—¿Qué me dices, eh? –le había preguntado su hermano mientras arrojaba un periódico sobre su libro–. Y esto no es más que el principio… Así había empezado todo. Lo que Juan tenía sobre la mesa era una especie de boletín gratuito con formato de diario, cuatro pliegos de papel barato doblados por la mitad que los comerciantes de Estrecho dejaban sobre el mostrador para que se los llevaran sus clientes. Él había sentido la curiosidad de hojear alguna vez aquellas páginas repletas de publicidad que solían incluir también alguna entrevista o reportaje, y un par de artículos sobre aspectos pintorescos o castizos de la vida del barrio. En la portada del número de otoño de 1980, impresa en color sobre una superficie tan porosa que todas las líneas se habían ensanchado, montando unas sobre otras hasta hacer casi irreconocible el resultado, Damián, vestido con traje y corbata y apoyado en el borde de una mesa de despacho, miraba al objetivo con una gran sonrisa, bajo una frase entrecomillada en la que afirmaba: «Nunca se es demasiado joven para triunfar».

—No te encuentro muy favorecido, la verdad –Juan consiguió reprimir a tiempo una carcajada, pero no pudo resistir la tentación de señalar en la foto los ojos de Damián, empastados de manchas azules, amarillas y rojas–. Parece que vas maquillado.

—Muy gracioso… –respondió su hermano, arrebatándole el periódico de entre las manos para doblarlo con cuidado, como si fuera una cosa frágil y preciosa, y Juan no quiso añadir nada más, porque era evidente que aquella ridícula entrevista representaba exactamente eso para él.

Desde que acabó el BUP a duras penas y contra su voluntad, para satisfacer un inexorable designio paterno, Damián había abierto tres negocios en poco más de dos años, y todos marchaban muy bien. Nada hacía presagiar una carrera tan exitosa cuando, a cambio de un sorprendente aprobado, le pidió prestada a su padre la pequeña cantidad que costaba el traspaso de un quiosco de helados y chucherías que llevaba años cerrado ante la puerta de uno de los institutos de Formación Profesional más grandes de Madrid, a unos pocos metros de su casa. Damián lo reabrió, ahorró todas sus ganancias el tiempo necesario para comprar una máquina de perritos calientes, instaló después otra de palomitas, empezó a vender cómics, tabaco, revistas y bocadillos, y cuando ya tenía dinero de sobra para devolverle el préstamo con el que empezó, le pidió a su padre una prórroga y al banco un crédito –cuyo primer titular fue Juan, porque a él, por aquel entonces, le faltaban unos meses para alcanzar la mayoría de edad– y se quedó con un local maldito, que no había tenido éxito en ninguna de sus vidas anteriores.

En el barrio había bastantes panaderías, pero la que él instaló tenía un rótulo distinto al de todas las demás, Boutique del Pan, y ofrecía variedades que jamás se habían visto por aquellos pagos, panes de todos los tamaños, de todos los

pesos, de todas las formas, con pasas, con nueces, con sésamo, con semillas, roscas, vieras, bollitos de formas diferentes, candeales, integrales, de molde, de pueblo, baguettes, colines y picos de todas las formas y sabores. Y el invento arrasó. Contra las previsiones de su familia, mantuvo abierto el quiosco de las chucherías en las horas clave, entradas y salidas de clase, porque los niños daban mucho más dinero del que nadie podía imaginar y, durante unos meses, empleó a tiempo parcial a su madre, que atendía la panadería desde las ocho hasta las nueve y media, y desde la una hasta las dos, y a su hermana Paquita, que se hacía cargo del quiosco por las tardes, de cinco a ocho, hasta que los beneficios le permitieron contratar a un ayudante para todo el día. La panadería llevaba abierta más de un año cuando se quedó vacío el local de al lado. Sus padres le rogaron que no fuera tan deprisa, que no se metiera en otro crédito ahora que estaba empezando a pagar holgadamente el que debía, pero el director del banco, que le había calado desde que habló con él por primera vez, le confirmó que allí estaba él, con todos los millones que hicieran falta. Damián se lo pensó mucho, e hizo muchos números antes de decidir que iba a arriesgarse otra vez. Y otra vez volvió a arrasar. Cuando su trayectoria empresarial llamó la atención del periódico del barrio, ya poseía, además del quiosco y la panadería, una cafetería donde servía, convenientemente elaborados, rellenos y encarecidos, los panes y los bollos que vendía en la tienda de al lado, para garantizar, según afirmaba en sus declaraciones, la calidad y la frescura de todos sus productos. Juan, que había seguido la trayectoria de su hermano con la misma mezcla de estupor y admiración que tenía a medio barrio con la boca abierta, no dejaba de asombrarse de que a nadie se le hubiera ocurrido antes la genialidad que estaba haciendo rico a Damián.

—Es una simple cuestión de perspectiva –le había confesado él, una noche en la que el exceso de copas se sumó a la ebriedad del triunfo para soltarle la lengua más de la cuenta–. ¿Quiénes viven aquí, en este barrio? Como mínimo, gente como papá y mamá, ¿no?, que han dejado de estar mal económicamente, que han empezado desde abajo, que han trabajado mucho, pero que, al final, han prosperado. Y luego, gente que gana más dinero, pero que vive aquí, aquí porque no puede comprarse un piso en la calle Serrano, claro. ¿Y eso qué quiere decir? Pues que, hasta en las zonas peores, éste sigue siendo un barrio más o menos popular, pero ya no es un barrio obrero. Está demasiado cerca del centro, por un lado, y de Puerta de Hierro, por el otro, para seguir siéndolo. Además, enfrente de la Dehesa se han construido bloques nuevos para gente con un poder adquisitivo mucho más alto que el de los vecinos de las casas antiguas, y eso sin contar la colonia, que ahora es casi una urbanización de lujo. Total, que éste es un barrio de clase media, aunque sus habitantes no lo sepan todavía. ¿Y por qué no lo saben? Porque el comercio está por debajo de las posibilidades de los consumidores. Porque no es lo mismo comprarse un piso en la calle Serrano que pagar cinco duros más por una barra de pan especial, o las doscientas pesetas de diferencia que significa merendar un croissant relleno de cangrejo y un café aromatizado con canela en un local como el mío, tan elegante y con muebles tan

modernos, en vez de un café con leche a secas y un pincho de tortilla en el bar de Mingo, con el suelo lleno de servilletas arrugadas y las mesas de formica escritas a punta de cuchillo.

A eso llegan todos, y se sienten halagados por gastarse el dinero, claro, porque les parece un gasto propio del barrio de Salamanca y no de éste… No se trata siempre de bajar los precios. A veces, se gana más dinero subiéndolos. Eso es todo.

Sin embargo, a pesar de la irreprochable limpieza, de la astucia y la perspicacia que expresaban todos aquellos cálculos, Juan también conocía la debilidad de su hermano, la ambición oculta bajo el aplomo, y en esa suficiencia ligeramente despectiva que coloreaba sus palabras. En la balda más alta de la estantería que ambos compartían, ordenadas por la fecha de publicación y protegidas, o camufladas, por una carpeta de plástico, se apilaban todas las publicaciones, casi siempre revistas o suplementos dominicales aunque también había páginas recortadas de algunos periódicos, que se habían ocupado en los últimos tiempos del tema de los jóvenes millonarios, el fenómeno de los empresarios que, a los veinte años, eran ya dueños de cadenas de tiendas de ropa, de negocios de informática, o de inmensas discotecas en Ibiza y en la Costa del Sol. Damián, que se había consagrado a persuadir a sus vecinos de que vivían en un barrio de clase media, no se resignaba a formar parte con ellos de esa mediocre e insulsa categoría social, y a medida que los rostros juveniles, casi infantiles aún, de los nuevos campeones del dinero se iban haciendo populares, crecían en él, a partes iguales, el deseo incondicional de llegar a ser como ellos y el negro rencor de quien se siente injustamente marginado, discriminado por razones dudosas, espurias, ajenas a sus méritos.

—¡Mira éste! –decía, dando una vuelta, y otra, y otra más, a la mesa que ocupaba la mayor parte del espacio en el pequeño salón–comedor de su casa, tan encadenado a la revista que sostenía a la altura de sus ojos como un burro a una noria invisible–. Pero si éste ha heredado la joyería de sus padres, ¡no te jode! ¿Y ésta? ¿Qué me dices de ésta? Pero si tiene ya treinta años… ¿Una agencia de modelos?

¡Ja! Seguro que sólo trabaja ella. ¿Y eso es ser empresario? ¿Eso es crear riqueza, nuevos puestos de trabajo, prosperidad económica? ¿Esto, y no lo que hago yo? ¡Vamos, no me jodas!

Cuando asistían a estas apasionadas sesiones de indignación, sus padres y sus hermanas iban mostrándole su apoyo en la escala gradual que él mismo marcaba con sus preguntas y sus respuestas, asintiendo con la cabeza primero, moviendo las manos en el aire después, y prorrumpiendo en toda clase de lamentos solidarios –desde luego, ¡no hay derecho!, tú sí que tienes mérito, hijo mío, tú sí que has empezado desde abajo, hay que ver, ¡si es que siempre salen los mismos!, claro, tanto hablar de la democracia, pero si no tienes un apellido famoso, no tienes nada que hacer, esto es una vergüenza, desde luego, pues claro que sí, pues clarocuando Damián se callaba de una vez. La voz de Juan era la única ausente de este coro ácido y chillón, el sonoro ejercicio de catarsis que la

familia ofrecía en desagravio a su triunfador privado, pero eso no significaba que no tuviera sus propias ideas respecto a la sed de fama de su hermano. La insistencia con la que Damián buscaba la notoriedad social, el único beneficio que se le resistía, inspiraba en Juan la dosis de compasión implícita en una considerable vergüenza ajena pero, sobre todo, le desconcertaba más que cualquier otro aspecto de su súbito enriquecimiento. Él estaba tan seguro como podía estarlo una persona sensata de que nadie, jamás, descolgaría un teléfono desde la redacción de algún gran periódico nacional para interesarse por el propietario de la panadería más elegante de Estrecho, por muy buen negocio que resultara ser. En el mundo al que Damián inconcebiblemente aspiraba, sus méritos no le elevaban muy por encima de la talla de un pigmeo salvaje y semidesnudo, e incluso en el caso de que llegara a convertirse en un par de años en el auténtico rey del pan de la zona Norte, seguiría pasando lo mismo, porque el glamour de las fotografías de estudio no tiene demasiado que ver con los saldos de las cuentas corrientes. Que no se diera cuenta de esto, que tuviera tanta vanidad y tan poco orgullo, era un misterio que le desbordaba. Cuando no le quedaba más remedio que reconocer el talento de Damián, su capacidad, una inteligencia objetiva que iba mucho más allá de su gracia para contar chistes, su hermano le parecía al mismo tiempo, y por primera vez en su vida, algo parecido a un tonto, un personajillo patético, una cómica caricatura contemporánea de Dorian Grey, un payaso dispuesto a vender su alma al diablo por media página en papel «couch\” con tres líneas de elogios en el pie de foto. Por eso no quiso comentar el que sería el primero y el único de sus éxitos, aquel retrato caótico de perfiles confusos y colores sucios en el que ni siquiera él habría logrado identificarle sin forzar la vista. Pero Damián le conocía demasiado bien como para aceptar la neutralidad de su silencio, y después de poner a salvo aquella entrevista de la que estaba tan orgulloso en la misma carpeta donde guardaba todas las que habían ido alimentando su deseo, se sacó de la manga el único as capaz de dejar a Juan desnudo, arruinado y sin fuerzas para seguir jugando. —¡Ah! Y otra cosa… Esa chica, Charo, la que vive en el segundo, la que salía contigo, ¿no?

–Juan, que no se había levantado para hablar con su hermano, se dio la vuelta en la silla y le miró–. Bueno, pues ahora sale conmigo.

Aquella vez sí acertó. Damián se encontró en el suelo antes de tener tiempo para deshacer la media sonrisa de hombre hecho a sí mismo con la que había querido subrayar la noticia. Juan le había derribado con un único golpe, un puñetazo dirigido al pómulo derecho que alcanzó su destino con una milimétrica y contundente precisión. El novio de Charo tenía ahora un corte debajo del ojo que en pocas horas desarrollaría un bonito hematoma, para ofrecer al natural un aspecto semejante al que tenía en la foto del periódico del barrio, pero, aunque hiciera muchos años que Juan no derrotaba a Damián en una pelea, aunque su víctima ni siquiera hubiera llegado a enterarse muy bien de cómo había sucedido, el ganador sabía que su victoria no valía más que la mísera entrevista que la

había desencadenado.

—Eres un hijo de puta –le dijo de todas formas, mirándole por una vez desde arriba antes de salir de la habitación.

—¡Ja! –contestó Damián desde el suelo, e insistió antes de levantarse–. ¡Ja, ja! Cuarenta y ocho horas más tarde, aquellas risitas atronaban entre las sienes de Juan Olmedo mientras la imagen de Charo y Damián desnudos, acariciándose en una cama, le trituraba por dentro con la mecánica y despiadada tenacidad de un martillo hidráulico. La punta del taladro machacaba sus vértebras una por una y Juan recordaba la pregunta retórica con la que su hermano había rematado una odiosa disertación sobre deportivos y utilitarios –¿a qué no te la has tirado, eh?, ¿a que ni siquiera te la has tirado?– para tratar de convencerse a sí mismo de que era un idiota, de que ya lo sabía, de que no podía perder los papeles de una manera tan penosa, pero tuvo que pasar por toda la escala de la insensatez antes de recobrar una calma capaz al menos de engañar a los demás. Entretanto, se entregó a los desvaríos más feroces, y obtuvo a cambio un placer de una clase que desconocía. A solas en su cuarto, recorriendo una y otra vez los cuatro pasos que medía la habitación en todas las direcciones, hizo planes. Debería secuestrar a Charo, sin violencia física, sin hacerle daño, anestesiarla con cloroformo y llevarla a un lugar seguro, la carbonera del instituto de Villaverde Alto donde él había estudiado, por ejemplo, un sótano inmenso que permanecía desierto desde abril hasta noviembre, en los meses en los que no se encendía la calefacción. El candado que aseguraba la puerta era tan fácil de abrir que él y sus amigos lo habían forzado siempre que habían querido, para fumar canutos o enrollarse con novias de ocasión. Allí llevaría a Charo, la ataría a una silla y esperaría tranquilamente a que se despertara.

No te asustes, le diría luego, no te voy a hacer nada malo, sólo quiero que me escuches. Te has equivocado, Charito, has cometido un error muy grave, y te lo voy a demostrar… Entonces le contaría la verdad, que Damián, con todos sus negocios, con todo su dinero, con su coche nuevo y todos esos humos de triunfador, no era más que un desgraciado, un pobre hombre, un iluso que vendería a su madre a cambio de media página en el suplemento dominical de «El País», y que no podía quererla, que nunca podría, como la quería él, porque él era mejor, más inteligente, más sensible, más consciente que su hermano, y estaba tan enamorado de ella que no conocía siquiera palabras para expresar aproximadamente lo que sentía. ¿Cómo has podido estar tan ciega, Charo?, le preguntaría entonces, ¿cómo has podido hacerme esto a mí? ¿Qué pasa, que él te lleva a sitios caros? ¿Que le deja propinas de quinientas pelas a los porteros de las discotecas? ¿Y eso qué coño es, qué mierda es eso, Charito? Si yo te quería tanto que me dolían los ojos cada vez que te veía, y me dolían los dedos cada vez que te tocaba, y habría hecho cualquier cosa por ti, cualquiera, cualquier cosa… Al llegar a este punto, aterrado por su debilidad, se dejó caer sobre la cama. La realidad sucedía muy lejos del sótano de su instituto, y era sencilla. Charo no estaba atada a una silla, el pelo empapado de sudor, pegado a la cara, los ojos grandes de miedo y de asombro revelando al fin que comprendía. Él no caminaba

ahora hacia ella, no rodeaba la silla andando despacio, no se situaba a su espalda para dejarle sentir su polla en la nuca, ni cubría sus pechos con las manos, ni le pellizcaba los pezones, ni le hablaba al oído, si lo que te gusta es esto, también sé hacerlo… Él estaba solo, en su cuarto, tirado en la cama, rechazado, humillado, despreciado por la única chica de la que había estado enamorado en su vida, y ella estaría ahora por ahí, follando con su hermano en cualquier sitio. Era demasiado horroroso, demasiado injusto, demasiado dañino como para aceptarlo, aunque fuera verdad. Por eso regresó a Villaverde y se masturbó despacio, con delicadeza, intentando alargar hasta lo improbable aquel paréntesis que le mantenía ausente de un dolor que no llegó a ceder del todo. Tuvo un orgasmo muy intenso pero al mismo tiempo sintió frío, y el tacto viscoso del semen que embadurnaba su mano le produjo una extraña mezcla de lástima y repulsión. Luego, se sentó en el borde de la cama, abrió los ojos, volvió a cerrarlos, se dejó caer de nuevo y se echó a llorar como un niño pequeño.

La mañana siguiente amaneció gris, como amanecerían todas durante muchos meses. No vio a Damián hasta la hora de comer y entonces, aunque no cruzó ni una palabra con él, aunque no sucedió nada que distinguiera aquella comida de tantas otras, se sintió definitivamente hundido. Mirando a su hermano, el hombre feliz que bromeaba con las niñas y felicitaba a su madre por lo buenas que le habían salido las lentejas, tuvo un presentimiento bastante exacto de lo que iba a ser su vida en lo sucesivo, un temblor constante, una aprensión perpetua, una cadena de instantes iguales de un miedo purísimo, miedo a volver a verla, y a verla con Damián, miedo a encontrársela en cualquier momento por el pasillo de su propia casa, en fiestas de cumpleaños o en tardes de días corrientes, miedo a que sonara el teléfono y él tuviera que cogerlo sin saber si su voz le respondería o no al otro lado de la línea. Estoy jodido, pero jodido de verdad, se dijo antes de levantarse de la mesa. Esa sensación nunca llegó a disolverse por completo en la rutina de los meses sucesivos, pero se acostumbró antes de lo que hubiera creído a su nueva situación, llegó a acostumbrarse a ver a Charo cada día, a oír su voz por el pasillo, a encontrársela sentada a la mesa los domingos, a verla reír, y hablar, y besar a Damián, a tenerla cerca sin poder tocarla, sin poder besarla, sin querer mirarla siquiera.

Casi ocho años más tarde, cuando bajó del coche en la calle Altamirano, delante del portal de su tía Carmen, para ayudar a salir a su madre y a su hermano Alfonso, Juan Olmedo apenas se reconocía a sí mismo en aquel chico que sufrió tanto, ese chaval tan torpe y encerrado en sí mismo que era demasiado bueno pero muy soberbio, servicial y huraño al mismo tiempo, callado y como ausente, porque se asustaba de todo y nunca acababa de encontrar la manera de resolver las cosas con brillantez fuera de los exiguos límites de la mesa de su habitación, donde estudiaba, y estudiaba, y volvía a estudiar, siempre de espaldas a lo que pudiera ocurrir a su alrededor. A cambio, guardaba la memoria de la violencia y el deseo, los ingredientes básicos de una pasión fija, imperturbable, y tan codiciosa como su propio destino, un tormento que no cesaba ni en sueños, un desierto que se arremolinaba a su alrededor de día y de noche hasta llenarle la boca de

arena, un caballo enloquecido de furia que galopaba sin descanso entre sus vísceras. Nunca deseó a Charo tanto como entonces, cuando podía imaginar con precisión el eco de la voz que se deslizaba en su oído, el tacto y el tamaño del cuerpo que se aplastaba contra su cuerpo, la familiar amalgama de palabras y frases hechas, de gestos y de ademanes, de costumbres y manías que estaría empapando el tejido de su vida anterior. Conocía muy bien a su hermano, llevaba toda la vida conociéndole, y por eso le veía hasta sin querer, el perfil de su cabeza recortándose sobre una almohada, su mano afirmándose en la breve cintura que él sentía aún en las yemas de sus dedos, o hundiéndose en el sexo de una muchacha satisfecha que le devolvería alegremente, una por una, cada caricia. Y él estaba en medio, entre los dos, atado a su cama, cosido a sus cuerpos, incapaz de sacudirse la diaria tortura de su compañía, indiferente a su propia razón, a su antigua capacidad para analizar de manera correcta las cosas. De vez en cuando, intentaba oponerse a sí mismo, convencerse de la absurda naturaleza de sus reacciones, arrancarse aquella morbosa inclinación, aquel dolor misteriosamente imprescindible, una fiebre que le inmovilizaba, que le esclavizaba, que le anulaba frente a las dos criaturas de este mundo que deberían parecerle más despreciables.

Y lo intentaba, pero no podía, y cada mañana se daba cuenta de que deseaba a Charo un poco más que la mañana anterior, y de que el odio que había empezado a sentir hacia su hermano había crecido en la misma, indescifrable medida, y sin embargo, seguía viviendo. Mucho más tarde, Juan Olmedo comprendería que ésa fue la enseñanza principal de aquellos años, aprender a vivir a cualquier precio, por encima de todo, vendando sus heridas con esa determinación, esa voluntad, esa conciencia que ya no le servían de nada porque ni siquiera le protegían de sí mismo, pero nunca olvidaría el sabor de la rabia, ni aquellos gritos mudos con los que increpaba al cielo en las agónicas vigilias de años de noches blancas, eternas, que se le iban en chillar sin abrir los labios, devuélvemela, Dios, devuélvemela, Damián dormía en la cama de al lado y él se retorcía en la suya de cara a la pared, sin hacer ruido, devuélvemela y haré lo que tú quieras, seré lo que tú quieras, te daré lo que me pidas si me la devuelves, devuélvemela… No había vuelto a hablar con Dios desde entonces, pero cuando Charo se sentó a su lado, en el asiento del copiloto, y la raja de su falda se abrió, y no hizo nada para recomponerla, empezó a preguntarse si el diablo no sería un poco duro de oído. —Espera, no arranques todavía –le pidió, bajando la visera para estudiarse en el espejo–. Me voy a retocar.

—No te hace falta –dijo él, abandonándose con menos resistencia de la que le habría gustado a la fascinación de su lápiz de labios–. Estás muy guapa. —¿En serio?

Maldita seas, hija de puta, pensó, pero no lo dijo. Se limitó a girar la llave de contacto y miró hacia delante, como si no hubiera advertido la venenosa dulzura que había impregnado su última pregunta. A las cuatro y cuarto de la tarde de aquel domingo, la Gran Vía estaba casi desierta, pero los semáforos en rojo le

ayudaron a pensar. No va a pasar nada, se decía, ¿qué puede pasar? Está

toreando de salón, quemando cohetes con cerillas de cocina, apostando con

garbanzos, es demasiado tarde para mí, demasiado tarde para ella, demasiado

tarde para todo. A pesar de eso, estaba nervioso, como si un tumulto de hormigas

borrachas se atropellaran bajo su piel y una ebriedad seca, imaginaria,

amortiguara y afinara al mismo tiempo la capacidad de sus sentidos. No era la

primera vez que su cuñada jugaba a aquel juego, pero ella nunca había ido más

allá de una somera exhibición de intenciones y él, demasiado pendiente de sus

cicatrices, no había llegado ni siquiera a eso.

Aquella tarde incluía una novedad inquietante, sin embargo. Era la primera vez

que Charo y él estaban solos desde aquella lejana noche de primavera en la que

se endeudó con Damián para llevarla a la discoteca más lujosa de Madrid. Y todo

había ocurrido por casualidad, desde que, a las dos en punto de la tarde, había

llamado al timbre de la casa de su madre para encontrársela al otro lado de la

puerta.

Ella había mirado a su izquierda primero, a su derecha después, hasta comprobar

que nadie le acompañaba, y luego se había recostado tranquilamente contra el

quicio, cerrándole el paso con una postura propia del «sheriff» del condado en

cualquier vieja película de indios y vaqueros.

