Se sentó en un banco a descansar, y a hacerse a la idea de que tendría que volver a casa andando, y en esa pequeña, familiar contrariedad, se asustó de cuánto la echaba de menos. Charo odiaba los bancos, y las caminatas, pero Juan

no disponía de más dinero que el que ganaba en la panadería, sábados y domingos por la mañana, y eso no daba para mucho. Su padre, equitativo en las broncas, era obsesivamente cuidadoso en la cuestión de las pagas semanales, y tampoco destacaba por su generosidad como patrón. Al principio había sido distinto porque, cuando empezaron a salir juntos, Juan todavía dudaba en qué gastarse su pequeña paga de Navidad y el dinero que había recibido como regalo de Reyes. Antes, Charo le había rechazado ya dos veces, siempre con la misma falsa excusa, que era demasiado joven para echarse un novio, y con la misma sonrisa alentadora que le animó a intentarlo una vez más, a primeros de marzo, cuando ella acababa de cumplir los diecisiete.

Entonces le dijo que sí, y él sintió que caminaba por encima de las nubes. La primera vez que la besó en la boca, encontró en sus labios una insospechada delicadeza y un sabor dulce, crujiente, a caramelo.

Nunca había sido tan feliz como entonces, los primeros días, mientras ella le exhibía con orgullo ante sus amigas del barrio y celebraba la más trivial de sus ocurrencias con risas y aplausos, y le buscaba la boca en los semáforos, y le abrazaba sin venir a cuento en plena calle. Hasta que sus ahorros se acabaron, y los exámenes se acercaron, y a ella se le ocurrió preguntarse por qué él no tenía coche, y por qué tenía que encerrarse a estudiar todas las tardes, y por qué, cuando llegaba el fin de semana, tocaba siempre mucho banco, mucho parque, mucho paseo, y un miserable cubata y medio por barba. Nunca se quejó en voz alta de ninguna de estas cosas, pero Juan las fue leyendo en el cansancio de sus ojos, en la impaciencia de sus labios, en la seca indolencia de sus respuestas, y sintió que el prestigio de su edad, de su condición, de su estatura, se deshinchaba deprisa, como un globo pinchado que rebota en todas las esquinas antes de vaciarse del todo. Por eso, el sábado anterior, en un intento agónico por recuperarla, le pidió cinco mil pelas prestadas a Damián para llevarla a una de las discotecas más caras y más grandes del centro.

—¡Ay, tío, pero déjame en paz…, joooder! –ella, que hacía sólo un segundo parecía maravillada, encantada con las luces, y los espejos, y las tapicerías de terciopelo oscuro de aquel antiguo teatro que conservaba sus palcos dorados, y el vestíbulo señorial de los grandes estrenos del pasado, se revolvió con violencia entre sus brazos apenas ocuparon un sofá, ante una mesa baja–. Parece mentira. Lo serio que eres y lo salido que estás, es increíble, vamos… —Es que me gustas mucho –él siempre se defendía con el mismo argumento, una verdad pavorosa, suficiente, porque era cierto que le gustaba mucho, tanto que cuando no estaba con ella, la veía en el techo de la biblioteca de la facultad, en los escaparates de las pastelerías, en el café con leche de todos sus desayunos, en el trozo de cielo que se distinguía desde el balcón de su cuarto, y por eso, cuando la tenía delante, se le iban los ojos, y las manos, y la boca, detrás de ella, encima de ella, a través de ella, y no podía evitarlo, necesitaba tocarla, besarla, apretarla entre sus brazos hasta sentir el relieve de sus costillas en la yema de sus dedos, porque le gustaba mucho, más que mucho, tanto como ninguna otra cosa que existiera en este mundo.

—Vale, y tú también me gustas a mí, pero yo no te asfixio, ni te aplasto, ni estoy

todo el rato encima de ti, como si fuera un oso –se arregló la ropa, se separó un

palmo de él y le miró con ojos serios–. Contrólate, tío, no me des la noche, ésta

no, aquí no, por favor.

Juan abrió un palmo más de distancia entre los dos, cogió su copa, enganchó los

zapatos en el borde de la mesa y se repantigó en el sofá con los hombros

hundidos y el silencio doliente que exigía su ofendida dignidad. Cuando Charo se

levantó y le pidió que la acompañara a bailar un rato, se limitó a negar con la

cabeza, y repitió el mismo gesto cada vez que ella se asomó para reclamarle con

una señal de la mano. Hasta que, a medianoche, todas las luces se atenuaron, y

emigraron en bloque hacia un blanco frío, tenue como una luna nublada, para

anunciar el comienzo de la música lenta. Charo fue a buscarle, lo cogió de la

mano, le arrastró hasta la pista y se dejó abrazar.

—Lo siento, Charo, yo…

–murmuró él entonces en su oreja, sintiendo el relieve del cuerpo de su novia

contra su propio cuerpo–.

Es que me gustas mucho, en serio, mucho, muchísimo me gustas, yo…

No sé, es como si me volviera loco, me vuelves loco, eso es lo que me pasa, y no

puedo evitarlo, es que cuando te tengo delante… Pero no te enfades conmigo,

Charo, es sólo eso, que me gustas mucho –hizo una pausa y esperó alguna

palabra suya, algún gesto, alguna señal, pero no percibió ningún cambio en el

cuerpo que se movía contra el suyo, en la cabeza que reposaba sobre su hombro,

y la impaciencia forzó su primer error–.

Es sólo eso, y que no podría soportar… que esto se acabara, que me dejaras. –Ella tampoco quiso reaccionar entonces, y él se rebajó todavía más–. No me vas a

dejar, ¿verdad? Dime que no…

Los puntos suspensivos se habían cerrado aquella misma tarde, a la hora del

postre, por teléfono.

Juan Olmedo miró el reloj, casi las once, encendió su último pitillo, se levantó y

echó a andar de vuelta a casa, un camino muy largo, demasiado para sostener

con eficacia la fantasía de un futuro posible, plácidos años de transición hasta el

comienzo de la vida verdadera, cuando él acabara la carrera, y empezara a

trabajar en un hospital, y renunciara a sus ingresos de panadero de ocasión para

empezar a cobrar un sueldo de médico, y pudiera comprarse un coche, y una

casa, y fuera por fin alguien, y no el eterno proyecto de alguien que era desde

hacía años, que era todavía, entonces ella comprendería que se había

equivocado, y le buscaría, le convencería, y todo volvería a ser como al principio.

Esa idea le animó hasta más allá de Quevedo, pero su casa seguía estando

demasiado lejos, sus piernas le pesaban como si fueran de otro, no tenía dinero ni

para coger el metro, y Charo le había dejado. La derrota, como un horizonte

purísimo, absoluto, absorbía el impulso de sus grandes esperanzas.

Él había tenido el mundo entre las manos una vez. Recordaba su peso, su

volumen, la perfecta y esférica plenitud de sus contornos.

Recordaba el calor de aquella mañana de junio, el velo blancuzco que difuminaba

el azul rabioso de un cielo que ardía sin sol, antes del sol, y el asombro de sus zapatillas, la suela de goma caldeándose al pisar un asfalto templado, que no había llegado a enfriarse del todo tras una noche eterna de bochorno y moscas. El autobús de las diez de la mañana estaba repleto de gente cansada, sudorosa, más aburrida que nunca de tener que ir a trabajar a dos semanas escasas de sus vacaciones, pero él, recién duchado, muy despierto, y tan nervioso que ni siquiera acusaba la sofocante temperatura de un autobús abarrotado, no les prestaba atención. Agarrado a la barra con la mano derecha, su cabeza sobresaliendo limpiamente de la altura media del resto de los viajeros, repasaba una y otra vez los ejercicios del examen, oscilando entre el recuerdo de la euforia con la que había entregado las últimas hojas y el presentimiento de un desastre posible, la misma duda ambigua y radical que le consumía por dentro desde hacía semanas. No llegó al instituto de los últimos, pero tampoco de los primeros, aunque la puerta del despacho estaba todavía cerrada. El tutor sonrió al encontrárselos allí, una docena de adolescentes rígidos y silenciosos al borde de la histeria, y murmuró, no ha estado mal, no ha estado mal, antes de entrar con tres o cuatro profesores más.

La entrega de las papeletas no era más que eso, una ceremonia escueta, tan veloz que Juan se encontró delante de la mesa antes casi de lo que hubiera querido.

—Enhorabuena, Olmedo –su profesor de matemáticas le felicitó mientras le tendía un papelito blanco, del tamaño de una factura mediana, donde aparecían su nombre, sus dos apellidos, su número de inscripción y otro número, una cifra prodigiosa, inconcebible, intrínsecamente absurda.

—¿Ésta es mi nota? –preguntó, casi con miedo, señalando aquella fórmula mágica, alquimia pura, y sus profesores asintieron con la cabeza, riéndose de buena gana ante su perplejidad–. ¿Un nueve con setenta y dos…? ¿He sacado un nueve con setenta y dos?

—Sí. La segunda nota de selectividad más alta de toda la provincia de Madrid –en aquel momento, su tutor estaba más contento, más orgulloso que él mismo–. Por eso te han puntuado con centésimas, para deshacer el empate con una chica del Lope de Vega que también había sacado un nueve con siete. Al final, a ella le han dado dos centésimas más, pero es de letras, que, digan lo que digan, pues, ya sabes… Total, que en Villaverde no se había visto nunca nada igual. Pero tú te lo mereces, Olmedo, enhorabuena.

—¡Joder! –Juan levantó por fin la vista del papel, miró a los ocupantes de la mesa y regresó a su nota–. ¡Joder, joder! Yo ya sabía que me había salido bien, lo sabía, pero tanto… No me lo esperaba, la verdad… ¡Joder! Es que no sé qué decir, es que todavía no me lo creo…

En ese momento perdió el control de la situación, porque sus profesores se pusieron de pie y empezaron a aplaudirle a la vez, y a abrazarle por turnos, y esa extraña actitud llamó la atención de los alumnos que esperaban detrás de él, y el primero que logró ver la papeleta empezó a chillar, y al rato todos sabían ya qué nota había sacado, y le empezaron a llover chaquetas, y mochilas, y cuadernos, y

bolígrafos, y sus compañeros se empeñaron en sacarle a hombros del despacho, y

le pasearon por el jardín del instituto, y le quitaron la camiseta, y las zapatillas, y

le tumbaron encima del césped, y le regaron con una manguera, y él se dejó

hacer, entusiasmado, aturdido, borracho de júbilo, de fe, de soberbia, y nunca se

había sentido tanto él mismo como se sintió aquella mañana, nunca había tenido

tantas ganas de llorar, y de gritar, y de reírse, y de revolcarse por el suelo como

entonces, nunca había creído que vivir fuera tan fácil como lo fue durante

aquellas horas, mientras vivió al amparo de un papel blanco, del tamaño de una

factura mediana, relleno con su nombre y la segunda nota de selectividad más

alta de todo Madrid.

