las filas centrales y empezó a vaciar su

mochila sin decir nada. Tamara se sentó a su lado y le imitó.

—Me pongo aquí contigo –dijo sin mirarle–. ¿Vale?

—Bueno.

La profesora se llamaba doña María. Tamara calculó que tendría más o menos la

edad de Sara. Era bajita, menuda y parlanchina, e iba muy arreglada. Al entrar,

saludó por su nombre a casi todos los niños, incluido Andrés, y dedicó acada uno

un comentario agradable, qué guapo estás, cuánto has crecido, cómo se nota que

te has bañado mucho este verano, te sienta muy bien el pelo largo, y cosas por el

estilo. Al terminar, dijo que todos tenían que saludar con un cariño especial a dos

alumnos nuevos, y le pidió a Tamara y a otro niño rubio que se llamaba Iván que

se levantaran. Ella ya se temía algo así, pero se sintió igual de mal que si no lo

hubiera previsto, e intentó disimular el color de sus mejillas bajando la vista,

como si estuviera muy interesada en sus zapatos, mientras soportaba la

vergüenza de un aplauso general. Luego, cuando empezó el rollo de siempre

sobre el plan del curso, los programas de cada asignatura, el material que

tendrían que traer la semana siguiente, las fechas de las evaluaciones y los

mejores métodos para planificar los deberes, se sintió mejor, porque había

escuchado tantas veces rollos parecidos que ni siquiera le extrañó aquella nueva

versión sin eses.

A las once sonó un timbre.

Andrés reaccionó ante aquel sonido con una lentitud sorprendente hasta para

Tamara, que no esperaba encontrarse con nadie en el recreo y sin embargo

estaba ya cerca de la puerta cuando le vio sentado todavía, delante del pupitre.

—Para salir al patio tienes que coger por la izquierda, por donde hemos entrado –le dijo cuando por fin se decidió a recorrer la distancia que le separaba de ella con

pasos de viejo, cortos y cansados.

—¿Tú no vienes?

—No, yo… Tengo que hacer una cosa.

—¿Vas al baño?

Negó con la cabeza y echó a andar despacio, hacia la derecha.

No habría dado más de diez pasos cuando se volvió a mirarla, y la encontró

clavada en el pasillo, delante de la puerta de la clase.

Ella quiso interpretar aquella mirada como una invitación y seatrevió a preguntar.

—¿Adónde vas?

—A un sitio.

—¿A cuál? –él no le contestó, y Tamara empezó a caminar en su dirección–. Voy

contigo.

—No.

—Que sí, anda, déjame ir contigo. Si es que yo aquí no conozco a nadie y…

—Que no –él subrayaba su negativa moviendo enérgicamente la cabeza–. Que no

puedes venir, en serio.

—Pero ¿por qué? –ella dio un pisotón en el suelo para demostrar su impaciencia–.

¿Y por qué no quieres decirme adónde vas?

—Voy a ver a mi abuela –contestó Andrés por fin, casi con rabia–, que trabaja

aquí. ¿Estás contenta?

Tamara se puso colorada por segunda vez en aquella mañana y ni siquiera se

esforzó en encontrar una respuesta para aquella pregunta, como si el tardío

descubrimiento de que Andrés tenía una abuela que trabajaba en el colegio fuera

una razón suficiente para excluirla de cualquier plan. Cuando su amigo

desapareció por una puerta situada al final del pasillo, se fue al patio, se sentó en

un poyete y se dedicó a mirar cómo jugaban los demás. Un cuarto de hora

después volvió a ver a Andrés, que caminaba en su dirección con un gran

bocadillo de mortadela y cara de querer hacer las paces.

—¿Quieres un poco? –le dijo cuando se sentó a su lado–. Es muy grande…

—¿Te lo ha dado tu abuela?

–preguntó ella, que ya se había comido su donut, al aceptarlo.

—Sí. Es la cocinera.

—¿Y tienes que ir a verla todos los días?

—Todos. Pero sólo para recoger el bocadillo, que se enfada conmigo si me lo

traigo de casa.

Hoy era distinto, porque como mi madre no se habla con ella, hacía por lo menos

un mes que no la veía, y por eso he tenido que estar másrato… –Andrés comió un

poco más en silencio y volvió a ofrecerle a Tamara el último trozo–. ¿Lo quieres?

Yo ya no puedo más… De todas formas –añadió, mientras ella liquidaba el pan y

la mortadela–, no te habría caído bien. Es muy gruñona. Está todo el día

protestando y haciendo como que llora.

Tamara no quiso preguntar nada más, pero se dio cuenta de que Andrés estaba

no sólo más simpático, sino también más contento, como si la visita a la cocina le

hubiera quitado un peso de encima. Sin embargo, hasta él tendría que reconocer

que su abuela cocinaba muy bien, porque el arroz con tomate, el pollo asado y el

flan de la comida eran mejores que los que Tamara tomaba en su colegio de

Madrid. Después, mientras renunciaba a averiguar el origen de aquel olor mustio

a judías verdes que su nariz había dejado ya de percibir, salieron al patio y

estuvieron jugando con otros niños de su clase al pilla–pilla, que aquí se llamaba

de otra manera y tenía reglas ligeramente distintas. Ella no corría tanto como

Andrés, pero se lo pasó muy bien, y el siguiente timbre resonó ya en sus oídos

con el eco familiar de una condena vulgar y repetida. La primera clase de la tarde

se le hizo insoportablemente lenta, como siempre, y la segunda, a cambio, resultó

la más corta del día. Andrés se despidió de ella en la puerta de la clase, porque

tenía que ir a buscar a dos vecinos suyos que estaban en otro grupo del mismo

curso. Siempre venimos y volvemos juntos, le dijo, son esos dos con los que he

estado hablando en el patio, después de comer, ¿te acuerdas…? Ella no se

acordaba, pero le dijo que sí, y mientras salía a la calle pensó que había tenido

mucha suerte de que Andrés no la hubiera dejado sola para irse con sus amigos

hasta aquel momento, cuando su colegio nuevo había empezado ya a ser menos

nuevo y más colegio.Pensaba volver a casa andando, pero cuando aún caminaba

en paralelo a la valla, un BMW gris con matrícula de Madrid se detuvo a su lado

haciendo sonar la bocina.

Tamara lo reconoció enseguida, y tenía ya la mano en el picaporte antes de que

el cristal ahumado de la ventana descendiera, en un susurro lujoso de puro

imperceptible, mientras Sara se ofrecía a llevarla a casa.

—¿Qué tal te ha ido? –le preguntó, después de recibir un beso como premio por

la oportunidad de su aparición–. Hoy era el primer día, ¿no?

—Sí, y no ha estado mal, ¿sabes? La señorita parece simpática.

Andrés dice que es muy cursi, pero que no suspende, que es lo importante.

—¿Y qué tal Andrés? ¿Te ha presentado a muchos niños?

—Sí, bueno… Después de comer, hemos jugado al pilla–pilla, y nos lo hemos

pasado muy bien.

Lo malo es que muchas veces no entiendo lo que me dicen, porque usan muchas

palabras raras, y las normales, pues las dicen de una manera… rara, ¿no?, o sea,

como no dicen la ese y hablan como si cantaran…

—Ya te acostumbrarás.

—Sí, eso dice también mi tío, y que acabaré hablando igual que ellos, pero no sé

yo… De todas formas, como Andrés ya lo sabe, cuando yo no entiendo algo, me

lo explica, y eso es una suerte, ¿no?

Juan me ha dicho esta mañana que dejara tranquilo a Andrés, que no le agobiara,

que él tendría sus propios amigos y que le apetecería estar con ellos, pero hemos

pasado juntos casi todo el día. Eso también ha sido una suerte, aunque yo creo

que lo que pasa es que los mejores amigos de Andrés no están en nuestra clase,

sino en otra, y no ha ido a buscarlos hasta que ha sonado el timbre de la salida,

hace un momento.

Sara sonrió para sí misma al recordar las recomendaciones conlas que Maribel y

ella habían abrumado al pobre Andrés durante los últimos días, un discurso

estrictamente inverso al que podía imaginar sin esfuerzo en la voz de Juan, hazte

cargo de que Tamara no conoce a nadie más, le habían dicho, ocúpate un poco

de ella, no la dejes sola, preséntale a otros niños, y le tranquilizó comprobar la

naturalidad con la que él había asumido aquella misión, porque la última vez que

hablaron del tema tuvo la impresión de estar insistiendo demasiado. Pensaba en

eso cuando su copiloto le preguntó a bocajarro si ella sabía que la cocinera del

colegio era la abuela de Andrés.

—Sí, claro –contestó, mientras buscaba en el bolso el mando a distancia que abría la verja de la urbanización–. Es la madre de Maribel.

—Ya –dijo Tamara, y no añadió nada más, como si necesitara meditar aquella respuesta.

Sara se preguntó si una niña de diez años tendría capacidad para sacar conclusiones de una información semejante y se equivocó a medias al calcular que no. A ella sí le había sorprendido que Maribel llevara a Andrés a un colegio privado, por muy cerca que le quedara de casa, sobre todo teniendo en cuenta que en el centro del pueblo había varios colegios públicos a los que el niño habría podido ir solo, en autobús. No se atrevió a preguntar por las razones que impulsaron a su asistenta a escoger una opción tan insensata, pero ella se las fue contando poco a poco.

El colegio de Andrés no le costaba ni un duro, porque su madre trabajaba allí y su convenio le daba derecho a disfrutar de una plaza gratuita. Habría preferido un millón de veces no tener que deberle el favor, pero cuando su hijo empezó a ir al colegio, ella estaba muy mal de dinero y trabajaba en varios lugares diferentes, limpiaba un par de oficinas, echaba horas en otras tantas casas, y se pasaba la vidaa salto de mata, cumpliendo con un horario diferente cada día de la semana, en unas condiciones absolutamente incompatibles con las necesidades de Andrés. Por eso había tenido que aceptar la oferta de su madre, que recogía al niño a las ocho en punto, una hora antes de la primera clase, se lo llevaba al colegio para darle de desayunar allí, y por las tardes se ocupaba de él hasta que su hija podía ir a recogerle. Además, añadió Maribel, la verdad es que el colegio es estupendo, tiene campos de deporte, piscina, laboratorio, dos horas diarias de inglés y un montón de actividades, así que no me arrepiento, sobre todo porque ahora Andrés es mayor y no necesita que nadie le cuide, así que ya no tengo por qué aguantar a mi madre. Ni siquiera la veo, precisó al final, y ya sé que va contando por ahí que soy una desagradecida, y una deslenguada, y… y cosas peores, pero no me importa. Bastante mal lo pasé yo cuando me dejó mi marido como para encerrarme en casa durante el resto de mi vida, pues sí, y con veinte años, era lo que me faltaba, hacerle caso a mi madre, a ella, que lo primero que me preguntó cuando se enteró fue qué motivos le había dado yo a Andrés para que se largara. Yo creo que le gusta, ¿sabe?, que mi marido le gusta, por muy raro que suene, aunque parezca mentira, debe ser eso porque si no, es que no lo puedo entender, las cosas que me dijo, las que me sigue diciendo, figúrese… Sara no necesitaba figurarse nada, porque comprendía cada palabra de Maribel con una precisión antigua y luminosa, que no le ahorró, sin embargo, un instante de desconcierto ante la dirección que tomaban las intuiciones de Tamara. —Te lo he preguntado porque…

Es que yo creo, no sé cómo explicarlo, pero es como si a Andrés le molestara mucho lo de su abuela, ¿sabes? Y el caso es que no lo entiendo, porque no es nada malo, ¿no?, pero… cuando hemos entradoen clase, esta mañana, unos niños se han reído de él, y luego, en el recreo, no me ha dejado acompañarle a

ver a su abuela, y me he quedado pensando… Es que a lo mejor a Andrés le fastidia no ver a su padre, bueno, eso sí, seguro que le fastidia, pero lo que quiero decir es… No sé, que él tiene una familia rara, ¿no?, o sea que es como si no tuviera padre y eso, pero teniéndolo, que es peor. Y no debería importarle porque ahora las familias raras se han vuelto normales, eso dice Juan, por lo menos, que antes ser hijo de una mujer soltera era horrible, y que tus padres se separaran, pues también, pero ahora hay muchísimos niños con familias así, y yo, por ejemplo, pues, aunque soy huérfana, vivo con mis tíos, en vez de estar interna en un colegio, y no pasa nada, nadie me dice que le doy pena, ni me llaman huerfanita, ni cosas así…

–hablaba con la cabeza muy tiesa y los ojos fijos en el muro de cemento que delimitaba el aparcamiento, aunque movía mucho las manos, como un recurso para encontrar las palabras que le faltaban, y cuando terminó, se volvió a mirarla–. ¿Tú qué crees?

—No lo sé, Tam. Yo creo que lo complicado de tener una familia rara es lo que se siente por dentro, no lo que piensan los demás –la niña cabeceó un par de veces, como si dudara, antes de insinuar un gesto de asentimiento–. Y supongo que tener una familia rara sigue siendo complicado, aunque antes era muchísimo peor, desde luego, en eso tu tío tiene toda la razón…

El último acto empezó en 1963, el primer sábado de febrero, en el guateque que celebraba su mejor amiga para festejar su dieciséis cumpleaños. Cuando Maruchi se la llevó a una esquina del salón con autoridad de anfitriona para decirle al oído que Juan Mari estabapor ella, Sarita nunca se había preguntado por qué su madre había tenido cuatro hijos en poco más de seis años y sin embargo Socorrito y ella se llevaban siete. A cambio, ya había empezado a darse cuenta de que Juan Mari la miraba con ojos de enamorado reciente, una novedad tan agradable que deslizó en su propia mirada ciertas gotas de una insospechada debilidad. Al acompañar a aquel buen chico de Vitoria, que estudiaba para ingeniero industrial, al espacio que hacía las veces de pista de baile, Sarita ignoraba todas las condiciones del acuerdo que doña Sara había pactado con Sebastiana antes de cogerla en brazos por primera vez, a los ocho meses. Quince años después, mientras otros brazos la mecían al compás de aquella canción hipnótica y dulzona, «sapore di sale, sapore di mare», decidió que celebraría su propio cumpleaños con una fiesta igual que aquélla, para ofrecer a Juan Mari, «…sapore di te», la ocasión de declararse. Pero a las diez menos cuarto, cuando se despidió de Maruchi entre risitas nerviosas, él insistió en llevarla a casa y aunque no tenía coche lo dijo muy claro, te llevo a casa, y Sarita comprendió que no necesitaba otra oportunidad. Caminó a su lado por la calle con las manos metidas en los bolsillos del abrigo y ganas de colgarse de su brazo, mientras calculaba cómo sería su vida si algún día llegaba a casarse con él, dónde vivirían, cuántos niños tendrían, cómo se llamarían, y no se dio cuenta de que nunca se había preguntado antes qué clase

de vida la esperaba. En el portal, él la miró a los ojos, sopló el flequillo lacio que se descolgaba a cada paso sobre su ojo izquierdo, y le dijo que esperara un momento, porque tenía que preguntarle una cosa muy importante. Sarita, que se sabía de memoria la historia del noviazgo de doña Sara con don Antonio, ignoraba que sus padres se habían comprometido también ante aquelportal, veintiún años antes de que ella naciera. Juan Mari le pidió que fuera su novia, y Sarita le dijo que sí. Él la cogió de las manos y ella se las apretó, él la besó en los labios y ella cerró los ojos porque era la primera vez.

Luego se despidieron hasta el día siguiente. Él estaba muy contento. Ella también.

Arcadio Gómez Gómez ingresó en la cárcel de la calle General Díaz Porlier el 16 de julio de 1939. El 17 de julio, a última hora de la mañana, fue juzgado por un Tribunal Militar, que no pudo condenarlo a muerte al día siguiente porque era fiesta, pero dictó sentencia a primera hora del día 19. La ejecución no se llevó inmediatamente a cabo porque aquella misma tarde las autoridades de la prisión recibieron una llamada de teléfono. La esposa de un glorioso ex combatiente, heredera de la fortuna de una gran familia, quiso interesarse por la suerte del prisionero, y el oficial que estaba a cargo de las ejecuciones decidió relegar por plazo indefinido el expediente de Gómez Gómez al último lugar de una abultada pila de asuntos pendientes, haciendo gala de una intuitiva prudencia que le resultaría de gran ayuda para ascender a general en pocos años. Un par de semanas antes, el diario «ABC» había publicado, entre otras muchas de semejante naturaleza, una nota que daba fe de las quinientas pesetas que algunos vecinos del inmueble situado en el número 10 de la Corredera Alta de San Pablo habían regalado entre todos a la portera de su casa, como una forma de reconocer, que no de saldar, la impagable deuda de gratitud que habían contraído con ella durante los peores momentos del terror bolchevique. Fue aquella anciana, que efectivamente llegó a arriesgar su vida al oponerse a algunas patrullas de milicianos incontrolados que pretendían hacer un registro del edificio, quien vio una mañana en la plaza de SanIldefonso a Sebastiana Morales Pereira, inquilina de una de las buhardillas de su casa y mujer de un fontanero ugetista, luego soldado, más tarde cabo, y suboficial, y hasta capitán del ejército republicano, al que parecía haberse tragado la tierra. Le llamó la atención que su vecina se parara en seco, en medio de la acera, y que después de mirar al suelo, echara un vistazo codicioso a un lado, y luego al otro, antes de inclinarse para recoger un objeto que enterró a toda prisa en un bolsillo. La portera forzó el paso. Al principio había creído que Sebastiana se había tropezado con un monedero, pero llegó a tiempo para descubrir que se trataba de una cajetilla de tabaco, y ató cabos. No consta que recibiera recompensa alguna por entregar a Arcadio Gómez Gómez a las autoridades. Sarita no tenía llaves de casa.

Cuando llamó al timbre, a las diez y doce minutos, doña Sara la recibió con el índice de la mano derecha sobre la esfera del reloj que llevaba en la muñeca de la mano izquierda. Su ahijada respondió abrazándola con fuerza para depositar dos

grandes y sonoros besos en sus mejillas antes de disculparse, lo siento, mami, pero es que me lo estaba pasando tan bien que… se me ha ido el tiempo sin darme cuenta, ésa es la verdad, no puedo decirte otra cosa. Aquel arrebato de cariño, como una inesperada reedición de los que habían jalonado la infancia de aquella niña siempre afectuosa y buena hasta que enfermó de la agria hosquedad de los adolescentes, ablandó a doña Sara más que el color subido, gozoso, que incendiaba el rostro de Sarita para confirmar la sinceridad de sus excusas con tanta rotundidad como si las llevara escritas sobre la frente. Sin embargo, chistó con los labios para imponer silencio, porque sabía que su marido, que estaba ya sentado a la mesa, tamborileando con tres dedos de la mano izquierda sobre el mantel porsi alguien conservaba alguna duda acerca de hasta qué punto le irritaba tener que retrasar la cena por culpa de aquella extravagante prueba de la debilidad de su mujer, jamás iba a mostrar la menor comprensión ante los errores de su ahijada, que, en su opinión, debería seguir comiendo y cenando en la cocina, por muy bien que hubiera aprendido a utilizar los cubiertos. La permanencia de la niña en aquella casa estaba supeditada a una regla básica. Doña Sara era la madrina de Sarita, pero eso no significaba que don Antonio fuera su padrino. Sara le trataba poco, siempre de usted, y procuraba pasar lo más desapercibida posible en su presencia, porque sabía que aquel malhumorado inválido le pediría cuentas a su mujer por todo lo que ella pudiera llegar a hacer mal, y le atemorizaban sus represalias.

