Cuando sus ahorros comenzaron a agotarse, se convenció de que ya estaba recuperada también por dentro y empezó a buscar trabajo. No encontró gran cosa. Tenía treinta y cinco años, un montón de humildes diplomas por correspondencia pasados de moda y ninguna titulación superior, un perfil que empeoraba sorprendentemente sus posibilidades con respecto a la última vez que cambió de empleo, como si en los nueve años que habían pasado desde entonces, las universidades hubieran explotado igual que una máquina de hacer palomitas para llenar de licenciados las aceras y las casas, las empresas y las fábricas. Se quedó con el puesto mejor pagado pero más incómodo, una plaza de contable en las oficinas de una gran superficie comercial de horario continuado
que la obligaba a reciclarse constantemente, sacrificando un sábado tras otro a sucesivos cursos de informática aplicada, y a cambiar de turno cada semana. Ésa fue la única novedad reseñable de su vida hasta que la salud de su padre, aquel hombre que una vez fue tan fuerte que, pese a su condición de enfermo pulmonar crónico, se seguía manteniendo en unas condiciones aceptables, empeoró definitivamente.
Arcadio Gómez Gómez murió en la primera madrugada de 1984. Sara pensó que la muerte había escogido una buena fecha para él, porque estuvo consciente casi hasta el final y pudo despedirse de todos sus hijos y de casi todos sus nietos, un privilegio que no hubiera estado a su alcance si su agonía no hubiera coincidido con las vacaciones de Navidad. Sebastiana se hundió de tal manera, sin embargo, que no aceptó siquiera el consuelo de su propia familia. En contra de lo que sus propios hijos podían prever, se encerró en su dormitorio y desde allí les fue advirtiendo a todos, uno por uno, que ella no vería otra Nochevieja, que no empezaría ningún año después de aquel que la había dejado viuda. Se equivocó, pero por muy poco.
Sólo sobrevivió a su marido dieciséis meses. Sara se la encontró muerta en su cama una mañana de abril, las sábanas en orden sobre el cuerpo y una expresión plácida en la cara, los ojos cerrados, los labios entreabiertos, como roncándole a la muerte. En la mitad de la noche, su corazón había dejado de latir pero no había querido despertarla. Aquel final limpio y amable, secreto y compasivo, era el mejor que ella habría podido desearle y sin embargo en un primer momento le pareció cruel, y más duro que esa agonía larga y seca que había desmenuzado sin prisa ni piedad las últimas semanas de vida de su padre. Ante el cadáver tranquilo, imprevisto, de esa mujer sin vocación de viuda que había logrado salirse con la suya, Sara empezó a temblar, los dedos de sus manos agitándose solos en el aire, las rodillas blandas, desarticuladas, buscándose entre sí, mucho calor de golpe, y luego frío. Cuando se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse, se sentó en el borde de la cama, en ese lado que su padre también había dejado huérfano al morir, y el mareo la venció, jugó con ella, desordenó sus sentidos en una náusea que le pareció eterna y lo fue casi. Después, mucho después, pudo llorar. Ya había llamado al trabajo, ya había avisado a sus hermanos, ya venía de camino el coche fúnebre, pero aún estaba sola en casa. Entonces, sin saber muy bien por qué, fue a la cocina, se sentó en una silla, apoyó los codos en la mesa, se tapó la cara con las manos y lloró, por su madre y por su padre pero también por ella misma, por el sufrimiento que los había separado y por el que los reunió después, por los cuentos que nunca le habían contado y por los que había escuchado a cambio de otros labios, por aquel diminutivo tan feo que nadie usaría ya para llamarla y por aquel otro que nunca había vuelto a oír, por las estaciones del metro de los domingos y por las rayas verdes y negras de un mandil de pescadero, por las trampas y los túneles de una memoria doble y mentirosa, por las arcadas de la Plaza Mayor en blanco y negro, por las aceras de la calle Velázquez a todo color, Sara lloraba. Por la suerte de sus padres, tan negra, tan injusta, y por su propia suerte, que había sido peor, Sara
Gómez Morales lloró durante mucho tiempo.
En el vértigo confuso y narcótico de los primeros días, entre el barullo de las visitas inesperadas y el programado hachazo de las pastillas para dormir, se preguntó muchas veces por qué aquella segunda muerte la estaba afectando tanto, y mucho más profundamente que la primera. Ella siempre se había parecido más a su padre. Tenía el mismo carácter, el mismo orgullo terco e inservible, la misma ira fermentando dentro, entre los pliegues de un estómago torturado, harto, insensible ya, incapaz de albergar tanta rabia con cada dosis del aire que respiraba. Había heredado las palabras y los silencios, la voluntad, la determinación de Arcadio, y con ellas, el derecho a sufrir más, y a no contarlo. Le habría ido mejor con el carácter de su madre, pensaba a veces, más flexible, más blando, más austero también en el fondo, por debajo de las apariencias. Sebastiana se adaptaba mejor a los golpes, pero también a las caricias del destino. En ella, el odio era una exigencia del amor. En su marido, el amor había sido siempre una manifestación del odio. Y sin embargo, los dos se habían querido igual, y se habían querido hasta el final. Sara, que sólo había querido de prestado, se asombraba al comparar su biografía de camas de alquiler y secretos culpables con la simplicidad apabullante del amor de sus padres, que en toda su vida no habían hecho más que una guerra y la habían perdido, pero habían sobrevivido juntos a la derrota para morirse sin sospechar que aquélla era una manera de vencer a la historia con sus propias armas. Ella los quería a los dos, a cada uno a su manera, pero quizás siempre un poco más a su igual, a su padre. Se había sentido culpable muchas veces por esa mínima preferencia que sus actos y sus gestos no llegaron a revelar jamás, y sin embargo, su duelo por Arcadio había sido más breve, más fugaz, y su recuerdo un dolor extenso e íntimo, agudo y ancho, irreparable pero misteriosamente activo, que no llegó a paralizarla como lo logró la muerte de su madre.
Luego, cuando las visitas se marcharon y el sueño empezó a acudir por sus propios medios, tarde y mal, al cabo de horas largas como noches enteras, Sara Gómez Morales se dio cuenta de que se había quedado sola. Sin pretextos, sin justificaciones, sin objetivos, sin excusas. Tenía treinta y ocho años y estaba sola. Más sola que antes, más sola que nunca, sola del todo.
Con las manos vacías y ninguna casa a la que volver. Sola. Y sin embargo, como si hubiera sido capaz de leer sus pensamientos en la distancia del espacio, y en la del tiempo, ella escogió aquel momento para reaparecer.
El timbre sonó a las cinco en punto de una tarde de junio, la semana siguiente a la de su cumpleaños, y Sara estuvo a punto de no abrir, porque no esperaba ya visita alguna. Será un vendedor ambulante de esos tan pesados, pensó, pero los timbrazos se repitieron con tanta insistencia que acabó cediendo por curiosidad. Así encontró a la última persona del mundo a quien esperaba ver en la puerta de su casa.
—Hola, hija –su madrina le dedicó una sonrisa de otro tiempo, como si la vida que habían compartido una vez no hubiera llegado a interrumpirse nunca–. ¿No me invitas a pasar?
Sara, bloqueada por un estupor que no la consentía moverse, se apartó
bruscamente para franquearle el paso.
—Claro, claro. Es que… No te esperaba.
Doña Sara Villamarín Ruiz entró en el minúsculo recibidor de la casa de su ahijada
andando muy despacio. Sara, que siempre había podido adivinar la dirección de
sus pasos por el eco de un taconeo más que enérgico, casi furioso, se dio cuenta
de que ahora arrastraba los zapatos al caminar. Hacía más de diez años que no la
veía.
—¿No me vas a dar un beso?
—Claro –y como si nunca más fuera a ser capaz de encontrar otra palabra, la
repitió mientras se inclinaba sobre ella, para comprobar que su cuerpo había
encogido, su estatura menguado desde la última vez que la besó–. Claro.
Doña Sara emprendió una marcha lenta y trabajosa sin pararse a preguntar
dónde estaba el cuarto de estar. No hacía falta. El piso era demasiado pequeño
como para perderse. Sara, que había estado dormitando a oscuras, en el sofá,
hasta que sonó el timbre, se le adelantó para subir las persianas.
—Espera… Es que, como hace tanto calor… Ya está. Siéntate aquí, en esta
butaca, que es muy cómoda. ¿Quieres tomar algo?
—¿Un café? Pero sólo si tienes hecho, si no…
—Lo hago en un momento. No tardo nada. No te preocupes.
Escapó a la cocina y se concentró en las sencillas etapas del proceso, coger la lata
del café, luego la cafetera, abrirla, llenarla de agua hasta el nivel adecuado,
cargar el depósito con un par de cucharadas cuidando de que el café no rebosara
ni se desparramara por la encimera, cerrar primero la máquina y después la lata,
encender el fuego, colocar por fin la cafetera encima, como una técnica para
serenarse, pero sólo lo consiguió a medias. Cuando la tapa de acero empezó a
temblar, todavía no había sido capaz de adivinar qué motivos habrían empujado a
su madrina hasta su casa aquella tarde. Habían pasado muchos años desde que el
contacto regular de visitas primero semanales, luego quincenales, por fin
mensuales, que mantenía un simulacro de relación entre ellas, se había deshecho
en una irregular rutina de conversaciones telefónicas, que partían siempre de la
calle Velázquez y terminaban con la promesa de una visita que Sara jamás
cumplía. La última había tenido un final abrupto y, en su opinión, definitivo. En
otoño de 1982, su madrina se había ofrecido a hablar con Vicente en su nombre
para obligarle a asumir de alguna forma la paternidad del hijo que esperaba,
insinuando que aquella gestión entre iguales sería más eficaz que cualquiera que
pudiera emprender por su cuenta la propia Sara. Ella la había mandado
literalmente a la mierda antes de colgar. Fin del trayecto. Y sin embargo ahora,
casi tres años después, la tenía sentada en el cuarto de estar de su casa,
esperando el café que ya estaba listo y alguna otra cosa que no lograba imaginar.
—¡Uy! –tras el primer sorbo, levantó los ojos y la miró con una sonrisa fija y
tradicional en ella, tan imperturbable como si se la hubiera pintado encima de los
labios–. Qué café tan rico haces, hija.
Ahora todos los cafés son buenos, pensó Sara, todas las cafeteras son buenas,
pero no quiso decir nada, porque aquel comentario tan anacrónico, tan sistemáticamente repetido por todos los ancianos de la generación de la achicoria, le permitió comprender que no tenía delante a la gran señora de otros tiempos, sino a una anciana desorientada, avasallada por la edad como cualquier otra. Su madrina siempre había tenido cara de pájaro, la nariz curvada como un pico, la barbilla puntiaguda, los ojos saltones, pero ya no era el águila majestuosa de mirada rapaz y pelo cardado que la recibía en silencio, señalando la esfera de su reloj con el índice de su mano derecha, sino una lechuza vieja, desmochada, con la piel arrugada sobre la cara y blanda, temblorosa como una cortina agitada por el viento, en los gelatinosos pliegues que unían su barbilla con su escote para dibujar una decrepitud evidente y triangular. Tenía setenta años, los ojos hundidos, y una expresión de cansancio que su voluntariosa sonrisa no lograba borrar del todo.
—Vine a verte la semana pasada pero no estabas. Una vecina me comentó que seguramente estarías trabajando, que a veces trabajas por las tardes. Pensé dejarte una nota con el portero, pero como no tienes… –hizo una pausa que su ahijada no quiso rellenar–. Sentí mucho lo de tu madre, Sarita, yo la quería mucho, le tenía mucho cariño, ya lo sabes. Tendrías que haberme llamado. Me enteré tarde, al final, por la madre de una de las chicas que tengo en casa, que la conocía. Me hubiera gustado ir a su entierro. En fin, ya nada tiene remedio… Mi marido murió también, ¿sabes? Hace un año y medio. —Lo siento.
—Sí… La verdad es que estaba ya muy mal, con muchos dolores, la mitad izquierda del cuerpo paralizada del todo, hacía años que no podía levantarse de la cama. Tampoco podía ya hablar, sólo hacer ruidos con la boca, a veces le entendíamos a la primera, a veces no, y se desesperaba, el pobre. Porque de la cabeza estaba bien, eso era lo peor, que estaba bien, se daba cuenta de todo. Yo creo que quería morirse, llevaba años intentando morirse, terminar de una vez, pero no lo conseguía, no se moría, y nadie podía hacer nada por él. —Lo siento mucho, mami –Sara, misteriosamente conmovida por el sufrimiento de aquel hombre torturado, amargo, desagradable, volvió a utilizar sin darse cuenta el nombre con el que designaba a su madrina cuando era una niña que apenas veía a su madre y que sin embargo, sin que luego hubiera llegado a saber por qué, no duplicó nunca el uso de la palabra mamá–. Habrá sido muy duro para ti.
—Siempre ha sido muy duro para mí –y por un instante se le llenaron los ojos de lágrimas–. Siempre. Tú no sabes cuánto. No lo sabes –se rehizo deprisa y empezó a buscar algo dentro del bolso–.
Pero, en fin, vamos a dejarnos de tristezas, que ya hemos tenido bastantes las dos, ¿no?, últimamente.
Mira, te he traído un regalo de cumpleaños. No es nuevo, pero espero que te guste. Me habría gustado comprarte algo, pero la verdad es que me da mucha pereza salir a la calle. En los grandes almacenes me mareo, ¿sabes?, he estado tantos años en casa, sin moverme, pendiente de Antonio, que ya no sé a qué
tiendas ir, dónde comprar, yo qué sé. Me he hecho vieja, qué le vamos a hacer…
Mientras hablaba, sin acabar de encontrar lo que buscaba, había ido sacando del
bolso un montón de objetos para amontonarlos encima de su falda. Sara contó
una funda de gafas, otra distinta, una caja de medicamentos, un monedero, un
billetero, dos llaveros, un pañuelo de cabeza, otro pequeño, unos guantes de piel,
tan absurdos en verano, un envase de aspirinas, un puñado de papeles sueltos y
arrugados, una caótica colección de objetos que parecían caerse de unos dedos
que los sostenían, de una forma rara, como si no pudieran estirarse del todo,
presionar bien con las yemas contra su superficie.
—¡Aquí está! –proclamó al fin, levantando en el aire con sus extraños dedos
contraídos un estuche forrado de seda azul marino, pequeño y cuadrado,
deslustrado por el tiempo–. Igual me equivoco, porque tampoco ando muy bien
de memoria, no creas, pero me parece recordar que te gustaban mucho.
Sara se levantó para recoger su regalo y observó con atención la mano que se lo
tendía.
—Sí –aquella mirada valía por una pregunta, y a doña Sara no le importó
responderla–. Tengo artritis. Me duelen mucho los huesos, todas las
articulaciones, los dedos de las manos, las rodillas. Me he pasado la vida cuidando
de un enfermo, cincuenta años justos, ni uno más ni uno menos, que se dice
pronto, ¿eh?, cincuenta años pensando en todas las cosas que haría, en todos los
sitios a los que iría, en todas las alegrías que me daría cuando el pobre
consiguiera morirse de una vez, y ahora resulta que estoy hecha un asco, hija,
ésa es la verdad.
La mira a los ojos, y antes de abrir el estuche lo comprendió todo. Dentro
encontró dos pendientes de oro, largos, antiguos, en forma de candelabro.
Estaban cuajados de perlas muy pequeñas y rematados por dos perlas más
grandes, brillantes y alargadas como lágrimas. Eran muy bonitos y siempre le
habían gustado mucho, pero el acierto de su madrina no había sido tan notable
como su propio acierto, porque al mirarla a los ojos, había leído en ellos la
verdad. Has sido una buena hija para tus padres, decían, y eran pequeños y
húmedos como los de un animal asustado, has cuidado de ellos hasta el final, el
viejo brillo de la astucia se apagaba en el velo líquido, cansado, de unos ojos que
no tenían ya fuerzas para fingir, ahora te necesito yo, cuida de mí y las dos
saldremos ganando, eso leyó Sara Gómez Morales en los ojos de su madrina,
porque estos pendientes no son nada en comparación con todo lo que yo te
puedo dar, ésa era la clave del misterio, y fue su acierto. Entonces volvió a sentir
de golpe mucho calor, y luego frío, pero esta vez su prodigiosa cabeza de
calculadora intervino a tiempo, y la obligó a esperar, a guardar la calma, a no
decir nada antes de que ella hubiera agotado todas las palabras que traía
preparadas.
—Son muy bonitos, mami, y has hecho bien en fiarte de tu memoria.
Siempre me han gustado mucho –se acercó a ella y la besó en la mejilla–. Muchas
gracias.
—Me alegro de que te gusten, hija, yo… Yo me acuerdo mucho de ti, la verdad.
Ya sé que ha pasado mucho tiempo, y han pasado muchas cosas, que la vida es
como es y la tuya no ha sido fácil, y la mía tampoco, para qué nos vamos a
engañar. Pero aunque nos hayamos distanciado, aunque haga ya tanto tiempo
que ni siquiera nos vemos, la verdad es que tú eres lo único que tengo, Sarita, lo
único que me queda. Por eso, cuando me enteré de que se había muerto tu
madre, me dio por pensar… Tú no me necesitas, eso está claro. Tienes un piso,
un trabajo, un sueldo todos los meses, pero yo estoy sola ahora en aquella casa
tan grande, sin nada que hacer en todo el día, sin nadie con quien hablar, con
quien ir de paseo, o al teatro… El teatro me gusta tanto, ya lo sabes, y ahora no
voy nunca, porque no me atrevo a ir sola ni tengo quien me acompañe, así que
he pensado…
Si tú quisieras volver a vivir conmigo, Sara, yo estaría mucho más contenta,
mucho más segura, y con alguien a quien quiero, de quien me puedo fiar, y no
como todas esas enfermeras tan antipáticas que se ocupaban de Antonio y se
olvidaban de la mitad de las cosas que tenían que hacer. Y tú, a cambio, podrías
dejar de trabajar. Yo no te daría mucho la lata, saldríamos un rato por las
mañanas…
—Pero yo no puedo dejar de trabajar, mami –Sara, que de alguna manera llegó a
intuir la trascendencia que aquella conversación tendría para su futuro, la
interrumpió a tiempo, en el momento que le pareció más conveniente para sus
propios intereses y dejando al margen cualquier otra clase de emoción–. Yo soy
pobre, ya lo sabes.
Sospechaba que su madrina se iba a sonrojar y no le sorprendió el color que
explotó de repente en sus mejillas. Sospechaba que le iba a costar trabajo hablar,
pero tampoco hizo nada para ponerle las cosas más fáciles.
—Bueno… Yo… Yo podría compensarte de alguna forma, claro, ya nos
arreglaríamos.
—O sea –Sara se estiró en el respaldo de la butaca, encendió un cigarrillo, la
miró–, que me estás ofreciendo un trabajo.
—No, no, hija, no… –su madrina cerró los ojos, se los frotó con los dedos, y le
pareció más perdida, más desvalida que nunca–.
Yo… O sí, claro, depende de cómo lo mires.
—Sólo puedo mirarlo de una manera, mami. Yo necesito trabajar para vivir.
Ella no quiso replicar a eso de momento. Con sus nuevos dedos torpes, torcidos,
fue cogiendo una por una todas las cosas que seguían desparramadas sobre su
falda para devolverlas al bolso. Cuando terminó, volvió a mirar a Sara. La
inquietud que se filtraba entre sus palabras contradijo por fin la convencional
amplitud de su sonrisa.
—Hablar de dinero es siempre tan desagradable, ¿verdad? –su ahijada sonrió al
escuchar de nuevo, después de tantos años, aquel extravagante axioma, y ella se
animó ante aquel gesto, cargado de un sarcasmo que nunca podría percibir–. Yo
no sé hacerlo. Nunca he sabido hacerlo, la verdad, pero…
Te entiendo, no creas que no te entiendo. Mira, yo me voy a la playa pasado
mañana. A una especie de sanatorio que es como un hotel de lujo pero también
algo parecido a una casa de reposo, como los balnearios de antes, ¿sabes?, un
sitio estupendo, en la Costa del Sol.
Eso es lo que mejor me viene para los huesos, mucho descanso, mucho masaje,
baños termales y rehabilitación, pero con un fisioterapeuta que me hace los
ejercicios, no con esas pelotitas tan odiosas en las que se empeñan tanto los
médicos de aquí. Ya no voy nunca a Cercedilla, no puedo, esa casa tan grande y
esas noches tan frías hasta en verano… Digan lo que digan del aire de la sierra, a
mi la playa me sienta mucho mejor. Te voy a dejar el teléfono. Podrías venir a
verme, pasar conmigo unos días, el sitio te gustaría, estoy segura, aunque si
tienes otros planes, podemos hablar después del verano.
Yo… En fin, hablaré con el administrador. Le daré instrucciones para que se
ponga de acuerdo contigo. En lo que tú quieras, hija, y como tú quieras. Por ese
lado no vamos a tener problemas, puedes estar segura.
—Muy bien. Me lo pensaré y te diré algo a principios de septiembre.
—Dime que sí, hija –y por primera vez en su vida, Sara contempló la súplica en
aquellos ojos–, dime que sí.
Luego se levantó, con más esfuerzo del que había necesitado para sentarse, y
empezó a arrastrar los pies, a avanzar con esos pasos cortos y mudos en los que
nadie habría podido reconocer a la mujer que fue una vez.
—¿Quieres que te lleve a casa?
—No, no hace falta. Tengo al chófer esperándome en la puerta.
—Bajo contigo de todas formas.
Te acompaño hasta el portal.
Cuando volvió a subir, se sentó en la misma butaca que había ocupado antes y se
dispuso a estudiar la situación con toda la frialdad necesaria para llegar a una
conclusión correcta. Estaba tan nerviosa, sin embargo, que acabó levantándose y,
después de coger papel y pluma, se sentó en la mesa de comedor que ocupaba la
otra mitad de la habitación, y colocó dos hojas en paralelo con la intención de
hacer un inventario de los beneficios y las desventajas que le traería una nueva
mudanza, el regreso al mundo perdido, un viaje estrictamente inverso al recorrido
del taxi que la había depositado, veintidós años antes, en la cara verdadera de
una realidad falsa, traidora, pero no llegó a escribir ni una sola palabra. Mientras
llenaba el papel de dibujos geométricos, progresivamente complejos, que se iban
engarzando entre sí para completar las fases de un laberinto irregular y caótico, la
potencia aritmética de su pensamiento equilibró los dos platillos de la balanza con
una clasificación completa de argumentos.
Nadie le había hecho nunca tanto daño como la mujer indefensa, arruinada y sola
que acababa de pulverizar la indeseable tranquilidad de su vida. Pero estaba harta
de trabajar, harta de levantarse a las siete y cuarto de la mañana para comer a
las cuatro de la tarde, harta de fichar a las tres de la tarde para cenar a las once y
media de la noche, harta de los atascos de las mañanas y de los atascos de las
noches, harta de los cursillos de fin de semana, harta del tamaño de su sueldo,
harta de cocinar los domingos para llenar el congelador de envases de plástico de
usar y tirar, harta de tener que pedir un crédito cada vez que se le rompía un
electrodoméstico o se le paraba el coche, harta de tener siempre sueño, harta de estar siempre cansada, harta de tener que escoger entre comer y dormir, entre dormir y divertirse, harta de estar harta. Envolverse en la piel inmaculada y tierna de los hijos pródigos para volver a la casa de la calle Velázquez no era firmar la paz, sino claudicar, entregar las armas, hincar la rodilla, tragarse el sapo más verde y más viscoso, abrazar una afrenta, besar en los labios a la humillación definitiva.
Pero lo que dejaba atrás ya no eran sueños, batallas, proyectos, diminutas semillas de trigo que algún día brotarían como el milagro más conmovedor ante su cabaña de náufraga triunfal, superviviente.