—¿Y Elena?

—No ha podido venir, está de guardia.

—¡Qué pena!, ¿no? –y sonrió, como si ninguna otra noticia hubiera podido hacerla

más feliz–. La pobre, estar de guardia en domingo y perderse la paella de tu

madre, con lo bien que le sale…

Sólo entonces le dejó pasar, y él la siguió por el pasillo hasta el comedor, donde

Damián presumía con sus cuñados, aficionados de escaso poder adquisitivo, de

que su amigo Nicanor había conseguido dos entradas para el palco de autoridades

del Calderón.

—Por lo visto, dan una copa antes –estaba explicando con su voz más hueca

cuando Juan entró– y una especie de cóctel al final del partido, así que a ver si

hoy comemos pronto, porque tengo que salir pitando…

Cuando se fue, sin esperar al postre, Charo se desplazó sigilosamente hasta

ocupar el asiento de su marido y Juan se la encontró a su lado, hablándole al oído

casi por sorpresa.

—Nos han dejado solos, Juanito.

—Eso parece.

—Podríamos ir al cine –y entonces levantó la cabeza, miró a su alrededor y

comprobó que la televisión estaba encendida, y nadie demasiado cerca de ellos–como en los viejos tiempos.

Aquellas palabras acariciaron las maltrechas vértebras del chaval desesperado que

Juan Olmedo ya no era, pero el hombre en quien se había convertido las sintió

como el filo de una navaja húmeda que resbalara muy despacio sobre su lengua.

Aunque guardó la compostura tan admirablemente que tuvo incluso la sensación

de que ella se había ofendido por la neutra serenidad con la que valoró su oferta

antes de aceptarla, en aquel momento se obligó a pensar que no iba a pasar

nada, que no podía pasar nada, nada de nada. Al llegar a Callao, mientras la falda

de Charo seguía abierta, su muslo izquierdo reluciendo con la dorada complicidad

de las medias, su boca curvada en una sonrisa íntima, autosuficiente, que no

cambió de signo cuando el coche se detuvo junto a la acera, todavía no había

querido admitir la verdadera naturaleza de aquel presentimiento artificioso y

machacón, que no tenía otro sentido que el de encubrir ante sí mismo una

irresistible predisposición a despeñarse por aquel abismo.

—Bueno, pues tú dirás… –se la quedó mirando y ella reaccionó con cierta

extrañeza–. Me has dicho que el cine al que querías ir estaba en Callao, ¿no?

—¡Ah, claro, claro! –se inclinó hacia delante para que su falda se abriera del todo

y echó una ojeada a su alrededor–. Vamos a ver… Este mismo me vale –sentenció, señalando el edificio situado a su derecha–. Sí, éste está bien.

—¿Cómo que está bien? –preguntó él, riéndose abiertamente para disimular los

efectos del espasmo que acababa de pegar sus tripas entre sí–. ¿Quieres ver esa

película o no?

—Pues claro que quiero. ¡Qué cosas dices!

Entonces se rieron juntos, pero ella se recompuso enseguida y se esforzó por

comportarse con naturalidad, como si de verdad no pasara nada, como si nunca

fuera a pasar nada, mientras aparcaban y llegaban andando hasta la puerta del

cine. Así, al llegar a la taquilla, Juan Olmedo se dio cuenta por fin de lo que se

estaba jugando desde hacía un rato, porque se encontró repentinamente débil,

tan vulnerable, tan frágil como cuando la vio por primera vez, bailando sola

delante de un espejo, y contra todo lo que quería creer, contra todo lo que creía

querer, comprendió que iba a venirse abajo sin remedio si, al final, aquel furioso

espejismo de gloria y de catástrofe desembocaba en una tarde de cine cualquiera.

—Sácalas de arriba –le dijo ella a tiempo, como si hubiera podido leerle el

pensamiento.

—¿De arriba?

—Claro –y mintió con aplomo–.

A mí me gusta ver el cine desde arriba.

—¿Desde cuándo?

—Desde siempre –chasqueó los labios para improvisar un mohín de impaciencia–.

Hay que ver, Juan, qué mala memoria tienes…

—La sala está casi vacía –terció la taquillera–. Hay sitios buenos abajo.

Juan se volvió para mirar a su cuñada, y ella se acercó a él hasta pegarse

completamente a su cuerpo.

—Hazme caso –le susurró al oído–, no seas tonto.

—Bueno, pues démelas de arriba.

Unos minutos después, cuando se apagaron las luces, sus butacas eran las únicas

que estaban ocupadas en la zona superior de la sala.

La sintonía de Movierecord sonaba igual que antes, cuando él se abalanzaba

sobre el asiento que estaba a su derecha para buscarla a ciegas, con la boca y

con las manos, con toda la ceguera de su boca y de sus manos, para que ella

protestara airadamente por su vehemencia. Por eso, no pudo evitar la tentación

de acercar su cabeza a la de Charo, y cerrar los ojos para rozar su pelo con la

cara y oler el aire que la rodeaba, pero después, erguido de nuevo en su asiento,

se limitó a mirar la pantalla, donde una serie de planos muy rápidos iban

presentando a los personajes de una estúpida comedia norteamericana,

romántica, estudiantil.

—¡Qué mala es la película!, ¿verdad? –murmuró Charo después de un rato.

Él asintió con la cabeza, y esperó.

—Es aburridísima –insistió ella poco después–, y además…

Creo que ya la he visto. Sí, sí, la vi hace una semana o por ahí…

Hay que ver, ¡qué tonta soy! ¿A que sí? Es increíble…

—¿Quieres que nos vayamos?

–preguntó él, sofocando a medias la risa nerviosa que le estaba erizando la piel

del cuerpo, y la del cerebro.

—No, déjalo… Mejor nos quedamos.

Durante algunos minutos, la única acción se limitó a lo que ocurría en la pantalla.

Luego, Charo cambió de postura, se retorció en la butaca para volverse hacia él,

estiró la mano derecha y, muy tranquilamente, con un ademán armonioso,

experto, le desabrochó el botón de la bragueta de los vaqueros.

—¿Qué estás haciendo, Charito?

—Pues…, ahora te estoy bajando la cremallera.

—Ya, ya me he dado cuenta –miró a su cuñada y se la encontró con la boca

abierta, los ojos fijos, absortos en el trabajo de sus dedos–. ¿Y por qué lo haces?

—Pues porque quiero sacarte la polla… Mira, ¿ves?

Juan Olmedo, que nunca había sido menos y nunca había sido más Juan Olmedo

que en aquel momento, siguió aquella sugerencia y vio su sexo, que tampoco lo

había sido tanto nunca jamás, erguido en la mano de su cuñada.

—Estate quieta, Charo –le exigió con poca convicción, su voz ahogándose en las

últimas sílabas.

—No pienso –contestó ella–.

Me he portado muy mal contigo, Juanito… Ya va siendo hora de que te trate bien.

Y además… Me moría de la curiosidad, ¿sabes? Al fin y al cabo, nunca te la había

visto, ni la había tocado, eras tan buen chico antes… Y encima, parece que a ella

le gusta.

—Pero a mí no.

—No me lo creo.

Entonces empezó a mover la mano muy despacio, arriba y abajo, coordinando en

un ritmo preciso, inequívoco, sabiamente perezoso, las dispersas caricias del

principio, y él empezó a sentirse muy bien mientras su mirada oscilaba entre el

rostro de su cuñada, concentrado y tenso como el de una niña empeñada en

completar a la perfección un trabajo difícil, y la respuesta de su propio sexo

mimado, privilegiado, que parecía sonreírle, recompensarle, hablarle por fin con

palabras justas, reconfortantes, dulcísimas.

—Somos ya muy mayores para esto –protestó de todas formas, esforzándose

para que su voz sonara entera, leve y falsamente despectiva incluso. —¡Ah! Pero no te preocupes por eso… –la de Charo, un murmullo sordo que borboteaba como si su lengua se fuera hinchando un poco más en cada sílaba, era en cambio la voz de una mujer excitada que no tenía interés en disimularlo–. Lo voy a mejorar enseguida. Pero antes me gustaría que me besaras. Bésame, anda, que hace casi ocho años que no me besas… Mientras acercaba su cabeza a la de ella, mantuvo los ojos abiertos y el corazón encogido por aquel golpe bajo, la exacta cronología de su ausencia, el plazo del dolor, y el de aquel secuestro imaginario que no producía al cabo sino más dolor, pero Charo abrió los labios para acogerle sin consentir a su mano derecha el menor desaliento, y su boca seguía sabiendo a caramelo en el umbral de una avidez desconocida, una sed salvaje, incondicional, reemplazando a la insospechada delicadeza de la primera vez, y Juan conoció cuánto había cambiado un instante antes de comprender lo que se había perdido, y entre las olas todavía indecisas, lentas, gobernables, de un placer que se dejaba controlar, sintió cómo crecía la memoria de su rabia, la oscura desesperación de antaño, y sin dejar de volcarse en esa boca abierta y definitiva que nunca le había pertenecido a él, sino a Damián, rodeó con un brazo el cuerpo de Charo para atrapar uno de sus pechos, el objeto de aquella lejana y grosera exhibición, y lo amasó, y lo apretó, y lo estrujó, y lo pellizcó mientras, en su cabeza, la voz de un chico torpe y sin suerte que hablaba con Dios y decía te quiero sin mover los labios delante de un plato de sopa y de la novia de su hermano, sentada al otro lado de la mesa, combatía hasta la primera sangre con la sorna madura y autocomplaciente de un hombre que no necesitaba nada de nadie y apretaba los dientes para gritar, jódete ahora, hija de puta, ahora te vas a joder… Ella no se quejó, no dijo nada, pero la pinza que se había cerrado sobre su pezón derecho precipitó quizás su siguiente movimiento, y Juan pudo anticiparlo, interpretó sin dificultad sus intenciones cuando Charo decidió cambiar de objetivo y separó la cabeza de la suya para zambullirse sin transición alguna en su vientre, y ahora aquellos labios que parecían tan satisfechos antes de sangrar en vano recorrían las paredes verticales de su sexo para procurarle un placer creciente, razonable, conocido, y eso estaba bien, aún podía controlarlo, pero en algún momento, cerca del final, se acordó de abrir los ojos, y en la penumbra tramposa de una oscuridad parcial, iluminada a ráfagas por la luz lejana e imposible de una playa de California, vio la melena negra y reluciente, brillante como una sábana recién lavada, que se desparramaba sobre sus vaqueros, y entonces supo con certeza quién era él, y quién era ella, y la boca de Charo lo llamó por su nombre, y volvió a hablar con Dios sin darse cuenta.

—Ahora estás en deuda conmigo –susurró ella después, mientras apoyaba la cabeza en su hombro para buscar su cuello con la frente y una súbita, desamparada urgencia.

—Sí –admitió él, conmovido hasta los huesos, y la abrazó con fuerza antes de besarla en los labios con el mismo cuidado que ponía antes en besarla. Ninguno de los dos volvió a moverse, ni a decir nada, hasta que acabó la película.

Luego, fue ella quien se levantó primero. Bajó las escaleras sin volver la cabeza y

no quiso volver a mirarle hasta que estuvieron ya en la calle. Y cuando le sonrió,

después de echarle un vistazo al reloj, él ya no se sorprendió de la ansiedad con

la que había estado esperando esa sonrisa.

—Son sólo las seis y media –anunció en un tono neutro, apacible–. Podríamos ir a

tomar algo, ¿no?

—Claro –asintió él, mientras el corazón le brincaba en el pecho con una

asombrosa, impropia jovialidad–. ¿Te siguen gustando los Vips?

—Sí, me encantan –volvió a sonreírle, y le cogió del brazo–.

De eso sí que te acuerdas, ¿eh?

—Me acuerdo de todo, Charo.

De todo.

Para terminar de demostrárselo, cuando se sentaron frente a frente a una mesa

pequeña de plástico anaranjado, en uno de aquellos locales por los que ella solía

suspirar tanto en los peores momentos del cubata y medio de cada fin de

semana, se anticipó a sus deseos sin darle tiempo para mirar la carta.

—¿Quieres unas tortitas, una hamburguesa, un sándwich de tres pisos?

—No me refería a esa clase de deuda, antes…

—Yo tampoco. Sólo quiero que sepas que ahora puedo pagarlo –había hablado

mirándola a los ojos, y vio cómo se oscurecían rápidamente al apartarse de él, su

rostro viajando en un segundo desde el brillante destello de la travesura hasta

una sombra gris, indefinida–.

Era eso, ¿no? Lo que pasaba era eso.

—No –contestó ella después de un rato–. O sí. Yo qué sé…

Nunca he sido muy lista, ya lo sabes. Y prefiero un trozo de tarta. De chocolate. Y

un cubata de ron.

—Y hablar de otra cosa –añadió él sin dejar de mirarla, de estrellarse contra la

vocación de sus ojos, que le recordaban a gritos que podrían estar toda la vida

mirándola.

—Pues sí… Tampoco soy muy valiente –se rió, y él la acompañópero, en fin,

tengo otros méritos.

—Eso desde luego.

Cuando le trajeron la tarta, se la comió despacio, siguiendo un patrón riguroso,

sistemático. Levantaba un fragmento de la cobertura de chocolate con el tenedor

y se la llevaba a la boca en primer lugar sin mover los dientes, deshaciéndola con

la lengua contra el paladar, y luego cortaba la porción de bizcocho que estaba

exactamente debajo para masticarla con suavidad, sin perderse el sabor de una

sola miga. Durante aquella operación no dijo nada, y abandonó la tarta solamente

para beberse el cubata en tragos largos y frecuentes, como si fuera agua. Parecía

estar disfrutando tanto que a él le dio pena ver su plato vacío.

—¿Quieres otra? –ofreció entonces.

—Tarta no.

Le sonrió con tristeza, una intensidad casi dolorosa, antes de consultar su reloj y

advertirle que tenían que marcharse ya. Cuando salieron a la calle, el aire seguía

siendo cálido, y la luz suficiente para iluminar los contornos de las cosas, pero Juan sintió que acababa de penetrar en un túnel largo como una noche negra, y se sintió sin fuerzas para avanzar por él, desarmado y confuso, con las manos vacías, más solo que nunca. A su lado, Charo caminaba mirándose los pies, que colocaba en línea recta para pisar solamente las junturas de las baldosas, jugando a uno de esos juegos tontos con los que se entretienen los niños. Cambió de estrategia sin previo aviso, y echó a correr hasta sacarle algunos metros de ventaja para quedarse quieta luego, de pie, en medio de la acera, viéndole venir de frente.

Él, que no forzó el paso, vio cómo se abrían sus labios, y cómo volvían a cerrarse, pronunciando una palabra que se perdió en el barullo de los coches y las pisadas de gentes que andaban deprisa, esquivándola, volviéndose a veces para mirarla, una mujer tan joven en medio de la acera, con los ojos tan frágiles y el cuerpo encogido, un cuerpo glorioso encogido de miedo, o de pena, unos ojos frágiles de pena, o de miedo, y de incertidumbre. —Bésame, Juan –escuchó por fin cuando la tuvo delante.

Entonces se fijó en sus labios, tan distantes ahora de la afilada perfección de la sangre, sus labios casi gruesos, siempre prometedoramente carnosos, desnudos por fin de la trampa fácil del color ajeno, labios abandonados a su propio color, más poderosos aún, más peligrosos que antes. La línea de lápiz que había perfilado su contorno hacía unas horas se veía aún en algunos tramos, rota, medio borrada. Juan buscó sus fragmentos, la reconstruyó con los ojos, y su vida entera cruzó por su memoria con la insistencia fugaz y apresurada de las imágenes que atropellan las retinas de los condenados a muerte un instante antes de morir. Entre los trazos desvaídos, inofensivos ya, de aquella línea oscura, se vio a sí mismo ahogándose de celos, mientras preparaba el examen del MIR como él sabía preparar un examen, y volvió a ver su nota, altísima, y las caras de asombro de sus compañeros cuando anunció que se iba a hacer la residencia fuera de Madrid, lo más lejos posible de una ciudad que ya era ella, nada más que ella y sólo ella, por eso buscó en el mapa los puntos más extremos, más remotos, y eligió Cádiz para mirar al océano, el desafío de un abismo desconocido e infinito, América al fondo, antes que la tranquilizadora compañía del Mediterráneo familiar y doméstico.

En los labios de Charo también estaba Cádiz, el año 83, la luz y la alegría de los primeros meses, la obsesión de encontrarla en otras mujeres, los rostros y los cuerpos de esas mujeres que nunca acababan de parecerse a ella del todo, y ella misma en Navidad, en verano, en algunos fines de semana largos y propicios, cada vez más extraña, más ajena, más diferente a la mujer que él llevaba consigo, cosida a su piel, a su sombra, aquel fantasma risueño y complaciente, irónico, pero furiosamente carnal, que compartía su vida sin moverse de la silla a la que él mismo la había atado en el sótano de su instituto, y que sin embargo se las arreglaba para deslizarse en su cama cada noche, para hacerle compañía cuando estaba solo y para desautorizar sin piedad a las intrusas que se atrevían a invadir su territorio, pobres mujeres de carne y hueso cuyo cuerpo jamás podría

competir con la imprescindible perfección de una naturaleza incorpórea y deslumbrante, la del hada lujosa, apasionada y parcial, que le permitió ver a Charo de blanco y no sufrir, firmar como testigo en su boda y no creérselo, levantar su copa para brindar por el futuro y tener la sensación de que nada había empezado todavía.

Charo dio un paso hacia delante y Juan escuchó los sollozos de su madre, su voz deshaciéndose al otro lado del teléfono, la fea calidad de sus presentimientos y las palabras de su hermana Paca, más entera, ha muerto papá, era una mañana de marzo del año 86, el caso es que estaba bien, no había comentado nada, se ha ido a trabajar y en la puerta de la panadería, cuando tenía el cierre a medio abrir, se ha caído al suelo, desplomado, le ha reventado una vena, por lo visto, eso han dicho, la aorta, creo, tú sabrás, y se ha muerto, Juanito, cuando ha llegado la ambulancia ya estaba muerto, muerto. Él sabía, un aneurisma de aorta, se repitió mientras acariciaba con los ojos la piel mullida y suave de los labios de Charo, ahora entreabiertos, detenidos en una pausa que nunca sería suficiente, y sabía también lo que no quiso saber entonces, el temblor que crecía en los ínfimos resquicios de aquel dolor agudo e indudable, la exasperante lentitud de algunos viajes en tren, el gusano que roía las esquinas de su angustia y hasta de aquella culpa caprichosa, imaginaria, que le condenaba por no haber vivido con su padre los últimos días de su vida.

Él quería a aquel hombre, le quería mucho, se sentía aplastado, devorado, aniquilado por la pena, y sin embargo calculaba, mirando los campos a través de la ventanilla calculaba, abrazando a su madre como si quisiera encerrarla en sí mismo calculaba, llorando y cansándose de llorar, abriéndose al vacío que perforó su cuerpo cuando se quedó sin lágrimas, y aunque no quisiera, aunque se negara, aunque hubiera querido arrancarse la cabeza con las manos, calculaba, dividido entre la tentación de volver y la certeza de que lo que le convenía era no hacerlo, calculaba, sin llegar a ninguna solución. En el principio y en el fin estaba Charo, por encima de los temores de su madre cuando le confesó que no se sentía capaz de manejar a Alfonso ella sola, más allá de la súbita recuperación de aquel viejo sentido de la responsabilidad al que había ido renunciando a medida que sus hermanos aprendían a desayunar y a irse solos al colegio, por debajo del modélico discurso del hijo ejemplar que se ofrecía a pedir un traslado, encontrar una casa cerca de Estrecho y ponerse un busca para estar siempre localizable, en todas partes estaba Charo, tenerla cerca o tenerla lejos, Charo, que había vuelto a mirarle en las largas noches que sucedieron a la muerte de su padre, Charo, que le miraba ahora, parada en una acera de la Gran Vía, con unos ojos turbios y borrosos que no eran los ojos de una mujer feliz.

—Bésame –repitió, y le agarró con las dos manos de las solapas de la chaqueta, sin atraerlo todavía hacia ella, sin hacer fuerza, y Juan la miró, y se asustó de lo que veía, la princesa altiva, la más bella, la más fuerte, pisando en el vacío, a punto de romperse en pedazos en medio de la calle.

Nunca se había parado a pensar si ella era o no feliz, nunca creyó que fuera asunto suyo. Sin embargo, mientras los labios de Charo empezaban a temblar, se

dio cuenta de que su felicidad sí le importaba, y de que no podría verla llorar, por su culpa no, nunca. Ella le miraba como si estuviera colgada de un puente por una cuerda vieja, apolillada, y él casi podía oír el ruido de los cabos al romperse, uno por uno, entonces un coche tocó la bocina, y una imagen inesperada se coló sin permiso ante sus ojos.

Elena era pediatra, tenía el pelo rojo y el mejor culo del hospital. Juan no se había acordado de ella en ningún momento de aquella tarde, pero ahora la estaba viendo, a Elena, que hablaba alemán, y tocaba el violoncelo, y practicaba desnuda los domingos por la mañana al borde de su cama, y quería casarse con él, y vivir en el campo, y tener dos hijos, uno pelirrojo y el otro moreno, como su padre. Cuando la escuchó, llegó a sentir un instante de nostalgia por esa vida improbable, el plácido futuro que ya nunca sería, porque la voz de su novia, una mujer feliz, razonable, la eficacia en persona, se abrió paso desde algún recóndito lugar de su conciencia para proponerle una lectura alternativa de la situación, en un intento desesperado por salvarle, por condenarle eternamente a su salvación. Es la mujer de tu hermano, ¿no?, ella te dejó y luego se lió con él, y ahora están casados, ¿no es eso?, vale, la señora tenía un caprichito, y esta tarde te ha liado para llevarte al cine y te ha hecho una mamada, estupendo, pues eso que sales ganando, ¿y qué va a pasar ahora?, pues nada, yo te lo perdonaré cuando me lo cuentes, ya lo sabes, son cosas que pasan, locuras, tonterías, arrebatos sin importancia, total, esto no te va a cambiar la vida, ¿o qué te has creído?, ¿qué te estás creyendo, Juan? Por el amor de Dios, si tienes casi treinta años…

Charo apretó un momento sus solapas entre los puños y las soltó de golpe, para dejar caer luego sus brazos, las manos apretadas, y cerrar los ojos. Entonces, fue Juan quien dio un paso hacia delante, la abrazó casi con miedo, y la besó. Sabía que estaba jugándose la vida en aquel gesto, y se la jugó a una carta que no era la mejor, que quizás ni siquiera era buena, pero que era la única que había llevado siempre en los bolsillos.

Volvieron al aparcamiento abrazados y ninguno de los dos dijo nada. Mientras esperaba la vuelta y el tíquet de salida, Juan se encontró con el reflejo de su propio rostro en un espejo y registró en él la misma palidez metálica que veía en la cara de su cuñada, las mismas sombras rojizas alrededor de los ojos. Estaba muy cansado.

Condujo despacio, lamentando la fluidez del tráfico de los domingos y aprovechando los semáforos para mirar a Charo, que devolvía el color de la normalidad a sus mejillas con una brocha, a la luz de las farolas. —¿Te dejo aquí? –le preguntó, estrenando su flamante prudencia de adúltero cuando llegaron a la verja de la colonia.

—No –contestó ella, sonriendo–. Puedes entrar hasta el fondo. Tu hermano no es nada celoso, ¿sabes? Está demasiado convencido de que es el hombre–chollo, el marido ideal, el mejor, como para pensar que yo pueda mirar a cualquier otro. Si alguien le contara que le pongo los cuernos, lo primero que pensaría es que soy una imbécil. Luego se cabrearía, claro, pero de momento no le entraría en la

cabeza, en serio… Tampoco debe saber que tiene la polla más pequeña que tú. El

día que se entere, se corta las venas.