—¡Olmedo! –su profesora favorita le llamó cuando ya estaba a punto de

marcharse, agitando un papel en la mano derecha–. Toma.

Tengo un amigo en el tribunal y se lo he pedido, para que lo guardes de

recuerdo.

Era su examen de Biología.

En la primera página, arriba, en el centro, alguien había escrito un diez con un

rotulador rojo, lo había encerrado entre signos de admiración, lo había subrayado

tres veces, y lo había rodeado al final con un grueso trazo circular.

—Gracias, yo…

—No, gracias a ti –ella se inclinó sobre él y le dio un beso en cada mejilla–. Ha

sido un placer tenerte como alumno, Juan, y un privilegio. Te vamos a echar de

menos.

En el viaje de vuelta, aislado del calor, del ruido y del tumulto por ese círculo rojo

que le expresaba con más nitidez, con más precisión que su propio nombre, Juan

Olmedo sintió una serenidad nueva, un flamante dominio sobre sí mismo y sobre

los demás, un poder inédito que ponía en sus manos el control del tiempo, el

presente y el futuro. Había llegado hasta allí él solo, y le sobraban fuerzas para ir

más allá. Eso pensaba, acariciando con los ojos una vez, y otra, y otra más, el

perfil de aquellos signos de admiración, aquellos trazos que parecían propulsarle

por encima del techo de la excelencia, a través del supremo umbral de los

escogidos, en la exacta dirección de su propia imaginación desbordada, saturada

por aquel descomunal alarde de la realidad. Cuando bajó del autobús, frente a la

puerta de su casa, sonrió al recordar la inquietud con la que había completado el

recorrido inverso, y al cruzar la calle, le pareció que el suelo estaba más firme que

nunca bajo sus pies. El portal, como una cueva profunda, fresca y oscura, acarició

sus brazos desnudos con la contraseña de la pereza más merecida. El ascensor

estaba en el último piso, y cualquier otro día habría subido hasta el tercero

andando, pero aquella mañana ya no tenía prisa.

Pulsó el botón de llamada y entonces oyó la música.

El ritmo entrecortado, burdo y machacón de la canción del verano atronó durante

un segundo con un estrépito de percusión electrónica que pareció rebotar en

todas las paredes. Después, alguien bajó el volumen, y el cantante empezó a

repetir un estribillo festivo, absurdo, con un inconfundible acento francés que

hacía adelgazar la última sílaba de cada palabra. Empujado por una curiosidad

trivial y repentina, Juan Olmedo siguió el rastro de aquellas erres lánguidas a través de un corredor que antes había pisado apenas un par de veces, hasta desembocar en el patio interior del edificio, un espacio cuadrado, no demasiado grande, que los vecinos usaban solamente para tender la ropa y almacenar los trastos viejos o inservibles mientras esperaban la visita del trapero. Allí estaba, entre otros desechos, la luna rajada del armario de sus padres, que él mismo había dejado apoyada en una pared cuando la cambiaron por otra nueva. Frente a ella, estudiándose en el espejo roto, una chica morena bailaba. Al verla, Juan Olmedo retrocedió un par de pasos, ocultándose tras la puerta que separaba el pasillo del patio. Aún no sentía otra cosa que curiosidad, y aquel escondite resultaba un observatorio perfecto. Pegado a la pared, para no ser descubierto a través del espejo, Juan distinguió en el suelo un tocadiscos portátil, de plástico, que jamás habría pensado que fuera capaz de hacer tanto ruido, en el que giraba un disco pequeño.

Su dueña era más alta que baja, morena, flexible y muy joven. Llevaba unos zapatos negros de mucho tacón, que le estaban grandes por más que intentara rellenarlos con unos calcetines de lana cuya simple visión mareaba en aquel despiadado mediodía de verano, una falda tableada muy corta, y una camisa blanca remangada por encima del codo, que se arrugaba justo debajo de sus omóplatos para dejar la mitad de la espalda al aire, como si la bailarina se la hubiera anudado debajo del pecho.

De momento, eso fue todo. Hasta que la canción terminó, y ella se acuclilló junto al tocadiscos para ponerla de nuevo, mostrándole el impecable perfil de su rostro. Tenía las pestañas tan espesas que parecían postizas, la nariz recta y pequeña, los labios grandes, levemente abultados, y una cualidad imprecisa que se relacionaba con cada uno de estos rasgos sin identificarse del todo con ninguno, y que hacía imposible renunciar a mirarla. Cuando Juan descubrió que podría estar toda la vida mirándola, ella se levantó al ritmo de los primeros compases, secó el sudor de sus manos frotando las palmas contra la falda y regresó a su puesto, frente al espejo. Antes de empezar a moverse, retiró algo que parecía un simple bolígrafo del desordenado nudo en el que se había recogido el pelo, y su melena negra, larga y lisa, reluciente, se desparramó sobre su espalda. Entonces la recogió con las dos manos, la retorció como si fuera una sábana recién lavada y se la enrolló encima de la cabeza, sujetándola con el bolígrafo y una asombrosa pericia en un moño alto y casi perfecto que descubría completamente su nuca. Aquel gesto desató el primer escalofrío. Aterido y tembloroso en un horno sofocante, incapaz de gobernar la sumisión de sus ojos, Juan recorrió aquel camino de piel impúdica siguiendo el rastro de las gotas de sudor que trazaban senderos transparentes para ir a morir en la camisa blanca, y aún fue consciente de lo que estaba haciendo. Pero luego, cuando las caderas de aquella chica empezaron a oscilar con una frecuencia armónica y salvaje, cuando sus piernas desnudas, como sacudidas por una corriente eléctrica, descargaron una serie de furiosos latigazos contra el suelo, cuando su pelvis debutó en el baile, avanzando y retrocediendo al ritmo de los impulsos que marcaban sus brazos doblados al

aferrarse a una palanca horizontal e imaginaria, él dejó de saber ya quién era,

cómo se llamaba, qué significaba el papel sucio y arrugado que estrujaba entre

los dedos. Ella levantaba las manos, se acariciaba el cuerpo, lo hacía descender

para elevarlo después muy despacio con un lento, insinuante, obsceno contoneo

circular, y de vez en cuando, como las bailarinas de la televisión, giraba

bruscamente sobre sus talones para bailar de espaldas al espejo, sólo para él, y él

sentía un pinchazo agudo y delicioso en el centro del pecho, mientras el aire

abandonaba a toda prisa sus pulmones para dejar que se ahogara en su propia

conmoción.

—¡Chariii! –el grito se impuso como un trueno al volumen de la música–. ¿Qué

haces ahí? ¿Has vuelto a cogerme los zapatos negros?

¡Sube inmediatamente!

Ella no contestó, y siguió bailando, trazando con el cuerpo la más grandiosa

secuencia de ochos a la que Juan hubiera llegado a enfrentarse jamás, un

problema que nunca lograría resolver.

—¡Chariii! –el segundo grito resonó con el tono de las amenazas verdaderas–.

¿Estás sorda o qué?

—¡No, mamá! –ella también sabía chillar.

—¡Pues sube ahora mismo!

—¡Voooy!

Todavía ensayó un par de pasos y dio una vuelta completa antes de apagar el

tocadiscos. Después lo guardó en su funda, protegió cuidadosamente el espejo

con una puerta vieja que estaba apoyada en la pared, a su lado, se quitó los

zapatos y echó a andar con ellos en la mano. Al verla avanzar hacia él, Juan

recobró de golpe la razón, y calculó que no le iba a gustar mucho encontrárselo

ahí, escondido detrás de la puerta. Llegó a advertirse a sí mismo que debería huir,

salir corriendo, pero la tentación de verla de cerca fue más fuerte.

—¡Anda! –ella dio un respingo cuando lo descubrió, pegado a la pared, con su

examen de Biología hecho una bola de papel entre las manos–. ¿Y tú qué haces

ahí?

—Nada –contestó él, con una voz frágil que apenas reconoció como suya.

—¿Nada? –se rió, como si encontrara graciosa una respuesta tan tonta–. ¡Pues sí

que estamos bien!

Oye, y por cierto… ¿Tú quién eres?

—Yo… –Juan carraspeó, y apretó la bola de papel con las uñas hasta estar seguro

de que su garganta no dejaría escapar otro gallo–. Vivo en el tercero. Me llamo

Juan. Juan Olmedo.

—¡Ah, sí! Tú debes de ser el hermano mayor de esas niñas que van siempre igual

vestidas, y de ese otro chico que anda siempre con el memo de Nicanor…, ¿cómo

se llama? Damián, ¿no? –él asintió con la cabeza y ella frunció los labios en una

mueca de sorpresa–. ¿Y por qué no te he visto nunca antes?

—Es que he tenido que hacer COU en el instituto de mi antiguo barrio, en

Villaverde Alto, y los fines de semana, pues… –ganó tiempo mientras decidía si la

verdad le favorecería mucho, y concluyó que no, pero fue sincero porque no logró

improvisar una excusa mejor–. Ayudo a mi padre en la panadería por las

mañanas, así que no estoy mucho tiempo en casa.

—¿Vas al instituto?

—Sí, bueno, he acabado este año. El año que viene iré a la universidad. Voy a

hacer Medicina.

—¿Medicina? –volvió a preguntar ella, y Juan asintió, creyendo que ya había

hecho lo más difícil.

Sin embargo, aún tuvo que pasar por la vergüenza suprema de ponerse colorado–. Vale, pues como te vuelva a pillar espiándome, te vas a enterar…

Pasó a su lado con una expresión de cólera que no parecía muy auténtica, y

cuando no se había alejado más de dos o tres pasos, se volvió de repente, los

labios curvados en una sonrisa mal reprimida.

—¡Y cierra la boca, chaval, que se te va a llenar de moscas!