Atrás dejaba un piso pequeño, un empleo incómodo y no muy bien pagado, una vida gris, un horizonte plano y sin matices. Un orgullo que no daba de comer, la pólvora mojada de un arsenal de juguete y una terraza llena de cintas, de geranios, de amores de hombre y plantas del dinero que formaban parte de una cadena infinita de regalos sin precio, gestos de mínima cortesía en un mundo a duras penas decoroso. Vivía mejor de lo que habían vivido nunca sus padres, mejor que sus hermanos, pero en la misma mitad del universo, en el terreno de los placeres mínimos y trabajosos, en el lado más feo de la realidad. Tengo tiempo, se dijo, tengo tiempo. Sin embargo, cada mañana le costaba más trabajo madrugar, cada sábado sacrificado a una nueva hoja de cálculo se le clavaba dentro como una espina más inútil, más profunda. Ya no tenía el consuelo de la intransigencia feroz de sus dieciséis años, aquel fervor que la había sostenido en los momentos más duros, la incondicional determinación que mantenía su cabeza alta y sus manos ocupadas contra cualquier designio hostil. Ya no creía en los milagros, en las hazañas, en los símbolos, sólo en la modesta suerte que había logrado arañar con el borde de las uñas mientras caía hasta el fondo, al despeñarse una y otra vez, después de cada intento. Porque lo había intentado. Tenaz, incansable, desesperadamente. Lo había intentado y podía contar sus conquistas con los dedos de una mano. Un título oficial de inglés.
Un montón de diplomas enmarcados.
Un pequeño tesoro de objetos bonitos, a menudo caros, a veces carísimos, envueltos siempre en el recuerdo preciso, insoportablemente intenso en las mañanas frías, en las noches de lluvia, de las caricias que los habían hecho desembarcar entre sus manos. Una espectacular colección de fotos tomadas en algunos de los lugares más hermosos del planeta, el puente de Brooklyn con Manhattan al fondo, las pirámides de Gizeh, tres columnas del templo de Poseidón en el atardecer de cabo Sounion, fachadas de hojalata pintadas de colores contra la turbia inmensidad del Río de la Plata, los viejos palacios del Káiser en la Unter del Linden, el Malecón de La Habana. Ése era su botín y estaba caducado, tan inservible como un yogur pasado de fecha. No conservaba ningún rastro de amor por su madrina, pero tampoco la odiaba ya, después de tanto tiempo. Sin embargo, seguía conociéndola muy bien, y conocía las reglas de su vida, las normas de su casa, su forma de mirar. Había visto miedo
en sus ojos y estaba segura de que, si aceptaba su oferta, ese miedo le otorgaría una clase de poder que quizás nunca nadie había tenido sobre ella, un poder que Sara tampoco había probado jamás. Bastaría con estar, con no marcharse, con acompañarla al médico, con llevarla al teatro una vez a la semana, para reconquistar el tiempo y el espacio, una libertad aceptable y toda la pereza del mundo.
Tal vez fue aquél el detalle que acabó de inclinar la balanza, porque en agosto no se movió de Madrid, y sintió que cada minuto de ese descanso precario y finito la empujaba a otro más largo, cuyos límites no alcanzaba a contemplar. Tal vez fuera ese detalle, pero ella no creía haber tomado aún una decisión firme del todo cuando una mañana, fresca ya, de esas vacaciones que se agotaban, se tropezó en las últimas páginas del periódico con una fotografía recuadrada y extraña. Una mujer joven, que seguramente no había cumplido aún los treinta años, posaba para el fotógrafo con un manojo de plumas blancas entre las manos. Llevaba un vestido del mismo color, muy exagerado pero muy elegante, corto por delante, largo por detrás, y un moño altísimo, adornado con otras plumas, largas, lánguidas, sofisticadas y estilosas. Si se la hubiera encontrado en una revista o en el suplemento de los domingos, la habría tomado por una modelo y habría pasado de largo, pero estaba en el periódico, entre el presidente del Gobierno y Vicente González de Sandoval, flanqueado a su vez por el ministro de Hacienda.
Sara leyó el pie de foto y torció los labios en una mueca que se congeló antes de llegar a sonrisa.
—¡Qué barbaridad! –dijo en voz alta–. Los niños van a tener unos apellidos larguísimos.
Luego se fue derecha a por una botella de coñac, llenó una copa por la mitad, se la bebió de un trago y se dijo que no le importaba. Qué más me da a mí ya, pensó mientras rellenaba la copa, pues lo mismo, eso me da, lo mismo. Volvió a mirar la foto y leyó el pie con atención. Ella era muy guapa y tenía sobre todo un cuerpo espectacular, dos piernas largas y perfectas como un par de signos de admiración. Tenía también veintiocho años, y una ese doble, tan rotunda como la que dibujaba su cintura, en el primer fragmento de su primer apellido. Una ese doble. En español no existe esa letra. La ese doble. No existe. Los apellidos largos y compuestos sí, pero la ese doble no existe. Cuando se encontró con una copa vacía en la mano, volvió a llenarla. Vicente no había querido resignarse a su rechazo. La había buscado, la había llamado y perseguido durante meses. Quería vivir con ella, quería casarse con ella, eso decía, pero Sara no le había creído. Una vez le había pedido que no le mintiera, y creyó que nunca iba a pedirle nada más. Él se había comprometido a ser sincero con ella, y sin embargo no había parado de mentir.
Habían sido muchas, demasiadas mentiras. Estaba segura de que jamás dejaría a su mujer, y ahora resultaba que se había casado con otra. Pero no con una chica cualquiera, sino con una modelo de portada que tenía una ese doble en el primer fragmento de su primer apellido. Sara Gómez Morales tenía apellidos simples,
cortos, vulgares, con ninguna ese doble por ninguna parte. Porque en español los apellidos suelen terminar con zeta y las eses siempre se escriben de una en una. Esa letra no existe, la ese doble no existe, en español no, hace siglos que no existe.
Cuando liquidó el coñac, se pasó al whisky. Como no quedaba mucho, tuvo que recurrir al anisete con el que le gustaba brindar a su madre en Navidad. Estuvo dos días borracha, y dos noches vomitando. Luego durmió tantas horas que, al abrir los ojos, no sabía ni la fecha ni la hora aproximada del día en el que se había despertado. Cuando lo averiguó, comprobó que aún le quedaban tres días de vacaciones y se dijo que no, que le quedaban muchos más, años enteros. A su madrina se le saltaron las lágrimas cuando la llamó a la playa para decirle que sí, que aceptaba, que las dos volverían a vivir juntas. Y el 15 de septiembre de 1985, Sara Gómez Morales volvió a la gran casa de la calle Velázquez donde había vivido los dieciséis primeros años de su vida con un equipaje mucho más exiguo que aquél con el que la había abandonado. Desde el primer momento, comprendió que había acertado.
Tantos años después, y por motivos muy distintos a los que la habían impulsado entonces, doña Sara Villamarín Ruiz volvía a estar dispuesta a pagar cualquier precio para lograr que su ahijada fuera feliz a su lado. Sara pensaba que volvería a ocupar su cuarto de siempre, pero su madrina le cedió su propia habitación, un dormitorio amplio y muy luminoso, con un mirador semicircular que se elevaba sobre las copas de los árboles de la calle, y un vestidor y un cuarto de baño adosados. Junto a la puerta que conducía a este último, otra daba acceso a la estancia cuadrada, amueblada en dos ambientes distintos como cuarto de estar y como despacho, que su madrina había llamado siempre «la salita». Para instalar a su ahijada en aquella especie de apartamento independiente del resto de la casa, tan grande como el piso que había dejado en la Vaguada, ella se había mudado a la habitación de don Antonio, que se encontraba en el otro extremo y había sido el dormitorio principal hasta que la enfermedad de su marido hizo imposible que siguieran durmiendo juntos. Sara interpretó aquel gesto como un indicio de que su sueldo, aquel detalle tan desagradable que para la dueña de la casa nunca dejaría de ser un humilde pero molesto fracaso, permanecería oculto bajo la rutina cotidiana de una relación públicamente familiar. Así fue. Doña Sara la presentó al servicio como su ahijada y en aquel momento volvió a ser, para todos en aquella casa, la señorita Sara.
Las dos sabían que las cosas no eran exactamente lo que parecían, pero ponían un cuidado semejante en mantener la situación dentro de unos límites que hicieran innecesaria cualquier aclaración. Sara se dio cuenta enseguida de que se había quedado corta al juzgar a su madrina como a una simple anciana, una mujer mayor, sola y desorientada como tantas. La incertidumbre y la ambigüedad moral que se habían ido acumulando a lo largo de los años, durante su solitaria y larguísima convivencia con un moribundo a quien más de una vez habría sentido el deseo de asfixiar con su propia almohada, por más que fuera a ser incapaz de reconocerlo nunca, ni siquiera ante sí misma, habían desfigurado su carácter,
apocado ahora, acobardado, indigno de la soberbia que lo había modelado siempre. Todo la asustaba, todo le daba miedo, el menor contratiempo doméstico le preocupaba hasta el límite de robarle el sueño. Una avería del televisor, una revisión médica, un aviso de que la compañía del gas se disponía a revisar las instalaciones del edificio, una circular de la comunidad de propietarios o la simple visión de unas vallas amarillas que interrumpían el tramo de acera en el que se encontraba el portal de su casa, la hacían lloriquear y quejarse como si fueran otras tantas auténticas catástrofes. La artritis, progresivamente cruel, imparable, representaba un frente paralelo donde la vergüenza, esos garabatos infames a los que empezaba a verse reducida su escritura, esa deformidad que acabaría arrancando de sus manos las aparatosas sortijas que había llevado siempre en un inútil y desesperado intento de no llamar la atención sobre los retorcidos sarmientos de sus dedos, se sumaba al dolor, insoportable a ratos. Había tenido mala suerte, muy mala suerte, peor que la de Arcadio, peor que la de Sebastiana, apenas mejor que la del hombre con el que había compartido su vida, y Sara se daba cuenta, pero tampoco podía sentir ya compasión por ella. Intentaba sin embargo ayudarla en todo lo que podía, contribuir a hacer su vida más fácil. Ella había sido siempre una excelente trabajadora, honrada, concienzuda, responsable, y afrontó sus nuevas obligaciones con el mismo espíritu que la había ayudado a salir adelante en condiciones mucho peores. Aquél era su nuevo trabajo, y era cómodo.
Muy pronto, su vida volvió a ser tan apacible y regular como la que tejieron los días de su infancia. Se levantaba tarde, pero nunca después de las diez, para desayunar en el comedor con su madrina.
Hacia las once empezaba la sesión de rehabilitación de la mañana, a la que cada lunes asistía un fisioterapeuta que tutelaba los escasos progresos de la enferma. Doña Sara odiaba aquellos ejercicios en los que su ahijada fue aprendiendo a ayudarla, y se resistía a abandonar los que ya dominaba para iniciar movimientos nuevos, siempre más dolorosos, pero su rendimiento mejoró bastante desde que Sara empezó a obligarla a cumplir su programa, y cuando comprobó que la movilidad de sus dedos se estabilizaba, dejó de quejarse. Luego salían un rato de paseo, casi siempre sin un rumbo fijo, hacia El Retiro cuando hacía bueno, y a tomar el aire y mirar escaparates simplemente en los días fríos o demasiado calurosos. Las mañanas de lluvia representaban una especie de castigo inmerecido para una anciana que no concebía una amenaza peor que la de acabar recluida entre las paredes de su propia casa, pero Sara las neutralizó por un procedimiento sencillísimo, que consistió en comprar un vídeo. Su madrina había oído hablar vagamente de aquel aparato como de otras tantas cosas que le parecían misteriosas, inalcanzables, impropias de su edad, pero se enganchó al nuevo invento tan deprisa que su promotora acabó convirtiéndose en una visitante asidua de todos los vídeoclubes de los alrededores. Las películas no le resultaban tan gratificantes como los paseos, pero aportaban un nuevo tema de conversación para la hora del aperitivo. Ese rito imperturbable, que había sobrevivido a todas las desgracias de los
habitantes de aquella casa, seguía celebrándose cada día a las dos en punto de la tarde. Doña Sara nunca había dejado de ser fiel a la copa de oporto que se había tomado cada mediodía de los últimos cincuenta y cinco años de su vida con unas patatas finas, unas almendras o unas aceitunas, y su ahijada, que prefería el vermut, la acompañaba durante un cuarto de hora exacto, antes de pasar al comedor. Después del postre, la dueña de la casa, con una lealtad no menos inquebrantable que la que reservaba al oporto, se retiraba a su habitación para dormir la siesta. A las seis y media de la tarde, Sara volvía a reunirse con ella para merendar un café con leche y bizcochos, o tostadas, antes de dirigir una sesión de rehabilitación más corta y más cómoda que la de la mañana, una obligación que se suspendía sin grandes discusiones cuando entraba en conflicto con el teatro, el cine o una visita de cualquiera de aquellas viejas amigas a las que su madrina seguía frecuentando. Si no tenían ningún plan, después de la rehabilitación daban otro paseo o se quedaban en casa, viendo una película. En ese punto solía terminar su vida en común. Doña Sara cenaba poco y muy temprano, y se acostaba enseguida porque siempre tenía sueño. La medicación que mitigaba el dolor de sus huesos contenía un derivado de la morfina que le producía somnolencia y cierto atontamiento que era evidente para todos menos para ella. Así, Sara tenía al menos la mitad de las tardes y todas las noches libres.
Durante más de un año, apuró la bendición del tiempo limitando su actividad cotidiana a unas pocas e imprescindibles tareas. Leía mucho, dormía mucho, pasaba horas enteras haciendo el vago, tirada sobre la cama, o paseando por la casa, husmeando en los armarios, abriendo los cajones, reconociendo cada uno de aquellos viejos y familiares objetos que volvían a llamarla otra vez, después de tantos años. Su vida social, que nunca, salvo en los buenos tiempos de su historia con Vicente, había sido intensa, se veía ahora reducida al mínimo. Con la excepción de las amigas de toda la vida de su madrina, doña Loreto, doña Paloma, doña Margarita, que le hicieron enseguida un sitio en sus partidas de continental, cada vez más espaciadas por los achaques de una u otra jugadora, Sara no trataba a nadie, fuera del servicio de la casa y de Amparito, la otra ahijada de doña Sara, que venía todos los miércoles a comer y con la que siempre se había llevado tan mal como su propia madrina. La verdad es que no tenía gran cosa que hacer, y por eso, por llenar su tiempo libre con alguna tarea útil, cuando se cansó de descansar fue asumiendo poco a poco responsabilidades que en principio no le correspondían. Doña Sara, que nunca se había ocupado de administrar sus propios bienes, la única misión propia de la condición del cabeza de familia que su marido pudo seguir ejerciendo hasta el final, le agradeció en el alma la generosidad de unas iniciativas que la liberaron paulatinamente de la indeseable obligación de ocuparse de su dinero, aquel asunto tan desagradable. El primer episodio de aquel nuevo proceso tuvo lugar una tarde de enero de 1987. Tras contemplar la instantánea sombra de desolación que se había apoderado del rostro de su madrina al recoger de manos de una doncella la carpeta que acababa de subir el portero, Sara se ofreció a revisar por ella el
balance y el presupuesto de la comunidad de propietarios de la casa.
Doña Sara le pediría aquella misma noche, y como un favor muy especial, que
hiciera lo mismo con la documentación de otros edificios en los que tenía
propiedades y ella aceptó sin ningún esfuerzo, porque siempre le habían
entretenido los números y estaba muy acostumbrada a esa clase de trabajos.
Cuando terminó, y mientras hacía un resumen sencillo del estado de cuentas de la
comunidad de cada inmueble, la anciana levantó una mano en el aire, como
pidiendo tiempo.
—¡Qué maravilla, hija, qué cabeza tienes!
—A la fuerza, mami –Sara sonrió–. Llevo más de veinte años trabajando como
contable.
—Pues, desde luego, ya me vendría bien a mí un poco de tu ciencia… Es que me
pongo mala sólo de pensar en perder una tarde entera con todo este follón, y
total para nada, para que todo el mundo se líe a discutir por dos duros y acaben
peleándose, y hasta insultándose como si se hubieran vuelto locos de repente. El
vecino de abajo, el general, por ejemplo.
Con esa pinta de señor que tiene, ¿no?, bueno, pues tendrías que verle. A la
mínima se pone a chillar como una mala bestia, y por mil pesetas, no creas, es
que es increíble, vamos. La de tardes que me ha amargado a mí el animal ése.
Porque Antonio se ocupaba de todo, ya lo sabes, pero como no podía moverse,
pues no me quedaba más remedio que ir a mí. ¡Qué horror!
Si tú supieras la de cosas que he visto yo aquí, en esta casa… Y todo por dinero,
hay que ver, qué asco, qué cochinada de dinero, siempre igual. Es un tema que
me pone enferma. Por eso se me ha ocurrido que, en fin… –y en ese instante se
encogió, bajó el volumen de su voz y se dobló sobre sí misma hasta parecer una
niña pequeña y asustada, como solía hacer últimamente cada vez que tenía que
pedirle un favor a su ahijada–.
Si pudieras ir tú… Ya sé que me vas a decir que es una lata, lo sé, todo el mundo
lo sabe, que estas reuniones son pesadísimas, horrorosas, pero es que yo me
pierdo y…
—Bueno –Sara la interrumpió antes de que se pusiera colorada–.
Si lo prefieres, puedo ir yo. No me importa nada, en serio. Todo esto es muy
sencillo y estoy muy acostumbrada a hablar de números.
Además, tiene que estar prevista la posibilidad de que delegues en alguien. A ver,
déjame mirar…
Sí, aquí está. Rellenamos este volante, tú lo firmas, y yo te represento. De verdad
que no me importa.
Doña Sara, que ya tenía la boca abierta para seguir hablando, la cerró sin decir
nada, renunció a la incipiente sonrisa de satisfacción que había llegado a iluminar
por un instante su cara, y se revolvió en la butaca como si de repente estuviera
incómoda. Sara, que entendió enseguida lo que la pasaba, se acercó a ella, la
cogió de la mano y la agitó suavemente, hasta que logró que la mirara.
—¿Quieres que firme yo?
—¿Podrías hacerlo?
—Claro –Sara, súbitamente enternecida por aquel angustioso acceso de vergüenza, afirmó con la cabeza para dar más énfasis a su afirmación–. Déjame tu DNI, o el pasaporte, cualquier documento con tu firma. No me saldrá igual de bien pero, total, una reunión de propietarios no es una escritura pública, no va a andar ningún notario de por medio, así que da lo mismo.
Acabarían andando notarios de por medio. El incremento anual de las cuotas de cada comunidad llevó a Sara a interesarse por la situación de las sociedades que doña Sara, al quedarse viuda, había puesto junto con el resto de su patrimonio en manos de un yerno de su amiga Loreto, quien acababa de cometer el imperdonable pecado de abandonar a su mujer por una de las secretarias de la gestoría. Sara nunca se había llevado bien con él.
Cuando se reunieron para firmar su contrato laboral, porque desde el primer momento ella había incluido en sus condiciones la existencia de un documento que le garantizara el pago de sus cuotas de la Seguridad Social, el derecho a percibir catorce pagas al año, y una revisión anual y una antigüedad determinadas, él la miró desde tan arriba como pudo para decirle que, en su opinión, se estaba pasando. —Ya está bien, ¿no, guapa?
Doscientas treinta mil pesetas al mes. Yo creo que es demasiado como para que encima vengas con exigencias.
Sara se tomó su tiempo antes de replicar. Era muy consciente de que se estaba pasando, porque para fijar su sueldo había duplicado exactamente la cantidad que ganaba en el hipermercado. Pero también era consciente de que aquel facha de mierda, que se peinaba con gomina y se ajustaba la corbata con un pasador de oro esmaltado con los colores de la bandera nacional –su bandera nacional, no la de Sara–, era un simple asalariado, igual que ella, y no estaba dispuesta a que le hablara en aquel tono.
—Me traen sin cuidado tus opiniones, Santi. Nadie te paga por opinar, ¿sabes? De modo que, en lo que a mí respecta, de ahora en adelante, me haces el favor de tragártelas. El dinero no es tuyo, que yo sepa. Así que calladito estás mejor. No se caían bien, y sin embargo Sara llegó a tenerle lástima mientras escuchaba a su ex suegra despellejarle sin piedad entre las dos escaleras y los tres tríos, aireando todos sus trapos sucios, desde su ineptitud sexual hasta la mediocridad de sus aptitudes profesionales. En ese último punto, ella estaba de acuerdo, pese a todo. Antes de que las circunstancias de su separación la indujeran a mantener un silencio compasivo sobre sus hallazgos, le había comentado alguna vez a doña Sara que su administrador parecía incapaz de retener en la memoria una idea general del estado de todos sus bienes y que, tal vez por eso, sus libros no estaban al día. A ella no le preocupaba mucho aquel tema, pero Sara se había acostumbrado a llamar a Santi por teléfono para recordarle cada cita del calendario fiscal de su madrina y, de vez en cuando, discutía con él los puntos en los que no estaba de acuerdo con su criterio. En junio, mientras terminaba de rellenar su propia declaración sobre la renta sin hacer mucho caso a la conversación de las ancianas que tomaban café en el mismo salón, llevaba meses
sin hacer ningún comentario, pero aquella actividad, que había comenzado en su
propio despacho hasta que su madrina la mandó a buscar –ven, hija, que están
aquí Loreto y Margarita, siéntate con nosotras ahí en el secreter, anda–, no pasó
desapercibida a los ojos de una madre rencorosa.
—Pues desde luego te voy a decir una cosa, Sara –exclamó doña Loreto mientras
la señalaba con el dedo–. Teniendo en casa a esta joya…, ¡buena gana tienes de
seguir pagándole un dinero todos los meses al golfo de mi yerno, para que se lo
gaste con la puta ésa, mira lo que te digo!
—¡Ah! –Sara levantó la vista para comprobar que su madrina se había quedado
con la boca abierta–.
Pues no se me había ocurrido, la verdad…
—Pues ya va siendo hora de que se te ocurra, hija, ya va siendo hora.
Luego, doña Margarita empezó a hablar de su inminente operación de cataratas y
la conversación derivó hacia los quirófanos, que era un tema que las apasionaba a
todas por igual. Nadie volvió a mencionar a Santi, y sin embargo, doña Sara le
planteó directamente la sugerencia de su amiga en el desayuno de la mañana
siguiente.
—Me gustaría saber qué piensas tú, hija. De lo que dijo Loreto ayer, quiero decir.
¿Qué te parece?
—No sé, mami. A mí Santi no me cae muy bien, ya lo sabes. Es antipático y
engreído, ya lo hemos hablado otras veces. Y comprendo a doña Loreto, y a su
hija, porque lo estará pasando muy mal, me imagino, pero él me da un poco de
pena también, de todas formas, ¿no? Es como si de la noche a la mañana hubiera
pasado de ser un ángel a ser un demonio, no sé…
—Pero ya no es de fiar. En eso estarás de acuerdo. Un hombre hecho y derecho
que abandona a su familia así, de repente, para irse con una pelandusca de
veinticuatro años no es de fiar.
Sara miró a su madrina y comprendió que nada de lo que pudiera contarle le iba a
hacer cambiar de opinión. Ésas eran las reglas de su mundo, el arma de las
mujeres de su clase social, un recurso tan acreditado, tan tradicional como la
abstinencia sexual que su hermana Socorro le imponía a su marido cada vez que
quería sacarle algo.
Así eran las cosas aquí, en este lado de la frontera. Todos estaban de acuerdo en
pagarse los unos a los otros y hacerse ricos entre sí para que ni una sola peseta
saliera del reducido círculo de sus amistades, pero existían unos requisitos, unas
normas de cumplimiento obligatorio, imprescindible para mantenerse dentro de la
raya, en el centro de una tácita y privilegiada comunidad de intereses regulada
por una ley cuyos artículos solían variar según el género del propietario del
capital. En este caso, el dinero era de la señora de Villamarín, y el yerno de su
amiga Loreto había cometido la infracción más espantosa de su código. Había
tardado en darse cuenta porque andaba lenta, su cabeza no funcionaba tan
deprisa como antes. Pero se había dado cuenta y, a partir de ahí, no había más
que hablar.
