Bueno, ¿quieres una o no? No, claro que no, hoy no, hoy vas de Madre Teresa, ya lo he visto, nada más entrar lo he visto, se te nota en la cara, a ti… Seguro que no tenías esa cara cuando le ibas a llorar a mi mujer, ¿no?, cuando la llamabas, y la babeabas, y la pringabas de mocos a ver si se ablandaba, y le dabas pena, y aunque fuera por eso te la podías tirar otra vez… Nunca se lo contó a nadie, nunca, ni siquiera cuando pasó por fin lo que antes o después tenía que pasar. Veinte años más tarde, cuando volvió a verlo en la plaza de Princesa, todavía seguía siendo fiel a aquella promesa que había forjado una amistad extraña y silenciosa, difícil de definir, exclusiva, y sobre todo inquebrantable. Ninguno de los dos volvió a hablar de gimnasios después de aquella noche, pero a partir de entonces pasaron mucho tiempo juntos, solos, callados, paseando o sentados en algún lugar donde ningún conocido pudiera verles, una valla, un banco, un bar de cualquier barrio que no fuera Villaverde. El Canario solía tener la cara magullada y la mirada perdida.

Tiraba piedras contra el horizonte y no se reía cuando le acertaba a un cartel, a una pared, a una papelera. ¿Sabes lo que me gustaría hacer, Juanito?, decía a veces, poner una bomba, una bomba inmensa, la superbomba del copón, y encenderla, y salir corriendo, y taparme los oídos, y oírla explotar de todas formas, ¡bumm! Y a tomar por culo todo, pero todo, todo… Juan asentía con la

cabeza y esperaba a que se le pasara. Luego, su amigo le daba un golpe blando en el hombro, vamos, y volvía a ser el de siempre. Seguía siéndolo pero mayor, más maduro, con el pelo corto y mejor vestido, cuando el doctor Olmedo lo vio salir del cine con un chico muy joven, guapo, alto, moreno, con un aire general de timidez que se deshacía al borde de sus ojos, oscuros y directos, arrebatados incluso por un punto de ferocidad. Él había insistido en invitar a Charo a cenar en el Vips antes de llevarla a su casa, porque aquella noche la había encontrado particularmente ansiosa y le gustaba mantenerla en ese estado. Estaba pendiente de su cuñada, de sus gestos, de sus miradas, de su ansiedad, y sin embargo, le reconoció sin vacilar cuando sus miradas se cruzaron por azar en el tumulto callejero de una noche de primavera. ¡Canario! Él le devolvió una mirada cargada de extrañeza, como si ya no estuviera muy seguro de tener motivos para responder por ese nombre, pero su cara se iluminó en el mismo instante en que echó a andar hacia Juan, con los brazos abiertos. ¡Olmedo! Se abrazaron fuerte, dándose palmadas en la espalda y riendo sin saber por qué. ¡Joder, Juanito, si estás hecho un señor! ¿Qué pasa, Canario, qué haces? Cuánto tiempo, ¿no? Sí, cuánto tiempo…

¿Canario? El chico se había acercado a ellos, les miraba con curiosidad, parecía molesto por no atraer su atención y preguntó de nuevo, como un recurso para lograrlo. ¿Cómo le has llamado? Ya nadie me llama así, ¿sabes?, aclaró el Canario enseguida, ahora soy Amador para todo el mundo. Ya no hace falta tener cojones, ¿eh?, dijo Juan, y él se rió, le cogió por el hombro, empezó a andar con él desentendiéndose de su acompañante, de la acompañante de su amigo, si es por eso, a ti siempre te han sobrado cojones, Juanito, otra cosa no, pero cojones has tenido siempre de sobra, tú… Entraron a tomar una copa en el primer bar que encontraron, ignorando las miradas disuasorias que sus respectivas parejas les dirigieron en vano, y se contaron su vida mutuamente, mientras el chico bostezaba y Charo alternaba escenas de aburrimiento con instantáneos arrebatos de pasión, en los que se pegaba a su cuñado y le decía a la oreja que se marcharan ya, que no aguantaba más.

Pero ninguno de los dos les hizo caso. Se tomaron esa copa y otra más, y así se enteró Juan de que el Canario había hecho la mili con los paracas, y se había reenganchado para acabar convirtiéndose en mecánico, y ahora tenía un taller de coches en el mismo Villaverde, muy cerca de donde los Olmedo vivían antes. Pero no te he visto nunca, ya no vas por allí ¿no? No, qué va, nos mudamos a Estrecho justo antes de que tú te marcharas, ¿no te acuerdas? Claro, y ahora eres médico, pero de verdad…

¡Joder, Juanito ya sabía yo que tú llegarías lejos! Entonces le hizo una seña con la cabeza, justo cuando Charo decidía volver a ir al baño por tercera o cuarta vez. No, no es mi mujer…, confesó Juan, y sonrió, antes de inclinar la cabeza para hacer una confidencia con el acento y la expresión de un conspirador, en realidad es la mujer de mi hermano Damián.

¡Joder, la hostia!, el Canario se reía, ¡si siempre lo he dicho, siempre lo he sabido, que eras la hostia, tú! Cómo me alegro de verte, cómo me alegro, Juanito, tío…

Juan también se alegraba de verlo, y de verlo tan bien, y se lo dijo. El Canario le sacaba algunos años, así que ya debía de estar al borde de los cuarenta, pero tenía un aspecto estupendo, la cara tersa, uniforme, y los ojos limpios, sin rastro de aquella tensa tristeza de antes. Al despedirse se cambiaron los teléfonos, aunque seguramente los dos sabían que no iban a llamarse nunca. Cuídate, Juan, el Canario le besó en las dos mejillas, él le devolvió los besos, se abrazaron otra vez, mantuvieron el abrazo mucho tiempo, ya nos veremos… Se parece a ti, ¿sabes?, le dijo Charo cuando tomaron por fin el camino de su casa. ¿Quién, el Canario? Juan la miró, asombrado. No, él no, el otro… Se parece mucho a ti cuando yo te conocí. ¿En serio? Ella asintió con la cabeza, él sonrió. ¿Le quieres mucho, no?, Juan asintió con la cabeza, porque era verdad que le quería mucho, pues no me habías contado nada… Al detectar una sombra de sospecha en su voz, la miró con más atención, interpretó sus dudas sin esfuerzo y se echó a reír. No me he acostado nunca con él, si es eso lo que estás pensando. Pues entonces no sé qué es lo que puedes tener con ese maricón… No es un maricón. Es un tío de puta madre. Siempre lo ha sido y siempre lo será, hasta que se muera. Por eso le quiero.

Un tío de puta madre maricón, insistió ella, muy maricón, ¿o no? Déjalo, Charo, anda…, replicó Juan, déjalo, o paro un taxi y te vas a tu casa ahora mismo. Ella se dio cuenta de que estaba furioso y no insistió hasta mucho después, cuando su ansiedad se había disuelto ya en una calma plácida. ¿No me lo vas a contar? ¿Qué? Lo del Canario… Juan la acariciaba, no, no te lo voy a contar, ¿por qué?, porque no lo entenderías, y siguió acariciándola mientras se preguntaba cómo podía estar tan enamorado de una mujer con la que no podía compartir una historia como aquélla, y no encontró ninguna respuesta para esa pregunta. Su memoria hacía trampas, le mentía, le engañaba, cooperaba con la blancura elástica del alcohol para fabricar con sus propios ladrillos los muros y los huecos de una lucidez parcial, falsa, selectiva.

Mientras Damián se inclinaba sobre la mesita del descansillo, Juan Olmedo repitió para sí mismo que la raya era lo de menos. Lo de más era la debilidad de Damián, esa manía suya de hablar sin parar, de cruzarse con él, de sobrar en un mundo que sería mucho mejor si nunca hubiera vivido allí. Lo de más era Damián, y siempre había sido Damián, y entonces seguía siendo Damián, mientras hablaba de una mujer a quien Juan no conocía y que sin embargo tenía que ser la Charo verdadera, la auténtica, la que era de Damián y no era suya. Desde la última noche que habían pasado juntos, Juan Olmedo, que nunca había querido pensar en su hermano mientras se acostaba con su mujer, se había preguntado muchas veces qué habría sentido Damián al escuchar la confesión de Charo, qué habría pensado de él, cómo le habría afectado. Y sin embargo estaba seguro de que aquella escena nunca había llegado a representarse, de que Charo no le había contado nunca nada a su marido, de que le había mentido. Damián nunca había dado señales de estar enterado, ni cuando Charo estaba viva ni después de aquella espantosa mañana de abril, nunca hasta aquella noche, cuando mencionó el tema casi de pasada, sin emoción, con desprecio. Juan

Olmedo había bebido mucho, demasiado. Aquellas palabras, cuando la babeabas, a ver si le dabas pena, por si te la podías tirar otra vez, le taladraban los oídos para fermentar en el centro de su cabeza y emborracharle aún más, peor, por dentro. Cuando su hermano se levantó de la mesita, esnifando todavía, ya había empezado a temblar. No tenía frío, no sentía náuseas, ningún síntoma físico que pudiera explicar aquel fenómeno, pero temblaba. Le temblaban los labios, le temblaban las manos, le temblaba la voz, en el silencio su voz temblaba. No se le ocurrió preguntarse por qué, diagnosticarse a sí mismo, en aquel instante no. Aquella mujer era su vida, había sido su vida, antes y después, entonces y ahora, en el centro y en los márgenes, para lo malo y para lo peor, siempre, para siempre. El mundo sería un lugar mucho mejor si Damián no viviera en él. Siempre, para siempre.

Juan Olmedo había bebido mucho, demasiado. Nunca tanta ira como en aquel momento, cuando todo tembló en él, en el silencio negro y angustioso que era él, en la espina más profunda del corazón del fracaso que era él, en el terror abisal de la memoria traidora que era él, en el cansancio del corredor corriendo hacia ninguna meta que era él, en el gris absoluto del cielo y de la tierra que era él, en la implacable amargura del paladar amargo y saturado que era él, en el hueco del hueco del hueco que era él, nada ya, nadie, para nadie, pero Juan Olmedo Sánchez todavía. Nunca había visto el verdadero rostro de la ira y no volvería a verlo nunca más, pero en aquel momento era el suyo, y podía tocarlo, acariciarlo, localizarlo con certeza en las temblorosas pupilas de sus ojos. Le temblaban los labios, le temblaban las manos, le temblaba la voz, en el silencio de la ira su voz temblaba. Y sin embargo, él no empujó a su hermano. ¿Qué te crees, que no lo sé? Siempre lo he sabido, siempre. Ella me lo contó, las veces que le lloraste, lo pesado que te pusiste, cómo aprovechaste el momento, hijo de puta, cuando ella te dijo que yo tenía un rollo con una de mis dependientas, cómo la convenciste… Hay que ser hijo de puta, joder, hay que ser lo que tú eres. Que no paraste hasta que te la tiraste, eso me contó, y que estuviste todo el tiempo intentando que te comparara conmigo, que te contara cómo me la hacía yo, que te dijera que tú follabas mejor, que tenías la polla más grande…

¡Serás imbécil, coño, tonto del culo es lo que eres! Si me dio hasta pena, joder, pena de ti, porque ésa es la verdad, Juanito, que das pena, tío, y más que Alfonso, porque él, total, no tiene remedio, pero tú, tanto estudiar, tanto estudiar y tanto ser tan bueno, y ya ves, para qué… Para nada. Por eso nunca te he hecho reproches, y por eso no puedo guardarte rencor, porque me das pena, tío… ¿Qué, te ha gustado? Pues ahora ya lo sabes. Y quítate de ahí, por favor. ¿Te quieres quitar de en medio? ¡Quítate de la escalera, hostia! ¿Qué te creías, que no lo sabía? Siempre lo he sabido, siempre he… Cuando pasó lo que tenía que pasar, los Olmedo ya se habían mudado a Estrecho. Juan era el único que seguía yendo a Villaverde Alto todos los días lectivos, pero a él no se lo contó nadie. A Damián sí. Su amigo Pirri llamó por teléfono un sábado por la tarde y le tuvo entretenido casi media hora. No se olvidó de ningún detalle. Cuando su hermano colgó el teléfono, se fue derecho a buscarle. ¡Han pillado al Canario con una polla en la

boca, tío! Él cerró los ojos y no hizo ningún comentario, ninguna pregunta, pero Damián se lo contó de todas formas. Había sido en un descampado, le dijo, cerca de los cuarteles, el otro era muy pequeño, menor de edad, casi un niño, había sido una violación, como quien dice… Nada de eso era cierto, nada excepto que el Canario tenía una polla en la boca. Eso sí era verdad, y era tan fuerte que el lunes, en el instituto, no se habló de otra cosa, aunque todos se hubieran enterado ya de que su amante era mayor que él, y estaba casado y todo. En la última clase de la mañana, un gracioso tarareó en un susurro el que sería el himno de la semana, de varias semanas, quiero que te pongas la mantilla blanca, quiero que te pongas la mantilla azul, quiero que te pongas la recolorada, quiero que te pongas la que sabes tú…

Juan no le vio aquel día, ni al otro, ni al siguiente, pero el jueves, cuando iba ya hacia la parada de la camioneta, casi de noche, escuchó un grito estruendoso entre dos carcajadas, ¡Canaria!, y mientras un grupo de espontáneos entonaba a coro la canción de la mantilla, le distinguió andando por la otra acera, con la cabeza baja, las manos en los bolsillos, el pelo sobre la cara. ¡Eh, Canario, espérame! Debió de reconocer su voz entre las demás, porque dio tres pasos seguidos y se paró de pronto.

¿Qué pasa, tío?, Juan cruzó la calle corriendo, se acercó a él, le puso una mano en el hombro, ¿adónde vas tan deprisa? El Canario no quiso contestarle, pero levantó la cabeza y le miró sólo con el ojo izquierdo, porque el derecho no lo podía abrir. Tenía la cara deshecha, puntos en una ceja, los pómulos hinchados, y los labios negros, rotos, llenos de costras. Juan se preguntó hasta dónde habría tenido que llegar esta vez para que le pegaran, y se dijo que seguramente habría pasado el río, que habría buscado pelea en el centro de Madrid, el único sitio que él conocía y donde no le conocían a él, donde nunca conocerían la noticia. El coro estaba cada vez más cerca y el Canario echó a andar, y Juan fue con él, caminaron juntos mientras la mantilla se teñía de blanco, y de azul, y de rojo, y de blanco otra vez. No te conviene que te vean conmigo, Juanito, le dijo el Canario después de un rato. ¿Por qué?, contestó él, ¿por ésos? A mí me tocan mucho los cojones, ésos…

Y sólo entonces se atrevió a decirle lo que había ido a decir. Escúchame, Canario. Le obligó a pararse, le miró de frente, enmarcó con las dos manos la herida blanda y tumefacta que era su cara. Tú eres mi hermano, ¿entiendes? Para lo que sea, para lo que haga falta, tú eres mi hermano, y yo soy tu hermano, y eso no va a cambiar nunca, pase lo que pase, nunca. Acuérdate bien de lo que te digo, acuérdate siempre de lo que te estoy diciendo. Para lo que sea, para siempre, tú y yo somos hermanos. Los de la mantilla se empezaron a cansar, aflojaron el ritmo, pero no se marcharon, el Canario se limpió una sola lágrima con el dorso de la mano, miró a Juan con su ojo izquierdo y él, entonces, sin pensar en lo que hacía pero sabiendo muy bien por qué lo hacía, acercó su cabeza a la de su amigo y le besó en los labios. Pues sí que vas a tener razón, Juan, dijo el Canario al fin, y su voz sonó clara y firme en el silencio absoluto que les envolvía, sí que eres más fuerte que Damián, sí que vas a ser tú

el más fuerte de todos.

Juan Olmedo no empujó a su hermano. Estaba absolutamente seguro de no haberlo empujado, de no haberlo tocado siquiera. Se cayó él solo, al volverse hacia él, al mirarle.

Juan se había apoyado en la pared después de franquearle el paso, Damián llegó a bajar un escalón, se dio la vuelta, le preguntó si acaso creía que él nunca lo había sabido, y al afirmar que lo había sabido siempre, mientras estaba seguro de que iba a apoyar el pie en el segundo peldaño, pisó en el aire y cayó rodando, primero en diagonal, luego cabeza abajo, boca arriba por fin, sin llegar a coger mucha velocidad, golpeándose a cambio contra todos los escalones, veintisiete de los veintiocho escalones de madera de una escalera larga, recta, sin rellanos, la escalera ideal para matarse. Yo no le he empujado. Juan le vio rodar, escuchó una sucesión de golpes secos, el estrépito del cuerpo de Damián destrozándose en la caída, y no pudo pensar en ninguna otra cosa, yo no le he empujado. No le había empujado, pero cuando Damián se detuvo, cuando se desplomó en el suelo con la cabeza reposando todavía sobre el último escalón, en la postura de un niño dormido, agotado por el cansancio, escuchó un ruido que conocía muy bien, clac, el sonido de los huesos cuando se rompen, y antes de bajar corriendo le asaltaron dos ideas nuevas y distintas. El mundo sería un lugar mucho mejor si Damián no viviera en él. Si su hermano se había golpeado en la nuca después de una caída así, ya podía apostarse cualquier cosa a que tenía un tetrapléjico en la familia. Entretanto, la borrachera se esfumó, desapareció, le abandonó por completo. Juan se encontraba sobrio, concentrado y muy despierto cuando se reunió con Damián. Eso nunca podría negárselo a sí mismo, nunca podría desmentirlo después, aunque estuviera seguro de que no le había empujado. Pero tampoco podría llegar a explicarse jamás la frenética actividad de su memoria, el proceso súbito, velocísimo, poderoso, que sembró su imaginación de imágenes como si alguien que no era él se hubiera propuesto enloquecer a una máquina de proyectar diapositivas, porque algo así fue lo que le ocurrió cuando empezó a bajar por la escalera, y su mente, o su memoria, o su imaginación, o su conciencia, comenzó a enviarle un mensaje diferente con cada una de las órdenes que recibían sus piernas. Dami sentado en el bordillo de la acera, frente al portal de su casa de Villaverde Alto, levantando la vista del artefacto que estuviera arreglando en aquel instante para sonreírle como el mejor de los hermanos. Charo bailando sola ante un espejo roto, con unos zapatos negros que le estaban grandes por más que intentara rellenarlos con un par de calcetines gordos en el mediodía más sofocante del verano.

Su padre a punto de partirle la cara de una bofetada mientras su hermano aún tenía el puño cerrado, improvisando el micrófono con el que había estado imitando a Raphael toda la mañana. Él encestando su examen de biología de la Selectividad, con aquel diez bendito que conocía su nombre, en el paragüero que había en el vestíbulo de la casa de sus padres. El sabor de las fresas que se pudrieron entre sus dientes mientras Charo le decía que iba a dejarle porque era demasiado bueno para ella. El body negro de encaje que confitaba los pechos de

la mujer del ferretero de la calle Ávila cuando se exhibía en el bar de los Recreativos para sacarse unas pelillas. Damián riéndose de él mientras le preguntaba si no se la había tirado, y eso que ella lo iba pidiendo a gritos. Ellos dos juntos, sentados en un corro enorme, alrededor de una de las mesas del bar de Mingo, una mano de él estrujándole un pecho para impulsarlo por el escote de la camiseta, y la sonrisa de ella.

Charo atada a una silla, en el sótano de su instituto, sudorosa, exhausta, levantando la vista hacia él para decirle con los ojos que había comprendido ya, que comprendía. Damián dando vueltas alrededor de la mesa del comedor con un periódico abierto entre las manos y preguntándose a voz en grito si eso era crear riqueza, nuevos puestos de trabajo, prosperidad económica, eso y no lo que hacía él. Charo sentada de verdad a la misma mesa, en el mismo comedor, y él con los ojos fijos en su plato de sopa y murmurando en silencio para sí mismo, te quiero, te quiero, te quiero, sin atreverse a levantar la cabeza para mirar a la novia de su hermano. La bahía de Cádiz, la luz, la reconfortante desmesura del océano, y el fantasma imposible que gobernaba el rumbo de sus días y de sus noches. El llanto de su madre, la voz de Paca, la muerte de su padre, su cuñada pintada en cada árbol, en cada nube, en cada casa, en cada esquina del vagón de tren que le devolvía a Madrid sin saber si quería o no volver, pero queriéndola a ella, siempre y todavía. Una barra de labios de un color extraño, oscuro, peligroso, casi granate, muy cerca del marrón.

Elena, que era pediatra, y pelirroja, y tenía el mejor culo del hospital, y hablaba alemán, y tocaba el violonchelo, y practicaba desnuda los domingos por la mañana al borde de la cama, y quería casarse con él y tener dos hijos, uno con el pelo rojo y otro con el pelo negro, como su padre. La sintonía de Movierecord sonando igual que antes, y el olor del pelo de Charo, la felicidad del aire que rodeaba su cabeza. Aquella mujer tan joven, la princesa de Estrecho, los ojos tan tristes, un cuerpo glorioso, a punto de llorar, de partirse en pedazos sobre una acera de la Gran Vía. El impulso de pisar el acelerador, y salir de Madrid por la primera carretera que se presentara, y conducir doscientos o trescientos kilómetros hasta ver un hotel con buena pinta, y el instante que duró aquel impulso. La cabeza de Charo sobre la almohada, esa almohada que ya conocía la forma, el peso, el perfil de su cabeza, mientras ella le reprochaba que se había casado con Damián por culpa suya. Un vestido naranja, un vientre abultado, blando y suave, tan dulce como una loma plantada de césped, una respuesta idéntica a todas las demás y Charo ganando su apuesta más difícil. Una niña recién nacida, morena y frágil, su cabeza redonda y diminuta asomando por el embozo de la sábana, a través de las paredes trasparentes de una cuna de hospital. La madre de aquella niña que era hija suya, suya, y por una vez no de Damián, consolándole con una verdad desnuda y amarga, porque le quería más que a nadie pero no le quería lo suficiente, y no podía querer a nadie más que a él pero sabía que para él nunca sería bastante. Una Charo distinta y mentirosa que llegaba tarde a todas sus citas y sin embargo era más deseable, más espectacular que nunca, diciendo que lo sentía, que se moría del sentimiento,

antes de humillarle, de humillarse a sí misma, intentando convencerle de que ya no follaba con su marido. La violencia y el cinismo y la degradación absoluta, y las rupturas, y los insultos, y las bofetadas, y el miedo a ser lo que nunca había querido ser, y la certeza de haber logrado serlo sin querer, y el amor intacto, siempre y todavía. Un cuerpo cubierto con una manta gruesa, parda, en el arcén del kilómetro 11 de la antigua carretera de Galapagar y el hueco de sus piernas, la ausencia de sus muslos del color de las tartas de yema tostada. La versión de Damián, esa versión odiosa y posible que había mencionado de pasada, sin emoción, con desprecio. Y el Canario. Al bajar el vigesimoséptimo escalón, al llegar al suelo, Juan Olmedo se acordó del Canario, que era el único hermano que él había querido tener, y volvió a verle llorar con un solo ojo mientras le decía que tenía razón, que él era más fuerte que Damián, que era el más fuerte de los dos. Luego se arrodilló junto al cuerpo de su hermano, y estudió su cabeza a distancia, sin tocarle. El mundo sería un lugar mucho mejor para vivir si Damián hubiera muerto. Él era el más fuerte de los dos, Charo también lo sabía, lo había sabido siempre, había estado segura de eso hasta aquella noche, mientras fue una sola y la mujer de su hermano, pero también la suya, su propia mujer. Damián estaba inconsciente y más que probablemente muerto, pensó Juan, y su versión, su indiferencia, su falta de emoción, su desprecio, iban a morir con él. Era difícil sobrevivir a un golpe como aquél. El doctor Olmedo alargó la mano derecha hacia la cabeza del accidentado, la agarró por el pelo, la levantó, la inclinó hacia sí, y lo que vio confirmó sus previsiones. Sus oídos no le habían engañado antes. En algún momento, al chocar contra el canto del último, quizás del penúltimo escalón, la cabeza de Damián había hecho clac. Pero el impacto no había afectado a la nuca, sino a la base del cráneo, ahora inflamada, surcada por delgados regueros de sangre. Un golpe mortal, con hemorragia interna asegurada. Y la versión de Damián iba a morir con él, para que Charo volviera a vivir en su memoria tal y como él la quería, como la había querido siempre, agridulce y salada, amarga y ácida y más dulce después si hacía falta. Era difícil sobrevivir a un golpe como aquél. Difícil, no imposible del todo. Casi nada es imposible del todo. Resucitar a los muertos, quizás, encontrar una manivela que invierta el paso del tiempo. Juan mantuvo la cabeza de su hermano en el aire, y se repitió que Damián estaba muerto, muerto, muerto. Podría haberle tomado el pulso, pero estaba muerto. Podría haber intentado reanimarle, pero estaba muerto. Podría haberse asegurado de su muerte, pero estaba muerto, y Charo volvería a estar viva después de morir dos veces, cuando el Audi de su último amante se empotró en una roca de granito en el amanecer de un frío y soleado día de abril y en las últimas frases que había escupido Damián durante aquella noche espantosa, y sonreiría otra vez en su memoria, siempre, para siempre.