En ese momento, el motor del coche se paró sin que Juan llegara a tener

conciencia de haber levantado los pies de los pedales.

—Se te ha calado –resumió Charo, y se echó a reír.

—Y se me calará más veces, si me sigues metiendo esos rollos.

—No son rollos, Juan, es la verdad. Ya te he dicho antes que no soy muy lista,

¿no? Me paso la vida equivocándome y siempre me doy cuenta demasiado tarde.

Cuando te conocí, me parecías demasiado bueno, demasiado estudioso, y serio, y

considerado, ¿te acuerdas?, y sin embargo me agobiaba mucho aquella manía

tuya de estar siempre encima de mí, siempre besándome, y abrazándome, y

sobándome… –sonrió, y giró la cabeza para mirar hacia delante, y fundir sus ojos

con la penumbra de la calle–. Entonces yo creía que me iban los tipos duros.

creí que tu hermano era un tipo duro, pero en eso también me equivoqué. Damián no es ni duro ni blando, es otra cosa. A él, simplemente, no le interesa nada, no le interesa nadie. Por eso le va tan bien en la vida, porque todo le da igual. Y a veces… Ahora, cuando te veo con Elena, en casa de tu madre, tan serio como antes, tan preocupado por todos, y por tantas cosas, tan buen hijo, tan buen hermano, pues… Ya no creo que seas demasiado bueno, ¿sabes?

sin embargo, pienso en cómo serás con ella, ¿no?, cuando estéis solos, cuando nadie os vea, y me imagino que…, bueno, pues que la tratarás como me tratabas a mí antes, ¿no?, aunque nadie se lo imagine, y… Bueno, pues… Puedes mandarme a la mierda, pero la verdad es que me da mucha envidia.

Ahora me encantaría tener un marido que estuviera todo el tiempo besándome, y

abrazándome, y sobándome, y eso ahora, justo ahora, cuando ya lo he hecho

todo mal.

Así que lo de tu polla es lo de menos. No te voy a mentir precisamente en eso,

puedes estar tranquilo. No soy muy lista, pero tampoco soy tonta.

Se dio la vuelta en el asiento para mirarle de frente y Juan la miró sin verla, sus

ojos atrapados en las huellas que dos lágrimas gordas, definitivas, habían dejado

al resbalar por una piel que era la misma y era distinta, el rostro exhausto y

polvoriento de una chica atada a una silla, el pelo empapado de sudor, pegado a

la cara, los ojos grandes de miedo y de asombro revelando al fin que comprendía,

que después de tanto tiempo, al fin lo había comprendido todo.

—¿No vas a decir nada? –le preguntó Charo entonces, removiéndose en el asiento

como si estuviera incómoda.

Durante un instante Juan Olmedo se dijo que arrancaría el coche, y pasaría

deprisa por delante de la casa de su hermano, y saldría de la colonia por la puerta

opuesta a aquella por la que había entrado, y se alejaría del centro de la ciudad

por la primera carretera que encontrara, y seguiría avanzando, sin abandonar

nunca la raya continua, hasta encontrar un hotel con buena pinta a trescientos o

cuatrocientos kilómetros de Madrid.

Pero fue sólo un instante.

—Dime por lo menos si estabas enamorado de mí.

—Eso ya lo sabes, Charo –entonces fue ella la que no quiso añadir nada y él

siguió hablando, porque no le molestaba, ni le avergonzaba, ni le importaba

decírselo–. Claro que estaba enamorado de ti. Como un imbécil. Como un animal.

Como… Como un desesperado.

Entonces sí arrancó el coche, pero no pisó el acelerador a fondo.

A unos trescientos metros, en la puerta de su casa, vio a Damián, parado en la

acera, hablando con Nicanor, y aparcó en doble fila muy cerca, junto a un hueco

suficiente para que Charo saliera, pero ella no se movió.

—Mira el tonto este, qué contento está –se limitó a comentar en un tono

exageradamente cantarín, como si le costara trabajo rebozar cada palabra en un

tranquilizador baño de frivolidad–. Seguro que ha ganado el Atleti. Dale las luces,

anda, que no nos ha visto…

Entre la tercera y la cuarta ráfaga, Damián los reconoció por fin, y levantó las dos

manos, la izquierda con tres dedos extendidos, la derecha con uno solo, antes de

echar a andar hacia ellos.

—Tres a uno, ¿no? –tradujo Charo en voz alta, sonriendo a la figura que se

acercaba–. Serás gilipollas… –e inmediatamente después, sin desviar la mirada ni

descomponer aquella sonrisa, se dirigió a Juan–. ¿Cuándo tienes la próxima

guardia?

—El miércoles.

—Iré a verte el jueves, a las cinco –su marido había llegado a su altura, y tenía ya

la mano en el picaporte cuando completó la frase–, para dejarte dormir.

—¡Vaya! –El Damián que se asomó al interior del coche aún tenía la cara

deformada por el júbilo–. Pero ¿qué hacéis vosotros aquí?

—Venimos del cine. –Charo daba explicaciones con la voz más inocente–. Los dos

queríamos ver la misma película y como Elena y tú nos habéis dejado solos…

—¡Ah, qué bien! Pues el partido ha sido la hostia, ¿sabes?, tres a uno, al Bilbao, y

podrían haber sido más, porque hemos jugado de puta madre, pero de puta

madre, en serio, habrías disfrutado un montón, Juanito. ¿Y la peli?

—Pues nada, de amor… Muy bonita, aunque yo creo que a tu hermano le ha

gustado más que a mí.

—No, si, lo que yo te diga…

Éste ha sido siempre un sentimental.

Charo se despidió de él con un beso en la mejilla y Juan se fue a su casa

aturdido, eufórico y sobre todo confuso, como sacudido por una corriente de

alegría salvaje, que era nefasta, y afilada, y peligrosa, pero al mismo tiempo

plena, desconocida, purísima. Durante los días siguientes, vivió en el centro de

una tormenta de espuma, un torbellino sonrosado, veloz, que volvió a desatar

dentro y fuera de su cuerpo, tantos años después, una presión indolora que era

capaz de arder con la exacta consistencia de la fiebre. Aquella pasión, alimentada

a partes iguales por su fe y su desesperanza, se retiraba de vez en cuando como

por capricho, para dejarlo a solas con la incredulidad, y entonces, y en otros

momentos aislados de lucidez en los que era capaz de mirarse desde fuera, como

un espectador objetivo e imparcial de sí mismo, volvía a escuchar la voz de Elena,

aquel análisis riguroso, simultáneamente compasivo y cruel, que le obligaba a comparar lo que le convenía con lo que deseaba, y a comprender que prefería quedarse con lo que deseaba, y el timbre de la puerta le sacaba de quicio, y el del teléfono empujaba su estómago contra el paladar, y en la guardia del miércoles insistió tanto en que una niña de doce años que se había roto el brazo al caerse desde una litera estuviera cómoda y segura de colocarlo en la mejor postura antes de escayolarlo, que la enfermera que le acompañaba se le quedó mirando y le preguntó si había visto a la Virgen. No, pero creo que hemos quedado mañana por la tarde, contestó él, y ella se echó a reír y le sugirió que, de momento, no escayolara a nadie más. Hoy eres capaz de dejar cojo a cualquier honrado padre de familia, añadió al final, y él no se asombró de que se le notara tanto. El jueves, a las cinco menos cinco, creía estar preparado para soportar cualquier clase de decepción, pero ella fue puntual. Sin embargo, cuando sonó el timbre, tuvo que contar hasta diez antes de levantarse, y sus piernas seguían temblando cuando se encontró a Charo al otro lado de la puerta, con sus impecables labios de flor carnívora y su cuerpo, que era el mundo, vestido completamente de blanco.

—¿Me vas a invitar a un café?

–le preguntó mientras entraba, un instante antes de dejar caer su bolso en el suelo.

—No –contestó él, aplastándola contra la puerta, en sus manos un hambre que tenía más de diez años. —Así me gusta.

Aquella noche, cuando volvió a quedarse solo, Juan Olmedo había llegado a algunas conclusiones. La primera y la más trabajosa, la que habría preferido no tener que aceptar, era la aplastante superioridad de aquella mujer real, de carne y hueso, sobre la creación ideal, manejable, que él había elaborado minuciosamente, siempre a su favor, y durante tantos años, de esa misma mujer. Mientras el universo se contraía para caber en los estrechos límites de su cama, y Charo conjugaba a gritos la forma pronominal de la segunda persona del imperativo del verbo dar, que jamás fuera tan pronominal, jamás tan imperativa como entonces, Juan Olmedo se lo hubiera dado todo, hasta la última gota de su sangre. Horas después, todavía se le erizaba la piel al recordarlo. Estoy acabado, se decía sonriendo, y ésa era otra de sus conclusiones. Acabado, enamorado hasta el blanco de las uñas, como siempre y más que nunca, de una mujer de la que no se fiaba, de la que no llegaría a fiarse en su vida. En aquellos momentos pensó que esta última conclusión era más importante que la penúltima, pero el paso del tiempo le demostraría que no era así. Porque a partir de aquella noche, la única norma, la única regla, el único objetivo de su vida, tendría el color de un lápiz de labios.

El regreso del poniente, que volvió a soplar por fin durante los últimos días de febrero para arruinar una primavera precoz y postiza, no le gustó a nadie excepto

a Juan Olmedo. Mientras su sobrina se lamentaba en voz alta del peso del anorak, mucho más molesto, más engorroso que nunca después de veinte días de sol y chaquetas abiertas, él miraba con simpatía el cielo nublado, y celebraba el azote de las rachas de viento húmedo mientras dejaban huellas de sus manos de agua en cada cristal, como si en su estrépito latiera un misterioso susurro de tranquilidad. El restablecimiento de la armonía entre el calendario y los termómetros rebajó el nivel de actividad de Alfonso, que en las últimas semanas se había mostrado tan exigente, caprichoso y violento como había vaticinado la doctora Gutiérrez cuando puso a Juan en guardia ante la coincidencia del levante y el buen tiempo, y aunque el viento frío le relajó sólo a costa de dejarlo casi mustio, tristón, su hermano no se preocupó, porque estaba acostumbrado a la brusquedad de sus cambios de ánimo. No estaba preparado, sin embargo, para la imprevista debilidad que trastornó su propio ánimo mientras el levante parecía soplar sólo para él, abandonando a las gaviotas a su aturdida suerte. Volver a hacer guardias le había sentado bien. Ya presentía que iba a ser así, y por eso nunca pensó en el premio de la lotería como en un colchón capaz de ahorrarle un año entero de trabajo nocturno.

Pero por muy bien que le viniera ganar más, ahora que tenía tantos gastos, no se trataba sólo del dinero. La perspectiva de permanecer despierto y trabajando mientras, a su alrededor, el mundo desconectaba todos sus cables con dedos adormecidos, perezosos, no le resultaba atractiva en sí misma, pero otra pereza, el placer del mecanismo inverso, salir del hospital a las ocho de la mañana, meterse en la cama cuando los demás se levantaban, dormir tres o cuatro horas y disponer aún de un día casi entero por delante, la compensaba con creces. Al principio, había acogido el desacostumbrado placer de estar ocioso, desocupado en la mitad de un martes, o de un viernes impostor, disfrazado de domingo, como si fuera casi un premio. Después, esa sensación se había hecho más concreta, más intensa también, cuando a cada guardia trabajada empezó a corresponderle una mañana con Charo en su cama. No podía esperar ahora nada parecido, y sin embargo estaba seguro de que hacer guardias le seguiría sentando bien. Lo tenía todo previsto, pero las cosas no sucedieron exactamente de acuerdo con sus planes. Porque el doctor Olmedo, atento siempre a sus nuevas responsabilidades domésticas, cambiaba las guardias mejor pagadas por guardias de días laborables, y por eso, al volver a su casa, nunca estaba solo. Lo que empezó a ocurrirle en aquellas mañanas, aquellas tardes que se había prometido a sí mismo tan plácidas, tan egoístamente aburridas de puro apacibles, le desconcertó tanto que acabó por echarle la culpa al levante, que soplaba al otro lado de los cristales como si pretendiera descoser el cielo, destriparlo, rendirlo, volverlo del revés sin más propósito que hacerle caer a él de cabeza contra el suelo. Porque estaba seguro, o creía haber estado siempre seguro, al menos, de que Maribel no le gustaba. Fue precisamente eso lo que pensó cuando la vio por primera vez, que era una mujer guapa que no le gustaba. Él apreciaba cierta dosis de exceso estratégico en las mujeres, y con los años, había ido ampliando poco a poco el margen de lo que se consentía a sí mismo entender

como dosis, como exceso, y como estratégico, pero su asistenta estaba un paso

más allá de cualquiera de sus escalas. Maribel tenía la cara demasiado redonda,

los mofletes demasiado rellenos, y un color sonrosado de bebé glotón, rebosante

de buena salud, que subrayaba la limpieza de sus ojos, su mirada inocente,

candorosa incluso, pero sobre todo simple. Su cuerpo reproducía el mismo patrón

con mejores resultados, porque su ropa ceñida, aun demasiado consciente de lo

que ceñía, revelaba la calidad tersa y compacta de la piel, de la carne, sobre la

que el tono indeseablemente saludable que coloreaba sus mejillas producía un

efecto distinto, prestando a sus brazos, a sus piernas, a su escote, una apariencia

fresca, casi crujiente, como de manzana recién lavada.

Juan Olmedo se había sorprendido calculando alguna vez que debía de tener

buenas tetas, y reconocía sin sorprenderse que tenía un culo estupendo, aunque

sus pantorrillas fueran gordas y musculosas como las de un ciclista, pero su

interés se agotaba en estas inevitables, elementales observaciones. Maribel no le

interesaba porque no había nada interesante en ella, ni su aspecto, ni su historia,

ni sus intenciones.

Por eso ni siquiera se había dejado afectar por el descubrimiento, asombroso en

un principio, razonable, casi lógico después, cuando se detuvo a meditar sobre la

situación en la que ambos se encontraban, de que a su asistenta se le hubiera

ocurrido el disparate de seducirle, y hasta sentía un poco de lástima cuando la

veía aparecer tan arreglada, tan perfumada, más gorda que nunca con esa ropa

nueva a la que aún no había dado la oportunidad de ceder, de ensancharse, de

amoldarse a su cuerpo excesivo de buena chica de pueblo. Entonces sentía pena

por ella y también por Andrés, pero nunca pensaba en sí mismo, porque estaba

seguro de que Maribel no le gustaba. O eso creía él, por lo menos. Que estaba

seguro.

—¡Anda! ¿Y qué hace usted aquí? –la primera vez que se lo encontró en pijama,

bajando por la escalera a media mañana, Maribel se llevó un buen susto–. ¿Se ha

puesto malo?

—No, no –sólo entonces se dio cuenta de que ella compartiría sin remedio sus

días libres, pero ni siquiera en aquel momento se preocupó, y se limitó a

regañarse en voz alta a sí mismo por no haberla avisado antes–. Estoy saliente de

guardia. Lo siento, Maribel, tendría que habérselo advertido, pero no me di

cuenta, como cuando vuelvo de Jerez, usted ya se ha ido…

Ayer por la tarde me quedé en el hospital, he estado trabajando toda la noche y,

a cambio, no tengo que volver hasta mañana.

—Ah, sí, ya me acuerdo que me contó algo al principio, cuando empecé a venir

aquí… Y esto de ahora, ¿va a ser así siempre?

—Pues sí, en principio sí.

Haré una guardia a la semana, más o menos, y de vez en cuando dos, porque voy

a intentar pasar los sábados y los domingos en casa, para no dejar a Tamara sola

con Alfonso.

—Ya –ella se quedó pensando, y luego sonrió–. Pues avíseme…

–y antes de que él tuviera tiempo para preguntarse por qué sonreía, le dio una

explicación que no le había pedido–. Se lo digo para hacerle la comida, ¿sabe? Porque tendrá que comer aquí, ¿no?, y la verdad es que yo, cuando no están los niños, pues no cocino. Me como un bocadillo y ya está. —Bueno, pero no se moleste por mí. Procuraré estorbar lo menos posible. Ella no dijo nada, pero volvió a sonreír, y él volvió a despreocuparse de su sonrisa. Fue a la cocina, se hizo un café, se vistió, llegó hasta el pueblo caminando por la playa, compró el periódico, se tomó una cerveza, volvió a casa a las tres de la tarde, se llevó una bandeja al salón para comer delante del televisor –filete con patatas y ensalada, se excusó ella, no me ha dado tiempo a hacer otra cosa–, y se quedó leyendo, tumbado en un sofá, hasta que la niña volvió del colegio.

Una semana después, él ya estaba levantado cuando Maribel abrió la puerta con su llave, a la una menos diez, más o menos.

—Me he traído de casa unas codornices estofadas –anunció, mientras sacaba un recipiente transparente de una bolsa de plástico–, que están mucho más buenas hechas de víspera, a ver si le gustan.

Luego hago un poco de arroz blanco, que es la mejor guarnición para esta salsa, y ya está.

Un par de horas más tarde, el aire olía tan bien que a él le dio vergüenza comer solo, y le preguntó a Maribel en el tono formal, casi ceremonioso, que le pareció el más adecuado para despejar equívocos, si no preferiría poner la mesa para los dos en el salón en lugar de comer sola en la cocina. Ella aceptó sin responderle y al verla pasar ante él varias veces, transportando un mantel primero, luego platos, vasos y cubiertos, Juan Olmedo se dio cuenta de que aquel día no se había puesto las alpargatas, y circulaba por la casa sobre unos zapatos de tacón alto que mejoraban considerablemente el tosco perfil de sus pantorrillas. En aquel momento, todavía se sonrió para sí mismo con una amable condescendencia, y creyó observar sin alterarse el violento contraste entre la sofisticación de aquel calzado y la simplicidad de una bata rosa, desteñida de lejía, que se abría por delante entre cada pareja de botones para dibujar una hilera de pequeñas lagunas oblicuas de piel desnuda. Lo que nunca podría precisar después fue el instante exacto en el que las amenazas de aquella tela cansada, sometida a una tensión terminal, insoportable, dejaron de representar una traición para empezar a acariciar sus ojos como una promesa. Tampoco llegó a percibir con claridad los orígenes de un curioso fenómeno atmosférico, la columna de gas pesado que se instalaba a un milímetro escaso de sus cabezas cuando se sentaban a comer juntos, para hacer denso, sólido, irrespirable el aire que compartían a los dos lados de la mesa. Por más que él encendiera siempre el televisor, por más que se esforzara en mirar a la pantalla y masticar en silencio, por más que se preocupara de escoger elogios tan contundentes que le permitieran alabar con justicia la calidad de la comida –esto está riquísimo, Maribel, pero estupendo, en serio, nunca había comido unas codornices tan buenas– sin volver la cabeza hacia su autora, llegó un momento en que la terquedad de su silencio empezó a ensordecerle por dentro, su cabeza forrándose de corcho mientras se daba cuenta

de que la indiferencia estricta, excesiva, que había adoptado como una señal de respeto hacia aquella mujer llegaba a producir un efecto casi opuesto, propio de un rasgo de superioridad, incluso de desprecio.

Entonces se desentendió de las consecuencias de aquella inevitable intimidad de las comidas a solas y empezó a participar de sus ventajas, a mirar a Maribel, a bromear con ella, a reírse de sus chistes, y a verla comer, llevarse los cubiertos a la boca y abrir los labios, y atrapar un bocado con los dientes, y masticarlo con la boca cerrada, y tragarlo después, mientras su propio deseo aún no asumido distorsionaba la inocencia de cada uno de estos actos para impregnarlos de una obscenidad instintiva, primaria. Al entrar en contacto con sus palabras, el gas pesado no se esfumó, pero cambió de signo para hacerse amable, más húmedo, más caliente, y Juan Olmedo tuvo que reconocer que, a despecho de todos sus prejuicios, y hasta de todas sus opiniones, la verdad era que se estaba divirtiendo.

A medida que iban pasando las semanas, y terminaba un mes, y comenzaba otro, y las semanas volvían a sucederse bajo un cielo tan inmutable que parecía una cúpula pintada de azul, el sol firme y el levante soberano, como un rey infantil y malcriado pero capaz de entretenerse solo con sus juguetes, que apenas se abandonara a algún que otro berrinche para recordar que mandaba, que existía, Juan Olmedo se divirtió hablando con Maribel, viéndola venir, estudiándola a distancia, sin querer aceptar siquiera la hipótesis de que aquella situación pudiera llegar a traspasar algún día los límites de un simple juego de salón. Seguía estando seguro de que aquella mujer no le gustaba y sin embargo se daba cuenta de algunas cosas. Entre otras, de la flamante seguridad que había ido reemplazando poco a poco a los previos y desesperados esfuerzos de su asistenta por gustarle, un aplomo que crecía sin pausa, de guardia en guardia. Mientras él se comportaba como una mosca conscientemente altiva, que levantara a cada rato sus patas de la tentación de los hilos brillantes, sutilísimos, que iban entrecruzándose para componer una superficie cada vez más espesa, más mullida, a su alrededor, Maribel, como una araña gorda y astuta, seguía tejiendo su tela sin descansar, pero sin apresurarse. Juan, que de vez en cuando imitaba el ejemplo de las moscas incautas con una facilidad casi arrogante, para demostrarse a sí mismo, para demostrarle a ella también, que conservaba intacto su control, se daba cuenta de eso, y también de cómo le gustaba, sobre todo ahora que jugaba en casa, en su propio territorio, volver a sentirse un objeto inmóvil alrededor del cual una mujer diera vueltas y vueltas sin procurarle a cambio ninguna angustia, ningún dolor, ningún sombrío presentimiento como los que habían envuelto siempre cada gesto, cada sonrisa, cada palabra de su cuñada. Pero este sentimiento tampoco le alarmaba, al contrario. Sentirse deseado es un bien objetivo, pensaba, algo intrínsecamente bueno, y eso era lo mejor que podía esperar de Maribel, las limpias manifestaciones de su deseo y una diversión pura, inocente, inocua, de la que ella misma sería la primera en cansarse, alguna vez. Sin embargo, había otros misterios que se le resistían, detalles que no llegaba a

comprender bien del todo. Porque aquella mujer no le gustaba, pero cuando aprovechaba la menor oportunidad para ponerse a gatas en la baldosa estrictamente contigua a la que pisaban sus propios pies, con la excusa de buscar el mando a distancia o de recoger alguna pieza de un juguete, no sólo se le iban los ojos detrás de su culo, se le iba la mano también, y más de una vez llegó a levantarla en el aire, esbozando el principio de un azote, para obligarse a sí mismo a bajarla inmediatamente un segundo después. Porque ella no le gustaba, pero cuando, a finales de enero, empezó a hacerse evidente que estaba adelgazando, le dio pena comprobar que los agujeros que se abrían entre los botones de su bata se hacían cada vez más pequeños, y amenazaban con hurtarle la visión de su piel. Porque Maribel no le gustaba, pero en el estruendoso mediodía del último martes de febrero, mientras el levante desencadenaba una ventolera insoportable antes de despedirse, él levantó los ojos de su plato de calamares rellenos, deliciosos, como todo lo que le daba de comer, al percibir el olor ácido, profundo, de una naranja recién pelada, y cuando los dirigió hacia su derecha, ella tenía un gajo a medio comer entre los labios y un chorro de zumo dulzón y pringoso resbalaba muy despacio por su cuello hasta perderse en el surco de sus pechos apretados, afortunadamente inmunes a los efectos de la dieta, y aquella imagen, la complaciente lentitud con la que las gotas pálidas, perfumadas, se perseguían a través de su escote, le dolió en la lengua, su pobre lengua perpleja, torturada, que sólo deseaba hundirse en aquella carne, probarla, lamerla hasta robarle el último rastro del sabor, del olor de las naranjas. Todo esto le parecía demasiado cuando lo comparaba con su certeza de que aquella mujer no le gustaba, y por eso cayó en la tentación de echarle la culpa al levante. Pero, aunque él lo recibió con alegría y la esperanza de que volviera a poner cada cosa en su lugar, el poniente no le devolvió el cumplido. —¡Vaya mañanita que tenemos! –Maribel sacudía el paraguas contra el felpudo cuando él le abrió la puerta, porque ella no le gustaba pero hacía ya semanas que, aunque no hubiera podido dormir nada durante la guardia, se despertaba solo, y siempre un poco antes de la una–. ¡Y yo, que le había traído un poco de arranque para comer! ¿Qué me dice? A ver, ya estamos en marzo y yo pensaba, con el calor que está haciendo… Pero, ¡qué va!, tenemos invierno para rato.