—Puede ser –Sara hizo una pausa y se dijo que, al fin y al cabo, Santi no dejaba
de ser un facha de mierda–. No, no es de fiar. En eso tienes razón.
—¿Y tú serías capaz…? Es decir, ¿tú crees que podrías llevarlo todo tú sola? Lo de
los impuestos, y lo de las fincas, lo de las acciones de las empresas de Antonio,
en fin, todo, desde aquí, tú sola. ¿Podrías hacerlo?
—Claro que podría –Sara sonrió–. Y con la gorra, mami, no es tan complicado, en
serio. Hombre, tendríamos que contratar a un gestor que llevara el papeleo,
porque si lo hiciera yo no tendría tiempo para nada más, pero podría ocuparme
de todo, de tomar decisiones, de diseñar una estrategia para que pagaras los
menos impuestos posibles, de controlar las inversiones y los beneficios de las
fincas, de negociar con los bancos, de tratar directamente con tu agente de
bolsa… Todo lo que hace Santi podría hacerlo yo, por supuesto que sí. Ése ha
sido siempre mi trabajo.
—Y podrías pagarte a ti misma lo que te pareciera, ya sabes…
—No, no, no –y por primera vez desde que habían vuelto a vivir juntas, fue Sara
quien se sonrojó al hablar de dinero–. Yo ya gano bastante. En serio, mami, con
lo que me pagas ya está bien. Tengo mucho tiempo libre, tiempo de sobra, ya lo
sabes, y ese trabajo me gusta. No te preocupes por nada.
Entonces, doña Sara le cogió una mano por encima de la mesa, se la apretó y la
besó con fuerza.
—Nunca podré agradecerte bastante lo que estás haciendo por mí, hija, nunca
podré agradecértelo.
Sin embargo, no dejaría de intentarlo. A partir de aquel día, Sara se convirtió en
su cabeza y en sus ojos, en sus manos, en su voz y en su memoria. A mediados
de septiembre, tenía ya firmas autorizadas en todas sus cuentas, y un poder de
representación legal tan amplio que el notario, después de asegurar su
neutralidad felicitándola por una serie de decisiones que le habían parecido
acertadísimas, lo leyó en voz alta dos veces seguidas para asegurarse de que
aquella anciana comprendía bien hasta qué punto se hallaría en manos de su
ahijada después de avalarlo con su letra desfigurada y temblorosa. Desde
entonces, doña Sara la compensó con regalos tan valiosos como exagerados, y
empezó a hablar en voz alta de su herencia.
Cuando era una niña, Sara estaba segura, con una certeza instintiva e infantil, de
que algún día aquella casa sería suya. Su madrina era vieja, y su marido más
viejo aún, y por allí no había ningún otro niño. Los niños de la familia acaban
heredando las casas donde han vivido de pequeños, siempre es así, aquél era el
camino lógico, el único razonable, el natural. Amparito y sus hermanos, que vivían
en Oviedo, venían a pasar unos días de vez en cuando en Navidad, o en Semana
Santa, pero su madrina los trataba siempre como lo que eran, una visita, gente
ajena, extraña, que estaba de paso por Madrid. Y sin embargo, después, cuando
todo se acabó, Sara comprendió que los López Ruiz, aquellos primos postizos,
serían los únicos y felices herederos de todo el dinero de su tía segunda. La
realidad auténtica, la más fea, la más dura, la que acechaba en las esquinas de la
Puerta del Sol, hundía sus cimientos en verdades del color de la sangre, tan
exactas, tan incontrovertibles como aquélla. Nunca, ni siquiera después de volver
a vivir en la calle Velázquez para comprobar hasta qué punto su madrina seguía despreciando a Amparo, y en qué grado ésta se comportaba como la más pesada, fatua y vanidosa de las mujeres, volvió a tener Sara ninguna duda acerca de los futuros destinatarios de la fortuna de los Villamarín, todo ese inmenso patrimonio cuyo control residía ahora en la capacidad de sus modestas manos. Las promesas de su madrina, lejos de disipar esa certeza, la afianzaron con los clavos de lo indudable.
—Yo creo que es mejor que no le contemos nada a Amparito de todo esto, ¿no te parece? –le dijo uno de los primeros días en los que despacharon juntas, siguiendo una iniciativa de Sara que ella, por más que se esforzara en agradecer en voz alta, nunca dejó de interpretar como un engorro–. Es que, como se entere, con lo avara que es y lo pendiente que está siempre de su dichosa herencia, no nos la vamos a quitar de encima ni con agua caliente… De todas formas, ahora que hemos vuelto a vivir juntas…
–y doña Sara la miró a los ojos con un calor donde la gratitud se mezclaba con la fianza de un viejo cariño–. Yo haré lo que tenga que hacer, hija, tú no te vas a quedar en la calle ni mucho menos, puedes estar segura.
Sara se puso colorada y no encontró nada que decir. En aquella época, finales del 87, aún no disponía de ningún indicio del camino por el que la vida la empujaría algún tiempo después. Ella siempre había sido una excelente trabajadora, honrada, concienzuda y responsable, y el compromiso de administrar los bienes de su madrina no había empeorado en absoluto las condiciones de su trabajo, que ahora le ocupaba más tiempo, un bien que le sobraba, pero le gustaba mucho más que la monótona rutina del cargo de señorita de compañía en el que había empezado a sentirse desperdiciada. Nunca llegaría a abandonar a doña Sara. Seguiría tutelándola hasta el final en esas sesiones de rehabilitación que cada vez arrojaban resultados más insignificantes y, mientras le apeteció moverse, la siguió llevando al cine y al teatro, y a merendar con sus amigas por las tardes. Sin embargo, cuando tenía alguna cita más urgente, la mandaba a la calle de paseo con una de las muchachas, y muchas tardes se quedaba en su despacho, resolviendo papeles, mientras ella veía la televisión. Su madrina nunca se quejó, porque nunca llegó a sentirse abandonada, al contrario. Igual que habían hecho sus padres, fue deslizándose con una naturalidad blanda, suavísima, hacia una posición estrictamente inversa a la que había determinado antes su relación con su ahijada.
Sara aceptó una responsabilidad absoluta sobre el destino de aquella anciana y se dio cuenta de cómo la favorecía su nueva situación.
Había cumplido ya cuarenta años, pero era demasiado joven para vivir al ritmo de una vieja, y eso era lo que había ocurrido en los primeros tiempos de su regreso. Ésa fue la principal ventaja de un cambio que la liberó de la sensación de aletargamiento, de fosilización, que la había sorprendido a veces entre el desayuno y los ejercicios, entre el paseo y el aperitivo, entre la siesta y la merienda, mientras su vida se ralentizaba, aflojando su propio ritmo para sincronizarlo con los tiempos de una anciana enferma. La nueva faceta de su
trabajo la rejuveneció, interrumpiendo esa dinámica para animarla, para darle más vuelo a su vida, para devolverla a su propio territorio, el de las cosas que sabía hacer con brillantez. Sus días se fueron llenando de pequeñas citas, obligaciones que cambiaban con cada época del año, con cada día de la semana, visitas a los bancos, declaraciones trimestrales, reuniones con los administradores que se ocupaban de las propiedades rurales de doña Sara –dehesas en la provincia de Salamanca, una finca grande en Toledo, dos en Ciudad Real–, comidas de trabajo con su abogado, con su gestor, con su agente de bolsa, ocasiones para arreglarse, para comprarse ropa, para ir a la peluquería, para maquillarse, para coquetear incluso con un montón de hombres que con frecuencia se la quedaban mirando con una sonrisa embobada antes de manifestarle su admiración por su capacidad, la potencia de esa privilegiada calculadora congénita que llevaba encima de los hombros, y que de vez en cuando llegaban un poco más allá para arriesgar alguna proposición que, aún mucho más de vez en cuando, Sara se decidía a aceptar. Ninguno de ellos resultó ser gran cosa, pero había que reconocerles que, por lo menos eran entretenidos. La única que no estaba contenta con el cariz que tomaban los acontecimientos era Amparito, que a pesar de no haber sido informada en su momento de las disposiciones legales que convirtieron a Sara en la principal de sus amenazas, había acertado a intuir un movimiento de fichas que no le convenía, y al que: respondió ampliando la frecuencia y la duración de sus visitas a casa de su madrina. Doña Sara no paraba de quejarse de lo pesada que se estaba poniendo. A Sara también le molestaba mucho aquel perpetuo acecho, hasta que encontró la solución en una réplica seca, fulminante, cuya repetición garantizó una paz tensa, pero duradera, entre las dos.
—Mira, Amparo, para mí éste es un trabajo como otro cualquiera –le dijo la enésima vez que la sobrina de doña Sara se preguntó en voz alta qué no estaría llevándose de aquella casa–. Si quieres hacerlo tú, si prefieres instalarte aquí para cuidar de tu tía personalmente, dímelo. En ese momento, hago las maletas y me vuelvo a mi casa. Tú verás qué prefieres, qué te conviene más. Pero mientras yo viva aquí, se han acabado los comentarios y las tonterías. En ese momento era sincera.
Una excelente trabajadora, honesta, concienzuda, responsable, con las manos tan limpias como la conciencia. Y sin embargo, nada de lo que pasó después habría podido llegar a suceder si Sara Gómez Morales, abnegada, desheredada, pobre, pero admirablemente capaz de cuidar de sí misma y de los demás, no hubiera completado todas las etapas de una metamorfosis que la devolvió a todo lo que le habían enseñado antes de abandonar aquella casa, sin obligarla a renunciar a nada de lo que se había visto obligada a aprender fuera de sus privilegiados muros. Las vidas difíciles fabrican niños difíciles, y ella era una réplica a escala de una mujer que lo había tenido todo fácil antes de que todo se torciera para siempre. Las vidas difíciles fabrican adultos difíciles, y ella conocía muy bien el precio de las cosas. Sara Gómez Morales, que no era nada del todo, estaba preparada para ser todo a la vez. Sólo necesitaba una oportunidad. Y la vida se la
puso delante después de la última helada de 1988. Cuando una doncella le rogó que fuera corriendo al salón en el tono entrecortado y apremiante de las verdaderas emergencias, ella temió que su madrina se hubiera caído, que se hubiera hecho daño o hubiera sufrido algún percance serio, pero se la encontró sentada en un sofá, con el teléfono en la mano, lloriqueando mientras negaba con la cabeza y repetía, y qué vamos a hacer ahora, Dios mío, qué podemos hacer… Sara le arrebató el auricular con delicadeza y escuchó al otro lado la voz de Victoriano, el jardinero de Cercedilla, que se ocupaba de todo desde que los guardeses murieron, con pocos meses de diferencia entre sí, el mismo año que su patrón. Así se enteró de que el techo de la casa, una mansión rural que el abuelo de su madrina había levantado en la primera mitad del XIX para utilizarla como pabellón de caza, se había hundido aparatosamente, llevándose consigo las buhardillas y el suelo de buena parte del segundo piso.
—No te preocupes, mami –Sara se sentó al lado de su madrina y procuró consolarla después de colgar–. Esta misma tarde iré a ver cómo está todo. He quedado con Victoriano a las cinco. Algo se podrá hacer, y eso haremos. Ella guardaba un recuerdo feliz y luminoso de aquella casa inmensa, rodeada por pinares viejos cuyos límites no alcanzaban a fijar sus ojos, y un gran jardín con piscina y pista de tenis donde habían sucedido los mejores veranos de su vida. Pero le costó trabajo reconocer aquella prodigiosa miniatura del paraíso en–la ruina de un edificio abandonado, humillado por el tiempo y el olvido. Hacía más de quince años que nadie vivía en aquella casa, más de quince años sin que nadie abriera un grifo, sin que nadie encendiera las luces, sin que nadie pusiera en marcha el calentador ni la cocina. Victoriano, que estaba muy mayor y caminaba encorvado, incapaz de sostener en su sitio su propia espalda, se había limitado en los últimos tiempos a recortar de vez en cuando los setos más próximos al edificio principal, desentendiéndose del resto del jardín. Los caminos se habían borrado, los rosales se habían secado, las malas hierbas prosperaban solas entre los restos sucios y dispersos de la grava.
—No sé qué decirte, mami –le confesó a su madrina cuando volvió a Madrid, a tiempo para acompañarla en su cena–. La verdad es que está todo hecho una ruina. No hay que arreglar solamente el tejado.
La escalera está carcomida y da miedo subir arriba, la fontanería no funciona, y la electricidad no digamos… Yo no me acordaba, pero los cables siguen siendo de esos antiguos, forrados de tela, y han reventado en muchos sitios, un cortocircuito detrás de otro, ya sabes. Habría que arreglarlo todo, el jardín incluido. Te va a costar una pasta, pero yo creo que no hay otro remedio. Doña Sara cerró los ojos de puro abatimiento antes de inclinarse por la solución más fácil. —¿Y si la vendo?
—¿Así? ¿Tal y como está ahora? –ella asintió con la cabeza para que Sara le llevara la contraria de inmediato–. Eso sería peor que malvender, sería regalarla. Lo he venido pensando en el camino de vuelta, no creas, ya sabes que a mí se me da muy bien pensar mientras conduzco… –hizo una pausa y procuró dulcificar
su tono, porque era consciente de que su interlocutora estaba disgustada, y de que sus palabras iban a incrementar su disgusto–. Mira, la verdad es que yo creo que nadie te va a pagar lo que vale esa casa, eso lo primero. Ahora nadie tiene casas así, tan inmensas, tan descomunales, tan exageradas. Y menos en un sitio como Cercedilla. Pero si la vas a vender, que yo creo que es lo que tienes que hacer, porque ya sabes cómo es el clima de la sierra, y arreglar esa casa para no habitarla es encontrársela igual dentro de diez años, tienes que venderla como lo que es, como una mansión, y no como una ruina. Yo creo que en estos casos las obras siempre compensan. Por mucho tiempo que duren, por mucha guerra que den, por muy informales que salgan los obreros, por muy caras que cuesten. Si la arreglas, tienes una oportunidad de encontrar a un millonario caprichoso que te pague una cantidad razonable por ella.
Si la vendes tal y como está, será el millonario caprichoso quien haga un buen negocio, porque te va a dar dos duros y, después de pagar las obras él mismo, se va a quedar con una casa estupenda por menos de la mitad de lo que vale. Piénsatelo.
Era una trabajadora excelente, honrada, concienzuda, responsable. Lo demostró una vez más contratando a un constructor, supervisando las obras, remodelando los cuartos de baño, escogiendo el color de las paredes, revisando exhaustivamente las calidades antes de darse por satisfecha, negociando con una agencia inmobiliaria que no logró encontrar un comprador en muchos meses, abandonándola para encargar la venta a otra agencia cuya gestión no arrojó mejores resultados, asumiendo en persona la tarea de anunciar y enseñar la casa en el invierno de 1989. Quizás por eso, ella tuvo más suerte. A primeros de mayo, una pareja previsiblemente dispar, integrada por un señor de canas peinadas con gomina y pañuelo de cachemira al cuello y una pija de treinta años escasos que, más que su hija, podría haber sido su nieta, se enamoraron de la casa antes de verla por dentro. Ella, que afirmaba llamarse Letizia, con zeta, hablaba por los codos y se pirraba por la naturaleza, la ecología y todo eso, ya sabes, le decía a Sara cada dos por tres.
Él, que se sujetaba las rodillas al subir por la escalera pero parecía dispuesto a inmolar las últimas fuerzas que le quedaban a la exclusiva y verdosa gloria de su hija, le tocaba las tetas todo el tiempo y sonreía antes de reconocer en voz alta que no sabía decirle a nada que no. Regatearon como cabrones, pero Sara se mantuvo firme, y acordó un precio aceptable, noventa millones de pesetas justos y todos los gastos de parte del comprador. Su madrina, que acababa de conseguir que su médico de cabecera le aumentara la medicación, se puso muy contenta porque se podría ir a la playa en la fecha prevista, y no pareció prestar demasiada atención a ningún otro detalle. Tal y como han llegado a ponerse las cosas, sentenció, vender significa quitarse un problema de encima, más que hacer un buen negocio. Y Sara comprendía bien ese punto de vista. La venta se retrasó, sin embargo. Por un motivo o por otro, aferrándose a tecnicismos legales y a la morosidad de los procedimientos bancarios, los compradores fueron escurriendo el bulto durante más de un mes. Sara estaba
casi segura de que se echarían definitivamente para atrás cuando Letizia, con
zeta, la llamó por teléfono para comunicarle la fecha y la dirección de la notaría
donde iba a tener lugar la compraventa. En el último momento, con un acento
distinto, casi avergonzado, añadió un último detalle.
—Tráete un par de bolsos, o una bolsa de viaje, algo así porque… Bueno, creo
que no hemos llegado a hablar de esto pero, si no te parece mal, que no creo,
porque a vosotros también os beneficia, a nosotros nos interesaría escriturar en
setenta y ocho millones, y pagar el resto en B.
—En B –repitió Sara, sonriendo ante la distinguida escualidez de aquel
eufemismo.
—Sí, bueno… Quizás te lo tendría que haber advertido antes pero… No sé. Hablar
de dinero es siempre tan desagradable.
—Claro –Sara volvió a sonreír, mientras calculaba que aquella cantidad de dinero
negro era aceptable, porque podría camuflarla fiscalmente sin problemas–. Muy
bien, pues escrituramos en setenta y ocho, como os venga bien.
Era una trabajadora excelente.
Honrada. Concienzuda. Responsable. Y estaba acostumbrada a contar dinero. Los
doce millones de pesetas en billetes de banco que cambiaron de mano en un
despacho del que el notario se ausentó con una complicidad previa e indiferente,
resbalaron dócilmente por sus dedos antes de ir a parar sin una queja al fondo de
las dos pequeñas bolsas donde había previsto alojarlos. No había previsto sin
embargo lo que sucedió después. Su peso.
Su valor. Su significado.
Cuando salió a la calle Núñez de Balboa, sentía un calor misterioso en las palmas
de las manos, y una secreta intuición del llanto en los ojos. Su cabeza se había
disparado, pero ella no le prestaba atención. Estaba más pendiente de otro
temblor, un placer impuro, hecho de rabia y de revancha, que había suplantado el
territorio de su conciencia hasta afilarla como la punta de una flecha venenosa y
certera, y dilataba en cada paso los latidos de su corazón para hacer correr la vida
por las venas de sus brazos, de sus manos, de sus palmas, como una ola
complacida y furiosa que muriera en las yemas de sus dedos sólo para volver a
nacer después, más fuerte cada vez, más poderosa. Llevaba consigo doce
millones de pesetas que no existían, que no tenían sentido fuera de los estrictos
límites de su inexistencia, doce millones que nadie había visto, que nadie
afirmaría jamás haberle entregado, doce millones que sus antiguos propietarios
nunca habían tenido y de los que, si ella quería, nadie tendría noticia jamás. Doce
millones de pesetas que no existían. Seis millones de pesetas existiendo
solamente en el peso que sentía en cada mano. En cada una de sus dos manos,
de sus propias manos siempre vacías de niña perdida que nunca hallaría una casa
propia a la que volver. Doce millones de pesetas caminando con ella, avanzando
por la acera sin hacer ruido, sin manifestarse, sin rechistar, enjoyando los
costados de su cuerpo con la escueta discreción de la auténtica elegancia.
La casa de su madrina estaba cerca, pero al llegar a la esquina de Ayala no torció
a la derecha, sino a la izquierda, no bajó la cuesta, prefirió subirla hasta Príncipe
de Vergara y siguió andando, las dos bolsas firmes en sus manos, una suave llama en el corazón, el dinero es siempre tan desagradable, y sin embargo a ella la pegaba al suelo, la hacía más consciente, le daba calor. El dinero puede llegar a ser tan agradable, basta con que sea algo más que dinero. Sara Gómez Morales caminaba por la calle pisando fuerte, una energía desconocida en la planta de los pies, un incendio placentero en la palma de las manos, una secreta intuición del llanto en el borde de los ojos, caminaba y seguía andando, y dio una vuelta a la manzana, y luego otra, y otra más, y la cabeza se le disparó, enloqueció en una impecable secuencia de cálculos exactos, doce millones de pesetas, cuánto tiempo tardaría en reunirlos una contable del Pryca de El Pinar, doce millones de pesetas, cuántos años tendría que tardar doña Sara Villamarín Ruiz en morirse para que su ahijada llegara a ahorrar una cifra semejante, doce millones de pesetas, cuántas cosas bonitas, a menudo caras, a veces carísimas, se podrían comprar con ese dinero, doce millones de pesetas, su cabeza se había disparado pero ella apenas le prestaba atención.
Estaba más pendiente de otro temblor, una presión que cruzaba su pecho en diagonal como una canana cargada de balas, un deslumbramiento torrencial y salvaje, la certeza de que la justicia de los fusiles podía llegar a cumplirse más allá del país humillado de sus propios sueños.
Sara no logró olvidar la visita de aquel policía de Madrid que se llamaba Nicanor ni siquiera después de descubrir el otro secreto de Juan Olmedo. Por eso estuvo segura de que había vuelto cuando descubrió al guardia de seguridad de la urbanización tras la puerta que había golpeado con una insistencia tan frenética, tan desmesurada, mientras mantenía el dedo índice firme contra el timbre que, cuando fue a abrir, estaba convencida de que sólo podían ser los niños, dispuestos a liarla en alguna excursión que les compensara por los diez días escasos de vacaciones que les quedaban por delante. Sin embargo era Jesús y algo iba mal, muy mal, porque aquel chico joven, de aspecto atlético, tan resistente, jadeaba como un animal acorralado mientras el sudor, impropio de una tarde fresca de poniente, le caía a chorros por la cara. —¡Venga conmigo, por favor!
–tenía los ojos muy abiertos, los labios fruncidos, la expresión de quien está a punto de echarse a llorar–. ¡Por favor, corra, venga!
Sara se asustó mucho. Tanto, que ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. Cuando cruzó el umbral, el guardia echó a correr y ella le siguió andando tan deprisa como pudo, pero a una velocidad que para él no era suficiente. —¡Corra! –le chilló, volviendo la cabeza sin dejar de avanzar–. ¡Por favor, corra! ¡Por aquí!
Ella echó a correr, sintiéndose un poco ridícula por los impulsos que agitaban su cuerpo torpe, desentrenado, y sin embargo siguió corriendo. Corrió sin preguntarse por qué, hasta que sus pulmones de fumadora empezaron a gritar junto a la verja de la urbanización, mientras los músculos de sus piernas se unían
a un vociferante coro de protestas, y aunque empezó a toser, aunque se
ahogaba, siguió corriendo. Entonces vio que el guardia se detenía a unos pocos
metros de la puerta, al lado de un bulto rojo, muy rojo, inmensamente rojo, tirado
sobre la acera, y se detuvo ella también, para descansar un instante, antes de
interpretar el sentido de aquel color. Cuando lo consiguió volvió a correr, pero ya
no sintió cansancio alguno. Sólo un frío espantoso, una sobrecogedora sensación
de alarma, la tentación de la incredulidad, y mucho miedo.
Maribel estaba tumbada en el suelo, de perfil, encogida sobre sí misma. Llevaba el
mismo vestido con el que Sara la había visto en Sanlúcar. La sangre que se
derramaba desde su costado dibujaba en el suelo un círculo rojo de bordes
rizados, como un clavel monstruoso, un siniestro capricho que pretendiera
adornar su cintura para los ojos inertes de las nubes.