Las dos mujeres que cenaron con don Antonio Ochoa aquella noche sabían, por tanto, que lo mejor, lo más prudente, sería mantener la boca cerrada para engullir en silencio la cena, pero Sarita estaba tan excitada, tan asombrada y tan satisfecha al mismo tiempo por los acontecimientos que habían ensanchado su vida de repente, que olvidó las reglas, y rompió uno de los larguísimos silencios que solían intercalarse entre la verdura y el pescado para preguntarle a su madrina si ella también podría celebrar su cumpleaños con un guateque. El aire se volvió espeso, denso como un estanque de niebla transparente que don Antonio atravesó con una mirada súbita, furiosa y aguzada, para herir los ojos de doña Sara, obligándola a desviar la vista hacia el mantel. No sé, hija, no sé… A Sarita no se le pasó por alto aquella mirada, pero no supo interpretar las justas dosis de incredulidad y de cólera que se habían fundido en ella. Al fin y al cabo, también sabía que a don Antonio no le gustaba celebrar fiestas en casa.Sebastiana Morales Pereira entró a trabajar como criada en casa de los señores de Villamarín un día de primavera de 1920. Durante la primera semana, lloró todas las noches, porque se sentía muy sola y estaba asustada, y porque sólo tenía doce años. Sin embargo, cuando su madre le anunció que le había encontrado una colocación en una casa buenísima, de una de las mejores clientas del taller, no tuvo motivos ni para reprochárselo ni para asombrarse de la noticia. Sus dos hermanas mayores habían empezado a servir a una edad semejante, y en casa quedaban todavía dos niños más pequeños. El primogénito se había reenganchado en la Legión después de hacer el servicio militar en Marruecos pero, a pesar de todo, en el piso de la calle Espíritu Santo donde Sebas había

vivido hasta entonces seguían sobrando bocas y faltando pesetas. La madre, Socorro, trabajaba como planchadora en un taller que estaba justo enfrente de su casa, y no descansaba ni para comer. Sebas, que dejó de ir al colegio a los ocho años pero tuvo tiempo para aprender a leer, escribir y hacer cuentas sencillas, se ocupaba de la compra y la comida, y atendía a sus hermanos pequeños hasta que su madre volvía del taller, reventada después de estar doce horas de pie, y casi siempre de noche. El padre se pasaba el día entero en la calle, buscando trabajo según él, aunque nunca parecía encontrar otra cosa que mostradores repletos de botellas de vino barato. Quizás por eso, Sebas se fijó en Arcadio Gómez, un chico guapo pero muy tímido, serio y callado, que trabajaba como fontanero y al que veía de vez en cuando en su chiscón de la Corredera Alta, un agujero oscuro con puerta a la calle donde su padre y él guardaban el material y recogían los avisos. Por aquel entonces, ya estaba hecha una mujer y no le disgustaba su trabajo. Como la señora confiaba ciegamente en ella, casitodos los días la mandaba a la calle con algún encargo, y muchas veces hasta le pedía que se llevara a la niña, su hija Sara, que era siete años menor que aquella chica tan espabilada y tan responsable a la vez. Aparte de las tardes de los jueves, Sebas iba a la calle Espíritu Santo un par de días por semana, a llevar y recoger ropa para planchar, porque había logrado desviar los encargos de la señora de Villamarín y de algunas de sus conocidas hacia su madre, que ahora trabajaba en casa, estaba menos horas de pie y ganaba más del doble que antes por cada pieza planchada, cobrando más barato a sus clientas.

En todas aquellas expediciones, y aunque solía llevar a la niña de la mano, siempre pasaba por la Corredera Alta, a la ida y a la vuelta, buscando a Arcadio y dejándose buscar por él, hasta que se hicieron novios formales. El noviazgo duró siete años, los que tardó el novio en ahorrar el dinero necesario para independizarse de sus padres, mientras la novia reunía el ajuar y se cosía su propio traje de boda. En 1932, Sebas pudo casarse por fin, vestida de corto y de negro, sin ramo, pero con una gardenia prendida en el pecho, como se habían casado todas las mujeres de su familia.

Algunas noches, cuando no podía dormir, Sarita pensaba en qué ocurriría si Juan Mari y ella siguieran siendo novios durante años y años, hasta que llegara el momento de hacer planes serios para casarse. Sabía que era muy pequeña todavía para andar preocupándose por esas cosas, pero el insomnio pintaba de negro la penumbra irisada de su cuarto infantil, torturando los perfiles de todos esos muebles fabricados a escala diminuta y lacados en blanco, que la desafiaban como signos de una apuesta perdida contra la velocidad del tiempo. Era esa carrera lo que la angustiaba. Juan Mari, que empezaba a gustarle de verdad, tanto que ya podía reconocer ante sí misma que,al fin y al cabo, le había dicho que sí sólo porque era el primer chico aceptable que se le declaraba, estaba a punto de terminar primero de Industriales. Sarita también quería ir a la universidad.

Aunque su asignatura favorita eran las matemáticas, tenía casi decidido que estudiaría Francés, igual que Maruchi, porque Exactas no parecía carrera para una

chica.

Pero siempre había sido una buena estudiante, y cinco años pasan pronto, tanto que aún se asombraba de que las piernas no le cupieran ya en el hueco del escritorio donde antes se sentaba a hacer los deberes. Y si no era Juan Mari, sería otro, cualquier otro muchacho de una buena familia del barrio de Salamanca que habría sido vagamente informado, al conocerla, de que Sara Gómez Morales se había quedado huérfana de padre y madre siendo apenas un bebé, y había sido adoptada entonces por una pareja de amigos íntimos de sus padres que no quisieron privarla de sus apellidos originales. Ésa era la historia que doña Sara había contado siempre en el colegio, la que sabían sus amigas, sus compañeras de clase, los chicos de su pandilla, pero no era la verdad. La verdad se manifestó por su cuenta en un mesón de la calle Mayor durante una tarde de primavera de aquel año terrible de 1963, en el convite de la boda de su hermana Socorro, al que asistió en un lugar destacado de la mesa de los novios, sentada entre su padre, Arcadio Gómez Gómez, y su madre, Sebastiana Morales Pereira. Ninguno de los dos llegó a percibir la ausencia de su hija menor mientras ella permanecía atrapada sin remedio, desde el primer plato hasta la tarta, en la expresión de asombro, de escándalo o de horror que estaría deformando los labios de su novio si algún espíritu maligno le hubiera invitado a contemplar aquella escena. Si el tiempo no se detenía, si los años seguían deslizándose sin pausa por la resbaladiza pendiente delfuturo, Sara tendría que contarle algún día la verdad a un inminente, acaudalado, elegante y educadísimo marido. Sólo de pensarlo, sentía que las piernas se le agarrotaban de miedo. No se puede engañar a un marido, se repetía; a una amiga, a un conocido, a una compañera sí, pero no a un marido. Ésa era la pesadilla que atormentaba a Sara Gómez Morales cuando creía que el futuro estaba en su sitio, y que su destino no le reservaba un obstáculo mayor que aquella imaginaria y tremenda confesión que no le consentía dormir por las noches.

Antonio Ochoa Gorostiza era el más alto y robusto de sus hermanos, y su madre estaba segura de que iba a salvarse. Ella había hablado mucho con Dios, y con la Virgen del Carmen, antes de embarcarse por tercera vez en aquella aventura tan amarga, el implacable designio para el que había sido tan engañosamente preparada. Su hijo mayor, Francisco, enfermó a los tres años, cuando aún no conocía palabras suficientes para explicar lo que le estaba pasando, el extraño, indoloro hormigueo que precedió a la pérdida del control sobre la musculatura de su pierna derecha, y luego de los músculos del cuello, y después de las manos, perfectas e inútiles como las de un muñeco, un muñeco de cabeza torcida y ojos grandes, abiertos a un mundo deformado en una perpetua línea diagonal. Su hija Carmencita, que nació tan lucida y tan sana como su hermano mayor, tuvo un proceso muy diferente. Acababa de cumplir doce años y era ya más alta que su madre, cuando su cuerpo se desbarató en unos pocos meses, brazos, piernas, cuello, manos y pies aflojándose de pronto como un globo grande y hermoso que, cuando empieza a ganar altura, se pincha por accidente con la rama de un árbol. Tres años más tarde, su madre tuvo que organizar el entierro de su hijo mayor en

la fecha que había previsto para la puesta de largo de su única hija, que asistió a los funerales ensilla de ruedas. Los médicos no sabían a qué causas obedecía aquella cruel epidemia, pero desaconsejaron con energía un nuevo embarazo. La señora de Ochoa les preguntó si estaban seguros de que la enfermedad, que parecía haberse debilitado desde que atrapó a Francisco hasta que se cebó en Carmencita, afectaría también a un tercer hijo y no se atrevieron a confirmárselo, así que ella optó por hablar con Dios, y cuando tuvo a su hijo entre los brazos, comprendió que Dios la había escuchado. Con más de cinco kilos de peso y el aspecto de un bebé de tres meses, Antonio fue el recién nacido más rollizo que su familia pudo exhibir jamás, y creció mucho, fuerte, sano y salvo, hasta llegar a adulto. Era ya todo un hombre, con estudios y hasta con novia formal, cuando, al borde de los veinticuatro años, su madre se dio cuenta de que tenía algo raro en la espalda. El omóplato derecho parecía haberse hundido y no acusaba los movimientos del brazo. Aquella noche la señora de Ochoa lloró como hacía muchos años que no lloraba, pero no le dijo nada a su hijo. Él mismo se dio cuenta de lo que le pasaba algún tiempo después, sólo unas semanas antes de su boda con Sarita Villamarín. Consultó el problema con su madre y ella le aconsejó que no le dijera nada a nadie. Yo hablé mucho con Dios y con la Virgen del Carmen mientras te esperaba, le dijo, y Ellos me escucharon, estoy segura. El omóplato es una parte del cuerpo que no sirve para nada, y esto no tiene por qué estar relacionado con la enfermedad de tus hermanos, que siempre empezó afectando a las extremidades, los brazos o las piernas. Ni se te ocurra mencionárselo a Sara, ¿para qué? La disgustarías sin necesidad, por una tontería…

A pesar de que no se había atrevido a volver sobre el tema desde que don Antonio creyó darlo por zanjado con aquella mirada fu–ribunda, Sarita estaba segura de que el último sábado de mayo celebraría su dieciséis cumpleaños con un guateque. Esa seguridad obedecía a un mecanismo de pura costumbre. Siempre, desde siempre, Sarita se había salido con la suya, y más que nunca en las ocasiones especiales, como la Navidad o los aniversarios. Mimada y consentida hasta más allá del último límite saludable por una mujer condenada desde su juventud a convivir maritalmente con la amargura, Sarita estaba acostumbrada a tener más cosas, más nuevas, más bonitas, más modernas y más caras que cualquiera de sus amigas, y a no preguntarse jamás por qué. Las preguntas sobraron mientras las lágrimas se encargaban del trabajo sucio con eficacia. Doña Sara acusaba el llanto de su ahijada como un fracaso personal, y recurría a cualquier medio que estuviera al alcance de su cuenta corriente para remediarlo. Era cierto que, en los dos últimos años, desde que empezó a sentirse en su cuarto como en una ilustración de «Alicia en el País de las Maravillas», justo después de que la protagonista del libro mordiera esa galleta que la hacía crecer desmesuradamente, Sarita percibió que su relación con su madrina estaba empezando a cambiar, pero no le dio importancia, porque ninguna de sus amigas se llevaba ya bien con su madre. Todas las madres intentaban prolongar a la desesperada la extinguida infancia de sus hijas, todas coincidían en prohibir que

se pintaran, que llevaran tacones, que salieran con chicos, que llegaran más tarde de las nueve, y luego de las nueve y media, y finalmente de las diez de la noche. Todas las hijas se resistían, chillaban, se enfadaban, se echaban a llorar, llegaban tarde a casa por sistema, mantenían sus noviazgos en secreto y echaban el pestillo para encerrarse en su cuarto. Su caso no tenía por qué ser diferente, excepto en el detalle de que ella, al final, se salíasiempre con la suya, igual que antes. Sarita creía que este forcejeo perpetuo justificaba de sobra las señales de cansancio que afloraban al marchito rostro de su madrina en una fase cada vez más precoz de sus encarnizadas discusiones, y nunca se le ocurrió atribuir otro significado a la desgana con la que doña Sara acababa cediendo al final. Ésta tampoco mencionó jamás ante su ahijada las claves ocultas de aquel conflicto, gratitud, ingratitud, infancia, madurez, compromiso, plazo, palabras que mantenía a raya en el borde de sus labios, sin consentirse a sí misma el alivio de pronunciarlas por una extraña mezcla de orgullo y pudor.

Por eso, a primeros de abril, y aprovechando una visita de Amparito, la otra ahijada de doña Sara, una sobrina segunda suya que vivía en Oviedo y a la que su madrina no le tenía cariño, Sarita decidió empezar a estar triste, a suspirar sin motivo por el pasillo, a quedarse callada de repente con los ojos fijos en el vacío y un silencio amargándole la boca. Ya era un poco mayor para llorar, pero confiaba en que aquel súbito acceso de melancolía, que durante toda la Semana Santa contrastó con la ñoñería cursi y provinciana de Amparito, resultara suficiente. Sara Villamarín Ruiz nació por sorpresa, cuando su madre se había cansado ya de repetir a cada paso que Dios estaba loco, tantos pobres cargados de críos sin un trozo de pan que llevarse a la boca, su única hermana, casada con un chupatintas asturiano de poca monta, pariendo hijos un año sí y otro no, y ella con el sueño intacto de tener un bebé entre los brazos y una docena de sábanas de cuna apolillándose en un cajón. El señor Villamarín, dispuesto a todo antes que a dejarle un duro a sus sobrinos políticos, estaba considerando ya la posibilidad de reconocer a algunos de sus hijos naturales cuando su mujer, que a los cuarenta y cinco años creía haber consumidoel último trago de su infertilidad, le anunció, con más estupor que júbilo, que no estaba menopáusica, sino embarazada. Aquello, más que una buena noticia, era un milagro, y todo se desenvolvió con la natural facilidad con la que acontecen esa clase de prodigios. En el otoño de 1915, la madre añosa parió, sin más dificultades que las previsibles, a una niña sana y sonrosada, y su padre, que había creído preferir un varón hasta el instante en que la miró a la cara, tiró la casa por la ventana y se juró a sí mismo que nada ni nadie impediría que aquel bebé llegara a ser una mujer feliz. Pero ni siquiera el amor más intenso es capaz de invertir la marcha de los relojes, y a medida que el cuerpo de su hija crecía en estatura, aumentaba también el aburrimiento de una niña abocada a vagar sola por las estancias de un piso inmenso y sombrío, con las persianas siempre entornadas y un ejército de criados achacosos que seguían ejecutando con puntual indiferencia los ritos domésticos instaurados por un cuarto de siglo de vida sin niños, ignorando los requerimientos de ese estorbo con piernas al que se referían respetuosamente como «la señorita». Para remediar su

soledad, la señora de Villamarín invitaba a pasar temporadas de vez en cuando a una sobrina suya que se llamaba Amparo, pero ésta, aun siendo la menor de sus hermanos, era bastante mayor que su hija, y las dos niñas, que se tenían cariño, no se divertían mucho juntas. Durante muchos años, con Amparo o sin ella, en aquella gran casa de la calle Velázquez la salvación se llamó Sebastiana. Sarita la seguía a todas partes, con la tenaz admiración que habría volcado en los hermanos mayores que no tenía, y apreciaba su brío y su energía como un raro tesoro. Sin embargo, cuando Sebas se casó, la señorita ya era muy bien recibida en los selectísimos círculos sociales que frecuentaban sus padres, y no la echó de menos.Poco después, anunciaba su compromiso con Antonio Ochoa Gorostiza, un chico joven y guapo, de muy buena familia y con perspectivas de heredar una fortuna considerable, aunque indiscutiblemente menor que la que estaría a su propia disposición en pocos años, para que sus padres acogieran la noticia con un alborozo tan firme como la certeza de haber hecho ya por su hija todo lo que estaba en sus manos hacer.

Temerosos de no llegar a conocer a sus nietos, coincidieron con su futura consuegra en la conveniencia de no dilatar mucho la boda, y celebraron la entereza de aquella mujer que se mantuvo firme en la fecha señalada a pesar del lamentable accidente que le había costado la vida a su hija Carmencita. El accidente, del que nunca llegaron a conocer los detalles, consistió en que aquella desdichada se las arregló para tragarse, sin otra ayuda que su propia saliva, todos los calmantes de un tubo que sólo pudo sostener apretándolo con su único dedo hábil contra la palma de la mano derecha. Cuando la encontraron muerta, tenía la boca llena de pedacitos de una pasta blanca salpicada de motas rosa, restos de las últimas pastillas que masticó con furia al no ser ya capaz de ingerirlas. Su entierro, más clandestino que íntimo, no empañó la brillantez de la boda de su hermano Antonio, que se celebró unas semanas después, en la primavera de 1935. Los invitados dejaron de comentar que el novio valía más que la novia cuando Sarita apareció con un espléndido vestido de raso blanco y un velo kilométrico de encaje de Malinas sujeto por una diadema de perlas y brillantes que habría podido competir con las de Victoria Eugenia, y disfrutaron enormemente de la solemnidad de la ceremonia y de la opulencia del banquete, que convirtió los salones del Ritz en un oasis de bienestar y tradición, una privilegiada medicina para el espíritu en aquel Madrid lleno de obreros arrogantes ypasquines revolucionarios, que se levantaba cada mañana un poco más hostil, un poco más desconocido y peligroso. Todos lloraron pero, sobre todo, lloró la madre del novio, que alternaba las lágrimas con sonrisas radiantes. No era para menos. Acababa de endosarle un futuro inválido a una de las herederas más ricas de la capital. Antonio Ochoa Gorostiza, que se quejaba de vez en cuando de un extraño, indoloro hormigueo que se apoderaba por sorpresa de la mitad derecha de su espalda, estaba ya casado con Sara Villamarín Ruiz. En lo bueno y en lo malo. En la salud y en la enfermedad. Y para toda la vida. Los lunes eran días de colada y limpieza general. Los martes, a media mañana, venía una mujer que se encargaba de planchar y almidonar la ropa recién lavada.

Sarita apenas la conocía, porque estaba todo el tiempo encerrada en el cuarto de la plancha pero, a cambio, se divertía mucho con Pura, la zurcidora de los miércoles, que era mucho más sociable y prefería sentarse a remendar la ropa en un rincón de la cocina, dándole palique a la cocinera. Ella se encargaba también de la costura basta, y confeccionaba paños, gamuzas, delantales, fundas para los muebles y otros trabajos que no requirieran más pericia que la tenacidad de sus puntadas. Un par de veces al año venía también doña Alicia, la modista que se ocupaba de la ropa de Sarita y, sólo muy de vez en cuando, conseguía algún encargo de la dueña de la casa. Nada la hacía más feliz que aquellas aisladas muestras de confianza de doña Sara, porque sabía que la señora de Ochoa se vestía en una gran casa de modas situada al lado de la Puerta de Alcalá, y por eso se esmeraba tanto en el vestuario de su ahijada, para quien llegó a hacerse odiosa a base de probarle cuatro o cinco veces cada vestido. Los jueves a media mañana aparecía Encarna, la peluquera de la seño–ra, que no se acababa de animar a ir a la peluquería y prefería arreglarse en casa, como se había arreglado su madre toda la vida. El ciclo se completaba los viernes por la tarde con la visita de la manicura, Encarnita, la hija de Encarna. Desde que cumplió quince años, Sarita empezó a coincidir con su madrina en esa cita, que se convertía en una semanal fuente de conflictos cada vez que ella advertía que quería pintarse las uñas de rojo para que doña Sara desautorizara enseguida cualquier esmalte que no fuera un simple barniz transparente. Al margen de estos altercados rituales, la vida de Sara Gómez Morales era tan ordenada como la marcha de la casa donde vivía. Se levantaba todas las mañanas a las ocho en punto, consumía con apetito el desayuno que la estaba esperando en una bandeja, iba andando al colegio, volvía a casa para comer, regresaba a tiempo para las clases de la tarde, alargaba el definitivo camino de vuelta charlando con sus amigas, merendaba, hacía los deberes, salía de paseo o de compras con su madrina, encontraba el baño preparado a las ocho y cuarto, se bañaba, se ponía alguno de sus juegos de bata y camisón, cenaba y, un rato después, se iba a la cama. El único cambio que el paso del tiempo llegó a introducir en este esquema fue responsabilidad de Juan Mari, que la llamaba por teléfono todas las noches y algunas veces iba a buscarla a media tarde, para que saliera un rato con él a tomar un café o a dar un paseo. A Sarita le encantaban estas visitas, pero una tarde de abril, cuando todavía tenía el teléfono en la mano porque acababa de quedar con su novio en verse media hora después, tuvo que llamarle a toda prisa para cancelar la cita. Doña Sara acababa de advertirle que esa tarde no podía salir porque tenía que acompañarla a la modista. ¿Qué le pasa a doña Alicia?, preguntó ella, extrañada, ¿está enferma? No, doña Sara son–rió, no vamos a ver a doña Alicia, vamos a ir a otro modisto, a mi modisto… Si vas a dar una fiesta por tu cumpleaños, necesitarás un vestido nuevo, algo especial, y tenemos que escogerlo ya, no nos queda mucho tiempo…

Arcadio Gómez Gómez pensaba que no le interesaba la política, pero la primera vez que oyó hablar de la conciencia de clase aprendió a ponerle un nombre a su rabia.

Aquel descubrimiento le cambió la vida. Su padre, que creía en Dios y en que siempre tendría que haber ricos y pobres, le advirtió que a él no le viniera con paparruchas.