—No importa, Maribel –Juan sonreía, saboreando por anticipado esta nueva muestra de la solicitud de su asistenta–. A mí me encanta el arranque y no lo pruebo desde septiembre, por lo menos. Voy a disfrutarlo igual, aunque haga frío. —Ya, ya lo sé que le gusta –sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa, casi maternal, la expresión de un adulto que se complace del regalo que lleva en el bolsillo más intensamente que el niño al que está destinado–. Por eso lo he hecho. He tenido los tomates al sol… cinco días, o así, para que se pusieran bien maduros.

El arranque, una variedad local y sólida del gazpacho que Juan Olmedo prefería a cualquier otra, estaba tan bueno que ni siquiera echó de menos el verano al atacarlo. A su lado, Maribel, que miraba una tortilla francesa con cara de

aburrimiento, pareció animarse al verle comer.

—¿Pero no lo va a probar siquiera? –se sorprendió Juan–. Le ha salido estupendo.

—Bueno –cedió ella, dirigiendo la punta del tenedor hacia el plato situado a su

izquierda–. Sí, está bien –añadió después, paladeándolo–. ¿Un poco salado?

—No, no me lo parece.

—Ya. Es que con esto del régimen, me estoy quedando hasta sin paladar, pero,

en fin… La verdad es que el verano pasado me puse como una foca, y algo tenía

que hacer. Claro, que yo, es lo que tengo… –y dejó de mover las manos, y la

cabeza, y le miró fijamente en el instante de la confesión–, que me encanta

comer.

—Sí, a mí también.

—Ya, pero a usted no se le nota.

Parecía un comentario inofensivo, trivial, razonable. Seguramente ella nunca

había pretendido que fuera otra cosa, pero algo, un elemento que no llegó a

identificar, tal vez el sonido de su voz, un poco más ronca de lo habitual, o la

apariencia de reproche que flotaba sobre sus palabras, o que él creyó percibir

flotando sobre sus palabras, impulsó a Juan a estudiarla con cuidado, y entonces

la vio reír, abandonarse a una carcajada súbita y nerviosa que no se había

extinguido del todo cuando él dejó de tratarla de usted sin darse cuenta.

—No me estarás provocando, ¿verdad, Maribel? –ella volvió a reírse, y él la

acompañó en el último tramo de su risa–. Porque llevo demasiado tiempo

portándome bien.

—¿Y no le gusta?

—Pues no. Me gusta más portarme mal.

—Ya… –entonces, cuando Juan creía que iba a volcarse sobre él, se echó para

atrás, pegó la espalda al respaldo de la silla, y se comportó como si no hubiera

pasado nada–. Yo lo que quería decir es que usted no engorda.

—Ah –aceptó él, y los dos volvieron a reírse a la vez.

Entonces pareció terminar todo pero fue precisamente entonces cuando empezó.

Maribel, que a veces parecía tan torpe, tan bruta, tan ignorante de la forma de

hacer bien las cosas, tuvo la inteligencia de aflojar la presión en aquel momento,

sin forzar las consecuencias de aquella conversación, sin tratar de sacar ventaja

de la debilidad que él había demostrado por primera vez. Aquella tarde,

sorprendentemente, no encontró nada que hacer, ni una sola excusa para andar a

gatas, para subirse en una silla, para estirarse en diagonal sobre la superficie de

una mesa y alcanzar con una mano cualquier objeto que estuviera en el otro

extremo, en la habitación donde Juan masticaba con esfuerzo su asombro,

repasando una y otra vez aquel luminoso malentendido que había nacido de sus

propias ganas de malentender. A partir de entonces, en las horas que se

sucedieron entre la sobremesa de aquel lunes y la mañana del viernes siguiente,

Juan Olmedo no volvió a pensar en que Maribel no le gustaba, ni en ninguna otra

cosa. Sabía que era una barbaridad, una locura, un disparate, y la forma más

idiota de complicarse la vida, pero no quiso acordarse de lo que sabía. Estaba

demasiado ocupado adiestrando a sus ojos, a las yemas de sus dedos, a su piel, a

sus músculos, y manteniendo a raya su sensatez. No le costó mucho trabajo

lograrlo, porque su deseo volvió a funcionar como un interruptor impecable, un

mecanismo capaz de desconectar a la vez todos los cables de su conciencia para

someterla por completo a la ventajosa tiranía de su voluntad. Al fin y al cabo, diez

años de adulterio ininterrumpido con la mujer de su hermano habían hecho de él

un experto en el arte de concederse indulgencias.

Cuando ella abrió la puerta con su llave, él estaba todavía en la cama, con las

persianas bajadas y el pijama puesto. Mientras escuchaba el eco de los tacones

de Maribel en la planta de abajo, se levantó, se desnudó, y abrió un poco las

persianas. Durante algunos segundos no escuchó ningún ruido.

Luego, los tacones de Maribel se dejaron oír en series cortas, repetidas, indecisas.

Juan las interpretó como una prueba de que ella le estaba buscando, y fue hasta

el baño, abrió los grifos del lavabo, contó hasta tres, y volvió a cerrarlos. Luego se

metió en la cama, dobló la almohada para recostarse sobre ella, se cubrió con las

sábanas hasta la cintura, cruzó los brazos y esperó.

Ella interpretó sin esfuerzo aquella pista, porque sus pisadas empezaron a resonar

enseguida en la escalera. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero llamó

con los nudillos antes de entrar.

—Pasa –dijo él, sin mover un músculo.

—Ah, ¡uy! –Maribel avanzó dos pasos y se detuvo en seco–. Si está en la cama

todavía… ¿Le he despertado?

—No.

—¿Qué le pasa, se encuentra mal?

—No –volvió a contestar él, y sonrió–. Me encuentro muy bien.

Estupendamente.

—Ya… –Maribel dejó escapar una carcajada breve, insegura, y mientras se

rascaba las manos como si le acabara de brotar un sarpullido, avanzó otro

modesto, prudente tramo hacia él–. ¿Quiere que le traiga un café?

—No.

—¿Quiere que le suba las persianas?

—No.

—¿Quiere que le alcance el pijama?

—No.

Se quedó de pie, a un par de metros de la cama, mirándole sin dejar de sonreír,

sin atreverse tampoco a seguir preguntando.

—Ven aquí… –dijo Juan entonces, dando un manotazo encima de la colcha–, que

te voy a enseñar qué es lo que quiero.

Maribel se acercó a él con pasos lentos, silenciosos, los ojos muy abiertos, el

rostro serio, concentrado, sin memoria alguna de la sonrisa que lo iluminaba hacía

un momento, se sentó en el borde de la cama, y le miró de frente. Juan se volvió

ligeramente hacia allí y empezó a desabrocharle la bata despacio, con las dos

manos. En el primer botón, ella cerró los ojos.

En el tercero, volvió a abrirlos.

Cuando cayó el último, se desprendió de la tela con un movimiento de los

hombros y terminó de desnudarse ella misma, con una habilidad, una rapidez sorprendentes. Quizás para compensarlas, se tumbó sobre la cama con una lentitud majestuosa y controlada, la complacida, indolente pasividad de una odalisca clásica, y mantuvo sus ojos fijos en los de Juan sin iniciar ningún movimiento, como si estuviera segura de que él sabría apreciar lo que estaba viendo. Ni siquiera se movió cuando una mano abierta empezó a deslizarse sobre su cuerpo, desde la clavícula hacia abajo primero, desde las rodillas hacia arriba después, perdiendo serenidad en cada milímetro de su piel de manzana recién lavada. Él reconocía su firmeza, la tensa elasticidad de aquella carne dura que sabía ablandarse bajo la presión de sus pulgares, y que extraía de su propia abundancia la ventaja de un cierto temblor aterciopelado, oceánico, en la base de los pechos, en las caderas redondas, en la mullida funda que, a la altura de sus riñones, desencadenaba la furia compacta y circular de un culo estupendo, más que estupendo, tan insoportablemente perfecto que lo sintió en el filo de los dientes mientras lo recorría con las yemas de los dedos. Aquella mujer estaba llena de asas, y él no había decidido aún a qué par renunciar cuando metió la lengua en su boca para encontrar un sabor áspero y caliente, el sabor del aguardiente donde maceran las guindas, que es el sabor de las mujeres desnudas que saben exactamente lo que quieren. Después sus labios se abrieron, para pronunciar con naturalidad una frase que él no fue muy consciente de haber escogido.

—Estás muy buena, Maribel.

Esas palabras, tan sencillas, actuaron como una llave, un resorte secreto y clandestino, una inesperada sentencia favorable. Ella las escuchó, las interpretó, y se volcó sobre él con todo lo que era, todo lo que tenía, ganando confianza en cada minuto, en cada gesto, en cada avance, hasta que él, desbordado al principio por su avidez, la insospechada voracidad que agitaba de repente aquel cuerpo que había conocido tan complacido en su quietud, en su abandono, impuso una pausa y tomó el mando. No vayas tan deprisa, murmuró en su oreja, vamos a hacer las cosas a mi manera, y ella asintió sonriendo, vale, dijo después, como usted quiera, y él pensó, Maribel, por favor, no me llames de usted, lo pensó pero no lo dijo, porque le gustaba oírla, y entonces empezó a arrepentirse y todavía le gustó más, le gustaba verla temblar, y el brillo líquido que empañaba sus ojos cuando los abría, y la violencia que afilaba su barbilla cuando los cerraba para dejar caer la cabeza hacia atrás, y la imprecisión casi animal de sus dedos, el balbuceo casi infantil de sus labios, la tensión casi dolorosa que deformaba sus pies crispados al acercarse al final, y el delgado hilo de baba que se le caía por un lado de la boca para dejar después un transparente cerco de humedad sobre la sábana. Cuando terminaron, él estaba tan satisfecho que ya se atrevió a reconocer que Maribel le gustaba menos por fuera que por dentro, esa íntima y absoluta capacidad para la propia y absoluta aniquilación que hasta aquel momento no se había detenido a echar de menos después de tantos meses de follar con una puta. Mientras la acariciaba con una mano descansada y casi exhausta, buscó una manera de decírselo, de agradecerle la generosa avaricia de

su piel, tan egoísta, y tan sincera, y tan complaciente a la vez, pero ella encontró

antes algo que decir.

—Parece mentira. No me imaginaba que fuera usted así, en la cama, quiero decir,

porque, no sé… Es usted tan serio, tan…, tan educado –sonrió, y acercó una

mano a la cara de Juan, y la tocó muy despacio, con la punta de los dedos, como

si tuviera miedo de equivocarse–. No me podía figurar que luego fuera a ser tan…

tan… ¡uf!

—¿Aficionado? –sugirió el.

—No, no es eso –ella negó con la cabeza–. O bueno, sí, pero no del todo. Lo que

yo quería decir, es… –y entonces se puso colorada–. Bueno, da igual.

—No, no da igual.

—Que sí, en serio…

—Que no, Maribel, dímelo –Juan cogió su cara con las dos manos y la obligó a

mirarle–.

Quiero saberlo.

—Es que igual le sienta mal, porque… Pero yo lo digo en el buen sentido, ¿eh?,

que conste, porque… Bueno, yo también soy n poco así, a mí también me gusta,

ésos son precisamente los hombres que más me gustan, cuando me gustan,

claro, y en el buen sentido, quiero decir, porque hay otro malo, pero… En fin, ¿no

se va a enfadar?

—No.

—Lo que no me podía imaginar… es que fuera usted… tan vicioso.

Al escucharla, Juan Olmedo se echó a reír, y tuvo casi ganas de abrazarla, de

besarla suavemente en los labios como a una novia ingenua y adolescente, pero

se limitó a tranquilizarla con palabras.

—No te preocupes, Maribel.

No me molesta, y además estoy acostumbrado, ¿sabes? La verdad es que, antes

o después, me lo dicen todas.

A ella no le gustó que él mencionara la existencia de otras mujeres. Por lo menos,

eso fue lo que temió Juan cuando la vio incorporarse, y mirar la hora en el

despertador, y levantarse corriendo, porque ya eran las dos y media y a ver a qué

hora iban a comer.

Él no tenía ganas de comer. Hubiera preferido seguir en la cama hasta que los

dos sintieran la necesidad de levantarse, pero no se atrevió a pedírselo porque en

aquel momento se hizo evidente que, al fin y al cabo, ella era su asistenta, y

podía interpretar sus peticiones como si fueran órdenes.

Cuando se quedó solo, se dio cuenta de que se le había olvidado pedirle que le

tratara de tú, y de todas aquellas cosas de las que no había querido saber nada

en los últimos días. Acababa de hacer una barbaridad, y una mitad de su cabeza

la acusaba, haciéndole sentirse mal, culpable. Y sin embargo sabía bien, y por la

otra mitad, que seguía estando satisfecho. Mientras la mitad derecha de su

cabeza chillaba y se retorcía, bombardeando su conciencia con conceptos

morales, verdades absolutas, principios elevados, la mitad torcida estaba callada,

tranquila, como si nada de todo aquello fuera con ella. No necesitaba insistir,

sobreactuar, abandonarse a alardes de ninguna clase. Ésa era la mitad de su cabeza que sabía que si Maribel cometiera la imprudencia, o tuviera la prudencia, de abrir en ese instante la puerta de la habitación, él se la follaría otra vez y todo volvería a empezar desde el principio. Siempre había sido así, una decisión arrepentida, un arrepentimiento decidido, y en medio lo mejor, algo tan bueno que nunca había llegado a extraerlo de las mujeres presentables, las que más le convenían, esas mujeres a las que podía besar por la calle sin estar pendiente de que no hubiera ningún conocido cerca, esas mujeres a las que podía llevar a cenar los fines de semana con las mujeres de sus amigos, esas mujeres a las que desnudaba después con el pulso firme, una mirada ecuánime y el gusto fresco, imparcial, que deja un vaso de agua en el paladar cuando se bebe en invierno sin demasiada sed, esas mujeres que hablan alemán, y llevan batas blancas, y no babean cuando se corren. Siempre había sido así, él no sabía por qué, y ya le daba igual, y no iba a perder el tiempo en averiguarlo. Pero tampoco podía controlar su cabeza, dominar esa grieta que la partía por la mitad cuando había suerte, la fisura que se alzaba contra él como el único límite de su voluntad. Al fin y al cabo, nunca había querido dejar de ser un buen chico. Sabía que si iba a buscar a Maribel, y la miraba a los ojos, y le largaba el discurso que estaba componiendo para ella la que media hora antes era la peor, pero ahora había vuelto a ser la mejor mitad de su cabeza, se sentiría fatal, ridículo, hipócrita, miserable. Pero si no lo hacía, tal vez acabaría sintiéndose incluso peor. Esa certeza no logró imponerse pese a todo a un murmullo tenue, risueño, sarcástico, que a las tres en punto, mientras bajaba por la escalera, no se había apagado por completo. En aquel momento estaba avergonzado por haber abusado de la situación, de la debilidad de su asistenta, de su propia e imperdonable debilidad, y sin embargo seguía escuchándolo, si lo vas a volver a hacer, gilipollas, toda una mitad de su cabeza resumida en la económica sabiduría de una sola frase, si sabes que en cuanto se descuide, lo vas a hacer otra vez… Maribel, en cambio, estaba como unas pascuas.

—Le he hecho menudo para comer –y le dirigió una tremenda sonrisa de madre incestuosa, sin querer advertir ningún cambio entre el hombre desnudo y risueño al que había dejado en la cama hacía un rato, y el que caminaba ahora despacio hacia ella.

—¡Qué bueno! –no habría querido decirlo, pero no lo pudo evitar, como si pronunciar aquella sentencia a la hora de las comidas se hubiera convertido ya en un acto reflejo.

—No le he puesto garbanzos, porque como sé que prefiere comerse los callos solos…

Entonces, Juan Olmedo se dijo que lo más sensato sería aceptar aquella insospechada apuesta del destino, sentarse a la mesa, comer, beber, bromear un rato, fumarse un cigarrillo y llevársela otra vez a la cama, para dejarse guiar por el hambre y la sed que no lograría saciar hasta que volviera a encontrarse con ella entre las sábanas. Pero recordó a tiempo un sujetador que en origen debió de ser blanco y se había

vuelto gris después de un número infinito de lavados. Tenía los tirantes

deshilachados y un roto en el encaje, cerca de la costura, él se había fijado, y se

había fijado en sus bragas de color carne, los elásticos desgastados, flojos, el

tejido mate y sin brillo, ella se lo había quitado todo muy deprisa para que él no lo

viera, pero él lo había visto, había comparado esa miseria con el esplendor

rotundo de su piel, de su carne apretada y dura, y al recordarla, se vio a sí mismo

saliendo de una tienda con una caja grande, envuelta en papel de regalo, seis

conjuntos de ropa interior de raso de todos los colores, y se dio cuenta de que no

podía soportar aquella imagen, y empezó a hablar sin esfuerzo, con la convicción

de que iba a decir exactamente lo que debía decir.

—Sí, me gustan más sin garbanzos –y su tono era más seco, más sombrío–.

Maribel, deja eso y siéntate, anda… Tenemos que hablar.

Pero ella se quedó de pie, con el cucharón en la mano, el brazo congelado en el

viaje hacia la cazuela, el ceño fruncido, y una expresión que no era de disgusto, ni

de sospecha, ni de inquietud, sino de puro miedo, pintada en la cara.

—No le ha gustado –murmuró, más para sí misma que para él.

—¡Claro que me ha gustado!

–Juan clavó los codos en la mesa, se tapó la cara con las dos manos y se la frotó

con energía antes de seguir, aprovechando aquella rara oportunidad de ser igual

de sincero con las dos mitades de su cabeza–.

Me ha gustado mucho. Ése es el problema –ella le miró como si dudara entre

creerle o no, mientras le servía la comida con una mano escéptica, temerosa,

pero cuando dejó el plato sobre la mesa, él había encontrado ya el argumento

definitivo para convencerla–. Si no me hubiera gustado, no habría nada de qué

hablar, Maribel, ¿no lo entiendes? Si hubiera salido mal, los dos sabríamos que no

hay ninguna posibilidad de que vuelva a pasar, y ya está.

—Pero ha salido bien… –apuntó ella, sentándose por fin, muy despacio.

—Muy bien –asintió él, afirmando con la cabeza para darle más énfasis a sus

palabras–. La verdad es que ha salido de puta madre. Y ése es el problema.

Porque esto no puede volver a pasar, Maribel. Deberíamos olvidarlo ahora mismo,

comportarnos como si ya lo hubiéramos olvidado, y sé que lo que estoy diciendo

parece una tontería, que es como cuando los jueces de las películas les piden a

los miembros del jurado que no tengan en cuenta lo que acaban de escuchar, por

más que lo hayan escuchado ya y lo vayan a recordar aunque no quieran, lo sé,

sé que tú no te vas a olvidar de esto, y yo tampoco, por supuesto que yo

tampoco.

Pero eso es lo que deberíamos hacer. Tenemos que arreglar esto como sea,

porque nos hemos equivocado, o me he equivocado yo, mejor dicho. Perdóname,

porque todo ha sido culpa mía.

—¿Por qué? –ella parecía perpleja–. No lo entiendo.

—Pues porque sí, Maribel, porque esto es una burrada, porque no está bien, no

tiene ni pies ni cabeza, ¿no lo entiendes? –leyó en sus ojos que no lo entendía y

se atrevió a ser más explícito–. Porque tú eres mi empleada, porque tu hijo y mi

sobrina van al mismo colegio, porque están siempre juntos y siempre por aquí en

medio, y porque tú eres mi asistenta y yo te pago un sueldo todos los meses para

que limpies la casa… No tiene sentido que esto vuelva a pasar.

Ella se quedó callada un instante, y la expresión de su rostro, la atención de sus

ojos, la serenidad de sus cejas, no cambió ni un ápice cuando volvió a hablar, con

voz tranquila.

—Pero a usted no le importa pagar.

Él volvió la cabeza hacia ella como si aquella revelación hubiera tirado de su nariz

con una cuerda.

—Así que lo sabes –susurró, sonriendo de pura sorpresa, casi a su pesar y a

través del desconcierto.

—Claro que lo sé –Maribel le hizo una seña con la barbilla en dirección a su plato–. Coma, ande, que se le va a quedar la comida helada… En los pueblos se sabe

todo.

—Pero tú… –se llevó un callo a la boca, lo masticó despacio para ganar tiempo, y

aunque le molestó infinitamente tener que reconocerlo en aquel momento,

reconoció para sí mismo que aquellos callos eran los mejores que había comido

desde que se marchó de Madrid–. ¿Cómo te has enterado?

—Mi ex marido se pasa la vida metido en ese bar. Le conoce de vista, sabe quién

es usted. Y ella presume mucho. Está muy orgullosa, por lo visto.

—Ya. Pero eso es distinto, Maribel.

—¿Por qué?

—Porque ella es una puta –hizo una pausa para mirarla–. Y tú no.

—¡Pues entonces! –ella soltó un alarido casi triunfal mientras estrellaba los dos

puños encima de la mesa—. ¡Eso es lo que yo quería decirle! ¿Dónde está el

problema? Usted me paga por limpiarle la casa, y yo se la limpio, y amén.

Lo otro no tiene nada que ver, es como si quedáramos fuera de aquí, es…

nuestra vida privada, como si dijéramos.

—Sí –él sonrió ante la fórmula que ella había elegido para explicarse–, pero el

caso es que no estamos en la calle. Estamos aquí, en esta casa. Y da la

casualidad de que ésta es mi casa.

—Eso no tiene nada que ver.

—Sí que tiene que ver, Maribel –y entonces se preguntó por qué coño estaba tan

empeñado en insistir, en maniobrar en contra de sus propios intereses, pero ella,

que no le daba pena, ni la impresión de ser una mujer desorientada, fácil de

engañar, de confundir, parecía exigirle la misma firmeza con la que se le oponía,

una fuerza que él jamás había sospechado, como nunca se había atrevido a

sospechar que pudiera llegar a desearla tanto como en aquel momento–, claro

que tiene que ver.

—Mire, yo… –ella resopló, cerró un momento los ojos, los apretó, como si quisiera

impulsarse a sí misma, y le habló en un tono diferente al que solía emplear con

él–. El día veintiséis de marzo cumplo treinta y un años. Ya soy muy mayor. Sé

muy bien lo que quiero, y lo que no quiero, y sé también lo que me espera,

aunque no lo quiera. Y sé que mi vida es una mierda, eso también lo sé, y que no

me voy a echar ningún novio que merezca la pena mientras viva en este pueblo

que es donde me va a tocar vivir hasta que me muera, y que tengo un hijo de doce años y que tengo que sacarlo adelante como sea, y que eso es lo único importante. Todo eso sé. Y también sé que no le voy a cazar, por ese lado puede quedarse usted tranquilo, eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza, sé de sobra que usted nunca se va a casar conmigo, que los hombres como usted no se casan con chicas como yo, que nunca lo hacen.