Sara chilló su nombre, se tiró en el suelo, y le puso la mano izquierda sobre la
frente. Luego la besó en la cara, cogió su mano derecha con su propia mano, y
sostuvo su mirada exangüe, agotada, seca, sin comprender aún lo que estaba
viendo, lo que estaba pasando, sin acertar a tomar decisión alguna ni preguntarse
siquiera qué podía hacer, cómo podía ayudar, mientras el guardia de seguridad,
que se balanceaba haciendo oscilar alternativamente el peso de su cuerpo sobre
sus piernas, sin lograr decidir tampoco hacia dónde ir, lograba a duras penas
enhebrar algunos fragmentos de una explicación parcial, incompleta.
—Me ha avisado una señora que estaba en la parada del autobús…
Ha debido salir de detrás de esa caseta de obras de ahí enfrente…
La señora la ha visto, y ha venido corriendo… Cuando he salido, ya me la he
encontrado tirada en el suelo… Ha debido cruzar la carretera andando, no sé
cómo, pero se ve la sangre…
En ese instante, Maribel cerró los ojos. Sara levantó los suyos y vio la caseta, una
construcción de paredes metálicas, acanaladas, la huella de una mano
ensangrentada cerca de una esquina, un rosario de manchas rojas, algunas
pequeñas, otras grandes como charcos, diseminadas por el asfalto, manchando el
bordillo, la acera, y entonces escuchó la voz del miedo, un susurro agudo y fino
como una aguja.
Juan… –y apretó la mano de Sara con sus dedos–. Llámelo.
Llame a Juan.
—¡Claro! Pero qué idiota soy –se volvió hacia el guardia de seguridad, que estaba
de pie, a su lado, con los brazos caídos a los dos lados del cuerpo y la inmóvil
resignación de quien ya no se atreve ni siquiera a pensar, y agitó violentamente la
mano en el aire, como si pretendiera animarlo, despertarlo, ponerlo en marcha–.
Vaya corriendo a la casa 37, ahora mismo. Pregunte por Juan Olmedo y
cuénteselo todo, pero todo, no como a mí. ¡Corra! Él es médico y sabrá lo que
hay que hacer. ¡Corra, vaya ahora mismo, por favor!
La herida destacaba como una mancha oscura, sucia, que rompía la limpia
uniformidad del tejido rojo sobre la piel bronceada del verano.
Cuando Sara se atrevió a mirarla, la precaria serenidad que había obtenido de
aquella elemental iniciativa que no había sido capaz de emprender por sí misma
se esfumó en un instante, devolviéndola a un terror angustiado, impotente.
Entonces Maribel volvió a hablar, y lágrimas que no eran de miedo, ni de pena, ni
de emoción, empezaron a resbalar despacio sobre sus mejillas, desvelando un
odio tan profundo que era capaz de fluir sin perturbar siquiera el susurro fino,
agudo, de su voz cansada.
—Él lo sabía –miraba a Sara, y volvió a apretarle la mano con sus dedos–. No sé
cómo pero lo sabía, el muy cabrón lo sabía, sabía que el lunes firmo lo del piso,
que era su última oportunidad…
Llevaba meses pidiéndome el dinero, íbamos a hacer un negocio, pero de los
buenos, me iba a hacer rica, eso decía. Hoy me ha dicho otra cosa. Que le iban a
matar, que por mi culpa le iban a matar, que necesitaba por lo menos la mitad,
dos millones, que se los diera, que me iba a matar él a mí si no se los daba, que
me quería, que era el padre de mi hijo, que soy su mujer, que siempre me ha
querido… Anda y vete a chulear a tu puta madre, Andrés, eso le he dicho… Eso le
he dicho. Que chuleara a su madre, que se perdiera, que me olvidara…
Te voy a matar, eso me ha dicho él a mí, estás avisada, no sirves para nada, no
eres más que una puta, y te voy a matar…
Escucharon el motor del coche antes de que Jesús volviera a reunirse con ellas.
Un instante después, Juan Olmedo, con la cara blanca como un papel y una cierta
brusquedad mecánica en todos sus movimientos que desmentía a medias la
tranquilidad que intentaba aparentar, extendió el brazo derecho en un ademán
mudo para apartar a Sara y se arrodilló en el suelo, al lado de Maribel, sin dejar
de hacer un ruido extraño con la lengua, un chasquido rítmico, regular, como el
que emplean las madres para tranquilizar a los bebés. Tenía el ceño fruncido,
concentrado, un brillo de velocidad en los ojos, y una capacidad sorprendente
para hacer más de una cosa a la vez, y todas muy deprisa. Antes de examinar la
herida, mientras se sacaba del bolsillo del pantalón un paquete de guantes
estériles, estudió el charco que se extendía por el suelo, se puso el guante
izquierdo con los ojos fijos en la acera, se encajó el derecho midiendo la distancia
entre la caseta y el cuerpo tendido en el suelo, y cuando terminó, sin haberse
detenido a mirar a Maribel siquiera, ya había obtenido respuestas para un montón
de preguntas.
—Procura contestar sólo sí o no y hablar lo menos posible, ¿de acuerdo? ¿Tienes
frío?
—Sí.
—¿Cuánto frío?
—Cada vez más.
—Pero no tiritas.
—No.
—¿Tienes la sensación de estar a punto de tiritar de un momento a otro?
—No, creo que no, pero…
—No hables de más, Maribel.
¿Cuál es tu grupo sanguíneo?
—A positivo.
Sólo después levantó el vestido, observó la herida, estiró sus labios con las yemas
de los dedos, volvió a reunirlos, y por fin, manteniendo la mano derecha sobre su
vientre desgarrado, se inclinó sobre el rostro de Maribel.
—¿Con qué ha sido? –volvió a preguntar en una voz mucho más baja, y Sara, que
había empezado a llorar sin darse cuenta, comprendió por qué había tardado
tanto tiempo en atreverse a mirarla, y que no podía elevar sus palabras por
encima del volumen de aquel murmullo–.
Un cuchillo de cocina, un cuchillo de monte, una navaja…
—Una navaja.
—Automática.
—Sí.
—Con la hoja de un palmo…
–entonces volvió a mirar la herida y metió el dedo índice dentro con una
tranquilidad pasmosa– o un poco menos de un palmo, ¿no?
—No lo sé.
—Y la ha movido, el hijo de puta.
—Eso tampoco lo sé.
—No… –Juan la miró de nuevo, carraspeó y, cuando siguió hablando, empezó a
parecerse al hombre que había sido siempre–. No era una pregunta. Muy bien,
Maribel.
Esto es muy aparatoso, pero no es grave. Vamos a ir al hospital ahora mismo, te
van a coser y te vas a quedar como nueva. Te voy a meter una toalla dentro de la
herida para taponártela… –entonces giró la cabeza hacia atrás hasta que encontró
a Sara, y ella comprobó que había empezado a recuperar el color y algo más, una
insólita expresión de furia empañando sus ojos–. En el coche hay una toalla
blanca envuelta en una toalla rosa. Tráemela, ¿quieres?, pero no la toques
directamente. Toca sólo la rosa.
En el asiento de al lado del conductor había un maletín, una manta y dos toallas
blancas envueltas en toallas rosas. Cuando Sara se las tendió, Juan sacó la blanca
sin tocar la de color y empezó a enrollarla. Entonces, Maribel le agarró por la
muñeca.
—¿Me voy a morir?
Cuando llegaron al hospital, lo primero que vio Sara al entrar en el vestíbulo de
Urgencias fue un reloj que marcaba las seis y ocho minutos de la tarde. Entonces
recordó que al escuchar el timbre de la puerta había mirado la hora en el vídeo
para descubrir en los números verdes que eran las diecisiete veintinueve. El reloj
del hospital tenía que estar estropeado, pero el que ella misma llevaba en la
muñeca parecía de acuerdo con él. Un celador le confirmó que efectivamente eran
las seis y ocho minutos de una tarde que se le había hecho eterna, larga y densa
y lentísima como si cada segundo fuera una gota de plomo, y esa repentina
crueldad del tiempo le impresionó más que el cálculo de la velocidad suicida a la
que Juan había conducido hasta Jerez. Luego recordó que él lo había hecho todo
muy deprisa, y aceptó que tal vez no hubieran pasado más de siete u ocho
minutos desde el momento de su aparición hasta el de su partida, pero siempre
recordaría aquella escena como si cada palabra, cada gesto, cada movimiento de
sus dos actores principales se hubiera destilado a sí mismo a través de un
complejísimo y dificultoso alambique. Hasta que Maribel se atrevió a preguntar si
se iba a morir.
Entonces, Juan la miró, Sara la miró, y el tiempo dejó de arrastrarse por la
insoportable pasividad de unos segundos enfermos, minerales, para detenerse de
una vez y por completo.
—No. No te vas a morir –Juan desvió la mirada desde sus ojos hacia el rollo que
había fabricado con la toalla, lo cogió por uno de sus extremos, y lo encajó dentro
del cuerpo de Maribel con un solo impulso limpio, preciso–. Tú no. No te vas a
morir. Ayúdame, Jesús…
El guardia de seguridad se acercó enseguida, pero Maribel no aflojó la presión de
su mano.
—Si me muero, como nunca hemos hablado…
—No te vas a morir –Juan llevó su mano derecha todavía enguantada,
ensangrentada, hacia la cabeza de Maribel, la sujetó por el cuello, la levantó unos
centímetros del suelo para apoyarla en su muslo derecho y se inclinó sobre ella
para seguir hablando desde muy cerca, mientras le acariciaba la sien en la
frontera del pelo con el pulgar, como si estuviera peinando a una niña pequeña–.
No voy a dejar que te mueras, ¿me oyes?, no te vas a morir.
Y aquel hombre que, desde que había llegado, había hecho tantas cosas a la vez
y todas tan deprisa, se detuvo de pronto, abandonando sus ojos en los de la
mujer que le miraba mientras limitaba toda su actividad a la caricia rítmica y
persuasiva de su dedo pulgar, hasta que éste también se detuvo. Entonces inclinó
la cabeza y la besó en los labios una vez, luego otra.
—No te vas a morir –repitió–.
Ahora estate quieta, no hables, y haz sólo lo que yo te diga.
Después, como si él mismo se hubiera dado cuenta de la intimidad casi obscena
que acababa de impregnar el aire, volvió a apoyar la cabeza de Maribel en el
suelo y estiró su cuerpo completamente sobre la acera antes de levantarse y
empezar a dar instrucciones.
—Abre la puerta de atrás del coche, Sara, tú irás con ella atrás, ahora te explico…
Jesús, ven aquí. Colócate a la altura de sus rodillas, ahí. Nos vamos a poner en
cuclillas, vamos a pasar los brazos por debajo de su cuerpo, y cuando yo cuente
hasta tres, la vamos a levantar para meterla en el coche, ¿de acuerdo? Yo por la
espalda y tú por las corvas. ¿Entendido? ¿La tienes? Vale, pues vamos a hacerlo.
Una, dos y tres, ahora…
Un instante después, Maribel voló, dejando sobre la acera una mancha roja de
bordes rizados que ya no parecía un clavel, y Sara sintió que su percepción de la
realidad se aflojaba de repente, incapaz de soportar más tensión. Estaba casi
convencida de haber vivido los últimos minutos dentro de una película cuando
Juan pulverizó aquella ilusión, cogiéndola del brazo para apartarla unos metros
del coche.
—Vamos a ver, Sara… –le dijo, y se frotó la cara con las manos para descubrir un
aturdimiento que había permanecido oculto hasta entonces a los ojos de los
demás–. Está viva de milagro, pero es verdad que no se va a morir.
Eso quiere decir que yo creo que no se va a morir, e incluso que estoy seguro de
que no se va a morir. Sin embargo, también creo que la herida llega hasta el
hígado.
La han apuñalado de abajo arriba, y está muy desgarrada. Tiene una hemorragia
interna importante. Han movido el arma dentro para destrozar, para hacer más
daño, ¿comprendes?, y al andar ha perdido mucha sangre. Mucha. Demasiada.
No puede perder más. Ése es el único riesgo, que siga perdiendo sangre.
Por eso no he llamado a una ambulancia, porque iba a tardar en venir y en volver
al hospital casi el doble de lo que vamos a tardar nosotros si la llevamos en
coche.
Y por eso quiero que tú vayas detrás, con ella. Colócate sus piernas encima de las
tuyas y aprieta el tapón con la mano todo el rato.
Te voy a dar unos guantes. Póntelos y procura no tocar nada, porque si la herida
se infecta, adiós, ¿comprendes? Y si notas que deja de funcionar, que ya no
empapa más, que la sangre empieza a manar a borbotones, avísame. He traído
de todo. Si las cosas se ponen feas, la puedo coser yo mismo, en el coche,
provisionalmente –al llegar a aquel punto, su interlocutora se dio cuenta de que
su propio rostro debía reflejar tal expresión de terror que le obligó a volver sobre
sus pasos–. No va a pasar, Sara.
Eso quiere decir que yo creo que no va a pasar, que estoy seguro de que no va a
pasar, pero si pasa y no hacemos nada, se nos puede quedar por el camino. Pero
no va a pasar, ¿de acuerdo?
Sara asintió con la cabeza, y él la cogió por los hombros y se los apretó un
momento antes de dar la vuelta para marcharse. Sin embargo, no llegó a volverse
del todo.
—Y otra cosa… Ha sido su marido, ¿no?
Sara asintió con la cabeza.
—¿Y por qué? –su cara recuperó de golpe toda la blancura–.
¿Eso lo sabes?
—Sí –y se escuchó hablar cuando ya creía que sería incapaz de volver a articular
el menor sonido–. Por dos millones de pesetas.
—¡Joder! –Juan Olmedo se quitó un guante, y luego el otro, con gestos bruscos,
descontrolados, antes de empezar a estrellar el puño de su mano derecha contra
la palma de la izquierda–. Es que es la hostia, ¿no?, la hostia, pero qué hijo de
puta, qué hijo de puta, joder…
Sara Gómez Morales se atrevió a pensar por un instante que su vecino habría
aceptado mejor un crimen pasional que aquella cuchillada fría e inútil, como un
recurso desesperado de pura impotencia, se atrevió a pensar por un instante que
incluso lo habría comprendido, y durante ese preciso instante, tuvo miedo. Luego,
sin embargo, sospechó que aquella reacción tendría más que ver con su propia
culpa, un sentimiento para el que no bastaría la explicación que ella misma le
había dado. Pero las cosas seguían pasando demasiado deprisa como para
pensarlas, analizarlas, desmenuzarlas. Dos segundos después, ella ya estaba instalada en el asiento trasero del coche, luchando con un par de guantes, y él, recuperado por completo de su cólera, se acordaba de pedirle a Jesús que fuera a la piscina a buscar a los niños y les pidiera que se metieran en casa hasta que les llamara por teléfono.
—Que no se muevan. Y no les cuentes la verdad. Diles solamente que Maribel de pronto se ha encontrado mal y que la he acompañado al hospital, que no se preocupen porque no es nada grave. ¡Ah! –añadió al final–, y de Sara no sabes nada, ni dónde está, ni a qué hora ha salido, ni cuándo va a volver, ni nada. Mientras terminaba la frase, arrancó el motor. Inmediatamente después, cuando el coche ya estaba andando, marcó un número de teléfono y empezó a hablar sin dejar de conducir, con un manos libres que Tamara le había regalado por su cumpleaños aunque habían ido a comprarlo juntos y lo había pagado él, con su dinero.
—Soy el doctor Olmedo, de Trauma, póngame con Urgencias, es una emergencia…
Sara, que había seguido todas sus instrucciones, sintió que los dedos de Maribel apretaban la mano enguantada que ella usaba para presionar sobre la herida, debajo de la manta con la que Juan la había arropado, como si a ella también le consolara el sonido de aquellas palabras cuyo sentido era casi absolutamente incapaz de comprender.
—¿Urgencias? Soy el doctor Olmedo, de Trauma, necesito un quirófano y sangre del grupo A positivo, es una emergencia. Llevo un paciente grave en el coche, una mujer, treinta y un años, sana, con herida inciso contusa en el hipocondrio derecho, secundario de arma blanca, muy probablemente interesa al hígado, en estado de fuerte shock hipovolémico, tardaré unos quince minutos en llegar, prepáreme un quirófano y avise al doctor Barroso, quiero hablar con él, si está la doctora Iglesias por ahí, avísela también, gracias…
Antes de desembocar en la carretera por un atajo que le obligó a circular más de un kilómetro por dirección prohibida, Juan pasó por delante de un grupo de viviendas en construcción, media docena de bloques cuadrados, de tres pisos. El único terminado tenía las paredes pintadas de color salmón, y la carpintería metálica, las terrazas y la celosía calada que ocultaba el tendedero, de color blanco. En el bajo, un diminuto jardín privado se abría ante la cristalera del salón, el segundo tenía a cambio un dormitorio más que los otros pisos, y el ático, una terraza rectangular y bastante grande, que a Andrés le había gustado tanto que su madre no vaciló en elegirlo. Sara la había acompañado a ver el piso piloto y le había parecido casi perfecto.
Al día siguiente volvieron a verlo todos juntos, un salón comedor grande, en forma de ele, dos dormitorios amplios, una cocina cómoda y bien amueblada, un cuarto de baño completo y otro aseo más pequeño, junto a un tendedero donde había espacio suficiente para instalar una despensa. Costaba un millón más de los diez en los que Maribel había fijado su propio tope, pero Juan también la animó a decidirse, en el peor de los casos siempre puedes venderlo antes de terminar de
pagar la hipoteca, le dijo, repitiendo casi exactamente el discurso que Sara había pronunciado veinticuatro horas antes, y ella estaba tan contenta, tan satisfecha, que al final les hizo caso.
Manteniendo siempre la mano izquierda firme contra la toalla que taponaba la herida, Sara reconstruyó la planta de aquel piso de memoria mientras escuchaba jadear a Maribel, y al fondo, la voz de Juan empezaba a ceder bajo la presión de otras voces que eran diferentes pero decían cosas parecidas. Las cosas son así, Sari, no tienen remedio, le había dicho su madre una vez, las cosas son como son y nadie tiene la culpa. Andrés, con doce años, lo había aprendido ya, así se hacen las cosas, Sara, así se han hecho siempre, y por supuesto el Vicente más maduro, el más poderoso, lo sabía de sobra, así son las cosas, Sara, Sari, Sarita, ¿qué quieres?, si así son.
Si yo no le hubiera metido a Maribel la idea del piso en la cabeza, iba pensando Sara, ella se habría llevado a Andrés a Disneyland París y el hijo de puta de su marido habría llegado a tiempo para engatusarla, para echarle un par de polvos entregados, para volver a vivir con ella incluso, si eso hubiera hecho falta, hasta desplumarla, hasta dejarla limpia, sin blanca, ni un duro de la tardía y milagrosa herencia de su abuelo.
Las cosas son así, y no tienen remedio. Y ella ahora estaría bien, no más humillada, no más dolorida que otras veces, ni siquiera peor de lo que estará cuando Juan Olmedo la deje, porque Juan la dejará, la tendrá que dejar antes o después, pero con el vientre intacto y cada gota de sangre en su sitio, y durante algún tiempo ya habría sido algo más que una puta, ya habría servido al menos para algo, para dejarse engañar, para dejarse robar, para ejecutar con inmaculada obediencia cada escena del archisobado guión que tiene asignado desde aquel día en que se echó un novio tan guapo que le compró unos corales y la subió en un caballo. Las cosas son como son y nadie tiene la culpa. Y tal vez, con el Panrico por en medio, no habría llegado a ceder a la tentación de enamorarse del hombre equivocado, en el momento equivocado, en el lugar equivocado, en el vértice exacto de la dificultad, en el núcleo de las cosas que nunca son, porque son imposibles. Porque así es como se hacen, y así es como se han hecho siempre. Y en cambio, ha estado a punto de morir, a punto de morirse, porque su vida no vale más de dos millones de pesetas y porque yo la convencí de que se comprara un piso y se dejara de viajes a Disneyland París, porque le metí en la cabeza la absurda idea de levantarla. —¿Cómo va eso, Sara?
—Bien –levantó la manta para echar un vistazo, y vio el borde de la toalla, seco aún, y la palma de su mano casi limpia–. Muy bien.
Siempre igual, siempre, todo, igual, desde el principio. Juan siguió hablando y Maribel le apretó la mano, ella la miró, la vio abrir los ojos, cerrarlos de nuevo. —¿Y el piso? –murmuró entre las grietas de su voz delgada, frágil como un cristal que acaba de romperse en un millón de pedazos astillados y cortantes como agujas–. ¿Qué va a pasar con el piso? A ver si lo voy a perder ahora, con el trabajo que me ha costado encontrarlo.
—No hables, Maribel –Juan había alcanzado a escuchar sus susurros–. No hables. Por favor, no hables y no te muevas.
—Con el piso no va a pasar nada, no te preocupes –Sara sintió un deseo enorme de abrazarla, pero recordó a tiempo que no podía tocar nada, e intentó transmitirle el calor de un abrazo con palabras–. El lunes a primera hora voy al banco a hablar con ellos, y si no pueden esperar, les cojo de las orejas y te los llevo al hospital, con notario y todo. Te lo prometo, Maribel, te lo juro, pero, por lo que más quieras, no vayas a preocuparte por el piso ahora. Luego volvió la cabeza hacia la ventanilla y vio la silueta de Jerez a lo lejos, en lo alto de una cuesta. Se va a salvar, pensó con los ojos cerrados, el alma en vilo todavía, se va a salvar, se va a librar, nos vamos a librar, todos nos vamos a salvar con ella. Sólo en ese momento percibió la presencia de algo muy duro y muy pesado que tensaba las paredes de su estómago para rellenarlo por completo, igual que si se hubiera tragado una piedra sin darse cuenta, una presión que empezó a ceder cuando volvió a mirar hacia delante y vio Jerez todavía más cerca. Maribel se iba a salvar y ella podía contar ya los edificios, distinguirlos con nitidez unos de otros, leer sin esforzarse los nombres pintados con letras enormes encima de las tapias blancas de las bodegas, y entonces oyó la bocina del coche, que Juan presionaba ya sin interrupciones, y sintió una humedad densa y caliente en la palma de la mano. Juan… –empezó a decir, y no supo cómo seguir, pero él la entendió. —¿Sale a chorros o es solamente que el tapón está empapado? —No, yo creo que no es mucho –Sara volvió a levantar la manta, observó la herida un rato, intentó interpretar correctamente lo que veía–. No… —Da igual. Ya hemos llegado.
Era verdad. Estaban subiendo la rampa del hospital. Habían llegado. El final del trayecto era otra escena de otra película, una imagen reconfortante y deliciosa, el despertar después de la pesadilla. Delante de la puerta había una docena de personas esperándoles, una pequeña multitud de batas blancas y verdes congregadas alrededor de una camilla, los rostros alerta, las piernas en tensión, como una hilera de atletas pendientes del disparo que señala la salida. Cuando Juan tiró del freno de mano, las cuatro puertas del coche se abrieron desde fuera y a la vez.
Un celador le ofreció una mano y la sacó del asiento de un tirón, sin contemplaciones. Ella se apartó un poco, se quedó a un lado, respiró hondo un par de veces, se quitó los guantes y cuando volvió a mirar lo que pasaba, el coche había desaparecido y Maribel estaba ya tumbada en la camilla, con una vía cogida en el brazo izquierdo, una bolsa de suero encima de la cabeza, otra vía cogida y aún sin conectar en el brazo derecho, Juan a su lado y dos o tres personas más alrededor. Entonces la metieron dentro. Las ruedas de la camilla desataron un estrépito denteroso y chirriante al deslizarse sobre el cemento y Sara no fue capaz de recordar el eco de un sonido más armonioso. Estaba muy cansada y muy sucia, el pelo pegado de sudor, la ropa manchada de sangre, las manos enrojecidas, tirantes, dos ríos rosados y secos trepando por sus brazos hasta más
allá del codo, pero también estaba muy contenta y más que eso, tan eufórica
como un general que acaba de ganar una batalla que ha dado por perdida.