Su novia, que compartía esa indolente conformidad con la miseria a la que él no había querido resignarse nunca, le pidió que no se metiera en líos, ahora que les faltaba tan poco para casarse. Pero Arcadio no se desanimó. Él quería a su padre, que había trabajado como una bestia de carga para asegurar el pequeño decoro con el que vivían, y estaba muy enamorado de Sebas, pero sentía que en su corazón había espacio de sobra para más gente, y cuanto más pensaba, mejor comprendía que también se debía a ellos, a todos los desconocidos de su otra familia, la infinita familia universal de los que no tienen nada. Por eso se afilió al sindicato, empezó a asistir a todas las reuniones y, al final, cuando comprendió cómo podría ser más útil, se apuntó al curso de alfabetización que organizaba don Mario, un joven maestro de escuela que, después de pasarse el día entero bregando con los dichosos críos, enseñaba a los obreros a leer y a escribir en su propia casa, sin cobrarles más que su propia fe. A Sebas se le saltaron las lágrimas la primera vez que su marido le leyó de corrido el rótulo de un escaparate. Sólo por eso, y por lo guapo que se ponía Arcadio cuando intentaba convencer a los demás de que tenía razón, empezó ella a mirar con simpatía aquella causa. En pocos años, aquel hombre que traba–jaba desde que cumplió siete y nunca había tenido tiempo para ir a la escuela, empezó a hablar mejor que un cura, usando unas palabras muy raras que su mujer, metida todo el día en casa, lavando pañales, no podía entender al escucharlas por primera vez. Arcadio se las explicaba despacito, igual que don Mario se las había explicado a él cuando iban juntos a tomar un vaso de vino después de clase, omitiendo sólo una, el solitario escollo con el que él mismo tropezaba una y otra vez desde que emprendió aquel viaje tan largo, el punto débil de la imprescindible teoría que Sebas asimilaba deprisa, moviendo la cabeza con progresiva vehemencia. Cuando Arcadio le preguntó qué significaba exactamente aquello del internacionalismo proletario, el maestro le miró con extrañeza. Él aclaró enseguida que lo del internacionalismo lo entendía, pero lo otro no. Don Mario sonrió antes de contestarle que la palabra proletario venía de prole, y aludía a la condición de los trabajadores, porque la única posesión de un obrero son sus hijos. Arcadio arrugó las cejas. Sebas y él, que llevaban casados poco más de tres años, tenían ya dos críos, y hasta la fecha vivían peor y no mejor que al principio. No le entiendo, don Mario, respondió después de un rato, los hijos son bocas de más, hay que comprarles ropa todo el tiempo, porque crecen sin parar, y medicinas, porque se ponen malos cada dos por tres. Que no, Arcadio, insistió don Mario, piénsalo bien, hombre… Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Si usted lo dice, concedió él, pero siguió pensando lo mismo para sus adentros, pues sí, menuda gilipollez…

Doña Sara iba pensando en un vestido blanco, corto, moderno, pero del mismo color que el traje de noche que ella estrenó en el baile de su puesta de largo. Siempre había sabido que su ahijada no llegaría a presidir nunca un bailecomo

aquél, pero la fiesta de cumpleaños que ella se empeñaba en llamar guateque era, al fin y al cabo, el primer acto social de cierta relevancia organizado en su honor. Si Sarita hubiera llegado a escuchar alguno de estos razonamientos, se habría partido de risa.

Por supuesto, ni a ella ni a ninguna de sus amigas se les había pasado jamás por la imaginación la posibilidad de celebrar cualquier clase de ceremonia de puesta de largo. En 1963 no se podía concebir nada más ridículo, nada tan cursi, ni tan hortera, como aquella paletada del debut social. Por eso, cuando la meliflua directora de aquella tienda inmensa, lujosa y laberíntica como un ministerio, empezó a proponerles modelos juveniles, Sarita escogió para sus adentros un chillón estampado italiano de todos los colores y diseño radicalmente pop. En el estratégico momento que la vendedora y sus ayudantes escogieron para dejarlas solas en una de las salitas donde recibían a sus mejores clientas, doña Sara abogó por el blanco, y Sarita defendió los colores pero, por una vez, su discrepancia no llegó a desembocar en una verdadera discusión, porque las dos se apresuraron a convenir enseguida en un vestido amarillo de seda salvaje que estaba tan lejos de la monótona elegancia nacional como de la indeseable extravagancia importada. Sarita estaba muy conmovida por la generosidad de su madrina, que había tenido que embarcarse en una complicada operación para mantener a su marido al margen de sus planes. Don César se había prestado de buen grado a la travesura, pero mover a don Antonio era muy complicado, por más que aquella finca de la provincia de Toledo donde iba a reunirse con sus amigotes quedara a menos de hora y media en coche. Doña Sara, a su vez, había decidido que haría cualquier cosa con tal de que la niña disfrutara de aquel cumpleaños tan especial. Se mantuvo firme en su decisiónincluso cuando la directora de la tienda dio por sentado que encargarían unos zapatos forrados con la misma tela del vestido. Ella sabía que Sarita le sacaría mucho más partido a un buen par de zapatos de vestir de piel negra, pero cuando se lo advirtió, y antes de que la decepción llegara a instalarse definitivamente en las comisuras de sus labios, se corrigió sin vacilar, sobre la marcha, pues si tú los quieres forrados, forramos los zapatos, hija… Y no se hable más.

El 19 de julio de 1939, Sebastiana Morales Pereira se detuvo un momento entre los dos leones de mármol que flanqueaban la escalera de aquel portal para sacar del bolso un pañuelo oscuro con el que se cubrió la cabeza, asegurándolo con un nudo justo debajo de la barbilla. Ella nunca llevaba pañuelo, pero pretendía que su aspecto se asemejara lo más posible al que tenía la señora de Ochoa cuando llamó a la puerta de su buhardilla de la Corredera, tres años y cuatro días antes, el 15 de julio de 1936. En aquellos días, los ricos no se atrevían a pasearse vestidos de ricos por los barrios populares de Madrid, y Sebas no fue capaz de reconocer a la primera a aquella mujer humilde, humildemente envuelta en un abrigo de paño gris con las coderas rozadas, el rostro semioculto tras el cerco de un pañuelo negro. Esta tarde nos vamos a San Sebastián, le dijo Sarita entonces, mientras aceptaba, su barbilla ya erguida, en su sitio, el café con leche que Sebas le ofreció, mis padres llevan allí un mes y medio, se fueron a primeros de junio,

como todos los años, pero Antonio se empeñó en quedarse aquí hasta que las cosas se aclararan, no quería dejarlo todo abandonado de repente, todo lo que tenemos está aquí, nuestra casa, nuestros bienes, todo, ya lo sabes, pero ahora, después de lo de Calvo Sotelo… No sé, yo tengo mucho miedo, te lo digo sinceramente, estono sólo no se aclara sino que está cada vez más negro, total, que nos vamos de Madrid, y yo quería que lo supieras, y quería pedirte un favor… El portero había cambiado. Sebas no conocía al energúmeno que se precipitó sobre ella para preguntarle a qué piso iba y ordenarle que subiera por la escalera de servicio. Ella obedeció sin rechistar. Al salvar los primeros peldaños se preguntó qué habría sido del portero anterior, aquel asturiano tan simpático que le daba conversación cuando iba de vez en cuando a echarle un vistazo al piso de sus señores para comprobar la eficacia del documento que ella misma había clavado en la puerta principal con cuatro clavos. Aquel papel le había costado una bronca tremenda con su marido. Todavía recordaba las palabras de Arcadio, nunca cambiarás, Sebastiana, tú no, tú sigues estando para lo que te manden porque no sabes vivir sin amo, y el desprecio con el que le tiró encima de la falda una hoja de papel escrita a máquina, «Este local ha sido incautado por el Sindicato Metalúrgico de Madrid de la Unión General de Trabajadores», dos líneas sin firma rematadas con un sello impreso en tinta roja, un sello bien grande y bien visible con tres poderosas mayúsculas debajo, UGT. Aquel papel, que alguien habría arrugado y tirado a la basura después de bruñir la placa de bronce con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que había debajo, se había convertido en el seguro de vida de Arcadio Gómez Gómez, condenado a muerte por un Tribunal Militar a primera hora de la mañana. En eso, al menos, confiaba su mujer mientras tocaba el timbre del cuarto piso, aunque esa esperanza no le impedía masticar una rabia desordenada y espesa, una angustia que sólo habría podido resolverse en el ansia brutal de destrozar aquella puerta a dentelladas. Sin embargo, cuando una doncella le preguntó qué deseaba, se limitó a decir en voz bajaque se llamaba Sebastiana Morales y que necesitaba ver a la señora. Sarita la recibió en la sala contigua a su dormitorio y la escuchó en silencio, hasta el final. Ayúdame, Sara, tú ahora puedes, y él es bueno, no ha hecho nada, nada, no merece morir, no se lo merece…

Acuérdate, cuando nosotros ganamos, tú me pediste ayuda y yo te ayudé. Ayúdame tú ahora y sálvalo, Sara, sálvalo, él es bueno, es un sindicalista, un revolucionario, pero no un asesino, nunca se dedicó a pasearse por ahí con una pistola, no disfrutaba metiéndole miedo a la gente, a él sólo le interesaba la política, sólo la política, y no merece morir, porque nunca mató a nadie, él no ha hecho nada, nada…

Mujer, dijo la señora de Ochoa, después de un rato, tanto como nada… Ha hecho una guerra. Entonces Sebastiana Morales Pereira se levantó, y levantó la voz. La misma que tu marido, Sarita, fue lo que dijo, con los puños apretados y los dientes afilándose en su propia saliva, en una guerra se mata y se muere, pero él no ha hecho nada que no hiciera también tu marido. La señora de Ochoa miró a aquella mujer a la cara y apagó su cigarrillo con un agudo alboroto de pulseras de

oro. Luego se hizo el silencio. Sebas contó con los labios cerrados y el alma en vilo, cinco, diez, quince, veinte segundos, hasta que las pulseras tintinearon de nuevo cuando la señora de Ochoa descolgó el teléfono. Nueve días más tarde, un guardia sacó a Arcadio Gómez Gómez de su celda sin previo aviso y lo condujo al despacho de un oficial. Éste no le invitó a sentarse. Ha llegado una notificación para ti, dijo solamente, te la voy a leer. Así fue como Arcadio se enteró de que le habían conmutado la sentencia a muerte por una condena a treinta años de prisión con posibilidad de redención de pena por el trabajo. Tenía tanto miedo que no se atrevió a decirle al teniente que habría podido leer aquel papel él solo.Lo malo de Maruchi era que siempre había sido una envidiosa de marca mayor. Cuando empezó a darle largas con lo del «pick–up», Sarita repasó una larga lista de agravios semejantes, que se remontaba a los primeros años de su infancia común de amigas íntimas. Maruchi jamás había podido soportar que nadie quedara por encima de ella en nada, y Sara, que lo sabía bien, estaba segura de que, por mucho que se lo prometiera un día, y al día siguiente, y al otro, nunca llegaría a prestarle de verdad su tocadiscos. Afortunadamente, un amigo de Juan Mari tenía otro de la misma marca pero mejor, más nuevo, y ningún inconveniente en prestárselo, a cambio, eso sí, de ser invitado también a la fiesta. Sarita aceptó encantada. Si Maruchi quería guerra, la iba a tener y, de momento, la batalla de la lista de invitados estaba ya ganada. En su fiesta de cumpleaños se reunirían como mínimo veinte personas más que en la de su amiga, entre otras cosas porque la casa de los señores de Ochoa, con sus tres salones comunicados sin contar el comedor, la salita de la madrina y el despacho de don Antonio, era el doble de grande que la casa de los señores de Gutiérrez Ríos. Y luego estaba lo del vestido, por cierto.

Maruchi llevaba en su guateque uno precioso, eso sí, pero que ya estaba estrenado. Sarita lo sabía porque la habían invitado a la boda del hermano mayor de su amiga, y entonces se lo había visto puesto.

En cambio, ella estaba cada vez más contenta con su vestido nuevo, con aquel color que la favorecía un montón y con aquel corte que le hacía un tipazo. Claro que, además, Sarita tenía un tipazo, mientras que la pobre Maruchi, guapa de cara sí era, pero por lo demás, tenía un culo como para forrar balones. En lo referente al buffet y las bebidas, no había mucho que hacer, porque el guateque de Maruchi había resultado espléndido, pero doña Sara inclinó definitiva–mente la balanza hacia el lado de su ahijada al encargar una docena de centros de rosas amarillas y mucho muguet blanco para adornar la casa con flores a juego con el modelo que vestiría la anfitriona, y con las perlas que ella iba a prestarle para la ocasión. Sarita se lo agradeció en el alma y, por una vez, se obligó a reconocer en voz alta que, desde luego, su madrina sabía hacer bien las cosas. Cuando el general Franco encabezó la sublevación que hizo estallar la guerra civil, Arcadio Gómez Gómez era un hombre muy fuerte. Antes de caer enfermo, Antonio Ochoa Gorostiza también lo era. La fuerza y la habilidad de Arcadio resultaron decisivas en más de una ocasión para los objetivos de la brigada de Artillería a la que le destinaron cuando se incorporó a las tropas de la República

Española. La fortaleza de Antonio llegó a ser también legendaria entre las filas rebeldes, aunque él nunca tuvo que demostrarla montando o desmontando a toda prisa un cañón de varias toneladas.

Cuando se alistó en el ejército sublevado, sólo unos días después de la temprana caída de San Sebastián, un tío suyo, que era general, le dio un grado de oficial casi con el uniforme. El alférez Ochoa jamás empuñó un pico y una pala, no arrastró sacos terreros ni tuvo que cargar con los heridos, pero no era ningún cobarde, y no tardó mucho tiempo en reunir las mismas estrellas que el capitán Gómez se ganaría al otro lado del Ebro. Tampoco buscó nunca excusas para agenciarse un puesto seguro en la retaguardia, y enseguida se dio cuenta de que el coqueteo cotidiano con su propia muerte le ponía cachondo. Desde entonces, aprovechó los permisos para batir sus propias marcas, que ya le habían hecho famoso entre las putas más selectas de Madrid antes del conflicto. ¡Joder, Antoñito, macho, cualquiera echa carreras contigo!, solía decirle su coronel cuando amboscoincidían a la salida de cualquiera de aquellos improvisados burdeles que esquivaban los anatemas de los capellanes castrenses para peregrinar tras los soldados de posición en posición. Él solía responder siempre lo mismo, sólo soy un caballero español, y aquella frase se hizo famosa. El capitán Ochoa aceptaba de buena gana las bromas a propósito de su potencia sexual, sin presentir cómo llegarían a amargarle en el recuerdo. El ex capitán Gómez, sin embargo, tuvo motivos muy pronto para lamentar sus excesos. Cuando los soldados vinieron a buscarlo, Sebas estaba embarazada otra vez, de dos meses.

Aquel hijo era ya el cuarto y su padre no sabía si llegaría a conocerlo. El día que nació, Arcadio formaba ya parte de un batallón de trabajo encargado de reconstruir las carreteras de acceso a Madrid.

Allí dejó de ser un hombre muy fuerte. El primer jefe que tuvo el batallón no estaba nada contento con aquel destino. Falangista de carné, con varias menciones honoríficas por su conducta en campaña y hasta una condecoración colectiva, consideraba humillante aquel puesto de mierda al que su mujer se había negado a seguirle, y estaba dispuesto a presentar a cualquier precio unos resultados irreprochables, así que ahorró todo lo que pudo en la comida de los prisioneros y alargó proporcionadamente sus jornadas de trabajo, hasta que la brillantez de su gestión le valió por fin un despacho decente en Madrid, al cabo de tres años de destierro.

Su sucesor era un buen hombre que, entre otras medidas urgentes, restableció el derecho de los penados a mantener correspondencia con sus familias aunque los sellos costaran dinero. Arcadio le escribió a su mujer dos cartas iguales. Envió una a su antigua dirección de la Corredera Alta, donde no creía que Sebas hubiera podido seguir viviendo, y otra a la casa de la calle Velázquez donde su mujer servía cuando él la conoció, con–fiando en que allí alguien conociera su paradero. Ella le contestó a vuelta de correo, contándole que en febrero del año 40 había tenido otra niña, que le había puesto Socorro, igual que su madre, que los hijos mayores estaban bien e iban todos a la escuela, que se habían mudado a una

buhardilla de la calle Concepción Jerónima, muy cerca de la Plaza Mayor, que había vuelto a trabajar para doña Sara y todos los días, menos los domingos, echaba nueve o diez horas en su casa, que la señora se portaba muy bien con ella y la dejaba ir a trabajar con la pequeña, que la pobrecilla había tenido mala suerte porque su marido estaba enfermo con un mal muy raro que le había dejado inútil la pierna derecha, que no se preocupara por nada, que algunos viejos amigos la socorrían como podían, que no necesitaba seguir viéndole para seguir queriéndole, y que le quería.

La fiesta fue un exitazo, desde el principio hasta el final. No sólo no falló nadie, sino que a última hora se apuntaron unos compañeros de curso de Juan Mari que llegaron casi a equilibrar el número de invitados de ambos sexos, aunque alguna chica se quedó colgando. Sarita recibió muchos regalos, pero el que más le gustó fue el de su novio, que se presentó con unas gafas de sol de pasta negra y cristales opacos, muy parecidas a las que llevaban los Beatles cuando iban de gira, pero de chica.

Como le regalaron también varios discos, el baile empezó enseguida, aunque los amigos de Juan Mari, casi todos sometidos a la insulsa disciplina gastronómica de los colegios mayores, estuvieran masticando todavía con desesperación. Al principio se encargó de la música el dueño del tocadiscos, un chico de Alicante que se llamaba Ramón y parecía especialmente hambriento, pero cuando escogió pareja, colocó en su lugar a otro muchacho muy tímido, con cara de triste, que iba poniendo lo que élle decía. Hasta las ocho y media de la tarde, más o menos, bailaron suelto, en corros grandes o en grupos más pequeños que se daban la espalda entre sí, pero cuando las doncellas terminaron de retirar los platos de la tarta y doña Sara agotó su última excusa para estar presente, el propietario del tocadiscos volvió a ocupar por un instante su plaza original para empezar a poner música lenta. Juan Mari cogió a Sarita de la mano y la llevó al centro del salón sin dirigirle la palabra. Ya no hacía falta que la invitara formalmente a bailar, llevaban casi cuatro meses de novios. Por eso, ella se pegó a él después de echarle los brazos al cuello, y apoyó la cabeza en su hombro con naturalidad. Bailaron así una canción, y otra, y otra, hasta que Juan Mari se puso nervioso y la soltó de repente. Algún listo había apagado demasiadas luces a la vez, dando un motivo a la dueña de la casa para intervenir de nuevo. Pero el taconeo de doña Sara, que avanzaba en zigzag, encendiendo interruptores a su paso, era tan familiar para su ahijada que ella fue la única que conservó la calma. Separándose un paso de Juan Mari, le obligó a volver a rodear su propia cintura con los brazos y siguió bailando, con decoro y los ojos abiertos. Cuando su madrina llegó a su altura, le dio un beso y, sin separarse del todo de su pareja, le dijo, mami, quiero presentarte a un amigo…

Arcadio Gómez Gómez escribía a su mujer todas las semanas, y todas las semanas recibía respuesta. Él no tenía mucho que contar, pero le iba contando lo que le pasaba hasta que, a mediados de 1945, empezó a expectorar unas flemas sanguinolentas que tenían muy mal aspecto. Eso se lo calló. Sebas tampoco llegó a enterarse de que, por las mismas fechas en que una

dolencia pulmonar terminaba de mermar las fuerzas de su marido, la legendaria fortaleza de un caballero español se desmoronaba estrepi–tosamente. El proceso fue lento y, por lento, más doloroso aún. El octavo año triunfal terminó con algunos fracasos rotundos. A lo largo del noveno, don Antonio Ochoa, que todavía se manejaba bien con una sola muleta, fue reduciendo poco a poco la frecuencia de sus alegrías extramatrimoniales hasta suprimirlas del todo, y no por falta de ganas, sino por miedo a hacer el ridículo. No podía entender lo que le pasaba. Su médico de cabecera sabía tan poco del origen como de la evolución de su enfermedad, y no podía hacer otra cosa que analizar sus efectos. Todo lo que sé es que ataca a tu musculatura, le había dicho muchas veces, que relaja tus músculos hasta dejarlos inútiles, inutilizando así las partes del cuerpo que dependen de ellos, pero es como una ruleta rusa, puede atacarte igual en un dedo, en un muslo o hasta en la cara… Nadie se atrevió nunca a mencionar el pene. Sin embargo, cuando el hormigueo se extendió por la zona inferior de su abdomen, Antonio Ochoa dejó de ser capaz de controlar sus erecciones. A los treinta y cuatro años, el marido de doña Sara se acostumbró a aprovechar sobre la marcha las mezquinas oportunidades que su cuerpo le brindaba por sorpresa, a veces casi a traición, y al final se habría dado por satisfecho con dejar embarazada a su mujer. Pero no lo logró. En los primeros meses de 1945, instalado ya en una definitiva silla de ruedas, los intentos se fueron espaciando hasta hacerse muy raros, para cesar del todo poco después del verano. Antonio Ochoa Gorostiza sufrió mucho, tanto que su propia vergüenza llegó a hacerle insoportable la compañía de Sara, a la que le concedía cualquier cosa que le pidiera con tal de que le dejara solo. Sebastiana se acostumbró a ver llorar a la señora, que se pasaba las tardes mirando por la ventana con un pañuelo arrugado en el puño, y a dejar de ver al señor, que no salía de su des–pacho en todo el día, pero nunca acertó a explicarse qué sucedía, hasta que en enero de 1946 todo dejó de importarle a la vez. Arcadio le escribió contándole que llevaba más de un año enfermo. Don Esteban, el comandante del batallón, se había enterado de que iban a promulgar una medida de gracia especial para los prisioneros de guerra que hubieran redimido por trabajo la mitad de la condena, y estaba dispuesto a solicitarla para él. A razón de tres días de cárcel por cada jornada trabajada, en los siete años que llevaba allí, él había redimido casi dos terceras partes, pero su pena de muerte inicial requería garantías adicionales. Don Esteban le había firmado un aval. Si el marido de doña Sara quisiera firmarle el otro, podría estar en la calle a principios de abril. Aquella tarde, Sebas lloró más que su señora. Ésta leyó la carta, entró sin llamar en el despacho de don Antonio, y no tardó ni dos minutos en volver con el papel firmado.