Él también sonrió sin querer, se rindió a la sonrisa automática que conquistó sus

labios como si tuviera previsto quedarse a vivir toda la vida en ellos, y siguió

sonriendo mientras ella desaparecía por el fondo del pasillo, con su camisa

blanca, y su pelo negro, y su falda corta, y sus muslos del color de las tartas de

yema tostada, y así permaneció durante mucho tiempo, a solas con su sonrisa y

el atropellado tumulto de su corazón, que había logrado trepar por su garganta

para latir en la misma frontera de sus oídos. Cuando echó a andar, fueron

también sus piernas las que lo decidieron por su cuenta. Él las siguió con los

movimientos dóciles, mecánicos, de un muñeco de cuerda prendido aún en el

hueco dorado de las corvas de aquella chica, recostado en la línea de su cuello,

acoplado a su cintura desnuda y sudorosa, aturdido, noqueado, narcotizado por

su propio deslumbramiento.

—¿Qué tal? –le preguntó su madre al abrir la puerta.

—¿Qué tal qué?

—Pues… ¿qué va a ser? La selectividad. ¿Qué nota has sacado?

—¡Ah! Muy bien –respondió él, y recuperó por un instante la visión fugaz del

elástico de unas bragas de algodón blanco revoloteando entre las tablas de una

falda demasiado corta, y aquella imagen desató una presión indolora, pero brutal,

en el centro de su frente–. He sacado un sobresaliente alto, nueve con siete.

—¡Hijo mío! –su madre se le echó encima para abrazarle y cubrirle de besos, y a

él le costó reaccionar incluso cuando ella le apretó la cara entre las manos–. ¡Qué

alegría, Juanito, qué alegría!

—Sí, tengo… –miró la bola de papel deshilachada y sucia que llevaba en la mano

y la encestó con un gesto rápido, limpio, en el paragüero–. Es estupendo. Estoy

muy contento, pero un poco cansado, ¿sabes, mamá? Me voy a mi cuarto un rato.

Llámame cuando esté la comida, ¿vale?

—¡Cómo me alegro, Juan! –la voz de su madre, conmovida de verdad, le

acompañó por el pasillo–.

¡Cómo me alegro por ti, hijo!

Cuando se tiró en la cama, dispuesto a no hacer nada excepto conservar a

cualquier precio aquel fabuloso estado de exasperación, no se daba cuenta

todavía de que la irrupción de Charo había desarbolado su primera gran conquista en un instante, como el manotazo de un niño travieso que derriba un castillo de naipes por el puro placer de destruirlo. Luego lo pensaría muchas veces, tendría veinte años para pensarlo, para maldecir la estridencia de aquella canción, y la de aquel cuerpo, para bendecirlas aún con más vehemencia, pero entonces no comprendió que cuando al fin había logrado algo, aquel rotundo diez de tinta roja que colocó el mundo entre sus manos en el breve paréntesis de un viaje en autobús, un impulso mucho más puro, más intenso, más necesario, le había arrebatado la medalla del ganador para llevarse la meta muy lejos, a un lugar que no conocía, que ni siquiera lograba atisbar, al que nunca podría llegar confiando solamente en sus propias fuerzas.

Aquella mañana, Juan Olmedo conoció el deseo y conoció la pérdida, y entre esas dos luces se convirtió en un hombre adulto, pero ni siquiera lo intuyó mientras permanecía tumbado de perfil sobre su cama, rodeando la almohada con las piernas, con los brazos, con toda la ansiedad que hervía en su frente, y en sus piernas, y en sus brazos. Sentía una inexplicable humedad en los ojos que no tenía nada que ver con el llanto, una erección súbita, poderosa, que no le desafiaba ni reclamaba su atención, y la piel despierta.

Su piel no volvería a adormecerse desde entonces. En la madrugada tibia que sucedió a aquel día de primavera en el que parecían haber terminado todas las cosas, la sentía aún, a pesar del cansancio de la caminata, y de la derrota de sus bolsillos, y de las palabras de Charo envenenando para siempre los hilos del teléfono, allí estaba su piel, tensa, alerta, insoportable.

Cuando entró en el portal, cerró los ojos y corrió hacia las escaleras, como si en la oscuridad del patio acechara un enemigo poderoso y sagaz, armado hasta los dientes.

Su casa también estaba a oscuras, pero la diminuta bombilla del flexo de su mesa le recibió con un resplandor cálido y cercano, como el abrazo de un viejo amigo, y los huesos del cuerpo humano, cada uno con su nombre y sus características, su tamaño y su función, parecieron alegrarse de volver a verle desde el fondo de la monótona casa de papel donde los había dejado encerrados a media tarde. Se propuso recordarlos en voz baja, desde el cráneo hasta los dedos de los pies, pero aún no había terminado con las vértebras cuando escuchó el ruido de la puerta. Era la una menos cuarto de la mañana. Damián, aunque por aquel entonces ya había abierto su primera panadería, no solía volver a casa tan pronto. Juan cerró los ojos y se sintió infinitamente cansado.

—¡Hombre! –su hermano enarcó las cejas para subrayar su sorpresa al encontrárselo delante de la mesa–. Aquí está Madame Curie… Cerró la puerta sin hacer ruido, tiró sobre su cama la americana que llevaba enganchada en un dedo con un gesto circular, casi un brindis taurino, se sentó en la única butaca que había en el dormitorio y estiró las piernas para apoyar los tobillos sobre una esquina de la mesa, sus pies cruzados, desnudos, a un par de centímetros del libro de anatomía en el que estaban clavados los ojos de su hermano.

—¿Me quieres explicar qué pasa contigo? –le increpó mientras se desabotonaba la

camisa–. Eres un impresentable, tío, no se te puede llevar a ninguna parte.

—Déjame en paz –Juan protestó en un murmullo, negándose a mirarle todavía.

—¿En paz? En paz tendrías que dejarme tú a mí, joder, que no haces más que

ponerme en ridículo.

¿Qué te ha pasado, me lo quieres decir de una vez?

El silencio de Juan le impulsó como un resorte oculto, y se levantó, tiró la camisa

sobre la americana y se acercó a él para hablarle casi al oído, aferrando su

hombro izquierdo con la mano.

—¿No? Pues te lo voy a decir yo a ti, Juanito. Lo que pasa es que esa tía es

mucha mujer para ti, eso es lo que pasa. ¿Qué te creías, que no lo sabía? Me lo

ha contado mamá después de comer, imbécil, por eso me he empeñado en

invitarte a lo de Conchi, a ver si espabilabas, pero ni por ésas…

¡Joder! Lo que tienes que hacer es dedicarte a los utilitarios y dejar los deportivos

para los que entendemos, ¿te enteras? Si se veía venir, si estaba cantado.

¿Adónde ibas a ir tú con semejante pedazo de tía, desgraciado?

No habría querido reaccionar, ni hablar, ni moverse. No habría querido hacerlo, y

sin embargo se revolvió sobre la silla y lanzó un puño hacia la cara de su

hermano.

Pero no la encontró, porque él le estaba esperando.

—¡En, eh, eh! –después de apartar la cabeza para esquivar el golpe, Damián

aprovechó el momentáneo desequilibrio de Juan para inmovilizarle, cerrando sus

propios puños alrededor de las muñecas de su frustrado agresor para seguir

hablándole desde arriba–. ¿Me vas a pegar? ¡Qué miedo! Dime una cosa, anda…

No te la habrás tirado, ¿verdad? ¿A que no? –se rió, como si su propia pregunta le

hubiera hecho mucha gracia–. ¿A que ni siquiera te la has tirado? Como si lo

viera, seguro que no. Y mira que lo va pidiendo la tía, ¿eh?, a gritos lo va

pidiendo, no hay más que verla… Si es que hay que ser memo, coño, tonto del

culo, hay que ser… No aprenderás nunca, Juanito, nunca en la vida, tanto

estudiar, tanto estudiar…

Luego lo soltó de golpe, y terminó de desnudarse como si estuviera solo en la

habitación. Juan apretó los ojos, los puños y el alma, pero antes de regresar a las

cervicales, se preguntó por primera vez qué clase de sonido producirían los

huesos humanos al romperse.

El día en que Tamara cumplió once años, Andrés estuvo a punto de no ir a la fiesta. La tarde anterior, mientras el poniente suspendía en el aire un millón de diminutas gotas de agua que no se veían, pero empapaban todas las cosas con una tenacidad líquida y triste, su madre y él tuvieron una bronca insólita en el único hipermercado del pueblo. A Andrés no le gustaba ir de compras y la ropa le traía sin cuidado. Era él quien solía consolar a Maribel cuando ella se quejaba, con una pequeña amargura que no dirigía en concreto a nada ni a nadie y que por eso se acababa volviendo contra sí misma, de que su único hijo tuviera que vestir

siempre ropa usada, herencias de sus primos, de sus vecinos, de los hijos de

algún conocido que llegara a acordarse a tiempo de que existía. Sin embargo,

aquella vez era distinto.

Aquella tarde, al volver del colegio, Andrés le recordó a su madre que tenía que

llevarle de compras antes de saludarla y hasta de quitarse la mochila. No quiso

quedarse a ver sus dibujos animados favoritos y ni siquiera consintió en sentarse

a merendar. Se comió el bocadillo en la parada del autobús y al llegar a la tienda

no pidió agua, ni una coca–cola, aunque tenía sed, porque quería que su madre

estuviera contenta. Buscaron juntos un disco compacto que le apetecía mucho a

Tamara y fueron luego a la sección de ropa de niños, donde se tomó su tiempo

para escoger una camisa blanca de manga larga con rayas verticales, anchas,

azules, y un forro polar liso, del mismo azul. Cuando se volvió, descubrió que

estaba solo. Su madre avanzaba hacia él llevando una percha en la mano.

—Mira –le dijo, mostrándole lo que ella llamaba un «jerselillo», un polo muy fino,

de manga corta, estampado en rayas horizontales, verdes y marrones, separadas

por una especie de grecas blancas impresas en relieve–. ¿Qué te parece?

—No –y movió la cabeza de un lado a otro para acentuar su negativa–. Lo que yo

quiero es esto, mamá.

—A ver… –Maribel abrió la camisa, la miró frunciendo los labios en una mueca

despectiva, le echó un vistazo al precio y ni siquiera se tomó la molestia de

alargar la mano hacia el forro polar que su hijo le tendía–. Ni hablar.