Entonces, el doctor Olmedo inició el movimiento de depositar de nuevo la cabeza de su hermano sobre la escalera y en aquel instante su mente, o su memoria, o su imaginación, o su conciencia, volvió a imponerse a lo que pensaba, a lo que sentía, para devolverle las palabras que Damián había pronunciado aquella misma

noche, me gustaría matarla ahora mismo, matarla muerta, eso me valdría, con

eso me conformaría, con matar a su cadáver, otra vez. Juan Olmedo llegó a creer

que iba a hacerlo con delicadeza, y sin embargo, su brazo midió con precisión la

fuerza del impulso que la estrelló contra el canto del escalón que le había matado,

para matarlo otra vez. Podría haber comprobado si vivía aún, pero no lo hizo. Era

imposible sobrevivir a un golpe como aquél.

El clac fue sonoro, rotundo, inequívoco. La sangre manó obediente de la herida

bañando el escalón, el cuello del cadáver, su camisa.

El mundo iba a ser un lugar mucho mejor donde vivir. Damián estaba muerto y su

versión había muerto con él. Entonces empezó a llover.

Era increíble pero llovía, estaba cayendo una lluvia fina, mínima, marrón, que se

posaba sobre la sangre limpia de Damián y sobre las manos sucias de su

hermano, llovía un aguacero de partículas ocres, secas, diminutas, que volaban

sobre la escalera para salpicarlo todo despacio, con una misteriosa y humilde

paciencia. Cuando logró verlas, pensar en ellas, preguntarse de dónde provenían,

Juan Olmedo miró hacia arriba. Su hermano Alfonso, con los ojos muy abiertos, la

camisa del pijama mal abrochada, había agarrado por el morro a Perico, un oso

de peluche que le regalaron cuando tenía cuatro años y sin el que nunca había

podido dormir, y golpeaba su cabeza una y otra vez contra la balaustrada del

primer piso. Del cuerpo del muñeco, mil veces roto y otras tantas recosido, llovía

serrín, pero Alfonso, indiferente al destrozo, seguía golpeando su cráneo de tela

contra la balaustrada, una vez, y otra, y otra.

—Damián se ha caído por la escalera –dijo Juan, mirándole de frente y se

asombró de la firmeza, del temple de su voz, mientras la tremenda borrachera

que parecía haberse disuelto antes del accidente, reconquistaba de golpe su

estómago, su mirada, su cabeza–. Estoy intentando reanimarle.

—Reanimarle –repitió Alfonso–. Reanimarle…

Y siguió estrellando la cabeza del oso contra la madera hasta que vació su cuerpo

de serrín.

El postoperatorio de Maribel no se complicó hasta que su madre irrumpió en el hospital cuando su hija llevaba ya dos días ingresada, chillando y llorando de tal manera que un celador le cortó el paso y la obligó a sentarse en una silla al verla salir del ascensor. Luego envió a un compañero a buscar al doctor Olmedo, porque no se atrevía a dejarla sola. Cuando Juan llegó, se encontró con una mujer de la edad de Sara, mucho más joven de lo que él había calculado, guapa de cara y relativamente bien conservada, con el pelo teñido de negro, unas sandalias de tacón alto y un vestido ceñido de tela estampada con flores grandes, como los que le gustaban a su hija. Nunca se habían visto. Él le tendió una mano para presentarse y ella la tomó con las suyas, se la llevó a la boca y la besó deprisa, muchas veces, hasta llenarle el dorso de manchas rojas. Maribel solía besarle en la palma de las manos cuando sus labios habían perdido ya hasta el último rastro de carmín. Celebrando aquella discrepancia, Juan apartó el brazo tan

pronto como pudo, reprimió la tentación de hablar con dureza, y se dirigió a ella

en un tono neutro, profesional.

—Lo siento, pero su hija no quiere verla.

—¿Pero por qué? –y se dobló sobre sí misma, sujetándose la cabeza con las

manos, crispando los dedos como si pretendiera arrancar se dos mechones de

pelo, hablando en un gemido–. ¡Si yo no sabía nada, nada, se lo juro, si me acabo

de enterar! Si como vea a ese desgraciado, le voy a sacar los ojos.

¡Por favor, doctor, por favor, si sólo quiero verla, verla, un momentito nada más,

darle un beso!

Si soy su madre…

La mayor parte de la gente que hacía tiempo en la sala de espera se acercó a la

pared de cristal, y algunos hasta se asomaron a la puerta. Un paciente que iba en

silla de ruedas llegó todavía más cerca con la excusa de mirar los precios de una

máquina de refrescos. Un par de enfermeras que circulaban por el pasillo en

direcciones opuestas se detuvieron a la vez, como esperando el final de la escena.

—Espere aquí un momento Juan la empujó con suavidad, la llevó hasta la silla, la

guió con las manos hasta que consiguió sentarla de nuevo–. Y tranquilícese, por

favor. No voy a consentirle que entre en la habitación en este estado.

Maribel estaba despierta, incorporada en la cama, mirando una revista con la

televisión encendida, y sonrió al verle aparecer.

—Tu madre está ahí fuera, armando un escándalo impresionante.

Si hubieras prestado atención, yo creo que habrías podido oírla desde aquí. Para

que te vayas haciendo una idea, mira cómo me ha puesto la mano.

Ella puso primero los ojos en blanco, los cerró después durante un instante, y

chasqueó los labios para proclamar su fastidio. Luego, mirando a Juan con una

resignada expresión de cansancio, le cogió la mano con una de las suyas y se la

frotó con la otra contra el embozo de la sábana hasta que borró la última mancha.

—Lo sabía. Sabía que esto no se lo iba a perder –iba diciendo mientras tanto–, a

ella le encantan estas cosas, los hospitales, las operaciones, los enfermos…

—Yo hago lo que tú me digas –tras comprobar que aquella visita la afectaba

menos de lo que había calculado, Juan Olmedo se atrevió a dar su opinión–, pero

creo que lo mejor sería dejarla pasar.

Maribel movió la cabeza para darle a entender que se daba por vencida.

—Vale, que pase, pero una cosa… Entra tú con ella, ¿te importa? Quédate aquí.

Prefiero que alguien más esté delante.

Al salir al pasillo, Juan Olmedo se dio cuenta de que Maribel había vuelto a

llamarle de tú.

Desde que ingresó en el hospital, desde que le clavó los dedos en el brazo

mientras una enfermera le cogía una vía para ponerle suero, no había vuelto a

tratarle de usted. Cóseme tú, Juan, le dijo entonces, cóseme tú. No, yo no puedo,

y tampoco debo, había contestado él, como si respondiera a la pregunta más

sencilla de un examen bien preparado, yo no soy cirujano, y además, los médicos

nunca intervenimos directamente a los pacientes con los que tenemos una

relación personal. En aquel momento estaba aún tan nervioso, tan inquieto por el

desenlace de aquella pesadilla, que ni siquiera advirtió un cambio sobre cuyo sentido no había llegado a pronunciarse todavía cuando fue en busca de la madre de Maribel. De alguna forma vaga, inconcreta, que tampoco había logrado calibrar aún, Juan presentía que la navaja del Panrico lo había cambiado todo. La entrevista breve, tensa, abrumadoramente desigual, que su amante, seria y serena, mantuvo con una mujer que fue exagerando poco a poco las señales de duelo para reconvertirlas sobre la marcha en signos de arrepentimiento al comprobar que no obtenía resultados, confirmó esa impresión. Maribel, que se estaba haciendo fuerte en una cama de hospital, sólo se vino abajo una vez, cuando su hijo se derrumbó sobre ella.

Sara, que tal y como él suponía, se había negado a obedecer su última orden, y en lugar de llamar a la canguro e irse a casa a descansar, se había hecho cargo de los niños hasta el punto de que había dormido con Tamara y con Andrés en la misma cama, en la cama de Juan, levantó las cejas a modo de advertencia cuando abrió la puerta de la habitación, y él ni siquiera tuvo que preguntarse por qué lo hacía. Encontró al niño más pálido de lo que su madre había llegado a estar en ningún momento de la tarde anterior y ella, que todavía se encontraba débil y no podía moverse sin sentir los colmillos del dolor, reaccionó todavía más deprisa ante la figura pequeña y delgada de aquel repentino autómata, cuyo rostro parecía congelado en la insensible indiferencia de las máquinas. Al verle quieto, inmóvil, apoyado en la puerta, Maribel abrió los brazos, le llamó por su nombre, le reclamó agitando los dedos en el aire, pero él no se movió e incluso, durante un instante, apartó la vista de la cama para pasearla por las esquinas de la habitación. Maribel se echó a llorar, y entonces Andrés corrió hacia ella, salvó en dos absurdas zancadas la escasa distancia que le separaba de la cama y chocó con el cuerpo de su madre, que se puso de perfil, la cara contraída en un gesto de dolor, los brazos tendidos hacia el niño, para hacerle sitio a su lado.

Cuando Juan salió de la habitación con Sara y con Tamara, Andrés lloraba mucho más copiosa, más ruidosamente que su madre. Media hora después, estaba más tranquilo, pero pegado a ella todavía, y Maribel miraba al techo con un gesto preocupado, asustado por el misterioso desequilibrio que había tambaleado la reacción de su hijo.

La de su madre, en cambio, apenas la alteró. A Juan le gustó su distancia, su entereza, el tono coloquial, incluso moderadamente cariñoso, con el que la animó a salir con él cuando una enfermera vino a buscarle. Mientras la acompañaba al ascensor, comprendió que la relación entre esas dos mujeres no volvería jamás a ser la misma, porque una había estado a punto de morir, y la otra tomó partido una vez por su frustrado asesino, y la sangre había invertido para siempre la dirección del poder. No estaba muy seguro de que en su historia con Maribel no estuviera a punto de suceder algo parecido. Aquel tuteo que por una parte le tranquilizaba, por otra le inquietaba más de lo que nunca se atrevería a reconocer en voz alta. Mientras la mitad derecha de su cabeza celebraba aquel síntoma de normalidad, la mitad torcida temía exactamente el mismo síntoma, y en todo

caso, con independencia del pacto que pudieran llegar a establecer, si es que

alguna vez lo lograban, las dos mitades de su cabeza, ciertas condiciones

objetivas de su vida, de la vida de Maribel, habían cambiado ya.

Era inevitable. Sabía que tenía que hacerlo y sin embargo esperó hasta el último

momento, la tarde previa a la mañana en la que su asistenta sería dada de alta,

después de que su vecina le informara del rendimiento de la suplente que ambos

seguían compartiendo, una prima de Maribel que se llamaba Remedios y a la que

Juan sólo había visto una vez.

—Verás, Sara –empezó sin saber muy bien cómo iba a acabar, mientras la

acompañaba hasta la puerta–. Hay una cosa que deberías saber, porque, bueno…

Seguramente ya te lo imaginas. Maribel y yo…

—Lo sé –su vecina le miró, le sonrió–. Lo sé desde hace tiempo. Os vi una noche

en una terraza de Bajo de Guía, haciendo guarradas con los langostinos.

Juan se echó a reír.

—Y no dijiste nada… –murmuró con acento asombrado, como si fuera incapaz de

asumir con naturalidad tanta discreción.

—No. No era asunto mío. Allá vosotros, pensé, al fin y al cabo los dos sois

mayorcitos. Sin embargo… –se acercó más a Juan, le cogió del brazo y lo apretó

con sus dedos un momento–, hay otra cosa que tampoco te he contado y que yo

también creo que es mejor que sepas. Igual es una tontería, pero… Bueno, a

finales de julio, un policía de Madrid que se llama Nicanor, no sé el apellido, se

presentó en la urbanización para preguntar por ti. Le recibió Ramón Martínez, el

de la inmobiliaria, le conoces, ¿no? Juan asintió con la cabeza, se preguntó de qué

color sería su cara, se concentró en disiparlo fuera cual fuera, miró a su vecina

con un convencional gesto de interés–, y le pareció raro, porque le hizo preguntas

pero sin decirle por qué le preguntaba y para no llegar a ninguna parte, como si

simplemente quisiera localizaros, a Alfonso y a ti, sin que os enterarais de que

había venido.

A Ramón no le cayó bien, pero no se atrevió a decírtelo sin más porque no tiene

confianza contigo.

Por eso me lo contó a mí. Yo le he dado muchas vueltas pero tampoco he

encontrado el momento de contártelo. No sé si es importante o no, pero ahora

que ha pasado lo de Maribel y que tenemos a la policía por medio, pues… No sé.

Me parece mejor que lo sepas.

—Ya… Juan Olmedo no dejó de andar, pero sí de mirarla mientras se palpaba el

cuerpo con las manos como si hubiera olvidado que estaba en su hospital, vestido

con un pijama verde, los bolsillos llenos de talonarios y de bolígrafos–.

Bueno…

Sara sacó su tabaco del bolso, le ofreció un cigarrillo, él lo aceptó, atravesó con

ella la puerta del hospital, lo encendió fuera.

—Es una historia antigua –dijo por fin–. Nicanor cree que tengo una deuda

pendiente con él, pero se equivoca. Yo no tengo nada contra él, y él tampoco

tiene nada contra mí –entonces miró a Sara, le puso una mano en el hombro,

sonrió–.

No es nada grave, no te preocupes. Pero gracias, de todas formas.

Por saber estar tan callada, con esto y… bueno, con todo. Y dale las gracias a Ramón de mi parte.

Ella se fue andando hacia el aparcamiento y él apuró el cigarrillo hasta el filtro. Había habido dos autopsias, la inicial, que Nicanor solicitó por conductos policiales después de que el médico que reconoció el cadáver de Damián descartara un estudio sobre las causas de la muerte, y otra complementaria, de la que Juan, en su condición de familiar más cercano del difunto, no tuvo noticia hasta que recibió los informes por correo. La opinión de los dos forenses había sido la misma y más que concluyente, tajante, monolítica.

Los jueces no pueden aceptar los testimonios de los retrasados mentales, y no los aceptan. Nicanor sabía todo esto tan bien como él, y que no había caso, y por eso no había hecho ninguna gestión oficial, más allá de las visitas, de los susurros y las amenazas. Juan Olmedo sabía más que Nicanor, un traumatólogo con experiencia clínica sabe más que nadie de las caídas y de sus consecuencias, y sin embargo, cuando volvió a entrar en el hospital, tenía la mirada perdida, vuelta hacia dentro, hacia la insoportable presión que comprimía su pecho. Había habido dos autopsias, dos dictámenes forenses, un accidente, un retrasado mental. Se lo repitió una vez, y otra, y otra, como una técnica para tranquilizarse, pero no lo consiguió del todo.

La perseverancia de Nicanor, la asombrosa terquedad de su acecho, le inquietaba porque no conseguía razonarla, argumentarla, explicársela a sí mismo. Había pasado mucho tiempo, más de un año, casi dos. Parecía increíble que mientras su vida cambiaba como un guante vuelto del revés, la de Nicanor siguiera anclada en la tragedia de aquel escalón. Parecía imposible que no hubiera sucedido nada que le atrajera, o le interesara, o le animara más que el callejón sin salida de una sospecha que jamás podría fundamentar. Mientras conducía de vuelta a casa, aquella tarde, Juan le recordó hundido, más destrozado que nadie y más que nunca, tal y como se lo encontró en la cocina de la casa de Damián sólo unas horas después de su muerte, y sintió la necesidad de admitir cierta grandeza, de admirar incluso la inalterable lealtad de aquel hombre torvo y silencioso que caminaba siempre un paso por detrás de su hermano, como una sombra, como una mascota, como un siervo, y que en apariencia carecía de vida propia, ni mujer, ni hijos, ni familia, ni aficiones, ninguna pasión, ningún propósito más allá de su trabajo y de su perpetua devoción por Damián Olmedo. Entonces comprendió que seguramente, durante todo ese tiempo, Nicanor había seguido relacionándose con las personas que le rodeaban, compañeros de trabajo, vecinos, amigos de juventud, novias efímeras o más duraderas, pero no había encontrado a nadie a quien proteger y admirar, nadie de quien depender como había dependido de Damián durante más de veinte años. Quizás, la justiciera fantasía de la persecución y la caza lograba rellenar el fondo del inmenso hueco que su amigo había dejado abierto al desaparecer. Quizás Nicanor Martos pensaba en Juan Olmedo todas las noches, antes de

dormir, con la constancia de un amante despechado, de un bastardo vengativo, de un conspirador paciente y sanguinario. Quizás no llegaría a cansarse jamás, porque odiar a Juan, amenazarlo, acecharlo, asustarlo, era todo lo que conservaba de su hermano.

Aquella noche Juan Olmedo no pudo dormir, pero a cambio, en algún momento de una fresca madrugada de septiembre, logró convencerse de que la aparición de Nicanor no podía haber sido un movimiento en sí mismo, sino una etapa más del círculo vicioso donde el amigo de Damián daba vueltas a ciegas desde que él cometió su único error, un simple despiste. Su hermano estaba muerto y enterrado, no podían exhumarle sin su conocimiento, y tampoco serviría de nada, porque cualquier autopsia sucesiva arrojaría por fuerza los mismos resultados que las dos primeras. Nadie, quizás ni siquiera un forense, sabe tanto de muertes accidentales como un traumatólogo con experiencia clínica. Alfonso vivía ahora con él, Juan era su tutor legal, cualquier consulta, cualquier visita, cualquier entrevista, oficial o no, que pudieran llegar a proponerle, tenía que contar con su autorización previa y por escrito. Y no había sucedido, ni llegaría a suceder, porque no tenía sentido. La aparición de Nicanor no podía haber sido más que un nuevo susurro, una nueva amenaza. Voy a ir a por ti, le había dicho la penúltima vez que se vieron las caras, ¿sí?, no jodas, había contestado él con una sonrisa, estirando la última ese como hacía el Canario, como hacían todos sus competidores de Villaverde Alto, como él no había hecho nunca en su vida hasta aquel momento. ¿Sí? No jodasss. Aquella triple ese estaba a salvo y Nicanor lo sabía, por eso no había hecho ninguna gestión oficial, porque no había caso, y lo sabía, y no podía hacer otra cosa que acosarle, amenazarle, antes en Madrid y tal vez también aquí, a partir de ahora. Él no se había escondido, no había hecho nada para ocultarse, había recorrido más de seiscientos kilómetros para seguir estando en el mismo sitio donde había estado siempre. Estaban casi a mediados de septiembre. Si Nicanor hubiera logrado la imposible proeza de encontrar un argumento donde no los había, él se habría enterado ya. La policía no cierra en agosto por vacaciones.

Se levantó de la cama con dolor de cabeza y una sensación que ya conocía, no exactamente miedo, más bien una especie de alerta activa, una forma peculiar de tener los ojos muy abiertos. Pero aquí no había ningún lugar hacia donde mirar, ninguna persona ante la que exagerar los signos visibles de una serenidad que no sentía. Mientras llegaba hasta el coche, y lo arrancaba, y emprendía el familiar camino de Jerez, se regañó a sí mismo por no haber sido lo suficientemente expresivo con Sara la tarde anterior, para corregirse enseguida, al comprender que la relativa impasibilidad a la que su propio asombro le había forzado, habría resultado más convincente que una larga explicación salpicada de datos contados a medias. De todas formas, Sara era de fiar. Juan Olmedo no sabría explicar por qué, pero estaba absolutamente seguro de que era de fiar. Tal vez por eso sintió, con más intensidad que otras veces, el cansancio del silencio y la necesidad de hablar, y sin embargo no volvió a pronunciar ni una sola palabra sobre aquel tema.

Resultó fácil, porque no volvió a verla hasta aquella noche, y para entonces habían pasado muchas cosas. Tras la última revisión, Maribel fue dada de alta a última hora de la mañana. Antes se había advertido dos cosas, que no quería comer en el hospital ni salir de allí antes que él. Cuando Juan logró escaparse eran ya las cuatro, y ella llevaba más de dos horas esperándole en la habitación. Él nunca podría saber hasta qué punto la noticia de que Nicanor no había renunciado a seguirle los pasos influyó en lo que sintió al verla, vestida con una camiseta que no parecía de su talla y una falda que le quedaba grande, derrumbada, más que sentada, sobre un sillón, con la mano derecha encima de la herida, como si pretendiera protegerla, y las piernas colgando de cualquier manera. Tenía los pies hinchados y desnudos, apoyados encima de las sandalias que sólo se calzaría cuando fuera imprescindible, un apósito sujeto con esparadrapo en cada brazo, y el pelo recogido.

Llevaba nueve días allí y había adelgazado mucho, lo suficiente como para que los huesos de sus pómulos, de su barbilla, ocultos antes por el rubor robusto y saludable de su cara de muñeca, dieran la impresión de haber estado siempre en su sitio. Vestida así, lista para volver a la calle, se notaba mucho más que sus mejillas habían perdido color, sus ojos brillo, y sin embargo, cuando vio a Juan, le dedicó una sonrisa que resumía todas las que le había dedicado alguna vez, antes de entonces. Ahí estaban la madre incestuosa, la muchacha ansiosa, la odalisca consciente, la amante agradecida, la araña astuta, la libertina precavida, la niña perpleja, la vieja sabia, la cocinera generosa, la conspiradora atenta, la seductora nocturna, la trabajadora intachable, la durmiente incrédula, la esposa herida, la moribunda enamorada, todas las mujeres que Maribel había sido con él, por él, para él y frente a él. Juan Olmedo reconoció a todas esas mujeres en la mujer que le sonreía, y se reconoció a sí mismo en el hombre que iba a su encuentro, y sintió un impulso súbito, desconocido, extraño, que se situaba en algún punto impreciso entre la conciencia de poseerla y la necesidad de cuidar de ella, y sólo entonces, al verla así, tan frágil con esa ropa de colores, tan desvalida fuera de la cama, tan expuesta a sus propios huesos afilados, consiguió dejar de pensar en Nicanor, y se dijo a cambio que sin Maribel, sin la oportunidad de sentirse útil, bueno, generoso, imprescindible, que el destino de Maribel había puesto entre sus manos cuando incluso él mismo ignoraba hasta qué punto le sería necesaria aquella tarde, todo habría sido peor.

—Llévame a comer –le pidió ella después de abrazarle con fuerza, de besarle en los labios con su nuevo aplomo de superviviente y esos labios suyos que ahora parecían también más delgados, como si hubiera podido leerle el pensamiento y sólo pretendiera conmoverle, emocionarle, pegarle a sí misma, y a la vida–. Cualquier cosa grasienta y frita, con mucha sal. Por favor.

—No –le llevó la contraria sólo por hacerla rabiar, igual que a un crío, pero no pudo esquivar una sonrisa–. No te conviene.