Fíjese si sé cosas, un montón de cosas sé… Pero si vivo con todo lo que sé, me muero, ése es el problema, mi problema –en ese momento, él creyó distinguir un brillo distinto en sus ojos, e intuyó que estaba a punto de venirse abajo, pero ella sacudió la cabeza un par de veces, se rehízo deprisa, y siguió hablando con la misma inclemente y afilada dureza–. Porque igual que yo sé que usted va de putas, usted sabrá que yo tengo mala fama, ¿no? Eso seguro que lo sabe. Bueno, pues no me la merezco, y ¿sabe por qué? Pues porque no soy una puta, precisamente por eso. Así que no hace falta que me suelte tantos rollos. Yo sé de sobra lo que soy. Y usted no va a echar mi fama a perder, a estas alturas. Puede dejar de preocuparse por eso. La verdad, no me esperaba que fuera usted tan machista…

—¿Machista? Juan Olmedo se echó hacia atrás llevándose la mano al pecho, como si aquella palabra le hubiera abierto un boquete justo debajo de la clavícula, mientras la mitad torcida de su cabeza se reía de una forma tan estruendosa que la derecha, sencillamente, se evaporó–. ¿Que yo soy machista? –volvió a preguntar, pensando que tenía gracia que a ella le hubiera dado por reprocharle precisamente eso, y precisamente a él, que cada vez que se follaba a una tía se encontraba con que ni siquiera podía contárselo a sus amigos–. No, Maribel, yo… –claro que era machista, por supuesto que era machista, no le quedaba más remedio que serlo, había nacido así, pero procuraba que no se le notara, estaba seguro de que las mujeres que trabajaban con él jamás habrían recurrido a aquel adjetivo para definirlo, y lo de las otras era distinto, un pacto tácito, un convenio privado, una alianza beneficiosa para ambas partes, y aun así, ninguna hasta entonces se lo había reprochado en voz alta–. Yo no soy machista, al contrario. Yo lo único que pretendo es no hacerte daño, protegerte de mí mismo. —Ya. Pero yo también sé lo que me hace daño y lo que no me lo hace. Y no quiero que usted me proteja. No necesito que nadie me proteja. Yo lo que quiero es que me folle. Y cuando se acabe, se acabó.

Juan Olmedo consultó un momento con sus oídos, dejó que le convencieran de que habían escuchado bien, y sintió que toda la sangre que viajaba por su cuerpo se concentraba de golpe en su cabeza.

Cuando se dio cuenta de que era incapaz de seguir sentado, se puso de pie y se lanzó a andar por el salón de su casa sin ir exactamente a ninguna parte. —Muy bien, Maribel, muy bien, muy bien… –repitió varias veces, como un autómata, sin encontrar nada mejor que decir–. Pues… vale, pues cojonudo, entonces…

Si eso es lo que quieres… Muy bien, Maribel, muy bien… Vale… Pues sí… Entonces, en un giro accidental, casi sin proponérselo, se tropezó con sus ojos y

vio que ella le miraba fijamente, no a la cara, y sonreía. Juan Olmedo siguió

aquella mirada a través de su propio cuerpo y se encontró con su sexo erguido,

que se marcaba con nitidez bajo la delgada tela del pantalón del pijama. Sólo en

aquel momento, sonriendo él también, volvió a sentarse.

—Muy bien, Maribel –repitió por última vez, repentinamente eufórico y resignado

ya a aquel sofisticado bucle de su suerte–. Si lo que tú quieres es que te folle, yo

te follaré… pero encantado de la vida, vamos, es que… Será un placer. Y lo haré

lo mejor que pueda, porque no se me ocurre ningún encargo que me apetezca

más, eso puedes tenerlo claro, pero…

Vamos a hacer una cosa, de todas formas. Para que yo no me sienta mal, para

que no me retuerza cada dos por tres de paternalismo machista, empieza tú, ¿de

acuerdo?

Por lo menos de momento, hasta que me acostumbre a… todo esto.

Cuando quieras acostarte conmigo, dímelo… o atácame, directamente.

Yo procuraré estar a tu altura.

—¿Esto qué es, una especie de trato? –le preguntó ella entonces, con una sonrisa

divertida, los ojos relucientes.

—Sí, algo así.

—¿Y si usted no tiene ganas?

Él recordó por última vez que estaba seguro de que aquella mujer no le gustaba,

y la oyó gritar, y vio el hilo de baba transparente que se le caía de la boca, que

recorría su barbilla, que goteaba sobre la sábana, y estuvo a punto de tumbarla

allí mismo, entre los platos, y los vasos, y la cazuela del menudo sin garbanzos.

—Yo tendré ganas, Maribel.

—¿Siempre?

—Si no abusas demasiado de mí…

—¿Ahora, por ejemplo? –Por ejemplo. A la mañana siguiente, cuando salió de

casa para ir a trabajar, Juan Olmedo sintió una presión familiar en el pecho, la

compañía conocida, reconfortante casi, de un secreto con el que vivir.

Sara Gómez no solía comprar en aquel supermercado tan popular, donde sólo se encontraban productos de marcas desconocidas y las cajeras no tenían bolsas de plástico ni siquiera para los clientes que estaban dispuestos a pagarlas, pero aquélla era la única tienda del pueblo donde vendían unas barritas de chocolate que les gustaban mucho a los niños. Eso era lo único que pensaba comprar aquel sábado por la tarde, cuando escuchó el comentario de un hombre mayor que tenía buena pinta, el pelo canoso excesivamente corto, y una cara irregular que quizás habría sido interesante si la bobalicona placidez de su sonrisa no la echara intermitentemente a perder.

—Yo creo que las de café son las mejores –le dijo en un español perfecto excepto por la pronunciación, marcadamente anglosajona.

—Sí, si ya las conozco –se obligó a responder ella por pura cortesía, mientras escogía dos cajas de barritas de chocolate con aroma de naranja y otras tantas

con aroma de menta–. Y es verdad que son muy buenas, pero a los niños no les

gustan, así que…

No tenía ningún interés en prolongar aquella conversación, pero cuando ya había

echado a andar hacia la caja, él dijo algo que la dejó clavada en el pasillo.

—Sí, la he visto con los niños. En el coche, y en el pueblo, algunas veces –entonces logró fruncir el ceño sin dejar de sonreír, una exhibición que dejó a Sara

aún más perpleja–. Son… ¿sus hijos?

—No –y sonrió ella también, cayendo casi sin darse cuenta en la trampa de una

hipótesis tan rejuvenecedora.

—Pero no pueden ser sus nietos –prosiguió él, insistiendo sin rubor en el mismo

halago–. Usted es demasiado joven para tener nietos tan mayores.

—No, tampoco son mis nietos.

Son… hijos de unos amigos, y van a venir a merendar a casa, así que me tengo

que ir.

Él tuvo que percibir el cambio de tono, el seco apresuramiento con el que Sara

estaba intentando despedirse, pero reaccionó deprisa y sin señales de desánimo.

—Bueno, pues ya nos veremos…

por ahí –dio un paso hacia delante para ofrecer una mano enérgica que ella no

tuvo la opción de no estrechar–. Me llamo William, pero todo el mundo me llama

Bill. Vivo en las casas rosa, la urbanización que está al lado de la suya.

—¡Ah, sí, claro! Pues entonces hasta pronto –y cuando se estaba yendo de

verdad, se dio cuenta de que se había olvidado de algo–.

Yo me llamo Sara.

Luego volvió al coche, pensó brevemente en aquel hombre, en su aspecto, en su

manera de hablar, esa naturalidad con la que había omitido, al presentarse, el

dato de su nacionalidad, como si diera por sentado que ella se habría dado cuenta

enseguida de que era norteamericano, y al llegar a su casa ya lo había olvidado

todo. El martes siguiente, a media tarde, sus ojos no quisieron distinguirle entre

las personas que hacían cola en la pescadería de la cooperativa del pueblo, pero

él se acercó a saludarla.

—¿Tiene prisa? –le preguntó en un tono expresamente solícito, caballeroso a la

vez–. Si quiere, le cambio el número. A mí no me importa esperar.

—No, no… –Sara miró de reojo los lenguados y, después de contarlos, se advirtió

a sí misma que se iban a acabar sin remedio antes de que llegara su turno, pero

no le apetecía deberle un favor a aquel desconocido–. Yo tampoco tengo nada

urgente que hacer.

Él inició una conversación trivial sobre el pescado de la bahía, esforzándose por

pronunciar con la soltura de un experto los nombres de las especies más típicas,

las más exóticas tierra adentro, la urta, la corvina, las almendritas, los huevos de

choco.

—Ésa es una de las cosas que más me gustan de vivir aquí, el pescado. En mi

tierra no lo comemos nunca.

—¿De dónde es usted? –preguntó Sara, más por cortesía que por curiosidad, y él

ensanchó su perpetua sonrisa, complacido por lo que debió de interpretar como el

primer signo de interés de su accidental, casi forzosa interlocutora.

—Del Sur. Una ciudad pequeña, en el estado de Virginia, no muy lejos de

Richmond. ¿Conoce los Estados Unidos?

—Nueva York –respondió ella, y recuperó una imagen antigua, alegre, dolorosa, la

nariz de Vicente como un acento de color púrpura en su rostro aterido de frío, el

cuerpo doble, empaquetado en ropa de abrigo, los guantes, la bufanda y el gorro

que Sara le había obligado a ponerse, mientras se dedicaba a hacer el tonto,

equilibrado sobre una sola pierna, en el centro del puente de Brooklyn, y una

nieve muda, espesa, blanda, caía como un regalo envenenado sobre el Hudson–.

Sólo Nueva York.

—Ya, como casi todo el mundo.

Nueva York es magnífica pero debería venir al Sur. Aquello es distinto, ¿sabe?,

es… –y entonces cerró el puño de la mano derecha, y envió a su brazo detrás

para dibujar en el aire una especie de curva enfática y grotesca, una muestra de

entusiasmo teatral, tan emparentada con la jubilosa histeria de los anuncios de

Coca–Cola que Sara contuvo la risa con dificultad–.

Es auténtico.

—”The real thing».

—Justo. Así que habla usted inglés…

—Sí, pero no tan bien como usted español.

Luego llegó su turno, primero el de él, que quiso esperarla, después el de ella,

hasta que se despidieron por fin, cargados con sus respectivas bolsas de plástico,

en la puerta de la pescadería, cuando Bill propuso ir a tomar una cerveza y Sara

se excusó, diciendo que, con tanta espera, se le había hecho tarde. El sábado por

la mañana ya no pudo negarse. Él, que no parecía tener otra ocupación que

patrullar el pueblo a todas horas sin más propósito que multiplicar las

oportunidades de encontrársela, la saludó en el primer tramo de la calle peatonal,

llena de tiendas y de animación durante todo el año, que ella solía escoger para

pasear.

Aquel día, además, iba a una ferretería que estaba justo en el otro extremo, en

una plaza que les ofreció la tentación de una terraza, tan sorprendente y tan justa

a la vez en aquella soleada, cálida mañana de levante en febrero, como un

desmentido del invierno. El respaldo de las sillas estaba helado, sin embargo. Sara

se estaba reprochando ya la facilidad con la que había vuelto a sucumbir al

espejismo de aquel sol tibio y voluntarioso que no lograba templar los metales,

cuando Bill se quitó el jersey que llevaba como único abrigo y se quedó con una

camiseta de algodón negro, de manga corta y muy ceñida, que desafiaba el color

blanco del vello de sus brazos, tan ambiguo de repente como si fuera un adorno,

sobre la piel tensa, bronceada, para revelar cada línea, cada sombra, cada

músculo de un asombroso torso de hombre joven, un cuerpo trabajado,

adiestrado a conciencia en su propio fervor. Sara Gómez tuvo que reconocer que

estaba impresionada. Mientras valoraba la potencia de aquella masa compacta, ni

un gramo de grasa, las curvas de los pectorales dibujándose con una nitidez casi

ofensiva para comprometer la integridad del oscuro envoltorio que parecía a

punto de reventar por las costuras, se dijo que veinte años antes habría

rechazado aquel espectáculo como la típica e indeseable exhibición hormonal que

efectivamente era. Pero ahora tenía veinte años más, y algunas tonterías menos

dentro de la cabeza. Sonrió. Él, que se estaba dando cuenta de todo, le devolvió

la sonrisa.

—¿Cuántos años tienes? –le preguntó entonces, tuteándole por primera vez y por

instinto.

—Cincuenta y nueve.

—Nadie lo diría. La verdad es que estás muy en forma.

—Sí –y dejó escapar una risita boba que se parecía mucho a la que una Sara

Gómez de treinta y tres años habría esperado del propietario de un cuerpo como

aquél–. Bueno… En mi profesión, no queda más remedio.

Ya, pensó ella, aunque se limitara a asentir con la cabeza, ya, porque en el fondo

lo sabía, lo habría sabido incluso en la superficie, desde el primer momento, si se

hubiera querido parar a pensarlo. ¿Qué otra cosa podría ser un norteamericano

de su edad en aquel pueblo? Militar, por supuesto.

Oficial de la Armada de los Estados Unidos de América. Qué bien. Y sin embargo,

daba gusto mirarle.

A partir de aquel momento, como si el regalo de una simple camiseta negra le

hubiera impuesto una cierta obligación de lealtad, Sara dejó de resistirse al

cortejo de aquel caballero del Sur, tan caballero, y tan del Sur, que su ingenua,

inofensiva, casi indolente actitud la inquietó más de lo que llegaría a tranquilizarla

durante aquel invierno. Él siguió haciéndose el encontradizo por el pueblo sin otra

aparente ambición que la de caminar a su lado. La acompañaba, le contaba

cosas, insistía en pagar cuando ella, que procuraba alternar equitativamente los

rechazos con las concesiones, se dejaba convencer para ir a tomar algo, y

mientras le hablaba de su rancho, de su infancia feliz de hijo de un granjero

acomodado, de sus perros y sus caballos, de sus tres matrimonios fracasados,

sembraba en el ánimo de Sara un bosque de sombras oscuras, sus contornos

afilados pero también difusos, un equipaje incómodo que no tenía que ver con él,

sino consigo misma. Ella no se sentía atraída por aquel americano en el que ni

siquiera se habría fijado si él no se hubiera empeñado en hacerse evidente,

aunque a veces leía en el fondo de una copa de coñac que le gustaría encontrarse

a un hombre como él en su cama cuando se despertara por las mañanas. A un

hombre como él, no a él, y sin embargo, era William Jefferson Baker, su nombre

completo siempre presente desde la tarde en que lo vio de uniforme, blanco

deslumbrante, irritante de puro favorecedor, quien andaba por ahí, y tal vez no

hubiera más, tal vez él fuese el último.

Hacía mucho tiempo que Sara no era tan consciente de su edad, hacía mucho

tiempo que aquel dato no le disgustaba tanto. Estaba acostumbrada a vivir sola, y

no había tenido muchas oportunidades de cambiar esa costumbre, había tenido

solamente una, en realidad, y ella misma la había desbaratado.

No necesitaba compañía, un hombre en su vida, calor en invierno, el cobijo de

otro cuerpo en las noches de tormenta, ilusiones torcidas, fantasías borrachas,

purpurina barata, el terciopelo ralo, desmochado, de un decorado de guardarropía sentimental. Ella no era así, no era de ésas, nunca había podido permitírselo. Había renunciado a todo para no necesitar a nadie, ése era su camino, su objetivo, su proyecto, el sueño de un fusil, la vida que soñaba. Y sin embargo, la inocua proximidad de aquel hombre, la imperturbable parsimonia de su estrategia, esa pereza excesiva, sospechosa, más propia de un noviazgo epistolar entre adolescentes decimonónicos que de las aspiraciones razonables de un adulto que ya no tiene mucho tiempo, le sentaba bien pero le sentaba mal, y se sentía más halagada que deseada pero, de alguna oscura e indeseable manera, rechazada también antes de plazo. De vez en cuando, cedía a la confusión de aquella extraña mezcla de sensaciones, como una niña pequeña que acaba de recibir un juguete que no le gusta hasta que lee en los ojos de otro niño la codicia que le inspira, una niña que ni siquiera sabe por qué experimenta entonces, de improviso, una necesidad insuperable de aferrarse a aquel regalo como si fuera el bien que más intensamente hubiera anhelado jamás. En aquellas ocasiones, Sara Gómez Morales, cabeza fría, se daba cuenta de que nadie le disputaba a aquel hombre, nadie excepto el paso del tiempo y su propia memoria, su pasado, su conciencia presente de sí misma, y era capaz de interpretar sus reacciones sin dificultad pero también se sentía cansada, disgustada por la sorprendente complicación que había accidentado contra cualquier pronóstico la aburrida llanura de su vida, y capaz de dudar, pese a todo. Y sin embargo, a mediados de marzo, después de dos meses de encuentros casuales, de cafés y de paseos que no la habían llevado más allá de tres películas de estreno y alguna cena, Bill se atrevió a arriesgar una proposición artificiosa y discreta, cautelosa y templada, pero una proposición al fin y al cabo, y entonces Sara se encontró con que no sabía qué hacer.

Ésa era una situación a la que no estaba acostumbrada. Ella, que tenía tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de nada para siempre, solía comportarse como una razonadora meticulosa, paciente, porque tenía confianza en su capacidad para llegar a conclusiones exactas, cifras redondas que encajaban sin molestar en la columna a la que las había asignado previamente. Si esta vez los números chirriaban, si la desafiaban con decimales imposibles, si se columpiaban burlones sobre la raya final en lugar de estarse quietos y en su sitio, no se debía al enunciado del problema, un cálculo sencillo, sino a la sombra feroz, perseverante, de aquellos trenes lentos y difíciles que habían acabado pasándole por encima sin ruido de bocinas ni estrépito humeante de metales. O tal vez había pasado simplemente la vida, su vida, todos los años que había necesitado para aprender a manejar las piezas en un tablero donde otros habían empezado a jugar por ella, el tiempo preciso para trazar una línea en el suelo y empezar otra vez, abrir una partida nueva jugando siempre con blancas. Eso era lo que había querido hacer y eso era lo que había hecho, y ahora, sin embargo, no encontraba una fórmula eficaz para resolver una variable tan ridícula, un contratiempo tan insignificante, aquel tardío, inesperado fleco del azar.

—No se trata de él, ¿sabes?

Él no está mal pero, por lo que dice, lleva meses viéndome por todas partes y yo,

la verdad, no le habría mirado siquiera si no se hubiera empeñado en ponérseme

delante. Y eso que físicamente me gusta, me parece un hombre muy atractivo a

pesar de que, cuando sonríe, a veces se le queda cara de bobo, no te rías, que lo

digo en serio, pero, por otra parte, tiene, no sé…, como muy buen cuerpo, muy

atlético y eso, parece mucho más joven, mucho más guapo en los brazos que en

la cara…

No me mires así, porque tú tienes veinte años menos, a ti te queda mucho tiempo

todavía para empezar a hacer gimnasia.

Juan Olmedo, que caminaba a su lado, por la playa, y la escuchaba con un aire

más divertido que asombrado, se echó a reír.

—No estaba pensando en mí, Sara, pensaba en ti. Porque la verdad es que no

entiendo muy bien lo que te pasa. Sal con él. Si te gusta, sigues, si no te gusta, lo

dejas.

—Ya, eso ya lo sé, hasta ahí llego… Pero el caso es que yo tampoco entiendo

muy bien lo que me pasa. Supongo que tengo miedo, y miedo por adelantado,

que es el miedo más tonto que se puede tener.

Miedo de que me guste, porque en el fondo no me apetece que me guste, y

miedo de que no me guste, porque entonces lo dejaré, y a lo mejor ya no hay

más. Y no es que yo necesite un hombre, que lo vaya buscando, al revés. Esto

era lo último en lo que pensaba cuando me vine a vivir aquí, pero… Yo qué sé.

¿Sabes lo que me gustaría de verdad? Borrarlo. Darle a una tecla y que

desapareciera. Que no hubiera aparecido nunca, mejor dicho. La verdad es que

esto nunca se me ha dado nada bien. Mi… –se quedó pensando, buscando una

palabra que no encontró, e hizo un gesto burlón con los labios antes de

continuar– vida amorosa, digamos, siempre ha sido un desastre.

—Te la cambio sin mirar –él sonreía.

—No estés tan seguro.

—Segurísimo.

Habían llegado hasta Punta Candor, y ella se sorprendió de que el camino se le

hubiera hecho tan corto. Había salido de casa hacia las cinco para que le diera el

aire, como si la brisa y la luz, el sol oblicuo que ya se iba resistiendo a abandonar

el cielo a media tarde, pudieran ventilar sus dudas, su desconcierto, sugerirle

quizás un cierto método de solución. Entonces vio a Juan Olmedo dormitando en

una tumbona, tapado con una manta de Iberia, en el porche de su casa, y sintió

el impulso de llamarle, de invitarle a pasear con ella, de contárselo todo, y él

estaba tan cerca, y todo parecía tan fácil, que ni siquiera llegó a darse cuenta de

que hacía muchos años que no se consentía a sí misma el lujo de ceder a un

impulso. Su vecino estaba medio dormido, pero se espabiló deprisa y aceptó

enseguida, como si fuera consciente de que era la única persona en aquella

época, en aquel lugar, a la que Sara podía recurrir. Hasta entonces no había dicho

gran cosa, aunque la escuchaba con atención mientras ella se daba cuenta de que

le sentaba bien hablar. Ahora, en cambio, fue él quien tomó la iniciativa de

cogerla por el brazo y dirigirla hacia las escaleras del bar, un chiringuito de

paredes acristaladas, casi siempre desierto fuera de temporada, que al

desprenderse en septiembre del bullicio, el trasiego de los cuerpos semidesnudos,

concentraba en el vaho de las ventanas una melancolía húmeda, una lluvia aérea,

interior, que resultaba al mismo tiempo acogedora y triste, como las playas en

invierno.

Todos los coñacs que la ofrecieron eran bastante malos. Juan la animó a pasarse

al whisky, que era mejor, pero ella permaneció fiel al sabor de la facilidad, un

tanto más áspero, más rasposo esta vez que de costumbre, pero muy parecido a

cambio al gusto bronco y anónimo del líquido que solía rellenar las botellas de su

padre.

—Y lo peor de todo, ¿sabes?, es que ni siquiera ha intentado acostarse conmigo.

Yo estoy aquí, dale que te pego, dándole vueltas a lo mismo todo el rato, y a lo

mejor… No sé. A lo mejor, él piensa que, a nuestra edad, ya ni siquiera merece la

pena intentarlo.

Lo que me ha pedido, en realidad, es que me vaya con él a Sevilla, a pasar el fin

de semana. Ha insinuado que, de paso, podríamos ir a ver la coronación de no se

qué Virgen. En los Remedios, o no sé dónde –hizo una pausa para exagerar las

manifestaciones de su escándalo, los ojos muy abiertos, las cejas arqueadas, los

labios separados–. ¿Te lo puedes creer?

Él se echó a reír primero, pero ella le secundó enseguida con una especie de

complicidad gamberra e infantil, como la de dos escolares que intercambiaran

palabras prohibidas en el patio del colegio. Entonces, Sara se dio cuenta de que le

habría resultado mucho más fácil decidirse si, alguna vez, las largas, prolijas y

ceremoniosas conversaciones que había sostenido con el americano hubieran

desembocado en una explosión de esa risa simple y tonta que no tiene ningún

sentido excepto el de cimentar la intimidad. Después, Juan Olmedo bostezó.

—¿Quieres otra copa? –le ofreció, después de frotarse los ojos con decisión.

—No, lo que tenemos que hacer es irnos –Sara puso las manos abiertas sobre la

mesa para insinuar el gesto de levantarse–. Te me vas a quedar dormido aquí

mismo, de la lata que te estoy dando.

—No, qué va, no es eso…

–Juan buscó al camarero con los ojos e hizo un gesto circular con la mano, para

pedir otra ronda–.

Vamos a tomarnos otra. Es verdad que tengo sueño, pero tú no tienes la culpa.