Una camisa de manga larga ¿para qué? Ni que fueras de boda, hijo mío. Esta

camisa luego no te la vuelves a poner en la vida, y el jersey ese, tan gordo, no

digamos ya… ¡Pero si aquí no hace frío para llevar eso! Este jerselillo, en cambio,

te vale también en verano. Ahora te compro un jersey de esos finitos, de cuello

de pico, verde, o marrón, para que haga juego, y ya…

—¡Que no! –Andrés estiró los brazos, cerró los puños, y los movió en el aire, en

un gesto que se quedó a medio camino entre un acceso de rabia infantil y una

pelea imaginaria pero intensa, casi cómica–. No me pienso poner eso.

No me lo voy a poner, no, no y no.

Mañana me quedo en casa y no voy a la fiesta, ya está.

—¿Pero qué estás diciendo? No entiendo…

—No pienso ir vestido de cateto a la fiesta, mamá, ¿lo entiendes? No me da la

gana. Prefiero no ir.

—¿De cateto? –Maribel dirigió a su hijo una mirada más que recelosa–. ¿Pero qué

pamplinas son ésas? ¿Quién te mete tantas tonterías en la cabeza? ¿Sara?

¿Tamara? ¡De cateto! Tú no sabes lo que dices, hijo mío…

—Claro que lo sé –murmuró Andrés, mientras el desaliento suplantaba a la rabia

en su voz, delgada ahora, tensa y frágil como un hilo a punto de romperse–. Y no

hace falta que me lo diga nadie. Me doy cuenta yo solo de las cosas.

De todas las cosas, mamá, pensó después, pero ya no lo dijo. Durante un

instante, los dos se miraron cara a cara, sin hablar, la madre enfadada y asustada

a la vez, el hijo dispuesto a mantenerse firme, paladeando por anticipado, con esa

insensata crueldad propia de los niños, el disgusto que se llevaría Maribel cuando

comprobara, al día siguiente, que él se negaba a ir de verdad a aquella fiesta en la que le apetecía tanto estar.

—Bueno –dijo la madre después, con un tono que quería dar a entender que aquello, cualquier cosa que hubiera sido, se había acabado ya–. Vamos. Quiero mirar…

—No –interrumpió el hijo, sentándose en el suelo, y rodeó sus piernas con los brazos para fabricar un hueco donde esconder su cabeza cuando acabara de hablar–. No quiero ir a ninguna parte y no me pienso poner esa ropa de cateto. No la compres, ya estoy harto de…, de…

La suavidad forzada, casi sedosa, de la tela de unos vaqueros muy gastados acogió su frente con dulzura cuando se recluyó en sí mismo antes de tiempo, obligándose a un silencio piadoso con su madre y con su propio ánimo. No quería llorar, y tampoco quería decir la verdad, ni una sola palabra de la que pudiera arrepentirse después. Además, su madre no le entendería. Maribel jamás podría entender lo que había significado para su hijo la llegada de Sara y de los Olmedo al pueblo, a su vida de jerselillos baratos y colegio gratis entre niños ricos. La primera vez que aquel BMW gris metalizado, tan grande que no cabía bien por las callejuelas del centro, se detuvo ante la verja del patio y abrió sus puertas sólo para él, Andrés miró hacia atrás antes de ocupar la plaza del copiloto y leyó una envidia súbita, un escándalo instantáneo e imprevisto, todo un triunfo, en la mirada turbia de algunos de sus compañeros. Allí estaba Alonso, el hijo de ese herrero que se había hecho de oro con la carpintería metálica de casi todas las urbanizaciones de los veraneantes, y Medina, cuya familia cosechaba ahora viviendas unifamiliares en sus viejas tierras de cultivo, y Solís, que era muy bruto y suspendía siempre cuatro o cinco, pero tenía la vida asegurada gracias a la inmobiliaria de su padre, y Auxi, la prima de Medina, que en aquel instante dejó de presumir del precio del monovolumen que acababa de comprarse su madre. Allí estaban todos ellos, quietos, pacíficos, callados por una vez. Entonces, Andrés apostó consigo mismo a que las cosas iban a cambiar, y habían cambiado. En lo que llevaba de curso, no había tenido que empezar ninguna pelea para perderla después. Nadie había llamado a su madre marmota, nadie había insinuado que saliera sola todas las noches, nadie le había preguntado dónde estaba su padre, nadie se había reído de su mochila vieja ni se había quejado de la comida que hacía su abuela.

Tamara había sido el martillo que remachó el clavo. Andrés sospechaba que todos los niños de su clase andaban medio enamorados de ella, y las niñas, que por un lado se burlaban de su acento y de su manera de vestir, por otro darían cualquier cosa por parecérsele. Y Tamara, que hablaba tan bien el inglés y tan fino el español, y era tan alta, y tan moderna, y tan lista, y tan de la capital, y tan insoportablemente guapa, era suya, porque no se despegaba de él ni un instante. Andrés no lo entendía, pero acataba sin rechistar aquel insólito gesto de magnanimidad de su suerte y hacía todo lo posible para que las cosas no se torcieran, aunque a veces tenía la impresión de que ella no se daba cuenta ni de eso ni de ninguna otra cosa que sucediera a su alrededor. Tamara era una niña

extraña que nunca hacía ni decía nada que no hubiera hecho o dicho cualquier niña normal, pero parecía estar siempre sola mientras sonreía, o bromeaba, o jugaba con los demás. Él, que la conocía mejor que nadie en el colegio, suponía que era eso lo que les había hecho tan amigos, porque ella era la única persona con la que estaba a gusto sin sentir la necesidad de hacer nada. A veces, iban al pueblo en bicicleta, por la tarde, después de clase, sólo para sentarse en el puerto a mirar los barcos, y podían estar allí más de una hora, los dos juntos, sabiendo que estaban juntos, sin que ninguno de los dos dijera una sola palabra hasta que alguno descubriera en el reloj que era ya la hora de marcharse. Andrés tenía la impresión de que su amiga guardaba algún secreto, pero nunca le preguntaba nada porque no estaba dispuesto a compartir los suyos, y siempre contestaba lo mismo, no lo sé, a las preguntas de Sara, o a las de Maribel. Ella era quien más le preguntaba, últimamente, y ésa era una de las cosas que no le gustaban. Andrés quería a su madre, la quería de verdad, y la quería muchísimo, pero no le gustaba que hiciera cosas que le daban vergüenza, ni que le obligara a hacer cosas que le avergonzaran a él mismo, como le avergonzaría aparecer en la fiesta con aquella horrorosa ropa de niño cateto que estaba empeñada en comprarle. Hacía ya muchos meses que Andrés había cumplido once años, y comprendía que era una tontería darle importancia a la ropa, pero también sabía cómo eran las cosas y que él no tenía la culpa de que fueran así. Tamara era como una especie de milagro, el premio de la tómbola, un golpe de suerte, y no quería correr el riesgo de que nadie se riera de él delante de ella porque no necesitaba cumplir más años para intuir que ningún milagro es completamente de fiar. —¿Qué te parece?

La voz de su madre, que insistía en sonar como si no hubiera pasado nada, le obligó a levantar la cabeza para mirarla. Maribel, embutida en un vestido de punto de color morado, escotado, ceñido, con la falda larga y muy estrecha, abierta a un lado por una raja que llegaba hasta la mitad del muslo, dio una vuelta completa sobre sus tacones antes de sonreírle con una intensa cara de satisfacción.

Aquél era el tipo de vestido que a ella la gustaba, el tipo de vestido que hacía que la miraran por la calle, que la silbaran al pasar por delante de un edificio en construcción, que los tenderos salieran a la acera cuando la veían asomar por el escaparate, el tipo de vestido con el que a Andrés le daba vergüenza verla. Por eso frunció los labios en un gesto de desagrado mientras se fijaba en las arrugas que su madre no lograba deshacer estirando la tela con las manos. —No te gusta –resumió ella por fin. —No –dijo el niño–. Te está muy pequeño.

—¿Pequeño? –Maribel abrió tanto los ojos que su hijo no llegó a descubrir si estaba sorprendida de verdad o si sólo fingía sorprenderse por aquella observación–.

¿Cómo que pequeño? Nada de eso, es que es así, pegado al cuerpo. Elástico, ¿ves?

—Bueno, pues… no te queda bien. Te hace una tripa muy gorda y se te arruga por detrás.

Entonces ocurrió lo que Andrés jamás habría querido que pasara. Maribel se puso colorada de repente, levantó la cabeza para mirar al techo parpadeando varias veces seguidas, y murmuró para sí misma, puede ser, puede ser, antes de volver al probador a toda prisa, para que su hijo se sintiera aún peor que cuando habían discutido. Andrés se levantó del suelo como si se estuviera quemando, se metió las manos en los bolsillos y buscó una manera de decirle a su madre que era muy guapa, pero que estaría mejor si se vistiera como las demás madres, aunque la miraran menos por la calle. No la encontró, y cuando ella, tan nerviosa, tan desvalida, tan frágil como una niña pequeña que no encontrara la fórmula adecuada para hacerse disculpar por su padre, se reunió con él, tampoco supo qué otra cosa decir.

—Tenías razón, ¿sabes? –fue Maribel quien rompió el fuego, dejando el vestido morado encima de una mesa–. Lo he estado mirando bien, en el espejo, y no… No era tan bonito, no merece la pena, la verdad. Y…, y… también he pensado que si quieres esa camisa, podemos buscar un jersey finito, de esos de cuello de pico que te digo, azul, en vez de verde. Pero tienes que prometerme que te la vas a poner, ¿eh?, porque quiero empezar a juntar para un piso y ahora no podemos gastarnos el dinero en tonterías…

Andrés se puso de puntillas para besarla, y cuando su madre se inclinó hacia delante la agarró del cuello con las dos manos, como si pretendiera colgarse de ella.

Otras veces había sucumbido ya a la misma, imprecisa sensación de ser el verdadero responsable de aquella mujer adulta que le cuidaba y mantenía, que le arropaba por las noches y le daba medicinas cuando le subía la fiebre. En algunas de esas películas del Oeste tan viejas que ponían de vez en cuando por la televisión, los ataques de los indios obligaban a los granjeros blancos a marcharse de casa, dejando a sus esposas solas con el trabajo y los niños, y en la despedida, mientras una mujer con falda larga y delantal blanco lloraba en silencio sin dejar de acunar a un bebé entre los brazos, el hombre solía dirigirse a su hijo mayor, un chaval de su edad, para ponerle una escopeta entre las manos y recordarle que ahora sería él quien debería proteger a su madre.