—¿Cómo que no? –Maribel se echó a reír–. Es lo que más me conviene, lo único que me conviene, llevo días soñando con una fuente de puntillitas y una cerveza,

en serio, esta noche, sólo de pensarlo, ni siquiera he podido dormir…

Sin Maribel todo habría sido peor, y desde luego más aburrido.

Juan volvió a pensarlo mientras la veía comer, volcarse sobre el plato de pescado

recién frito, devorar los primeros bocados con ansia, ralentizar el ritmo enseguida,

pararse después para confesar, con un acento de asombro en la voz y el plato

casi lleno todavía, que ya no podía más.

—A lo mejor se me ha encogido el estómago –sugirió, sonriendo para demostrar

hasta qué punto le complacería que aquella hipótesis resultara cierta–, y adiós a

las dietas para siempre.

—No creo.

—Pues es una pena, porque ahora que ya no me voy a poder poner un biquini en

mi vida, si por lo menos me quedara así de delgada…

—¿Y por qué no te vas a poder poner un biquini?

—Por la cicatriz, ¿no?

—¡Qué tontería, Maribel! –y Juan celebró de nuevo la oportunidad de poder

ocuparse de ella, de tranquilizarla, de cuidarla también por dentro–. El ombligo

también es una cicatriz, y antes la enseñabas, ¿no? Con ésta va a pasar lo mismo.

Cada vez será más pálida, más borrosa, sobre todo para ti. Cuando te

acostumbres a ella, dejarás de verla.

—¿Y los demás?

—Los demás te mirarán a ti –él sonrió, ella también–. No a tu cicatriz.

Las cicatrices de dentro dan más guerra, podría haber añadido entonces, pero no

lo hizo, porque estaba pendiente de Maribel y eso le sentaba bien, le hacía

sentirse útil, necesario, otra vez el mejor, el más inteligente, lejos de Nicanor y de

sus susurros, de sus amenazas y de las amenazas de sus propios errores. Y sin

embargo fue ella misma quien, ateniéndose al peculiar patrón de ambigüedad que

había regulado desde siempre sus encuentros, le liberó de la responsabilidad de

cuidarla a cambio de confirmarle que nada iba a cambiar entre ellos, y Juan

Olmedo no supo si celebrar la primera noticia o la segunda, y ni siquiera estuvo

muy seguro de si no debería celebrar, o lamentar quizás, ambas a la vez.

—¡Qué barbaridad! –exclamó al entrar en su casa, pasando la vista por todas las

esquinas del salón, pequeño y reluciente–. Pues sí tiene que estar mal mi madre

para haber venido a limpiarme así la casa…

—No ha sido tu madre Juan llevó la maleta hasta el dormitorio y ella le siguió con

las cejas fruncidas de perplejidad–. Ha sido tu prima Remedios.

—¿Remedios? –Maribel se sentó en el borde de la cama, movió la cabeza como si

no pudiera creer en lo que acababa de oír, le miró–.

¿Y por qué?

—Porque yo se lo encargué.

Le pedí que viniera cada dos días, hasta que estés bien.

—¿Ah, sí? ¿Y quién la va a pagar?

—Yo –y al ver la extraña expresión que situó la cara de Maribel entre el enfado y

el escándalo, explicó lo que nunca habría creído que hiciera falta explicar–. Es un

regalo.

—¿Sí? Pues no me gusta, ¿sabes? No me gusta nada. –Él, clavado en el centro de

la habitación, la miraba con un gesto de incomprensión tan absoluto que ella

relajó su voz para explicarse–. Yo soy una asistenta, ¿comprendes, Juan? No

necesito tener otra asistenta, es la idea más tonta que he oído en mi vida.

—Tú ahora no eres nada más que una convaleciente –y mientras ella se calmaba,

él empezó a enfadarse–.

Lo único que tienes que hacer es reposo, y estarte quieta hasta que la cicatriz se

cierre del todo.

Eso es lo único que entiendo. Si empiezas a moverte, a andar por la casa, a coger

pesos, a agacharte y a levantarte de golpe, a llenar y a vaciar cubos de agua, los

puntos se abrirán y todo volverá a empezar desde el principio. Eso es lo único que

tienes que entender tú. No puedes trabajar, ni siquiera en tu casa. De momento

no. Necesitas a alguien que te ayude. Y eso es lo único que yo quería hacer,

ayudarte.

—Ya, pero no ha sido buena idea, las cosas no son así…

Maribel, negando con la cabeza todavía, se tumbó en la cama, le reclamó con la

mano, le agarró del brazo cuando él se sentó al otro lado para obligarle a

tenderse junto a ella, le rodeó con los brazos, le miró desde muy cerca.

—Lo siento, pero es que… No ha sido buena idea –repitió entonces–. Las cosas

no son así. Yo…

Ya me las arreglaré sola, no te preocupes. Puedo llamar a mis amigas, a mis

cuñadas, hasta a mi madre, si no tengo otro remedio, pero no necesito que venga

nadie a limpiar. Es que… ¿Qué sería yo, cómo quedaría yo si tú le pagaras a

Remedios, que encima es mi prima, para que me limpie la casa? No es que no te

lo agradezca, no es eso.

Sí que te lo agradezco. Te lo agradezco mucho, pero hay cosas que pueden ser, y

cosas que no, y ésta… pues no puede ser –hizo una pausa, frunció las cejas,

cerró los ojos, estuvo peleándose durante un buen rato con las palabras que

pronunciaría a continuación–. He pensado mucho en el hospital, ¿sabes?

Mucho, muchísimo, no tenía otra cosa que hacer, así que me tiraba el día

pensando. Y, bueno, ya da igual, ¿no?, porque con todo lo que ha pasado, pero

ahora creo que tenías tú razón, al principio, cuando me dijiste que no deberíamos

liarnos porque era una burrada. Ha sido una burrada –Juan Olmedo, que no se

acostumbraba a que Maribel le desconcertara más profundamente cada vez, se

echó a reír aunque no entendía nada, o quizás por eso, y ella le acompañó–. Una

burrada, ésa es la verdad. Pero lo hicimos, y aquí estamos, y sin embargo es

complicado. Muy complicado. Por eso creo que hay que dejar las cosas como

están, porque si cambian, sólo cambiarán para peor. No sé explicarlo bien, pero

estoy segura de eso, de que si cambian, será para peor. Debería llamarte de

usted otra vez, acostumbrarme a volver a llamarte de usted, aunque no creo que

pueda, porque cuando estaba allí, tirada en la acera, a punto de morirme, y te vi

aparecer, supe que no me iba a morir, y ya no puedo llamarte doctor Olmedo, no

puedo tratarte de usted, eso tampoco lo sé explicar, pero es así.

De todas formas, una palabra no cambia nada, ¿no? ¿O sí?

Él la miró al fondo de los ojos, comprendió más de lo que ella le había dicho y se

preguntó hasta dónde sería capaz de llegar él mismo, en qué momento el pacto

limpio, transparente, que había nacido en apariencia de la propia voluntad de

Maribel y que ahora le ofrecía de nuevo como una forma de descargarle de

cualquier responsabilidad, se volvería invivible, asfixiante de puro cómodo,

demasiado estrecho hasta para su mala conciencia, y qué ocurriría después, qué

precio pagaría él, o no, para renunciar a aquella mujer o para conservarla por

más tiempo.

—Pero tú tampoco tienes por qué pasarte la vida trabajando para mí, Maribel –nunca había ordenado aquellas palabras en ese orden, pero su sonido no le

sorprendió mientras las pronunciaba–. Puedes dedicarte a otra cosa, encontrar

otro trabajo. Entonces todo sería más fácil.

—Sí, eso también lo he pensado –le sonrió con una dulzura tibia, melancólica–. Y

si tú quieres, puedo intentarlo, puedo buscarme otro trabajo. Pero yo, la verdad,

no sé hacer nada, y tengo un hijo mayor, y muchos gastos, y nunca he trabajado

en otra cosa. Yo sólo sé limpiar casas. Y ya sé que hay otros trabajos para la

gente que no sabe hacer nada, pero están peor pagados. Tú eso no lo sabes,

pero una cajera de un supermercado, por ejemplo, aunque no se manche el

uniforme, aunque no se estropee las manos, gana menos que yo. Y además, no

se trata sólo del dinero.

Al fin y al cabo, Sara y tú, sobre todo tú, y tu hermano, y la niña, claro, pues…

Ahora sois como mi familia. Os quiero mucho.

A ti te quiero más, pero a Sara también la quiero, y no me cuesta hacerle favores,

estar con ella.

Al revés, me gusta. A veces, cuando llego a su casa por la mañana, y nos

tomamos un café en la cocina, y nos liamos a hablar, a contarnos cosas, hasta se

me olvida para qué he ido allí. Me gusta trabajar para Sara, trabajar para ti.

Nunca he estado tan bien como ahora. Y sin embargo, entiendo lo que dices, y sé

por qué lo dices.

Y si tú quieres, puedo buscar otro trabajo.

—No, no, Maribel, no es eso –él se mordió el labio inferior, movió la cabeza,

buscó las palabras justas, no las encontró–. Yo no quiero que estés peor, al

contrario. Lo único es que… No sé.

Yo tampoco sé cómo explicarlo.

—Pero no es culpa tuya, Juan –Maribel le cogió de la cabeza con las manos, le

acarició la cara, le demostró que seguía siendo la más lista de los dos cuando

hacía falta–. Tú te sientes mal a veces, lo sé, porque lo noto, pero no es culpa

tuya, no puede serlo. Todo es culpa mía. Por no haber querido estudiar, por no

haber acabado el bachiller, por haberme liado con ese cabrón, por haberme

quedado embarazada a los dieciocho años, por no saber manejar a mi madre,

porque lo he hecho todo mal. Es culpa mía, y las cosas son como son, y… bueno,

pues ya está. No se puede hacer nada, sólo llorar encima de los platos rotos. Y yo

no quiero llorar más. Pero no es culpa tuya, Juan, no es culpa tuya. Yo estoy

mejor contigo que con nadie, aunque tú te sientas mal a veces. Porque tenías

razón, y esto, en el fondo, ha sido una burrada.

A partir de aquella noche, Juan Olmedo aprendió a convivir con el rigor de una paradoja, y aceptó con más consciencia que nunca el papel de patrón inmoral y oportunista que le había adjudicado la navaja del Panrico al poner fin a lo que antes aún podía considerarse como una travesura, para que Maribel se sintiera bien y fuera feliz con él. Pero nunca volvió a ponerle dinero en las manos. Cuando se reincorporó al trabajo, con algunos días de retraso respecto a sus pretensiones, que él mismo contrarió, en parte porque no estaba dispuesto a correr riesgos con la cicatriz, en parte porque descubrió que le gustaba mucho ir a verla por las tardes, con el pretexto de curarla y examinar la herida, y meterse en su tibia cama de convaleciente –seré muy cuidadoso, le prometió la primera vez, siempre eres muy cuidadoso conmigo, le había contestado ella–, le pidió el número de su cuenta corriente y le comentó, como de pasada, que había pensado que sería más cómodo pagarle el sueldo por transferencia. Ella le sonrió y le dijo que muy bien, que como él quisiera. Así, después de un septiembre que aún fue verano, el otoño llegó en octubre, y la vida de Juan Olmedo encajó de nuevo en su vieja rutina de trabajos y placeres cuando las sonrisas de Maribel volvieron a cerrar las puertas y las ventanas de su casa en las mañanas que seguían a sus noches de guardia, un ritual que conservó su valor específico incluso después de que un programa de citas previas empezara a alternarse con los encuentros furtivos de sábados y domingos, sin llegar a suplantarlos del todo.

Y mientras pensaba a veces que la actitud de Maribel, su insistencia en no presionarle jamás, esa docilidad donde la humildad y la soberbia se mezclaban en proporciones indescifrables sin desembocar nunca en un servilismo que él no habría podido soportar, y el lenguaje privado que le permitía hablar de amor con palabras siempre transversales, oblicuas, tranquilizadoramente ambiguas, no era más que otra fase de su estrategia, las cosas volvieron a ser como antes o, por lo menos, a parecerlo.

Durante los días que Maribel pasó ingresada en el hospital, y después, mientras guardaba reposo para que su prima Remedios demostrara que era más lenta y menos capaz que ella, Sara instaló a Alfonso y a los niños en su propia casa, y lo hizo con una naturalidad asombrosa, sin dar explicaciones ni exigírselas a sí misma. Me parece buena idea, fue todo lo que dijo Juan Olmedo cuando se enteró, y no llegó a darle exactamente las gracias, como Sara no había llegado a pedirle exactamente permiso al informarle de sus planes. Ya había pasado el tiempo de los favores y la cortesía, de los titubeos y la buena educación. Quizás por eso, ellos tampoco hicieron preguntas.

Siempre se habían divertido juntos, pero lo de ahora era diferente. Andrés y Tamara, huéspedes ejemplares, comían todo lo que encontraban servido en su plato, lo llevaban por iniciativa propia a la cocina después de acabar, aceptaban la sugerencia de darse un baño o lavarse los dientes como si fuera una orden, y

cuando Sara les proponía salir, ir a dar un paseo por la playa, a cenar fuera o al cine, jamás discutían el plan antes de aceptar, aunque las payasadas que Alfonso, en su afán por imitarles, hacía de vez en cuando, les hiciera estallar en carcajadas. Sara sonreía al agacharse para recoger del suelo los platos rotos sólo por eso, y sin embargo, en ningún momento llegó a estar verdaderamente preocupada, alarmada por ellos.

Es mentira que los niños puedan con todo, que lo soporten todo, y ella lo sabía. Tamara estaba aún muy asustada. Tenía miedo de cualquier sombra, de cualquier ruido, y de todos los desconocidos. Un golpe de viento que hiciera crujir el toldo, el timbre del teléfono sonando después de la hora de cenar, las ruedas de un coche patinando sobre el asfalto en medio de un frenazo, o la repentina proximidad de alguien que girara sobre sus talones para acercarse a ella y preguntarle si tenía hora, hacían temblar su mano al consultar el reloj, o convertían su voz en el desangelado piar de un gorrión muerto de frío mientras repetía con una insistencia que ni siquiera parecía aguardar respuesta, ¿qué ha sido eso?, ¿pero habéis oído eso?, ¿qué ha sido, por favor, qué ha sido eso? La segunda noche que durmió en su casa, Sara estaba desvelada, y la oyó llegar. Eran las cuatro menos veinte de la mañana, hacía más de cinco horas que la había dejado acostada en su cama, pero al escuchar el eco del pomo de la puerta, que giraba sobre sí mismo con la precaución mohosa, reumática, que le transmitían unos dedos inseguros, adivinó que detrás sólo podía estar ella. La niña cruzó la habitación de puntillas, se deslizó bajo la sábana sin hacer ruido, desplazó la punta del pie con mucho cuidado hasta que el dedo pulgar tropezó con su pierna, y se durmió enseguida.

—Es que estaba soñando un sueño horrible –le explicó al despertarse, al día siguiente–. Estaba en mi casa de antes, mi casa de Madrid, ¿sabes?, en el baño, y mi madre estaba viva, me peinaba, me gastaba bromas, me pedía que me estuviera quieta, y yo sabía que eso no podía ser, porque ella está muerta, pero no me atrevía a decírselo, no sabía cómo decírselo, y ella me seguía peinando, me hablaba, me besaba, y estaba viva otra vez, tenía que estar viva porque yo era igual de mayor que ahora, y llevaba el mismo vestido que me puse ayer. Entonces me desperté, y me di cuenta de que todo era mentira, claro, porque mamá está muerta, pero yo me lo había creído, así que fue como si se muriera otra vez, de repente… Cuando lo del accidente, soñaba muchas noches este sueño. Ahora sólo de vez en cuando, pero si me meto en la cama de Juan, se me pasa. Por eso me vine anoche a dormir contigo, claro que igual te molesta… —No, no me molesta –Sara sonreía–. Si quieres, puedes dormir conmigo todas las noches, hasta que te dé por soñar otras cosas.

—¡Vale! –se acercó a ella y la besó en la cara, parecía muy contenta–. Pero que no se entere Andrés, ¿eh? Es que, si se entera, va a decir que soy una cría y eso… Ya sabes cómo es.

Pero Sara no sabía cómo era Andrés. Ya no. Por las noches, hablaba con Tamara durante mucho tiempo, a veces horas enteras. La niña le preguntaba cosas, cómo era el cuarto que tenía de pequeña, su colegio, sus amigas, qué notas sacaba o

cuál había sido su juguete favorito, y sin dejarse impresionar por el galimatías familiar de su anfitriona, contestaba a continuación a las mismas preguntas, atribuyendo idéntico valor a la curiosidad ajena y a la propia. Luego cerraba los ojos y se quedaba dormida, se zambullía en el sueño como en el agua de una piscina, y Sara seguía despierta, pensando en su antigua intimidad con Andrés, un río interrumpido, detenido ante un dique imaginario que ella no sabía atravesar, ni por arriba, ni por abajo, ni por los lados. Aquel niño especial, que había sido la primera persona que llegó a importarle cuando estrenó su casa nueva, se estaba convirtiendo en un estanque, un depósito que se iba llenando poco a poco con todos los gritos, todas las lágrimas, todas las quejas y las palabras que aún no se había consentido a sí mismo dejar escapar. Andrés no había vivido todavía un auténtico duelo por el dolor de su madre. Al menos no en público. Sara no sabía adónde iba cuando desaparecía a media tarde, sin avisar ni dar detalle alguno sobre sus intenciones, voy a dar una vuelta, anunciaba en un tono neutral desde la puerta, y ni siquiera Tamara se atrevía a decir que iba con él. Las dos suponían que quería estar solo con su bici, aquella «mountain bike» ultraligera de aluminio plateado que había estrenado al principio del verano y que le importaba más que ninguna otra cosa en el mundo, y se quedaban con Alfonso, en casa, viendo la televisión o haciendo un bizcocho, métodos diferentes para esperar su regreso, hasta que Andrés volvía, tranquilo, sereno en apariencia, igual que antes, y predispuesto siempre a colaborar, a cooperar en lo que fuera, probar el bizcocho, poner la mesa, jugar al parchís, con una exquisita disponibilidad que no ocultaba su rigurosa indiferencia por todo, por ellos.

En aquellos momentos, Sara tenía ganas de zarandearle, de abofetearle, de clavarle las yemas de los dedos en las mejillas para obligarle a escupir ese veneno lento que anulaba la rabia, la vergüenza, la pesadumbre, a costa de convertirlo en un muñeco de cartón, articulado, plano y cortésmente previsible. Nunca hizo nada parecido, sin embargo. Se conformaba con intentar hablar con él, con hacerle preguntas y esperar a que las contestara, con conversar por fin, ella sola, ante la pared compacta de su rostro. Habría hecho cualquier cosa por despertarle, por conmoverle, por convencerle de que, pasara lo que pasara, en aquel o en cualquier otro momento del futuro, ella estaría allí y estaría de su parte. Y sin embargo, nunca llegó a alarmarse de verdad por él, porque es mentira que los niños puedan con todo, que lo soporten todo, ella lo sabía, y el hijo de Maribel tendría que encontrar su propio camino, una manera de gritar, de llorar, de volver a sentir con los demás. Sara estaba segura de que antes o después lo lograría, pero a pesar de eso, la ausencia de Andrés, sus miradas directas y vacías, sus sonrisas trabajosas y huecas, la repentina mansedumbre de sus brazos y sus piernas olvidadas de las reglas de su propio movimiento, la devolvían a la angustia que había viajado a su lado en el coche de Juan Olmedo, mientras Maribel quizás iba a morir y ella, sus manos enguantadas, sus ojos acechantes, se sentía la única culpable de todo.

En el principio, había estado Andrés, el niño especial, tan desamparado, tan perdido siempre en sus ropas heredadas, aquel absurdo bañador de flores que le

quedaba inmenso y esa camiseta verde, corta, estrecha, que permitía a Sara contar sus costillas cuando le veía asomar por la puerta de la cocina, llevando siempre entre los dedos uno de esos diminutos juguetes que vienen dentro de los huevos de chocolate. Entonces, aún tenía que esforzarse para verle, porque su silueta padecía una dolencia de color, la enfermedad de los niños que viven en un mundo que sólo es blanco y negro. Así se explicaba ella su ternura, el instantáneo afecto que la ligó desde el primer momento a aquel niño ávido de imágenes, de nombres, de sonidos, de ciudades lejanas que eran mucho más que puntos en los mapas, de animales fantásticos y monstruos verdaderos, de emoción, de colores fuertes, de relieve. Mientras hablaba con él, y le contaba sus viajes, y le preguntaba por los vientos, ella había alimentado su curiosidad, la había transformado en fe, le había dado forma, consistencia de ambición, antes de sembrar en su madre una ambición distinta. Nunca creyó estar sucumbiendo a la debilidad de doña Sara al hacerlo. Tampoco había querido revestirse con la equívoca piel de los benefactores cuando decidió inculcar un poco de aritmética y de sentido común en los disparatados planes de su asistenta, y sin embargo, sobre todo al principio, cuando Maribel estaba tan débil que parecía tomar prestada su voz de la propia debilidad, y tenía ese aspecto desparramado y blando, borroso, de los enfermos graves que aún no pueden levantarse de la cama, algunas veces sentía la tentación de contarse a sí misma una historia muy dura, una elaboración aprensiva, parcial, de una realidad superior, mucho más compleja y tan fea como siempre, una versión que quizás no fuera cierta pero tenía la virtud de rellenar admirablemente bien todos los huecos. Sara Gómez Morales, desocupada y rica, anclada en la memoria de las pocas cosas que había poseído alguna vez y sin otra ambición de futuro que la de resignarse a envejecer, se había deslizado casi sin darse cuenta, con la insensible comodidad de las decisiones que se toman solas, en la vida de Maribel, y no había querido reconocerse a tiempo en la chica pobre y sin suerte, con cargas familiares y ninguna casa propia, a la que había empujado hacia delante como había hecho siempre consigo misma. Si se contaba la historia así, se la creía. Cuando el destino se cansa de ser terco, es sañudo, y a ella le sobraban motivos para desconfiar de los mecenas, de los filántropos, de las buenas personas. Había pagado un interés muy alto por el préstamo de bondad que una vez derramó bienestar sobre su infancia. Conocía bien el precio de la ventaja, el beneficio que respira en el reverso de cada premio, de cada sonrisa, de cada regalo, la desganada pereza que arrebata todo lo bueno con la misma seca arbitrariedad que lo ha sembrado antes. Pero el tiempo no sabe avanzar en línea recta. Es esclavo de sus propios engranajes, de la exigente perfección de su materia, los precisos y perversos mecanismos de repetición, de compensación, de desequilibrio, que ajustan prodigiosamente entre sí para desajustar la vida de quienes llevan un reloj en la muñeca. Sara pensaba en sí misma, en Maribel, en las cosas que son como son, y son porque sí, y no tienen remedio. Los trenes siempre alcanzan a la liebre, le pasan por encima con un golpe seco, silencioso, una eficacia que rompe sólo por dentro, y siguen su camino pitando en

cada estación, porque ése es su carácter, su naturaleza. La condición de los trenes. La condición de la liebre. E Isabelita Sevilla, con su suerte mediana, y un amor más desagradable que imposible, y una diadema de plástico del mismo color que el bolso, y media docena de zapatos en el armario, se estaría muriendo de risa en el punto más alto del horizonte.