Anoche estuve de guardia y esta mañana me he desvelado, no sé por qué. Me

pasa de vez en cuando, pero lo llevo bien, en serio. Lo que estaba pensando es

que, si te vas a Sevilla, te vas a perder el cumpleaños de Maribel.

Nos ha invitado a comer arroz con galeras, ya sabes…

Sara asintió con la cabeza al recordar la decepción de su asistenta, el mohín de

disgusto con el que había recibido la noticia, la vehemencia con la que le había

explicado que las galeras, un bicho rarísimo, como un antepasado prehistórico de

las cigalas, se cogen sólo en unos pocos kilómetros de costa y sólo en una época

del año, como mucho seis semanas, en febrero a veces, en marzo casi siempre, y

que son carísimas. En la venta donde iban a comer no le habían garantizado que tuvieran para esa fecha, y por eso había tenido que convencer a su hermano, el pescador, de que le guardara un par de docenas. Ande, ande, que usted también, le había reprochado luego, mire que ir a echarse un novio americano ahora, con lo bien que estábamos, y Sara se había apresurado a desmentirlo todo, como si tuviera algún motivo para avergonzarse, no es mi novio, Maribel, le había dicho, y tampoco está claro que me vaya a ir a Sevilla con él, ni siquiera sé si me apetece. Ella se la había quedado mirando con una duda pintada en la cara, esa cara suya que había ido cambiando para hacerse más angulosa, más delicada, más interesante en la misma medida en que su cuerpo se afinaba, pero que era ahora, sobre todo, una cara iluminada y sin embargo dulce, con una luz interna y sonrosada, una blandura inédita que borraba el recuerdo de la antigua tensión que solía amargar la línea de sus labios. Pues entonces, se había atrevido a seguir por fin, es lo que yo digo, que si fuera el hombre de su vida, como si dijéramos, o sea, si usted llevara tiempo andándole detrás, si estuviera loca por él y todo eso, pues, ea… Yo hasta me alegraría, se lo juro, por mí no, eso desde luego, pero sí por usted, pero si no es eso… La verdad es que hombres, lo que se dice hombres, ¡anda que no hay hombres en el mundo! A patadas hay, ésa es la verdad, y todos iguales, a ver si no, a todos les gusta lo mismo… Entonces, había sido Sara quien se había quedado mirando con atención aquella cara plácida y placentera a un tiempo, y había vuelto a oír su voz, las palabras mudas que escapaban a gritos de aquel color, de aquellos ojos, de aquella boca, evidencias materiales de una inconcebible metamorfosis tras la cual no podía haber nada más que un hombre, un simple hombre distinto de todos los demás, nada más que eso, porque Maribel emitía señales transparentes como el agua, y ahora se ponía rulos de vez en cuando, y de vez en cuando venía a trabajar con medias, en lugar de esos calcetines espesos que usaba antes, y aparecía con la cara lavada para pintarse cuidadosamente antes de salir, y luego, todavía se repasaba las uñas a conciencia.

¿Qué es lo que me estás diciendo?, le había preguntado mientras buscaba una expresión más delicada que la que tenía en la cabeza, y no la encontraba, y sonreía para suavizarla, ¿que para echar un polvo vale cualquiera? ¡Usted lo ha dicho! Maribel estrellaba el puño de la mano derecha sobre la palma de la mano izquierda mientras asentía con la cabeza, y Sara sonrió para sí misma, pero eso no es verdad, Maribel, dijo entonces, y tú lo sabes, porque no hay más que verte, últimamente… Su asistenta se había puesto colorada y sin embargo aún tenía algo que decir, bueno, pero los malos polvos también son útiles, porque le quitan a una las ganas para una temporada…

—Sí, ya lo sé –le confirmó a su vecino cuando el camarero se marchó–. Ayer por la mañana estuvimos hablando de eso, y me temo que hasta se enfadó un poco conmigo. Y eso que ahora nada debería importarle mucho, porque con el novio ese que se ha echado… —¿Se ha echado un novio? –Juan Olmedo la miraba con los ojos muy abiertos, el cuello tenso, una expresión

de alerta que bastó para ahuyentar cualquier indicio de sueño–. ¿Maribel? —Bueno –continuó ella con más cautela–, eso es lo que supongo yo, por lo menos. A mí no me ha contado nada, pero tiene toda la pinta de haber encontrado a alguien, porque se arregla más, y se ha puesto a régimen, y está como muy contenta, ya sabes. De todas formas, no creo que esté pensando en dejar de trabajar, no te preocupes por eso.

Lo único es que… No sé. La verdad es que me emocionó que me tuviera tan en cuenta, que tuviera tanto interés en que celebrara su cumpleaños con ella. No me lo esperaba.

—Ya –él sonrió, mucho más relajado–. Pues lo de los niños es todavía peor. Están los dos muertos de celos. Maribel les ha contado que si te lías con el americano, lo más fácil es que te acabes casando con él, y que si te casas con él, antes o después te irás a vivir a América.

—¡Qué barbaridad! –Sara movió la cabeza mientras Juan se reía, pero al seguir hablando, se preguntó si no era precisamente eso lo que había querido oír, si no había llegado hasta allí para escuchar precisamente las palabras que su vecino acababa de decir como de pasada, con el acento risueño de las noticias que no tienen importancia.

Juan Olmedo no conocía su historia, el saldo de una infancia de cuentos sin madrastra, Hansel y Gretel cargados de oro, tan rubios, tan felices, tan odiosos, un horizonte de diademas de plástico y unos zapatos forrados de seda amarilla, la Nochebuena como un tormento anual y ninguna casa a la que volver. Sara no quiso contarle nada, pero en el camino de vuelta reconstruyó su propia historia con esas pocas claves, porque ella no era como Maribel, capaz de arder, de quemarse, de consumirse en una sola llama, nunca había sido así, no había podido. Sara Gómez Morales, dueña de muy poco, había nacido con las pasiones contadas, y ya no se acordaba de cuánto tiempo había pasado desde que alguien le había dicho por última vez que la quería, y que la quería porque sí, porque era ella, porque era fácil quererla. ¡Anda que no la íbamos a echar de menos!, le había dicho Maribel, con lo que la quiere Andrés, que la mira más que a nadie, y con el cariño que le he cogido yo, casi sin darme cuenta, que eso es lo bueno de usted, que no cuesta trabajo quererla… Juan Olmedo nunca entendería lo que esas palabras habían significado para ella, nunca adivinaría sus verdaderos intereses, nadie que hubiera sabido siempre el camino de su casa, nadie que hubiera poseído desde siempre el mismo lugar al que a la vez pertenecía, podría llegar a comprenderlo jamás.

Sara Gómez Morales andaba sobre la arena y ya no hablaba, no tenía nada que decir, pero cogió a su vecino del brazo para darle las gracias de todas formas, y miró hacia delante, y la playa le pareció infinita, tan blanca, tan larga, tan inagotable como si fuera el borde de un mundo que no se acababa nunca, un universo desconocido y feroz que cabía sin embargo en unos pocos gestos, el calor que desprendía Maribel mientras hablaba, la fuerza con la que Alfonso le apretaba la mano con la suya, la preocupación que pesaba sobre los párpados de Andrés aquella tarde en que la vio con Bill en el paseo marítimo, los nervios que

torturaban los dedos de Tamara mientras manoseaba las empuñaduras de goma de la bicicleta de al lado sin atreverse a mirarla siquiera, parecía tan poco, una empleada, un retrasado mental, una niña de once años, un niño de doce, no era mucho, y sin embargo, era más de lo que estaba acostumbrada a tener, y todo lo que había perseguido desde que se instaló allí, lejos de los riesgos y las recompensas que habían acotado su vida hasta entonces. Había escogido una casa discreta, en una urbanización cerrada, en las afueras de un pueblo muy lejano, ni grande ni pequeño, para emprender la vida elegante y anónima de una desconocida adinerada, y no había creído esperar nada más, pero lo había buscado, se había atrincherado en sus propias fuerzas y había descubierto que no eran bastantes, había trazado una raya en el suelo para mirar de frente a lo desconocido y no había querido reconocer una silueta familiar, un reflejo viejo en un espejo viejo, un sueño estéril y su rostro arrasado por la incertidumbre. Muchas veces, a lo largo de su vida, se había esforzado por encontrar un sitio, por encajar entre otras piezas, por borrar su memoria de niña dividida con la certeza de un futuro nuevo y único, pero nunca había funcionado. Su vida entera se resumía en una lista de intentos, de fracasos. Por eso se había volcado en lo que parecía la oportunidad definitiva, un proyecto, un plan, una recompensa que equilibrara para siempre la balanza de su memoria partida, de su infancia prestada, de la brutal severidad de su desconfianza. Y había triunfado al fin, lo había logrado, y sin embargo, mientras volvía a casa del brazo de Juan Olmedo, comprendió que no había hecho ahora nada distinto a lo que había hecho siempre, aunque no hubiera llegado a darse cuenta. Sus conversaciones con Andrés, con Tamara, la alegre, instintiva facilidad con la que se dejaba explotar por ambos, la naturalidad con la que había integrado los caprichos de Alfonso en el conjunto de esas obligaciones que nadie la había obligado a asumir, la terquedad con la que había convencido a Maribel de que tenía que comprarse un piso, e incluso el propósito de descubrir alguna vez la clave del pasado de su vecino, las razones de su misterioso traslado, quizás no hubieran tenido tanto que ver con el aburrimiento, esa insoportable pasividad de todos los relojes, como con el reflejo automático, tan antiguo, tan sólido, tan íntimo que ya no era capaz de disgregarlo de los restantes ingredientes de sí misma, de formar parte de algo, de cualquier cosa, de sentir que tenía una casa que no era solamente el edificio donde vivía.

El sábado, el cielo amaneció limpio y tranquilo, sin rastro de poniente ni presagio de levante, el aire en calma, el mar como –un espejo. Sara Gómez se levantó tarde y descansada para comprobar que el mundo, hasta donde alcanzaba su vista, parecía una imagen precisa de su ánimo. Tres días después de debutar en el calendario, la primavera parecía ya segura de sus fuerzas. Ella también lo estaba. Desayunó despacio, se arregló con más esmero del habitual, escogió ropa cómoda, ligera, y a la una de la tarde cruzó la calle. Andrés y Tamara la vieron venir. Juan, que estaba de espaldas, y Maribel, que peinaba a Alfonso al sol, escucharon antes su pregunta irónica, risueña. —¿Qué creíais, que os ibais a poner morados de galeras sin mí?

Cinco pares de ojos la miraron a la vez, cinco sonrisas le contestaron. Luego,

Tamara y Andrés levantaron la mano al mismo tiempo.

Era su forma de disputarse la plaza del copiloto del coche de Sara Gómez.

Sara Gómez Morales aprobó cuatro asignaturas de primero de Económicas en dos

convocatorias consecutivas, pero nunca llegó a matricularse en segundo. En aquel

momento, no le importó mucho renunciar a sus planes, y nunca llegó a

arrepentirse completamente de una decisión que se fue tomando por su cuenta,

contra su propio cansancio, tanto ir sola al cine, tanto estudiar mucho y beber

bastante.

A cambio, Vicente González de Sandoval le devolvió brillo e intensidad a su vida

cuando estaba al borde de los treinta años.

—No me mientas, Vicente.

Habían salido a tomar un café a media mañana y habían andado un buen rato

hasta encontrar una cafetería que ninguno de los dos hubiera frecuentado antes

con otros empleados de la empresa. Eran las once y media de la mañana y la

máquina de café hacía ruido, pero no había nadie en la barra. Él escogió una

mesa desde la que se veían las dos aceras de la calle por la que habían llegado

hasta allí, y la cogió de la mano para empezar a darle explicaciones confusas.

Ella, entonces, le pidió que no mintiera y creyó que no iba a pedirle jamás una

cosa distinta.

—Eso es lo único que te pido, que no me mientas. Ya me han mentido bastante

en mi vida, ¿sabes?

No necesito más.

—Que no te mienta… –él se frotó los ojos con los dedos como si quisiera ganar

tiempo, y giró la cabeza, miró la calle a través de la ventana, volvió a mirarla–.

¿Qué quieres que te cuente entonces? Soy uno de tus jefes, estoy casado, tengo

dos hijos, la pequeña una niña casi recién nacida. Yo habría preferido que no

naciera, pero su madre ni siquiera pidió mi opinión. Se llama María Belén.

Hacemos muy buena pareja. Empezamos a salir juntos cuando estábamos en

COU. Cuando me fui de casa la dejé, cuando volví a casa, ella también volvió. Mi

madre la quiere mucho. A mí no me gusta. Tú sí me gustas. Me gustas mucho. Ya

está.

Es una historia clásica, ¿no?

—Sí –Sara sonrió–, lo es.

—Y es sórdida, y fea, y apestosa.

—Claro –Sara volvió a sonreír–, como todas las historias verdaderas.

—Casi todas –matizó él, levantando un dedo en el aire.

—Vale –ella aceptó el matiz con un gesto de la cabeza–. Casi todas.

Mientras hablaba, Vicente había estado jugando con un azucarillo. Le daba

vueltas entre los dedos, se lo pasaba de una mano a otra, lo dejaba sobre la

mesa, lo impulsaba dándole un golpe con el índice, lo recogía y volvía a empezar.

Ahora lo desenvolvió despacio y lo dejó caer en su taza. Estaba removiendo el

café, y Sara se preguntaba hasta qué punto su azoramiento era auténtico, sus nervios espontáneos o premeditados, cuando sus labios se curvaron en una sonrisa que no esperaba.

—¿Y si te digo que eres la primera mujer con la que me lío desde que me casé, tampoco te lo crees, verdad? –ella se echó a reír, negando con la cabeza, y él rió también, pero su última carcajada se deshizo en una expresión pacífica, como una sombra de melancolía–. Y, sin embargo, de algún modo es verdad. —Vamos a dejar a los modos en paz, Vicente…

Hablar era difícil. Lo demás, lo que había sucedido el viernes anterior, había resultado mucho más sencillo. A ella le sorprendió mucho que aquel aparejador del sindicato al que conocía sólo de vista la hubiera invitado a aquella cena, y aceptó sólo porque no encontró a tiempo un motivo para negarse. Cuando Vicente, que llevaba casi un mes acompañándola por los pasillos y haciéndole visitas a cualquier hora, apareció un rato después para decirle que se alegraba mucho de que ella también fuera a la despedida de soltero de Miguel Ángel, y se ofreció a recogerla para llevarla en coche al restaurante –está bastante lejos, ¿sabes?, más allá de Arturo Soria, se pierden hasta los taxistas–, Sara recordó que les había visto juntos algunas veces, fingiendo insultarse entre risas o dándose un codazo mutuo cuando veían pasar a alguna secretaria con la falda demasiado corta, y supuso que eran amigos lo suficientemente íntimos como para que su invitación a aquella cena fuera un favor. Aquella hipótesis le gustó, en lugar de molestarla, porque Vicente también le gustaba, y estaba empezando a experimentar en sí misma la desazón que leía en sus ojos, en sus labios, en el nerviosismo de sus músculos, esa tensión súbita, como un mecanismo de alerta, una reacción instantánea, que estiraba su cuello para hacer sobresalir su cabeza sobre todas las demás cuando ella entraba en una habitación. Pero la certeza de que aquel deseo estaba maduro no le impedía medir con exactitud su situación, como una manzana que al sentir el crujido de la última fibra que la mantiene sujeta, segura en su rama, pudiera calcular la distancia y el dolor de la caída.

Mientras se vestía, y procuraba tener en cuenta que aquella noche seguramente se desnudaría dos veces, y la primera delante de él, se daba cuenta de que después de tanto esfuerzo, tantos años, tantos férreos propósitos, tantos kilómetros de un camino sin salida, iba a acabar igual que la señorita Sevilla, en los brazos del jefe de su jefe, aunque Vicente González de Sandoval fuera más joven, más rico y más elegante que el dueño de aquella academia donde ella se había jurado a sí misma un millón de veces no representar jamás las escenas del guión que estaba repasando aquella tarde. Él era rojo, claro, y ella una mujer libre, independiente. Eso era verdad, pero también lo era que su madrina, o cualquiera de sus amigas, silenciosas y altivas sufridoras del eterno juego del gato y el ratón, se desternillarían de la risa si la escucharan plantear el conflicto en esos términos. La sensación de que sus cartas estaban echadas, de que su vida había sido escrita por la mano de otro desde antes de su nacimiento, fue pocas veces tan intensa como entonces, mientras los vestidos, las faldas y las blusas, los

sujetadores y las medias que iba desechando se amontonaban sobre la cama, y se preguntaba cuántas mujeres de ésas a las que veía todas las mañanas, secretarias, telefonistas, recepcionistas, se habrían arreglado para salir con él antes que ella. No es la primera vez que lo hace, se advertía a sí misma, no puede serlo, y sin embargo estaba contenta, y nerviosa, y deseando que pasara algo.

Hasta aquel día, los hombres habían ocupado un lugar secundario en el programa de sus ambiciones.

Había salido con algunos, compañeros de trabajo o conocidos de sus compañeras casi siempre, y en su último curso en la Academia Robles había vivido algo parecido a un noviazgo con un oficinista de un pueblo de Ávila que la perseguía desde el curso anterior sin desalentarse jamás por los resultados, hasta que su inquebrantable constancia, la tenacidad con la que la invitaba a salir un sábado tras otro, acabó por hacérselo simpático. Era muy poca cosa. Llevaba gafas, estaba un poco calvo, muy delgado, y alternaba dos chaquetas que le quedaban igual de grandes, sus hombreras igual de exageradas en un vano intento de disimular su menudencia. Sara lo intentó durante un par de meses, porque ya tenía veinte años y después de Juan Mari nunca había salido con nadie, y porque pensó que tanto afán merecía una recompensa, pero se aburría con él, y le desesperaba que nunca entendiera los desenlaces de las películas. Por eso le sorprendió tanto que la atacara de aquella manera una noche en la que por fin accedió a subir a su pensión, para que veas dónde vivo, le dijo, sólo para eso. Podría haber chillado, podría haber pedido socorro, despertar a los demás huéspedes y hasta pegarle, darle patadas, mordiscos, seguramente habría podido con él, era más fuerte, pero le daba pena, tenía la piel fría y erizada como la de un pollo, y un mechón suelto de pelo negro en un pecho muy frágil, los hombros muy estrechos, y quería casarse con ella, y estaba muy nervioso, y acabó enseguida, y todo fue un desastre.

Después, mientras se levantaba, y recogía su ropa, y empezaba a vestirse, le pidió perdón, y a Sara le entraron ganas de llorar, por él y por ella misma, por lo miserable que había sido todo aquello y por lo asombrosamente feo que podía llegar a ser el cuerpo de un hombre desnudo. El lunes, al terminar la clase, él empezó a hacer planes para un noviazgo más formal y hasta llegó a hablar de boda. Sara le dijo que no quería volver a verle y se negó a contestar a sus preguntas.

Sólo una vez había sido distinto. Ella tenía veintidós años. Él era un vecino de su hermano Pablo, un obrero de la ITT, de treinta y cuatro, que llevaba diez casado y estaba solo en Madrid, trabajando en agosto. Le conoció por casualidad, un día que fue hasta San Fernando a regar las plantas de su cuñada, que estaba en su pueblo, pasando quince días de vacaciones con su marido y los niños. Se llamaba Manuel, vivía en el piso de enfrente, y le gustó mucho, sin que de entrada pudiera precisar muy bien por qué, desde que le descubrió al otro lado del patio, desnudo de cintura para arriba, hombros panorámicos, los brazos como mazas y una botella de cerveza en la mano. Hace calor, ¿eh?, le dijo, y ella contestó, pues sí,

bastante, y siguió atareada con las macetas, pero de vez en cuando miraba de reojo la delgada hilera de vello negro que recorría su estómago y atravesaba un ombligo perfecto para adensarse ligeramente en los milímetros de piel fronterizos con la hebilla de un cinturón de cuero marrón, corriente. ¿Quieres una?, insistió él al rato, levantando la botella en el aire, y ella aceptó, y estuvieron hablando y bebiendo cerveza en el descansillo hasta que empezó a oscurecer. Entonces él, que era muy divertido y no había parado de contar chistes, se fue poniendo cada vez más nervioso, como si no supiera muy bien qué hacer, qué proponer, por dónde seguir. Sara se dio cuenta al mismo tiempo de que no sabía desenvolverse en aquella situación y de que su torpeza la enternecía, y cuando él se atrevió a aventurar por fin que ella querría irse ya, porque seguramente tendría algún plan para aquella noche de viernes, le contestó que no, que también estaba sola en Madrid, que sus padres se habían ido a Asturias a ver a una hermana suya que vivía allí, y que no había hecho planes. He cambiado de trabajo hace poco y sólo me corresponde una semana de vacaciones, le dijo, y es ésta, mañana no tengo que ir a trabajar. Yo tampoco, se animó él, la semana pasada le hice un turno a un compañero, así que, si quieres, podemos ir a tomar algo. Fueron a cenar a un restaurante chino. Bebieron mucho en dos bares distintos. Él la besó por la calle abrazándola fuerte, pegándola a su cuerpo, y a ella le gustó. Se acostaron en una cama que hacía juego con el armario, y con la cómoda, y con las mesillas, gemelas, adornadas con pañitos gemelos de ganchillo de hilo de colores. En la que estaba en el lado de Sara había una foto enmarcada de tres niños con una mujer gorda que parecía mayor que su marido. Aquélla era su segunda vez, pero él, que se comportó como un amante cariñoso, cuidadoso pero poco mundano, no pareció advertir su inexperiencia.

Tampoco dijo nada cuando Sara le propuso que se fueran a dormir a la casa de su hermano, porque aquí, añadió, con todo esto, y señaló vagamente la foto de la mesilla, pues, no sé… Estuvieron juntos todo el sábado y la mayor parte del domingo, y él la ayudó a recoger la casa antes de marcharse. Cuando se despidieron, en el mismo descansillo donde se habían conocido, se la quedó mirando con los ojos muy quietos, muy abiertos, y no encontró nada que decir. Ella le besó en la mejilla, y bajó deprisa por las escaleras, pero antes de llegar al portal, oyó su voz, espera un momento, Manuel llegó corriendo, la besó en la boca, el sábado que viene tengo que ir al pueblo a recoger a mi mujer, le dijo, pero a lo mejor… ¿Tienes teléfono? No, mintió ella, no tengo.

Cuando salió del metro en la Puerta del Sol, la noche no se había cerrado aún, y sin embargo, Sara sintió que desembarcaba en un mundo distinto, que era el mundo real, el único suyo, como si el tiempo que acababa de vivir, San Fernando de Henares, la casa de Pablo, el cuerpo de Manuel, su cara, sus manos, sus gestos, formaran parte de una realidad falsa, sólo aparente, una ficción que acababa de reventar en el aire igual que una burbuja de jabón, una transparencia ilusa que no podía sobrevivir, y así se había disuelto, en el umbral de las historias verdaderas. Entonces no entendió muy bien qué había sucedido, por qué se había

comportado como lo había hecho, quién había tomado por ella cada una de sus decisiones, y no se sintió avergonzada ni satisfecha, pero sí extraña, atada a un recuerdo auténtico que era sin embargo ajeno a las reglas de su memoria. Con el tiempo comprendería que aquel episodio, por más que nunca lograra desnudarlo de su decisivo envoltorio de extrañeza, había nacido de sí misma, de su propia confusión, sus propias dudas, como ninguna acción que hubiera emprendido conscientemente antes. El encargo de su cuñada, aquel engorro, un viaje tan pesado en tardes sofocantes para regar una docena escasa de macetas, le había regalado la oportunidad rarísima y preciosa de deslizarse en una de sus vidas posibles, la vida que le habría pertenecido si no hubiera sido desde siempre una niña aparte.