Después de esperar unos minutos sin saber muy bien qué hacer, entró ella
también en el hospital, miró el reloj del vestíbulo, descreyó de sus ojos, miró su
propio reloj y no le concedió más crédito, le preguntó la hora a un celador, él le
contestó que eran casi las seis y diez, se sentó en un banco y, al rato, vio venir
directamente hacia ella a una enfermera bajita y sonriente.
—Hola, usted debe ser Sara, ¿verdad? –y sin esperar respuesta, la besó en las
dos mejillas–. Yo me llamo Pilar, trabajo en Traumatología, con el doctor Olmedo.
¿Quiere venir conmigo? Le puedo prestar una blusa y unos pantalones limpios,
verdes, eso sí, de hospital, pero limpios, y hasta puede ducharse, si le apetece,
que supongo que le apetecerá…
El agua caliente y el jabón la limpiaron por fuera sólo a costa de arrancarle
también una sensación de euforia que no sobrevivió a un escueto repaso de la
verdadera situación, como si, al desaparecer, el riesgo principal hubiera
acrecentado la gravedad de otros que nunca habían dejado de latir, agazapados
bajo la sombra de lo peor.
—¿Cuánto pueden tardar?
La enfermera, que rellenaba papeles sobre un mostrador y había sonreído al verla
aparecer vestida de médico, con el pelo húmedo, chorreando aún sobre su
espalda, se tomó su tiempo antes de contestar.
—Depende de lo que se encuentren. Yo creo que como mínimo dos horas, pero
pueden ser más de tres.
—¿La herida llegaba al hígado?
—Sí, le han hecho un buen boquete.
—¿Dónde está Juan?, ¿dentro?
–la enfermera afirmó con la cabeza–. ¿La está operando él?
—¡Nooo! –sonrió, como si aquella idea le pareciera absurda, y Sara pensó que
debía serlo–. Él es muy bueno, pero esto no es lo suyo. La están operando dos
cirujanos, y los dos son estupendos. Y el mejor anestesista del hospital.
El doctor Barroso se ha ocupado de todo, y esta vez ha habido suerte, porque
otras veces, por mucho que se intente… En fin, todos son buenos, pero ella tiene
lo mejor de lo mejor. No se preocupe, está más que controlada, todo va a salir
bien, seguro. ¡Ah! Y el doctor Olmedo me ha dicho que si quiere volver a casa
puede coger su coche. Tengo aquí las llaves.
Pero si prefiere esperar, entre dentro. Estará más tranquila.
—¿Puedo llamar por teléfono?
—Claro. Marque el cero.
Habló primero con Tamara, y luego con Andrés, y a los dos les contó lo mismo,
que habían atracado a Maribel para robarla, que la habían herido con una navaja,
que no tenían ni idea de quién podía haber sido, que estaba en el quirófano,
absolutamente fuera de peligro, que iba a esperar a que Juan saliera y le contara
cómo había ido todo, que entonces volvería a llamarles otra vez, que se reuniría
con ellos lo antes posible, que estuvieran tranquilos, que cuidaran de Alfonso y
que procuraran entretenerse solos. La niña conservó la calma durante la mayor
parte de la conversación hasta que, cerca ya del final, estalló en un sollozo largo,
histérico. Andrés, en cambio, no despegó los labios.
—¿Andrés, estás ahí? –Sara agotó su última mentira para empezar a sentir una
angustia verdadera que iba creciendo sin pausa en cada sílaba–. Andrés, habla,
por favor, dime algo… Si no me contestas, me voy a ir ahora mismo para allá.
¿Quieres que haga eso? ¿Quieres que me vaya contigo? Puedo pedir que le digan
a Juan que nos avise, no tardo nada…
—No –dijo por fin–. Quédate.
Te paso con Tam.
Sin embargo, fue Jesús quien cogió el teléfono. Ya había acabado su turno, pero
estaba todavía muy asustado, y dispuesto a quedarse con los niños todo el tiempo
que hiciera falta. Sara le pidió que estuviera muy pendiente de Andrés, le dio el
número del hospital y la extensión desde la que había llamado, y después de
colgar, se quedó quieta y muy preocupada, convencida de que se había
precipitado, de que se había equivocado, de que lo había hecho todo mal. Cuando
volvió a ver a Juan Olmedo, a las nueve menos cuarto de la noche, Tamara había
llamado ya dos veces, y ella no había sabido qué contarle.
—Ha salido todo muy bien, perfectamente –parecía agotado hasta que sonrió, y
entonces la sonrisa le borró el ceño, la tensión que se amontonaba en las
esquinas de sus labios, las ojeras que subrayaban sus ojos–. Ahora está en
reanimación. Si el postoperatorio no se tuerce, que habrá que cruzar los dedos –y
lo hizo– por aquello de la maldición de los recomendados, dentro de una semana
estará en casa.
Yo me voy a quedar. Quiero ver cómo se despierta. ¿Has hablado con los niños?
—Sí, y creo que he metido la pata.
Le contó la situación por encima y él, que al fin y al cabo había pasado las últimas
dos horas y media metido en un quirófano, no le dio mucha importancia.
—Yo creo que has hecho bien, Sara, algo había que contarles…
Lo peor será cuando Andrés se entere de que ha sido su padre, pero tú no tienes
la culpa –se quedó un momento pensando en lo que acababa de decir, como si no
se le hubiera ocurrido antes–. Eso sí que va a ser una putada, ¿no?, pobrecillo…
En fin, ya veremos.
Ahora vete a casa e intenta descansar, anda. Tam sabe dónde está apuntado el
teléfono de la chica que les cuida cuando salgo por la noche, que la avise, que se
encargue ella de todo. Ahora les llamo yo –se dirigió al teléfono, y cuando ya
tenía el auricular en la mano, se acordó de algo–. ¡Ah, Sara! Y que Andrés se
quede a dormir en mi casa. Lo último que me ha dicho Maribel antes de entrar en
el quirófano es que no quería ver a su madre por aquí. Y muchas gracias –dejó el
teléfono descolgado encima de la mesa, se acercó a ella, la abrazó–. Por todo.
Había marcado ya la mitad de las cifras del número de su casa pero, como si no
supiera muy bien qué estaba haciendo, a quién llamaba, por qué y para qué,
cortó la línea con los dedos y la detuvo cuando ya estaba a punto de salir por la
puerta.
—Y otra cosa, Sara –pero no la dijo hasta que ella no se volvió para mirarle–. Esta
tarde soplaba…
—Poniente –ella no entendió el sentido de aquel repentino interés por el viento,
pero se acordaba muy bien de que aquella tarde soplaba poniente, y quiso
confirmárselo–.
Estoy segura.
—Eso es. Poniente –le dio definitivamente la espalda mientras aporreaba las
teclas del teléfono con mucha más fuerza de la imprescindible, para que Sara se
asombrara otra vez de la violencia que podía llegar a albergar un hombre tan
tranquilo, y le escuchó murmurar desde la puerta una amenaza cuyo sentido
tampoco logró comprender–. Poniente. Le vamos a joder.
El día que apuñalaron a Maribel, Juan Olmedo no había ido al hospital porque estaba saliente de guardia. De acuerdo con las nuevas reglas que las vacaciones escolares habían impuesto sobre la libertad incondicional que los adultos habían disfrutado durante el curso, habían comido temprano, todos juntos, y luego Juan había desplegado toda clase de sabios argumentos para convencer a los niños de que aprovecharan una de las pocas tardes de playa que les quedaban. Por fin, y después de aceptar que no iba a tener éxito, terminó indultándoles graciosamente de la mitad de la digestión para hacerse digno al menos del premio de consolación de la piscina.
Alfonso acababa de quedarse dormido en el sofá, pero su hermano no estaba dispuesto a perder más tiempo. Se descalzó para salir del salón sin hacer ruido y en el recibidor se encontró con su asistenta, que salía de la cocina tan descalza como él, y le sonreía con los ojos y los labios a la vez mientras se quitaba el delantal con dedos pausados, sigilosos. Maribel disponía de un catálogo exhaustivo y sumamente expresivo de sonrisas en las que ambos confiaban más que en las palabras. Aquélla denotaba deseo y una muestra de ese entusiasmo casi salvaje en el que se resuelve cierta clase de ansiedad. La que se apoderó de su rostro más tarde, compensando la tensión que los gritos ahogados, sofocados contra la almohada, habían exigido de su mandíbula para lograr que Alfonso siguiera roncando en el piso de abajo, era diferente, pacífica e interior, pero capaz de derramar hacia fuera una dosis exacta de gratitud que, de vez en cuando, a ella le gustaba describir en voz alta.
—Si supiera cuánto me gusta, si pudiera llegar a imaginarse cómo me quedo de bien –aquélla había sido una de esas veces–. No sabe cómo se lo agradezco, no puede saberlo, en serio, es que ni se lo imagina…
Apenas una hora después, Maribel tenía mucho frío y casi un litro de sangre menos dentro del cuerpo, y Juan no podía arrancarse sus palabras de la cabeza mientras conducía hacia Jerez como un suicida escrupuloso y consciente. No sabe cómo se lo agradezco, no lo sabe, no puede saberlo. En el mismo paquete que su placer, viajaba emboscada su muerte, y él no se sentía tan responsable del primero como de la última. Con la cabeza repleta de hielo, un vapor helado y sólido a punto de resquebrajarse como una pared de cristal, un insoportable golpe
de sabor a menta entre las sienes, el doctor Olmedo esquivaba la imprescindible
tentación de derrumbarse encima del volante sometiendo sus ojos, sus manos, los
pies que posaba sobre los pedales, a la instintiva eficacia de lo que sabía. Le
había dicho a Sara que Maribel estaba viva de milagro y le había dicho la verdad.
No sabía cómo definir la compasión del azar sin nombre que había dirigido la hoja
del cuchillo directamente hacia el hígado sin seccionar ningún gran vaso por el
camino. El filo tenía que haber acariciado las paredes de la arteria mesentérica sin
rasguñarla siquiera. La arteria mesentérica. La arteria femoral. Una maldición
privada. Cuando vio a Maribel tirada en la acera, el corazón se le paró de golpe.
Soy un hombre peligroso, pensó, un amante peligroso, un peligro mortal. Había
hecho muchas cosas a la vez y todas muy deprisa, y sin embargo su corazón, el
músculo sensible que bombeaba sangre con la mecánica prudencia de una
máquina bien engrasada sin haberse parecido nunca mucho a la encarnada
silueta que dibujan los adolescentes en sus carpetas, había seguido estando
parado, quieto, indeciso en el riguroso intervalo de dos lati dos, hasta que su
dedo índice se había atrevido a penetrar en la herida para confirmarle que una
azarosa compasión sin nombre había decidido dejarles con vida a los dos, a
Maribel por completo, a él en la certidumbre de un futuro que sería siempre más
difícil que el presente que había roto aquel cuchillo.
—¿Qué necesitas? –Miguel Barroso le ahorró la ceremonia de los saludos y las
preguntas repetidas–.
Vamos a ver, un quirófano, sangre A positivo, mira, en eso por lo menos ha
habido suerte, un cirujano…
—O dos.
—¿Dos?
—Sí. Y que sean buenos. Los dos.
—Dos buenos cirujanos –y su voz, incluso a través del teléfono y por encima del
ruido del motor, traicionó una sorpresa con la que Juan ya contaba–. Y un
anestesista…
—No –le interrumpió de nuevo y ya no esperó una nueva pregunta–.
Un anestesista no. Un anestesista cojonudo. Hazme caso.
—Muy bien. Un anestesista cojonudo. ¿Quién es, Juan?
—Es mi asistenta.
Luego tal vez no habría vuelta atrás, pero Juan Olmedo había escuchado a
muchas enfermeras, decenas, centenares, miles de enfermeras, repetir lo mismo
con la misma sonrisa reglamentaria en la boca, todos son buenos, para
tranquilizar a una madre, a un marido, a una mujer, a un hijo, todos son buenos,
Juan lo había visto, lo había escuchado demasiadas veces, todos son buenos, la
fórmula de reglamento, una radiante sonrisa profiláctica, y un cuerpo frágil,
fragilísimo, perdiéndose por el fondo de un pasillo tras una puerta con dos
batientes cuyos cantos de plástico se golpeaban entre sí, al cerrarse, con la
inquietante suavidad de la seda. Al otro lado quedaban las víctimas de su propia
concien cia, los torturados de la sala de espera, abandonados para siempre a su
suerte, a su fe en cualquier dios, en cualquier nombre del azar, o en la eficacia de
aquel simbólico compromiso colectivo con la ciencia y el progreso. Todos son
buenos.
Quizás fuera verdad, quizás fueran todos buenos, pero los había mejores y
peores, y todos serían buenos, pero no todos lo bastante.
Juan lo sabía. Respiró hondo.
Luego tal vez no habría vuelta atrás.
—¿Miguel?
—Sí.
—Es ella. Y ha sido su marido. Lo entiendes, ¿verdad?
Miguel Barroso tardó en contestar, como si de pronto le faltaran dientes para
masticar aquella noticia.
—¿Quieres que te mande una ambulancia?
—No, de momento no, voy a llegar yo antes. Si esto se pone feo, llamo y la pido.
—Muy bien, voy a decirles que se preparen, por si acaso. Y no te preocupes por
nada. Como si fuera mi hija, yo me encargo…
La había besado en la boca para tapársela, para impedirle hablar, sin saber ni
siquiera qué le iba a decir, sólo por si intentaba decirle que le quería. Se lo había
dicho ya alguna vez, de otra manera, con palabras oblicuas, transversales,
tranquilizadoramente ambiguas, ese sorprendente instinto que se confunde con la
inteligencia en las arañas gordas y astutas que tejen su tela sin descansar, pero
sin apresurarse.
—¿Y qué vamos a hacer cuando les den las vacaciones a los niños?
Estaban desnudos sobre la cama, a mediodía, hacía mucho calor y los dos
sudaban, se recobraban a sí mismos con pereza, la casa estaba a oscuras, los
ventiladores del techo girando como locos, sin matizar apenas la sofocante
temperatura de un 4 de junio tropical y precoz.
—Mandarlos a la playa –él, incorporado sobre el codo de su brazo derecho, siguió
acariciándola despacio con su mano izquierda–, que es muy sana y abre mucho el
apetito.
Sin embargo no había sido tan fácil. Alfonso, que había arrancado a cambio el
compromiso de que Juan no le obligaría a volver a clase antes de que lo hiciera su
sobrina, siguió asistiendo a su centro hasta el 20 de julio, pero Andrés y Tamara
parecieron contagiarse entre sí el prodigioso don de la ubicuidad mientras se
perdían y se encontraban sucesivamente a lo largo de mañanas enteras. Y luego,
además, tenían amigos. Muchos amigos. Muchísimos amigos. Andrés llegaba a
casa de los Olmedo a las nueve, cuando su madre estaba entrando en la de Sara,
y aproximadamente una hora más tarde, se asomaba con Tamara al dormitorio de
Juan para despedirse hasta la hora de comer, pero a los diez minutos Tamara
entraba por la puerta del jardín, hola, soy yo, que vengo a por una pelota, para
salir después por la puerta principal, tres minutos antes de que Andrés siguiera
exactamente sus pasos, hola, soy yo, Tam, ¿coges la pelota o qué?, y volviera a
salir por el mismo sitio, cinco minutos antes de que su amigo Pablo, o Fernando,
o Laura, o Álvaro, o Teresa, o Lucía, o Curro, o Rocío llamaran al timbre, hola,
¿puede decirles a Andrés y a Tamara que salgan?, y un cuarto de hora más tarde
empezaba el baile de la puerta de la nevera, hola, soy yo, vengo a beber agua, hola, soy yo, vengo a beber agua, ¿habéis visto a Andrés?, no encuentro a Tam, ¿está por aquí?, y volvía a sonar el timbre para que cualquier niño descolgado saludara con mucha educación, hola, buenos días, vengo a buscar a Andrés, vengo a buscar a Tamara, ¿puedo entrar a beber agua?, es que en mi casa, no hay nadie, y Juan no lograba entender que sus amigos tuvieran problemas para encontrarlos porque no paraban de entrar y salir de casa, pero toleraba mucho mejor las irrupciones que fragmentaban sus mañanas salientes de guardia en pequeños ratos de un sueño accidentado, inquieto, que las que se multiplicaban después de comer, para echar a perder las dos horas escasas en las que a veces ni siquiera cabía con holgura la lujuria que había alimentado pacientemente durante una semana entera, Maribel, ¿has visto mis gafas de bucear?, mamá, danos la merienda, anda, que nos vamos a la playa, Maribel, que a mí no me gusta el foie–gras, hazme uno de mortadela, por favor, y le doy éste a Alvarito, que tiene siempre hambre, mamá, jo, que yo lo quería de foie–gras, ¿por qué me lo has hecho de mortadela?, hola, soy yo, que se me ha olvidado coger la tabla, buenas tardes, ¿está Andrés?, buenas tardes, veníamos a buscar a Tamara, hola, que soy yo, que vengo a por una botella de agua, hola, que soy yo, que vengo a por crema de protección de ésa para Rocío, que se le ha olvidado la suya y se va a quemar, hola, somos nosotros, que nos hemos vuelto ya porque en la playa se ha puesto un levantazo que no hay quien lo aguante, enciende la tele, anda, a ver qué ponen, ¿y por qué no nos vamos a la piscina, mejor?, bueno, vete a buscar a ésos, a ver qué hacemos, vale, ¿te vienes conmigo?, no, te espero aquí… —¿Por qué no le has abierto la puerta a Marina esta mañana? –le preguntó Tamara un día de julio, con acento ofendido, a la hora de comer–. Habíamos quedado, y como no nos ha encontrado, se ha tenido que ir a la compra con su madre, la pobre.
—¡Porque estaba durmiendo, hostia! –Juan se levantó, abrió los brazos, se cernió sobre la cabeza de la niña como los ogros de los cuentos y siguió chillando–. ¡Porque he estado toda la puta noche trabajando y estaba durmiendo! ¡Porque estoy hasta los cojones de que no me dejéis dormir!
Maribel se estiró hacia él desde el otro lado de la mesa, le puso una mano sobre el brazo derecho y se lo apretó.
—Lo siento –dijo Juan entonces–. Lo siento mucho, pero es que es verdad. No me dejáis dormir.
Aquella tarde, los dos niños se marcharon juntos y enseguida, después del postre, no volvieron a aparecer hasta las seis y media y, si llegaron a ver su bolso y sus zapatos en el aseo de la planta baja, ninguno de los dos preguntó dónde estaba Maribel, ni por qué no se había marchado todavía, ni ninguna otra cosa. Cogieron los bocadillos que estaban preparados encima de la encimera y salieron zumbando. A la mañana siguiente, Andrés fabricó un cartel con una cartulina blanca y rotuladores de colores, «No llaméis al timbre.
Juan está durmiendo». Una semana después, el cartel se había perdido, el timbre volvía a echar humo, y Alfonso había estrenado ya sus vacaciones. Todos esos
contratiempos eran vulgares, razonables, previsibles. Que en la bahía de Cádiz el
cielo se nublara a las tres de la tarde del último jueves del mes de julio, siendo
raro, tampoco llegaba a ser extraordinario. Que media hora después, una luz
anémica sostuviera a duras penas el telón apagado y sucio, gris, contra el que se
dejan morir de languidez los tristes atardeceres de noviembre, ya era, en la
opinión de Juan Olmedo, pura mala leche, un signo insuperable de animosidad
atmosférica. Él fue el primero en comprender lo que se le venía encima.
—No me jodas… –murmuró, y nadie pareció escucharle.
—¡Va a llover! –gritó entonces Tamara–. ¿A que es increíble?
—No me jodas –repitió Juan, y Maribel se echó a reír.
—No va a llover… –gritó Andrés que se había levantado de la mesa para correr
hacia el jardín–.
¡Está lloviendo!
Tamara y Alfonso se reunieron con él, chillando como una manada de salvajes
felices, para hacer el tonto debajo de la lluvia durante un buen rato. Maribel dejó
de mirarles un momento para inclinarse hacia Juan.
—Yo que usted, me iría a dormir –sonreía–. Esto tiene muy mala pinta.
—¡Ya sé lo que vamos a hacer!
–Andrés, con el pelo chorreando, la camiseta chorreando, el bañador chorreando,
levantó los brazos para imponer silencio, en medio del jardín–. Vamos a pedirle a
Fernando su Scalextric, ¿vale? Lo juntamos con el mío y con el de Álvaro y lo
montamos en el porche, ¿qué os parece?
—¡Sí! –Alfonso levantó los brazos en una briosa pose de júbilo que debía de haber
aprendido en la televisión.
—¡Y podemos pedirle a Juan el suyo! –y después, como si la brillantez de su
propia idea la hubiera entusiasmado, Tamara se acercó a la cristalera para chillar
mucho más de lo necesario–. ¿A que nos dejas tu Scalextric, Juan? ¡Di que sí, di
que sí!
—Claro –él asintió entre dos risas breves y resignadas–. Es lo que más me
apetece, una tarde de Scalextric.
—¡Bien! –gritó Andrés.
—Váyase a dormir –insistió su madre–, hágame caso.
Entonces, Juan, sin pensar muy bien en lo que hacía, se volvió hacia ella y le rozó
discretamente los dedos por debajo de una servilleta.
—Cena conmigo esta noche, Maribel –murmuró, y sin embargo sabía muy bien lo
que decía–. Yo invito.
Lo que tú quieras, donde tú quieras, como tú quieras…
Lo había pensado otras veces.
Bastantes veces. Había llegado a descolgar el teléfono incluso en un par de
ocasiones, antes de salir del hospital. En aquellos momentos era tan evidente,
Maribel estaba en su casa y estaba en su cabeza, sus manos estaban
planchándole la ropa, ordenándole el armario, haciéndole la cama, y a la vez le
tocaban, le acariciaban, se posaban sobre su cara para rozarle con unos dedos
tímidos, indecisos, que apenas se atrevían a comprobar que seguía estando allí,
que no se había disuelto, que no se había esfumado como un fantasma caliente y bienaventurado por los pasadizos de un placer cumplido. Y él estaba allí, seguía estando allí, seguía existiendo fuera de su casa, en el calendario de los días laborables, a través de la rutina de los kilómetros diarios y el aroma a desinfectante de los pasillos silenciosos, era él y tenía un teléfono encima de la mesa, se sabía el número de memoria, ella descolgaría al otro lado, era muy evidente, era muy fácil. Había tardado mucho tiempo en admitir que las guardias se le quedaban cortas. Mientras merodeaba por la urbanización los fines de semana, haciéndose el encontradizo con Sara para preguntarle si tenía algún plan, sugiriendo a Tamara en el desayuno que invitara a Andrés a comer, pendiente del timbre de la puerta y del teléfono, los propios mecanismos de la maquinación y el ocio le mantenían tranquilo, entretenido, aunque a veces no llegaba ni siquiera a verla, y entonces, el domingo por la noche se iba a la cama con la misma desilusión que le amargaba la cena de pequeño cuando el Atleti jugaba en casa y perdía.
Pero los fines de semana él no podía controlar la vida de Maribel, sus movimientos, sus horarios.
El resto del tiempo sí, y por eso empezó a verla de vez en cuando, siempre a la una de la tarde, a las dos, a las tres, y sus apariciones esporádicas, fugaces, se fueron haciendo más consistentes a medida que la primavera avanzaba, mientras hablaba con sus pacientes, mientras leía sus historias, mientras los examinaba, la veía, limpiando, andando, cocinando, comiendo, abriendo las ventanas y cerrándolas después, la veía, y podía contar los poros abiertos, empapados en sudor, de su piel de manzana recién lavada, y hasta sus costillas cuando se arqueaba en un quiebro de fiera lujosa y malcriada, y escuchaba su voz, esa forma tan peculiar de pedirle las cosas por favor, y sobre ella, la voz de lo evidente. Tienes un teléfono encima de la mesa, te sabes el número de tu casa de memoria, llámala, te va a decir que sí. Eso también lo sabía, que iba a decirle que sí, a todo, a lo que fuera, a lo que él quisiera. Lo había pensado muchas veces. Demasiadas veces. Había llegado a descolgar el teléfono incluso en un par de ocasiones, antes de salir del hospital. Y lo había vuelto a colgar inmediatamente después, sin llegar a marcar ningún número.