Si Maribel hubiera muerto, Sara nunca habría podido perdonarse la conciencia de que su vida era demasiado pobre, demasiado injusta y lo suficientemente ingrata como para sustituirla sin pesar por la ilusión de otra nueva, diferente, que le habría deparado algunos aislados momentos de brillantez y la muerte. Pero Maribel estaba viva, y no había sobrevivido a las buenas intenciones de Sara, ni a las mejores intenciones de Juan, ni a la hipoteca de su casa nueva, sino a la navaja de su marido. El tiempo iba a seguir pasando, y algún día empezaría a correr a su favor, a desdibujar el dolor y el miedo, a sepultar las palabras con palabras, a arrancar las costras de las heridas secas, y cuando eso ocurriera, ellos, Sara y Maribel, Andrés y los Olmedo, seguirían tal vez juntos y en el mismo sitio, o tal vez no, pero incluso en la distancia, guardarían la memoria del compromiso que los había unido entre sí aquel verano. Sara estaba segura de eso. Recuperaba con frecuencia aquellas imágenes, escenas de una película que quizás nunca lograría identificar, un episodio de una serie de televisión tal vez, o fragmentos de historias distintas que su memoria había fundido sin darse cuenta en una sola, el extravagante argumento de ficción que se encarnó a su alrededor una mañana que parecía igual que las demás, hasta que un ruidoso taconeo que desobedecía todas las normas hospitalarias se detuvo en la puerta de la habitación de Maribel para dar paso a una visita que nadie esperaba. Era una chica muy joven, de veinticinco años a lo sumo. Llevaba la cara pintada, el pelo teñido de rojo, dos aros enormes en las orejas, un cuerpo de volúmenes considerables, y un uniforme que le quedaba muy estrecho. Ella misma llamaba involuntariamente la atención sobre la disparidad de los tamaños de la ropa y de su contenido, porque estiraba de las esquinas de la tela con las puntas de los dedos todo el tiempo, sin llegar nunca a borrar los pliegues que embolsaban su cintura, ni evitar que el borde de la falda se levantara por delante. Al contemplar los episodios de aquella guerra, tan esforzada como vana, Sara tuvo la impresión de que su talla la ponía de mal humor, un detalle que se la habría hecho simpática si ella no se hubiera apresurado a demostrar que, efectivamente, estaba de mal humor. Tenía un chicle en la boca y mucha prisa, porque miró el reloj justo después de entrar y, tirando sin piedad y con pocas esperanzas de una chaqueta que nunca firmaría la paz con sus caderas, se fue derecha a la cama de Maribel sin reparar siquiera en las otras personas que había en la habitación. —Buenos días. Me llamo Aguirre y soy trabajadora social de la policía. Sara, que ocupaba la butaca situada a los pies de Maribel, levantó la cabeza a tiempo para advertir el desconcierto de Alfonso, que estaba sentado en la cama vacía y se tapó enseguida la cara con las manos. Andrés también optó por esconder la suya. Sentado en la otra butaca, se dobló completamente sobre sí mismo para abrazarse las piernas mientras apoyaba la frente en los pantalones.

Tamara, de pie en un punto equidistante entre su amigo y su tío, parecía perdida, sin saber muy bien adónde ir, cómo dividirse. Entretanto, la mujer uniformada abrió una carpeta, desplegó un folleto y empezó a repasar su contenido en voz alta, señalando cada párrafo con un bolígrafo, como si Maribel no supiera leer. —Perdone –Sara se levantó, se acercó a la cama, decidió que no le iba a merecer la pena presentarse–, pero yo creo que sería mejor que los niños salieran. Aguirre giró sobre sus talones, la miró un momento, no le preguntó quién era, le dio la razón con la cabeza. —Sí, acabo de darme cuenta…

Acompáñelos fuera, ¿quiere? Y es mejor que usted espere fuera, también. Ni hablar, dijo Sara para sí misma, ni hablar. Cerró la puerta de todas formas cuando salió con los niños al pasillo, y les propuso que se fueran un rato a la cafetería, os invito a tomar un batido, o una coca–cola con patatas fritas, lo que queráis, les dijo, aquí os vais a aburrir… Tamara y Alfonso aceptaron sin rechistar, pero Andrés se negó. No volvería a emitir una opinión propia y discordante en mucho tiempo, y sin embargo, Sara aún no lo sabía, y no se alegró de escucharla. —No y no –y como si la doble negativa no hubiera sido bastante, movió varias veces la cabeza antes de continuar–. No tengo hambre, ni sed, ni ganas de hablar. Id vosotros si queréis. Yo me quedo aquí.

Entonces, si aquél hubiera sido cualquier otro día, Tamara tendría que haber dado un pisotón en el suelo para exclamar en un tono intermedio entre la queja y el reproche, ¡jo, Andrés, cómo eres, siempre lo estropeas todo!, y Alfonso se habría lanzado a repetir como un loro sus últimas palabras, ¡lo estropeas todo, todo!, pero aquella mañana ninguno abrió la boca mientras los tres se sentaban en el banco a la vez. Sara se sorprendió de aquella inexplicable unanimidad, pero no encontró aún en ellos nada nuevo, ni distinto. Aguirre le recordaba en cambio a la matrona que la atendió muchos años antes, en otro hospital, cuando su embarazo resultó ser ectópico y sus planes saltaron por los aires. Ella también estaba de mal humor, harta, cansada, con ganas de acabar, de irse a su casa. Pero es que yo me encuentro muy mal, estoy fatal…, la había interpelado al fin, cuando se cansó de soportar tantas miradas agrias, tanta impaciencia, ¿es que no lo comprende? La matrona la miró desde muy arriba, instalada en la ventaja de su cuerpo erguido y carente de dolor. Pues anda, que si le contara cómo estoy yo, le había respondido luego, y en aquel instante, Sara la odió como no había odiado a nadie jamás. Luego, acostada en su cama, entumecida y sola, con el resto de su vida por delante, se asombró de la violencia de su reacción, la saña con la que le había deseado tantas veces la muerte sin despegar los labios.

Ojalá te mueras, se había repetido a sí misma, como una letanía, una salmodia, un recurso para salir del túnel en el que se habla convertido aquella camilla dura e iluminada por la rabia de los focos, ojalá te mueras, ojalá te mueras. La matrona simplemente tenía prisa, ganas de acabar, de irse a su casa, donde la esperarían quizás problemas tan graves, tan acuciantes como el suyo, pero Sara había deseado su muerte, y no iba a dejar sola a Maribel en el trance de desear la de aquella mujer uniformada. Cuando volvió a entrar en la habitación, cerrando

de nuevo la puerta a sus espaldas, ella no se volvió a mirarla. Había dejado de enumerar los recursos que el Estado ponía a la disposición de las víctimas de la violencia familiar y se dirigía a la convaleciente en un tono distinto, aún menos persuasivo y más directo.

—No hay nada que pensar, nada que dudar, en serio, hágame caso –miró el reloj, abrió un bloc de impresos, hizo un par de signos con un bolígrafo, siguió hablando–. Si usted no denuncia la agresión, no solamente se expone a que se repita, sino que se convierte en cómplice de su agresor.

—Ya lo sé, eso lo sé, pero es que… –Maribel la miraba, movía la cabeza, dirigía la vista hacia la ventana, volvía a mirarla–. Ahora no quiero pensar en eso, todavía no. Tengo que hacerlo bien, hablar antes con mi hijo, es su padre… —No, en este momento, no es su padre.

—¡Claro que lo es! –Maribel se incorporó sobre la cama y la miró con los ojos dilatados por el asombro–. Siempre lo será, es su padre, qué le voy a hacer… —No –ella no se dejó impresionar, y siguió adelante, encadenando palabras con más cansancio que indiferencia en un discurso que debía de haber repetido muchas veces–, ahora es su agresor, sobre todo eso, nada más que eso, ¿lo entiende? Eso es lo único que cuenta. Y ha huido, ya se lo he dicho. No se encuentra en su domicilio. Todo esto es demasiado grave, tengo la impresión de que no acaba de darse cuenta…

Tenía razón, toda la razón del mundo, y sin embargo, al escucharla en el apremiante desdén de su voz, cualquiera sentiría la tentación de escoger las razones del enemigo.

Eso pensó Sara mientras la escuchaba, advirtiendo los primeros indicios de desaliento en Maribel, que después de haber sido tan fuerte en lo peor, estaba ahora resquebrajándose por momentos, a punto de desmoronarse ante la impaciencia de una mujer sin compasión. Sara no estaba segura de que aquella dureza formara siempre parte del carácter de Aguirre, de que siguiera estando presente en su manera de relacionarse con los demás cuando se liberara de la faja cruel de su uniforme, pero si no era así, su mirada, su acento, sus gestos, resultarían aún más intolerables.

Aquella mujer no sabía medir, no había aprendido a mezclar en las proporciones adecuadas los ingredientes esenciales del papel que pretendía representar, y así, su autoridad sugería solamente hostilidad, su inexperiencia se disfrazaba de superioridad, y su conciencia de lo que era justo y de lo que no lo era desembocaba en un incomprensible desprecio que colocaba a la víctima en el sorprendente lugar de la acusada. En ese momento, Juan Olmedo entró en la habitación, se acercó a Sara y cruzó con ella una mirada de extrañeza. Maribel había tenido mala suerte, muy mala suerte, otra vez. Andrés era tan pequeño todavía, y estaba tan perdido, tan confundido, tan decidido a no llorar jamás, que Sara no podía dejar de contemplar su imagen repentinamente oscura, delgada, esquiva, mientras escuchaba la voz de su madre.

—Tiene usted razón, tiene toda la razón, y yo lo sé, pero me gustaría pensar en cómo lo voy a hacer, hablar con mi hijo, a lo mejor para usted no es importante,

pero…

—¡Ha estado a punto de matarla! –Aguirre elevó la voz, para demostrar que

todavía le quedaba una poca paciencia que perder–.

Hace dos días que ha intentado matarla, ¿y me viene usted con ésas? ¿Cómo

quiere que la comprenda? Lo de su hijo no tiene remedio, tendrá que afrontar lo

que ha pasado antes o después… De verdad, no las entiendo. Ni a usted ni a las

demás, no lo puedo entender.

—Pero si sólo le estoy pidiendo tiempo, sólo eso, si no pienso perdonarle, no voy

a perdonarle, se lo juro, yo…

—A veces pienso que se tienen bien empleado lo que les pasa.

Aquello era demasiado. Sara se preguntó si sus oídos funcionaban correctamente,

y de la expresión de escándalo que contraía el rostro de Juan cuando le miró,

dedujo que sí, pero no logró decidir si le parecía más grave que aquella mujer

hubiera expresado su pensamiento en voz alta o que recurriera a un argumento

tan bárbaro para estimular la respuesta de las víctimas. Si se trataba de una

argucia policial, desde luego dio resultado, porque mientras ella se dedicaba a

escribir en un papel, sin mirarla, Maribel empezó a llorar, y hasta le tiró de la

manga para reclamar su atención.

—¿Pero por qué no me escucha?

–no hubo respuesta–. ¿Por qué no quiere escucharme?

—Mire –y volvió a fijar los ojos en ella–, no tengo todo el día…

Aquello era más que demasiado.

Sara ya no se molestó en interrogar de nuevo a sus oídos mientras forzaba su

imaginación en la búsqueda de cualquier recurso que le permitiera intervenir,

interrumpir a tiempo aquella conversación, impedir que llegara más lejos. Le

habría gustado decirle a Aguirre algunas cosas, preguntarle si siempre había

distinguido con nitidez los contornos de todos los objetos, si nunca había sentido

en la nuca el aliento de una locomotora, si procesaba siempre sin dudar las

verdades de los libros de texto, pero el doctor Olmedo se le adelantó. Se movió

tan deprisa que, cuando Sara quiso darse cuenta, ya había cogido a Aguirre por

los hombros, la había empujado hasta dejarla apoyada en una pared, y había

renunciado a las metáforas en beneficio de un lenguaje que ella seguramente

entendía mucho mejor.

—¡Me importa tres cojones lo que tenga que hacer usted hoy, mañana y el resto

de su vida! ¿Me oye? –las venas se tensaban en su cuello con cada chillido pero,

mucho más consciente que ella de su autoridad, en ningún momento dio la

impresión de estar a punto de perder el control–. ¡No la amenace!

¡No vuelva a hablarle así! ¡Nunca más! No vuelva a hablarle así nunca más, no

vuelva a amenazarla, ¿me oye? –tras la repetición consintió en tranquilizarse,

pero mantuvo sujeta contra la pared a aquella mujer que no sabía quién era, que

ni siquiera le había visto entrar, incluso cuando su voz descendió hasta recuperar

un volumen casi normal–. Esto es un hospital, no sé si se acuerda. Y en esta

habitación, la prioridad absoluta, absoluta, ¿entiende?, la única prioridad es el

restablecimiento de la paciente. Esta mujer ha sufrido demasiado como para que

encima venga usted a hacerla llorar. No pienso tolerar esta clase de alteraciones. Desde este momento, usted no está autorizada a permanecer aquí. Márchese. Ahora mismo.

Entonces Sara sonrió por dentro, sin curvar sus labios en un gesto que habría podido parecer indecoroso, y esa sonrisa extraña, incompleta, interior, armada incluso con matices amargos, descontentos, como el conocimiento del que había brotado, encontró un camino para echar a volar, para quedarse flotando en el aire denso e indeciso que había sucedido a la tormenta. No se trataba sólo del júbilo del espectador que contempla un desenlace que coincide con el que exigen sus deseos, el final que ha adjudicado previamente a cada personaje. A Juan Olmedo tampoco le gustaban los policías, pero eso era lo de menos. Había algo más, una misteriosa sensación de unidad que Sara no era aún capaz de definir, la intuición de que estaba compartiendo algo más que su vida, los pequeños episodios de todos los días, con la mujer herida que ahora cerraba los ojos como si estuviera arrepentida de haber provocado aquella crisis, y con ese hombre de rostro serio, magnífico aún en los restos de su cólera, que vigilaba en silencio los movimientos de la intrusa que se agachaba para recoger los papeles desparramados por el suelo. Sara no podía entender qué le sucedía, no lograba explicarse la naturaleza de aquel descubrimiento misterioso y tardío que pintaba con las luces y las sombras de lo real algo que ya lo era, que había empezado a ser su propia realidad mucho tiempo atrás, prescindiendo incluso de la conformidad de su conciencia. Ella nunca se hubiera dado cuenta sola, y no lo logró del todo hasta que el cuchicheo que llevaba un rato escuchando detrás de la puerta se resolvió en una rendija débil, temerosa, suficiente en cambio para mostrarle los ojos de Tamara, desconcertados, enormes, y a su lado los de Andrés, abiertos también, y sin embargo cerrados como los puños de un condenado a esperar eternamente una nueva versión de lo peor. Entonces, ellos hablaron sin mover los labios, le dijeron sin hablar que ella ya conocía sus ojos, que podía reconocer su mirada de niños limpios, vestidos con ropa nueva, bien alimentados y bronceados por los rayos del único sol que conocían, en la mirada idéntica, anterior, de otros niños más sucios, desnutridos y harapientos, pero igual de solos, igual de asustados. —¿Qué ha pasado? –Tamara hablaba con un hilo de voz, exagerando la pronunciación de cada sílaba, como si pretendiera que nadie excepto Sara la escuchara. —Nada.

Ella sonrió, abrió del todo la puerta desde dentro pero no les dejó entrar, salió al pasillo con ellos, y recuperó por fin aquellas imágenes, escenas de una película que quizás nunca lograría identificar, un episodio de una serie de televisión tal vez, o fragmentos de historias distintas que su memoria había fundido en una sola, un extravagante argumento de ficción en todo caso, las aventuras de un grupo de seres humanos perdidos en el espacio, abandonados por un error o una avería en un planeta extraño, una atmósfera respirable pero hostil. Así se había sentido ella, como seguramente se sentía siempre Alfonso, como se estaban sintiendo ahora mismo los niños, y antes Maribel, y luego Juan, ante la irrupción

de una extraña que se apellidaba Aguirre y cuyo nombre de pila no llegarían a conocer jamás, pero que por el simple hecho de existir, y de ser como era, había despertado en todos ellos una fulminante y absoluta necesidad de expulsarla. Ella había sido la clave del delirio templado, razonable, sujeto a reglas exactas, que permitió que Sara Gómez Morales, nunca nada del todo y ninguna casa a la que volver, comprendiera que ahora pertenecía a todos ellos, a Juan y a Maribel, a Alfonso, a los niños, y que todos ellos le pertenecían a su vez, porque algo más decisivo que el cariño, más decisivo que el miedo, y más que el placer o la necesidad de convivir, los había unido en aquel momento, en aquel lugar, para hacerlos fuertes mientras estuvieran juntos.

—No ha pasado nada, no os asustéis –se sentó en el banco y le dio la mano a Alfonso, que estaba lloriqueando solo, muy bajito, como siempre que escuchaba gritos–. Maribel está muy cansada, agotada, es lógico, ¿no? No tiene ganas de hablar, y nadie tiene por qué obligarla. Ella tiene que descansar, estar tranquila, y esa policía no paraba de hacerle preguntas, la estaba mareando, que si esto, que si lo otro… –Andrés y Tamara se sentaron por fin, como si aceptaran la explicación aunque no se la estuvieran creyendo del todo–. Por eso se ha enfadado Juan. Pero ya se le ha pasado, ya sabéis cómo es…

Entonces, la puerta de la habitación se abrió para liberarla de la obligación de los argumentos tramposos.

—Lo siento mucho –la mujer policía se dirigía a Juan, que la había escoltado hasta la puerta, pero el sonido de su voz llegó perfectamente hasta el banco–. Es posible que me haya pasado, que tenga usted razón. En este trabajo la compasión estorba, eso es lo que dice mi jefe siempre, y… En fin, no he tenido un buen día.

—Yo también lo siento –tras la explosión, Juan parecía tan apesadumbrado como ella–. No debería haberle hablado así. Pero todo esto ha sido bastante duro, la verdad, estamos todos muy cansados.

Aquel recíproco intercambio de disculpas parecía un final, pero resultó un principio. No sólo para Maribel, que a la mañana siguiente les pidió que la dejaran un rato a solas con Andrés, y después de una entrevista que no abrió fisura alguna en el impasible hermetismo de su hijo, denunció a su marido por la tarde ante una pareja de policías a los que Juan describió como mucho más comprensivos, y en consecuencia más eficaces, que la apresurada Aguirre, sino también para Sara.

Cuando Andrés Niño González, alias el Panrico, fue detenido en un pueblo de la provincia de Sevilla a mediados de octubre, después de permanecer más de un mes en las listas de busca y captura, ella ya era capaz de formular con más exactitud sus sensaciones. No podía olvidar que nada excepto el azar los había unido, pero tampoco que antes parecía haberlos seleccionado para tripular aquella nave terráquea y vulgar, dos casas enfrentadas al borde del mar, muy lejos del pasado. Todos ellos compartían una condición común. Todos eran supervivientes, habían sobrevivido a una herida mortal, al filo de una navaja, a una muerte, a una

pérdida, a una amenaza, a la implacable desventura de su propio nacimiento. Todos tenían un secreto, y cada secreto privado alimentaba el caudal del secreto común, el origen de esa fuerza que los unía, que extraían por igual de su unidad, y a la que ninguno podría renunciar sin perderse para siempre, solo y aterrorizado en campo enemigo.

Sara volvió a dormir, pero cada mañana, al salir al jardín miraba al cielo. Lo encontraba con frecuencia limpio, apacible, en paz con los vientos, otras veces nublado, o neblinoso, pero siempre conocido, familiar. Nunca halló nada inquietante, nada extraño en aquella tela azul, manchada de blanco o conmovedoramente intensa, y alumbrada por un único sol, el sol de siempre. Mientras tanto, los niños volvieron a sus casas, al colegio, Alfonso a su centro, Maribel al trabajo, el mundo al otoño, y ella a la rutina ociosa de unos días iguales en los que nunca volvió a sentirse sola. Y sin embargo, todos los días, al levantarse, miraba al cielo, averiguaba la dirección del viento, su carácter, lo llamaba por su nombre y no sabía por qué, pero esperaba.

El ascensor, tan nuevo como todo lo demás en aquella casa supuestamente

rehabilitada que sólo conservaba su fachada original, tenía un espejo. Mientras

subía al tercero, donde había quedado con la vendedora, Sara se miró en él y no

vio una, sino dos caras parecidas.

Tenía cuarenta y dos años, el pelo corto, y sin embargo dieciséis, una melena

larga, castaña, las puntas casi rubias, doradas por el sol de muchas tardes, etapas

de un paseo interminable por Madrid. Entonces y ahora se acababa el verano.

Entonces y ahora, Sara Gómez Morales era ella y era distinta, y las dos veces

otra, una impostora idéntica a sí misma.

—A mí los pisos altos me parecen mucho mejores, desde luego…

–la vendedora levantó las persianas y la luz inundó el salón, amplio, alargado, con

molduras de escayola en el techo y un flamante suelo de madera–, aunque eso va

en los gustos de cada uno, claro…

Era más pequeño que el piso que acababa de vender, pero mucho más caro. La

calle Hermosilla, incluso en aquel tramo que era ya más Ventas que Salamanca,

estaba en la otra mitad del mundo, en el lado opuesto a aquel del que su antiguo

barrio formaba parte, en una esquina de una realidad distinta, la que sería ahora

su propia realidad.

—Y éste es el dormitorio principal, con sus armarios, ¿ve?, y el cuarto de baño

dentro, aquí. Si lo quiere para alquilarlo, no le va a costar trabajo encontrar

inquilinos, creo yo. Es ideal para una pareja joven, con un niño.

—¿El de arriba es igual?

—Sí, exactamente igual.

¿Quiere verlo?

—Pues… –miró el reloj, no quería volver demasiado tarde a casa pero era pronto

todavía–, si no le importa.

Cuando paró el taxi ya había decidido comprar los dos, para aclarar de golpe

hasta la última peseta de su botín. Quizás por eso, sobre el cristal de la ventanilla, entre las calles y las avenidas, y esperando en todos los semáforos, volvió a verla, a mitad de camino entre un recuerdo y un personaje, aquella chica que llevaba su nombre y el pelo más largo, el cuerpo más ligero, el corazón pesado, a cambio, y veintiséis años menos en las piernas mientras bajaba a toda prisa las escaleras de un edificio en el que jamás habría creído que pudiera volver a vivir algún día. Sara sabía por qué corría, que sólo se sentiría a salvo al pisar la calle, al llenarse los pulmones con la brisa caliente que apenas hacía bailar las hojas de los árboles, que se sentía perdida, enferma, herida de derrota, de vergüenza, de asco, pero con fuerzas suficientes para correr todavía como una liebre, para intentar torear a cualquier tren sin más recursos que la agilidad casi infantil de su cintura. Aún podía sentir la huella de su dolor en el costado, escuchar la pobre frase donde buscaba más ánimos que consuelo, ya me acostumbraré. Eso había sido lo único que acertó a decirse entonces, y ahora, cuando sabía bien hasta qué punto había sido verdad, lo recordaba, ya me acostumbraré. Aquella imagen la hacía sonreír, y le llenaba a la vez los ojos de lágrimas. Era tan joven entonces, era tan buena y tan ingenua, era tan crédula, tan torpe, tan intransigente. Aún podía sentir la huella de aquel dolor en el costado, entrar en el metro con la boca reventando de un sabor más amargo, más salado que las lágrimas, recuperar su fe, sus tontos cálculos, los halagos de esa esperanza traidora que escondía la verdad, y los colmillos, mientras la empujaba a seguir adelante, siempre adelante. Ella no sabía avanzar en otra dirección, no conocía ningún otro camino, y estaba dispuesta a todo, al secretariado bilingüe, a la Academia Arce, a la Universidad a Distancia, a pagar cualquier precio por un futuro que nunca llegaría a recompensar la calidad de su esfuerzo. Sara lo sabía y por eso, aquella tarde, mientras volvía en un taxi a la calle Velázquez, enfundándose sin vergüenza, sin pudor, sin la menor tentación de culpa o de arrepentimiento, en la mansa y blanca piel de los corderos, habría dado cualquier cosa por encontrarse con ella, aquella chica valiente e indefensa, por abrazarla, y besarla, por sacudirla, y mirarla a los ojos, y decirle de frente, mírame, ahora eres como yo, algún día serás lo que yo soy, no lo olvides, cuando las calles se encojan y el cielo se desplome sobre tu cabeza, y todos tus días amanezcan nublados y todos tus amores caducados, cuando tu hijo no quiera nacer y tus padres se mueran, y te sientes a llorar en la cocina sin saber por qué, piensa en mí y espérame, porque yo he aprendido a correr más deprisa que los trenes, porque he encontrado un camino para llevarte de vuelta a casa, porque la venganza tiene tu rostro, la mirada aturdida y confusa de tus dieciséis años, el hambre que tus labios jamás saciarán en otros labios prestados, la humilde altivez que no logrará nunca elevar tu barbilla sobre el paisaje de una pobreza que aún desconoces, un balcón pequeño y repleto de macetas, cintas y geranios, plantas del dinero y amores de hombre que no comprarás en ninguna tienda, mírame, porque yo soy tú, porque tú serás lo que yo soy, cuando te quedes sola, piensa en mí, y espérame.