Andrés siempre se reconocía en el gesto de firmeza de aquellos niños de color antiguo y rojizo, que tenían el pelo amarillo y unas pecas tan graciosas como si se las hubieran pintado una por una, y los dientes blanquísimos a ambos lados de la mella que les daba aspecto de pillos, porque su madre no llevaba en brazos a ningún bebé, ni tenía marido, pero ellos también vivían en la frontera, con un pie en territorio enemigo, aunque desde allí no les hostigaran los indios, sino todas esas cosas que a ella se le ocurrían y a él le daban vergüenza. Andrés era demasiado pequeño para atreverse a pensar que los demás pudieran ser culpables, pero aunque no fuera capaz de explicárselo ni siquiera a sí mismo, estaba seguro de que el amor que sentía por su madre la ponía a salvo, como el arma que temblaba en las manos del niño que vivía en la granja más remota, la

última escopeta de la civilización. Más allá de esta certeza, su ánimo se estiraba y se encogía como una goma elástica mientras defendía a su madre ante su abuela por cosas que él mismo íntimamente censuraba, o la obligaba, como aquella tarde, a renunciar a otras que la habrían hecho feliz sin saber muy bien por qué lo hacía. En aquella secreta, perpetua confusión, se afianzaba la razón más profunda, esa que Maribel nunca podría entender, de la intimidad de Andrés con Sara Gómez, un cariño que había ido desbordando sus propios límites para convertirse en una especie de necesidad moral. Sara le había enseñado que las costumbres de su madre no eran más que eso, y que no tenían importancia. Cada vez que se reía de las críticas de su abuela, cuando preguntaba a Maribel con naturalidad adónde había ido el viernes por la noche y cómo se lo había pasado, siempre que se ofrecía a invitarlo a dormir en su casa para que su madre pudiera quedarse hasta tarde en una fiesta o en una boda, Andrés dejaba de admirar la soberana naturalidad con la que Sara conseguía que la realidad pareciera sencilla, para empezar a pensar que tal vez el mundo fuera de verdad más simple de lo que él creía.

Sara fue también la primera que celebró su aspecto al día siguiente, cuando apareció con su ropa nueva en casa de los Olmedo.

—Pero… ¡qué barbaridad, Andrés! –le susurró en el oído, un instante después de besarle en la mejilla–. ¡Qué guapo estás, y qué elegante!

El tío de Tamara habló en voz alta, enfocando hacia él todas las miradas justo en el momento en que Maribel, vestida con uno de esos vestidos que le gustaban, atravesaba el umbral.

—¡Hombre, si parece que somos del mismo equipo! –le dijo, y era verdad, porque los dos iban vestidos igual. Entonces Andrés miró a su madre, y ella le sonrió, y él se dijo que también sonreía a su camisa de rayas, y a su jersey de color azul intenso, a sus vaqueros nuevos.

Tamara estaba guapísima con el regalo de Juan, un vestido de gitana rojo con lunares blancos, y un mantoncillo a juego, y collares, y peinetas, y pulseras, y unos zapatos de tacón con los que, en vez de media cabeza, le sacaba una cabeza entera, pero él se sintió muy bien, tanto que se atrevió a acometer una pequeña serie de gestos exhibicionistas ante sus compañeros de clase, y durante la merienda fue un par de veces corriendo a la cocina a buscar vasos o cucharas sin preguntarle a nadie dónde estaban, y puso luego en marcha la videoconsola de Tamara en ausencia de su dueña para demostrar que conocía todos los trucos capaces de hacer avanzar al muñequito entre las trampas más mortíferas y los más profundos precipicios. El tiempo pasó volando, pero él no se apresuró cuando, hacia las ocho y media, el timbre de la puerta empezó a sonar con metódica insistencia, reclamando en menos de media hora a todos los demás invitados. Andrés ya sabía que seguramente sería el último en marcharse, porque su madre insistiría en ayudar a Juan a recoger, y acertó. A cambio fue el primero en encontrar a Alfonso, cuando los adultos, al volver de la cocina, se sorprendieron al no verle con los niños, en el salón. Alfonso Olmedo estaba en el jardín, de pie, con el cuerpo muy tieso, casi rígido,

los brazos colgando blandamente a los lados y la cabeza sin embargo inclinada a

la derecha, los ojos vueltos hacia una esquina del cielo nocturno. Andrés le

distinguió a través de la cristalera del salón y fue hacia él, presintiendo lo que

ocurría antes incluso de que, al abrir la puerta, el viento le azotara en la cara

como un enemigo emboscado en su propia transparencia, para barrer después

todas las superficies de la habitación y estrellar los papeles de regalo contra la

pared frontera con una violencia que parecía humana, intencionada. A la luz

amarillenta de las farolas, Andrés distinguió enseguida la silueta imposible,

absolutamente inmóvil, de dos gaviotas disecadas por el viento. Los pájaros, con

las alas extendidas, la cabeza recta, el pico cerrado, componían una estampa

artificial, como un dibujo minucioso, una foto trucada, una calcomanía de fondo

traslúcido que la mano de nadie hubiera logrado aplicar a la inexistente carne del

aire.

Pero eran gaviotas, y estaban vivas. Alfonso Olmedo lo sabía, y por eso las señaló

con la barbilla, los ojos dilatados por la inquietud, cuando Andrés llegó a su lado.

El niño le puso una mano en la espalda mientras trataba de consolarle

repitiéndole que no se preocupara. Así les encontró Juan, que a primera vista no

fue capaz de descubrir nada que justificara aquella escena.

—Es el levante –le explicó Andrés, señalando el cielo con la mano derecha para

no abandonar a Alfonso, a quien seguía intentando acompañar con la izquierda–.

Acaba de entrar, y ha entrado fuerte. Las gaviotas se vuelven locas, ¿lo ves?, no

saben para dónde ir. Al principio dan vueltas como tontas en el aire, van hacia un

lado, hacia el otro, pierden altura de repente… Es como si se les olvidara volar.

Entonces, antes o después, chocan de frente con el viento y ya no pueden

avanzar. Lo intentan un rato y luego se quedan quietas, esperando a que el

levante afloje. Da miedo, ¿verdad?

Andrés levantó la cabeza y leyó una respuesta afirmativa en los ojos de Juan, en

los de Sara, aunque ninguno de los dos quisiera contestarle.

—Es siniestro –comentó él por fin, como si no hubiera sido capaz de encontrar

antes la palabra justa para calificar lo que estaba viendo.

—Sí –Sara arrugó el ceño–.

Pobres animales.

—No es más que viento –repitió Andrés, meneando la cabeza–, pero a mí me da

mucho miedo… Me da miedo que acabemos todos locos, igual que los pájaros.

II

El precio de los fusiles

Al día siguiente, domingo, Sara Gómez se levantó tarde y con una desconocida

sensación de bienestar que al principio ni siquiera fue capaz de catalogar como

tal.

Cuando lo logró, se incorporó en la cama y dirigió una mirada suspicaz a su

alrededor, como si algo, los muebles, los objetos, el orden en el que estaban

colocados, pudiera haberse movido durante la noche, en la ausencia forzosa de

sus horas de sueño. Pero no halló el origen de ese cambio repentino entre las

cuatro esquinas de su habitación.

Tampoco en su interior. Sentía la cabeza tan pesada como si la tuviera llena de agua y esa turbiedad placentera de las buenas resacas, las que se resuelven en una insensibilidad esencial para combatir la violencia de los amaneceres, esquivando el dolor de cabeza y la conciencia de culpa que germina en la garganta seca de las malas borracheras. Volvió a tumbarse, se acurrucó en una esquina de la cama y se tapó hasta la nariz, dispuesta a apurar esa sensación que no era capaz de comprender, un bienestar que no controlaba pero que tampoco comprometía la objetividad de sus percepciones.

Después de haber sostenido durante casi treinta años un idilio inconstante pero tumultuoso con el alcohol, Sara había desembocado en una disciplina de abstinencia personal que se resumía en una regla básica. Nunca bebía cuando estaba sola. Sin embargo, se permitía una copa, o dos, cuando tenía la oportunidad de disfrutarlas entre otros bebedores, porque ésas no le daban miedo. Desde que vivía al lado del mar, estas normas habían cambiado ligeramente, plegándose a la voluntad del paisaje y al nuevo carácter de una soledad distinta, pero los resultados seguían siendo aceptables. Lo de la noche anterior había sido una excepción, se dijo, y ni siquiera excesiva. En esta certeza se acunó hasta que consiguió dormirse de nuevo. Su padre siempre se tomaba una copa de coñac después de cenar. Sara no se acordaba de cuándo había empezado a mirarla con envidia, pero ya fumaba en casa, y traía un sueldo cada fin de mes, cuando decidió empezar a acompañarle. Al verla por primera vez con una copa en la mano, su madre se tapó la cara con el delantal, el gesto terminante, universal, con el que expresaba casi cualquier sentimiento, indignación, alegría, escándalo, sorpresa, disgusto, emoción o tristeza, pero a su marido no le pareció mal. Arcadio conocía a su hija mejor que Sebastiana porque podía leer en su cara, en la firmeza de sus labios, en la determinación de sus cejas, en una forma peculiar de levantar la cabeza con la nariz por delante como si pudiera olfatear las amenazas, la huella del carácter que él tuvo una vez hasta que su suerte le obligó a tragárselo y lo perdió para siempre. Por eso, cada vez que rellenaba su copa echaba un chorrito en la de Sara, y fruncía el ceño para comentar sin palabras la monótona queja de su mujer, que les recordaba cada noche en un murmullo infatigable, como un rezo, una salmodia, que aquello era cosa de hombres, de hombres, y que ya lo decía hasta el anuncio, cosa de hombres, de hombres, no de jovencitas… Sin embargo, a escondidas de la publicidad, el coñac también da calor y compañía a las mujeres.