El vecino de Pablo, con el pelo negro, rizado, los ojos claros, y esa mandíbula cuadrada, tan familiar, que compensaba de sobra el discreto grosor de sus labios, era mucho más que un hombre guapo que la miraba por la ventana. Desde el otro lado del patio, aquel desconocido se parecía a Arcadio Gómez Gómez más que sus hijos, y no al hombre oscuro, al anciano cansado, prematuro, que abrazaba sin palabras a una niña desorientada y sola cada domingo por la mañana, sino al Arcadio joven y fuerte de las fotografías, al Arcadio armado y feroz, de cuerpo poderoso y brazos bronceados, a quien ella quería más, en quien mejor se reconocía.

Y la casa de su hermano, el suelo de terrazo, las puertas huecas, las ventanas de aluminio, el pasillo diminuto y todas esas espantosas figuritas de cerámica que imitaban toscamente los perfiles y las poses de los pastores de porcelana de Sajonia, podría haber sido su casa si ella hubiera podido escoger a un obrero de la ITT, si hubiera podido vivir desde el principio la vida que le correspondía, si hubiera podido aspirar a una sola clase de felicidad.

Eso fue lo que amó, a ese sueño se entregó entre los brazos morenos de un hombre que nunca fue solamente él, y que nunca logró hacerla suya del todo en las cuarenta y ocho horas más extrañas de su vida, sin llegar a sospechar jamás con cuánto amor llegaría a recordarlo después. A ninguno de los dos se les ocurrió desconectar el despertador de Pablo al meterse en su cama, pero cuando sonó, a las seis y veinticinco de la mañana del sábado, ella estaba despierta. Era la primera vez que dormía con otra persona y la proximidad del cuerpo de aquel hombre, el calor que desprendía, el eco de su respiración, le pesaban más que el sueño, y la asustaban más que la estridencia de ese timbre inesperado que rebotó de repente entre las paredes de la habitación. Él, entonces, se incorporó enseguida, obedeciendo a un reflejo automático, y se levantó casi de un salto. Sara, estremecida por el asombro al comprobar lo hermoso que podía llegar a ser el cuerpo de un hombre desnudo, le vio levantar la cabeza, moverla a un lado y a otro como si intentara comprender dónde estaba, y girarse por fin hacia ella, sonriendo.

—¡Anda! –exclamó con una voz pastosa, anclada en el sueño–. Si estás tú aquí… ¡Qué bien! Se me había olvidado. Volvió a la cama, se tapó con la sábana, se acercó a ella y la abrazó, y la besó

muchas veces en la cara, en el pelo, en el cuello, y Sara notó su calor, tan agradable tras el insomnio, en la frescura traidora de las madrugadas de agosto, y percibió después otra codicia, el deseo creciendo en las yemas de sus dedos, en el espacio que se agrandaba entre sus labios abiertos, en la dureza del sexo que se apretaba contra su vientre, y sintió envidia, y una extraña especie de gratitud, y la necesidad de devolverle cada caricia, de fundirse con él, de atraparlo, y rodeó el cuerpo de aquel hombre con sus brazos, posó las dos manos abiertas en su espalda para atraerlo sobre sí, y él la poseyó despacio, sin palabras pero con suavidad, con los ojos abiertos, y saliéndose a tiempo. Luego se besaron durante mucho rato sin dejar de mirarse, como si los dos pudieran adivinar al mismo tiempo lo raro y lo bueno que cada uno de ellos era para el otro. Tenemos que comprar condones, dijo él, y luego se dio la vuelta y añadió, vamos a dormir un poco más, ¿no? Entonces fue ella quien se le acercó, ella quien se pegó a su cuerpo. Manuel cogió su brazo derecho para cruzárselo sobre el pecho, como si estuviera acostumbrado a dormir así, abrazado por alguien, y Sara le besó en el hombro, una, dos y tres veces, y mientras se quedaba dormida al fin con un sueño pesado y hondo, se abandonó a la fantasía de que aquel hombre era su hombre, y aquella casa era su casa, y alcanzó a darse cuenta de que, por muy pobre que pudiera parecer, aquél era el momento más dulce de su vida. Y sin embargo, nunca, ni siquiera cuando empezó a ser capaz de recordar sin vergüenza primero, con cariño después, la figura de un hombre que pedía pan en los restaurantes chinos, que comía con el brazo izquierdo caído sobre el muslo, que sembraba letras de más al principio y al final de palabras como luego, como así, como radio, volvió a buscarlo. Ni siquiera quiso volver a la casa de su hermano para descolgar las sábanas que había lavado y tendido, para plancharlas y hacer la cama con ellas como había planeado, porque el lunes, cuando salió del trabajo, ya no era capaz de creer que aquello hubiera sucedido de verdad, porque le daba miedo la posibilidad de verle otra vez, porque no quería prolongar la ilusión amable y falsa de una vida que nunca sería la suya. Tampoco se le ocurrió que su cuñada pudiera ser tan suspicaz, pero cuando se la encontró sentada a la mesa en Concepción jerónima, un domingo de septiembre, todavía le duraba el enfado.

—Se me cayó un barreño lleno de agua encima de la cama –Sara improvisó la primera excusa que se le ocurrió sin atreverse a mirar a los ojos a Pili, y se estrelló a cambio contra la mirada de escándalo de su madre–, por eso os cambié las sábanas.

—¿Y por eso las lavaste? —Pues sí. Para que no olieran a humedad.

—Seguro –su cuñada se la quedó mirando con un desprecio tan intenso que ya no se sintió capaz de ignorarlo–. ¡Menuda lagarta estás tú hecha, guapa! Pablo, que se llevaba muy mal con su mujer, no se atrevió a intervenir directamente, pero se lanzó a regañar a los niños sin motivo para cortar aquella conversación, y Sara se dio cuenta de que él también la miraba de otra manera, con una complicidad nueva, casi con admiración, como si no la hubiera conocido

nunca, como si acabara de descubrirla y no pudiera creerse lo que sabía. Sara

pensó que aquélla debía de ser la primera vez que su hermano se fijaba en ella,

pero le agradeció el quite.

—Manuel me ha dado recuerdos para ti –le dijo luego, en la cocina, mientras ella

fregaba los platos y esperaba a que subiera el café–. Nos llevamos muy bien,

trabajamos en la misma planta. Es muy buen tío, y no quería contarme nada, no

creas… Pero yo se lo saqué, porque estaba claro que algo había tenido que pasar.

No sólo por lo de las sábanas. Por lo visto, colocasteis al revés la mitad de los

cacharros de la cocina. La única que tenía llaves del piso eras tú. Podrías haber

venido con cualquiera, claro, pero teniendo esta casa para ti sola, buena gana de

ir hasta San Fernando, ¿no?

Además, Gracia, la mujer de Manuel, le dijo a Pili que a la vuelta del pueblo le

había encontrado muy raro, de mala leche y sin ganas de nada, así que, total,

entre unas cosas y otras, la verdad es que no tardé mucho en adivinarlo… Lo

malo es que mi mujer es muy amiga de la suya. Van juntas al mercado, quedan

todas las tardes para oír la novela esa que echan por la radio, se acompañan

cuando tienen que comprarse ropa y cosas así, pero yo creo que, por muy

mosqueadas que estén, fijo fijo no saben nada.

—¡Ah! –Sara levantó la cabeza del fregadero para mirar a su hermano, y no logró

enfocarle bien, y por eso se dio cuenta de que se le estaban llenando los ojos de

lágrimas.

Entonces escucharon el eco de unos tacones en el pasillo y él, que era nueve

años mayor que ella, y ya debía de estar liado con la peluquera con la que se

marchó de su casa un par de años después para consternación general y

rencorosa satisfacción de Sara, que aquel día le juró un odio sin tregua a su

cuñada, reaccionó enseguida.

—Venga, venga, venga, venga…

–susurró muy deprisa mientras la estrechaba con su brazo derecho, y le dio un

beso en la sien, como si fuera una niña pequeña, antes de volverse para

interceptar a su mujer–. El café no está todavía.

Pregúntale a mi padre si va a querer, ahora lo llevo.

—¿Tú? –la voz de Pili, distorsionada por un asombro fingido, exagerado, era

chillona y aguda como el cloqueo de una gallina–.

¿Que vas a llevar el café tú?

—Sí, yo –y Sara, que fregaba sin parar, sin detenerse a eliminar el rastro de esas

lágrimas que no entendía, pero que se obstinaban en caérsele sin pausa de los

ojos, se dio cuenta de que su hermano se estaba poniendo chulo–. ¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? –su mujer se encrespó, para ponerse a su altura–. ¡Joder! Pues

sí que estamos bien. Primero la mosquita muerta, y ahora tú, llevando el café a la

mesa… ¡No vamos a dar abasto, en esta familia, con tanta novedad!

—¡Pues tú ándate con el bolo colgando! –Pablo siguió chillando cuando Pili se dio

la vuelta, sus tacones alejándose por el pasillo–.

¡No vaya a ser que te lleves otra sorpresa dentro de poco!

—¿Sí? –su mujer se detuvo a mitad de camino para increparle a su vez–. ¡Anda

con ojo, a ver si no te la vas a llevar tú!

Entonces, Sara escuchó a lo lejos la voz de su madre, que había salido del

comedor para pedir paz, como de costumbre.

—¡No jodas! ¿Y dónde hay que firmar? –Pablo seguía chillando a pesar de los

ruegos de su madre, también como de costumbre–. No me caerá esa breva, a mí

no, no me caerá esa breva, mira lo que te digo…

El taconeo de Pili se fue amortiguando hasta cesar por completo, y Sara no oyó

más ruido que el eco de las voces de los niños.

Entonces subió el café. Pablo, mucho más tranquilo de lo que se podría esperar

después de la discusión, cogió una bandeja, colocó encima las tazas y el

azucarero, y volvió a acercarse a su hermana.

—¿Quieres que le diga algo?

–le preguntó, casi al oído.

—No –Sara negó con la cabeza–. ¿Para qué?

Él se encogió de hombros, como una forma de darle la razón, pero cuando tenía

ya la bandeja entre las manos, ella se decidió a añadir algo más.

—Bueno –murmuró–, dile que yo también me acuerdo de él… Al fin y al cabo, ésa

es la verdad.

Y seguiría recordándolo durante mucho tiempo, tanto que jamás llegaría a olvidar

el tacto de sus dedos anchos y ásperos, la piel levantada alrededor de las uñas, la

cutícula rota en dos o tres sitios, ni el calor instantáneo, analgésico, que

desprendían al posarse sobre su cara, sobre su ropa, sobre su cuerpo, dedos más

fuertes, más poderosos que la confusión de una niña que nunca fue capaz de

presentirlos cuando miraba la realidad en blanco y negro, y no olvidó aquella

intimidad tibia e insólita de sábanas ajenas y ojos abiertos, ni el roce de una piel

gemela, escogida, común, pero tan felizmente consciente en cambio de

pertenecer al otro. Durante años, mientras su vida se confirmaba como un paisaje

árido y seco, despoblado, desértico, se reprochó a sí misma con una dureza

equitativamente disciplinada y estéril no haber vuelto a San Fernando, al cuerpo

de Manuel, aquel lunes que la convenció de que no había pasado nada, y el

martes que llegó después, y el miércoles que nació de aquel martes, y el que

habría sido el primero y el último de los jueves, y otro viernes al fin, cinco tardes,

cinco noches, cinco madrugadas para prolongar el sueño exacto de un amor frágil

y cierto, irremediablemente condenado a morir.

Nunca se arrepintió sin embargo de no haber vuelto después a buscarlo. Cuando

sentía la tentación de hacerlo, de responder con los ojos a las miradas de

inteligencia que recibía algún domingo al mes, desde el otro lado de la mesa,

intentaba mirar a través de Pablo, seguirle hasta su piso pequeño y barato de las

afueras, prolongar sus estallidos de cólera contenida, masticable, en las broncas

que se harían más genuinas, más estruendosas, más feroces, en la muda

presencia de esas macetas que su cuñada no compraba en ninguna tienda, cintas

y geranios, amores de hombre y plantas del dinero que se iban multiplicando de

brote en brote, de esqueje en esqueje, para cambiar de mano en la escalera, en

el mercado, en el vestuario de la fábrica de cerveza donde ella iba a limpiar por

las mañanas, regalos sin precio, gestos espontáneos de cortesía elemental en un mundo a duras penas decoroso, un paisaje de figuras cansadas, hombres muy jóvenes que ya dejaban de parecerlo, mujeres muy jóvenes pero muy avejentadas, y muchos niños, niños que chillaban, y corrían, y lloraban, y hacían ruido, y pedían cosas sin parar, niños que a lo mejor no eran tantos, pero que lo parecían al acostarse en unas literas que no dejaban espacio suficiente para abrir del todo la puerta de un dormitorio demasiado pequeño, al otro lado de los tabiques finísimos, bajo la lámpara que bailaba con sus pisotones en las amontonadas tardes de sábados de invierno, aburridos y lluviosos. Así vivía Pablo, y así viviría su vecino, eligiendo entre el cansancio y la desilusión, una resignada monotonía o la tentación de arañar un poco de placer, un destello de alegría en cualquier parte, a cualquier precio. Sara lo sabía, Socorro se lo había contado muchas veces, de momento le he puesto a régimen, decía, y a ella le daba pena su cuñado Marcelino, el encofrador, que iba a tener que sacarle a su madre diez mil pesetas de la pensión cada primero de mes si quería volver a follar con su mujer. Pero no seas bruta, Socorro, le decía, no puedes hacerle algo así, ¡anda!, contestaba ella, y ¿por qué no?, y ¿qué hago entonces?, ¿me lo quieres decir?, dímelo, si eso es lo que se ha hecho siempre, si es lo único que sirve para algo, lo único que tengo, lo único… ¿Y tú qué?, preguntaba entonces Sara, a mí me importa menos que a él, contestaba su hermana, y además, yo me aguanto, me aguanto, me aguanto y me aguanto…

Ése era el principio del fin, aguantar, aguantar hasta donde se difuminan los buenos propósitos, hasta donde la imaginación se despierta, hasta donde la ira comienza a alimentar más que la cena cuando un hombre muy joven y muy cansado llega a casa de noche para encontrarse dos huevos fritos fríos debajo de un plato y a una mujer, muy joven también, y muy cansada, que le cierra las piernas en la cama.

Peor para ti, dirían entonces, y Sara los podía entender, pero también las comprendía a ellas, que trabajaban igual que sus maridos y encima los tenían que oír chillar porque se habían bebido tres cervezas seguidas y la cuarta no les estaba esperando en la nevera, mujeres que se habían casado antes de cumplir veinte años porque estaban hartas de tener que hacerlo de pie en un cuarto de baño o tumbadas en la tierra del rincón más oscuro del parque de su barrio, y que habían tenido dos, o tres, o cuatro embarazos antes de los treinta, para ver cómo sus maridos ensanchaban, y se cuajaban, y sin dejar de ser jóvenes, se volvían más atractivos que antes mientras ellas pasaban directamente del esplendor al derrumbe, a la piel estriada, a la carne descolgada, a la gordura informe de esas roscas de pan que se iban comiendo ellas solas por la calle, antes de llegar a su casa, por pura ansiedad, mujeres que poseían solamente un arma y abusaban de ella hasta que la cuerda se rompía, porque a veces tenían la suerte de dar con un manso, como el pobre Marcelino, que acababa haciendo todo lo que Socorro le pedía, y así era pasablemente feliz, y la hacía pasablemente feliz a ella, pero a veces no, a veces salían bravos, como Pablo, que resumía toda su filosofía de la vida en una sola sentencia, voy a hacer lo que me salga de los cojones; si no te

gusta, ahí está la puerta. Y detrás de la puerta siempre había una mujer más joven, una chiquita, como ellos dirían, que estaba dispuesta a hacer todo lo que una esposa legítima no tiene por qué hacer, que nunca les decía a nada que no, que aprendía muy deprisa, y les acariciaba, y les halagaba, y les excitaba, y les chupaba, y se dejaba chupar lo que hiciera falta, durante todo el tiempo que hiciera falta, hasta que a ellos se les ocurriera pensar que aquello no sólo salía más barato que una puta, sino que si la chiquita, además, estaba tan entregada, era porque se había vuelto loca por ellos, porque les quería de verdad. Entonces todo empezaba otra vez, desde el principio, pero con una figura de más, un personaje impar, la mujer arruinada y sola, abandonada a su propio odio, que no leía libros ni periódicos, que no tenía televisor, ni idea de que en la otra mitad del mundo había mujeres como ella que reivindicaban los deberes que su marido le había exigido en vano durante años como un derecho propio, una mujer que jamás habría sospechado lo que las jóvenes universitarias del barrio de Salamanca entendían por liberarse, una mujer como su cuñada Pili, aquellas tardes en las que iba a casa de su suegra a llorar, y lloraba para vaciarse, para anularse, para atontarse, para que Sara sintiera que, por mucho que hubiera llegado a odiarla, por muchos libros y periódicos que ella sí hubiera leído y fuera a seguir leyendo, sus lágrimas eran capaces de partirle el corazón, pero no más que las palabras de su hermano cuando la miraba a los ojos para hablarle claro, tengo treinta y tres años, decía, y lo único que he hecho en toda mi puta vida es levantarme a las seis y media de la mañana para trabajar como un cabrón, así que… ¿qué quieres que haga ahora, eh?, ¿qué quieres que haga? Por eso sonrió cuando Vicente González de Sandoval, dedos finos, yemas suaves, uñas cuidadosamente recortadas, reconoció en voz alta que su historia era sórdida, y fea, y apestosa, y se quedó con las ganas de añadir una respuesta más concreta a sus sonrisas, tú no sabes lo que dices, habría querido advertirle, tú tienes la suerte de no haber sabido nunca, y de no ir a saber jamás, lo que es una historia sórdida, y fea, y apestosa de verdad, Vicente.

Todo lo demás había sido fácil, tanto como si perteneciera al destino de otra persona, y no al guión de su vida ardua y trabajosa.

Cuando fue a recogerla para llevarla al restaurante donde su amigo celebraba su despedida de soltero, Vicente fue puntual, y ella se fijó enseguida en que había escogido una ropa muy distinta del traje y la corbata con la que estaba acostumbrada a verle en la oficina, unos vaqueros, una camisa de cuadros y una chaqueta de ante, y apreció aquel gesto, y más aún el de sus ojos, que seguían cosidos a sus piernas cuando se enderezó por fin en el asiento, para que él, mirándola ya de frente, los refrendara con el acento de las exclamaciones irreprimibles, ¡qué guapa estás, Sara! Los novios, que le decían adiós a su estado civil en una cena conjunta, con amigos comunes y sin ritos específicos, como correspondía a su condición de pareja progre que a la mañana siguiente se iba a casar por la Iglesia en una ceremonia casi clandestina, sin más invitados que los padrinos, sin arroz, sin vestido blanco, sin velo, sin ramo de flores, sin chaqué ni traje azul, sólo para no romper definitivamente los lazos con sus respectivas y

buenas familias, los acogieron con mucha naturalidad porque, como Sara sabría algún tiempo después, apenas conocían de vista a la señora de González de Sandoval, y estaban acostumbrados a ver a Vicente solo, o con una chica distinta cada vez. La confortable mezcla de indiferencia y simpatía que Sara percibió en ellos y en la mayoría de los asistentes a aquella cena la ayudó a sentirse cómoda, a situarse por encima de las inevitables, aisladas sonrisitas de unos pocos murmuradores que no lograron destruir una sensación compacta y densa, razonada y razonable, pero esmaltada a cambio con los engañosos brillos de lo instintivo. Vicente, que no dejaba de mirarla ni para llevarse la comida a la boca, que la envolvió en una atención exclusiva, absorbente, que Sara hubiera esquivado en cualquier otra persona, que estuvo pendiente de ella, de su copa de vino, de su paquete de tabaco, de sus deseos y de sus necesidades, durante toda la cena, encarnó aquella noche la única versión posible, largamente presentida, del hombre que Sara había deseado encontrar desde que una fiesta de cumpleaños la partió por la mitad.

Aquella certeza suplió con ventaja cualquier laguna, todos los titubeos y las incertidumbres, siempre he querido tener un novio como él, pensó cuando Vicente la besó en la boca delante de todos, con un ansia que crispaba los delicados dedos de su mano derecha mientras sujetaban su cabeza como si ella se les pudiera escapar, como si temieran que quisiera de verdad escaparse, siempre he querido tener un novio como él, cuando la sacó del restaurante casi en volandas, sus piernas, sus brazos, sus labios enredados en una confusión que comprometía el equilibrio de sus pasos, siempre he querido tener un novio como él, cuando se abalanzó sobre ella en el coche y sus manos se dedicaron a explorarla por encima de la ropa sin esbozar siquiera el ademán de girar la llave olvidada en su sitio, al lado del volante, siempre he querido tener un novio como él, cuando sus movimientos cesaron de repente, y la miró a los ojos, y le dijo que se moría de ganas, pero que no podía llevarla a ningún sitio más acogedor, más discreto, más agradable que un hotel cualquiera. Siempre había querido tener un novio como él, siempre, desde siempre.

Era una verdad profunda, la más brutal y la más humillante, la más pura, la más incontrovertible de cuantas poseía. Por eso, por no decepcionarle, se comportó como una vulgar chiquita del extrarradio, y le dijo que sí a todo, aquella noche y muchas otras noches, para que fuera lo que él quería, como él quería, cuando él quería y donde él quería, y eso, repetirse en cada momento que él era el novio que siempre había querido tener, le bastó durante mucho tiempo. Y sin embargo no era así, porque Vicente González de Sandoval era un hombre débil, aunque Sara tardaría años en descubrirlo. Al principio le pareció todo lo contrario, un sabio, un príncipe, el amo del mundo, alguien con recursos para dominar la realidad, para someterla estrictamente a sus deseos, y con capacidad de sobra para utilizarlos. —¿Y por qué no me trajiste aquí el otro día?

Era un apartamento pequeño, pero con unas vistas magníficas, en el ático de un edificio antiguo de la calle Bailén, casi en la plaza de España.

—Porque ni siquiera sabía que estuviera vacío –le contestó, quitándose la chaqueta para dejarla caer encima del sofá–. Es de mi abuela. Todo el edificio es suyo, aunque ahora no vive aquí nadie de la familia. Fui a verla, le pregunté si le quedaba algún piso sin alquilar, y le pedí que me dejara éste para montar un despacho, porque en casa los niños no me dejan trabajar –se quitó también la corbata, se desabrochó los dos primeros botones de la camisa y sonrió–. Quedamos en que se lo devolvería cuando lo necesitara, aunque no creo que lo necesite nunca, porque está podrida de dinero…

No era verdad. Aunque su abuela estuviera efectivamente podrida de dinero, ni aquel apartamento, ni ningún otro piso del edificio, le pertenecían a ella ni a nadie de su familia. Aquélla era otra parte clásica de una historia clásica. Él había mirado los anuncios por palabras del periódico, había llamado a una agencia inmobiliaria, lo había visto, le había gustado, había dejado una señal, y durante años, sin que Sara lo supiera, seguiría pagando el alquiler mediante una transferencia automática desde una cuenta corriente en la que su mujer no tenía firma. Nunca había sentido la necesidad de hacer algo así por ninguna de las mujeres con las que se había liado desde que se casó con María Belén, y ése era el modo en el que su historia era verdad, pero había buscado sólo entre los apartamentos amueblados, para no gastar más dinero del imprescindible, por si las cosas se torcían, por si Sara, de repente, le dejaba de apetecer, como le habían dejado de apetecer las otras. —¿Y los muebles? —Ya estaban aquí. —Pues no son muy bonitos.