Sarita no se había atrevido a confesarle abiertamente a su madrina que tenía novio, pero suponía que ella lo habría deducido del trajín de citas y llamadas telefónicas de los últimos meses. Cuando comprobó que decidía hacer su última aparición en la fiesta al filo de las diez de la noche, para presenciar el tumulto de los invitados que se agolpaban en el vestíbulo sin identificar nunca su abrigo a la primera, estuvo ya segura de que lo sabía todo. Doña Sara aprovechó la

confusión que provocaron unas compañeras de colegio de su ahijada al despedirse todas a la vez para acercarse a Juan Mari, que se había quedado rezagado en el salón con la evidente intención de marcharse en último lugar. Sarita descubrió aquella peligrosa coincidencia con el rabillo del ojo y abandonó a toda prisa sus compromisos sociales para incorporarse a la conversación. Cuando lo logró, su madrina ya había descubierto queel segundo apellido de Juan Mari, Ibargüengoitia, coincidía con el cuarto apellido de su marido, y estaba a punto de establecer un parentesco, remoto pero indudable, a partir de un pueblo de Álava y una compañía naviera de Bilbao.

Fíjate, le dijo a Sarita, ¡qué casualidad! La madre de este chico tiene que ser prima segunda de Antonio, pero sin más remedio, vamos… Juan Mari asintió con la cabeza, azorado. ¡Qué gracia!, ¿no?, añadió su novia por decir algo. Entonces, aquel providencial Ramón que tenía un tocadiscos reclamó a su amigo para que le ayudara a transportar los discos, y el forzado trío se disolvió entre los adioses más corteses. Sarita sacrificó con gusto una despedida íntima al alivio que se pintó en la cara de Juan Mari cuando vio una oportunidad para salir pitando, aunque se dijo que, al fin y al cabo, su madrina no había hecho nada que no hubiera hecho otra madre en su lugar, y decidió que lo mejor sería hablar con ella esa misma noche. Sin embargo, doña Sara se le adelantó con idéntico propósito en el instante en que el último invitado abandonó la casa.

¿Estás contenta?, le preguntó primero. Muchísimo, contestó ella mientras se quitaba los pendientes y el collar de perlas, ha salido todo fenomenal. Pero estarás muerta, añadió luego, pasándole un brazo por la cintura para llevarla abrazada por el pasillo, mira, vamos a hacer una cosa… Quítate el vestido, y los zapatos, ponte cómoda y vente a la salita. Tengo que hablar contigo. Cuando Arcadio Gómez Gómez salió de la cárcel, era un hombre débil y enfermo, pero aún tenía carácter. El día que tuvo que tragárselo, confiaba ya en conservarlo para siempre. La ciudad que encontró el 6 de abril de 1946 se parecía muy poco a la que recordaba y, sin embargo, pronto pudo comprobar que no se había equivocado al interpretar la ambigua alusión alos viejos amigos que contenía la primera carta de Sebas. Muchos de sus compañeros del sindicato habían muerto, y otros estaban presos todavía, pero algunos habían tenido la suerte de camuflarse a tiempo en el colosal desconcierto de la derrota. Entre ellos, la mayoría habría jurado por lo más sagrado que no le conocían de nada si hubieran tenido la mala suerte de encontrárselo por la calle, y el nuevo Arcadio, un hombre harto de sentirse solo, de pasar miedo, de tener hambre y de estar cansado, no se habría atrevido a reprochárselo.

Pero quedaban unos pocos con memoria, y con esa dolorosa conciencia que limita con la rabia. Ellos habían ayudado a su mujer y a sus hijos como pudieron, antes de ayudarle a él de la única manera que sabían. Arcadio no llevaba ni un mes en la calle cuando encontró trabajo. Ya hemos pasado lo peor, le dijo a Sebas entonces, ahora todo se va a arreglar, todo, ya lo verás… A los dos les hubiera gustado cortar de un tajo cualquier conexión con los infortunios del pasado reciente, pero la disciplinada prudencia que los años de prisión habían grabado

sobre la inflexible cólera del activista de antaño, aconsejaba que Sebas siguiera trabajando para doña Sara, en las mismas condiciones, durante algunos meses más. Los ex presidiarios no suelen emplearse con facilidad, y los amigos que habían recurrido hasta a sus conocidos más remotos para encontrarle trabajo a un fontanero excelente, con mucha experiencia, que acababa de llegar de un pueblo de la Mancha buscando una oportunidad para vivir mejor, no merecían correr ningún riesgo.

Los dos jornales les permitieron, además, bajar desde la buhardilla hasta un tercer piso interior con cuatro habitaciones, donde los niños pudieron empezar a dormir separados de las niñas, aunque los dos cuartos fueran ciegos. Las cosas seguían siendo muy difíciles, pero parecían haberse estabilizado en unnivel de dificultad tolerable cuando, a mediados de septiembre, Sebas descubrió que se había vuelto a quedar embarazada. Aquella noticia les aturdió como la sentencia de una ruina inapelable. Arcadio, mudo, pasmado, incapaz de reaccionar, se limitó a sentirse culpable mientras seguía a su mujer con la mirada. Sebastiana, en cambio, no podía estarse quieta, y paseaba su amargura por toda la casa con la forzosa desesperación de una fiera enjaulada, lloriqueando y maldiciendo entre dientes, es que esto era lo que nos faltaba, justo lo que nos faltaba… El embarazo siguió adelante a pesar del desaliento de la futura madre, que no se consolaba porque hacía cuentas, y más cuentas, y las deshacía para volver a hacerlas, y sólo hallaba dos soluciones, o volver a pasarlo tan mal como cuando crió a Socorrito, llevándosela todos los días al trabajo para dejarla arrumbada en su capazo en un rincón de la cocina y oírla llorar sin poder atenderla, o sacar a su hija Sebas de la escuela con once años para dejarla en casa cuidando del recién nacido y hacer de ella, que quería ser peluquera, una desgraciada igual que su madre. Ni siquiera serviría de nada poner a trabajar a su hijo mayor, porque un jornal de aprendiz no igualaría el sueldo que ella misma dejaría de ganar si se quedaba en casa, y tampoco podían volver, siendo ya siete, a la buhardilla donde casi no cabían cuando eran sólo cinco.

Había otra solución, pero ésa no se le ocurrió a Sebas, sino a doña Sara. Verás, le dijo una mañana de otoño, mientras las dos tomaban café en la mesa de la cocina, he tenido una idea, pero ante todo quiero que sepas que es sólo eso, una idea. Ya sé que estás en deuda conmigo, pero quiero que me escuches, que te lo pienses, y que decidas sin tener en cuenta la situación de tu marido, ni la tuya, ni lo que yo haya podido hacer por vosotros. Te advierto esto antesde nada, porque no quiero llevar ningún peso sobre mi conciencia…

Sarita se desnudó, se dio una ducha rápida y se puso una bata de piqué blanco mientras repasaba las respuestas que más le convenían, y si no se hubiera dado cuenta en el mismo umbral de la salita de que su madrina estaba rara, habría asumido serenamente la iniciativa para asegurarle que Juan Mari era un chico estupendo, que se comportaba con todo el respeto y la dignidad a las que cualquier buena chica podía aspirar. Pero conocía tan bien a doña Sara que comprendió enseguida que quien iba a hablar era ella. Entonces se temió lo peor, antes de descubrir que aún no tenía ni idea del

verdadero significado de aquel adjetivo. Verás, hija…, tengo que contarte…, seguramente tendría que habértelo contado antes…, pero, no sé…, es difícil… Su madrina titubeaba, marcando largas pausas entre las palabras, sin atreverse a mirarla a los ojos, los suyos fijos en una servilleta que enrollaba y desenrollaba con dedos lentos y frenéticos a un tiempo. Verás, hija…, empezó de nuevo después de un rato, y luego suspiró, y siguió hablando, cuando tú naciste, España era un país muy distinto al de ahora. Habíamos tenido una guerra…, bueno, eso ya lo sabes, y…, claro, pues, después, todo estaba muy mal, las cosechas perdidas, las ciudades destruidas… La gente pasaba hambre, y hacía cualquier cosa para sobrevivir. En aquella época, tu madre trabajaba en esta casa…, bueno, eso también lo sabes, y cuando se quedó embarazada… No es que no te quisiera, Sara, por supuesto que no, ella te quería, y tu padre también, pero estaban pasando mucha necesidad, tenían ya cuatro hijos, no sabían cómo iban a poder… darte lo que necesitabas, alimentarte, educarte, sacarte adelante… En fin, de esto sí que hemos hablado alguna vez. Yo ya sabía que no podría tener hijos, y en cambio tenía esta casa, tan grande, y to–das las posibilidades de cuidarte, de darte estudios… Bien. Creo que todo esto lo sabes ya. Lo que no sabes es que… Bueno, mi marido y yo nunca te adoptamos legalmente. Ni tu padre lo hubiera consentido ni era eso exactamente lo que pretendíamos. Nosotros… hicimos una especie de pacto, que nos pareció que nos convenía a todos. Yo me comprometí a hacer de ti una señorita, y lo que te quiero decir es que… Bueno, yo ya he cumplido mi parte. Dentro de dos semanas terminas el bachiller. No tiene sentido que sigas estudiando porque, bueno… Por eso, cuando te he visto con ese chico…, Juan Mari se llama, ¿no?, pues me he quedado pensando… Seguro que no es nada serio, a tu edad estas cosas nunca son serias, pero, en fin… Probablemente es culpa mía.

Debería haberte dicho todo esto mucho antes. El caso es que tienes que prepararte, Sara, porque…

la fiesta de esta tarde ha sido una especie de despedida. Cuando acabe el curso y nosotros nos vayamos a Cercedilla, pues… tú volverás por fin a tu casa. Cuando terminó esta última frase, levantó la cabeza y sostuvo la mirada de su ahijada, que la miraba a su vez como si estuviera mirando algo distinto, un punto lejanísimo, una referencia remota, una sombra imprecisa en el horizonte. ¿A qué casa?, se atrevió a preguntar después de un rato. Pues a qué casa va a ser, contestó doña Sara, a la casa de tus padres, a la tuya, hija… A tu casa.

Aquella tarde de otoño de 1946, Sebastiana Morales Pereira salió del trabajo con los ojos secos y las venas rellenas de una sustancia gelatinosa y helada como el plomo. El único sabor que su lengua hallaba dentro de la boca era también metálico, pero conocido. Sebas, que había escuchado y había comprendido, no había llegado a olvidar el sabor del miedo. Lo reconocía en el paladar, y en el borde de cada muela, y en el filode cada diente, mientras caminaba por la calle a pasitos muy cortos, extraviada en su propio extravío, desamparada en una tristeza que le zumbaba en los oídos, y le dolía en el blanco de las uñas, y se le

helaba en la planta de los pies.

Siempre queda una tristeza nueva por conocer, y un trapo roto y sucio para torearla. Doña Sara le había advertido que iba a ser sincera con ella al confesarle que su marido no había querido ni oír hablar de una adopción legal. Ella no pretendía quedarse con el niño para siempre, sólo criarlo, darle una buena educación, proporcionarle medios para triunfar en la vida, y devolvérselo convertido en un caballero, si era varón, o en una señorita, si nacía niña. Las palabras sonaban bien, y por eso se las repitió tantas veces, dando vueltas como una tonta alrededor de la Puerta del Sol, sin atreverse a volver a su casa. Las palabras sonaban bien, pero cuando se hizo tan tarde que no le quedó más remedio que marcharse a casa de una vez, no había encontrado todavía la manera de masticarlas. Arcadio, que había llegado ya y parecía asustado por su retraso, la esperaba delante del portal, con Socorrito en brazos. Al verle allí, tan serio como siempre, tan flaco todavía, con tantas canas y esa tos que no se le quitaba nunca, Sebas comprendió que ella no era una señora ni había querido nunca nada con los curas, y que por eso podía admitir que quería más a ese hombre que a una criatura a la que desconocía, aunque aún no fuera otra cosa que ella misma. Sin embargo, al pensar en el olor de los recién nacidos, en su dulzura, en esa paz extraña que la inundaba por dentro cada vez que se apartaba con ellos para amamantarlos a solas, en la penumbra de su habitación, sintió que se tambaleaba, que le faltaba el aire, y renunció a hablar con su marido hasta después de la cena, cuando los niños estuvieran ya acostados. Sólo entonces se sentóenfrente de él, le cogió de las manos, le miró, y empezó a hablar como si aquello no tuviera demasiada importancia. Las palabras sonaban bien, pero Arcadio no esperó a escucharlas todas. ¡Ni hablar!, dijo enseguida, golpeando la mesa con las manos de su mujer, pero es que ni hablar, ¿me oyes? ¡Si no tienen hijos, que se jodan! No sé cómo has podido pensar siquiera en algo así… Ella necesitaba echarse a llorar, pero ya había decidido que no cargaría a su marido con sus propias lágrimas. Por eso, y porque no podía contarle a Arcadio toda la verdad, obligarle a compartir con ella lo peor, contagiarle el miedo que la acompañaba desde que la piadosa introducción de doña Sara suspendiera sobre su cabeza la afilada espada de las amenazas, le miró a los ojos con una intensidad que ahogó su último grito, y después, por primera y última vez en su vida, le faltó al respeto. ¿Que cómo puedo pensar algo así?

Sebastiana Morales Pereira chillaba en un susurro, exagerando la tensión de los labios en cada sílaba, subrayando las palabras con las cejas, golpeando el aire con los puños cerrados, los dedos blancos de tanto apretar, pero sin atreverse a levantar la voz, para que no la oyeran los vecinos. Pero, bueno, ¿qué pasa, es que te has vuelto loco? ¿Dónde has estado tú todos estos años, Arcadio, en la cárcel o en la luna? Por si no te has enterado, a ti se te ha acabado ya el tiempo de dar órdenes, ¿me oyes?, lo de mandar se te ha acabado a ti ya, hace un montón de años… Tú ahora estás aquí para lo que te manden, como yo, como todos, entérate de una vez, igual que un cerdo en un matadero, cogido por las cuatro

patas y con el cuchillo encima del cuello, así estás tú, y así estoy yo, y no podemos hacer nada, Arcadio, no podemos elegir… Él la miró a los ojos y ella vio en los suyos un desamparo infinito, el desconcierto de un niño perdido en una multitud, elpresentimiento de la derrota última, definitiva, y se tapó la cara con el delantal, y se dio la vuelta, y corrió a la cocina para huir de la humillación atroz de aquellos ojos. Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Cuando se quedó solo, Arcadio Gómez Gómez recordó a don Mario tal y como lo vio por última vez, en el frente de Teruel, tan enclenque como siempre, perdido de puro flaco dentro del uniforme, cargando con un fusil que pesaba más que él y con sus gafas redondas de cristales siempre sucios, y recordó su alegría, su entusiasmo, el fervor con el que apostaba por el éxito de la ofensiva que le costaría la vida al día siguiente. Los hijos son la única riqueza que tenemos los pobres. Arcadio Gómez Gómez se tragó su carácter y en su estómago se abrió un vacío absoluto. Después, cerró los ojos, apoyó la frente sobre las rodillas, cruzó los dedos detrás de la nuca y pensó que más le habría valido que le mataran a él también en Teruel, como a don Mario.

El 21 de junio de 1963, un taxi transportó desde la calle Velázquez hasta la calle Concepción Jerónima una docena larga de maletas y cajas que contenían la mayor parte de las pertenencias de Sara Gómez Morales. Ella iba detrás, con lo que faltaba, en otro taxi.

Cuando llegó a su casa, sus padres la abrazaron con una intensidad que no ocultaba cierta incertidumbre, casi miedo, y su hija les devolvió cada gesto, cada abrazo, cada beso, con una docilidad mecánica y la misma frialdad que había helado la templada sangre de doña Sara media hora antes, cuando se despidió de ella entre dos leones de mármol.

Ven conmigo, le dijo después Sebastiana, hemos pensado que preferirías el cuarto de los niños, que es un poco más grande que el de tus hermanas… El domingo pasado no te dije nada, porque quería quefuera una sorpresa, pero tu padre lo ha pintado, y ha puesto una moqueta nueva, azul, que es tu color favorito, ¿no? A ver si te gusta… Sara nunca se había dado cuenta de que el suelo de aquel cuarto se desplomaba hacia un lado, pero aquella mañana lo notó enseguida, en cuanto puso un pie sobre la moqueta nueva. No dijo nada, sin embargo. Su madre supuso en voz alta que le gustaría deshacer las maletas y ella asintió con la cabeza, pero al quedarse sola se sentó en la cama y se quedó allí, quieta, inmóvil, sin hacer nada, hasta que la llamaron para comer.

Estaba exhausta. Ya no le quedaban lágrimas, ni miedo, ni rabia, ni piedad, ni rencor, ni odio, ni nostalgia. Se sentía desecada, hueca, consumida, como si hubiera estado hirviendo a borbotones en su propio desconcierto hasta quedar reducida a una mera apariencia de sí misma, un maniquí de piel y huesos sin nada dentro. Así pasaron tres días. El cuarto, a media mañana, su padre llamó a la puerta con los nudillos, empuñó el picaporte con decisión, se sentó en la cama, a su lado, y le contó una historia antigua y sucia, cruel y absurda, bárbara y verdadera. La historia de una niña llamada Sara Gómez Morales. Su propia historia.

Tenemos el poniente metido hasta los huesos… La primera vez que se dio cuenta de que acababa de murmurar esta frase entre dientes, Sara Gómez sonrió para sí misma, pero aquel indicio de que por fin había empezado a descifrar el enigma de los vientos no alivió la aplastante tristeza de una tarde de otoño. En verano, con las contraventanas entornadas para evitar que el sol entrara hasta el fondo del salón, el eco de las risas de los niños que chapoteaban en la piscina, y la complicidad del calor, capaz de transformar la humedad en compañía y el silencio en un milagro, habría sido distinto. Entonces se habría regocijado de verdad ante aquel tímido progreso de una enseñanza tan tardía, pero era otro aprendizaje el que más la inquietaba ahora. Tenía que aprender a gobernar el tiempo, y no le servía de nada el calendario, ni los barómetros, ni la caprichosa tiranía oficial del cambio horario, repentino señor de las tinieblas. El tiempo que angustiaba a Sara Gómez era el que medían las agujas de sus relojes, esos relojes enfermos, precozmente achacosos, como acobardados de su precisa naturaleza, que parecían estar contagiándose entre sí una desesperante epidemia de pasividad. En los últimos años, mientras se entregaba a la planificación minuciosa, casi obsesiva, de su futuro, con la convicción de estar manteniendo bajo control todos los elementos necesarios para que cristalizara al fin esa vida que jamás debería haber dejado de ser la suya, nunca se le ocurrió anotar en la lista de riesgos las pequeñas victorias de aquel enemigo íntimo, nacido del rotundo éxito de su plan. Nunca había calculado que, si todo salía bien, y así había sido, los relojes administrarían su propio castigo con una ensimismada y parsimoniosa crueldad carente de objetivo, sin más final ni más principio que el tiempo al que servían. Por fin había logrado vivir sin despertador, pero se despertaba pronto, antes de lo necesario, y se obligaba a quedarse en la cama un buen rato para no precipitar el comienzo de esas mañanas que se le hacían tan largas. Las tardes también eran eternas, y por eso espaciaba con prudencia las tareas que ella misma se asignaba, a veces con argumentos indiscutibles, como el estado de la nevera o las manchas que salpicaban un vestido que sólo podía limpiarse en seco, y otras veces por la simple necesidad de imponerse una tarea, como ir a echarle un vistazo a este o a aquel centro comercial, o comprobar adónde llevaba una carretera secundaria por la que no se había aventurado todavía. Las noches no se le acababan nunca, y para lograr derrotarlas con el sueño, ahorraba durante el día horas de lectura, y se racionaba las películas que veía por televisión. Las modestas acciones que durante toda su vida adulta habían constituido un lujo en sí mismas, como ir a un cine de estreno, o contemplar una exposición sin prisas, o darse una vuelta por las rebajas sin el agobio de tener que encontrar en menos de tres cuartos de hora unos pantalones que le sentaran bien, se habían convertido en el insuficiente patrimonio de la prejubilada solitaria y forzosa que jamás había entrado en sus planes encarnar. Sara Gómez Morales, que desde el día en que se vio obligada a asumir que provenía de una estirpe de trabajadores, no había dejado nunca de trabajar, tampoco había pensado nunca que, después de todo, llegaría a aburrirse de vivir como una mujer rica. Desde aquella remota primavera en la que se peleó por última vez con Maruchi

por culpa de un tocadiscos, no había vuelto a tener amigos. La desconfianza universal, sin límites ni fisuras, con la que se había armado hasta los dientes para pagar el precio de una carrera de taxi, de la calle Velázquez a Concepción Jerónima, no le había permitido afrontar un riesgo semejante. Pero aquella carencia no la inquietaba, porque siempre tenía demasiadas cosas que hacer, y a su alrededor no faltaba gente amable, incluso simpática, a la que devolver cada saludo con una sonrisa equitativa, convencional. Antes de desaparecer sin dejar señas, Sara Gómez tenía muchos conocidos, vecinos, compañeros de trabajo, parientes más o menos lejanos con los que a veces quedaba para ir al cine o de compras, con la invariable sensación de que le habría dado lo mismo hacer sola lo que estaba haciendo en su compañía.