Las arropa por las noches, dentro y fuera de sí mismas, las protege piadosamente de su memoria, y cubre sus ojos con el velo neutro, gris, del sueño fácil. Cuando lo descubrió, Sara se lanzó en sus brazos con la alegría incauta de las amantes primerizas, y en ausencia de otros amores, lo cultivó sin paciencia y con tesón. Hasta que le vio la cara. Entonces, su propia pobreza la salvó. Personas con más intereses, con más preocupaciones, con más propiedades, con más horizontes que ella, habrían sucumbido en su lugar al fuego dulce de la disolución, pero Sara

no tenía nada, ninguna cosa excepto a sí misma, y no podía perderse como se estaba perdiendo, gota a gota, en la opacidad de las madrugadas, en las puñaladas de los despertares, en esa pasta seca y embarrada que rellenaba cada hueco de su boca entre los dientes y las encías; la sed sólida, espesa, que masticaba sin ganas entre la última copa y la siguiente. Por eso, una noche cualquiera que parecía idéntica a todas las demás, descubrió que no podía afrontar la mirada de su padre. La dignidad, ese recurso desesperado y último de las supervivientes, fue su primera razón para dejar de beber. Pero las vidas difíciles fabrican adultos difíciles, y la facilidad es líquida, ambarina, confortable, barata, útil. Imprescindible a veces, y de memoria larga, duradera. Sara Gómez no habría querido volver a beber pero lo hizo, una vez, y otra, y otra, siempre que descubría que su camino se borraba, que se esfumaba ante sus ojos, que ya no podía avanzar, escoger una dirección, seguir adelante, siempre adelante, porque todas las flechas convergían, señalaban hacia el mismo lugar, ella misma parada, quieta, clavada en el suelo. Conocía bien ese pánico, ese cansancio de la inmovilidad, del aburrimiento grave y profundo que suele embozarse en nombres más sonoros, hastío, angustia, desesperanza. Ella sola tal vez habría hallado una salida, pero no estaba sola, tenía a su cargo a dos ancianos maltratados y exhaustos que merecían al menos un final apacible. Cuando dudaba hasta de eso, el coñac volvía a darle calor, compañía, hasta que el paladar se le empastaba de barro, y entonces lo dejaba, y ya sabía que no era para siempre. Esa incertidumbre, el presentimiento constante de las recaídas, no la atormentaba, porque había aprendido a vivir en la ambigüedad como los peces aprenden a nadar en el agua, por pura necesidad, por puro instinto, antes incluso de tener recuerdos. La niña partida por la mitad que cambiaba de ojos igual que de vestido, y sabía mirar en color, y mirar en blanco y negro, se había extinguido en la figura discreta de una mujer corriente, una silueta común, reconocible aunque no vulgar, que sin embargo nunca encajaba en ninguna parte, como la pieza defectuosa que recorre una y otra vez la superficie de un puzzle gigantesco sin hallar jamás un hueco hecho a su medida. Cuando se abusa demasiado de la elasticidad de un tejido, las fibras se relajan, se rinden, se aflojan para siempre. Así su ánimo, incapaz ya de dar más de sí, se había amoldado al caos, un desorden sentimental que no hallaba solución, pero sí cierta apariencia de estructura, en el fondo de una copa de coñac. Más allá, ya no esperaba nada, no aspiraba a nada, no quería saber nada. Hasta que de repente todo cambió. Algún oculto engranaje del universo se puso en marcha, una tuerca remota ajustó en un tornillo, una estrella cambió súbitamente de rumbo, y se hizo la luz en la imaginación de una mujer sin futuro. Cuando Sara Gómez descubrió que por fin tenía una oportunidad de enderezar el destino con sus propias manos, comprendió de inmediato que la sobriedad era un requisito fundamental para sus planes. A partir de aquel momento, tenía que pensar mucho y hacerlo deprisa, estar muy despierta, pendiente hasta de los menores detalles, y mimar escrupulosamente su reputación. Se despidió del coñac con un beso lánguido y melancólico, esa nostalgia imprecisa con la que se abandona a los amantes que

hacen daño sólo a costa de haber regalado antes el precario fulgor de un placer purísimo, venenoso, irreemplazable, pero, sin embargo, no lo echó de menos en el frenesí cotidiano de su dulce impostura ni en la feroz explosión que vino después, el frenesí distinto pero igualmente intenso que había culminado en una vida nueva, una flamante normalidad que jamás se habría atrevido a calcular para sí misma.

Entonces se puso alerta. Al fin y al cabo, tenía tan pocas cosas que tampoco había sabido nunca cómo despedirse de nada, ni de nadie, para siempre. Pero en la playa descubrió que el coñac había cambiado con ella. Había cambiado su sabor, más manso ahora, más pálido, y había cambiado su poder, que parecía haber renunciado al seco despotismo de antaño para ejercer una autoridad –matizada, flexible, limitada a la cantidad que llenaba la copa. Después de treinta años de pasión y de culpa, Sara Gómez aprendió a beber por placer, para cultivar el leve estado de alumbramiento interior que cimenta el prestigio de los bebedores sabios, renunciando al fin a la necesidad sucia y humillante de beber para atontarse, para no pensar, para no saber, para merecer el pobre premio de un sueño largo y pesado. Cuando se dio cuenta, sintió una amarga punzada de compasión hacia sí misma, pero concluyó que peor habría sido no llegar a sentirla nunca. Desde entonces, había vuelto a beber sola, una copa única después de la cena, nunca llena del todo, y no todas las noches, y el rito mudo de calentarla en la mano, de consumirla despacio, mirando el cielo o leyendo un libro, se había convertido en el mejor momento de muchos de sus días.

La noche anterior había renunciado espontáneamente a ese equilibrio, pero agradeció la magnanimidad de su cuerpo, que no quiso pasarle factura, sin llegar a arrepentirse del todo. La verdad es que durante la fiesta y sobre todo después, cuando todos los niños se marcharon y Juan Olmedo la invitó a quedarse para disfrutar de una última copa en el campo de batalla al que había quedado reducido el salón de su casa, había estado mucho más pendiente de lo que ocurría a su alrededor que de la cantidad de coñac que ingería en cada sorbo. Con la excepción del instante de terror que paralizó a Alfonso ante la imagen de dos gaviotas clavadas en el cielo, no había sucedido nada extraño. Tamara parecía contenta, tranquila, y tan cansada como era de esperar después de tantas horas de protagonismo absoluto, pero Sara seguía dándole vueltas a la inquietud de Juan, al nerviosismo que había mordido las esquinas de cada palabra en aquella revelación que ella no esperaba ni había provocado, una confidencia grave que sin embargo le había sonado tan fácil, tan fluida como si estuviera ensayada. Era él quien había escogido ponerla en guardia, prepararla para un impacto que no llegaría a producirse, hablar de más. Sara sabía por sí misma que el exceso de precauciones puede llegar a resultar más significativo que su ausencia, y al comparar el oscuro color de los tenores de Juan Olmedo con la neutra placidez de las escenas que estaba contemplando, se afirmó en la sospecha de que algo no encajaba, como si algún detalle importante no hubiera llegado a aflorar entre las breves, ordenadas, exactas pausas de su discurso.

—Mi hermano Damián, el padre de Tamara, murió hace exactamente un año –le explicó mientras caminaban deprisa, con el viento en contra, por la calle comercial más importante del pueblo–, el mismo día del cumpleaños de la niña. Su hija estuvo esperándole toda la tarde para partir la tarta, pero él no pudo llegar a tiempo. Apareció a las tantas de la mañana. Tamara, que se había cogido un berrinche espantoso, estaba ya durmiendo.

Damián había bebido muchísimo y no andaba muy bien de reflejos. Yo le estaba esperando. Estaba preocupado porque no había llamado para avisar, nadie sabía por dónde andaba, y me enfadé al verle así, porque estaba desatado, siempre borracho, no comía, no dormía… Se pasaba mucho, todos los días. Total, que discutimos, se puso nervioso, perdió el equilibrio y se cayó por la escalera. Era una escalera larga, recta, sin rellanos, la escalera ideal para matarse, y además tuvo mala suerte, muy mala suerte, porque se partió el cráneo contra un escalón. Mi cuñada había muerto siete meses antes, en un accidente de coche, y no sé cómo reaccionará la niña ante otra fiesta de cumpleaños. Yo habría preferido no celebrarla, pero ella está empeñada en hacerlo y, después de pensarlo mucho, he decidido hacerle caso. Creo que darle demasiada importancia al aniversario acabaría siendo peor. Por eso no te escuchaba, lo siento.

Aquella mañana, Juan Olmedo la había llamado a casa desde el trabajo. Faltaban solamente un par de días para el cumpleaños de su sobrina, y aunque llevaba semanas dándole vueltas a la cuestión del regalo, no había decidido nada todavía hasta que la noche anterior, un instante antes de quedarse dormido, tuvo por fin una idea luminosa. Iba a regalarle a Tamara un traje de flamenca. Por un lado estaba seguro de que le gustaría, porque a todas las niñas les gusta tener un vestido tan especial, pero además le había parecido una forma de afianzarla en su nueva vida, de ayudarla a echar raíces, a asentarse en el lugar donde vivía. Una compañera del hospital le había dado la dirección de una modista que vendía trajes durante todo el año, y se le había ocurrido llamarla para pedirle que le acompañara, porque no estaba muy seguro de saber escoger. También podría recurrir a Maribel, añadió al final, pero no me fío demasiado de sus gustos. Sara sonrió antes de asegurarle que no había hecho planes para aquella tarde y que le encantaría ir de compras con él. Mientras tanto, pensaba que aquélla sería una oportunidad excelente para comentar con su vecino los flamantes planes inmobiliarios que estaba empezando a diseñar, tanto para asegurar el futuro de su asistenta como para combatir su propio aburrimiento.

Quedaron a media tarde en un bar del centro del pueblo y ella atacó enseguida, cuando aún no habían terminado los cafés. Juan estuvo de acuerdo en que, aun pareciendo atolondrada, caprichosa, Maribel era en realidad una mujer muy trabajadora y responsable, y llegó a darle la razón a Sara en cuanto a la conveniencia de que invirtiera el dinero que había heredado. Más allá, su atención se fue extinguiendo en una serie mecánica de gestos de asentimiento y gruñidos de aprobación que convencieron a su interlocutora de que la oía sin escucharla. —Bueno –resopló ella, cuando no había llegado aún a la mitad de la lista de posibilidades que estaba empezando a barajar–, ya veo que no es un tema que te

apasione.

—No, no es eso –respondió él, mirándola a la cara por primera vez desde que caminaban juntos–.

Es que estoy preocupado, perdóname…

Entonces le contó cómo había muerto su hermano, el padre de Tamara, y ninguno de los dos volvió a decir nada, ni de aquél ni de ningún otro asunto, hasta que el vestido que eligieron les proporcionó un tema de conversación confortablemente trivial para el camino de vuelta.

Desde aquel momento, Sara Gómez no había dejado de analizar la escueta noticia de la muerte de Damián Olmedo. Hiciera lo que hiciera, ducharse, cocinar o ver la televisión, la figura de un hombre rodando por una escalera la acompañaba como si estuviera grabada en relieve sobre el telón de fondo de su memoria, consintiendo apenas la breve aparición de otras imágenes, otras fugaces figuras, pero sin querer borrarse del todo. Le fue dando vueltas a aquella historia con la metódica minuciosidad que había convertido su cabeza en una herramienta de cálculo, pero no fue capaz de hallar en ella ninguna fisura, ningún resquicio que consintiera la amenaza de una palanca.