—¿Qué tal? –su madrina estaba en el salón, viendo una película, pero pulsó el botón de pausa cuando la vio aparecer, y le ofreció la cara para que la besara–.

¿Has encontrado algo?

—No, qué va –Sara improvisó una expresión de fastidio, se dejó caer sobre el

sofá, cruzó las piernas–. Bueno, he visto algunos trajes que me gustaban, pero no

eran como para ir de boda. Es que es difícil, ¿sabes?, una boda a finales de

octubre… Si me compro un traje de chaqueta, igual me hielo, si me compro un

vestido, igual no hace día como para ir con abrigo, total, que no me decido.

—Te lo dije –su madrina asintió con la cabeza, satisfecha de haber tenido razón, y

volvió a poner en marcha la película–. Estas fechas son fatales para comprarse

ropa.

Sara no fijó la fecha de la boda que se había inventado hasta que le comunicaron

el día en el que firmaría las escrituras. Como le dieron cita por la mañana,

especificó que la ceremonia era civil, y hasta se compró un auténtico traje nuevo

para la ocasión. Era muy elegante, una chaqueta blanca con vivos negros y una

falda negra de encaje, demasiado como para ir al notario y luego a la sucursal de

un banco desconocido, donde abrió una cuenta nueva para recibir en ella el

importe de los futuros alquileres, pero nadie se atrevió a comentar nada. El

representante de la promotora tampoco hizo comentarios al contar doce millones

de pesetas en billetes de banco. Después, como todavía eran las dos de la tarde,

se fue a comer sola a un restaurante al que había ido muchas veces con Vicente,

y que creyó elegir sólo porque estaba cerca, y porque allí no llamaría la atención

una mujer de su edad, sola y tan bien vestida. Muchos de los camareros habían

cambiado, pero el ma3tre la reconoció y la encargada del guardarropa hasta se

levantó para saludarla.

—¿Cómo está, señora? ¡Qué alegría! La de años que hace que no viene por aquí,

nos tiene muy olvidados… Al que sí vemos es a su marido, pero muy de vez en

cuando, no crea. Por él sabía yo que está usted bien, pero la encuentro mucho

mejor que bien. Está guapísima, y tan elegante como siempre.

—Gracias, muchas gracias –Sara sonrió, marcó una pausa para ganar tiempo, y

hasta se dijo a sí misma, cállate, tonta, pero no pudo evitar seguir hablando–.

Había quedado con él aquí, precisamente, pero acabo de llamarle y me ha dicho

que no cree que pueda venir.

Está tan liado…

—Ya, ya le vemos de vez en cuando en los periódicos.

No el día de su boda, pensó Sara, y sin embargo estaba de tan buen humor que

volvió a darle dos besos antes de ocupar su mesa, y dejó mil pesetas sobre la

bandeja al salir, aunque no llevaba abrigo.

Seguramente aquella mujer había hablado por hablar, pero la posibilidad de que

Vicente le hubiera comentado alguna vez, siquiera una sola vez, que Sara estaba

bien, que ya la traería a cenar algún día de éstos, le produjo una emoción tan

intensa, tan súbita, tan inexplicable, que estuvo más de una semana fantaseando

con llamarle por teléfono.

Acabaría haciéndolo muchos meses después y por razones muy distintas, cuando

las etapas de su repentina riqueza hubieran ya empezado a sucederse a un ritmo

tan frenético, tan vertiginoso, como para anteponer las razones de la aritmética a

las consecuencias de cualquier previsible desorden sentimental. Y sin embargo, ella no empujó a su madrina por aquella cuesta. Ni siquiera llegó a pensar que el episodio de aquel dinero que fue a por ella, que se acomodó entre sus manos como un gato apresurado y mimoso para que una muchacha de dieciséis años bajara unas escaleras a toda prisa mirándola a los ojos, pudiera repetirse. Cuando volvió a casa de doña Sara, aquella mañana, y encontró la mesa puesta con un solo cubierto, lo único que sabía era que no se iba a arrepentir, pero aún no había decidido ninguna cosa más.

Su madrina estaba ya en la playa. Hacía algo más de una semana que se había cansado de esperar a los compradores. Parecía tan impaciente, tan desesperada, tan necesitada de aquel viaje, que la propia Sara la había animado a cambiar de planes. Antes había intentado convencerla de que hiciera el viaje en coche, como todos los años, y ella había vuelto a negarse en redondo, también como cada verano. A doña Sara le gustaban los trenes. Por eso, sustituyendo a regañadientes a su ahijada por una muchacha, se había marchado en el Talgo, un día después de que el chófer, cargado con las maletas, hiciera por carretera el mismo viaje para llegar con tiempo de sobra a recogerla en la estación de Málaga, llevarla hasta Marbella, y ayudarla a instalarse. Otros años se había vuelto al día siguiente, solo, desocupado y en otro tren, pero doña Sara no quería despedirlo hasta que llegara Sarita, porque ni la muchacha que la acompañaba sabía conducir, ni ella moverse en taxi. Era un plan descabellado, un procedimiento absurdo que se repetía a la inversa en septiembre, punto por punto, pero su madrina se había convertido en una anciana caprichosa que no consentía que ningún contratiempo malograse sus deseos, y que jamás escatimaba su dinero, ni el esfuerzo de los demás, en hacerse la vida agradable a sí misma. Total, para cuatro días que voy a vivir, solía decir cuando su ahijada pretendía llevarle la contraria por su bien. Aquella tarde la contrarió sin embargo para favorecerse a sí misma. A la hora a la que habría tenido que estar saliendo de casa para llegar con tiempo a la estación, Sara la llamó por teléfono, se inventó ciertos errores en la inscripción registral de la casa que acababa de vender, le aseguró que no quedaba más remedio que corregirlos, y le prometió que esa gestión sólo retrasaría su viaje veinticuatro horas justas.

Fue fiel a su palabra, pero sólo después de cumplir promesas más urgentes. Aunque hacía mucho calor, no quiso dormir la siesta, y después de comer, se encerró en la única habitación de la casa que no había pisado desde que había vuelto a vivir allí, casi cuatro años antes. Alguna vez, al pasar por el pasillo, se la había encontrado con la puerta abierta y por eso sabía que los muebles seguían estando en su sitio, pero no esperaba encontrarlos tan deslucidos, tan antiguos, el lacado que antes era blanco ahora amarillo y sucio, como aburrido de ver pasar el tiempo.

Tuvo que encoger las piernas para tumbarse en la cama, pero su memoria encontró enseguida una postura cómoda. Tuvo que cerrar los ojos para ver, y la luz atravesó sus párpados. Su madrina se sentaba en una sillita ridícula para contarle un cuento cada noche, y nunca escogía sus favoritos, esas historias de

príncipes y princesas que huían de sus madrastras para besarse por fin al borde de las camas de otros niños. Junto a la suya solía haber dos labradores, pobres, viejos, hambrientos, conspirando en la cocina como miserables, madrugando al día siguiente para abandonar a sus hijos en el bosque. A ella no le gustaban esos cuentos, pero su madrina no le hacía caso, espera y verás, le decía, ya verás al final qué bien termina. El final era una gallina que ponía huevos de oro, un caldero lleno de diamantes y monedas, un tesoro escondido en una casa de chocolate, el camino de vuelta a casa. Espera y verás.

A ella no le gustaban esos cuentos, pero su vida entera había sucedido en ellos. Nunca sería una princesa, nunca un príncipe encantador la había besado en los labios para rescatarla de un sueño que ella siempre habría preferido a su vida. Y sin embargo ahora, y de repente, Juanito, el que cambió una vaca por tres habichuelas, se llamaba igual que ella, y en el mismo nombre cabía Pulgarcito, que sabía crecer a la sombra de los ogros, y hasta Gretel, tan cursi, tan rubia, tan repelente como su hermano, en el trance de engañar a la bruja y hacer fortuna. Espera y verás, decía su madrina, y el destino le había obligado a seguir su consejo, espera y verás. Había esperado, lo estaba viendo, aquél era el final, y era bonito. Por una vez, Sara estaba de acuerdo.

Cuando salió a la calle, a media tarde, su cuerpo la engañó. Parecía más ágil, más flexible, mucho más joven. Y sin embargo, llevaba consigo a todas las mujeres que había sido alguna vez, antes de entonces, y el peso de una lealtad que nada podría romper. Se debía a todas ellas más que a nadie. Nunca reconocería un compromiso distinto.

El chico que la atendió en la agencia inmobiliaria más cercana a su antigua dirección, hablaba de dinero con naturalidad, sin titubear ni lamentar cada dos frases que aquel tema esencial fuera tan desagradable. No creía que Sara fuera a tener muchos problemas para encontrar un comprador, él mismo tenía los teléfonos de algunas personas que andaban buscando piso en aquella zona, y tampoco que los interesados tuvieran dinero negro para invertir en una casa como aquélla. Aquí todo el mundo vive de su sueldo, ¿sabe?, le dijo al final, y Sara asintió con la cabeza, sí, claro que lo sabía. Al despedirse, le dijo que iba a pasar el verano en un lugar sin teléfono, y quedó en llamarle todas las semanas. La tercera vez que habló con él, su casa estaba vendida.

No había ido más allá de lo evidente, no había hecho ningún plan aparte de calcular la zona de Madrid, la superficie y las características del piso grande, o los apartamentos pequeños, que le servirían para vaciar los dos bolsos que se habían quedado veraneando en el fondo del maletero de su armario. Por el momento, eso sería todo. Estaba satisfecha, su vida seguía siendo cómoda, agradable, su trabajo igual de bien pagado, ganaba mucho más de lo que gastaba, dormía nueve horas al día como mínimo, y no estaba dispuesta a correr ningún riesgo. Pero la venta de la casa de Cercedilla no había representado un negocio estupendo sólo para ella. Aunque su madrina no quiso dedicar ni un solo segundo de sus vacaciones a comentar el tema, doña Loreto, a la que le gustaba presumir de que era un lince y dedicarse a resolver las vidas de los demás, lo planteó

directamente en la primera merienda de septiembre, como si quisiera obligarla a

reaccionar de una vez, animarla a celebrarlo.

—Cuánto me alegro por ti, hija, qué bien, qué suerte has tenido… –proclamó

antes incluso de probar el café, y entonces se volvió hacia Sara, y ella se dio

cuenta de que traía aquella pregunta preparada–. ¿Cuánto dinero limpio os ha

quedado?

—Pues… –frunció el ceño, abrió la boca, fingió calcular, supuso que doña Loreto

no era ninguna experta en legislación fiscal–.

Descontando los gastos, la plusvalía, los impuestos y todo eso, casi ochenta

millones.

—¡Fíjate! –doña Loreto miró a su amiga con una sonrisa de oreja a oreja, se

palmeó los muslos y confirmó que no tenía ni idea de legislación fiscal–. Setenta y

muchos millones más en el banco y un problema menos en Cercedilla.

¡Qué envidia me das, Sara! Anda, que si yo tuviera fincas y tierras como tú, en

vez de la mitad de una empresa en la que meten mano todos mis yernos… ¡a

buenas horas iba yo a aguantar administradores! Yo que tú lo vendía todo, mira lo

que te digo, pero todo, todo. El dinero en el banco, bien invertido, sin

preocupaciones, sin quebraderos de cabeza. Qué gusto. Y tú, encima, que no

tienes hijos. ¿Para quién vas a ahorrar? ¡Anda ya!

Total, para cuatro días que vamos a vivir…

—Sí, eso es verdad… –su amiga le daba la razón con la cabeza mientras Sara

sentía que la sangre se precipitaba dentro de sus venas y unas ganas enormes de

rezar–. Que nos quedan cuatro días, quiero decir…

Doña Sara sentía por las fincas rústicas una aversión semejante a la que le

inspiraban los maridos infieles, y por la misma razón.

Doña Loreto lo sabía de sobra, y su ahijada también, porque se lo había oído decir

muchas veces, a mí no me gusta el campo, una proposición radical, inflexible al

principio, cuando los oídos que la escuchaban eran los de una niña, que se reveló

muchos años después como el producto de una mala experiencia.

Cuando todavía era él, y era tan fuerte, en los primeros años de la posguerra pero

también alguna vez antes de la guerra, don Antonio Ochoa, recién casado, tenía

la costumbre de marcharse de casa sin avisar. Al principio estaba fuera una sola

noche y volvía con flores, con bombones y con alguna historia divertida, lo

suficientemente increíble como para resultar verosímil y echar de paso la culpa de

todo a alguno de sus amigos. Luego sus ausencias se fueron haciendo más largas,

dos o tres días casi siempre, una semana incluso de vez en cuando, y ninguna

explicación a la vuelta. No hacía falta. Su mujer nunca sabía con quién, pero sí

dónde estaba. Don Antonio sólo dejó de ponerle los cuernos cuando su cuerpo

escogió por él no la fidelidad, sino la impotencia, pero ni siquiera la enfermedad

logró arrebatarle su orgullo de terrateniente. A él sí le gustaba el campo, y más

que ninguna otra cosa.

En la casa de la calle Velázquez, perdidas entre los cajones, nunca en un marco,

había fotos de un hombre apuesto, el cuerpo que Sara sólo había conocido

postrado, doblado sobre, sí mismo, bien erguido sobre unas recias botas de

cazador, la camisa abierta, un sombrero en la cabeza y la sonrisa de la felicidad en lo alto de una peña, en un llano inmenso plantado de cereal, al borde de un viñedo o ante un rebaño de ovejas, un perro pastor pegado a sus pantalones. Por eso tardaba tanto en volver cuando se marchaba. Le gustaba llevarse a sus conquistas a Toledo, a esa finca que era suya, y cuidaba y mejoraba y mimaba más que a sí mismo, pero también se ocupaba de las demás, de las tierras de Salamanca, que su mujer había heredado de su madre, y de las fincas de Ciudad Real, que habían formado parte de la fortuna de los Villamarín y que eran las más valiosas. Por eso a doña Sara no le gustaba el campo.

—Es que, a mí, lo que me gusta es estar contigo –le dijo aquella noche, durante la cena–, y estoy pensando que igual Loreto tiene razón porque, aunque tú lo sigas llevando todo, pues…, cuantas menos cosas tengas que hacer, más tiempo tendrás para estar conmigo, ¿no? Y es verdad que yo no tengo hijos, nadie que se vaya a ocupar de mis propiedades cuando yo me muera. ¿Qué van a hacer mis sobrinos con las fincas? Pues venderlas, claro está. Y si te dejo a ti las dehesas, ¿qué harás? Pues venderlas también, como es lógico. Y además, a mí todas esas tierras me dan igual, hace siglos que no voy ni siquiera a la finca de Toledo, que es la que está más cerca. Ya sabes que a mí no me gusta el campo. Yo creo que tiene razón Loreto, fíjate.

De primero había acelgas, una verdura que tampoco le gustaba a ninguna de las dos, pero que se seguía llevando a la mesa una vez a la semana porque sí, porque en aquella casa siempre se habían comido, y porque eran muy buenas y tenían mucha fibra. Mientras escuchaba a su madrina, Sara tragó un bocado con dificultad y se preguntó a sí misma por qué no estaba nerviosa. Debería estarlo, y sin embargo, se sentía más que tranquila, despierta, ágil, y casi podía oír un barullo de tornillos y palancas ajustándose entre sí, el zumbido de la máquina que se ponía en marcha dentro de su cabeza, por encima del débil eco de la voz de la anciana.

—No sé, mami –contestó después de un rato, cuando ya había decidido qué papel, entre todos los que podía representar, resultaría más conveniente–. Venderlo todo así, de golpe… Da miedo, ¿no? ¿Por qué no te lo piensas un poco? El suelo es un valor seguro, nunca quiebra, nunca se hunde. —No, lo que se hunden son los techos de las casas, y algunos años graniza en abril, y otros hace calor en enero.

Sara sonrió. Su madrina, que tenía tan mala memoria, había acertado a enumerar tres catástrofes que se habían producido en los dos últimos años. Ella, sin embargo, no podía darle la razón tan fácilmente. Fiel al papel que había escogido y tan conservadora, tan sensata como correspondía, mantuvo el pie firme contra el freno.

—Yo creo que deberíamos pensarlo, de todas formas. Ver bien lo que hay, averiguar cómo está el mercado, hacer las cosas despacio, meditarlo un poco, ¿no? Y valorar las consecuencias antes de empezar.

Eso no lo había planeado de antemano. Al fin y al cabo, durante toda su vida había sido una trabajadora excelente, honrada, concienzuda, responsable, una

condición que saltó repentinamente sobre ella para que sus antiguos escrúpulos

de asalariada, la seguridad que la acompañaba cuando pisaba el terreno de las

cosas que sabía hacer con brillantez, afloraran por sorpresa, dándole un margen

tan estrecho que apenas le consintió intuir hasta qué punto podían llegar a

encajar esta vez con sus propios y ocultos intereses.

—¿Y qué consecuencias va a haber? –su madrina la miraba, intrigada–. Menos

problemas en el campo y más dinero en el banco, ¿no?, lo que dice Loreto.

Sara cerró los ojos un instante, dejó la servilleta sobre la mesa, se recostó en la

silla, cruzó los brazos antes de contestar. No le resultaba fácil seguir porque

acababa de darse cuenta de que tenía que calcular cuidadosamente el significado

de cada frase que pronunciaba, tirar con dedos limpios y precisos del hilo de oro

que acababa de descubrir por azar entre sus propias palabras, elegir la roca por

donde intentaría abrir una entrada en la mina.

—Pues no, no sería sólo eso…

Tu situación financiera cambiaría como de la noche al día. Doña Loreto no sabe

nada de legislación fiscal, ni tiene por qué saberlo, si vamos a eso, pero… Las

fincas rústicas no tributan igual que el capital, mami. Los propietarios de

explotaciones agrícolas tienen subvenciones, líneas de crédito privilegiado, a bajo

interés, pueden diferir los tributos si la cosecha ha sido mala o inferior a sus

expectativas y, por supuesto, se desgravan buena parte de los gastos, las

nóminas de los trabajadores, los pagos de maquinaria, las reparaciones que

tengan que hacer y cosas por el estilo. Todo esto lo sabes ya, o por lo menos te

tendría que sonar, porque te lo conté hace poco, y el año pasado, y el otro…

El dinero en el banco, en cambio, no tiene ninguna ventaja fiscal.

Al contrario.

Al llegar a ese punto se detuvo, aunque ya no necesitaba ganar tiempo. Sabía

muy bien lo que iba a decir a continuación, pero quería contemplar la reacción de

la anciana, comprobar si, tal y como ella calculaba, sus ojos viajarían desde la

intriga a la inquietud para ins talarse al final directamente en la furia.

—¿Y entonces?

—Entonces tendríamos que colocar el dinero de otra manera, buscar otro tipo de

inversiones, escoger fondos con desgravaciones fiscales, e ir cambiando de

estrategia en función del incremento de tu capital. Si decides venderlo todo, y lo

vendes deprisa, deberíamos incluso arriesgar un poco más. De lo contrario,

Hacienda se quedará con más de la mitad de lo que ingreses.

—¡Ah, no! –Sara había ganado la primera mano. Definitivamente furiosa, como

correspondía a su condición de rica española que no había pagado ni un duro de

impuestos durante cuarenta años de dictadura, doña Sara cerró los puños, los

estrelló contra la mesa, se inclinó hacia delante–. Eso sí que no, de ninguna

manera. Haz lo que quieras, lo que te parezca mejor.

—Bueno… No vendamos la piel del oso antes de cazarlo –y entonces recogió con

una mano la tormenta que había desatado con la otra–.

Primero vamos a pensar bien qué hacemos, y cómo lo hacemos. Pero si decides

vender, y vendes deprisa, yo creo que, de momento, nos convendría buscar otro

agente de bolsa, alguien menos conservador, menos legalista, más joven que don Ricardo.

No podía contar con el agente de don Antonio, pero tampoco sabía a quién recurrir, o más exactamente, sabía que sólo podría ayudarla la única persona de este mundo a quien no le gustaría pedirle un favor. Lo descartó aquella noche, al acostarse, y la mañana siguiente, al despertar. Lo descartaría todas las noches y todas las mañanas de aquel otoño, mientras se entrevistaba con administradores y arrendatarios, con ingenieros agrónomos y secretarios de ayuntamiento, para parcelar las fincas rurales de su madrina en lotes que se irían vendiendo de manera desigual, muy deprisa los mejores, afortunadas tierras húmedas en una provincia tan seca como Ciudad Real, más despacio los menos favorecidos. Lo descartaría también aquel invierno, cuando el propietario de todas las dehesas colindantes se decidiera a comprar también las que habían puesto a la venta en Salamanca, para consolidar la explotación ganadera más importante de la comarca. Y en marzo, cuando el hijo de doña Margarita hizo una oferta, baja en la teoría de la demanda pero irresistible en la práctica de las cifras, por la casa que don Antonio Ochoa destinaba a sus juergas adúlteras, lo descartó otra vez. Todas las noches, al acostarse, y todas las mañanas, al levantarse, lo pensaba, se animaba, se lo prohibía, renunciaba, y sin embargo, sabía desde el principio que no podía contar con nadie más.

Su vida social, que nunca había sido intensa excepto en los buenos tiempos que no quería recordar, se había reducido al mínimo. Buscar un socio al azar, a través de alguno de los intermediarios a los que había conocido como representante de su madrina, no sólo la exponía directamente al riesgo de una denuncia, sino también, en el menos malo de los casos, al de un chantaje tan largo como su vida. No encontraba un camino por donde seguir, no podía decidirse mientras el tiempo, indiferente, pasaba.

En la primavera de 1990 los billetes de banco llegaron a acumularse en el fondo de su maletero a un ritmo tal, que en algunos casos eligió la prudencia y entregó a su madrina una parte del dinero negro que hasta entonces había reservado para sí misma. Ése ya no era el problema. Mientras pensaba en Vicente, y se obligaba a olvidarlo, y volvía a pensar en él, y a desterrarlo en un segundo de su mente, Sara Gómez Morales, sin las muletas de su pasado, aquella chica tan joven que dejó de bajar una escalera a toda prisa cuando dejó de ser necesaria, empezó a preguntarse qué quería ser ella en realidad. Ante sus pies se abrían dos caminos diferentes. Uno le llevaba a ser una mujer acomodada y relativamente honrada, una especie de versión de lujo de la señorita Sevilla. El otro haría de ella una estafadora rica de verdad. Hacía meses que había vuelto a dedicar sus ratos libres a mirar pisos, aunque ahora buscaba algo distinto, un piso muy grande, muy barato y definitivamente arruinado, tan viejo que pudiera pagarlo a través de un crédito al que destinaría el importe de los alquileres de sus apartamentos, tan destrozado como para resolver la inflación de su maletero por medio de una reforma exhaustiva, lujosa, monumental incluso, lo que hiciera falta con tal de multiplicar su inversión por varias cifras a la hora de venderlo para empezar de

nuevo. Ése era el camino más tranquilo, más seguro, y el que circulaba al margen de Vicente. Y sin embargo, y sin abandonarlo del todo, escogió el otro. Cuando vendió por fin la casa de Toledo, doña Sara repartió el dinero entre sus sobrinos, y pagó los impuestos de la donación con sus propios fondos, sin repercutirlos sobre las cantidades que había regalado. Nunca me gustó esa casa, ya lo sabes, dijo solamente. A ella le regaló un coche nuevo y carísimo, su primer BMW, pero no dinero. Ya contaba con eso. Por mucho que la quisiera, por mucho que la necesitara o la prefiriera a Amparo y a sus hermanos, ella nunca heredaría el mantón, sino los flecos. Los hijos del servicio se prohíjan, pero no se adoptan, porque la sangre es roja y la ley es la ley. No iba a echarse a llorar a esas alturas pero, al margen de sus sentimientos, la situación de las cuentas corrientes de su madrina empezaba a hacerse insostenible.