No pretendía comportarse como un caballero. Ya no tenía margen ni siquiera para intentarlo. Su actitud era fría, reflexiva, calculada. No le convenía precipitar las cosas, extender aquella historia asombrosa, esa desconcertante sorpresa de la que disfrutaba tanto, por territorios distintos de aquel donde había florecido sola, donde cada palabra y cada gesto se cargaban a sí mismos de una intensidad precisa, inequívoca, donde ningún factor ajeno, objetivo, exterior, podía sembrar connotaciones ambiguas e indeseables. Él no quería ser el novio de Maribel, quería más. Quería seguir follándosela en secreto, con las ventanas cerradas y las persianas bajadas, en un país con reglas y sin nombre, en el exilio escueto y privado de su propio dormitorio, en el fondo de un arca sellada que navegaba a solas por una inmensa nada que fuera de allí seguía resultando ser el mundo. Pero quería más. No tenía bastante, quería más, y sabía que aquello era bueno
porque era poco, pero quería más, y sabía que no podía tenerlo todo, que era imposible, pero quería más. Por eso estaba enganchado, se había enganchado sin darse cuenta a aquella mujer misteriosamente vulgar, más misteriosa cuanto más vulgar, que al quitarse la ropa para él se desnudaba a la vez de una piel completa, de su nombre y de su memoria, de lo que sabía y de todo aquello que ella también habría preferido no tener que aprender nunca. Estaba enganchado, se había hecho adicto a una Maribel que no existía en realidad, porque le necesitaba a él para nacer, nueva, radiante, de la armadura vana y sin brillo que la mantenía oculta a los ojos de los demás, que la preservaba intacta para él porque no era más que una parte de él, la mejor, la que no podría salvarle pero sí hacerle olvidar a ratos lo que sabía. Estaba enganchado, y por eso, convencido de que lo mejor era aguantar, sujetarse. Y eso hacía. Se obligaba a imaginar qué clase de conversación podría sostener él con Maribel en una hipotética e imprescindible cena previa, adónde podría llevarla después, qué horrendos bares la gustarían, a cuántos metros de sí misma la mantendría mientras escrutara las mesas en busca de algún conocido que le pudiera ir con el cuento a su madre, qué grado de terror reflejaría su cara de libertina secreta y consciente, pero respetuosa con sus cadenas, al escuchar la palabra hotel, uno de esos sitios donde hay que dejar por escrito el nombre, la dirección y el DNI antes de conseguir una habitación, de qué manera triste y fea se despedirían sin haber llegado a encontrarse, para que él se marchara a casa cabreado y con los nervios de punta. Todo eso se obligaba a imaginar, y entonces colgaba el teléfono. Aunque no quisiera, aunque no le apeteciera, aunque la terca voz de lo evidente susurrara en sus oídos una crónica distinta, el relato de la noche que le esperaba, llegar a casa, ayudar a Tamara con los deberes, aguantarle el rollo a Alfonso, hacer la cena, cenar, ver un rato la televisión, acostarse pronto, colgaba el teléfono. Aunque esa misma voz le preguntara si no le gustaría más quedar con Maribel, llevarla lejos, parar el coche en medio del campo, volcarse sobre ella, besarla, tocarla, estrujarla, recurrir a lo que fuera para convencerla, conformarse de buena gana con cualquier adolescente mal menor, colgaba el teléfono. Lo colgaba, y se iba a casa cabreado y con los nervios de punta, dispuesto a estrellarse de frente contra las invencibles razones que cimentan el prestigio de las evidencias.
Sin embargo, la primera vez que invitó a Maribel a cenar no se obligó a pensar en nada, ni en lo que iba a ocurrir, ni en cómo lo interpretaría ella, ni en las consecuencias de su iniciativa.
En nada. Ni se le ocurrió intentarlo. Era el último jueves de julio, estaba lloviendo, y ya no podía más.
—Cena esta noche conmigo, Maribel –ella seguía sonriendo, disfrutando en silencio de su ansiedad–. Por favor. —Bueno –aceptó por fin–. ¿Pero qué hago con Andrés?
Aquella tarde, Juan Olmedo se echó una siesta muy corta. Luego, se tomó dos cafés seguidos e invirtió cerca de tres horas en diseñar y montar el circuito de
Scalextric más grande que los niños habían visto en su vida. A las nueve, cuando
bajó las escaleras duchado y vestido para salir, todavía estaban organizando los
turnos de la primera competición seria. Juan insistió en que le dejaran dar un par
de vueltas de prueba y, cuando terminó, miró primero el reloj y luego a Andrés.
—Yo me voy –le dijo, en un tono que haría progresar sabiamente desde la
indiferencia hasta la complicidad–, he quedado para cenar.
Tu madre me ha pedido antes que te dejara en casa de camino, pero estoy
pensando que eso sería una faena, ¿no?
—Y gorda.
—¿Quieres quedarte a dormir aquí? Llámala, anda… –los ojos de Andrés se
iluminaron como si alguien les hubiera encendido detrás dos bombillas de cien
vatios, mientras Tamara echaba a correr para abrazarle. Juan le devolvió los
besos e intentó parecer serio–.
La canguro está a punto de llegar.
Maribel ha hecho una tortilla de patatas antes de marcharse, está encima de la
encimera. Portaros bien y no os acostéis demasiado tarde. Mañana podéis seguir
jugando, ¿vale?
Un cuarto de hora más tarde recogió a Maribel en una gasolinera que estaba a
tres manzanas de su casa.
—¿Adónde vamos?
—Al Puerto, a comer cigalas.
Y sin embargo, en lugar de apretar el acelerador, se giró en su asiento para
mirarla bien, a la última luz de una tarde de verano que se había desprendido sin
pesar de la ajena memoria de la lluvia.
Estaba acostumbrado a verla arreglada, pero cuando habían salido a comer o a
cenar por ahí, los niños iban con ellos, y casi siempre Sara también. Aquella
noche, su aspecto era mucho más extremado, mucho más radical y nocturno.
Llevaba un vestido negro que él no había visto nunca, con un escote menos audaz
que peligroso, un pico muy profundo que su pecho inmune a todas las dietas
soportaba admirablemente, el cuerpo ceñido y una falda larga abierta por los
lados.
Se había pintado los labios con un rojo oscuro que a Juan le resultó familiar
aunque no pretendiera aproximarse al marrón, y los ojos con dos gruesos trazos
negros que le daban un sorprendente aire egipcio.
—¿Qué pasa? –se atrevió a preguntar ella después de un rato–.
¿Por qué me mira así? –y lo sabía de sobra–. Habíamos quedado en que podía
elegir yo, ¿no?
—Claro.
La ribera del Puerto de Santa María estaba llena a rebosar de coches, gente, niños
chillando y persiguiéndose por la calle, tiovivos en funcionamiento con la música a
todo volumen, mimos, payasos ca llejeros y puestos de artesanos que ofrecían las
cosas más corrientes y las más extrañas. Maribel caminaba despacio, mirándolo
todo con una sonrisa de estreno, los ojos brillantes como los de una niña que
saborea de antemano las luces y el ruido de una feria a la que no ha llegado
todavía. Pero además, y Juan lo advirtió desde el principio, llevaba
escrupulosamente la cuenta de los hombres que la miraban al cruzarse con ella,
aunque aparentara no haberlos visto siquiera. A él le gustó mucho aquella
pequeña representación, aunque no hubiera sabido explicar por qué si alguien se
lo hubiera preguntado. También le gustaba verla comer, cerrar un instante los
ojos, como si quisiera reconciliarse de corazón con la cigala que estaba a punto
de devorar, antes del primer mordisco, suspirar y gruñir de satisfacción mientras
masticaba, chupar con disimulo las cabezas aunque fuera de mala educación.
—Usted dirá lo que quiera de las sardinas asadas –dictaminó, a modo de
resumen, cuando liquidó la última–, pero la verdad es que no hay color, no es por
nada.
—Yo soy un hombre de gustos sencillos, Maribel.
—Sí, ya –y le dedicó una mirada malévola, sagaz–, sobre todo eso. A mí me lo va
usted a contar…
Él no encontró ninguna réplica a la altura de aquella observación, y cuando se
cansó de reírse permaneció en silencio, mientras ella buscaba algo en su bolso.
—¿Y qué vamos a hacer ahora?
—Pues, no sé –él no se atrevió a ir más allá–. Tomar una copa, ¿no?
Maribel abrió un espejito pequeño, dorado, y lo sujetó con la mano izquierda
mientras se pintaba los labios con la derecha.
—¿Quiere que vayamos a mi casa? –le dijo sin mirarle, los ojos fijos en el reflejo
de su propia boca.
—Claro que quiero –Juan se escuchó aceptar con una voz ahogada, disminuida,
mínima–. Claro que quiero –repitió, en un tono más firme–. A tu casa o a donde
sea.
A donde tú me lleves.
Y sin embargo, no le dejó llegar hasta su calle. A unos pocos metros de la
gasolinera donde se habían encontrado antes, le obligó a parar el coche junto a
una acera desierta.
—Aparque aquí –le dijo, y se dispuso a salir mientras Juan la miraba sin entender
nada–. Espere diez minutos y vaya andando. Sabrá llegar, ¿verdad?
—Maribel –la cogió por el brazo, ella se volvió–. Maribel, no me jodas. ¿Quieres
mirar la calle, por favor? Pero si no hay ni Dios…
—Es un trato –contestó ella, muy seria–. Yo cumplo sus tratos.
Ahora, usted tiene que cumplir los míos.
—Vale –Juan la soltó–. ¿Quieres que me tape la cara con la camisa antes de
llamar al timbre?
—No –y se echó a reír de repente–, no hace falta.
Luego se marchó, y Juan Olmedo se quedó pensando hasta qué punto todo
aquello sería verdad, la meticulosidad de las precauciones de Maribel, ese estado
de alarma universal y permanente, sus vecinas, sus cuñados, su madre, su
marido, ese tema del que a ella no le gustaba hablar, sobre el que se negaba
incluso a razonar cuando él intentaba obligarla a hacerlo. No, no me pueden
hacer nada, contestaba antes de tiempo, ya sé que no me pueden hacer nada,
sólo chincharme, molestarme, fastidiarme, nada grave, hablar de mí, pero es que yo prefiero que no hablen, nada más que eso, que no hablen, que no se enteren de nada, que no digan pobrecita Maribel, la tonta de Maribel… Nunca rellenaba los puntos suspensivos, eso tampoco es grave, ¿no?, preguntaba a cambio, no, Juan le daba siempre la razón, no es grave, pero… Y sin embargo, él tampoco pasaba de ahí, porque entonces se daba cuenta de que nada de lo que pudiera decirle, tienes más de treinta años, eres independiente, estás separada, puedes hacer lo que te dé la gana con tu vida, a nadie le importa con quién te acuestas y con quién te levantas, podría llegar jamás a matizar siquiera esos comentarios que se quedaban flotando en el aire, suspendidos sobre sus cabezas, pobrecita Maribel, ya se ha dejado liar otra vez, la tonta de Maribel, ya ha encontrado a otro listo que abuse de ella. Él lo entendía, no le quedaba más remedio que entenderlo, pero la obligaba a volver sobre ese tema, su insistencia en llamarle de usted, en retrasarse para acompañar a Alfonso cuando iban a alguna parte andando por el pueblo, en sentarse siempre atrás si alguien más iba con ellos en el coche, porque le conmovía y, sobre todo, le excitaba terriblemente, porque ésa era la clave de la gravidez de sus acciones, de sus palabras, el fundamento de aquella clandestinidad disparatada, ilegítima, innecesaria y sin embargo tan rentable. Tanto que aquella noche, mientras permanecía sentado en su coche, mirando el reloj con una insistencia que le permitió comprobar con qué exasperante parsimonia pueden llegar a pasar diez minutos uno por uno, a Juan Olmedo se le ocurrió sospechar que Maribel exageraba deliberadamente sus concesiones y sus riesgos, sus silencios y sus quejas, sólo para mantenerle expectante al otro lado de una cuerda que había aprendido a manejar con prudencia y con sabiduría. Entonces, el décimo minuto terminó de pasar, y Juan saltó del coche sin darse cuenta de que era la primera vez que había logrado percibir en las acciones de Maribel algún indicio de una estrategia preconcebida. Antes de que la noche terminara, ya le parecería increíble haber llegado a dudarlo.
El polvo que había perseguido en vano, de día y de noche, bajo el sol y bajo la lluvia, durante más de diez horas, fue memorable, pero lo que Juan Olmedo Sánchez no llegaría a olvidar nunca jamás, por muchos años que llegara a vivir, fue lo que pasó después. —He estado pensando en una cosa…
Maribel se había levantado desnuda de la cama y se había ido derecha a la cocina, bueno, pues vamos a tomarnos una copa, ¿no?, dejando a Juan a solas en una habitación pequeña de paredes irregulares, encaladas, donde apenas cabía un aparatoso conjunto de dormitorio estilo Imperio con molduras curvas y remates muy mal terminados. Un dispar ejército de peluches, que Andrés había ido ganando para su madre año tras año, en los barracones de tiro al blanco de la feria, formaba sobre todas las superficies disponibles, aunque el lugar estelar, en la coqueta, estaba reservado para una muñeca vestida de Primera Comunión. Es una Nancy, le había dicho Maribel antes de levantarse, como si aquel detalle fuera importante. Cuando regresó, traía un vaso en cada mano y un discurso muy bien
preparado.
—Lo que no quiero es que me interprete mal –le alargó su copa, volvió a la cama,
se recostó sobre la almohada, cogió la suya–, pero la verdad es que llevo unos
días pensando… Verá, es por las vacaciones, ¿sabe? Que me van a venir muy
bien, por cierto, porque estoy molida, pero como Andrés está todo el día metido
en su casa… Que es lógico, ¿eh?, porque no va a comparar, su casa con ésta, con
la piscina y el jardín y todo, pues es normal que le guste más estar allí, como el
año pasado, que por aquí ni aparecía. Claro que el año pasado yo no me cogí
vacaciones porque como acababa de empezar a trabajar…
Bueno, pues el caso es que, total, yo, lo que se dice vacaciones, vacaciones de
verdad, no me puedo coger nunca. Eso es lo que pasa con las madres, y más con
las separadas, que tenemos que ir a la compra, y lavar la ropa, y hacer la comida
todos los días, igual que el resto del año, ¿no? Y por eso he pensado… No me
interprete mal, pero a mí me da lo mismo cocinar aquí, para Andrés y para mí,
que cocinar en su casa para los cinco, ¿sabe? Me da lo mismo. Y así, no tendría
que pelearme con mi hijo todos los días para que no abuse, y usted tendría un
problema menos, y los niños comerían mejor, vamos, creo yo, y… En fin, no sé,
eso es lo que he pensado.
Lo había dicho todo con los ojos clavados en el fondo del vaso, pero cuando
terminó, no le quedó más remedio que mirar a Juan. Tenía rastros de rojo oscuro
sobre los labios, las rayas negras casi intactas sobre sus ojos egipcios, las mejillas
coloradas y un extraño candor infantil en toda la cara.
Mientras la miraba, Juan Olmedo sintió ganas de levantarse, de gritar bravo, de
cubrirla de olés, de ir a buscar un pañuelo para hacerlo ondear en su honor, como
en el teatro, como en los toros, como en el fútbol. Pero se limitó a sonreír, y a
incorporarse todavía más sobre la cama hasta quedarse sentado, como una
manera de darle a entender hasta qué punto apreciaba la brillantez de aquella
puesta en escena.
—¿Por qué me mira así? –y esta vez ella no conocía la respuesta.
—Porque te admiro mucho, Maribel.
—¿Que me admira? –parecía desconcertada, casi asustada–. ¿Por qué?
—Pues porque eres muy buena gente. Y porque eres muy buena conmigo.
—Sí, bueno, yo he pensado…
–se había puesto todavía más colorada, estaba a punto de reventar de color–. Ya
sé que a usted le gusta ir a la playa por la mañana, a todos los de Madrid les
gusta eso, no sé por qué, pero yo prefiero ir por la tarde, así que tampoco me
pierdo tanto, ¿no? Y además nos podríamos turnar, con los niños, quiero decir.
—Me parece a mí que yo este año voy a ir muy poco a la playa, Maribel…
Ella se echó a reír, y después, como si ya se sintiera con fuerzas suficientes, fue
más sincera.
—La verdad es que creo que no podría estar un mes entero sin verle a solas.
Él le quitó el vaso de las manos, lo dejó en la mesilla, se dejó caer sobre la cama
y la arrastró consigo.
—¿Y qué le vas a decir a tu madre si se entera? –le preguntó mientras la
abrazaba y la besaba en la cara.
—Que usted me paga horas extraordinarias –y volvió a reírse–.
Lo tengo todo pensado.
—Ya lo veo.
Así empezó para Juan Olmedo el auténtico verano de vida desordenada y amable
que terminó con su amante a punto de morir desangrada encima de una acera.
Durante un mes entero, los dos vivieron bien, y vivieron juntos, una singular
existencia de pareja excéntrica, con los horarios cambiados y los ritos justos, en la
penumbra de una casa cerrada donde se dormía la siesta por la mañana y se
comía por la tarde, y las noches se alargaban de vez en cuando hasta el límite del
derrumbamiento sin otro propósito que el de conquistar otra oportunidad cuando
todos, incluida Sara, que era una trasnochadora tenaz, combativa, se hubieran
rendido ya. A veces, cuando lograban quedarse solos en el porche estaban ya tan
cansados, tan dormidos, que a Juan le quedaban las fuerzas justas para
levantarse, andar hasta el coche y llevar a Maribel a casa. Una de aquellas
noches, cerca de las tres de la mañana y mientras el balancín se perfilaba al
fondo del jardín como un cobijo particularmente ingrato, se sintió tan dividido
entre el deseo y la pereza que tuvo una idea brillante.
—Vámonos a la cama, Maribel.
—¿Qué? –ella no pareció haber entendido bien el sentido de sus palabras.
—Vámonos a la cama.
—¿Ahora? –y le miró con los ojos fuera de las órbitas–. ¿Pero es que se ha vuelto
loco o qué?
—Los niños están fritos. Tu hijo está durmiendo en el cuarto de Alfonso, en la
otra punta del pasillo, y a Tamara no la despierta ni su propio despertador,
vámonos a la cama, anda… –ella no se atrevió a mover ni un solo músculo de su
cuerpo, y él, que la conocía, arqueó las cejas y decidió forzar las cosas–. ¿Qué,
prefieres el balancín?
—No, el balancín no –y al fin se echó a reír–. Por favor.
—Pues entonces. Ahora nos quitamos los zapatos, subimos las escaleras muy
despacito, andando con mucho cuidado, echamos el pestillo y ponemos el
despertador a las diez, a las nueve incluso, si quieres. Aquí no va a amanecer
nadie hasta las once, por lo menos, y el primero siempre es mi hermano y se va
derecho al televisor sin avisar a nadie.
A Maribel debieron de impresionarle tanto las condiciones de aquella propuesta
que no se atrevió a decir nada hasta la mañana siguiente, después de que los
pronósticos de Juan se cumplieran con tal exactitud que a las diez y media los dos
pudieron salir de su casa, vestidos, duchados y desayunados, como si nadie más
hubiera dormido allí. Cuando ella estaba ya en la calle, él despertó a Tamara
golpeando con los nudillos en la puerta y le dijo que se iba al mercadillo, que se
quería comprar un par de pantalones nuevos de esos con gomas en la cintura que
usaba siempre en verano. La niña respondió con un gruñido y le pidió que la
dejara seguir durmiendo. Maribel necesitaba una cremallera roja y una sartén
pequeña, y le preguntó si le importaba que fuera al pueblo con él. Juan le
contestó que no, que cómo le iba a importar.
—Y lo de anoche tampoco le importa, ¿no? –volvió a preguntar cuando entraron
en el coche.
—Lo de anoche, ¿qué? –él parecía distraído.
—Pues… que me quedara a dormir en su casa y eso.
Juan la miró, pero no consiguió verle la cara porque tenía la cabeza vuelta hacia
la ventanilla.
—¿A ti te importa, Maribel?
—A mí sí.
Él no añadió nada hasta que llegaron al pueblo. Aparcó en el primer sitio
razonablemente cercano que encontró y le propuso andar un rato. Ya tenía
pensado lo que le iba a decir.
—Mi padre era panadero, ¿sabes?
—¡Ah! Igual que el mío –parecía sorprendida, pero Juan no logró dictaminar si lo
estaba por el contenido de aquella noticia o por su extemporánea manera de
comunicársela–. Bueno, el mío lo fue sólo una temporada.
—El mío toda la vida. Se murió delante de su panadería. La aorta le reventó
cuando estaba subiendo el cierre, y cayó muerto en el suelo. Era muy joven. No
había cumplido los sesenta todavía.
—Lo siento.
Juan Olmedo se paró un momento, la miró, sonrió, tuvo ganas de pasarle un
brazo por los hombros, se acordó a tiempo de que estaban en el pueblo, se metió
las manos en los bolsillos.
—No hace falta que lo sientas, Maribel, pasó hace mucho tiempo.
Sólo te lo he contado para que te des cuenta de que hay muchas cosas de mí que
tú no sabes. Que mi padre era panadero, por ejemplo. O por qué vivo solo, por
qué no me he casado nunca, por qué me he venido a vivir aquí, a este pueblo.
—¿Por qué? –ella le miró como si estuvieran jugando a las adivinanzas, él resopló
antes de contestar.
—¡Uf! Es muy largo de contar.
Porque estoy acabado, supongo. Y sin embargo estoy vivo, ¿no?, estoy andando
contigo por la calle. Las cosas ya no me importan. Eso es estar acabado, pero
tiene una ventaja. Ahora hago sólo lo que quiero hacer. Lo que no quiero hacer,
no lo hago. ¿Lo entiendes?
—A medias. Sólo a medias.
Pero lo que entiendo me vale.
—Eso no lo entiendo yo.
—Quiero decir que para mí es bastante.
Te conformas con poco, Maribel, pensó Juan Olmedo, y sintió su mezquindad, el
egoísmo hipócrita y previsor de sus palabras, como una condena justísima de la
que sus méritos nunca llegarían a librarle.
Yo antes no era así, habría querido decirle, antes no era así, te juro que no era
así, pero no pronunció ni una sola sílaba más, para no correr el riesgo de que se
le acabara escapando la verdad, que la había invitado a dormir con él porque eran
las tres de la mañana y no le apetecía nada desnudarse al aire libre, y todavía menos tener que sacar luego el coche, conducir hasta su casa, volver, aparcar, abrir la puerta, subir las escaleras, un horror. Le había gustado encontrársela en su cama por la mañana, pero eso no había cambiado las cosas. El cuchillo que había encontrado la vía más directa para llegar hasta el hígado de Maribel sin seccionar ningún gran vaso por el camino, sí había estado a punto de cambiarlas, y para siempre. Cuando terminó de hablar con Miguel Barroso y estuvo seguro de haber hecho todo cuanto podía hacer excepto seguir conduciendo como un loco, sin conciencia alguna de la velocidad, mientras Jerez se iba perfilando en el horizonte como la promesa de una isla tropical ante los ojos de un náufrago entumecido y exhausto, Juan Olmedo empezó a pensar sin querer pensar, a sentir sin querer hacerlo, y a ver desfilar sobre la escueta cinta de la carretera cuerpos y nombres, rostros y gestos, imágenes de culpas antiguas y de otras más recientes.