Cada una de las preguntas que se le ocurrían tenía una respuesta inmediata, evidente. La gente muere todos los días en accidentes domésticos, crueles de puro estúpidos, se asfixian con el hueso de una ciruela, se caen al intentar arreglar el tejado de su casa o se electrocutan colgando una lámpara, y sus muertes resultan tan triviales, tan brutalmente razonables, que ni siquiera merecen una nota en los periódicos. Juan Olmedo estaba allí, pero eso no era extraño.

Las familias suelen reunirse en los cumpleaños de los niños, y él debía de tener mucha relación con Tamara, con sus padres, porque de lo contrario no se habría hecho cargo de ella después, cuando se quedó sola. Que viera caer, morir a su hermano, aportaba un detalle siniestro a su relato, pero tampoco escapaba a la lógica. Si estaba con él, en lo alto de la escalera, no habría podido evitar el accidente, y si estaba abajo y vio cómo se le venía encima, no habría tenido tiempo para reaccionar. Cuando se conocieron, el verano anterior, Tamara le había contado que sus padres murieron en un accidente y, como si la pudorosa parquedad en los detalles dependiera de un factor genético, no quiso añadir nada más. Sara había supuesto desde el principio que la niña hablaba de un accidente de tráfico, y ella se lo confirmó más adelante con algunos datos sueltos que ahora parecía evidente que se referían solamente a la muerte de la madre, pero hasta para eso existía una explicación sencilla. Si su padre había llegado tarde y borracho a su cumpleaños, si había discutido por eso con su hermano y se había caído por la escalera, el recuerdo del accidente sería para ella peor que una pesadilla. Quizás se sentiría incluso culpable de haberlo provocado y, hasta si no era así, la versión de que ambos padres habían muerto juntos, en el mismo accidente, siempre parecería más sencilla, más limpia que la verdad. Nadie hace demasiadas preguntas sobre los coches que se estrellan, como si las personas que los usan a diario asumieran alegremente que el destino de cualquier coche es

estrellarse antes o después. Tal vez había sido el propio Juan quien había aconsejado a su sobrina que se limitara a contar aquella mentira a medias, y Sara no sólo lo habría comprendido, sino que habría aprobado esa estrategia con energía. Al llegar a este punto, se daba cuenta de que estaba atrapada en una historia verosímil que además tenía ingredientes de sobra para ser cierta y, sin embargo, algo la impulsaba a volver al principio, a repasar otra vez todos los datos, a preguntarse dónde estaba el error, mientras la figura de un hombre desconocido que cae rodando por una escalera se le hacía tan familiar como si pretendiera quedarse a vivir dentro de su cabeza.

La expectación que Juan había provocado con sus advertencias se deshizo como una burbuja de jabón ante la naturalidad con la que Tamara desempeñó su papel de anfitriona. Sin embargo, cuando el final del bullicio la consintió volver a pensar, mientras hablaba con su vecino cara a cara en un rincón del salón, Sara se dijo que la ausencia de reacciones de la niña encerraba un misterio aún más profundo que la inesperada confidencia de su tío. Le habría parecido más natural que Tamara estuviera triste, mustia siquiera por dentro, que forzara sus sonrisas, que se hubiera emocionado al soplar las velas, que hubiera dado alguna señal, si no de duelo, sí al menos de cierta melancolía. En su alegre impasibilidad, que no albergaba ninguna esquina, ningún hueco para el recuerdo del padre muerto, creyó encontrar Sara Gómez un argumento nuevo para seguir meditando, mientras el coñac la envolvía poco a poco en una espesa crisálida de algodón sedoso, tibio y transparente.

A la mañana siguiente no lo había olvidado del todo, pero cuando logró levantarse por fin, hacia las once, le intrigaba mucho más esa insólita, benéfica sensación cuyo origen no había podido descubrir aún. Abrió la puerta del cuarto de baño y la cólera de la corriente la congeló en el umbral durante un instante. Desventajas de acostarse borracha, pensó, al darse cuenta de que se había dejado la ventana abierta toda la noche y, aunque estaba tiritando, no quiso cerrarla, porque el aire frío le venía bien para despejarse, y el cielo, arrogante de puro azul en la frontera de diciembre, alardeaba de un sol resplandeciente y circular, como una garantía anticipada de la primavera. Se envolvió en el albornoz y al sentir el contacto del tejido contra su piel, vio casi esas chispas de colores que identifican las obras de las hadas madrinas en las ilustraciones de los libros infantiles. Cuando se cubrió las mejillas con las solapas, lo comprendió todo. El albornoz estaba seco, completa y definitivamente seco, tan esponjoso, tan crujiente como si lo acabara de descolgar de la cuerda en pleno agosto. Hacía más de un mes, tal vez dos, que no tocaba nada parecido.

Entonces supo lo que saben las gaviotas, y entendió al fin esa extraña frase con la que la gente del pueblo describía los efectos de un viento sin el cual no podrían ni sabrían vivir en invierno.

El levante se lo lleva todo, decían, y era verdad. Sara volvió al dormitorio, abrió el balcón de par en par y se abandonó al viento que barría las casas, que secaba las sábanas, que limpiaba el aire, que aireaba la sangre estancada en el mohoso abrigo de la humedad, esa tristeza pantanosa y sucia de los días más cortos. El

levante azotaba su cara, desflecaba su pelo, bailaba dentro de su cabeza e inundaba sus pulmones con el ritmo necesario, regular, de una marea aérea y torrencial que afilaba el sentido del verbo respirar. La pesadez del plomo, la mecánica del óxido, el aterciopelado veneno del musgo huían en tropel, con esa prisa torpe de los cobardes, ante el empuje de aquel viento formidable, tan poderoso y paternal como un dios clásico.

Sara corrió al piso de abajo, aseguró las puertas para que no golpearan, improvisó una colección de pisapapeles con ceniceros y cacerolas, y abrió las ventanas una por una. No se acordó entonces del otro levante, el demonio rencoroso que hace hervir el cielo, y a la gente con él, en la inmensa olla de paredes transparentes donde se cuecen los días más infernales de cada verano. Los papeles y los objetos que echaron a volar por su cuenta pese a todas sus precauciones le trajeron en cambio el recuerdo de la noche anterior, el desorden en el que habría amanecido la casa de sus vecinos y, como si el viento pudiera barrer también las ideas tontas, se asombró de haber llegado a consagrar tanta atención a desmenuzar las claves de una tragedia que no encerraba otro misterio que su propia, trágica naturaleza. Todas las obras del azar son enigmáticas, porque su misma esencia es un enigma, y ella debería saberlo mejor que nadie. Si Juan Olmedo tuviera algún día la oportunidad de escuchar su propia historia, empezaría a preguntarse de qué película habría podido sacar ella tantos disparates antes de llegar a la mitad.

Cuando el levante agotó su capacidad de regocijo, fue a la cocina y se preparó un café. No quiso tomar nada más porque era ya muy tarde, todo un acontecimiento que celebrar en el peor día de la semana. Mientras calculaba que apenas llegaría a cruzar unas pocas palabras con el quiosquero y tal vez con el camarero de algún bar si se animaba a ir de paseo al pueblo por la tarde, removió junto con el azúcar la verdad de todas las mañanas de domingo.

—Lo que pasa es que me aburro –musitó, aunque su vecino no pudiera oírla, ni absolverla en el acto de todas sus sospechas–, eso es lo único que pasa…

En octubre de 1963, cuando empezó a frecuentar aquella clase tan distinta de las aulas que conocía, Sara Gómez Morales recordaba bien los tormentos que le había infligido el álgebra en el último año de bachiller. Por eso se tomó la taquigrafía como un pasatiempo, una simple técnica que dominar a base de memoria y horas de práctica. Con la mecanografía le ocurrió algo parecido, aunque la máquina representaba un elemento ajeno para alguien acostumbrado a trabajar solamente con una pluma y un papel.

De todos modos, aquel verano había aprendido cosas mucho más raras, que le exigieron dosis de concentración muy superiores. A calcular la cantidad de lejía necesaria para lavar la ropa blanca sin que la tela se debilite ni se ponga amarilla, por ejemplo. A planchar una americana a través de un paño húmedo. A determinar el punto exacto del tomate frito, en el momento en que la pulpa ha soltado ya todo el líquido pero el aceite todavía no ha empezado a aflorar a la

superficie. A limpiar boquerones quitándoles la cabeza y la raspa sin que el lomo se parta por la mitad. A sacudir un felpudo con esa especie de gigantesco pay– pay de mimbre trenzado que su madre llamaba simplemente el cacharro ese de sacudir el felpudo. A blanquear las junturas de los azulejos viejos, mates y deshechos ya por las esquinas en un polvillo grisáceo que se confunde con la argamasa, repasando los contornos con un pincelito mojado en un líquido que huele mal y que después, una vez seco, hay que extender con un paño por toda la superficie para intentar devolver a la cerámica un poco del brillo que le han arrebatado los años, hasta que los brazos empiezan a doler tanto como si amenazaran con desprenderse del tronco ellos solos y caerse al suelo a la vez, inútiles y rotos, agotados, definitivamente muertos.

Todo eso aprendió Sara con el mismo empeño, la misma puntiaguda y rabiosa terquedad con la que repasaba el texto de un problema que no entendía cinco, y diez, y quince veces, jurándose entre dientes que aquellos dos malditos trenes que salían de Madrid y de Barcelona a la misma hora y se cruzaban en Calatayud con treinta y cinco minutos de diferencia no iban a poder con ella. Esa soberbia incondicional, a la que se había aferrado siempre como a un nombre propio, un arma con seis balas, una casa escondida y secreta, era la única condición de su vida que dependía de sí misma, que no le había sido dada por los demás, y el rasgo principal de su carácter, un defecto que poseía en un grado tan elevado que hasta se contradecía a sí mismo para transformarse en una virtud, un afán que cambió bruscamente de rumbo una mañana de julio, tan ociosa y soleada como las demás, cuando, al volver del paseo que daba todos los días con el pretexto de ir a comprar el pan, Sara se encontró su habitación recogida, su ropa colgada en el armario y su cama hecha.