Le hubiera gustado dejar pasar otro verano, darse más oportunidades para meditar, sujetar su ambición o prepararse mejor por dentro, pero ya no tenía tiempo. Lo había perdido descartando la única posibilidad que estaba a su alcance, cada mañana y cada noche, durante casi un año. Si esperaba hasta septiembre y la gestión se retrasaba por cualquier motivo, el año fiscal podría llegar a vencer sin resultados. Y ahora se jugaba mucho más que su prestigio en la eficacia de su trabajo.

Naturalmente, su nombre no aparecía en la guía telefónica. Cuando marcó el número de la sede del partido le sudaban las manos, le temblaban las piernas, y su voz retrocedió de golpe a un estado balbuciente, infantil. Y sin embargo, la primera persona por la que preguntó estaba en su despacho, y se acordaba de ella. En este momento no creo que esté localizable, le dijo, pero yo voy a verle dentro de un par de horas, vamos a comer juntos, déjame un teléfono al que pueda llamarte, va a ser lo mejor… No se dio cuenta de que la estaba mintiendo, pero diez minutos más tarde sonó el teléfono. Era Vicente González de Sandoval, y no su secretaria.

La citó al día siguiente, a las dos y media, en un restaurante nuevo para ella, una gran sala que en origen debió de haber sido la bodega, quizás las cocheras o hasta las caballerizas, de un antiguo palacio. Las paredes eran de ladrillo antiguo, las ventanas altas, pequeñas, y desde el techo, las aspas de los ventiladores matizaban el efecto de un aire acondicionado programado con cautela para crear una sensación de frescor propia de los soportales de un claustro, de una parra entre fuentes, de una cueva artificial en un jardín dieciochesco. Los muebles eran de madera de teca y tenían una ligerísima, apenas apuntada reminiscencia colonial que aligeraba el clasicismo de las alfombras. Había muchas plantas, grandes, lustrosas, colocadas con inteligencia en rincones donde llamaban la atención sin estorbar.

Las copas eran azules, de vidrio portugués, la vajilla de porcelana blanca, y la plata absolutamente ausente. Era un ambiente arquetípico del gusto de aquel hombre por un lujo desnudo, esencial y sin estridencias, una estación más de ese viaje del que Sara llegó a disfrutar tanto mientras lo acompañó durante un trecho, un recuerdo empeñado en conjugarse en tiempo presente. Estaba segura de que

lo había estado seleccionando el día anterior, mientras ella trataba de explicarle,

con frases entrecortadas, inconexas, escogidas por sus nervios enemigos, que le

gustaría quedar con él para consultarle un asunto muy especial, demasiado grave

como para tratarlo por teléfono.

Por eso, aunque fuera de allí el asfalto hervía como si estuviera a punto de

licuarse bajo la impiedad del sol de junio, Sara sufrió al entrar las consecuencias

de un cambio más salvaje, más feroz que el de la temperatura. El aire de otros

tiempos la paralizó un instante al lado de la barra. Entonces le vio. Estaba sentado

en una de las mesas del fondo, mirando unos papeles con unas gafas pequeñas,

de leer, que antes no usaba.

Tenía cincuenta años, muchas canas, la vista cansada y el aspecto del único

hombre del mundo al que ella habría podido amar durante toda su vida. Aquella

certeza se impuso a la vergüenza, a la inseguridad, al miedo, todos los peligros

que creyó afrontar cuando descolgó al fin el teléfono para intentar buscarle. Por

un instante, volvió a sentirse tan torpe, tan crédula, tan ingenua como a los

dieciséis años, pero cuando estaba a punto de salir corriendo, él levantó la

cabeza, la vio, se quitó las gafas y se puso de pie. Los labios de Sara sonrieron

solos mientras iba a su encuentro.

—¿Cómo estás?

—Bien –le devolvió los besos, besos de verdad, los labios de Vicente aplastándose

contra su cara mientras rodeaba su cintura con el brazo izquierdo y la estrechaba

contra sí un segundo más de lo imprescindible, el segundo necesario para que ella

fuera consciente de su abrazo–. Estoy bien. ¿Y tú?

—Bueno… –él frunció los labios en una mueca escéptica, la miró, se echó a reír–.

Supongo que bien, también. Siéntate, por favor, estoy muy contento de que me

hayas llamado, tenía muchas ganas de verte.

Las cortesías se prolongaron en una conversación trivial sobre las posibilidades de

la carta, que dio lugar a un resumen apresurado del estado de cada uno. Los hijos

de Vicente estaban bien, el mayor en la universidad, la pequeña a punto de

entrar, los padres de Sara habían muerto, ella había vuelto a vivir con su madrina,

él arqueó las cejas al saberlo.

—Vi la foto de tu boda en el periódico –no lo pudo evitar, pero quiso matizar su

comentario con una observación mundana–. Muy espectacular, por cierto, tu

mujer…

Él sonrió con sorna y una sola esquina de la boca.

—Sí, espectacular sí que es.

Mi mujer, ya no. Nos divorciamos hace un par de años, pero no vino ningún

fotógrafo.

—Fíjate… –Sara se inclinó hacia delante, le miró, procuró desnudar su voz de

cualquier rastro de rencor, mantenerse firme en la distancia de una ironía

pausada, risueña–. Yo creía que nunca ibas a dejar a María Belén, y después de

todo, has cogido carrerilla.

—Pues sí –él se puso a su altura–, eso es lo que pasa, que uno se va

acostumbrando a todo, a divorciarse, a casarse, a divorciarse otra vez…

—Así, cualquier día de éstos te puedes volver a casar.

—No pienso –hizo una pausa, la miró, se echó a reír–. A mí las bodas me han

salido siempre carísimas. Aunque mi novia está empeñada, eso sí.

—Porque será muy joven.

—No tanto. Ha cumplido treinta y seis, pero no lo parece. Por lo pesada que se

pone, quiero decir…

—¿Y espectacular?

—Bueno, vestida no tanto.

Pero desnuda gana bastante, no creas… –Sara se rió, él se limitó a mirarla–. ¿Y

tú?

—¡Uy! Yo… Ahora no puedo pensar en esas cosas. Tengo otros planes, por eso te

he llamado.

—Yo estaba loco por ti, Sara.

Lo dijo con firmeza, sin levantar la voz, en el mismo tono que habría empleado

para pedir otra botella de vino, un registro mucho más grave que aquél,

impregnado de urgencia, de ansiedad, que adelgazaba siempre las palabras

cuando lo decía en tiempo presente, yo estoy loco por ti, Sara, en cada bronca,

en cada despedida, en cada tumultuosa e inevitable reconciliación, estoy loco por

ti, Sara, y tú lo sabes, que estoy loco por ti. Ella intentó sonreír, fingir una

entereza que no sentía, se preguntó por qué tenía que ser todo tan difícil, y se

sintió tan incómoda, tan ridícula ante la perspectiva de levantarse de la mesa y

huir, que después de arrugar la servilleta para estirarla otra vez, y mover los

cubiertos hasta centrar el plato perfectamente entre ellos, y tomar un sorbo de

vino, y luego otro, y otro más, logró sujetarse, recordar que todo estaba perdido,

y el propósito que la había guiado aquel día hasta la mesa de las confesiones

inútiles.

—Yo… Quiero pedirte un favor, Vicente, un favor muy gordo –él abandonó la

postura nostálgica del amante derrotado que recuenta sus heridas y se enderezó

en la silla, como si quisiera demostrar que estaba dispuesto a escucharla con

atención–. Y antes de empezar, te advierto que es bastante delicado, arriesgado

para mí, desde luego, pero no sé si incluso peligroso para ti, por tu posición, tu

imagen, tu carrera política, en fin…

Si no puedes ayudarme, dímelo claramente, por favor. Te aseguro que lo

entenderé.

—Me estoy excitando –Sara no pudo reprimir una carcajada ante aquel

comentario, que deshizo la tensión con la misma eficacia que había probado su

comentario anterior al crearla–. ¿Qué pasa?

—Necesito un agente de bolsa o un asesor de inversiones para una operación

bastante especial. Haría falta que fuera muy capaz, muy discreto, absolutamente

de fiar y nada curioso, sobre todo eso. Que no haga preguntas, que no cuente

chismes. Y que esté dispuesto a correr ciertos riesgos, a bordear incluso la

ilegalidad.

Hasta aquel momento había hablado de un tirón, pero sin atreverse a levantar la

vista del plato. Cuando lo hizo, se lo encontró muy sorprendido y más sonriente

aún. Los ojos le brillaban como los de un niño que tiene que elegir en qué mano

está el regalo, sus dedos se movían encima de la mesa como si pretendieran tocar

el piano en el mantel, sus labios, entreabiertos, no encontraban la manera de

cerrarse.

—Me estoy excitando cada vez más –Sara volvió a reír, él a acompañarla–. ¿Estás

financiando por tu cuenta una guerrilla latinoamericana o has entrado

directamente en tratos con la mafia?

—No, no es nada tan exótico…

Ya te he contado que he vuelto a vivir con mi madrina. Te acuerdas de esa

historia, ¿verdad? –él asintió con la cabeza, ella decidió avanzar–. Bueno, pues es

una mujer muy mayor y apenas tiene familia, sólo tres sobrinos segundos que

vienen de visita de vez en cuando pero que, naturalmente, se quedarán con su

fortuna cuando se muera.

Sin embargo, yo me ocupo de todo, entre otras cosas de administrar sus bienes,

porque ejerzo su representación legal. Mi madrina es muy rica. Exageradamente

rica. Así que… Digamos que tengo una oportunidad de heredar.

Aquella revelación apagó las risas. Vicente apartó su plato, se recostó en la silla y

se la quedó mirando con una expresión difícil de interpretar, una luz indecisa

entre la complicidad y la melancolía, una leve tensión de tristeza en la sonrisa que

aún dibujaban sus labios, como si el pasado, su propia historia y la historia de

Sara, todos esos años en los que nunca habían llegado a vivir juntos y los que

habían pasado desde entonces, hubieran caído de golpe encima de la mesa, para

obligarle a aterrizar en una realidad que hasta aquel momento se había permitido

el lujo de ignorar.

—¿Qué pasa? –Sara no podía soportar su propio reflejo en aquella mirada.

—Nada –él sacudió la cabeza, volvió en sí mismo, recuperó su aplomo muy

deprisa–. Ya sabes que siempre me has parecido muy lista y muy fuerte, muy

capaz de cualquier cosa. Pero no me esperaba algo así. De ti no.

—¿Te he escandalizado? –Él negó con la cabeza, ella insistió y nunca habría

creído que, después de tanto tiempo, necesitara tanto una respuesta–. ¿Estás

decepcionado?

¿Te parezco malvada, repugnante, miserable?

—No –alargó una mano sobre la mesa, cogió una de las de Sara, la apretó un

momento–. La verdad es que me gusta verte así. De alguna manera, me

tranquiliza.

Ella recuperó el control de su mano sin detenerse a analizar esas palabras.

—¿Me vas a ayudar?

—Claro. Conozco a alguien que puede valer. ¿Algo más?

—Nada más –y sonrió, y hubiera querido obligarle a sonreír a él también,

imponerle la certeza de que todo había terminado, pero él no quiso acatar su

disciplinada, razonable prudencia–. Muchas gracias, Vicente. No sabes cómo te lo

agradezco.

—No, pero me gustaría saberlo.

Aquello tenía que pasar, y pasó entonces. Sara miró los ojos que la miraban

desde el otro lado de la mesa y todo lo que la rodeaba empezó a oscurecerse, los contornos de cada objeto se fundieron mansamente en las siluetas de los objetos contiguos, las referencias temblaron un instante antes de desaparecer, y los muebles y las plantas y la música de Scarlatti la dejaron sola en un vacío repentino, blanca absoluto y dos puntos negros, los dos ojos oscuros que la miraban.

—Yo estaba loco por ti, Sara –y su voz sonó entonces con el mismo acento de otros tiempos.

Nunca sabría muy bien cómo logró escapar de aquella trampa, de dónde sacó las fuerzas precisas para obligar a sus dedos a retroceder cuando ya avanzaban por el mantel hacia su mano, cuándo se le ocurrió mirar el reloj, dejar escapar un grito de alarma fingida, anunciar que se le había hecho tarde, que se tenía que ir. Él no hizo nada por retenerla, pero sujetó su cabeza con las dos manos y la besó en la boca después de que ella le hubiera besado en las mejillas para despedirse. No puedo, Vicente, no puedo… De verdad que no puedo. Y era sincera. En aquel momento no deseaba nada, ni el dinero, ni el poder, ni la venganza, como le deseaba a él, pero ya conocía el precio, sus condiciones y los propios mecanismos de su pobreza, ese apego a las pocas cosas que había tenido siempre y de las que nunca había aprendido a despedirse del todo. No soportaría saber que aquella vez sería la última. Ya no. Diez años antes habría vuelto a casa deshecha en llanto. Aquella tarde no pudo llorar, y fue peor.

Estaba tan triste, tan seca por dentro, que le dijo a su madrina que se encontraba mal y pasó toda la tarde tumbada en la cama, con los puños cerrados, los ojos abiertos y ningún pensamiento, ninguna expectativa, ningún signo de vida reconocible en su interior excepto un recuerdo obsesivo, insoportablemente preciso, del peso de otro cuerpo sobre el suyo.

A la mañana siguiente no se levantó mejor, pero cuando estaba a punto de sentarse a comer, una doncella la avisó de que la llamaban por teléfono. Por la voz, su interlocutor parecía un hombre muy joven. Por su nombre, Rafael Espinosa, un completo desconocido.

Pero llamaba de parte de Vicente González de Sandoval y estaba dispuesto a concertar una cita cuando a ella le viniera bien. Sara, conmovida por la rapidez con la que, pese a todo, Vicente había cumplido su promesa, apuntó la dirección y quedó con él un par de días más tarde. Cuando se lo encontró, junto a la mesa de recepción de una asesoría de inversiones que ocupaba una planta completa de uno de los rascacielos de Azca, tardó sólo un instante en reconocerle. —¿Te acuerdas de mí?

La última vez que le vio era casi un adolescente, un muchacho greñudo y sucio, perpetuamente enfurruñado, indignado con el mundo, que andaba arrastrando los pies y se cagaba en Dios en una de cada dos frases, y en el estampado de sus camisetas. Ahora llevaba el pelo corto, los zapatos muy limpios, y una corbata deliberadamente chillona que se aliaba con una americana de ante y unos vaqueros nuevos para reducir su aspecto a la condición de un inconformismo simbólico.

—¡Qué barbaridad, Rafa, cómo has cambiado!

—Tú estás igual, sin embargo…

Era el hijo pequeño de la hermana mayor de Vicente, y su sobrino favorito, tal vez

porque representaba, en la generación sucesiva, el mismo papel que él había

asumido en su momento. También era el único miembro de la familia de su

amante al que Sara llegó a conocer. En aquel entonces militaba en un grupo de

extrema izquierda y sostenía posturas mucho más radicales que las de su tío, con

quien discutía sin parar después de haber pedido casi siempre un whisky de malta

de doce años o el plato más caro de la carta. ¡Paga tú que eres rico, no te jode!

Vicente se partía de risa con él. A Sara también le gustaba verle, escucharle,

porque le ofrecía un espejo donde podía mirar a un estudiante de Económicas

más joven, más apasionado e ingenuo que el hombre del que se había

enamorado, y porque ella misma se convertía a veces en el origen de los insultos

que Rafa le escupía a su tío a la cara entre las gigantescas olas de una genuina y

mal disimulada admiración. ¿Y tú? ¡Mírate tú, joder! Con esta novia tan cojonuda

que tienes y casado todavía con la pija esa…

Pues sí que das ejemplo a la clase trabajadora, tú… Luego, cuando les dejaba

solos, Vicente siempre le decía que su sobrino estaba enamorado de ella, pero

Sara nunca le creyó. Quizás por eso se alegró tanto de verle, y se sintió mucho

más segura de lo que había calculado mientras le seguía por el pasillo, hasta un

despacho cuya puerta él se aseguró de cerrar después de invitarla a sentarse.

—Bueno, vamos a ver… –al situarse al otro lado de la mesa, asumió casi

instantáneamente un tono serio, profesional, acorde con la media docena de

títulos emitidos por universidades nacionales y extranjeras que proclamaban

desde las paredes que no había sido menos radical que antes a la hora de

reciclarse–. Vicente no me ha contado mucho. Lo que he entendido, más o

menos, es que se trataría de abrir dos líneas de inversión, ¿no? Una colocando un

capital determinado, y la otra colocando los intereses que vaya generando ese

capital.

Sara asintió con la cabeza, y por una vez se atrevió a pensar que el hombre de su

vida no había sido el hombre equivocado.

—Pues sí. Básicamente es eso.

—Muy bien –él parecía tan tranquilo como si estuviera haciendo la lista de la

compra–. Y el titular del capital, es decir, la persona con capacidad legal para

autorizar las inversiones eres tú.

–Sara asintió con la cabeza–. Y supongo que lo que nos interesa es que el capital

original no corra riesgos, es decir, que en principio las inversiones que decidamos

sean lo suficientemente transparentes, razonables, como para justificar con

garantías el hecho de haberlas elegido.

Sara sonrió, agradeciéndole que usara la primera persona del plural para decirlo

todo él solo.

—Exactamente.

—Y no nos importa ser más audaces, más… heterodoxos, digamos, con el

segundo capital, es decir, con el que vayan generando los intereses del capital

principal –levantó las cejas, ella volvió a asentir–, que iremos reembolsando en los

porcentajes correspondientes en la medida en que este segundo capital aumente.

Hasta aquí vamos bien, ¿no?

Entonces abrió un cajón, sacó una hoja de papel y se la tendió a través de la

mesa junto con un bolígrafo.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

Sara escribió una cifra con ocho ceros y le devolvió el papel.

Él lo leyó, la miró con los ojos a punto de salirse de las órbitas, lo volvió a leer,

silbó, se aflojó la corbata, lo rompió en pedacitos y lo tiró a la papelera.

—Hace mucho calor, ¿verdad?

Te invito a tomar algo, estoy muerto de sed.

Ninguno de los dos volvió a decir nada hasta que estuvieron sentados en la mesa

más apartada de un bar situado al otro lado de la Castellana. Entonces, Rafa le

preguntó qué quería tomar e inmediatamente después, cuando el camarero se

marchó, se la quedó mirando.

—¿Así que vas a desplumar a la vieja, eh? –y se echó a reír, como si aquella

forma de resumir la situación le pareciera muy graciosa.

—Menos mal que le pedí a tu tío que me buscara a alguien discreto –se quejó

Sara, en cambio, y aunque por un lado aquel exabrupto la sobresaltó, por otro

acabó de confirmarle que su interlocutor era capaz de asumir su situación con una

naturalidad sorprendente.

—Pero si eso es precisamente lo que soy. Discretísimo. Por eso te he traído aquí,

para que no nos oiga nadie…

No solían encontrarse en su despacho, y ella no le llamó allí más de dos o tres

veces. Si quería comentarle algo, le dejaba mensajes en el contestador de su

casa, aunque habitualmente era él quien llamaba y siempre después de las once

de la noche, cuando nadie estaba más cerca que Sara del teléfono.

Sus conversaciones eran muy breves, lo imprescindible para fijar la siguiente cita.

Casi siempre quedaban también de noche, para cenar o tomar una copa cuando

doña Sara estaba ya acostada y su ahijada podía salir de casa sin dar

explicaciones. Por eso, en todos los años que vivieron juntas hasta su muerte, la

anciana nunca estuvo tan contenta como entonces, mientras el frenesí que

desbordaba a Sara por dentro se mantenía oculto bajo la apariencia de una

serenidad casi absoluta. Ella, esclavizada por el dolor de sus huesos, ya no tenía

ganas de salir a la calle y se movía cada vez con más dificultad, pero casi siempre

tenía a su ahijada cerca, dispuesta a ayudarla, a leerle el periódico en voz alta, a

sentarse a su lado frente al televisor.

—¿Ves qué bien? –le decía a veces–. Ya sabía yo que tenía que vender todas las

fincas. Antes, siempre andabas corriendo, que si los bancos, que si el

administrador, que si la gestoría… No daban más que problemas. Ahora, en

cambio, con todo el dinero limpio y bien invertido, mira qué bien estamos las dos,

todo el día juntas…

Ni doña Sara le pedía detalles sobre el estado de sus cuentas, ni ella insistía tanto

en tenerla al corriente como al principio. Y sin embargo, mientras Rafa la hacía

rica, estaba enriqueciendo a su vez a su madrina. La seguridad de cada movimiento dejó de obsesionarla muy pronto, cuando comprobó la capacidad del sobrino de Vicente, un inversor tan hábil, tan astuto, tan acostumbrado a seducir a la suerte, a ponerla de rodillas, a tenerla tumbada a sus pies, que ningún observador imparcial se atrevería a censurar a su clienta por ser comprensiva con sus audacias. A pesar de que, acatando una regla no escrita y sin embargo básica en su trabajo, Rafa cultivaba una afición por el riesgo que a Sara en un principio le pareció excesiva, lo cierto era que la fortuna de los Villamarín nunca había estado tan bien gestionada como entonces. Era muy bueno, mejor que bueno, y actuaba con una seguridad asombrosa en relación con su edad, pero ella nunca encontró nada sospechoso en su forma de trabajar, ni siquiera después de que sus primeras gestiones arrojaran beneficios tan espectaculares como para persuadirla de vigilarle de cerca. En el otoño de 1990 mantuvieron un contacto telefónico constante, y se acostumbraron a verse más o menos una vez a la semana. Después, cuando Sara aceptó su genialidad, ese don de adivinar el porvenir, y la velocidad de sus ganancias, era él quien insistía en quedar de vez en cuando aunque no tuviera nada nuevo que contarle. Ella aceptaba siempre, porque había ido perfeccionando su papel de hija modélica al mismo ritmo que su ambición, y así, aunque la venganza la sostenía, la alimentaba, la atraía más que cualquier diversión, no contaba con muchas ocasiones de escapar, de distraerse, de arreglarse para salir de noche. Seguían llevándose muy bien, tanto como cuando Vicente estaba entre ellos. A Rafa le gustaba presumir, adornarse con su admiración cada vez que los valores de las acciones subían o bajaban en la dirección exacta que había previsto de antemano, y a Sara, que disfrutaba tanto con los números, todas esas crónicas que él sabía teñir del color de las novelas de aventuras sólo para divertirla, no le costaba ningún trabajo halagarle. —No sé qué habría hecho sin ti, Rafa, te lo digo en serio –le dijo una noche, en los postres de una cena que se empeñó en pagar para celebrar una operación especialmente brillante.