No echaba de menos la capacidad de asombro, la fe o la alegría que había logrado olvidar a fuerza de no querer recordarlas, porque sabía que esa desconfianza que la había endurecido por dentro era también la clave de su fortaleza, la viga insobornable, maciza y solidísima, que la mantenía en pie cuando más intenso era su deseo de derrumbarse. La única condición que había permanecido estable en todos los cambios de rumbo de Sara Gómez era el designio implacable de avanzar, de seguir adelante, siempre adelante, y sin embargo ya no le bastaba la certeza de que la primavera llegaría sin falta después del invierno. Este desvalimiento imprevisto, repentino, la desafiaba como el testimonio de un error oculto, un descuido embozado en su soberbia de calculadora consciente de no haberse relajado jamás. Pero cuando se cansó de reírle la gracia al destino, cuando se resignó a aceptar la soledad y esa lenta hostilidad de los relojes como un requisito más de la trabajosa paz que acababa de firmar consigo misma, cuando comprendió que había avanzado siempre en la misma dirección para encontrar un lugar en el que detenerse, y hacer una raya en el suelo, y atravesarla de un salto, y levantar los ojos para afrontar al fin un horizonte neutro y transparente, un paisaje sin caminos ya trazados, un mapa mudo que cabía ahora en los límites de una urbanización de playa y casas blancas, sólo entonces, se desprendió definitivamente de los razonamientos del pasado y comprendió del todo su nueva situación. Hasta aquel momento había vivido para vengarse.

Ahora tenía que aprender a sobrevivir a las consecuencias de la venganza. Su objetivo había cambiado, y con él su vida, y el ritmo de sus días, sus placeres y sus necesidades. Nunca había tenido en cuenta todo esto porque no podía anticiparse a una realidad que desconocía, aunque lo había intuido al final del verano, mientras Andrés y Tamara contaban con los dedos sus últimos días de vacaciones para que ella se asombrara echándoles de menos por anticipado, sin percibir ningún cambio en sí misma mientras esas escamas antiguas, durísimas, coriáceas, en las que había cifrado su capacidad de subsistencia, se desprendían de su ánimo y caían al suelo sin hacer ruido, repentinamente blandas, ingrávidas y leves como plumas.

La desconfianza la había construido, la había dirigido, la había convertido en la mujer que había sido hasta entonces, pero ya no era útil. Ni la ayudaba a

comprender el mundo ni la protegía de sus amenazas. Nada amenazaba a Sara Gómez en la isla blanca donde había elegido vivir ahora. Este descubrimiento no aceleró la marcha de los relojes, pero terminó de devolverle, aunque fuera demasiado poco, demasiado tarde, una forma de mirar, de relacionarse con los demás sin calcular sistemática, previa y obligatoriamente todas las consecuencias posibles de cada palabra que pronunciaba, de cada gesto que insinuaba, de cada movimiento que emprendía. Cincuenta y tres son demasiados años para reconquistar la inocencia, pero aún son capaces de recuperar la curiosidad con alegría.

Maribel fue la primera persona que la ayudó a corregir su punto de vista, porque era la única con la que estaba segura de encontrarse sin falta todos los días, de lunes a viernes. Sara no había considerado en absoluto factores como la compañía o la conversación cuando la contrató, pero, a cambio, se sintió incómoda, incluso un poco ridícula, al deducir de sus comentarios y sus preguntas la extrañeza que le inspiraban los requisitos de su nueva patrona, una mujer de mediana edad que vivía sola, y de cuyo pulcro aspecto no se habría atrevido a esperar unas condiciones como aquéllas, cuatro horas diarias para limpiar una casa grande, pero no enorme, sin perros, ni enfermos, ni niños. La verdad es que, desde el primer día, Sara se propuso ensuciar todo lo que podía, y más de una vez, después de llevar un vaso o un plato a la cocina, volvió a buscarlo para dejarlo donde estaba antes. Aprender a dejar las toallas tiradas en el suelo al salir del baño le costó un poco más, pero ni siquiera entonces se planteó renunciar a la exigencia sentimental que le obligaba a un lujo tan superfluo. Aquella íntima reivindicación acabaría señalando el camino que la devolvería a intimidades de distinta naturaleza, pequeños territorios de confianza que admitían la presencia de otras personas. Primero fue Andrés. Luego Tamara. Finalmente, la propia Maribel. Tenían el poniente metido en los huesos, y la tristeza del cielo se derramaba sobre la costa, sobre los campos, sobre las casas, embadurnándolo todo con un color sucio, impreciso, un gris de plomo matizado apenas por el marrón del barro. Sara sentía las nubes, que no llegaban a desatarse en lluvia pero rociaban todas las superficies con una finísima película de agua, en los párpados, en la boca, en la garganta. No tenía ganas de nada, y hacía lo imprescindible muy despacio. Las palmeras y las piscinas, la cal y las buganvillas, los chiringuitos de techo de palma y las bicicletas arrumbadas en las esquinas compartían su desconcierto, el desánimo del Sur cuando se levanta una mañana en una postal del Norte. Y sin embargo, el día en que por fin empezó a llover, Maribel entró en su casa canturreando una rumba del último verano y con una sonrisa que no le cabía en la cara. Así depositó sobre la mesa de la cocina un extraño paquete, un objeto grande y redondeado que había protegido del agua con una bolsa de plástico puesta al revés. —Tome. Es para usted. —¿Para mí? —Sí. Es un regalo. —¿Un regalo? –Sara tiró con cuidado del borde de la bolsa y destapó una cesta de

mimbre rellena de tierra con violetas africanas de todos los colores, moradas, rosa, fucsias, blancas y azules–. ¡Son preciosas, Maribel! Gracias, muchísimas gracias, de verdad. Pero no sé por qué…

—Espere, espere… –Maribel la detuvo con un gesto de la mano y se sentó frente a ella, envuelta en su gabardina todavía, el bolso colgando del hombro–. No se lo va usted a creer, pero es que… Yo tampoco me lo podía creer, pero… Me ha pasado algo muy bueno, y tengo que celebrarlo. Verá… –se llenó los carrillos de aire para dejarlo escapar lentamente, y luego, después de mover la cabeza un par de veces, renunció a resumir, y siguió hablando–. Mi abuelo, el padre de mi padre, tenía un campo en las afueras del pueblo, ¿sabe?, por donde el antiguo camino de Chipiona, a la altura de la playa de la Ballena. Es un campo grande, de tierra buena, pero queda muy lejos, y por eso, desde que él se murió, nadie ha vuelto a cultivarlo. Antes, cuando yo era pequeña, daba gusto verlo. Mi abuelo se iba en burro todos los días, y sembraba papas, calabazas, melones, tomates, pimientos, claveles… Siempre sembraba claveles, y los vendía muy bien, y nos regalaba los que se tronchaban, teníamos la casa llena de flores. Bueno, pues el caso es que luego, cuando él se murió, nadie quiso seguir. El campo es muy ingrato, ya sabe, y sus hijos tenían otros oficios, y mis primos, pues tampoco quisieron dedicarse a eso, total, que ahí estaba el campo, echado a perder. Hasta que a principios del verano apareció un constructor de Sanlúcar diciendo que le gustaría verlo. Estuvo allí un montón de veces, llevó a gente para que lo midiera, hizo un par de agujeros para saber qué suelo había debajo, y dijo que quería comprarlo. Ofreció cincuenta millones, fíjese, por ese campito que nosotros creíamos que no valía nada, que no le hacíamos ni caso, cincuenta millones… Claro que lo que él quiere es construir, y está muy cerca de la playa. Un poco metido, pero muy cerca, a unos diez minutos andando, como mucho. Lo sé porque he hecho ese camino muchas veces. Y ya sabe usted cómo están construyendo por ahí, que han levantado un pueblo entero en un par de años. Total, que yo sabía todo esto, pero no me hacía ilusiones, porque a mi padre, que en paz descanse, le habrían tocado doce, ¿no?, pero yo creía que se los iba a quedar mi madre, como es lógico, y a mí no me iba a dar un duro, eso desde luego… Bueno, pues ayer mi hermano me dijo que no, que nos vamos a repartir la parte de mi padre entre nosotros tres, porque resulta que mi abuelo había hecho testamento, ¿sabe?, que yo no tenía ni idea, pero lo había hecho, porque se casó dos veces, y cuando conoció a mi abuela ya era viudo y tenía un crío pequeño, Jose, que siempre ha sido mi tío, y el hermano de mi padre, y el de los otros dos, aunque tuviera otra madre, que de eso no hemos hablado nunca en mi familia porque él llamaba a mi abuela mamá, y la abuela siempre decía que era su hijo mayor, y tan contentos… Pero por si las moscas, se conoce, mi abuelo hizo testamento, y lo dejó todo muy claro.

Y el campo de la Ballena, que entonces era el que menos valía, no se lo dejó a sus hijos, sino a sus nietos, y no a todos de la misma manera, porque dejó dicho que había que hacer cuatro partes, una por cada hijo, y repartir entre los hijos de cada uno a partes iguales.

Fíjese –la miró con los ojos muy abiertos, una sonrisa salvaje que dejaba ver

todos sus dientes–, y nadie se acordaba.

—O sea –recapituló Sara– que a ti te tocan cuatro millones.

—Pues sí, porque como mi abuelo se murió hace un porrón de años, pues ya no

hay que pagar impuestos de ésos, de las herencias… Ea.

¿Qué me dice? Habría dado media vida por ver la cara que se le puso a mi madre

en el despacho del notario cuando le dijo que no, que no se podía firmar lo de la

venta porque la propietaria no era ella, sino sus hijos. Total, que dentro de quince

días se firma otra vez, y nos pagan ya una parte.

Otra la cobraremos en enero del año que viene, y la última en marzo. ¿A que es

increíble?

—No, Maribel, increíble no…

–Sara se echó a reír–. Es maravilloso. Me alegro muchísimo por ti, y por Andrés,

claro. ¿Y qué piensas hacer con el dinero?

—No lo sé, es que ni lo he pensado todavía… Pero irme a Disneyland París con el

niño, eso seguro, o si no al otro, al que está en América, el Disney no sé qué ese,

que es más grande. Y luego, a lo mejor me compro un coche.

Claro que tendría que sacarme el carné, pero bueno… Me lo saco y ya está. Y..,

no sé, no he tenido tiempo para pensarlo…

Maribel no podía saber que a Sara le sobraba tiempo y le faltaban cosas nuevas

en las que pensar, pero no tardaría mucho tiempo en descubrirlo. Ignoraba

también otros detalles del pasado de su patrona, factores aparentemente nimios,

como el valor simbólico de las plantas que se compran en las tiendas o el de la

piel deslucida y roja de sus manos incansables, y otros más consistentes, como el

reflejo que aquella mañana, mientras dudaba en voz alta, sentada en una silla de

la cocina, envolvió su figura, desarmada y perpleja frente a un golpe de suerte,

ante los ojos de una mujer que se había pasado la vida esperando una sola

oportunidad que aprovechar. Esto no llegaría a saberlo nunca, y sin embargo la

historia de aquella mujer a la que apenas conocía cambiaría el rumbo de su vida

de una manera decisiva, con una autoridad, un impulso que el testamento de su

abuelo nunca habría logrado desarrollar por sí solo.

Aquel día, Sara pensó mucho en Maribel. Seguiría pensando al día siguiente, y al

otro, y al otro, mientras se daba cuenta de que el dinero que su asistenta aún no

había cobrado empezaba a presionarla, a obsesionarla, a obligarla a maquinar

constantemente el mejor procedimiento para gastarlo deprisa.

Sara también conocía esa sensación, la urgencia de los billetes que queman en los

dedos, la contradicción que retuerce por dentro a quienes nunca han tenido nada,

cuando de repente la fortuna les llena las manos con una generosidad relativa,

perversa, porque en el regalo de la suerte va incluido el impulso de malbaratarla

de inmediato, y una vieja nostalgia de las manos vacías. Ella estaba

acostumbrada a ocuparse de otras personas, a estar pendiente de su estado, a

cuidar de ellas, pero siempre se había guardado sus opiniones para sí misma.

Nunca había estado lo bastante cerca de nadie como para intentar influir en su

vida.

Y sin embargo, la atolondrada ansiedad de Maribel, mientras enumeraba en voz

alta las opciones más insensatas, radicalmente perdida, indefensa ante los

anuncios de la televisión, llegaron a conmoverla tanto que una mañana, cuando

ella dudaba ya entre la depilación electrónica y una moto acuática para su hijo,

sin descabalgar jamás del viaje a Disneyland París, recordó que su asistenta

siempre le había parecido una mujer inteligente, y le obligó a estar de acuerdo

con ella.

—Buenos días, Maribel –aquella mañana no le dio la opción de saludar primero,

como de costumbre, y tampoco esperó a que le devolviera el saludo–. Siéntate

aquí, que te quiero hacer una pregunta, anda.

Vamos a ver. ¿Tú cuánto ahorras?

—¿Yo? –preguntó ella a su vez, cuando asimiló la que se dijo que debía de ser la

pregunta más idiota que aquella señora tan lista se había arriesgado a formular

jamás–.

¿Yo… qué?

—Que cuánto ahorras, mujer…

Cuánto dinero, de todo lo que ganas, te sobra cada mes.

—¿A mí? –y aunque sabía de sobra que no había nadie más en toda la casa,

apoyó el dedo índice en su propio escote para estar segura de que Sara hablaba

de verdad con ella–. Pues nada, qué me va a sobrar… Ni un duro.

Pero su interlocutora nunca había sido una persona fácil de desanimar, y ya

contaba con esa respuesta.

—Y sin embargo –insistió–, antes del verano vivías con bastante menos dinero. Y

pagabas el alquiler, y hacías la compra, y le comprabas a Andrés lo que

necesitaba, ¿no? –una Maribel absolutamente desconcertada afirmó con la

cabeza–. Entonces, ¿por qué te gastas ahora hasta la última peseta?

—Porque me he comprado una televisión.

—Ya, eso ya lo sé. Con el sueldo de julio. Y una freidora electrónica digital, con el

sueldo de agosto. Y una videoconsola nosécómo para el niño con el sueldo de

septiembre. Y lo estás pagando todo a plazos, ¿a que sí?

—La freidora no –la miraba con los ojos muy abiertos, porque no tenía ni idea del

propósito que animaba aquel interrogatorio, pero hablaba con un acento cauto,

defensivo, como si quisiera protegerse de su interlocutora–. Ésa me la compré del

tirón, porque era barata.

—Me da igual. El caso es que te la compraste, ¿no? –Maribel asintió con la

cabeza–. Pues de eso se trata. De que compres menos cosas, de que uses las que

tienes mientras funcionen, de que no gastes a lo tonto, de que guardes el dinero

de la herencia y de que juntes el dinero que te sobra. Eso es ahorrar.

—¿Y para qué quiero ahorrar yo?

—Para comprarte un piso.

Las cejas de Maribel se curvaron para formar dos arcos agudos sobre sus ojos,

como si estuvieran a punto de despegarse de su cara y echar a volar por su

cuenta, mientras sus labios abiertos, estupefactos ante su propio asombro,

dibujaban una parábola casi perfecta alrededor de sus dientes regulares,

blanquísimos.

—¡Un piso! –repitió por fin, casi chillando–. ¿Yo? Un piso…

—Sí –insistió Sara–. Tú. Un piso.

—Usted no sabe lo que dice –y se aflojó de pronto, se echó a reír como si acabara

de escuchar un chiste antes de levantarse–. ¿Con cuatro millones? ¿Usted sabe lo

que cuestan los pisos aquí, con tanto veraneante dispuesto a pagar lo que sea?

No tengo ni para empezar, ¿sabe?, ni para empezar, así que mejor voy a

cambiarme y vamos a dejarnos de tonterías…

—Así que nada –la voz de Sara, firme, imperativa, la detuvo junto a la silla antes

de que tuviera tiempo de dar el primer paso–. Ahora vas a poner una cafetera,

vas a llenar dos tazas de café con leche, te vas a sentar aquí, conmigo, y me vas

a escuchar. Mira, Maribel, yo entiendo de muy pocas cosas, pero éste,

precisamente, es uno de los temas de los que sí entiendo. En este momento, el

dinero está barato. Eso significa que pagar un crédito hipotecario cuesta menos

trabajo que nunca.

Por el interés, ¿eso lo entiendes?

Los intereses ahora son bajos. Es posible que la situación cambie en el futuro,

pero hay créditos garantizados que… En fin, bueno, eso habría que estudiarlo. Tú

tienes ya cuatro millones, y eso es casi la mitad de lo que necesitas, porque no te

haría falta una casa muy grande. Esos cuatro millones de tu abuelo son los que te

permitirían mudarte a un piso nuevo e ir pagándolo todos los meses por poco más

de lo que te cuesta el alquiler del que tienes ahora. Piénsalo un poco, mujer.

Aunque Andrés te diga que ir al Disneyland ése es lo que más le apetece del

mundo, aunque ahora le haya dado por la moto acuática y hace una semana por

un barquito pequeño para salir a pescar, que ni sabe pescar ni tiene tiempo, las

cosas como son. Piensa en él. ¿Qué le convendrá más, heredar un piso o cuatro

fotos con Mickey Mouse? ¿Y a ti? ¿Qué te conviene más a ti? Llevas quince años

haciéndote la cera. ¿De verdad te quieres gastar un dineral en quitarte los pelos

de las piernas?

Piensa, Maribel. A lo mejor no vuelves a heredar en tu vida, y las casas no

pierden valor, al revés, lo ganan con el tiempo. Son una inversión más segura,

más estable que una cuenta en el banco. Y son para siempre. Y si no te queda

dinero para comprar muebles, pues te apañas con los que tienes ahora.

Y cuando termines de pagar este crédito, pides otro. Es todo mucho más fácil de

lo que parece, y al fin y al cabo tú tienes treinta años, toda la vida por delante.

Has tenido suerte, por una vez, mucha suerte. Aprovéchala. Ahorra el dinero y

cómprate un piso, hazme caso. Piensa un poco, Maribel, piénsalo.

Sólo en ese momento Maribel volvió a sentarse. Durante unos segundos

permaneció quieta, con los ojos fijos en la falda. Luego levantó la cabeza muy

despacio.

Desde que la conoció, Sara había estado segura de que a pesar de su aspecto, de

su incultura, de la brusquedad de su voz y de sus risas, de la imprevisible lógica

de sus reacciones, era una mujer inteligente, y aquella mañana no la defraudó.

—Pero yo no tengo nómina –dijo solamente–. Los bancos no me van a dar un

crédito sin nómina.

—Sí. Porque tienes cuatro millones de pesetas, y eso ya es una garantía. Si

dejaras de pagar, el banco se quedaría con tu dinero, ¿comprendes? Eso te

convierte en una clienta interesante. Además, yo puedo hacerte un certificado de

ingresos, y podemos hablar con Juan Olmedo. Yo lo voy a ver el sábado, en la

fiesta de cumpleaños de Tamara, habrá invitado a Andrés, ¿no? Seguro que a él

tampoco le importa.

—¡Quite, quite! –Maribel se echó atrás de repente, removiendo el café con tanta

rabia que algunas gotas se derramaron sobre el mantel aunque su taza estaba

más que mediada–. Con ése no se puede contar, se lo digo yo.

—Pero ¿por qué? A mí me parece muy buena gente, un hombre responsable, y

sobre todo generoso.