En el fondo, él nunca había creído a Maribel, nunca había querido tomársela en serio, había llegado a convencerse incluso de que su temor y su cautela, sus silencios y sus quejas, esa inquietud tan parecida a la vergüenza que habría sido lógico que ella esperara de él, y que él no sentía, no era otra cosa que una jugada feliz, un movimiento astuto y ganador en la partida que ella había precipitado, que había dirigido desde el principio. Y la había admirado por la brillantez de aquella apuesta, que derramaba ventajas sobre los dos, y más sobre él. La había admirado tanto al menos como había despreciado a su marido, aquel hombre menudito y cabezón que no podía dar miedo porque daba risa, con su cara de muñeco y sus ademanes de gángster en miniatura, y esa manera tan ridícula de desafiarle con los ojos mientras se subía el cuello de una camisa polo de color rosa salmón, una pena. Juan Olmedo sabía que él era el mejor, el más inteligente de los tres, y por eso había sostenido su mirada con otra muy risueña, infinitamente soberbia, y se había contentado con calcular a distancia la debilidad de su estatura, sin pararse a analizar, ni entonces ni después, los factores que la sustentaban, los que sustentaban al mismo tiempo la realidad que viajaba ahora en el asiento trasero de su coche, lo que es justo y lo que es injusto, lo que es tolerable y lo que no lo es, los expresos artículos del código tácito, intolerablemente injusto, que asegura la lealtad de ciertas madres hacia cualquier repulsivo matón de opereta, relegando a cambio la existencia de ciertas hijas a la condición de quien no dispone siquiera de la oportunidad de elegir para equivocarse. Se había pasado de listo, no se había tomado en serio el miedo de Maribel, no había querido encontrar un motivo en los ojos de su marido, él era el mejor, el más inteligente de los tres, y con eso había tenido bastante, le solía ocurrir, no era la primera vez que le ocurría.
Cuando rajas a alguien, tienes que mover el mango cuando la hoja está ya dentro del cuerpo, así, ¿ves?, como si fuera un destornillador, para hacer más daño. Mientras conducía como un loco, como un suicida escrupuloso y consciente, contando las montañas y los volcanes, las playas y las palmeras de una isla tropical que se llamaba Jerez de la Frontera y estaba cada vez más cerca, Juan
Olmedo pensaba sin querer, y recordaba ferocidades, truculencias, historias atroces que había aprendido escuchando a hurtadillas a lo largo de su infancia de niño muy listo en un barrio muy duro, en una ciudad muy dura, en una época muy dura.
Se puede dejar ciego a cualquiera con dos dedos de una sola mano, así, ¿ves? Pensaba sin querer, y recordaba, y se arrepentía de su pasividad, su indiferencia, su culpable superioridad de triunfador en un burdel de pueblo al que iba a hacer exactamente lo mismo que los demás, tendría que haber hecho algo, decirle algo, amenazarle cuando estaba a tiempo. Y qué, para qué, para nada. Conviene pegarse con una pila de petaca dentro del puño o, todavía mejor, con un terrón de azúcar empapado en coñac y puesto a secar, para que cristalice, con el canto bien apretado entre el dedo corazón y el anular de la mano buena. Él sabía todas esas cosas y algunas más, y pisaba el acelerador, tocaba la bocina, circulaba por el arcén, corría y recordaba, se arrepentía, tendría que haberlo forrado a hostias, dejarlo seco de un cabezazo, partirle una botella en la cabeza, porque esto se veía venir, se veía venir pero yo no quise mirar, y se veía venir, tendría que haberlo trincado de las solapas y echármelo a la cara, ten cuidado conmigo, cabrón, decirle por lo menos eso, de ahora en adelante ten mucho cuidado, y qué, para qué, para nada, si el Panrico nunca habría ido a buscarle a él, si al Panrico sólo le interesaba Maribel, el dinero de Maribel, la sangre de Maribel, el hígado de Maribel, si sabía de sobra cómo tenía que mover el mango de la navaja para destrozarla mejor por dentro, si hasta habría podido adivinar también, seguramente, que Juan era capaz de besar a su mujer en la boca sólo para tapársela.
Él era el tercero, el mejor, el más inteligente de los tres, pero el tercero. A veces el más indefenso, a veces el más poderoso, desprendido hasta la insensatez o egoísta hasta la mezquindad, pero siempre el tercero. Y qué, para qué, para nada, pero ése era él, y sin embargo, ahora, Maribel, la que de cualquier modo iba a salir perdiendo. Por eso, y porque aún podía correr, porque corría, Juan Olmedo no atinó todavía a atar cabos, a preguntarse por qué tenían que repetirse el dolor y la culpa, el error y la sangre, en su propia vida, la vida de un hombre que nunca había querido dejar de ser un buen chico. Tendría que haberlo matado, se dijo a cambio, y no se asustó, y lo repitió otra vez, tendría que haberlo matado.
Tuvo tiempo para querer pensar, y tiempo para hacerlo. Y sin embargo, cuando subieron a Maribel de reanimación, muy cansada, muy asustada aún, pero consciente y con todas las constantes controladas, un pensamiento fijo sobrevivía en su mente después de haber coexistido sin desgastarse con la alarma y el alivio, con el conocimiento y la inquietud, con la emoción y la culpa, con los buenos recuerdos, con los malos, y hasta con el primer indicio de un sentimiento efectivo de posesión que había nacido del filo de un cuchillo, porque nunca había encontrado un lugar donde brotar mientras en el mundo sólo existía una mujer, y no era suya. Nadie que le hubiera visto, habría podido adivinarlo. No lo sospechó el celador
que trasladó a Maribel a su propia planta, ni la enfermera que les estaba
esperando en la puerta de una de las habitaciones más tranquilas, donde un aspa
escrita a mano en una de las dos etiquetas de identificación revelaba que una de
las dos camas estaba bloqueada. Como si fuera mi hija.
Juan Olmedo sonrió al advertir hasta qué punto Miguel Barroso había cumplido su
palabra, pero ni siquiera entonces dejó de pensar en eso. Cuando Maribel estuvo
bien instalada, le buscó con los ojos.
Él dio un paso hacia delante, le acarició la cara con la mano derecha y le preguntó
qué tal estaba.
Ella le respondió moviendo la cabeza para apoyarla sobre la mano izquierda que
su amante había posado sobre la sábana, y en ese momento, el celador y la
enfermera se retiraron a la vez, sin hacer ruido. Nadie que hubiera contemplado
aquella escena habría podido adivinarlo, pero entonces, y después, Juan Olmedo
pensaba sobre todo en una cosa, no te cruces conmigo, Panrico, no te cruces
conmigo.
Cuando Damián Olmedo se cruzó definitivamente con su hermano Juan, Tamara había cumplido ya diez años. ¡Hombre, pero si está aquí la Madre Teresa de Calcuta in person! ¿Qué pasa? Mira, Juanito, déjame en paz porque el día menos pensado te voy a meter una hostia que te voy a entornar, ¿está claro? Ya soy mayorcito. Tengo treinta y siete años y hago lo que me da la gana, ¿te enteras?, no tengo por qué darle cuentas a nadie, y a ti menos que a nadie, así que ya te estás abriendo de aquí, pero ya. ¡Aire! El Canario se llamaba Amador, pero le gustaba decir que en todo Villaverde no había nacido todavía nadie con los cojones que hacían falta para llamarle a él por su nombre de pila. A Tamara no le había gustado la casa de muñecas. Era muy grande, muy bonita y sobre todo muy cara, carísima, un regalo disparatado, absurdo para una niña que no podía apreciarlo, pero era lo que quería, Damián se lo había dicho dos días antes, por teléfono, quiere una casa de muñecas, y él se la había comprado. Es que no sé qué coño haces en mi casa a estas horas, esperando para echarme la bronca. Ni que fueras mi mujer. ¿Pero qué te has creído tú que eres, gilipollas, a ver, qué te has creído? El Canario no conocía a su padre y seguramente habría preferido no conocer tampoco a su madre, pero a ella la conocía todo el mundo. Se llamaba Benigna, trabajaba en un bar y bebía, anís, vino, vermut, cerveza, lo que pillaba en las copas que los clientes se dejaban por la mitad. ¡Claro que quería una casa de muñecas! Tamara lloraba, con su vestido nuevo, el cuello bordado con diminutos racimos de uvas, una cinta verde en la cabeza y el pelo limpio, pegado a la cara por las lágrimas, pero quería que me la regalara mi padre, no tú, mi padre, ¿entiendes?, mi padre. ¡Vete a tomar por culo, Juanito, hostia!
No he llegado antes porque no he podido llegar antes, ¿y qué? Y si la niña se ha cabreado, pues que se descabree, ya ves, va a tener el doble de trabajo. Al fin y al cabo ya estabas aquí tú, ¿no?, que eres el santo, y el bueno, y el responsable,
y la abuela de todos nosotros. El Canario había nacido en el Doce de Octubre, como todos los de por allí, y su madre era de Valdepeñas de Jaén, pero le llamaban así porque iba a un gimnasio a practicar lucha canaria. La idea se le había ocurrido a un huésped de pago de la Benigna, un representante de Teruel conocido sólo por su apellido, Parra, que le tenía cariño al chaval. Por eso, y porque había conocido por casualidad a un entrenador de boxeo, y porque veía muchas películas en la televisión, y porque el Canario nunca iba a clase y se pasaba la vida en la calle, fumando canutos y haciendo puntería con los cascos vacíos que iba encontrando, le llevó un día al gimnasio de aquel conocido suyo que, sólo con verle, le advirtió que, de entrada, el chico para boxeador no valía, porque no era ágil, ni flexible, ni tenía cintura, pero que con aquella inmensa masa que tenía por cuerpo podía intentarlo en la lucha canaria, o en la grecorromana. Damián no apareció en toda la tarde.
Cuando Juan llegó, a las seis y pico, ya estaban allí sus hermanas con sus respectivos hijos, y algunos de los compañeros de clase de la anfitriona. Otros irían llegando, uno por uno, durante el siguiente cuarto de hora. No apareció nadie más hasta que, hacia las ocho y media, empezaron a venir a recogerlos. Entonces, la tarta seguía entera, intacta, en el centro de la mesa del comedor, con dos velas rojas, nuevas, precisas, un uno y un cero. Tamara se negó a partirla y a soplar hasta que llegara su padre, pero su padre no llegaba, y algunos niños preguntaron si es que en aquella fiesta no iba a haber tarta, pero su padre no llegaba, y para ganar tiempo, Trini sacó la piñata, pero su padre no llegaba, y a las ocho en punto, Paquita se fue corriendo a la panadería más cercana, escogió la primera tarta que vio, volvió corriendo y la repartió ella misma entre todos los niños con la única excepción de su sobrina, que montó un número espantoso y se encerró en el cuarto de baño a llorar, porque su padre no llegaba. La segunda tarta era igual de grande que la primera, pero cuando Juan se acercó a su hermana para pagársela, ella le dijo que no hacía falta. No le había costado ni un duro porque la panadería más cercana a la colonia era, por supuesto, propiedad de Damián. Bueno, pues nos la comemos ahora. ¿Eso es lo que quieres? Si es eso, levanto a la niña, le cantamos cumpleaños feliz y nos comemos la dichosa tarta a las tres y media de la mañana, que su cumpleaños ya fue ayer, pero a mí me da lo mismo. Lo que no me da lo mismo eres tú, Juanito, tú. Te acuerdas de papá, ¿no? Pues a mí me está empezando a pasar igual que a él, que estoy hasta los cojones de tu tonito, pero hasta los cojones, ¿me oyes? El Canario respetaba a Parra porque no se acostaba con su madre, y durante una temporada se tomó lo del gimnasio medianamente en serio, aunque no quiso dejar de fumar, ni de beber cerveza, y dejaba de correr a cambio cuando se cansaba, cinco o seis kilómetros antes de lo que hubiera debido. Y sin embargo, ganó su primer combate. Luego perdió tres, ganó otros dos, volvió a perder tres veces seguidas y lo dejó, pero aquella renta resultó más que suficiente para cimentar una leyenda. ¡Ojo con éste, que está federado!, solía repetir el Orejas, un chico delgado y flaco, con gafas, que se precipitaba a asumir el papel de lugarteniente cada vez que el Canario se enfadaba. Y el avisado salía corriendo, pero no sin escuchar antes la
sentencia que el pandillero más duro de Villaverde Alto haría famosa en todos los barrios de este lado del río, no te cruces conmigo, chaval, no te cruces conmigo. Tamara se negó a salir del baño mientras sus amigos iban recogiendo sus abrigos, y sus bolsas de chucherías, y se despedían sin hacer preguntas, después de dirigir a sus padres unas miradas lo suficientemente expresivas como para que, en la mayoría de los casos, ellos tampoco preguntaran por la festejada. Juan, que había perdido la cuenta de las copas que había tomado ya, se puso otra antes de sentarse en el suelo del pasillo, al otro lado de la puerta del baño, para intentar hablar con ella. Antes se despidió de su hermana Trini, que se fue pitando con la excusa del baño y la cena de los niños, y cuando la vio marchar, pensó que él debería hacer lo mismo. Había quedado para cenar y nada le obligaba a permanecer allí, en casa de Damián, intentando razonar en balde con una niña histérica a la que ni siquiera estaba seguro de hacer ningún bien con su actitud conciliadora, condescendiente. Tamara se había convertido en una criatura insoportable, caprichosa, despótica, irritable, y era ya una consumada chantajista sentimental, aunque aún no sabía que todo eso le daba resultado porque sus víctimas eran conscientes de que estaba siempre sola, de que la muerte de su madre le había costado la sucesiva y fulminante deserción de su padre. Tendría que haberse marchado, haberse desentendido del drama exagerado de los mocos y las lágrimas, pero se quedó, habló durante mucho tiempo solo junto a una puerta cerrada, habló de los atascos, de los imprevistos, de los negocios inaplazables de los adultos, de las cosas que se complican sin que uno quiera, de lo que significa querer a alguien. A las diez menos cuarto, Paquita le dijo que no le quedaba más remedio que marcharse, y Tamara no había querido contestarle todavía. Se puso otra copa, se la bebió, se comió un sándwich de atún, un puñado de panchitos, y tuvo tiempo de volver a rellenar el vaso antes de que la niña accediera a abrir la puerta y enseñarle una cara deformada por el llanto. Tendría que haberse marchado, haberse desentendido de todo, nada le retenía allí, ni su voluntad, ni su deseo, ni su obligación, nada.
Tendría que haberse marchado, pero se quedó, porque aquél era su carácter, su naturaleza. Cuando salió del baño, su hija le dijo que lo de antes era mentira, que sí le había gustado la casa de muñecas, que le había gustado mucho, y Juan Olmedo Sánchez se dijo que el mundo sería un lugar mucho mejor si su hermano Damián no viviera en él. ¿Y qué si la niña está desquiciada? ¿Tú sabes cómo estoy yo?
¿Te has parado alguna vez a preguntarte cómo estoy yo? Si cada vez que la veo, veo a la hija de puta de su madre, si no lo puedo remediar, no puedo. No es culpa mía, Juan, no es culpa mía. Yo no quería tener hijos. Lo sabes de sobra. Cuando a Charo se le puso en el coño quedarse embarazada, yo no quería tener hijos. Y eso es lo de menos. Lo peor de todo, lo peor que me ha pasado a mí en la vida, fue casarme con esa mujer, lo peor, lo peor, me cago en la hostia, lo peor de todo, joder… Nadie me va a pagar nunca bastante por eso, nadie, ¿me oyes?, nadie. Así que déjame en paz y no me toques más los cojones. Los enemigos del Canario decían que le gustaba que le pegaran, que lo iba buscando, y que por eso se
peleaba solamente con tipos peores que él, más fuertes, más peligrosos, más violentos. Era verdad que solía cobrar, que se llevaba unas palizas tremendas y después estaba un par de días fuera de la circulación para reaparecer con las cejas rotas y apestando a Betadine, pero a Juan le gustaba más la otra versión, la de los amigos, la de los leales, la de los cronistas del mito oficial del héroe de barrio que nunca abusaba de los débiles, que nunca había maltratado a nadie sobre quien llevara ventaja, que se limitaba a zanjar los insultos, los desafíos del incauto de turno, levantándole por las solapas y soltándole, a lo sumo, un par de bofetadas y la amenaza de siempre, no te cruces conmigo, chaval, procura no volver a cruzarte conmigo. Juan le admiraba mucho por eso, sentía una misteriosa debilidad por él, sólo por él, porque los demás, el Rubio, el Chino, el Choto, el Toledano, los jefes de las demás pandillas, le daban miedo, y se cambiaba de acera cuando los veía aparecer a lo lejos, excepto si el Canario estaba cerca. Él sabía, como cualquier otro niño de Millaverde Alto, que entonces nadie se atrevería a burlarse de él, a ponerle una mano encima. A Damián, en cambio, no le caía bien. Decía que era muy raro, muy atravesado, que tenía ojos de loco, como si siempre estuviera pensando en otra cosa. A Juan no le parecía raro, pero sí triste a veces, y de una tristeza rara, reconcentrada, melancólica, que sólo muchos años después llegaría a reconocer con exactitud en el campo semántico de un adjetivo, atormentado. Juan bebió demasiado.
Se dio cuenta de que estaba bebiendo demasiado y sin embargo siguió bebiendo, y comiendo con método entre copa y copa para controlar los efectos de lo que bebía. El alcohol le precipitó en un estado blanco y elástico, de una lucidez selectiva, parcial. La muchacha que trabajaba en casa de Damián le había despertado un par de semanas antes, un domingo, a las ocho y media de la mañana. El dueño de la casa había vuelto una hora antes y se había encontrado a Alfonso desvelado, masturbándose delante del televisor encendido, detenido en un programa de divulgación cultural de la UNED donde una profesora joven y guapa hablaba del uso correcto de la preposición «de». Se había puesto tan furioso que había ido a la cocina a por unas tijeras para amenazarle. Los gritos de Alfonso habían despertado a Tamara, que había visto a su padre con las tijeras en la mano y se había puesto a gritar más alto que su tío. La muchacha no sabía qué hacer. Cuando Juan llegó a la casa, sonriendo después del susto por aquella gramática perversión sexual de su hermano pequeño, Damián ya se había ido a dormir, Alfonso seguía llorando en el sofá, y su sobrina le consolaba como si fuera un muñeco monstruoso, desarticulado, gigantesco. Juan se los llevó a la calle y estuvo toda la mañana contándoles historias de Damián, de cuando todavía se llamaba Dami y era el más rápido, el más astuto, el más colega, un chollo de hermano. Volvieron a casa a la hora de comer y de mucho mejor humor. Cuando iban ya por el postre, Damián apareció en pijama, con una sonrisa de oreja a oreja y ganas de arreglarlo todo. Pero no pidió perdón. En eso se parecía a Charo, que tampoco pedía jamás perdón.
No me saques a relucir lo de Alfonso ahora, joder, no seas tramposo, que eso no tiene nada que ver.
No le iba a cortar la polla, ¿qué te has creído?, aunque, total, para lo que la usa… Quería darle un susto, solamente, un buen susto, si no aprende por las buenas, que aprenda por las malas, ¿no?, como los críos. Y si vive en mi casa, que respete mis reglas, es lógico, ¿no?, para eso le mantengo, para eso los mantengo a todos aquí, y no para que ande todo el puto día meneándosela, que me saca de quicio verle, con esa cara de imbécil, dale que te pego. Y no vuelvas a decirme que te lo llevas, porque no te lo vas a llevar, ni lo vas a meter en ninguna parte. Él va a seguir viviendo aquí y esto se va a arreglar, se va a arreglar sin más remedio, porque como no se arregle, lo opero y todos tan contentos, mira, un problema menos para él y otro para mí. He preguntado ya, no es nada difícil, ni peligroso, y no me des tu opinión porque no la necesito, algunos médicos son partidarios… ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así? No vuelvas a mirarme así, ¿me oyes?, no vuelvas… ¿A que te meto, Juanito? ¿Qué te apuestas a que te meto una hostia? Lo único que Damián admiraba del Canario eran las tías que llevaba al lado. Juan también se había fijado en eso, era imposible no fijarse, tan imposible como no ver un Ferrari rojo, descapotable, brillante, parado en un semáforo después de haber recorrido la avenida de Andalucía a trescientos kilómetros por hora, el puto lujo, como decía Dami, eso mismo era, el puto lujo. A veces eran rubias, a veces eran morenas, hubo una pelirroja incluso, con muchos lunares claros y pequeñitos en el escote, que uno se mareaba sólo de mirarlos, sin imaginarse siquiera lo que había debajo. Eran imponentes, imponentes, unas chavalas de la hostia, pero ninguna le duraba mucho. Cuando te habías acostumbrado a verle con ésta, aparecía con aquélla, y el fin de semana siguiente ya había encontrado otra nueva, buenísima de la muerte, como todas las demás. Era como si, en lugar de agenda, tuviera un calendario de esos de tías buenas de los talleres de coches, pero de mujeres de verdad, para él solo, y arrancara una página cada dos o tres días, cuando le apetecía, cuando se aburría, cuando le daba la gana. Y el caso es que, luego, ellas a veces no eran para tanto. Juan se dio cuenta una tarde, mientras se cruzaba con la pelirroja por la calle.
Iba sola, volvía de hacer la compra con unos vaqueros y una camiseta azul marino, el pelo recogido, la cara sin pintar, una chica corriente, como tantas, con playeras blancas y una bolsa de plástico en cada mano, y sin embargo era ella, la misma que había hecho crujir las baldosas de la acera dos o tres semanas antes, en los días de su efímero reinado, mientras el Canario la llevaba por los hombros, bien sujeta, y se paraba a meterle mano a cada rato, porque eso le gustaba, sobar a sus novias, besarlas, estrujarles las tetas, darles palmadas en el culo, exhibirlas en público para que las viera todo el mundo. Y entonces sí, entonces ellas reflejaban la luz del héroe, que reverberaba a través de sus cuerpos, que las envolvía como un hechizo benigno e insoluble, entonces sí, y era imposible no verlas, no mirarlas, no desearlas, tan guapas, tan pintadas, con los tacones tan altos y esa ropa tan ceñida que se ponían para él, y esa sonrisa de zorra, de favorita, de puta satisfecha que les explotaba de puro gusto en el centro de la boca. Juan Olmedo sabía que su hermano no estaba hablando en serio. Creía saberlo,
quería saberlo, necesitaba saberlo. Y sin embargo había sido capaz de pensar en operar a Alfonso, y quizás hasta de consultarlo, de comentarlo con alguien. Inmóvil en lo alto de la escalera, con una mano apoyada en la pared, aferrando la balaustrada con la otra para cortarle el paso, volvió a ver aquel papel, los titubeos de Nicanor, su coronilla completamente calva mientras intentaba explicarse con los ojos fijos en la alfombra.
Él no estaba entendiendo nada, no acababa de entender qué quería, de qué conocía a aquel médico que se apellidaba Miguel y al que Juan pensó al principio que estaba llamando por su nombre de pila, qué relación podía tener con él para pedirle no sólo que firmara aquella misteriosa carta de apoyo, sino que la difundiera después entre sus compañeros del hospital. Trae aquí, Damián se impacientó, verás, Juanito, le dijo, te lo voy a explicar yo, todo ha sido un malentendido, un inmenso y terrible malentendido. Los locos le adoran, a José Antonio, ¿no?, es lógico, están solos, abandonados por sus familias, la mayoría no tienen a nadie, pagan la residencia con su pensión o con sus ahorros… ¿Pero quién es José Antonio?, le interrumpió él. Pues Miguel, José Antonio Miguel, aclaró su hermano, y entonces comprendió, aquella rara coincidencia de nombres propios le refrescó la memoria, le habían comentado el caso en el trabajo, había escuchado algo por la radio, una estafa muy rentable y particularmente repugnante, urdida por uno o varios psiquiatras de una clínica privada de lujo situada cerca de su hospital, en su barrio de siempre. Con la excusa de que era imprescindible para resolver cualquier gestión encaminada a preservar los intereses del enfermo, conseguían la tutela legal de los pacientes que no tenían familiares que se les hubieran adelantado para incapacitarlos, vendían sus propiedades y se quedaban con el dinero.