—No –avanzó hacia ella, la abrazó con fuerza, la besó en la boca, echó luego la cabeza hacia atrás para mirarla y Sara presintió que iba a enamorarse de aquel hombre sin remedio–. Ya le echaré una bronca a mi abuela. Las sábanas eran nuevas. Tenían el tacto crujiente, áspero aunque agradable, de los tejidos que no se han lavado todavía, y los dobleces del envoltorio marcados en la superficie. Sara se fijó en eso, como se fijaba siempre en casi todo, mientras él la desnudaba, y la estrujaba, y la palpaba, y la besaba, y la lamía con la incontrolada voracidad de un niño goloso en su propia fiesta de cumpleaños, sin resentirse aún de la pobreza de sus respuestas, su incapacidad para dar lo mismo que recibía, esa pasividad armada, como una necesidad de estar alerta, consciente y controlándose en todo momento, que a los otros les daba igual, que a Manuel le había dado igual, pero que a él en cambio llegaría a dolerle. —¿Las has comprado tú? –le preguntó, cogiendo el pico de la sábana entre los dedos, cuando Vicente se desplomó a su lado para convencerla de que todo había salido muy bien, porque él parecía tan contento, tan dispuesto a abrazarla, a abandonarse sobre su cuerpo como la primera vez, y ella había apreciado su peso, su olor, y había sentido la misma necesidad de apropiarse de él, de entregarse a él al mismo tiempo, que conoció durante una lejana madrugada de

agosto en una cama prestada, y que no era exactamente placer, pero sí lo más intenso que había sentido nunca por un hombre, con un hombre. —Sí –murmuró él. —¿Y has venido a hacer la cama?

—Claro –volvió a murmurar, y ella se echó a reír, y le abrazó, y le besó, y se pegó a él como no lo había hecho antes, mientras se movía dentro de su cuerpo. Tal vez fue eso, su interés por un detalle tan pequeño, la desmesurada reacción que había provocado su respuesta, lo que iluminó a Vicente en aquel momento. Tal vez, en un espacio tan breve, acertó a relacionar de alguna forma el extravagante júbilo de Sara con el impulso de llevarse aquellos botecitos de champú del cuarto de baño del hotel de la primera noche, y con todas esas extrañas preguntas a las que no había podido encontrar ningún sentido desde que empezó a contestarlas con monosílabos y una perplejidad que crecía en cada signo de interrogación, ¿dónde vivías con tus padres antes de casarte?, ésa había sido la primera, en la calle Montesquinza, contestó él, ¿y a qué colegio fuiste?, al Pilar, ¡ah!, ella suspiró con un alivio inexplicable y prosiguió por coordenadas cada vez más misteriosas, ¿y por qué zona te movías cuando ibas a la universidad?, yo qué sé…, por Moncloa, supongo, como todo el mundo, ¿y no conocerás por casualidad a un ingeniero de caminos que es de Vitoria y se llama Juan Mari García de Ibargüengoitia, verdad?, no, ¿y a una chica muy mona que se llama María Pilar Gutiérrez Ríos aunque todo el mundo la llama Maruchi?, tampoco, ¿tu mujer estudió en el Sagrado Corazón?, no, ¿te suena el apellido Villamarín?, no, ¿y Ochoa?, no, ¿y por qué tendría que sonarme?, ¿por qué me haces unas preguntas tan raras?, no, no, por nada, por nada…

—Nunca me has contado por qué eres mi igual y mi contrario, Sara –le dijo mirándola a los ojos, sus narices rozándose todavía, antes de que ella deshiciera su abrazo–, por qué eres mi reflejo en un espejo.

Entonces, Sara se separó de él, se recostó contra el cabecero de la cama, tomó aire, fijó la vista en el techo, y se lo contó todo.

Era la primera vez que le contaba su historia a alguien, y sería la última vez que lo haría. Creyó que no sabría por dónde empezar y empezó por el principio, por el miedo de una niña que se llamaba Sebastiana el primer día que fue a trabajar a una gran casa de la calle Velázquez con doce años recién cumplidos. Desde allí, las palabras parecieron encadenarse solas, acudir por su cuenta a unos labios entumecidos, anestesiados por el acento neutro, seco, ajeno, con el que intentaba defenderse de su propia memoria. Él la dejaba hablar, no la interrumpió nunca, no se acercó a ella, ni la tocó, aunque Sara le oía respirar en las pausas, mientras hubo pausas, mientras logró imponérselas, imponerse aquella dureza objetiva a veces, otras incluso levemente irónica, que en algún momento comenzó a doler, a atenazar su garganta, a desecar su boca, necesito una copa, pensó, y no se atrevió a ir a por ella, a detener un relato que codiciaba ansiosamente su final, pero necesitaba una copa, y no fue a por ella, y se vino abajo, y entonces pudo hablar también de sí misma, de la pieza suelta que jamás encajaba en ningún rompecabezas, de su confusión, de su rabia, de su rencor, y nunca había querido

darle pena a nadie, y menos habría querido darle pena a él, y por eso escogió caminos laterales, detalles aparentemente nimios, palabras ligeras, corrientes, desprovistas de la gravedad de los juramentos que perforan los recuerdos, la conciencia, y habló de unos muebles pequeños lacados en blanco, un vestido de seda, una cuerda de tender, una colección de diademas de colores, un manojo de fotos viejas, imágenes descoloridas, su vejez amarillenta, sus bordes dentados, sus picos doblados por el humillante descuido de los años, no fue más allá, no quiso ir más allá, pero su estrategia se volvió contra ella, y un llanto manso y tembloroso, que no la impedía hablar, seguir hablando, que la consolaba con su quietud y la mecía en su ritmo al mismo tiempo, acompañó su discurso hasta el final.

Luego se volvió a mirarle, y creyó distinguir en la penumbra un velo líquido, un rastro de compasión sobre sus ojos. Vicente se incorporó, carraspeó, y se volvió hacia fuera, para coger el teléfono que estaba en la mesilla. —Hola, soy yo, ¿está la señora? –su tono desenvuelto y eficaz, casi frívolo, impresionó a Sara antes de que tuviera tiempo para dejarse impresionar por lo que estaba escuchando–. No, no la moleste, dígale solamente que no puedo volver a casa esta noche porque estoy todavía en Segovia. La reunión se ha complicado y tengo que quedarme a dormir aquí… Sí, sí, ya se lo explicaré yo mañana… Gracias, adiós.

Volvió a colocar el teléfono en su sitio, se dejó caer hasta hundirse entre las sábanas, y abrazó a Sara con un gesto enérgico y desamparado a la vez, la fuerza de sus brazos desmintiéndose en el impulso infantil de colocar su mejilla sobre la de ella y apretar fuerte, hasta que los huesos se dejaron sentir a través de la piel y de la carne.

—Sara, Sara… –murmuró, y estaba emocionado, y se sentía misteriosamente culpable, y no intentaba disimularlo–, Dios mío, Sara… Sara… Ella, que ya pensaba que él podía salvarle la vida, llegó a estar segura de que lo haría mientras los dos disfrutaron en armonía del mismo juego. Desde aquella noche, y hasta que el cansancio de la repetición modificó sus reglas, Vicente González de Sandoval se gastó mucho dinero en complacer a Sara Gómez Morales, en comprarle regalos bonitos e inútiles, en escoger sistemáticamente los objetos, los lugares, los precios más caros, en llevarla de la mano a recorrer con él todas las estaciones del lujo, desde las más vulgares y ostentosas hasta las más delicadas y secretas, y supo envolver cada peseta que se gastaba en un velo limpio, transparente, una simple muestra de amor sin importancia, y jamás negoció con su esplendidez, nunca le pidió nada a cambio de nada. Le gustaba mirarla, observar su capacidad para disfrutar de las cosas que no estaban a su alcance, descubrir poco a poco sus inagotables habilidades, la sabiduría de sus dedos, de sus ojos, de su paladar, el aplomo con el que distinguía la seda natural de la sintética, el armañac auténtico del brandy nacional, y jugar a provocarla, a tentarla, a apoderarse de su voluntad, de su memoria, de sus emociones, cada vez que distinguía un destello de luz en sus ojos al pasar por delante de un

escaparate. —¿Te gusta?

Podía ser un objeto pequeño, insignificante incluso, un bolígrafo, un pañuelo, una agenda, o algo verdaderamente caro, una joya, un bolso de piel de cocodrilo, un vestido de noche, pero él preguntaba siempre con el mismo interés, la misma expresión perversa y adorable asomándose a la vez a una esquina de su boca, y ella también respondía siempre de la misma manera, negando con la cabeza mientras se reía con una risa tonta, infantil, despreocupada, y daba saltitos con los pies juntos, las manos cerradas y hundidas en los bolsillos del abrigo como si pretendiera perforar la tela con los nudillos. —¿Te gusta?

Vicente se pasaba la lengua por el filo de los dientes, se acercaba a Sara, la abrazaba desde atrás, la mantenía sujeta con un brazo, enviaba a su otra mano a convencerla por debajo de la ropa, estudiaba con atención el rostro reflejado en el cristal mientras sus dedos se escurrían dentro de su escote o más allá de la cinturilla de su falda para llegar lejos, cada vez más lejos, hasta que, antes o después, ella se dejaba caer sobre él, cerraba los ojos, ladeaba la cabeza, le ofrecía su cuello, y él lo besaba, o lo lamía despacio hasta llegar al borde de la oreja, y desde allí preguntaba por tercera vez, para contestarse inmediatamente después a sí mismo. —¿Te gusta? Te lo compro.

A veces, las personas que estaban dentro de la tienda llevaban ya un rato observándolos, vacilando entre la complicidad y el escándalo, y otras, en cambio, no se habían dado cuenta de nada. Entonces Sara se sentía aliviada, pero quizás un poco decepcionada también, y si estaban en un local lujoso, con gruesas alfombras y sofás estilo imperio donde se amontonaban los abrigos de visón, y percibía la más leve suspicacia en la mirada del cajero, temblaba ante la clase de comentarios que Vicente haría mientras rellenaba el talón. —Desde luego –solía murmurar chasqueando los labios, como si hablara para sí mismo, como si dejara escapar un comentario trivial y sin importancia–, hay que ver lo cachonda que te pone gastar dinero, hija mía…

Y sin embargo le encantaba oír la coletilla que, apenas un instante después, desarmaría sin condiciones a todos los actores secundarios de aquella escena. —Esto no me lo avisó tu padre, pero si lo llego a saber, no me caso contigo. Después salían a la calle muertos de risa, atragantándose con sus propias carcajadas, y Sara cedía sin esfuerzo a la felicidad que estremecía su cuerpo, ese hormigueo salado y puntiagudo que se infiltraba en su piel, una chispa súbita destellando como un farol desde sus ojos, y aquel rumor crujiente de celofán que parecía desenvolver una vida nueva y fácil, justa y mejor, sólo para ella. Aquella inagotable borrachera de deseos cumplidos y sensaciones agradables no se resentía de las excepciones, ni de los fogonazos de sensatez que la deslumbraban a veces con un resplandor directo, blancuzco y despiadado. Vicente vivía en El Viso, una zona residencial, apartada del bullicio que les cobijaba y les hacía invisibles, una pareja anónima entre miles de parejas

parecidas en los barrios céntricos por donde se movían, pero la soltaba del brazo para pasar deprisa por delante de algunos restaurantes, de algunas tiendas, de algunos portales concretos. No le explicaba nada, pero ella tampoco le daba importancia a sus prisas, aquellos súbitos cambios de acera sobre los que nunca hizo preguntas, ni comentarios, porque no estaba viviendo una historia completa, sino la primera fase de lo que acabaría siendo una historia completa. Vicente usaba siempre esa palabra las pocas veces que ella se había atrevido a hablar de lo que les estaba pasando, es sólo una fase, decía, esto es una fase, y ella le creía, porque en el fondo todavía le daba igual, porque tenía bastante con lo que él le daba, con lo que él le consentía poseer. Por eso superaba también sin dificultades la soledad de los fines de semana, un estado que tendría que haberle resultado conocido, familiar, y que sin embargo había cambiado de signo en aquella habitación de soltera repentinamente llena de cosas, objetos bonitos, a menudo caros, a veces carísimos, que eran suyos y sin embargo no dejaban de parecerle ajenos, impropios, hasta peligrosos. Pero cuando su joyero, y su armario, y los estantes del cuarto de baño se lanzaban a hablar, a preguntarle qué estaba haciendo, a qué estaba jugando en realidad mientras equivocaba el precio de las cosas, ella recordaba a Vicente y sonreía, y todo tenía sentido porque él le daba sentido.

—No es ningún derroche –le dijo una tarde de verano, mientras el sol acariciaba con pereza las azoteas de los rascacielos de la plaza de España, y se filtraba entre las persianas a medio bajar del apartamento para pintar a rayas su cuerpo, y ella se atrevía a dudar en voz alta–, sino una inversión rentable, calculada. Invierto en ti, en tu placer, en tu alegría.

Te quiero, Sara, y me conviene mucho que seas feliz conmigo porque necesito que tú también me quieras.

Tal vez, si nada hubiera cambiado, si la realidad externa, poderosa, no se hubiera movido de la Puerta del Sol para respetar los estrechos límites de la cápsula donde pasaba el tiempo que compartía con él, Sara habría logrado recuperar su potencia de cálculo, esa desconfianza esencial de la que había ido desprendiéndose casi sin darse cuenta al mismo ritmo con el que Vicente lograba por fin enseñarla a desnudarse con alegría.

Pero la muerte del dictador se anticipó a los primeros indicios de cansancio de los protagonistas de un amor que aún parecía luminoso y limpio, flamante y lleno de color, y de matices. En la primavera del 76, cuando Vicente pidió el ingreso en el PSOE, Sara sintió en la espalda el empujón de una realidad que por primera vez se había puesto de su parte, y mientras el clima del país entero entraba en un estado de ebullición general que prolongaba la intensidad de su pequeña pasión privada, llegó a creer que sólo existía un desarrollo posible, un final lógico, inevitable, que desembarcaría sin solución a aquel hombre en el centro exacto del resto de su vida.

Ella, que había dejado dormir el sueño de los fusiles, asistió con una fe, una esperanza diferente de la que declaraba en voz alta, a los progresivos episodios del fervor con el que Vicente inauguraba su carrera política, pero sus ilusiones se

contagiaron con facilidad de otras ilusiones, sus emociones se confundieron al entrar en contacto con otras emociones, y los vientos soplaban a su favor, y a favor de aquella gente tan joven, tan desconocida apenas unos meses atrás, tan repentinamente poderosa ahora, a favor de las palabras y de los gestos que removían las aguas quietas, que reventaban en el aire viciado, que hacían cambiar las cosas a tal velocidad que nadie, ni siquiera ellos, alcanzaba a comprender del todo la medida de sus éxitos. Parecía todo tan auténtico, tan conmovedor, tan necesario, que ni siquiera se detuvo a valorar las fórmulas, siempre elegantes, discretísimas, que Vicente escogía para presentarla en la imprescindible vorágine de su nueva vida social, y que, en lugar de esconderla, la hacían avanzar hasta el primer plano que más le favorecía a él, a sus progresivas ambiciones. Ella también se creyó favorecida entonces por su memoria, por el prestigio de una tragedia familiar como tantas otras, y hasta le gustaba escuchar a su amante mientras repetía en voz alta las fechas y los nombres, las anécdotas y los recuerdos que Arcadio Gómez Gómez había ido recuperando para él sobre el cristal de la mesa camilla de Concepción Jerónima, nombres y fechas, recuerdos y anécdotas que ella había escuchado ya un millón de veces cuando accedió por fin al deseo de Vicente y se lo presentó a sus padres, y que sin embargo se contagiaban de la gravedad definitiva y risueña de las promesas cuando los escuchaba de aquellos labios. Así se acostumbró a ser la compañera de aquel hombre casado que, en apariencia, no lo estaba para nadie en su partido, y llegó a pasar más tiempo con él que su propia mujer mientras lo seguía en aquellos viajes largos a veces, otras veces cortos, incluso brevísimos, en los que se iba encontrando con gente conocida que daba por sentado que estaban dejando los niños para después, para cuando Vicente fuera diputado.

El día en que Sara fue incapaz de controlar las náuseas ante una simple taza de café con leche, en el restaurante de un hotel de cinco estrellas de Atenas, Vicente era ya diputado. Ella ignoraba aún que hubiera cambiado algo más. —Creo que me voy a marear… —¿No estarás embarazada? —Desde luego que no, qué estupidez.

Era la primavera de 1982 y aquel aparejador que un día la sorprendió invitándola sin motivos a su despedida de soltero, llevaba ya más de siete años casado. Sara había cumplido treinta y cinco, y había vuelto a desconfiar hasta de su sombra. —Ya se lo he contado –le había dicho él un par de meses después de las elecciones del 77, la fecha simbólica que ella había escogido para reflexionar en voz alta sobre su situación. No se atrevió a atravesar la frontera que separa lo que se pide de lo que se exige, no lanzó ningún ultimátum, no proyectó represalias ni le presionó en ningún sentido porque calculaba que no hacía falta, y sin embargo, y a despecho de los resultados de todos sus cálculos, le vio palidecer, hacerse más frágil, más pequeño, encoger aparatosamente dentro del cuello de su camisa, adoptar el aire mustio, taciturno, en el que también escogió encerrarse en aquel momento, cuando le reveló que ya se lo había contado, y no quiso añadir nada más.

—¿Y? –preguntó ella por fin, después de un rato. —Bueno… pues que ya lo sabe.

—¿Y? –volvió a insistir Sara con una voz miedosa, delgada como un hilo. —Dice que no le importa.

Entonces, por primera vez en su vida, Sara pensó en aquella mujer, intentó ponerse en su lugar y, sólo después, empezó a comprender el punto de vista de su marido. Entonces, en las larguísimas pausas de aquella conversación, intuyó las magnitudes exactas de una asombrosa cadena de errores, y el verdadero precio de las cosas, todas esas cosas bonitas, a menudo caras, a veces carísimas, que no tenían ninguna importancia, y no sólo porque formaran parte de un juego limpio, transparente, a ti te gusta, y yo te lo compro, y tú estás contenta, y yo también lo estoy, y yo te quiero, y tú me quieres, y el dinero sólo vale para esto, para gastárselo, sino además, y sobre todo, porque a él no le habían comprometido nunca, en absoluto, porque jamás habían representado un desembolso significativo en los extractos de su cuenta corriente, porque en ningún momento le habían implicado en nada, como no le implicaban las medias palabras, los sobrentendidos, la ambigüedad de una relación que era pública pero también secreta, que era un noviazgo pero era un adulterio, un amor confuso que había ido creciendo y complicándose a la vez para medrar y hacerse fuerte en sus contradicciones, entre la placentera sofisticación de los hábitos de la burguesía más culta, más refinada, más exquisita, y esas plazas de toros donde Arcadio Gómez Gómez y Sebastiana Morales Pereira ocupaban asientos de honor y lloraban, cada uno a su manera, cuando la megafonía escupía al cielo la vigorosa obertura de «La Internacional» y eso tampoco tenía importancia, porque ni Vicente, ni su mujer, encontraban razones de peso para concedérsela. —Primero se ha puesto fuera de sí, me ha pegado, me ha chillado, y se ha dedicado a romper cosas –su voz sonaba extraña, irreconocible casi, a través de la barrera de las manos con las que se tapaba la cara–. Luego se ha tirado al suelo, me ha agarrado de las piernas y se ha echado a llorar. Me ha dicho que se va a matar, que se va a morir, en fin… Te lo puedes imaginar. Y que no le importa. Que está dispuesta a esperar todo el tiempo que haga falta hasta que se me pase, que no me va a poner pegas, que me va a dejar vivir, pero que no la deje, por lo que más quiera, que no la deje, porque soy el único hombre que ha querido en su vida, porque si la dejo se va a volver loca, porque se va a matar, porque se va a morir… –entonces se destapó la cara bruscamente, se levantó de un salto, y llegó a tiempo de sujetar a Sara por un brazo–. ¿Adónde vas? —No lo sé. Me voy. A mi casa, supongo… –de pie, en aquel salón que había hecho suyo a base de llenarlo de libros, y de plantas, y de objetos que le pertenecían, con la chaqueta abrochada, el bolso colgando del hombro, y el aspecto de una visita inoportuna que acaba de darse cuenta de que lo es, Sara movía la cabeza de un lado a otro para no mirarle, pero en algún momento se tropezó con sus ojos–. No quiero acabar llorando yo también. Hoy no. Hoy parece que ya te han llorado demasiado. —Escúchame, Sara –la cogió por las muñecas y la empujó con suavidad, hasta

dejarla apoyada en la pared, y no la soltó–. Yo estoy loco por ti, y tú lo sabes. Que no haya… podido… arreglar esto no cambia las cosas. Yo estoy loco por ti – repitió–, y tú lo sabes.

Y lo peor de todo es que era verdad, que ella lo sabía. Y sabía que Vicente González de Sandoval era mucho más que un hombre débil. También era un amante concienzudo, convincente, exhaustivamente generoso, y un compañero de viaje divertido, y un calor necesario, y un buen tipo, admirable en muchas cosas, adorable en muchas otras, y el novio que ella siempre había querido tener. Por eso, aunque lo intentó, no pudo dejarle. Por eso, y porque cuando lo veía aparecer con las manos temblonas, más pálido que nunca, más encogido aún dentro de su camisa que la última vez que ella le había advertido que ya no podía más, el corazón le decía que no iba a poder gobernarse, controlarse, arrancar de sí misma una necesidad imperiosa, frenética, de ir hacia él, que era amor, y era gloriosa, y era nefasta, y era gloriosa otra vez, y todo al mismo tiempo. Entonces, antes o después, aparecían dos billetes de avión, y todo volvía a empezar desde el principio. Primero fue Nueva York. Luego El Cairo, Berlín, Buenos Aires, Estambul, La Habana y, por fin, Atenas, donde Sara Gómez Morales no logró desayunar sin contratiempos ni una sola mañana. Estaba embarazada. No podía creérselo, pero eso decían los papeles, grisáceos ya a fuerza de desdoblarlos, y estirarlos, y estrujarlos, y volver a doblarlos, en los que constaban los resultados de sus dos análisis, el primero, que iba a dar negativo y dio positivo, y el segundo, que iba a dar negativo también, porque el primero a la fuerza había tenido que ser un error, y que se obstinó en volver a dar positivo. Durante el intervalo, Sara, incapaz de aceptar que el olvido de una simple pastillita amarilla pudiera precipitar semejante catástrofe, se encontró paralizada, bloqueada, y tan ajena a cualquier perspectiva inmediata como si todo aquello le estuviera sucediendo a otra persona. Por eso no quiso pensar, ni hablar con nadie, y cuando hizo, sola y entera, todas las gestiones necesarias para abortar, no fue consciente de estar tomando siquiera una decisión. Efectivamente, no había llegado a tomarla. Sin pensarlo, sin hablarlo, sin analizar su situación ni siquiera para sí misma, se estaba limitando a interpretar su papel, a respetar la conducta del arquetipo que le había sido impuesto por una fuerza hostil y superior, a dar un paso más en el guión vulgarísimo y archisobado de una vida tan previsible que a la fuerza tenía que parecerle propia, la más auténtica, la única real. En aquel punto convergían los collares de perlas de doña Sara, y el capote vuelto del revés de Arcadio Gómez, y el delantal con el que Sebastiana intentaba ahorrarse la fealdad del mundo en vano, y la fea resistencia de la señora de González de Sandoval, y la debilidad de carácter de su marido. Todos ellos sostenían ante sus ojos un decorado antiguo y mal pintado, el perfil de una mujer engañada, explotada, traicionada, abandonada a su humillación con el lastre insoportable de una criatura infeliz, inocente y sin porvenir. Mejor la señorita Sevilla. Sara casi podía escuchar todas sus voces, la agria consistencia de su piedad, la razonable sintaxis del buen consejo que susurraban a coro en sus oídos, mejor la señorita Sevilla, con su cintura de avispa y su eterno diminutivo a

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