—Pues imagínate lo que podrías hacer conmigo. No añadió nada más, y Sara no le dio importancia a sus palabras. Rafa acababa de cumplir treinta años y era un soltero vocacional, bastante guapo y muy coqueto, menos seductor quizás que Vicente cuando ella le conoció, pero incomparablemente más frívolo. Sara se había dado cuenta de que sonreía a las camareras, a las cajeras, a todas las chicas con las que se cruzaba por la calle, y suponía que las clientas no tenían por qué ser una excepción. Ella, por primera vez en muchos años, se encontraba bien consigo misma, se sentía más joven que antes, y era consciente del atractivo que ejercía sobre cierto tipo de hombres que volvían la cabeza cuando se cruzaba con ellos por la calle o la veían entrar en un local. Siempre había sido una mujer elegante, pero nunca hasta entonces había tenido el dinero suficiente para demostrárselo al mundo. Seguía teniendo buen tipo, y el impudor de una edad en la que lo único que importa es sacarse partido como sea. A veces se daba cuenta de que esos hombres que la miraban, y que tenían siempre veinte, o veinticinco años más que su asesor, tomaban a Rafa por

su amante y entonces la miraban más, y sin embargo, cuando salía con él se

sentía como una vieja tía a la que un sobrino desocupado y simpático saca a

pasear cuando no tiene nada mejor que hacer. Hasta que una noche, cuando ya

había cumplido cuarenta y cuatro años, las ambigüedades y los equívocos que

salpicaban todas las frases de su interlocutor la obligaron a pensar de otra

manera.

—Dime una cosa, Rafa… No estarás coqueteando conmigo, ¿verdad?

—Pues sí. Por supuesto que sí. Desde hace meses. Ya era hora de que te dieras

cuenta.

Le miró muy despacio. Él sonreía. Parecía tranquilo, y a juzgar por el brillo de sus

ojos, por el relajamiento de sus hombros, una forma inequívoca de sentarse, de

reclinarse sobre la silla para devolver su mirada en diagonal, dispuesto a

seducirla. Ella se echó a reír.

—¡Pero esto es ridículo!

—¿Por qué? –entonces se echó bruscamente hacia delante, apoyó los dos codos

en la mesa, se preparó para combatir–. Me gustas mucho, Sara.

—No.

—Sí.

—Podría ser tu madre.

—No lo creo. Sólo tenías catorce años cuando yo nací.

—De todas formas… –volvió a mirarle y no se dio cuenta de que empezaba a

hacerlo de otra manera–.

Yo soy muy mayor, Rafa, en serio.

Déjalo, hazme caso. No te iba a gustar.

—Claro que sí –él parecía dispuesto a llegar hasta el final–.

Me encantaría. Los agentes de bolsa tenemos debilidad por las millonarias, como

puedes figurarte.

Es la fantasía sexual típica del oficio.

Sara no pudo evitar una carcajada, ni dejar de apreciar la compañía de las

hormigas que habían empezado a recorrerla por dentro, un halago más

placentero, más profundo que las palabras que acariciaban sus oídos.

—Pero si tú me conoces desde hace un montón de años…

—Ya, pero no es lo mismo.

A lo mejor todavía no te has dado cuenta, pero te has convertido en una mujer

distinta –hizo una pausa, cambió de tono, su voz bajó una escala, se hizo más

ronca mientras apoyaba el dedo índice de la mano derecha entre el segundo y el

tercer botón de su camisa–. Yo te he convertido en una mujer distinta.

–Sara sonrió casi a su pesar, apabullada por la seguridad que acababa de

convertir en un hombre al crío que antes tenía enfrente–.

Hace un año, cuando volví a verte, eras igual que antes, no habías cambiado

nada, te lo dije nada más verte, y lo decía en serio. Parecías… una maestra de

párvulos.

—¡Venga ya, Rafa! –ella también se había inclinado hacia delante y ya no se reía.

Se limitaba a sonreír con los labios entreabiertos, mordiéndose la yema del dedo

anular de la mano izquierda, la cabeza ladeada, los ojos de través. —¡En serio! Eso era lo que parecías, una maestra, una oficinista, una institutriz pobre y sacrificada, como esas que salen en las películas. Entonces ya me gustabas, siempre me has gustado, pero ahora… No es sólo que el dinero te haya sentado bien. A todo el mundo le sienta bien, pero a casi nadie le aprovecha como a ti. Porque tú te has convertido en una fiera, una mujer peligrosa. Nos podrías devorar a todos de un bocado. Ahora das miedo, Sara. —¿Y eso es lo que te gusta de mí, que te doy miedo? —Sí. Yo nunca me meto con las mujeres de mi tamaño.

—No es verdad, Rafa –Sara sonreía. Ya se había rendido, había vuelto a aceptar los repentinos mimos de su suerte y su propio apetito, el deseo de devorarlo de verdad, de volver a poseer a Vicente en él, y quizás por eso, sólo en ese instante había empezado también a comprenderle–. Tú no quieres acostarte conmigo por eso. Tú lo que quieres es meterte en la cama con la novia de tu tío, del ídolo de tu adolescencia. Es una fantasía juvenil, no profesional. —Puede ser –él se echó a reír–. ¿Pero a ti qué más te da? Jamás pudo decir, sin embargo, que fuera un amante sin personalidad. Ni que su deseo se agotara en el reflejo de aquel amor difícil y ajeno del que los dos sabían que había nacido. Rafa no buscaba en Sara ninguna clase de amor, ni lo ofrecía, y ella encontró en él algo mucho más simple, menos costoso, un placer cuyo precio siempre podía pagar. Los dos salían ganando con el trato, pero Sara ganaba más, y lo sabía. Rafa era un lujo con el que ella no se había atrevido a contar, un milagro que se estrenaba a sí mismo cada semana, cuando ella ya había tenido la precaución de prepararse para que no se volviera a repetir. No era sólo el placer físico, primario, de rozar otro cuerpo, el cuerpo de un hombre joven y elástico, risueño y codicioso, debajo de las sábanas. Era también lo que ese cuerpo significaba, una determinada clase de paz, una tormenta en un vaso de agua, un punto de equilibrio inverosímil.

Rafa nunca llegó a estremecerla, a partirla por la mitad, a hacer un agujero redondo y perdurable a través de su cintura, a colonizar su pensamiento, su voluntad, su imaginación. Nunca llegó a poseerla, ni a formar parte de esas pocas cosas que ella llevaba consigo para siempre. Y sin embargo estaba ahí, y estaba bien, la mimaba y la hacía reír, la divertía, la contagiaba de su edad, de su fuerza, de su capacidad de reír y de olvidar deprisa.

Y nunca se cansaba de follar, nunca abandonaba antes de que ella hiciera ondear la bandera blanca de las treguas. Sara jamás había tenido una relación tan fácil, tan sencilla, tan elemental, con ningún hombre. En el apartamento donde se encontraban solía haber señales de otras mujeres, paquetes de tabaco, barras de labios, chaquetas y chales, libros olvidados, a veces de texto, manuales de universidad, temarios de oposiciones. Él lo iba amontonando todo en un banco, como un escaparate al lado de la puerta, y al entrar en su casa, ella se daba cuenta de que su contenido iba cambiando, y se fijaba en los objetos que habían desaparecido, y en otros nuevos que no había visto antes, y la certeza de la competencia, y de la juventud de sus competidoras, la tranquilizaba y la ponía de

buen humor, nunca al contrario. Cuando te canses, me lo dices, pero sin dramas y

sin tonterías, por favor, solía decirle, y él se echaba a reír, ¿tienes prisa?, no, pues

entonces… Sara pensaba a veces que él habría preferido otra cosa, una pasión sin

condiciones, una adicción absoluta, la incomparable chifladura de una mujer

madura que pierde la cabeza por un jovencito, pero estaba convencida de que

aquello era lo mejor para los dos.

Ni siquiera tuvieron que hablar, ponerse de acuerdo en lo que querían, en lo que

tenían, revisar las condiciones de una complicidad que viajó por sí sola desde los

bares y los restaurantes en los que ya no quedaban nunca, hasta las sábanas de

una cama donde podían hablar de todo, de cantidades y porcentajes, de intereses

y desventajas, de estrategias y de pactos.

Tampoco hablaban de la sombra que iba siempre con ellos. Mientras el deseo de

Rafa la armaba y la fortalecía tanto como el estado de sus cuentas corrientes,

Sara sabía que, a pesar de las apariencias, y de que ninguno de los dos hubiera

vuelto a pronunciar su nombre, Vicente seguía estando entre los dos, y era su

mano la que ella sentía cuando su sobrino la acariciaba, y era su piel la que ella

besaba cuando le devolvía sus caricias, y era Vicente el posesor, Vicente el

poseído, cuando un hombre distinto se desplomaba sobre su cuerpo para volver

con ella a una realidad distinta de la que había usurpado con su consentimiento. A

veces, cuando se aburría dirigiendo las sesiones de rehabilitación de su madrina,

o viendo a su lado las películas antiguas que ella prefe ría y cuyos diálogos ya

habría podido recitar de memoria, Sara pensaba en Rafa, recordaba detalles de su

rostro, de su cuerpo, el tono de su voz al excitarse, su forma de moverse, de

moverla consigo sobre la cama, hasta que lograba recuperar imágenes de otro

rostro, de otro cuerpo, un hombre imaginario que dejaba de serlo cuando su

memoria accedía a tomar el control para llevarla en volandas hasta unos brazos

que eran todos los brazos.

Había tenido tan pocas cosas en su vida que nunca había aprendido a despedirse

de ninguna para siempre, y ahora, hasta en la cúspide de su riqueza, parecía

condenada a seguir llevando a cuestas su pobreza. Y sin embargo, Vicente seguía

estando en el origen de lo mejor, su historia con Rafa, un trío tácito que dejó de

ser secreto de la forma más inesperada.

—La semana que viene, el miércoles seguramente, ya te avisaré, tendrías que

venir al despacho.

Quiero que me firmes una autorización.

Ella no se movió, no dijo nada.

Estaban en la cama, él tendido boca arriba, ella de perfil, la cabeza encajada en

su hombro, rodeándolo simultáneamente con un brazo y una pierna, como si

tuviera miedo de que se escapara.

—Tenemos la oportunidad de hacer un negocio fuera de lo normal, un pelotazo

de puta madre. Es muy limpio, muy seguro, pero para comprar, antes tenemos

que vender.

Entonces Sara se incorporó sobre el codo y le miró. Nunca le había hablado así, y

tampoco antes había necesitado su firma para operar. Por otro lado, la expresión

de su rostro desmentía la euforia de sus palabras. Parecía más que preocupado,

incómodo, miedoso, como un niño pequeño en el trance de confesar un destrozo

que desbordara los márgenes de una simple travesura. Sara se dio cuenta de

repente de lo joven que era. Antes se había fijado ya en que no había hablado

mucho aquella tarde, y en el extremado rigor con el que la había poseído, sin

rastro de las risas, de las bromas de otras veces. Aquella tarde, Rafa no tenía

ganas de jugar, pero ella no podía sospechar las razones de una seriedad tan

repentina.

—¿Cuánto?

—La mitad.

—Ni hablar –Sara se incorporó de repente, se sentó en el borde de la cama, cogió

su blusa, empezó a vestirse–. Te lo he dicho muchas veces, Rafa. No quiero

aventuras.

No me compensan, no merecen la pena.

—No sabes lo que dices –él también se incorporó, se quedó sentado contra el

cabecero de la cama, siguió hablando en un tono seco, tajante, que no había

usado nunca para dirigirse a ella–. No tienes ni idea. No has visto en tu vida algo

que te compense más, que merezca más la pena que esto. Escúchame, por favor.

El jueves por la mañana, cuatro personas van a comprar un terreno inmenso,

hectáreas y más hectáreas en tres provincias distintas. Tú vas a ser una de esas

personas. Y la semana que viene vas a venderle tu parte al Ministerio de Defensa

por un precio mucho más alto que el que has pagado. Van a construir allí una

base aérea. Todo está arreglado.

No es ninguna aventura, no implica ningún riesgo. Te vas a forrar de un día para

otro, y sin darte cuenta. Eso es todo. No puedes decir que no.

—Pero… No entiendo nada –y sin embargo, luego, cuando ya no pudiera seguir

refugiándose en su ignorancia, tendría que admitir ante sí misma que en aquel

instante ya había empezado a entender, porque adivinó sin ningún margen de

error la respuesta a la pregunta que hizo a continuación–. ¿Tú eres otra de esas

cuatro personas?

—No, yo no tengo tanta suerte.

Era tan listo, tan astuto, estaba tan acostumbrado a seducir a la suerte, a ponerla

de rodillas, a verla tumbada a sus pies, que Sara sintió el impulso de abandonar

en aquel punto, terminar de vestirse, decirle que sí a todo, advertirle tal vez,

desde la puerta, que hiciera lo que le pareciera mejor, insistir en que no quería

saber nada. Él se lo habría agradecido, estaba segura, pero ya no podía hacerlo,

prolongar la temperatura de su sueño, esa heroica ilusión de los fusiles que se

desvanecía deprisa en los perfiles blandos, inocuos, de una simple pistola de

juguete.

—¿Y entonces?

—¿Entonces? –repitió él con ironía, poco dispuesto a dar facilidades, y ella, que ya

conocía la respuesta, no pudo evitar que su voz temblara al pronunciar el nombre

que ambos habían esquivado siempre por igual, y con el mismo cuidado.

—¿Vicente?

—Claro –y se dejó caer sobre la cama, como si se hubiera aflojado por dentro–.

Te va a ceder más de la mitad de su parte. Opina que vamos demasiado

despacio. Tu madrina es muy mayor, se puede morir en cualquier momento. Y,

por mucho que te prometa ahora, al final no vas a heredar una mierda. Eso es lo

que él dice siempre, y yo creo que tiene razón. Los dos conocemos muy bien a

esa gente. Al fin y al cabo, nosotros… Bueno, ya sabes.

Total, que él opina que vamos demasiado despacio.

—¿Opina? ¿Pero qué sabe él de todo esto? ¿Por qué no me has dicho nada? No

entiendo…

—¡Por el amor de Dios, Sara!

–ahora era Rafa quien parecía sorprendido, quien la miraba sin comprender–. No

me digas que no lo sabías, que no te lo imaginabas, por lo menos… No me puedo

creer que seas tan ingenua. Yo soy bueno en lo mío, hasta muy bueno, pero no

soy la Virgen de Lourdes. No puedo hacer milagros solo. Nunca habría podido

llegar tan lejos sin ayuda.

—¿Ayuda? –se daba cuenta de que no conseguía explicarse, de que apenas

lograba repetir la última palabra que escuchaba, igual que si estuviera

aprendiendo a hablar una lengua extranjera, pero era exactamente así como se

sentía, anulada, bloqueada, superada por unos acontecimientos que desbordaban

el alcance de todas sus intuiciones.

—Información privilegiada.

Una llamada de teléfono de vez en cuando. Compra esto, vende aquello, haz lo

que yo te diga… Él lo sabe todo. Está en un puesto que le permite saberlo todo.

—Y ha estado detrás de ti…

–Rafa asintió con la cabeza–, desde el principio. Lo ha sabido todo, siempre. –Él

volvió a asentir–. ¿Y por qué? ¿Eso no te lo ha dicho?

Él no quiso contestar. Ella acabó de vestirse, se puso los zapatos, fue a la cocina,

se sirvió una copa, se la bebió de un trago, rellenó el vaso, encendió un cigarrillo,

todo era igual, siempre igual, todo, desde el principio, cada episodio de su vida

estaba escrito, cada decisión suya había sido ya tomada por otros, tendría que

estar contenta, satisfecha, por una vez el tren que respiraba en su nuca no

pretendía arrollarla, sino montarla encima, hacerla correr más, ir más deprisa, y

sin embargo se sentía perdida, derrotada, manejada por el único hombre al que

había amado, por el que lo habría dado todo, por el que habría hecho cualquier

cosa. Vicente había vuelto a entrar en su vida por la puerta de atrás para robarle

la venganza, su venganza, esa pasión pura, inmaculada, que se había deshecho

en un charco de agua sucia, como la nieve pisoteada sobre las aceras de las

ciudades. Tendría que estar contenta, sentirse segura, amparada por la sombra

todopoderosa del único hombre que la había amado, que se comportaba como si

siguiera amándola todavía, sabía que él sólo vería las cosas de esa manera, que

estaría convencido de haber hecho lo mejor que podía hacer por ella, que se

complacería en su magnanimidad, en su nobleza, en la aristocrática humildad de

quien hace el bien ocultamente, sin proclamarlo, sin extraer ventajas siquiera

simbólicas de su superioridad, sin tomarse la molestia de informar a su

beneficiaria, esa insignificante criatura cuya curiosidad sólo podría malograr la meticulosa previsión de su fortuna, de que había decidido convertirse en su benefactor, celebrar una fabulosa fiesta de cumpleaños en su honor, prestarle un collar de perlas, forrar con seda amarilla un par de zapatos nuevos. Pero Sara ya no quería padres adoptivos, otros apellidos, un dormitorio nuevo con el suelo perfectamente nivelado y muebles de su tamaño. Habían vencido ya todos los plazos. Ella había vivido sola su historia, y había planeado sola su final, ese final feliz que su vida iba a compartir con las de los protagonistas de todos los cuentos que no le gustaba escuchar cuando era pequeña. Nunca había deseado otro personaje, otro narrador, otra voz serena y generosa que se hubiera alimentado una vez de los besos de los príncipes y las princesas que jamás visitaron el borde de su cama de niña sola, las manos vacías y ninguna casa a la que volver. Si lo hubiera sabido a tiempo, jamás lo habría consentido, porque para ella no tenía valor la cantidad, sólo la calidad de su ambición, porque su venganza no se medía en cifras, sino en horas, en imágenes, en recuerdos.

Eso era lo que Vicente nunca podría entender. Lo que seguramente sí habría previsto desde el principio, sin embargo, era lo que estaba sucediendo en aquel instante.

Arcadio Gómez Gómez miraba a su hija pequeña desde el fondo de la copa de coñac, y parecía sereno, como si nada pudiera sorprenderle ya. Mala suerte, decía, mala suerte, en otros países, en otras épocas, las cosas han sido distintas. Mientras su rostro y sus palabras bajaban despacio por su garganta, Sara sintió un deseo tremendo de llegar a ser capaz de odiar a Vicente, aunque no se lo mereciera, aunque nadie lo entendiera, aunque nunca llegara a conocer las palabras precisas para describir su rencor, que no era ingratitud, que no era insensatez, que no era arrogancia. Pero no lograría odiarle jamás. Había tenido siempre tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de ninguna. Todas las historias verdaderas se parecen, todos los finales desembocan en el mismo final, todos los cuentos en la misma mentira, no importa el número de pares de zapatos que duerman en el suelo del armario, que las guerras sean ficticias o reales, que el nombre de las calles parezca una frontera. Cuando volvió al dormitorio, lo que había vivido y lo que le quedaba por vivir eran ya la misma cosa, y la aburrían. Rafa seguía en la cama, la vio llegar, sentarse a su lado.

—Cuando empezó todo esto, Vicente me puso dos condiciones. La primera fue que no utilizara la información que me iba a pasar para ti con ningún otro cliente. A cambio, él me daría alguna pista para mí mismo sobre inversiones distintas a las tuyas. La segunda fue que no te dijera nada. Todos los lunes, a las nueve de la mañana, le envío un fax con el resumen de tus cuentas. A partir de ahí, algunas veces decide él, y por supuesto acierta siempre. No quería que lo supieras, pero yo no me atrevo a hacer esto sin contártelo antes. Se lo dije, que no podía inventarme un origen casual para una venta tan gorda, ni para justificar este volumen de beneficios. Él lo comprendió. Sara apagó el cigarrillo, se tumbó en la cama, le miró, y de repente tuvo ganas de

abrazarle de otra manera, de besarle de otra manera, como una vieja tía besaría

a su sobrino desocupado y simpático al descubrir de golpe que es un impostor.

—Yo creo que él siempre ha estado enamorado de ti, Sara.

—No digas tonterías.

Y entonces se echó a llorar, y lloró durante mucho tiempo, compulsivamente al

principio, como si quisiera ahogarse en su propio llanto, con una mansedumbre

distinta más tarde, cuando las lágrimas empezaron a anestesiarla, a consolarla, a

hacerle compañía, mientras su amante, desbordado por aquella explosión, una

tristeza que nunca podría entender, la abrazaba a su vez, y la besaba, con gestos

de hermano mayor y una mirada opaca, desconcertada, que parecía presentir que

nunca volverían a estar juntos en una cama.

—¿Quieres que vaya yo a comprar tu parte y luego a venderla en tu nombre? –le

preguntó cuando consiguió calmarse.

Sara negó con la cabeza. Ya no tenía sentido intentar escapar, seguir corriendo,

salirse de la fila, asaltar los fortines. Estaba agotada, exhausta, y todo le daba

igual. Su padre la perdonaría. Él siempre había sido muy comprensivo con los que

sabían, con los que mandaban, con los que habían estudiado. Aquella mañana se

volvió a poner la falda de encaje y la chaqueta blanca con vivos negros que había

estrenado tres años antes, cuando aún creía que tenía una oportunidad de

estrenarlo todo.

Volvía a ser demasiado elegante para ir a una notaría pero no le importaba

provocar comentarios.

Sus tacones resonaron con energía en el pasillo desierto. Cuando abrió la puerta

del despacho donde la estaban esperando, se encontró con media docena de

hombres parecidos, todos muy elegantes, ninguno tanto como ella. A algunos los

conocía ya, aunque le costó trabajo reconocerlos, a otros no los había visto en su

vida, pero todos ellos la estudiaron con idéntica curiosidad mientras la saludaban.

Sara se dio cuenta de que se estaban preguntando si de verdad valdría el precio

que Vicente iba a pagar por ella. Él, en cambio, parecía no tener dudas.

—Estás espléndida, Sara –susurró en su dirección, cuando ella ocupó una silla

libre, a su lado–.

Digan lo que digan, los amantes jóvenes rejuvenecen mucho más a las mujeres

que a los hombres.

—Puede ser.

En ese momento, entró el notario. Mientras hablaba, y leía, y volvía a hablar, y

hacía circular documentos alrededor de la mesa para que los firmaran todos los

interesados, él siguió mirándola con el rabillo del ojo, la cabeza baja, la mano

derecha dibujando círculos y rayas en un papel en blanco, un nerviosismo poco

frecuente en él, el desconcierto que le inspiraba una mujer distinta a la que

esperaba encontrar.

—¿Y mi propuesta no la vas a considerar? –le preguntó después de firmar,

mientras le pasaba la escritura y el bolígrafo.

—Sí –contestó ella, entregándoselo todo al comprador siguiente con una sonrisa,

y sólo después le miró–. Ahora sí. Ahora ya puedo considerarla.

Habría preferido otra derrota, un reencuentro ácido o insípido, que su memoria le

sacara la lengua, que su conciencia la escupiera en la cara, que su piel se

desconociera en cada pliegue, en cada mancha, en cada arruga de otra piel que

había dejado de ser joven, pero fue una victoria, y fue peor. Ella no era una mujer

como las demás, y por eso aquel amante mayor la rejuveneció mucho más que

ningún otro.

Aquella tarde, como antes, como después, los brazos de Vicente fueron todos los

brazos, y el placer, idéntico al de aquellos tiempos en los que todavía tenía

esperanzas, y la desesperanza, tan sucia como entonces. Sólo el dolor cambió

para hacerse más ancho, más sordo, más constante, sin la afilada agudeza de las

heridas abiertas que se cierran y desaparecen. La herida no se abrió, pero siguió

latiendo desde los bordes de sus costuras mal cosidas. Ella habría preferido una

derrota, pero desde que lo apartó de su vida, hacía más de once años, no había

vuelto a desear a un hombre como lo deseó a él aquella tarde, no había vuelto a

recibir, ni a dar tanto, y sin embargo, la antigua certeza de que siempre había

querido tener un novio como aquél ya no bastaba.