En apariencia, era todo limpio, fácil y legal. Es que es su heredero, ¿comprendes, Juan?, José Antonio es su heredero porque ellos se lo han dejado todo, los pobres, porque están solos y no tienen a nadie, y le adoran, claro, los locos le adoran, él es quien les cuida, quien se ocupa de ellos, ha sido todo un inmenso malentendido… Nicanor se lleva una parte, pensó él entonces, seguro que es eso, que se lleva una parte, le encargarían que lo investigara, descubriría algo, y a cambio, desde entonces, se lleva una parte. Es muy amigo nuestro, muy buena persona y se desvive por ellos, Damián seguía hablando como si le hubieran dado cuerda, y puede ir a la cárcel, puede acabar en la cárcel sin ninguna culpa, por eso, para apoyarle, sus compañeros de la clínica han escrito esta carta, y te pedimos que la firmes, que se lo expliques a tus amigos, que la hagas circular, necesitamos todas las firmas que podamos reunir, porque esto ha sido sólo un inmenso malentendido… El juez había sobreseído el caso por falta de pruebas, como suele ocurrir cuando los únicos testigos, que en este caso eran a su vez las víctimas, son enfermos mentales, cuyo testimonio, en el caso de que estén en condiciones de darlo, se invalida por sí solo.
La carta no había llegado a hacerse pública, sin embargo. A Juan no le extrañó. Ningún médico mínimamente consciente firmaría jamás un documento como aquél. Así que el doctor Miguel, tres o cuatro años después de aquello, seguiría
trabajando en una clínica, tal vez incluso en la misma de entonces. Y desde luego, muy bien podía ser él uno de esos partidarios de operar al pobre Alfonso que había mencionado su hermano. Juan sabía que Damián no hablaba en serio. Necesitaba creer que Damián no hablaba en serio. El mundo sería un lugar mucho mejor si no vivieran en él su hermano, sus amigos. Déjame pasar, Juanito, déjame pasar, hostia… Vamos a tener la fiesta en paz.
He venido a ducharme y a cambiarme de ropa, voy a salir otra vez. Nicanor me está esperando ahí al lado, con unas tías. Ya me has dicho todo lo que me tenías que decir, ¿no? ¡Que me dejes pasar, Juan, que te apartes! ¿Me oyes? ¡Apártate! ¿Pero qué quieres, que te meta de verdad? Joder… Si no supiera de sobra lo maricón que eres, te diría que te vinieras con nosotros, a ver si se te quita de una vez esa cara de madre superiora que se te está poniendo… Cuando eran niños, no se pegaban nunca.
Luego, al llegar juntos hasta el borde de la adolescencia, empezaron a pegarse mucho, demasiado, pero entonces el Olmedo pequeño no amenazaba, y el mayor tampoco era capaz de sujetarse durante tanto tiempo. Dami era más rápido y tenía más experiencia, pero Juan podía llegar a ser, sorprendentemente para todos, sorprendentemente para él, mucho más violento que su hermano. Sin embargo, no siempre renunciaba al golpe definitivo, así que iban más o menos empatados, aunque Damián no estuviera dispuesto a reconocerlo jamás. El Canario tampoco lo sabía. Aquel sábado, Juan había sido el responsable de la bronca, pero no se sentía culpable. Se había puesto una camisa de Damián que le gustaba mucho para salir con los de su pandilla. Iban a ir al cine a Madrid, que era como llamaban entonces al centro de Madrid, como si ellos vivieran en una ciudad distinta. Las chicas también venían, pero su hermano no, porque estaba castigado sin salir, por las notas, así que le daba lo mismo prestársela que tenerla guardada en un cajón. Se la había pedido y él le había contestado que no se la dejaba. Su madre había intervenido, había sugerido, rogado, ordenado que se la prestara, y él, al final, la había cogido por las buenas. Ya estaba en la calle cuando Damián salió bufando por el portal, como un toro bravo, y Juan no supo qué hacer, porque los demás, también las chicas, estaban esperándole en una esquina. Su hermano sacó mucho partido de unos pocos segundos de indecisión. Le tiró al suelo de un cabezazo, se le montó encima, levantó el puño en el aire, y entonces, de repente, desapareció.
Juan, que había cerrado los ojos, los volvió a abrir a tiempo de ver cómo el Canario soltaba a su agresor del cuello de la camisa después de haberle arrastrado un trecho por el suelo. Si quieres ir de duro, pégate con los que son más fuertes que tú, idiota, le dijo. Déjame en paz, Canario, respondió Damián, y métete en tus asuntos. Él se echó a reír, le amagó una hostia en el aire y volvió a reírse. No te cruces conmigo, chaval, añadió entonces, con voz todavía risueña, no te cruces conmigo. Luego se marchó, dio la vuelta para marcharse, pero Juan se levantó de un salto, se desabotonó la camisa tan deprisa como pudo y le llamó. ¡Eh, Canario! Desnudo de cintura para arriba, echó a andar hacia él, llegó a la
altura de su hermano, le tiró la camisa sucia de barro encima sin mirarle, y avanzó un poco más.
Yo soy más fuerte que él, Canario, dijo entonces, yo soy el más fuerte de los dos. El Canario le miró, le sonrió, y no dijo nada.
En aquella época, Damián era el más alto. Todos pensaban que siempre sería así, pero Juan creció más tarde, y creció más. Aquella noche, con la ventaja adicional de un par de escalones, su hermano le pareció más pequeño que nunca. Había adelgazado mucho, muy deprisa, pero proyectaba hacia delante una barriga tersa, abultada, como el vientre de una embarazada. Estaba viejo, desencajado, casi siempre borracho y duro, durísimo, tanto que a veces Juan pensaba que podría clavarle un alfiler en el brazo sin que llegara a sentirlo. Comía bollos rellenos de crema, bebía whisky de malta, se metía más de un gramo de cocaína al día, todos los días. A Juan le gustaba la cocaína, pero no le gustaba Damián. En eso, su hermano estaba de acuerdo con él, aunque no lo supiera. Ignoraba muchas cosas de sí mismo, y sobre todas, que nunca había dejado de ser un hombre débil, frágil, con un carácter blando, quebradizo como esos milhojas de hojaldre que se tragaba en dos bocados sin detenerse a masticarlos. Cada vez que le veía con un bollo en la mano, una fracción de segundo antes de ver sólo su mano, vacía, y un relieve de esfuerzo en su garganta, Juan Olmedo, a quien le gustaba tanto comer, pensaba que la relación que Damián había establecido con la vida consistía básicamente en eso, en tragar sin masticar, en renunciar al gusto de las cosas, a sus contrastes, a sus matices. A la sal, a la dificultad, a la sugerencia del punto ácido, o amargo, que subyace bajo la corteza de los únicos sabores interesantes.
Tal vez por eso, por esa debilidad intrínseca que se alimentaba a sí misma en cada exceso, Damián no había sido capaz ni de gobernar a Charo, agridulce y salada al mismo tiempo, amarga y ácida, y más dulce después si hacía falta, cuando aún estaba viva, ni de sobreponerse al insulto supremo de su muerte. Juan, que nunca la había entendido, pero que a fuerza de amarla, y de romperse la cabeza una y otra vez contra las mismas arbitrarias esquinas de su laberinto, había aprendido a anticipar sus movimientos, tampoco había llegado a comprender jamás cómo habían podido vivir los dos juntos, en la misma casa, durante tantos años.
Aquella noche, siete meses después de la muerte de su cuñada, ya se había quedado a solas con dos hipótesis. La primera, y la mejor, sugería que a Damián, en el fondo, no le importaba gran cosa la suerte de su mujer. La segunda, y la peor, proponía que los dos eran tan parecidos que nada, excepto la muerte, habría podido llegar a separarlos. La segunda hipótesis era la buena. Juan lo temía ya, aquella noche, cuando su hermano escogió para defenderse el único argumento que él no habría querido escuchar. No me eches un sermón, Juanito, por Dios, otro sermón más no, ahora no… Me da lo mismo que sea sobre mi salud, estoy hasta los huevos de tus sermones, ya te lo he dicho. ¿Que no estoy bien? Ya sé que no estoy bien, lo sé de sobra, ¿cómo no voy a saberlo? Se lo dije bien
claro, desde el principio, fue lo primero que le dije, como me pongas los cuernos te mato.
Y me los puso, y no la maté. Y al final se mató ella sola, se mató poniéndome los cuernos, la muy hija de puta, la muy puta se mató. ¿Cómo voy a olvidarme de una cosa así?
Tú no sabes lo que dices, no tienes ni idea de lo que dices. Todo valía, entre nosotros todo valía, todo menos eso, joder, todo menos matarse así. Era la hostia, Charito, la hostia, era única, la única… Y se mató poniéndome los cuernos, me cago en Dios, se mató ella sola, poniéndome los cuernos, y la odio por eso, la odio. La perdoné muchas veces, ¿sabes?, muchas veces, ella me perdonó a mí más, es verdad, pero con esto ya no puedo, esto no puedo perdonárselo, y me gustaría matarla ahora mismo, aunque fuera muerta, matarla muerta, eso me valdría, con eso me conformaría, con matar a su cadáver, otra vez, cómo quieres que esté bien, Juanito, cómo quieres que esté bien… Después de aquella tarde de sábado que se saldó sin cine, sin chicas, sin la única camisa que Juan prefería sobre todas las demás quizás sólo porque no era suya, porque era de Damián y no era suya, el Canario empezó a saludarle por su nombre cuando se encontraban por la calle. Él le devolvía el saludo con pocas palabras, un gesto sobrio, escueto, como se supone que saludan los hombres, pero era muy consciente de hasta qué punto aquella deferencia casi anecdótica le estaba regalando un prestigio del que nunca había gozado antes. En sexto de bachiller, tres cursos después del que cursaba Damián la primera vez que lo logró, Juan Olmedo consiguió ligar, y durante un semestre mágico, prodigioso, fue empalmando una novia con otra mientras el Orejas, el Rubio, el Chino, el Choto, el Toledano, se aprendían su nombre y lo pronunciaban con una sonrisa de colegas desde la otra acera. El Olmedo mayor, tan serio, tan educado siempre, tan buen chico, empezó a arrimar una silla por su cuenta a la mesa del Canario para tomarse una cerveza con él sin pedir permiso, y así aprendió cómo hay que mover el mango de una navaja cuando la hoja está ya dentro del cuerpo, y que conviene pegarse con una pila de petaca en la mano buena, si es que uno es tan gilipollas que no lleva siempre en el bolsillo un terrón de azúcar mojado en coñac y puesto a secar. Para que cristalice, claro, dijo la primera vez que lo escuchó, comprendiendo al mismo tiempo el truco y sus ventajas, y el Canario se echó a reír, ¿para que qué? Él nunca había oído ese verbo, y lo reconoció enseguida, como si fuera un mérito, estrellándole una mano entre los hombros. ¡Tú llegarás lejos, Juanito, macho, llegarás lejos, hay que joderse! El Canario nunca había oído ese verbo, pero sabía otras cosas. Juan nunca consiguió que le pasara una novia, que le diera su teléfono, su dirección, instrucciones para encontrársela por la calle, para hacerle gracia, para ir a por ella. Con otros sí lo hacía, pero a él siempre le decía lo mismo, ¿quién?, ¿ésa?, ni de coña, tío, ésa es una guarra, no te conviene, a ti no, hazme caso que sé lo que me digo. Para el Orejas no está mal, porque él no puede aspirar a mucho más, pero tú… Tú llegarás lejos, Juan. Eso solía decirle, pero una tarde le preguntó además si no le apetecía dar una vuelta, andar un rato, llegar hasta los cuarteles. Juan pensó que quería comprar chocolate, y le
dijo que sí, que iba con él, y anduvieron bastante tiempo los dos solos, los dos juntos, hablando de tonterías, de peleas reglamentarias y de las otras, de árbitros y de puntuaciones, de campeones, de narices y sueños rotos. Hasta que llegaron a una valla que parecía igual que las demás, una valla cualquiera. Vamos a sentarnos un rato, ¿no?, propuso el Canario, y él aceptó. Pensaba que estaban esperando a un camello, no entendía por qué habían tenido que andar tanto para encontrarse con uno, quizás no fuera chocolate lo que iban a buscar, en eso estaba pensando cuando el Canario le puso una mano en el hombro, lo apretó contra sí, y empezó a mover esa mano, a acariciarle la espalda, mientras rozaba la nariz de Juan con la suya. ¿Y tú no querrías venirte un día al gimnasio conmigo?, le preguntó entonces, y su mano bajó lentamente por la espalda del Olmedo mayor, y sus labios rozaron los suyos, porque tú sí que tienes cintura… No me hables así, Damián, pensó, no me hables así, no me cuentes eso, no me des pena, cabrón, no me des pena. Necesitaba toda su compasión para sí mismo, no le quedaba nada para su hermano, ya no, entonces no, menos que nunca. Damián jamás había hablado de amor, ni cuando Charo estaba viva ni después, cuando se desmoronó con una sola palabra entre los labios, puta, como si hubiera jurado no volver a llamarla nunca más por su nombre, y él había sacado ventaja de su debilidad, de su rencor, de la brutal magnitud de su estupidez, que le consagraba otra vez, una más, como el mejor, el más inteligente de los tres. Ya no podía aceptar otra versión, otro nombre de la realidad, sería demasiado duro, demasiado cruel, demasiado injusto, insoportable. Los celos le mordieron por dentro como un perro enloquecido de hambre en un desierto blanco y castigado por el sol del mediodía, un hervor seco, peligroso, que retorcía a la vez el aire y su cabeza, igual que antes, cuando le pedía a Dios que tomara de él lo que quisiera, que hiciera con él lo que se le antojara, que le matara, pero que se la devolviera. Ya no era tiempo, ya había pasado el tiempo de los celos, de la rabia, y sin embargo, el bronco lamento de Damián le había recordado que seguía siendo el tercero, ahora y todavía, siempre el mejor, pero siempre el tercero. Yo era quien tenía una historia única con ella, hijo de puta, yo era quien le perdonaba cualquier cosa, yo quien sabía que entre nosotros valía todo, todo, hasta la grotesca burla de su muerte, hasta el precio de la última de sus apuestas, hasta el deseo inextinguible de su cuerpo roto, segado, sin piernas. Cuando su memoria empezó a hacer trampas, para compensarle quizás por esas verdades que nunca lograrían escapar de su garganta seca, quemada, Juan Olmedo se apartó de la escalera. Damián salvó los dos escalones que le faltaban mientras su hermano los bajaba. Allí se cruzaron. Allí podrían haberse cruzado por última vez, aquella noche, si Juan hubiera hecho lo que tenía que hacer, marcharse a su casa, largarse deprisa, corregir al fin, mejor si para siempre, la errónea dirección de sus recuerdos. Pero tenía sed. Había bebido demasiado y aún tenía sed. Quizás nada hubiera sido nunca verdad. Quizás Charo le contaba a Damián todo lo que hacía con él, lo que le decía y lo que él le contestaba, lo que ella preguntaba, lo que él le prometía. Quizás se habrían reído los dos juntos, en la cama, muchas veces, siempre después de que Charo hubiera recompensado el
enésimo perdón conyugal como sabía. ¿Y qué, Juanito?, se dijo, ¿y qué más da todo eso ahora? Y sin embargo algo daba, porque no le daba igual. Tendría que haberse marchado, pero no se fue, porque él podía llegar a ser mucho más violento que su hermano. Sorprendentemente para todos, sorprendentemente para él, seguía siendo el más violento de los dos, y esa violencia ahogada, sepultada, sofocada por la coraza de su voluntad, también formaba parte de su carácter, de su naturaleza. Había bebido mucho, demasiado, pero tenía sed. Se puso una copa, se advirtió a sí mismo que sería la última, y subió la escalera de nuevo, muy despacio. Al llegar arriba, escuchó el ruido de la ducha y volvió a decirse que el mundo siempre habría sido un lugar mucho mejor si su hermano nunca hubiera vivido en él. ¿Todavía estás aquí? ¡Joder, pues sí que te ha dado fuerte esta noche! ¿O no?
¿O no será más bien que estás borracho perdido, que no te marchas porque no puedes ni dar un paso de lo mamado que estás? No te preocupes, puedo llevarte a casa, si quieres… Si es que tú no deberías beber, Juanito, si no es lo tuyo. Y te voy a decir otra cosa… Bebes demasiado, últimamente. ¡Ja! ¿Qué te parece? Yo también sé echar sermones, no es tan difícil, ¿sabes? Pero es que lo tuyo no es beber, Juan, lo tuyo es ser muy bueno, que es lo que eres tú, muy bueno. ¿Es eso, no? Por eso no me dejas en paz, por eso te pasas la vida dándome por culo, por eso, ¿no? No me mires así, Juanito, a mí no, ya te lo he dicho, no me mires así, que yo lo sé todo y además no me importa una mierda. ¿Quieres una raya? Igual te despeja… El Canario seguía acariciándole la espalda muy despacio, como si no tuviera prisa, como si pudiera esperar su respuesta eternamente. Él le miraba con los ojos muy abiertos y no sabía qué decir, qué camino escoger, cómo negarse sin ofenderle, cómo rechazarle sin perderle para siempre. No le daba miedo. Lo último que querría hacer en el mundo sería ir a un gimnasio con él, pero no le daba miedo, ni asco, ni vergüenza. Le admiraba demasiado para eso. Estaba atónito, absolutamente desconcertado, perplejo, y sin embargo había empezado ya a comprender algunas cosas. El Canario le sonreía con los labios entreabiertos, enseñándole el borde de los dientes, sin saber aún, o tal vez no, quizás sabiendo ya cómo se sentía, y que en aquel momento habría pagado cualquier precio por encontrar una manivela que le consintiera volver atrás, rebobinar la última media hora de su vida, quedarse sentado en su silla cuando el Canario le preguntara si no le apetecía ir a dar una vuelta. No, yo creo que no…, dijo al final, tropezándose con las palabras, confundido con su propia lengua, embarullándolo todo. Lo del gimnasio, pues… que no, no, mejor que no, yo… Vale, chaval, no pasa nada. El Canario le quitó la mano de la espalda después de acariciarle por última vez, de abajo arriba, como con pereza, una nostalgia prematura de amante abandonado, resignado a la ajena costumbre de abandonarle, y volvió a sonreír con una sonrisa que ya no era suya, una convencional cara de circunstancias. No te hagas el simpático, Canario, joder. Juan llegó a pensarlo, pero no lo dijo, no dijo nada mientras volvían andando, más deprisa que antes y escogiendo siempre los atajos, hacia los edificios y las luces, hacia la calle donde les esperaban los amigos del luchador y
su novia de turno, una morena exageradamente tetona que se pintaba un lunar negro justo encima del labio superior, el puto lujo. Ninguno de los dos hablaba, pero el Canario iba canturreando una rumba presidiaria de pájaros que vuelan y perros callejeros, y acompañándose con las palmas de vez en cuando. Hazme un favor, le dijo al final, cuando empezaron a distinguir a lo lejos el luminoso del bar, en voz muy baja, con una expresión mucho más sombría que la letra de aquella canción pesándole en los párpados, no le cuentes a nadie lo de esta noche, ¿vale? No, claro que no, contestó Juan, te lo juro, Canario, a nadie, te lo juro. Dos minutos después, su voz y su cara habían cambiado. No ha habido suerte, proclamó, dándose una palmada en el muslo antes de sentarse, y los demás, que no tenían ni idea de lo que había ido a buscar, se echaron a reír mientras él recuperaba su asiento, agarraba a su novia por el hombro, la apretaba, ay, Canario, joder, que me haces daño, la besaba en la boca. Tómate una caña, Juanito, sólo después de aquella exhibición volvió a mirarle, yo invito… Juan quería marcharse, no tenía ganas de quedarse allí, riendo chistes sin gracia, bebiendo cerveza sin sed, no quería quedarse, pero se quedó, y no se tomó una caña, sino dos, porque había jurado que nunca le iba a contar a nadie lo que había pasado y eso era exactamente lo que iba a hacer. Luego se levantó, tomó el camino de su casa como cualquier otra noche, y echó a andar solo para no ir a ninguna parte. Pasó de largo su portal y siguió andando, la marcha le desaceleró el corazón sólo a costa de ponerle dos lágrimas en el borde de los ojos y él las dejó ir, y sabía que no lloraba de pena, pero no sabía muy bien por qué lloraba, quizás por la paliza que se buscaría el Canario al día siguiente, o porque el mundo estuviera hecho al revés, o por la rabia que le daba todo, todo, de repente. Por una vez, Juan Olmedo le dio la razón a su hermano.
Era verdad que últimamente bebía mucho, demasiado, porque tenía sed, mucha sed, y sediento no lograba reconciliarse con sus recuerdos. La echaba de menos. La echaba tanto, tan intensa, tan desesperadamente de menos, que cada noche, al acostarse, volvía a escuchar su última pregunta, la que le había parecido más, la que había resultado ser la menos retórica de todas. ¿Qué te apuestas a que te arrepientes? Bebía para liberarse de la obligación de contestar, de la obligación de admitir que jamás se lo perdonaría a sí mismo, que jamás podría perdonarse por haberla abandonado. Cuando estaba sobrio, era mucho peor. Cuando estaba sobrio distinguía con precisión la verdad de las mentiras, y las mentiras auténticas de las piadosas, y las mentiras de Charo de sus íntimas mentiras. Se habría matado igual si él no la hubiera dejado unos pocos meses antes. Nada habría cambiado si él la hubiera consentido volver otra vez, llamar al timbre, dejar caer el bolso en el suelo, abalanzarse sobre él, aplastarlo contra un sofá, atarlo con los lazos de su propio placer, de su propia ansiedad, de su propia, y mísera, e irrevocable ruina. Siempre había sabido que Charo era el fracaso, su fracaso, pero nunca había podido caminar en otra dirección. Siempre que ella estaba por medio, el conocimiento se volvía contra él como el peor de sus enemigos, antes y después, entonces, mientras era capaz de enumerar para sí mismo, con la distancia, la lucidez, la sangre fría de cualquier
otro, todos los motivos por los que debería deshacerse de su cuñada cuanto antes, y ahora, cuando la muerte de aquella mujer le mantenía sumido en la añoranza letal, insoportable, de los ritos y los símbolos, el rostro y el cuerpo del fracaso. Nada tenía remedio y nada lo había tenido nunca, jamás, ni al principio ni al final, y cuando estaba sobrio era peor. Por eso bebía tanto, últimamente, por eso y para dejarse caer en la cama cada noche, lloriqueando como un imbécil y al inservible amparo de su calidad, de su elevación, de su superioridad moral. Yo te quería, habría hecho cualquier cosa por ti, porque te quería, más de lo que tú creías, más de lo que te merecías, te quería. Qué idiota. Y sin embargo, cualquier cosa era mejor que aceptar la verdad, que Charo, a su manera cruel, incomprensible, le había sido siempre leal a Damián, que él sólo había sido uno más de sus amantes, el más prohibido, el más secreto, el más duradero pero uno más, que ella sí se había cansado de él, que por eso le había consentido creer que la dejaba, renunciando sin piedad, sin generosidad alguna, a ejercer de nuevo la ferocísima autoridad de su dominio. Pero tampoco estaba seguro de eso.
No estaba seguro de nada, excepto de que tenía sed, y reconocía su sed, y bebía. Pues sí, me la voy a hacer aquí, ¿qué pasa? Ésta es mi casa, ¿o no?, y hago lo que me da la gana, donde me da la gana y cuando me da la gana. Mira, Juan, no sufras, porque me voy enseguida.
Déjame tranquilo dos minutos, no te pido más… ¡Pues porque no me sale de los huevos meterme en el baño para hacerme una raya! Vale, que sí, que no chillo, muy bien, ya no chillo, ¿ves? Y ya sé que la raya es lo de menos, no te jode… A Charito seguro que no le ibas con tantos rollos. Y eso que se ponía hasta el culo, la tía, pero hasta el culo, ¿eh?, hasta el culo.