No te creas que hay muchas personas por ahí dispuestas a cargar…

—Sí, sí, ya sé lo que va a decir –la interrumpió Maribel–, ya lo sé, y será verdad,

no digo que no, pero también son verdad otras cosas.

—¿Como cuáles?

—Como las que yo me sé.

—Muy bien –Sara resopló–.

¿Y cuáles son las cosas que tú te sabes?

—Mire, a mí no me gusta hablar mal de los demás… No me gusta, porque

también van hablando mal de mí y yo no le hago daño a nadie, ¿comprende? Pero

el otro día, el cabrón de Andrés, mi marido, ¿sabe?, bueno, pues se estuvo riendo

de mí. No sé cómo lo hace, pero no lo veo casi nunca, y cuando lo veo, pues

siempre tiene algo que echarme en cara. Y la otra tarde… En fin, me contó que

ve bastante a ese médico para el que trabajo, así lo llamó él. ¿Y sabe dónde?

Pues en Sanlúcar, en un bar de putas. ¿Qué me dice? Ahí se gasta el dinero el

doctor Olmedo, con lo generoso y lo responsable que es, que hay que ver, los

hombres, a todos les da por lo mismo… ¡Bueno! ¿Y ahora de qué se ríe usted?

¿Le parece gracioso?

En realidad Sara no estaba riéndose, pero no pudo evitar sonreír. Acababa de

comprender que Maribel había llegado a pensar, o pensaba todavía, en seducir a

Juan Olmedo. Ésa era la única razón capaz de explicar a la vez las burlas de su

marido y su propia, puntiaguda indignación, una razón que aportaba, además y

sobre todo, otra prueba de que su vecino era un hombre de fiar. Pero recurrió a

otros argumentos para justificar su reacción.

—¿Y qué quieres, Maribel, que no me ría? ¡Pero bueno! Y tú qué esperabas, ¿eh?

Un hombre tan joven, con una vida tan dura, ocupándose todo el santo día de un

retrasado mental y de una niña pequeña, y trabajando a la vez, que además es

nuevo aquí, que no conoce a nadie, que no debe de tener tiempo ni para tomarse

una cerveza en paz, así que no digamos para ir a ligar… Por alguna parte tenía

que salir, mujer, no me parece tan grave.

—¡Ah! ¿No? ¿Eh? –Maribel no fue capaz de articular una respuesta más compleja,

pero manifestó una disconformidad fronteriza con el desprecio levantándose

inmediatamente para ir al fregadero y ponerse a lavar las tazas con tanto ímpetu,

con tanta entrega, como si el destino del universo entero dependiera de su

eficacia.

—Pues no, ésa es la verdad.

Y no es que los hombres puteros, así, de entrada, me caigan simpáticos, pero la

vida es muy complicada, mucho, y tú deberías saberlo…

Ella no quiso contestar, y en el silencio que se abrió a continuación, Sara Gómez,

que se había dicho muchas veces, sin ir más allá de la simple extrañeza, que era

muy raro que un médico cualquiera abandonara una plaza fija en un hospital de

Madrid para trasladarse a otro de Jerez, empezó a preguntarse qué motivos

habrían impulsado a Juan Olmedo a emprender aquel viaje, como si la revelación

de Maribel, a la que no concedía ningún valor moral, representara sin embargo

una de las claves de aquel misterio. Lo cierto es que a ella también le resultaba

muy difícil imaginar a su vecino en un bar de putas, pero cuando más absorta

estaba en aquel enigma, Maribel se dio la vuelta y la miró un instante antes de

estallar.

—Lo que es una pena es que usted no se haya casado. ¡Hay que ver! Menudo

chollo se ha perdido el que hubiera llegado a ser su marido. Usted es que lo

comprende todo, ¡qué barbaridad!, pero todo todo… Cómo se nota que ha tenido

usted suerte en la vida, cómo se nota…

—¿Cómo te llamas?

—Elia, ya lo sabes.

—No, me refiero a tu nombre de verdad.

—¡Ah! –ella se echó a reír, dejando ver su dentadura fea, como de gato, una piña

de incisivos estrechos y amarillentos entre dos colmillos rematados en punta–.

Pues casi igual…, Aurelia.

—Muy bien –Juan Olmedo asintió con la cabeza, pensando que a aquella chica tan

guapa le iría mejor si renunciara a la alegría durante su jornada laboral–. Así me

costará menos trabajo llamarte Elia.

Ella volvió a cerrar los labios, pero los mantuvo curvados en una sonrisa

convencionalmente traviesa que le favorecía mucho más. Juan, que se vestía

despacio, sentado en el borde de la cama, la miró con atención, como si nunca la

hubiera visto antes. De cerca, y con las luces encendidas, no se parecía tanto a

Charo, pero su rostro evocaba el mismo tipo de belleza tormentosa y nocturna,

desasosegante, plena, una oscura perfección que se manifestaba con arrogancia

en los rasgos donde suele asentarse el fracaso de la mayoría de las caras de

mujer. El ángulo de las mandíbulas, la forma de la barbilla, el relieve de los

pómulos, la nariz, integraban un conjunto tan armonioso, una geometría tan

equilibrada como la que podría haber inspirado el ideal de un dibujante

renacentista, un sereno reflejo de mármol desbaratado por la sorpresa de los ojos

negros y hondos, peligrosos, calientes. Nadie la elegiría para hacer de doncella

ingenua en una película pero, a cambio, podría resultar una villana irresistible

para los espectadores inexpertos en mujeres fatales, cualquier hombre que no

hubiera tenido la oportunidad de aprender en qué se quedan esa clase de amenazas. Juan sabía que, a pesar de todo, y hasta de la fatalidad que parecía envolver todos sus gestos, Charo nunca había dejado de ser una buena chica. Elia también lo sería, aunque su rostro careciera de la estratégica carnosidad, el grosor de los labios y un relleno mínimo, pero exacto, en las mejillas, que impregnaba la expresión de su cuñada con una misteriosa mezcla de perversidad y de dulzura.

Su cuerpo, sin embargo, parecía una copia de aquel que había perdido, un modelo antiguo, juvenil, que acusaba el mismo tipo de deseable desproporción que florecía en la Charo de sus primeros encuentros, antes del embarazo. Los pechos y las caderas parecían excesivos en comparación con los brazos delgados, con una cintura tan estrecha, con las aristas que soldaban los hombros y la clavícula para componer un disciplinado caos de volúmenes tensado por una piel lisa y brillante, que aún conservaba cierta calidad infantil. Ella, que no tendría más de veintidós, veintitrés años, le miraba de lado, recostada sobre la cama, y Juan intentó imaginarla cuando hubiera cumplido diez, quince más, al cabo de transformaciones idénticas a las que habían equilibrado al fin el cuerpo de Charo para hacerlo más regular, más redondo, más macizo, ensanchando su cintura, el diámetro de sus brazos, de sus muslos, para deshacer la desproporción anterior sin que empezara a gustarle menos por eso. Charo le gustaba de todas las maneras. A veces, cuando todavía estaba viva, cuando aún disponía de un futuro sobre el que fantasear, se la imaginaba como ya no podría verla jamás, una cincuentona bien conservada, escrupulosamente maquillada y recién salida siempre de la peluquería, embutida a presión en vestidos ceñidos, calculados para probar que su cuerpo seguía teniendo curvas, una especie de Liz Taylor insurrecta y desconcertada a punto de casarse con un albañil, porque así habría sido, y así también le habría gustado.

Estaba a punto de abrocharse el quinto botón de la camisa cuando sintió un deseo súbito, asombroso por su intensidad, de desnudarse, tumbarse sobre las sábanas, y ponerse a Elia encima otra vez.

Mientras se lo pensaba, giró levemente el cuerpo hacia el interior de la cama y posó la mano derecha sobre el ombligo de la mujer, que sin llegar a modificar su postura, pareció erguirse de golpe y dirigirle una mirada distinta, entornando los párpados para matizar su astucia, una especie de alerta complacida, complaciente, que convenció a Juan Olmedo de que había adivinado sus dudas y sus intenciones casi a la vez. ¿Qué?, preguntó ella entonces. No, nada, respondió él, y aunque aquel instantáneo alarde de sabiduría le había conmovido de verdad, consiguió levantarse a tiempo, una milésima de segundo antes de que el movimiento de aquella mujer, que se disponía a avanzar para convencerle, se hiciera evidente. Ella se relajó en un instante, y empezó a manosearse el pelo con la mano izquierda como una manera de manifestar que estaba de acuerdo en que no había pasado nada, y Juan sonrió para sí, porque aquel forcejeo mudo, indeciso y estático le había devuelto a Charo con mucha más precisión que la suma de todos los datos que hubiera podido llegar a registrar su mirada de

forense aficionado. También tenía experiencia en aquella clase de combates. Y sin embargo, Charo habría podido con él, siempre podía, desde que aprendió a gobernarle manejando los hilos más esquivos de su deseo. Su resistencia lo dejó satisfecho. Él nunca iba a bailar sobre ninguna tumba, no estaba dispuesto a odiar, no lo necesitaba, no quería, no podía permitírselo. Sospechaba que llegaría un momento en el que la memoria de su amor ausente sucumbiría al destino de su propia ausencia, emprendiendo una retirada suave y uniforme que desdibujaría poco a poco el rostro de Charo, su voz, sus palabras, hasta cubrirla del todo con la arena menuda y fría que transportan las horas y los días, las semanas y los meses. Estaba decidido a vivir ese momento, a llegar hasta allí, a reconocerse en la figura serena, insensible, que contemplaría sin mover un músculo cómo se desprendía la última hilacha del hombre que fue en el último recuerdo de la mujer que amó y que sólo entonces moriría definitivamente.

Esa imagen le producía vértigo, una imprecisa mezcla de angustia y expectación, pero sabía que la arena del tiempo caería también sobre él, y lo haría todo más fácil. Siempre había sido el más inteligente de los tres. Aunque Charo se hubiera dado cuenta demasiado tarde, aunque Damián no hubiera llegado a descubrirlo nunca, él siempre había sido el más inteligente de los tres, y por eso, aquella noche, en aquella habitación confortablemente indeterminada, que no dejaba de parecer un cuarto de hotel de tres estrellas a pesar de la moqueta roja que recubría la pared a la que se adosaba una gran cama sin cabecero alguno, aceleró sus movimientos para acabar de vestirse deprisa. —¿Vas a volver?

Aquella pregunta reavivó el deseo que seguía latiendo en la zona adecuada de su cabeza, y que no se había molestado en sofocar cuando decidió renunciar a cumplirlo.

—Claro –contestó, y fue sincero–. Cualquier día de éstos… Ella se levantó de la cama y fue hacia él, consciente en cada paso de su desnudez, y le abrazó, y le besó en la boca como si no hubiera cobrado por estar allí. Juan le devolvió el beso con ganas, porque aquella chica le gustaba mucho y porque estaba de buen humor.

Luego, mientras regresaba al exterior por un camino asombrosamente corto en comparación con la distancia que había creído recorrer a la ida, cuando la primera bocanada del aire frío y húmedo de la madrugada desató el nudo secreto que le había impedido respirar con todos sus pulmones durante la última hora, al cerrar la puerta de su coche, y girar la llave de contacto, y distinguir en el ruido del motor una señal de que por fin estaba a salvo y en su propio terreno, comprendió que aquella mujer, Elia, o Aurelia, habría interpretado su actitud de una manera estrictamente errónea. El único motivo de que hubiera decidido marcharse la favorecía, favorecía el deseo latente que Juan quería preservar con su risueña envoltura, ese buen humor que le estaba sorprendiendo más que cualquier otra cosa que hubiera hecho aquella noche.

Durante casi tres semanas, desde que la vio por primera vez, el recuerdo de la chica vestida de rojo que se parecía a Charo en la distancia, en la penumbra, le

había visitado con cierta frecuencia. Nunca había llegado a obsesionarle, desde luego, él también tenía mucha experiencia en determinada clase de obsesiones, pero había mantenido en general la presencia justa para manifestarse sin acuciar y, durante un par de noches lluviosas había llegado a acuciarle, a obligarle a calcular cuánto tiempo hacía que no se acostaba con una mujer. Siete meses de castidad son muchos meses, pero cuarenta años son demasiados para afrontar un estreno sexual con naturalidad, sin la insidiosa sospecha de estar permanentemente a punto de hacer el ridículo. Los dos términos de esta ecuación se habían ido compensando entre sí hasta anular cualquier tentativa de movimiento, pero aquella tarde, al salir del hospital, Miguel Barroso le había invitado a tomar una copa con él porque su mujer se había ido con los niños a Sevilla, a pasar el fin de semana con la abuela, y era viernes, y no se le ocurría nada mejor que hacer.

Juan aceptó, y sólo después de llegar al bar comprendió lo que ocurría, porque allí les estaba esperando una anestesista muy mona a la que había visto con su amigo de vez en cuando, en la cafetería, o charlando en un pasillo, durante los últimos días. Después de saludarla, pidió la copa reglamentaria y, sonriendo sólo para sus adentros, se dispuso a interpretar con animosa indulgencia el ingrato papel de tercero en una obra para dos actores, que se miraban, y se sonreían, y se rozaban, y se interpelaban, sin dar señales de contar con él ni siquiera como espectador.

Durante cerca de tres cuartos de hora, tuvo tiempo para leer varias veces las etiquetas de todas las botellas que llenaban los estantes adosados a la pared del fondo, pero cuando intentó despedirse, ella le agarró del brazo para prohibírselo, insistiendo en que sólo le dejarían marcharse después de cenar. Luego fue un momento al baño, y Miguel le suplicó con más vehemencia aún que no les dejara solos antes de tiempo, no me hagas esto, Juanito, no me jodas, ¿a ti qué más te da…? A Tamara pareció entusiasmarle la perspectiva de cenar una pizza telefónica y la ATS desempleada le prometió que estaría en su casa antes incluso de que llegara el repartidor, para hacerse cargo de todo, pero aquellas garantías de paz doméstica no le hicieron más apetecible la idea de cenar con dos personas casadas, adultas, casi maduras ya, a quienes su previa experiencia en otros adulterios no les impediría ejecutar los ritos del cortejo con un entusiasmo casi bochornoso. Eso fue exactamente lo que ocurrió. Antes de que llegara el primer plato, los futuros amantes descargaron sobre la mesa todo un recíproco arsenal de parpadeos, suspiros y esbozos de gestos audaces, sus dedos acariciando el aire como si el aire tuviera piel, y todas sus palabras sonaron a palabritas hasta que la conversación se saturó de diminutivos para ir deslizándose poco a poco hacia terrenos más comprometidos, más exigentes, más difíciles de calificar. Entonces, mientras el deseo ajeno se extendía por el mantel como una mancha sólida y rebelde, cuando su densidad crecía y se consolidaba en cada minuto, amenazando con excluirle sin remedio de aquella escena, sólo, y precisamente entonces, fue cuando Juan Olmedo empezó a sentirse implicado en cada frase que escuchaba, en el nerviosismo que distorsionaba las voces y entorpecía las

yemas de los dedos de sus acompañantes, en los indicios de una furtiva actividad subterránea que sus piernas, sus pies, parecían querer presentir más allá de un tranquilizador bodegón de platos sucios y copas vacías.

La excitación, la vulgar y bienaventurada excitación sexual que recorría su cuerpo por dentro con la alocada disciplina de una colonia de hormigas, sin fijarse todavía en ningún lugar concreto, fue la primera sensación, pero no la más intensa. Emboscadas en su envoltura lujosa, brillante, llegaron otras, la envidia, la nostalgia, la conciencia de su propia soledad, la tentación de sentir pena de sí mismo y la arrogancia imprescindible para prohibírsela. También un repentino acceso de vitalidad, un tumulto imaginario de sangre limpia y rojísima activando en cada segundo un sofisticado mecanismo de diminutas válvulas y conductos sutiles como hilos, el laberinto orgánico, químico, conocido e indescifrable a la vez, que le había consentido excitarse, y darse cuenta de que estaba excitado. El deseo le hizo egoísta y le hizo fuerte. Se descubrió a sí mismo pensando que, al fin y al cabo, la chica vestida de rojo no era más que una mujer como las demás, y que en definitiva su dinero era suyo y podía gastárselo en lo que quisiera, y se prohibió a sí mismo volver a pensar durante un par de horas. Ya no necesitaba argumentos, ni excusas, ni consideraciones morales de ninguna naturaleza. Se levantó después del café y se despidió con pocas palabras de quienes habían perdido ya cualquier interés en retenerle. Estaba nervioso, pero nadie lo habría descubierto al verle salir del restaurante, y caminar hasta su coche, y conducir al límite de la máxima velocidad permitida sin volver la cabeza siquiera al dejar atrás el desvío que tomaba todos los días para volver a casa. Estaba nervioso y eso no podía prohibírselo a sí mismo, pero ni siquiera ella, que se levantó de un taburete y fue derecha hacia él en el instante en que atravesó el umbral de la puerta, pareció descubrirlo. Llevaba muchas noches esperándote, le dijo, como un halago y como una promesa, y él recorrió con la mirada el lóbulo de su oreja, y la mandíbula, la línea del cuello, la piel del escote, reluciente, y aquel paisaje le tranquilizó.

Habría preferido seguirla inmediatamente a donde fuera que las mujeres como ella llevaran a los hombres como él, pero no se atrevió a pedirle nada. No quería que la chica de rojo se diera cuenta de que era la primera vez que iba de putas en su vida porque prefería no acordarse del único intento previo, la aparatosa deserción de sus veinte años frente a unas piernas espléndidas y un body negro, calado, y las burlas de Damián, aquel estribillo ridículo al que sus labios estuvieron abonados durante meses, qué tendrá que ver la dignidad con la polla, cuando iba al baño por las mañanas y cuando entraba en el comedor por la noche, cada vez que se cruzaban por la escalera o por el pasillo, siempre que pasaba por la terraza del bar de Mingo y se los encontraba allí sentados, Nicanor y Damián muertos de risa ante una mesa repleta de cascos de color caramelo, como dos tontos que se entretuvieran coleccionando botellas vacías de cerveza Mahou y repitiendo con una vocecita ofensivamente tierna, insidiosa, agotadora, aquella estúpida pregunta, adivina adivinanza, la dignidad y la polla, ¿qué es lo que tienen que ver? Y sin embargo, en aquella época, su dignidad y su polla

estaban tan relacionadas que algunas veces habían llegado a ser una sola cosa. De eso habría preferido no acordarse, y no porque temiera sentirse indigno de un Juan Olmedo que ahora le parecía más auténtico, más puro, mejor que aquel que habían fabricado al pasar otros veinte años, sino porque ese catastrófico recuerdo le devolvía a los terrenos de una inquietud juvenil que no estaba muy seguro de haber aprendido a controlar aún. Ya no le daban miedo las mujeres desnudas, pero recelaba de aquella mujer concreta mientras estuviera todavía vestida, y cuando la siguió hasta la barra, y la vio acomodarse en el taburete que había abandonado para ir en su busca, y le preguntó qué quería tomar antes de pedir una copa para sí mismo con el mismo tono, los mismos gestos, las mismas palabras que habría empleado si estuviera con cualquier otra chica, en cualquier otro bar, se le pasó por la imaginación la idea de pedirle que, por favor, no se comportara como una puta, porque quería follársela, y no le importaba pagar para follársela, pero no estaba muy seguro de poder soportar que ronroneara, que gimiera, que le llamara cariño, que le pusiera morritos de viciosa. Tampoco se atrevió a pedirle eso, pero no hubiera hecho falta. Ella estaba muy bien entrenada. Debía de haber aprendido a adivinar qué querían exactamente sus clientes, porque le había dado exactamente lo que él quería. Era eso lo que le había puesto de buen humor.

El sábado se levantó tarde y con la sensación de tener un asunto pendiente. Mientras desayunaba, comprobó que su estado de ánimo no había padecido ninguna indeseable alteración durante la noche. Al contrario. Alfonso, que estaba fascinado por el mando a distancia del televisor desde que había aprendido a usarlo, jugueteaba con el volumen y el selector de canales, saltando sin parar de una serie de dibujos animados a otra para hacerlas chillar y privarlas de sonido alternativamente. Tamara estaba en su cuarto con Andrés, fracasando sin pausa en el intento de completar un videojuego muy difícil, que le exasperaba hasta el punto de hacerle gritar y pisotear el suelo justo encima de la cabeza de su tío, que sin embargo, y a pesar del ruido, el desorden que le envolvía como un excéntrico tornado tropical, disfrutaba despacio del desayuno gracias a la constante parcialidad de su memoria. El recuerdo preciso de la delicadeza que afinaba la piel de Elia en la frontera de las axilas, la limpieza del canal que se abría entre sus pechos, tan firmes que su peso no había dejado ninguna huella aún sobre aquel camino suave y luminoso, la incolora levedad del vello que trazaba una línea casi invisible sobre un vientre elástico y compacto, las uñas de sus pies pintadas con un esmalte plateado con reflejos de plomo, la pequeña espiral tatuada con tinta roja en un rincón de su nalga izquierda, se fueron turnando para acompañarle durante todo el día, mientras hacía la compra, y preparaba la comida, y elegía la película que verían todos juntos a la hora de la siesta, endulzando su agotador fin de semana de padre, madre, amo de casa, profesor particular y terapeuta ocasional. El lunes aguantó el tirón del deseo, que fue endureciendo la condición de las imágenes que le asaltaban con una frecuencia creciente, reemplazando los detalles fijos por escenas en movimiento, suplantando el tacto, el olor, el volumen de aquella mujer con las reacciones de

su propio cuerpo.