Habría preferido una derrota, o abandonarse del todo a su victoria, contarse una

historia diferente, el trémulo epílogo de una pasión romántica, una llama

constante que nunca se apaga, un amor más poderoso que el tiempo, que el

dinero, que el poder. Tal vez así habría tenido una oportunidad, tal vez la última

de su vida, pero ni siquiera lo intentó, y él se dio cuenta.

—Cómo me desprecias, ¿eh, compañera?

Ella le acarició la cara, le besó en los labios, intentó sonreír.

—Menos que a mí, Vicente –le dijo, después de un rato–. Pero yo nunca voy a

volver a trabajar en el Pryca de El Pinar, ¿sabes? Nunca volveré allí, pase lo que

pase.

Y eso te lo debo a ti, y te lo agradezco.

No era lo que él quería oír, y por eso se tomó algún tiempo antes de continuar.

—Las cosas se hacen así, Sara. Esto no es nuevo. Es feo, es odioso, es injusto,

todo eso lo sé, pero nuevo no es, y no tiene remedio. Nunca va a cambiar. Tú

siempre has estado en el lado de los que pierden. Ya es hora de que cambies de

bando.

Entonces le estrechó con más fuerza, se aferró a él como un náufrago abraza a su

tabla, pegó su cara a la suya, intentó respirarle, absorberle, adherirse a él. Quizás

nunca le había querido tanto.

—No entiendes nada, Vicente –le dijo entonces–. Nada. Pero ni siquiera es culpa

tuya.

Cuando doña Sara Villamarín Ruiz, viuda de Ochoa, murió de vieja, dos días antes

de cumplir ochenta y cinco años, Vicente González de Sandoval se había casado

ya por tercera vez, y tenía un hijo de dos meses. Su partido llevaba varios años

en la oposición, pero su amante nunca había rechazado sus ofertas de matrimonio

por eso, y él lo sabía. Su historia se había muerto de cansancio, incapaz de

soportar el peso de tantas otras historias, tantos finales que eran el mismo final,

tantos cuentos que eran la misma mentira.

Sin embargo, seguían viéndose de vez en cuando. Él la quería. Ella también le

quería a él. Los dos fueron leales hasta el final. Por eso, cuando se abrió el

testamento de su madrina y se encontró con que le había dejado una cifra ridícula

en relación con sus promesas, Sara se echó a reír. A su lado, Amparo López Ruiz

la miró con recelo, incapaz de valorar su reacción.

Quince millones de pesetas no eran para tanto, pero Sara no podía parar. Seguía

riéndose cuando se despidió de ella y de sus hermanos en la puerta de una casa

que ya no era suya y que abandonaría aquella misma tarde. Antes, le había dicho

a Vicente que se iba de Madrid, que ya le mandaría una postal de vez en cuando,

que no la buscara.

Él le prometió que no lo haría, y nadie más lo intentó.

Tamara sabía que Andrés no quería a su padre. Nunca habían hablado de eso, pero ella los había visto juntos, el Panrico tan guapo y su hijo tan feo, el hombre hinchándose igual que un pavo, creciendo en cada amenaza hasta aparentar el doble de su estatura, y el niño encogiéndose poco a poco, como si cada palabra que escuchaba tuviera dedos, uñas capaces de hacer presa en sus hombros para empujarle hacia abajo, para hacerle resbalar sobre la silla y escurrirse hasta el suelo igual que un trapo. No se puede querer a un padre así, pensó ella entonces, mientras Andrés impulsaba su bicicleta vieja, tan pesada, tan decrépita bajo la pátina inexperta, irregular, de dos gruesas manos de pintura metalizada, a lo largo de aquella pista de asfalto. En aquel momento se arrepintió de haber intervenido antes, de haberle llamado, obligado a volver la cabeza cuando los dos se detuvieron ante un semáforo en rojo, pero no llegó a decírselo, porque Andrés nunca quiso hablar de su padre con ella, y eso significaba que seguramente nunca había querido hablar con nadie.

Tamara sabía que Andrés quería a su padre. Lo sabía desde el principio, desde muchos meses antes de conocerle. Lo había adivinado en los silencios, en sus miradas, y en algunas frases sueltas, confesiones desordenadas y brevísimas que se interrumpían a veces antes de alcanzar ningún final, y que por eso no llegaban a significar exactamente nada. Sin embargo, las palabras siempre dicen cosas, y aquéllas sugerían una figura oscura, esquiva, misteriosa, no exactamente positiva pero cargada a cambio de esas cualidades negativas que favorecen a ciertos hombres solitarios que han elegido vivir de espaldas al mundo. En el colegio, cuando alguno de sus compañeros contaba que a su padre le habían ascendido, o que había cambiado de trabajo, o que se había comprado un coche nuevo, para que los demás niños del grupo se lanzaran enseguida a dar noticias sobre sus propios padres, sólo ellos dos callaban. Tamara ya no tenía nada que contar, pero Andrés siempre encontraba una ocasión para comentarle al oído después, cuando nadie más podía escucharle, que su padre entendía mucho de motores, que sabía llevar un barco, que había tenido un caballo. Ella aceptaba estas confidencias con una fe incondicional, sin preguntar nunca qué tenían que ver los motores o los caballos con la conversación a la que ambos habían asistido en silencio, y se

imaginaba al Panrico como a una especie de bandolero moderno, un contrabandista ágil y astuto, un pirata costero. Por eso, aunque daba miedo, no le impresionaron tanto sus alardes, sus amenazas. Le afectó mucho más comprobar, al día siguiente de haberlo conocido, y al otro, y al otro, que Andrés se avergonzaba de su padre, de su torcida vulgaridad, esa siniestra quincalla de sus posturas, de sus sonrisas, de sus palabras.

Y sin embargo, estaba segura de que le quería, porque no se puede no querer a un padre, sea como sea, así o de cualquier otra manera.

Ella sabía mucho del amor y de la vergüenza. Se daba cuenta de que Andrés trataba mal a su madre, de que la regañaba a veces, como si ella fuera la niña y no al revés, de que le reprochaba cosas tontísimas, como que llegara tarde por la noche o bebiera demasiado vino en las comidas o que no fuera vestida de madre, y eso le parecía muy mal, muy injusto, y se lo decía. No sabes la suerte que tienes, si tu madre se muriera de repente, como la mía, te ibas a enterar… Entonces, él se enfadaba, pero se le pasaba enseguida y a los dos les daba igual, porque de Maribel sí podían hablar, porque todas las quejas de Andrés, sus constantes reproches, nacían de la propia naturaleza de su amor, la absoluta dependencia de su madre que daba forma a su vida. Tamara sabía que también era una suerte depender así de un padre, o de una madre. Ella, que dependía absolutamente de su tío, se tragaba casi siempre sus reproches, sus quejas, aunque sus motivos fueran casi siempre lo suficientemente leves –el canal de la televisión, el menú de la cena, la prohibición de salir a la calle sin botas de agua cuando estaba lloviendo–, como para haberse disuelto ya por sí solos antes de llegar a su estómago. Y sin embargo, por mucho que la quisiera, por muy bien que la tratara, Juan no era su padre. Tamara le daba mucha importancia a ese detalle porque ella no había tenido suerte, porque había tenido que aprender antes de tiempo en qué consiste el amor, y la vergüenza. —¿Estás despierta?

Aún no había podido dormirse, pero no dijo nada. Ésa había sido una de aquellas noches en las que las paredes de la casa habían temblado sin llegar a moverse. Nadie más parecía darse cuenta, pero ella lo veía, lo sentía con tal nitidez que cerraba los ojos cuando los muros empezaban a combarse, a inclinarse entre sí, y el aire se ensuciaba, se enturbiaba en el presentimiento de la polvareda que armarían los cascotes al caer como una lluvia gruesa y mortal sobre sus cabezas. Luego los gritos cesaban de pronto, a veces tan abrupta, tan absurdamente como habían comenzado, y en el enfermizo silencio que les sucedía, Tamara abría los ojos y lo encontraba todo en su sitio, las paredes y el techo, los muebles y los objetos, su ropa sobre el cuerpo, sus zapatos en los pies, y una niebla espesa dentro de su cabeza.

—¿Ya te has dormido? –repitió su padre en un susurro. —No –ella tampoco elevó la voz al responder–. Estoy despierta. Aquella niebla no se disipaba nunca. Se levantaba con ella por las mañanas y se esponjaba entre sus sienes por la noche, para gobernar sus sueños. Era la niebla quien convocaba a su madre ante el espejo del cuarto de baño, donde la peinaba

durante horas enteras, besándola y bromeando igual que antes, y quien la asesinaba todos los días a las ocho menos cuarto, cuando la muchacha entraba en su habitación para despertarla. No la podía ver, pero sabía que era niebla, y que era blanca y sucia, viscosa y húmeda, repugnante y suya, porque había crecido sola dentro de su cabeza.

—Perdóname, Tam –su padre se tumbó en la cama, a su lado, la buscó en la oscuridad hasta encontrarla, la abrazó con fuerza, la besó muchas veces en la cara–. Perdóname.

Ella le quería muchísimo, le seguía queriendo igual que antes, cuando él estaba siempre contento, con ganas de divertirse y de arrastrarlos a todos a su diversión. No podía dejar de quererle aunque ahora estuviera siempre enfadado, un mal humor tan súbito, tan repentino que no parecía una forma de estar triste. Y sin embargo, ella no dudaba de su tristeza, del dolor que le mordía por dentro, que le obligaba a revolverse y a chillar, a enfurecerse por cualquier cosa, a amenazarla como nunca antes, a pegar a Alfonso, a despedir a las muchachas, a dejar de comer, a beber demasiado, a olvidarse de todo, a celebrar aquellas extrañas fiestas que encendían la música y todas las luces de la casa a las cuatro, a las cinco de la mañana, esas fiestas que les despertaban a todos de repente sin que ninguno lo demostrara bajando al piso de abajo.

Alfonso y ella lo habían hecho una vez, al principio, y habían visto a mucha gente extraña tirada en los sofás, una mujer bailando desnuda, otra saliendo del salón a toda prisa con una mano encima de la boca, una hilera de rayas blancas que parecían llevar alguna cuenta sobre el cristal de la mesa, y a su padre riendo con una cara que no era suya, como si se hubiera pegado encima de su cara verdadera una máscara de goma con una sonrisa forzada y artificial, de las que se usan en Carnaval. A ella le había dado tanto miedo, tanta vergüenza verle así, que había intentado huir antes de que él la viera, pero no había podido mover a Alfonso, que seguía a su lado, cogido de su mano, clavado en el suelo, los ojos fijos en la mujer desnuda. Entonces su padre les vio, y los invitó a pasar, y empezó a presentárselos a toda aquella gente, hasta que Nicanor se le acercó para decirle que ya estaba bien, que los mandara a la cama de una vez. Desde aquella noche, cuando escuchaban la música y las luces se filtraban debajo de la puerta, Alfonso iba corriendo a su cuarto y los dos se apretaban debajo de las sábanas para hacer como que dormían, pero no podían, y todo porque su padre no sabía estar triste de otra manera, porque no lograba imponerse al dolor, transformarlo en esa niebla blanca y sucia que había nacido en la cabeza de su hija para ocupar el lugar de todo lo que había perdido. —Yo… No sé lo que me pasa.

Me siento mal, muy mal, peor que nunca… Pero te quiero, Tam, y siento mucho haberme puesto así.

Aquella noche había sido la sopa. La muchacha, que era nueva, había encontrado en la despensa un paquete abierto de sopa de letras al que le faltaba poco para caducar, y sin preguntarse por qué estaba tan lleno, había decidido utilizarlo. Pero

al señor no le gustaba la sopa de letras, sino la de fideos. Odio la sopa de letras, la odio, me saca de quicio, ¿sabe?

Podría haberse limitado a decirlo con palabras, pero prefirió vaciar el plato en el suelo y dejarlo caer después. Pero si es todo pasta, repetía la culpable con un resquicio de voz aterrada, letras o fideos, ¿qué más da?, es todo pasta, todo igual… Aquella pálida tentativa de defensa terminó de encolerizar al señor, que estrelló el plato llano contra la pared y empezó a chillar que estaba hasta los cojones. Alfonso había empezado a llorar, Tamara no. Ella sólo cerró los ojos y esperó a que la casa se le derrumbara encima. No sabía lo que había pasado, cuándo habían empezado a vivir sobre un suelo de arenas movedizas, por qué no podía estar segura de que las cosas que le ocurrían estuvieran sucediendo de verdad, qué hacer para esquivar esa niebla que lo filtraba todo, que suplantaba a sus ojos y sus oídos, que le imponía una versión fría y triste de su propia vida. Cuando su madre murió, ella sintió que lo había perdido todo, y sin embargo, nunca sospechó que estaba perdiendo mucho más de lo que creía. —Perdóname –su padre insistía–, perdóname…

Y ella, que le quería muchísimo pero que le tenía un miedo atroz, se atrevió a alargar una mano para acariciarle la cara, y a colocar el otro brazo alrededor de su cuello, y a besarle, y todo era de repente tan difícil, antes no, antes se sentaba siempre encima de él, y le peinaba con los dedos, y le hacía cosquillas, y siempre lo sentía cerca pero nunca tenía que pensar en su padre. Ahora, en cambio, todas las mañanas se acercaba a la escalera de puntillas cuando se levantaba, y si le oía andar o hablar por teléfono, se volvía un rato a la cama y no bajaba a desayunar hasta que escuchaba el sonido de la puerta de la calle. Aquel verano no habían salido de Madrid.

Él había dicho que no tenía ganas de viajes, y ella no tuvo tiempo de formular su disgusto en voz alta antes de calcular que aquello también la convenía más, porque en la playa, aquella casa pequeña y de una sola planta, aquel jardín tan recogido y con tan pocos árboles, aquellos vecinos extranjeros o tan estirados con los que él nunca había encontrado nada de que hablar, no había escondites, ni escapatorias. En la playa estaban siempre juntos los tres, papá, mamá y Tamara, tomando el sol, bañándose, nadando hasta la boya roja, dando un paseo hasta el chiringuito, durmiendo la siesta en la misma cama.

Por eso había sido mejor quedarse en Madrid todo el verano, en aquella casa de tres pisos, con dos puertas, en la que ella había aprendido a escabullirse sin avisar, sin hacer ruido, siempre abajo si él estaba arriba, siempre arriba si él estaba abajo. Su padre no parecía darse cuenta de que le esquivaba. Ella sí, y de que le temía, pero tampoco podía controlar su miedo, la certeza de que lo mejor era tenerlo lejos, no hablar para no provocarle, no verle para no temblar, esperar a que todo pasara, esa niebla espesa que la ensuciaba por dentro y la temible tristeza de su padre. —Mamá no nos quería, ¿sabes?

–y entonces empezó a hacer pucheros, a lloriquear igual que lo hacía Alfonso un instante antes de que le llamara maricón y le diera una bofetada–. No nos quería.

Nos iba a abandonar. Cuando se mató, nos iba a abandonar, se iba con otros

hombres, no nos quería…

—Eso no es verdad.

—Sí que es verdad. Mamá era mala, Tam, era muy mala… Y no nos quería.

—A mí me quería, papá –ella hablaba como si pudiera esculpir cada sílaba en una

losa eterna, dura, y él pareció darse cuenta, porque no dijo nada–. A mí sí me

quería.

No se puede no querer a un padre. Tamara lo sabía. Aunque sea horrible, aunque

haga cosas horribles, aunque diga cosas horribles que se deslizan como un soplo

de hielo en los oídos, es imposible dejar de quererlo. Aunque un día se caiga por

una escalera, y desaparezca, y una niebla blanca y sucia, viscosa y húmeda,

desborde la cabeza de una niña de diez años para inundar con su repugnante

presencia la garganta, el estómago, el vientre, los huesos de sus brazos y sus

piernas, hasta convertirla en una piedra, en una planta, en una imagen paralizada

y hueca de sí misma. Aunque el dolor que produce esa pérdida brutal transporte

la semilla de un alivio instantáneo y más odioso todavía, la promesa de una vida

sin gritos, una vida sin miedo, una vida sin el cuchillo helado de una duda eterna

sobre la arista finísima que separa la verdad de la mentira, no se puede no querer

a un padre, dejar de quererle, dejar de sufrir por él, de sufrir con él, Tamara lo

sabía.

Andrés lo sabía también. Ella estaba segura, aunque nadie más diera señales de

haberlo descubierto. Andrés tenía que saberlo, porque llevaba consigo esa niebla

espesa de la que Tamara se había ido desprendiendo poco a poco, sin darse

cuenta, durante el último año.

Aún podía sentirla, adivinarla en las arrugas de la frente de su amigo, detrás de

sus cejas y en su mirada de viejo, la conocía bien, la niebla del amor y la

vergüenza.

Y sin embargo, en algún momento su propia experiencia dejó de bastar, de serle

útil, de ayudarle a comprender lo que ocurría. Andrés había tenido menos suerte

que ella, y sin embargo, y al mismo tiempo, mucha más. Su padre había

traspasado la frontera de los gritos y la furia, del silencio y el miedo, para hacer

algo horrible de verdad, pero su madre estaba bien, estaba viva, y dispuesta a

restablecer en poco tiempo la vida normal que Tamara había perdido para

siempre.

Todos habían sufrido con Maribel, ella también. La reaparición de la violencia, de

la sangre, de la incertidumbre y todas esas palabras, accidente, herida,

pronóstico, urgencias, que no habría querido volver a escuchar nunca más, la

habían devuelto de golpe a los dominios del miedo más profundo, el que

convierte todos los ruidos en gritos, todas las sombras en amenazas, y a todos los

desconocidos en asesinos. La realidad por fin amable, domesticada y fácil, que su

vida había reconquistado con tanto esfuerzo, cedió de golpe a las arenas

movedizas que crepitan bajo la apariencia de una normalidad dudosa,

repentinamente endeble, huésped de la niebla blanca y hostil que crece dentro

del cuerpo y nubla todos los cielos. Antes de que todo aquello ocurriera, Tamara

ya le tenía mucho cariño a Maribel.

Siempre le había caído bien, porque era una madre que hacía cosas de madre, y decía y advertía y se asustaba y se comportaba y sonreía y besaba como una madre, y estaba ahí, con la comida puesta y la nevera llena y las tiritas a mano y un truco en la memoria para solucionar casi cualquier cosa como no sabía hacerlo Sara, como no sabía hacerlo Juan, y porque cuando estaban juntos, que era casi siempre, no discriminaba entre Andrés y ella. Por eso, Tamara era la única que no se había asombrado ni le había dado importancia al hecho de que su tío saliera con su asistenta de vez en cuando. A cambio, nunca había entendido que Andrés se quejara de que Maribel no fuera una madre igual que las demás, que le reprochara precisamente lo contrario de lo que significaba para ella. Todavía entendería mucho peor que él no terminara de alegrarse de que todo se hubiera quedado en un susto, que no cumpliera los plazos del miedo, del alivio, de la tranquilidad, del olvido, que todos fueron venciendo aquel otoño. Era cierto que su padre había huido, que la policía le buscaba, que lo encontró, que estaba en la cárcel, esperando juicio, condena.

Pero también era cierto que Andrés nunca había vivido con él, que sin dejar de quererle, no le quería, que cambiaba de camino para no encontrárselo, que pedaleaba como un loco para transformar su furia en cansancio cuando se lo encontraba sin haberlo buscado antes. Tamara pensaba mucho en todo esto y no lo entendía, por más que lo intentaba no lo podía entender. Se veían poco, y de otra manera. Durante la segunda quincena de septiembre, mientras Maribel se recuperaba en casa, él no quiso ir a clase. Voy a quedarme aquí, para ayudar a mi madre, le dijo, y a ella le pareció un poco raro, pero todos los adultos que la rodeaban, Juan, Sara, los profesores del colegio, la tutora del curso, dijeron que hacía bien, que era normal, que él también estaba convaleciente, que debía curarse, darse tiempo para volver a ser el de antes. Pero ninguno de ellos sabía que Andrés no quería a su padre, ninguno sabía que a la vez lo quería, que no podía dejar de quererle. Y cuando volvió, no era el de antes ni el de después, sino un Andrés distinto, que no decía ni hacía cosas que no dijeran o hicieran los otros niños, pero que siempre parecía estar aparte, solo por dentro, como si cualquier cosa le diera lo mismo que cualquier otra, y se levantara, y comiera, y caminara, y descansara, y todos sus actos fueran recuerdos de una lección antigua y bien aprendida, instrucciones que recitaba sin entenderlas, apenas para complacer a los demás, nunca por sí mismo. Era la niebla, blanca y sucia, húmeda y viscosa, repugnante y suya. Tamara lo sabía, la reconocía y la detestaba, pero, igual que había ocurrido mientras habitaba en ella, no encontraba la forma de disiparla, de desalojarla, de obligarla a abandonar la cabeza de su amigo. Y sin embargo, era importante. Era importante porque sólo al presentir la niebla de Andrés, Tamara la había buscado en sí misma, y se había dado cuenta de que ya no estaba ahí, presionando entre sus sienes, secándole el paladar, amagando en el umbral de su garganta.

Ella la había vencido, había logrado desprenderse de ella, abandonarla sin ser consciente de haberlo hecho. Era muy despistada. Solía olvidarse las zapatillas en

la playa, los libros en el pupitre, las bolsas de pipas sobre el mostrador donde las

dejaba un momento mientras sacaba el monedero y reunía el dinero preciso para

pagarlas e irse de la tienda sin ellas. Ahora, sin embargo, no tuvo que volver

sobre sus pasos para forzarse a recordar dónde había perdido el equipaje de los

días adversos. Era igual de blanca, igual de sucia, mientras la desafiaba desde los

ojos de Andrés para convertir su victoria en otra derrota, como si el amor nunca

lograra neutralizar la vergüenza y esa niebla que nace de su unión sólo pudiera

morir para resucitar a la vez en la persona que tenía más cerca.

La primera semana de octubre, Andrés fue a clase todos los días.

Ocupaba su sitio al lado de Tamara, e imitaba sus movimientos, todos sus gestos,

pero abría el libro y no leía, cogía el bolígrafo y no escribía, atendía al profesor y

no se enteraba. La segunda semana faltó dos veces. La tercera, sólo apareció el

lunes. Entonces, Tamara se lo contó a Sara y ella le aconsejó que no se

preocupara.

—Está alterado, es normal…

Seguramente le apetece estar solo, esperar a que sus compañeros olviden lo que

ha pasado, asegurarse de que no le van a molestar, de que no le van a decir

nada.

—Pero si nadie le molesta.

—De todas formas –Sara la miró, le sonrió, estaba tan tranquila–. Además, él es

muy buen estudiante, ¿no? Puede recuperar estos días más tarde.

—Pero le dice a Maribel que va a clase y no aparece.

—Déjalo, Tam. En serio. Él sabrá por qué está haciendo lo que hace…

Ella ya había pensado otras veces que los adultos son tontos, pero nunca estuvo

tan segura como entonces. Por eso, cuando Andrés no apareció el lunes siguiente,

esperó a la tercera hora para ir a ver a su tutora y contarle que se encontraba

muy mal, que creía que iba a vomitar, que le dolía mucho la cabeza. Estaba

segura de que iba a mandarla a casa porque ella no faltaba nunca, y eso fue lo

que ocurrió. Entonces cogió la bicicleta y se fue a buscar a Andrés, pero no le

encontró en la pista de asfalto a la que la había llevado aquella tarde, ni en la

carretera vieja que era tan buena para echar carreras porque ya no circulaba por

ella ningún coche, ni en los pinares que se extendían entre la playa y su casa, ni

en el puerto, en ninguno de los lugares a los que solían ir juntos. Empezó a dar

vueltas por el pueblo sin saber adónde ir, llegó hasta aquel barrio de bloques

rojos donde había conocido al Panrico, regresó al centro, se recorrió el paseo

marítimo de punta a punta, y al final, cuando ya pedaleaba sólo por hacer tiempo,

para no volver a casa antes de que se marchara Maribel, le vio sentado en un

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