Esperaba sentirse mal en algún momento, descubrir que había cometido un error,

escuchar la voz áspera, doliente, de su vieja juventud traicionada, desalentarse,

arrepentirse, comprender que no tenía sentido colgarse ni siquiera

superficialmente de una puta, por mucho que le gustara, por muy buena que

estuviera, por muy bien que se lo hiciera. Esperaba que le ocurriera cualquiera de

estas cosas, pero no le pasó nada, y el martes, cuando salió de trabajar, su polla

y su dignidad divorciadas ya de mutuo acuerdo y para siempre, cargó con esa

íntima perplejidad y se fue derecho hasta Sanlúcar.

—Te esperaba ayer… –dijo ella, que esta vez ya no se levantó para ir a buscarle.

—Pues he venido hoy –se limitó a contestar él, y detectó que su propia voz

estrenaba una nueva especie de seguridad.

Se lo pasó tan bien como la primera vez, como se lo pasaría la tercera, y la

cuarta, y la quinta, y todas las demás veces que fuera a buscarla durante aquel

otoño, y durante el invierno que llegó después. La euforia física, benéfica, sincera,

consistente, permaneció estable a lo largo del tiempo, pero el buen humor no

resultó tan duradero. Un par de meses después de haberla conocido, Elia se había

convertido en una pieza esencial de su vida cotidiana, como la lavadora o el

calentador. Para entonces, Juan Olmedo ya había descubierto que vestida

tampoco era peligrosa.

Un poco simple, simpática, cotilla, sentimental y muy envidiosa, buena chica en

un cuerpo accidental, en un destino accidentado, e inmune hasta al propio

concepto de contradicción, podía absorber cualquier turbulencia que sacudiera el

espíritu de Juan sin ser capaz de reflejarla siquiera pálidamente, y él ni siquiera

sabía si debía felicitarse o lamentarse por ello.

De lo que sí estaba seguro era de que Elia cerraba un círculo.

Alfonso, Tamara, el hospital de Jerez, Miguel, una urbanización en un pueblo

pequeño, una playa donde descubrir que los cangrejos andan de lado, y ella, un

saldo razonable, puntos en el mapa de una vida templada que podría haber sido

peor, y que era la mejor que había sido capaz de escoger para sí mismo. No era

un gran cobijo para las noches de invierno, pero los inviernos del sur son tan

cálidos como las primaveras del norte.

Cuando se dio cuenta de que les había seguido hasta la puerta del salón de bodas y banquetes más famoso, más elegante de todo Estrecho, se enfureció consigo mismo por haberse dejado tomar el pelo otra vez. Sin embargo, Damián, tras anunciar en voz alta que habían llegado, pasó de largo por las grandes puertas acristaladas, diseñadas para dejar ver una inmensa araña de cristal y la escalera imperial, de rizadas barandillas, por la que suspiraban todas las novias desde Cuatro Caminos a Tetuán, e inició el descenso por otra escalera estrecha y maloliente que arrancaba directamente de la acera, bajo un letrero de neón, «Juegos recreativos», con la mitad de las letras fundidas. El chasquido de las bolas de billar, y el golpe seco de las barras de acero de los futbolines estrellándose una

y otra vez contra sus topes de goma dura, les guiaron hasta un sótano enorme, donde el agudo campanilleo de una hilera de «flippers» aportaba una nota de inocencia sonora a una atmósfera insana, espesa de humo y de desafíos. Allí florecía una escogida población de adolescentes achulados, con el bulto de una navaja marcando el bolsillo trasero de los pantalones, una elaborada mueca siniestra en los labios torcidos, y una chica casi siempre más joven, pero muy pintada, pegada a sus talones para encenderles los pitillos, custodiar sus botellines de cerveza y sujetarles el taco cuando fueran a mear. Al fondo, un neón rosa y todavía intacto anunciaba con caligrafía cursiva que el bar estaba más allá de la puerta pintada de negro.

Damián y Nicanor atravesaron el salón por el pasillo central, sin reparar en las miradas de admiración de los jugadores que, a uno y otro lado, parecían formarles una escolta de honor desde las mesas, y durante un instante todas las bolas quedaron suspendidas sobre el tapete verde. Juan iba tras ellos, con la incómoda pero familiar sensación de ser el único que no estaba del todo en el secreto de aquel atardecer de finales de mayo, un estudiante de tercero de Medicina avergonzado por la precocidad de aquella pandilla de golfos que no habrían acabado todavía el bachiller ni siquiera en el caso de que no les hubieran echado ya de media docena de colegios. Su sabiduría de sótanos y descampados carecía sin embargo del poder suficiente para abrirles aquella puerta negra, donde un cartel escrito a mano, con un rotulador rojo de punta gruesa y una hache de menos, advertía que estaba prohibida la entrada a los menores de dieciocho años. Damián, que acababa de cumplir diecinueve y era todavía consciente de los treinta pares de ojos sincronizados en sus movimientos, la empujó con un gesto de arrogancia que le contagió otra edad, mientras en algún lugar impreciso, por encima de sus cabezas, empezaba a sonar la marcha nupcial. Eran las ocho y media de la tarde y Juan, que pisaba por primera vez aquellos billares y nunca había mirado la puerta negra con la suprema codicia de lo inalcanzable, sintió una punzada de tristeza instantánea y sucia, como un vergonzoso vestigio de desamparo infantil, al escuchar aquellos acordes dulzones, conocidos, mientras la sonrisa de lechuza de una mujer desconocida y seca, el pelo tirante, teñido de negro, y dos aros enormes en las orejas, celebraba su llegada a la más miserable instalación de los infiernos.

«Lo de Conchi», como lo llamaban ellos, era un tugurio largo y estrecho como un vagón de tren, un túnel de paredes abombadas que olían a humedad pese a las pretenciosas ambiciones de la decoración, confusa mezcolanza de motivos marineros y estampas inglesas de caza en marcos dorados que parecían de plástico hasta de lejos. El techo, abovedado, estaba recubierto en algunas zonas de hueveras de cartón pintadas también con purpurina dorada, una herencia del último responsable del local, que había fracasado en el intento de transformar aquel simple bar de billares en un sucedáneo de discoteca con una diminuta pista al fondo. Su sucesora había demostrado más imaginación y mejor tino al convertirlo en una especie de improvisado burdel de barrio, un establecimiento ilegal encubierto por la inofensiva fachada de los recreativos, cuyo arrendatario

era, además de su marido, su casero en aquel buen negocio que se mantenía

oficialmente al margen de los propietarios del edificio.

Nicanor le informó de todo esto en un susurro bronco y salpicado de risitas

mientras Damián hacía como que bailaba con aquella desnutrida ave rapaz sin

llegar a levantar los pies del suelo, y Juan, al cabo por fin de todos los secretos,

imaginó sin esfuerzo el extraordinario semillero de clientes que representaría

aquel salón repleto de chicos malos, obligados a fantasear durante años con lo

que pudiera ocurrir al otro lado de la puerta prohibida. Ése era también el pasado

próximo que su hermano intentaba alejar comportándose con la displicente

familiaridad de los clientes habituales, una calculada combinación de indiferencia

e interés que, en una versión menos airosa, menos mundana, respiraba también

en la media sonrisa de Nicanor Martos.

Éste no había estrenado aún su uniforme de policía pero ya seguía los pasos de

su amigo con una fidelidad perruna, atosigante y gratuita.

Juanito –Damián se acercó a él llevando abrazada por la cintura a aquella mujer–,

te voy a presentar a una amiga mía. Conchi, aquí tienes al pardillo de mi hermano

mayor.

Nicanor celebró con ruidosas carcajadas aquella presentación, ante la que el

propio Juan sonrió.

—Sí, sí… –Conchi avanzó hacia él y le toqueteó los bordes de la camisa, como si

quisiera arreglarle el cuello, y sus uñas larguísimas, curvadas, pintadas de

granate, imprimieron un sesgo inquietante, ajeno, al mismo ademán con el que su

madre le despedía todos los días en la puerta de casa–, llámalo como quieras

pero es bastante más guapo que tú, mira lo que te digo –y se volvió de golpe,

como si pretendiera atrapar a Damián, que sonreía–. Ya me figuro por qué no lo

has traído antes.

—¿A quién, a éste? –su hermano lo señaló con el dedo antes de dejar caer toda la

mano en un gesto de desprecio–. Pero si está todo el día estudiando, si es un

pardillo. Se ahoga en un vaso de agua, ya te lo he dicho.

—Muy bien –ella acarició la garganta de Juan con el filo de sus uñas, como

esbozando una despedida provisional–, será lo que tú quieras pero ahora, de

momento, se va a tomar otra copa. Yo le invito. Ya sabéis que los buenos chicos

son mi debilidad.

Era la segunda vez que una mujer le llamaba buen chico en el mismo día. Juan

Olmedo sintió la tentación de replicar para sí mismo que su debilidad, a cambio,

debían de ser las chicas malas, pero al seguir a Conchi con los ojos, mientras

volvía a ocupar su sitio al otro lado de la barra, la encontró demasiado vieja, y

demasiado parecida a las gárgolas de piedra de las catedrales góticas, como para

vincular sus palabras a las que Charo había pronunciado por teléfono para

arruinarle el postre de aquel día, y el del día siguiente, y el del otro, todos los

postres que le quedaban. Aquella conversación le seguía escociendo en el oído,

en la garganta, en la lengua, incapaz de desprenderse del gusto repentinamente

amargo de las fresas que se habían congelado en su paladar mientras mantenía el

auricular del teléfono pegado a su oreja durante unos segundos largos como años

enteros. Demasiado bueno. Media docena de sílabas que masticar con todos los dientes para no lograr jamás desmenuzarlas, someterlas, entenderlas del todo. Demasiado bueno. Nada ni nadie lo eran en este mundo, nada ni nadie, se repitió, nada era demasiado bueno, nadie, excepto él.

El segundo whisky no logró posar ningún sabor nuevo en su boca, pero le prometió un atontamiento más agradable que el bucle infinito de aquellas dos palabras que se perseguían sin descanso entre sus cejas. Por eso levantó al fin la vista de la barra, se dio la vuelta y se dedicó a estudiar el panorama. Sus ojos, habituados ya a la penumbra, distinguieron con mucho más detalle los rostros y los cuerpos, los cazadores y los perros, los nudos y las anclas de las paredes.

El bar era pequeño, pero no había mucha gente. A su izquierda, Nicanor movía la cabeza con una frecuencia rítmica, constante, como si no acabara de decidirse entre una jovencita muy delgada, con el pelo largo, rubio sucio, los ojos furiosamente subrayados con una raya negra y aspecto de yonqui, que estaba sentada sola en una mesa, y una mujer más mayor, de unos treinta años, pelo corto, aspecto saludable y aire experto, que fumaba de pie, apoyada en la pared. Juan habría elegido a la segunda, pero no tenía intenciones de disputársela a Nicanor, porque no le gustaba lo suficiente como para demostrarse a sí mismo que Charo estaba equivocada. Tampoco le gustaban mucho las dos chicas que había escogido su hermano para hacer el tonto en medio del bar, ni otra mujer con aspecto triste y la cabeza como una escarola, que hablaba con un hombre canoso en una mesa próxima. Entonces, Damián se cansó de bailar y volvió a la barra con sus dos acompañantes, liberando el hueco preciso para que Juan descubriera en el banco del fondo dos piernas estupendas, perfectas, infinitas, que se extendían entre una minifalda de charol rojo y unos zapatos negros de tacón muy alto. Cuando su mirada alcanzó la consistencia de una garantía, la propietaria de las piernas las descruzó, las estiró un momento, descargando todo su peso en la mínima superficie de los tacones, y las dobló antes de levantarse, como si quisiera ofrecer a su admirador un catálogo completo de sus posibilidades. Luego se puso en marcha, salvó el escalón que separaba la antigua pista del resto del local, y echó a andar hacia él muy despacio. Juan recorrió el resto de su cuerpo con los ojos para dictaminar que, en general, estaba a la altura de aquellas dos piernas prodigiosas. No era una mujer joven pero tampoco madura. Tenía la cintura ligera, las caderas muy acentuadas, y un torso delgado, de hombros estrechos, del que brotaban dos pechos redondos, embutidos en un body negro, calado, que les daba una apariencia confitada, golosa, casi comestible.

Cuando había recorrido la mitad del camino, la mujer con pelo de escarola levantó la mano para detenerla, como si quisiera comentarle algo, y ella se inclinó para escuchar mejor. En aquel escorzo, la promesa de su escote habría trastornado a cualquiera, pero Juan ya le había visto la cara, angulosa, cansada, de una belleza difícil, poco convencional. Llevaba el pelo teñido de caoba y tenía los ojos oscuros, ojerosos, la nariz grande y algo más, un detalle que no conseguía

capturar del todo, un incierto aire familiar que jugueteaba con él, escamoteándole

su origen.

No era posible que la conociera, y sin embargo Juan tenía la sensación de

conocerla, o de conocer a alguien que se le parecía mucho, hasta demasiado.

—Oye –le dijo a Nicanor, que seguía moviendo la cabeza con la misma frecuencia

que antes, repartiendo equitativamente sus miradas y sus dudas–, esa tía…

—¡Ah, sí! La Gogó. Se llama Carmen, pero la llaman así porque de joven bailaba

en una discoteca.

Está buenísima.

—Sí. –Ésa era la verdad, que estaba buenísima.

—Y además se lo monta de puta madre, te la recomiendo, en serio, es…

En ese instante, Juan supo con certeza quién era, y lo dijo en voz alta, como si

existiera alguna posibilidad de que estuviera equivocado.

—Es la mujer del cerrajero de la calle Ávila, la que hace duplicados de llaves, ¿no?

—Justo –confirmó Nicanor, asintiendo con la cabeza–. Esa misma.

La había visto muchas veces, con la misma cara de cansada, las mismas ojeras,

envuelta en una bata verde, grande y polvorienta de virutas de metal, manejando

la máquina, la mano derecha en la palanca que mantenía las llaves en su sitio, los

ojos pendientes de la sierra que iba limando el filo del duplicado. Había hablado

con ella muchas veces, una mujer corriente, con la cara lavada y el pelo recogido

en una coleta, que estaba casi siempre sola en la tienda, porque el cerrajero solía

andar por ahí, abriendo cerraduras o instalándolas a domicilio.

—¡Pero si trabaja con su marido! Estoy harto de verla, siempre le encargamos a

ella las llaves.

¿Qué está haciendo aquí?

Nicanor le miró como si no hubiera entendido la pregunta, y tardó unos segundos

en contestar.

—¡Pues qué va a hacer! Sacarse unas pelillas, como todas.

—Unas pelillas…

—Sí. Aquí todo es de andar por casa, no te vayas a creer que son profesionales,

la Conchi…

–se calló de golpe cuando Juan, que parecía alelado hacía sólo un momento,

mientras repetía sus palabras como si las hubiera escuchado en otro idioma, sacó

un billete de mil pesetas y lo puso encima de la barra–. ¿Pero qué haces?

—Me voy.

—¿Qué? –Nicanor curvó los labios en una sonrisa tímida, indecisa entre la

incredulidad y la burla–. Anda, chaval, vuelve aquí, que al final va a resultar que

tiene razón tu hermano…

Pero Juan se marchó, aunque no lo suficientemente deprisa como para escapar a

la voz de mujer que se sumó a la de Nicanor cuando empujaba la puerta del bar.

—¡Eh! –dijo aquella voz–.

¡Eh, chico! –Bueno, chaval, esto ya está, escuchó él–. ¿Adónde vas?

–Si no entra bien en la cerradura, le dices a tu madre que me la traiga otra vez y

le doy un repaso, porque este modelo es muy puñetero–. ¡Vuelve aquí! –No, no

me la pagues, ya se la cobro yo a tu madre cuando la vea… Al salir a la calle, se dio cuenta de que tenía las mejillas muy calientes. No necesitaba ningún espejo para comprobar que se había puesto colorado, como cuando era pequeño, pero ni siquiera esa fulminante reacción física le aclaró si sentía vergüenza de sí mismo, de sus nervios, de su huida, de la cerrajera que se había metido a puta en sus ratos libres, o de que existieran lugares como aquél en su propio barrio, a una estación de metro de su casa. Sólo sabía que se sentía incómodo dentro de su cuerpo, que los brazos y las piernas le pesaban como si no fueran suyas a pesar de que parecían haberse ahuecado de golpe, que el color de su cara no cedía al aire fresco del atardecer, y que nunca, nunca, debería haberse dejado convencer por Damián.

Echó a andar por Bravo Murillo para no ir a ninguna parte en concreto. Habría seguido andando hasta el final del último camino, pero se conocía bien, y sabía que antes o después volvería a su casa, pasaría por delante de la puerta de Charo, abriría la suya, se iría derecho a su cuarto, cogería los libros y se pondría a estudiar con la feroz determinación de siempre.

Eso era lo que sabía hacer, era su carácter, su naturaleza, lo mejor de sí mismo, lo peor, el castigo con el que se premiaba cuando estaba a solas, el premio por el que le castigaban los demás, la roca dura y transparente de un destino adverso, apasionadamente escogido, que la sentencia de una princesa de barrio había triturado hasta convertirlo en un montón de polvo.

—Mira, Juan –le había dicho, y él había intuido que aquella advertencia no era más que el prólogo de lo peor–, es que yo… Mira, yo creo que lo mejor es que lo dejemos, ¿sabes?, porque… No es que no me gustes, eso no, sí que me gustas, eres guapo, eres simpático y todo eso, pero te tiras todo el día estudiando, metido en casa, casi no te veo, y luego… No sé. No te gusta ir a guateques, ni a discotecas, ni a la bolera y… Total, que la verdad es que yo necesito otra cosa, otra vidilla, yo qué sé, yo… A mí me gusta ir al cine, sí, me gusta, y me gusta charlar, y eso, pero la verdad es que prefiero bailar, ir de marcha, salir en pandilla. Y mis amigos tampoco te caen bien. Siempre dices que son unos chulos y unos críos, y bueno… A lo mejor lo serán, pero son mis amigos, ¿sabes? Y…, y… Vale, pues que sí, que si estamos saliendo, es normal que…, ¡uf!, pues que nos besemos, y que nos peguemos la paliza, y eso, pero es que pasamos las tardes enteras en los sótanos de los bares, pues tampoco… No es que me aburra, no, porque eso también me gusta, pero… No sé, es que no lo sé explicar, pero yo necesito otra cosa, ya te lo he dicho. Yo creo que eres demasiado bueno para mí, Juan, eso es lo que pasa, y no es que yo sea mala, pero me gustan… otros tíos, tíos con más cosas en la cabeza que aprobar en junio. Gente que sepa divertirse. Y no es que tú no sepas, es que a ti ni siquiera te interesa divertirte, Juan, ésa es la verdad.

Eso le había dicho, y si Damián lo hubiera escuchado, le habría dado la razón y hasta la habría aplaudido al final. Eso le había dicho y él ni siquiera había sabido defenderse, porque lo único que se le venía a la cabeza era la frase de siempre, es que si no apruebo en junio con buenas notas puedo perder la beca… Charo ya

lo sabía, se lo había oído un montón de veces, pero le daba igual, no le importaba, como no le importaba a su padre, que seguía obligándole a ir a la panadería a hacer turnos de fin de semana en plenos exámenes, como no le importaba a su hermano, que cuando llegaba a casa ponía la música a lo que daban los altavoces y le decía que, si no le gustaba, que se fuera a otro cuarto a estudiar, como ni siquiera, en el fondo, parecía importarle a su madre, que le decía a todo el mundo que estaba muy orgullosa de él pero no hacía nada para ponerle las cosas más fáciles. Y aquella noche, cuando llegó a Cuatro Caminos, y vio en su reloj que eran las nueve y media, y siguió andando, sintió la tentación de pensar que tal vez fueran ellos quienes tenían razón, porque siempre había sido así, siempre, desde el principio.

El principio era Villaverde Alto, un piso muy pequeño, al lado de un parque, a más de una hora de camino, en camioneta primero, en metro después, de la panadería de la calle Hermosilla que había atraído a sus padres a Madrid unos pocos meses antes de que él naciera. La tía Remedios, una anciana gorda, torpe y malencarada a la que Juan apenas recordaba con el índice levantado, advirtiéndole que le cortaría una mano si le veía coger un solo chicle sin pagarlo, había reclamado a su sobrino más joven para que la ayudara con la tienda al quedarse viuda, y él, que acababa de casarse y no tenía más futuro que trabajar en el campo por cuenta ajena, ni siquiera se lo pensó.

Así fueron a parar a Villaverde Alto, y ante la perspectiva de heredar el negocio en pocos años, ni siquiera la agotadora rutina de los madrugones, los interminables viajes de ida y vuelta y la obligación de trabajar en domingo, lograron desanimarles. Cuando Damián cumplió un año, su padre empezó a quedarse en casa los lunes, y era su madre quien hacía todo el trabajo mientras la vieja daba órdenes desde su silla, detrás del mostrador, pero Juan no se acordaba de eso. Recordaba perfectamente, en cambio, el entierro de la tía, porque llovía a mares, y el cementerio estaba hecho un barrizal, y su madre, embarazada de pocos meses, tenía muy mala cara y se llevaba la mano a la boca a cada rato, y Damián, de la mano de su padre, lloraba sin parar, y él tenía en brazos a su hermana Paquita, que acababa de aprender a andar y no quería estarse quieta, y los enterradores maldecían en voz baja porque la suela de sus botas de goma resbalaba sobre la tierra mojada, y mamá por fin se alejó unos pasos y vomitó agarrada a un árbol, y todo era triste y sucio y húmedo, y sin embargo estaba contento, porque ahora la panadería era de papá, y antes de salir de casa le habían explicado que tenía que estar contento pero que no se le podía notar. Aquella lluviosa mañana de entierro, Juan había cumplido ya cinco años y Damián estaba a punto de cumplir cuatro. Unos meses después, cuando nació Trini, se hicieron una foto para pedir el carnet de familia numerosa, y su madre pidió una ampliación que colocó encima del mueble del recibidor.

Ella aparecía en primer plano, con el bebé envuelto en una toquilla que colgaba sobre su falda. A su izquierda se sentó Damián, muy serio, con pantalones cortos y las manos encima de los muslos. El padre se colocó detrás, de pie, con una mano sobre la cabeza de su hijo y la otra en el hombro de su mujer. A la derecha,

junto al banco y también de pie, Juan miró a la cámara muy sonriente, con una risueña y rubísima Paquita entre sus brazos. Tres años más tarde nació Alfonso, y hubo que hacer una fotografía nueva, que también fue ampliada y colocada junto a la otra en el mueble del recibidor. Las diferencias fueron mínimas.

Damián volvió a estar sentado en el banco, entre mamá, siempre con el bebé en el regazo, y Paquita, más seria esta vez, y con el pelo más oscuro. Papá volvió a ponerse detrás, de pie, y de nuevo entre su hijo y su mujer, y Juan se colocó aquella vez a su lado, sin ganas de reír, quizás porque Trini, en sus brazos, estaba llorando. En aquella época, Damián tenía ya siete años, pero nunca, ni entonces ni después, apareció en una foto con ninguno de sus hermanos pequeños en brazos.

Tampoco les acompañó nunca al hospital. Era Juan quien iba con su madre y con Alfonso al Clínico, donde un equipo de especialistas estudiaba la evolución del bebé cada quince días para establecer un diagnóstico definitivo. Él siempre recordaría con horror aquellos viajes, que empezaban con una tensa expectación salpicada de sonrisas y presagios engañosos –esta vez sí, Juanito, ya verás, te digo yo que sí, porque me sigue el dedo con los ojos, estoy segura, ¿tú no lo has visto?, ¿no?, será que no te has dado cuenta pero él ya fija la vista, claro que sí, no lo voy a saber yo, que lo he parido– y terminaban en un llanto aturdido y rabioso, su madre apretando al niño contra su pecho con las dos manos y besándolo sin parar en la cabeza, y Juan forzando el paso para no perderla, agarrado a su abrigo, sospechando sin querer que ella ni siquiera se daría cuenta de que le había dejado atrás si la multitud llegara a separarlos en la escalera del metro.

Entretanto, se quedaba fuera, esperando a solas en una sala decorada con fotos de bebés rubios, gordos y sanos, y allí fue donde, una tarde cualquiera, decidió que sería médico, pero que nunca se ocuparía de curar a niños enfermos. La noticia de que el retraso de Alfonso era irreversible afirmó su decisión. A los nueve años, Juan Olmedo se sintió obligado a querer a su hermano pequeño con la culpa imaginaria de su propia inteligencia, y a compensar a sus padres por la calamidad de ese hijo perpetuamente indefenso. Desde entonces, había sido al mismo tiempo el más listo y el más tonto de su casa. —¡Eh, tú, Juanito, ven aquí!

–la voz de Damián le reclamaba a gritos desde el cuarto de estar, desde la calle, desde el patio del colegio–. ¿A que tú no sabes hacer esto? Y entonces encajaba la última pieza en una complicada estructura de palillos que al rato saltaba por los aires ella sola, como por magia, o pintaba cuatro números que, al darle la vuelta al papel, resultaban un hombre barbudo, o se lanzaba a proponer una larguísima serie de operaciones de cálculo para adivinar siempre el resultado al final, o encendía una cerilla en la suela de su bota, o imitaba el sonido de un banjo haciendo cosas raras con la boca, y Juan negaba con la cabeza y una sonrisa de admiración, antes de responder lo evidente. —No, no sé hacerlo.

—¡Claro que no! –se revolvía su hermano, muerto de risa–. ¡Qué vas a saber tú! Juan admiró a Damián lealmente, y de corazón, mientras tuvo cosas que aprender de él. Todos le admiraban, sus padres, sus hermanas pequeñas, sus compañeros de colegio, los niños de la calle. Dami era flexible como un acróbata, sorprendente como un mago, rápido como un atleta, astuto como un adulto, colega como el mejor, imprevisible como sus trucos, desternillante como sus chistes, divertido como sus mejores ideas para hacer pasar en un suspiro cualquier lluviosa tarde de domingo. Un chollo de hermano, pensaba Juan, que durante toda su infancia le quiso sin celos ni complejos, y sin sentir tampoco la necesidad de parecerse a él.

Los dos formaban un tándem, un equipo, una pareja descompensada pero eficaz, como si una columna salomónica dorada y reluciente, ondulante e hipnótica, excesiva, seductora, desbordada de volutas y de pámpanos, fuera incapaz de sostener una viga sin la ayuda de un contrafuerte de piedra, sólido, macizo, sencillo pero poderoso en su simplicidad. Así, después de la última visita al hospital, cuando un papel blanco escrito a máquina trajo de la mano una tristeza pequeña e infinita, capaz de derramarse lentamente, gota a gota, hasta infiltrar los muebles y las paredes, los ojos y la piel, con el agua sucia de la desesperanza, ellos dos se convirtieron en la columna vertebral de una familia encadenada a su propia desgracia.

En los buenos momentos, Dami catalizaba la alegría general hasta lograr que estallara en un tumulto de risas y besos que parecía capaz de colorear el aire, y en los malos, sólo él lograba deshacer las tensiones, corregir la tristeza, aplastar el desánimo con una broma o un chiste que inauguraba una secuencia de sonrisas consecutivas a lo largo de la mesa del comedor para disipar en un instante cualquier pesadumbre. Pero los buenos momentos no habrían sido tantos si Juan no hubiera estado siempre dispuesto a anticiparse a los malos, a quitar a los pequeños de en medio un instante antes de que su madre estallara en gritos, a despeñarse por las escaleras en busca de cervezas frías cuando veía a su padre maldecir ante la nevera abierta, a llevarse a las niñas al parque o al cine cada vez que Alfonso caía enfermo, a pasarse la noche entera repasando un libro con Damián, si éste le confesaba a tiempo que no se había mirado siquiera los capítulos que entraban en el examen de la mañana siguiente. Durante muchos años, Juan había sido el primogénito indiscutible, el único a quien podían confiarse tareas que implicaran responsabilidad, el guardián de los pequeños, el tonto de puro bueno y el más inteligente casi siempre, mientras Damián era el gran simpático, el admirable, el incorregible al que no se podía regañar sin cubrirlo de besos, el malo de puro listo y el más inteligente algunas veces. Entonces todo estaba en orden, los dos se querían, se necesitaban, se equiparaban en lo que sabían y en lo que ignoraban. Damián enseñó a Juan a fumar, y a masturbarse. Le pedía dinero prestado y le prestaba a cambio revistas con mujeres desnudas. Juan enseñaba a Damián cómo se resolvían los polinomios y los problemas de física. Le tapaba cuando llegaba tarde y le pasaba novelas marcadas, con fragmentos que resultaban más excitantes que las fotos de sus

revistas ilustradas. Hasta que los dos decidieron que ya lo sabían todo, y sus caminos se bifurcaron ante la estampa de un camión de mudanzas, el día bendito y maldito a la vez en que sus padres cerraron aquel piso alquilado de Villaverde Alto para mudarse a la que, después de pagar veinte años de cuotas mensuales, acabaría siendo su primera casa propia, el tercero exterior, amplio y soleado, de un edificio antiguo pero no demasiado viejo, desde cuyas ventanas se veía, por un lado, la Dehesa de la Villa, y por el otro, las últimas casas de Francos Rodríguez, la calle más ancha del barrio de Estrecho.

Su padre, eufórico por el traslado que le iba a permitir ir a trabajar en metro –seis tristes estaciones con un trasbordo en Bilbao, o sea, nada, como quien dice–, les había pedido, en el desayuno y por favor, que no le pusieran de mala leche. Por eso Juan no abrió la boca, y trabajó sin descanso toda la mañana, llenando, precintando y bajando por las escaleras cajas de cartón después de identificar su contenido en la tapa. Para él, aquella mudanza era un desastre. Estaba a una semana escasa de que empezara el curso y le acababan de denegar el traslado de su beca porque no había plazas libres de COU con las optativas que él había elegido en ningún instituto de su nuevo barrio. Eso significaba que ahora sería él quien tendría que ir a Villaverde todos los días, y pasarse el día entero fuera de casa para poder cumplir con un horario demencial. En aquella zona obrera del extrarradio no abundaban los estudiantes preuniversitarios. Muchos de sus compañeros se habían descolgado al acabar el bachiller elemental para pasarse a Formación Profesional o empezar directamente a trabajar como aprendices de algún oficio, y entre los que habían llegado a terminar el superior, se habían matriculado en COU menos de la mitad. De ellos, sólo dos compartían la aspiración de Juan a ingresar en la facultad más exigente de Madrid, la que todos los años rechazaba a un mayor número de alumnos. Por eso les había tocado hacer comunes de Ciencias en un grupo de mañana y volver a las aulas a media tarde, para dar las optativas en el último turno, un sacrificio que ni siquiera habría sido tal en el caso de que los Olmedo hubieran seguido viviendo en Villaverde un año más, sólo un año más, pero que ahora le iba a obligar a vivir en la biblioteca del instituto y a comer todos los días un bocadillo en un banco del patio para volver a casa después de las once de la noche.

No se había atrevido a protestar, a sugerir siquiera que la mudanza pudiera aplazarse en función de sus intereses, pero la indiferencia con la que todos, demasiado entusiasmados con el cambio de casa como para prestar atención a ningún otro asunto, acogieron la noticia de sus nuevas dificultades, le mantenía sumido en un doliente estupor, entreverado de incontrolables arrebatos de orgullo. Ése fue el motor que sostuvo en secreto su frenética actividad de aquella mañana, en la que trabajó más, mejor y a mayor velocidad que nadie, para acabar siendo el único que comprendió, ante el hueco inmenso del camión vacío, que su esfuerzo no iba a servir de nada.

—Dejad las cajas de la cocina para el final –advirtió su madre cuando el transportista preguntó por dónde querían empezar–. Así puedo ir yo ordenándolo todo mientras vosotros montáis los muebles.

Juan miró a su alrededor y vio un montón de cajas sin identificar apiladas en la

acera, y a su lado a Damián, que canturreaba, imitando a Raphael con tanta

gracia que hasta los mozos de la mudanza se habían quedado mirándole,

embobados.

—¿Quién ha embalado la cocina?

–preguntó Juan, aunque llevaba toda la mañana oyendo cantar desde allí, y su

hermano, sin soltar el imaginario micrófono que sostenía con la mano derecha,

levantó la izquierda a modo de respuesta–.

¿Y qué cajas son?

Damián se dio la vuelta con las manos extendidas, dispuesto a contestar de nuevo

sin suspender su actuación, y se calló de golpe, dejando caer los brazos antes de

girar sobre sus talones para enfrentarse a su hermano, que caminaba hacia él con

un rotulador en la mano.

—¡Coño! –admitió, y su madre le reprendió en un susurro, no hables mal, Dami,

mientras le limpiaba los mocos a Alfonso–. Pues el caso… Yo las he ido poniendo

aquí, ¿ves?, pero, claro, como luego me he ido al cuarto de las niñas, y papá me

ha ido pasando las del cuarto de estar…

—Total, que ni puta idea –no hables mal, Juanito, murmuró de nuevo su madre,

sin presentir la escena que se desencadenaba a toda prisa–. Pues podías haber

cogido un rotulador y haber escrito encima co–ci–na.

—Pues sí, podía… –Damián se encrespó, dispuesto a defenderse–, pero no me lo

ha dicho nadie, mira por dónde.

—Porque esas cosas no hace falta decirlas, gilipollas –y su madre, asustada, ya no

le regañó–, porque es de cajón, joder. Es que esto sólo se le ocurre a un

descerebrado como tú, tío, es que hay que joderse, si es como sumar dos y dos,

imbécil…

—Mira, aquí el único imbécil que hay… –Damián avanzó hacia él, espoleado por

los gestos del transportista, que llevaba un rato dándole la razón a Juan con la

cabeza, pero su padre se interpuso en su camino cuando estaban a punto de

empezar a pegarse.

—Estate quieto, Dami, porque tiene razón tu hermano, y a lo mejor él no te lo ha

dicho, pero yo sí. Y tú escúchame también –entonces, sin dejar suelto al segundo,

se volvió hacia su hijo mayor–.

Estoy empezando a estar hasta los cojones de tu torito, ¿me oyes? Lo que tengas

que decir, lo dices sin arrugar la nariz, que aquí nadie huele a mierda. Yo no pude

estudiar, ni he ido a la universidad, y os he sacado a todos adelante, ¿entendido?

—Ya se nota.

Aquellas palabras salieron de su boca sin permiso, como si una potencia perversa

de su pensamiento las hubiera deslizado entre sus labios a traición, y el mundo se

encogió, enfermando de miedo entre sus sílabas. Juan vio cómo se volvía su

padre, cómo giraba inmediatamente sobre sus talones y cómo avanzaba hacia él

en dos zancadas histéricas, furiosas, descomunales, él lo vio, tuvo que verlo, pero

siempre recordaría aquella escena a cámara lenta, los hombros de su madre

contraídos, la cabeza inclinada hacia un lado, la boca arrugada en un gesto de

temor, una expresión de niña asustada por los truenos que se escuchan cada vez más cerca, y el asombro de Damián, sus labios separándose lentamente, su mirada empañada por la sorpresa enfocándole muy, muy despacio, y los ojos de Paquita, abiertos de par en par, congelados en una imagen antigua, inmóvil. Todo debió de suceder deprisa, en un instante, pero él nunca podría recordarlo así, y un eco hondo y tembloroso, la huella de un sonido enterrado, remoto, opaco por el tiempo y la distancia, envolverían siempre en su memoria aquella incrédula pregunta de su padre y la insensata rotundidad de su respuesta. —¿Qué has dicho?

—Que ya sé nota que no has estudiado.

La bofetada desarrolló un sonido propio al atravesar el aire, ¡fummm!, antes de estrellarse contra su mejilla izquierda. El golpe le hizo tambalearse, vacilar sobre sus pies como si estuviera borracho, y mientras la realidad recobraba de golpe su velocidad y su color, su solidez y sus contornos, los cuatro dedos de la mano derecha de su padre imprimieron una huella infamante y aún pálida sobre su rostro. Pero lo peor fue el dolor de dentro, las dos lágrimas primerizas, urgentes, que no logró retener, y la soledad que le envolvió a traición, de golpe, en aquel tramo de acera lleno de gente de su propia familia, un bosque de ojos ausentes, una confusión de miradas ansiosas persiguiendo una dirección cualquiera por la que escapar de él.

—Una buena hostia, sí señor –Damián fue el único que se atrevió a acercarse, para afirmar su triunfo en un murmullo mientras le daba una palmada en la espalda–, un pedazo de hostia… Pero ésta te la has ganado, macho, te la has ganado.

Luego, él también se fue. Juan todavía se quedó quieto unos minutos, las piernas juntas, los brazos caídos, la mejilla tumefacta y una imprecisa quemazón en el oído, en la mandíbula, en la garganta, en la mitad izquierda de su cuerpo. Intentaba comprender, comprenderse, averiguar qué le había impulsado a decir aquella estupidez, a lanzar un desafío tan brutal con labios tan serenos, a buscarse aquella bofetada y semejante baño de vergüenza. Había sido tonto, había sido injusto, había sido cruel, había sido infiel a lo que verdaderamente pensaba, a lo que creía, a lo que sentía, y ni siquiera sabía bien por qué. Su padre no debería haber aprovechado la ocasión de regañar a Damián para meterse también con él, no debería haberlo hecho porque él no se lo merecía, porque no había hecho otra cosa que trabajar como una máquina durante toda la mañana, sin escaquearse, sin protestar, sin despegar los labios siquiera. Le sacaba de quicio esa manía igualitaria de su padre, que siempre les echaba las broncas a pares, esa peculiar manera de entender la justicia que le convertía en el más caprichoso y arbitrario de los jueces. Pero esa explicación se le quedaba corta, porque no era la primera vez que sucedía, y porque sabía tan bien como Damián que los castigos comunes, por el hecho de ser comunes, eran más efímeros, más llevaderos que los individuales. Su padre tenía un mal pronto, pero peor memoria. Si se le aguantaba el primer tirón, la concordia volvía de puntillas a los diez minutos y allí, al rato, nunca había pasado nada.

El día de la mudanza pasó algo, aunque Juan Olmedo no acabó entonces de descubrir qué había pasado exactamente. Cuatro años después, mientras la noche se cerraba entre Quevedo y Bilbao, había aprendido ya que el epílogo de su constante, ferviente admiración por Damián fue aquel incontrolado acceso de soberbia, aquella rabiosa reclamación de sus propios méritos, condenados a palidecer eternamente entre el micrófono de Raphael y el último chiste sobre el entierro de Franco. No estuvo orgulloso de sí mismo entonces y seguía avergonzándose al recordarlo ahora, y sin embargo, aunque nunca debería haber arremetido contra su padre, aunque hubiera medido mal, aunque le hubiera salido todo mal, desde aquel día contaba con un apoyo íntimo, incondicional, del que había carecido antes, la certeza de saber que estaba haciendo lo que tenía que hacer, la conciencia de su voluntad, de su capacidad para escoger su propia vida, que le liberaría para siempre de la tentación de dolerse de su suerte, de achacar sus males al destino o a la deslumbrante sombra de Damián. Desde entonces, había aprendido a prescindir del apoyo de los demás. Desde entonces también, estaba solo.

—No te preocupes por lo del viejo –le dijo su hermano aquella noche, cuando se desplomaron, agotados, sobre sus camas nuevas, rodeadas de pilas de cajas sin abrir–. Ya se le ha pasado. —Ya lo sé –contestó Juan.

Un par de horas antes, había ayudado a su padre a subir el armario de su dormitorio, el último mueble que aún estaba desarmado y apilado por piezas contra la fachada. La puerta de la izquierda había entrado bien en el ascensor, pero al intentar meter la de la derecha, la luna se había rajado entera, de arriba abajo, sin llegar a romperse. Aquél fue el único percance grave del día, y el rostro de su padre, cansado y sudoroso, reflejó de pronto una expresión de derrota tal, que Juan empezó a hablar sin haberlo previsto, perdóname, papá, por lo de antes, la verdad es que soy un imbécil, no debería haberte dicho eso porque no lo pienso, lo siento mucho, en serio, no sé lo que me ha pasado… Más lo siento yo, hijo, más lo siento yo, le había contestado su padre, y entre los dos acabaron de subir el armario sin volver a hablar del asunto.

—Ahora con quien está cabreado es conmigo –le reveló Damián cuando los ojos ya se le cerraban solos–. Le he dicho que quiero dejar de estudiar, y me ha dicho que ni hablar, que acabe el BUP y que luego hablaremos… Al llegar por fin a Bilbao, donde pensaba dar la vuelta, Juan acusó en las piernas el cansancio de la caminata, y rebuscó sin mucha convicción en sus bolsillos ante la consoladora estampa de una boca de metro. Pero no encontró nada, o casi nada, dos duros, un calendario de propaganda del bar de Mingo y una entrada de cine arrugada. El billete de mil pesetas que había arrojado sobre la barra de Conchi con una improvisada arrogancia de cowboy de película italiana era todo lo que tenía.

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