Hasta entonces, había vivido con sus padres como una invitada, una pasajera accidental y transitoria, la prolongación natural de aquella niña de casa ajena que venía sólo a comer, sólo los domingos. Durante dos semanas, todos habían mantenido su parte en aquella ficción. Ella salía de su cuarto a las horas de las comidas y nadie más entraba en aquella habitación enmoquetada de azul donde la ropa sucia se amontonaba sobre la cama entre libros abiertos, envoltorios de galletas y bolsas de patatas fritas abandonadas a la mitad. Aquella mañana, su madre había incumplido esas normas y Sara ni siquiera necesitó preguntarse por qué enrojecía de vergüenza ante la visión de aquel cuarto que seguía teniendo el suelo ligeramente inclinado, y sin embargo ahora parecía más grande, y más cómodo, y más acogedor que nunca. En aquel momento, Sara Gómez Morales tomó posición frente a su destino, aunque no se diera cuenta de que lo estaba haciendo. Siempre la habían tratado con blandura, pero si había logrado crecer, y avanzar, y llegar a vivir esa inconcreta mezcla de pesadilla y sueño imposible en la que se estaba ahogando, era porque había aprendido a tiempo a ser dura consigo misma. Cuando su madrina la despidió en el portal de la casa de la calle Velázquez, no hubo piedad. Ahora tampoco la habría.

Sara recordó una habitación de casa de muñecas, aquel otro cuarto de muebles lacados en blanco y decorados a mano que el paso de los años había convertido

en un perverso espejismo infantil, la clave de una realidad encubierta por la rutina y las fiestas de cumpleaños, el ridículo vestigio de un mundo concebido para una niña cuyo único pecado había sido cumplir diez años, y luego once, y después doce, y trece, y catorce, y recuperó la rabia que sintió una noche que le parecía tan lejana ya como si hubiera sucedido en otra galaxia, la primera noche de sus dieciséis años, cuando comprendió de golpe no sólo por qué no le cabían las piernas en el escritorio, sino por qué nunca jamás iba a tener otro escritorio hecho a la medida de sus piernas de adulta. Doña Sara se había cansado de jugar a las mamás y no merecía siquiera la recompensa de una lágrima. Lo que Sara no podía consentir ahora era que su madre, sin haber tenido nunca la oportunidad de enseñarla a jugar a su manera, la tratara como a la señorita que había dejado de ser.

Ella estaba en la cocina, picando cebolla, ajo y perejil en una tabla de madera. Sara fue hasta allí y se quedó de pie, a su lado, sin saber qué decir, por dónde empezar, cómo gritar esta vez que ningún tren, ya hubiera salido de Madrid, de Barcelona o del fondo de las calderas del infierno, le iba a pasar a ella por encima. Nunca. Ninguno. Jamás. Los segundos pasaban despacio, el ajo ya no se veía, y mientras el cuchillo reducía la cebolla a porciones infinitesimales, Sara envidiaba en silencio la afortunada serenidad de su filo y no se decidía ni a arriesgarse a humillar a su madre dándole las gracias, ni a correr el riesgo de ofenderla pidiéndole que no se le ocurriera volver a limpiarle la habitación. Entonces, Sebastiana le dio la vuelta al cuchillo, empujó con el dorso el contenido de la tabla hacia una sartén sin que un solo trozo cayera fuera, se limpió las manos en el delantal, y sonrió.

—¿Qué tal? –saludó a su hija en un tono risueño que se limitaba a celebrar aquella inesperada visita, sin exigir ninguna respuesta. —Bien –contestó Sara de todas formas–. ¿Qué haces? —Carne guisada, para comer. —¡Qué buena! ¿Y no le echas patatas?

—Sí, pero al final… –y la madre desvió la mirada para dirigirla a la cacerola, como si no hubiera sido capaz de interpretar a tiempo el sentido de esa repentina curiosidad, el exagerado entusiasmo de la hija, pero rectificó enseguida, y volvió a mirarla–. Las patatas son más blandas que la carne, se cuecen muy deprisa. Si las echo ahora, se desharán. Por eso hay que esperar hasta que la carne esté casi hecha. Con media hora tienen bastante. —¡Ah! –murmuró Sara–. No lo sabía.

Y ninguna de las dos encontró otra cosa que decir. Sebastiana se lavó las manos y, cuando se aburrió de frotárselas con un paño limpio, lavó también la tabla, para secarla con la misma exasperada e innecesaria parsimonia que había aplicado antes a la cara interior de sus dedos, a las cutículas, al borde de las uñas. Sara se daba cuenta de que su madre estaba nerviosa, pero ella tenía también las manos vacías, y no iba a encontrar en ningún cajón un cuchillo capaz de romper la membrana invisible, poderosa, que las mantenía a raya, estancadas en la prudencial distancia de la cortesía, en orillas distintas de un silencio que las

llamaba por su nombre. Una era la madre de la otra, y ésta era su hija, y sin

embargo nunca habían aprendido a hablar, a estar juntas. Las dos percibían ya el

exacto peso del aire que se elevaba sobre sus cabezas como si un émbolo las

fuera aplastando poco a poco para taladrar el suelo con sus cuatro pies, cuando

Sebastiana se llevó la mano a la frente y sonrió.

—¡La ropa! –exclamó entonces, aliviada por haber encontrado al fin algo que

decir–. Tengo que tenderla, se me había olvidado.

—No, mamá –Sara se le adelantó, buscó con los ojos el barreño, lo encontró

sobre una silla y fue más rápida–. Ya la tiendo yo.

Abrió la ventana y encontró un cestillo lleno de pinzas en el alféizar. Se hizo un lío

con las poleas hasta que comprendió que tenía que empezar a tender sólo a partir

del nudo, y desde ese momento se propuso no cometer ningún otro error. Es muy

sencillo, se repetía cada vez que fijaba un extremo de la ropa a la cuerda, muy

sencillo, y trabajaba despacio, asegurando cada movimiento, lo único importante

es que no se caiga nada al patio… Entonces sacó del barreño una camisa, y le dio

la vuelta, y se la volvió a dar, y la miró otra vez, por los dos lados.

—Mamá… –se atrevió a preguntar por fin–. ¿Por dónde se cuelgan las camisas,

por la parte de los hombros o por abajo?

—Por abajo, y es mejor que pongas las pinzas encima de las costuras, porque

dejan menos señal y se planchan mejor luego.

Sara colgó bien las camisas y mal casi todo lo demás, pero logró emparejar los

calcetines y tender la colada entera sin que ninguna pieza cayera al patio, y al

terminar se sintió bastante satisfecha de sí misma, porque tampoco sabía que

veinticinco minutos fueran un plazo excesivo para aquella tarea.

—Bueno –dijo, mientras cerraba la ventana y se daba la vuelta con el barreño en

la mano, sin saber qué hacer con él–. Esto ya está, ahora…

Entonces se calló. Su madre estaba de pie, muy cerca, y la miraba con la cabeza

muy derecha, las manos estrujando el delantal, y un velo líquido en los ojos. Sara

nunca había podido soportar ese temblor de los ojos de su madre, el llanto

retenido que bailaba en sus pupilas durante minutos enteros como el signo

contradictorio de una tormenta mansa, el indicio de unas lágrimas que nunca

estallaban, que se derramaban en silencio, si lo hacían, con el ritmo lento,

lluvioso, de quien sabe llorar también para expresarse.

—No llores, mamá –Sara tiró el barreño al suelo y fue hacia ella, ahogándose en

sollozos más violentos–. Yo… lo siento mucho…

—¿Y qué vas a sentir tú, hija, qué vas a sentir?

—No lo sé, mamá… No sé…

Sebastiana abrió sus brazos cortos, rechonchos, y Sara, que era mucho más alta,

supo encoger para desplomarse entre ellos. Así estuvieron las dos mucho tiempo,

aprendiendo a hablar tarde, y sin palabras. Mientras tanto, el guisado se agarró.

Aquel día acabaron comiendo huevos fritos con patatas y Arcadio no quiso

preguntar nada, porque cuando llegó a casa, a las dos de la tarde, se dio cuenta

de que algo había cambiado.

Si alguna vez Sara Gómez Morales llegó a ser cruel, despiadada, feroz, fue

entonces, cuando decidió arrancarse la piel a pedazos sin otra herramienta que sus propias uñas. Sumergida a partes iguales por el rencor y por el deseo en el espejismo de una libertad que no tenía, creyó escoger con una vehemencia consciente, radical, la única vida que le quedaba, y alimentó con rabia su memoria, con rabia sus ojos, con rabia su razón, hasta que su voluntad ciega, soberana, extirpó de su cuello la menor tentación de volverse hacia atrás. A veces, por las noches, se sorprendía a sí misma recordando a Juan Mari, a Maruchi, a los Beatles, habitantes amables de un país remoto que se resistían al recurso del desprecio porque no lo merecían, pero procuraba olvidarlos pronto, solaparlos con otros recuerdos, otro dolor, otras imágenes. Incluso en los peores momentos, cuando se sentía desgraciada sin acordarse a tiempo de que se lo había prohibido tajantemente a sí misma, Sara conservaba la sangre fría imprescindible para comprender que cualquier cosa, el odio, la amargura, la llama seca de la venganza, le harían menos daño que la nostalgia blanda y sonrosada de un collar de sueños rotos, la tentación que debía esquivar a toda costa si quería conquistar al fin una vida única, propia, una sola vida como la de todo el mundo.

Y durante algún tiempo lo logró, sobre todo de día. Sin reconocer que el fervor que articulaba sus horas tenía más que ver con la ingenuidad de un turista rico en un país exótico que con el sudor pautado y sistemático del albañil que levanta una casa nueva desde los cimientos, Sara se lanzó a un frenético programa de actividades que la mantenía ocupada como nunca lo había estado, y procuraba ocuparse a sí misma también por dentro, controlar rigurosamente el flujo y la naturaleza de sus pensamientos, vigilar la zona de su conciencia que quedaba libre mientras prestaba toda la atención necesaria a las nuevas tareas que asumía cada mañana. A veces acababa con dolor de cabeza, tan intensa era la obligación a la alegría que se imponía a cada paso. Otras, en cambio, apuraba el mismo resquicio de fantasía infantil con el que sólo unos meses antes había aprovechado cualquier rato libre para imaginar su vida conyugal con Juan Mari –luna de miel en Venecia, una casa moderna y espaciosa, cierta exageración elegante en los detalles, el verano en una playa tranquila del norte, una pareja de niños guapos y rubios a su debido tiempo–, planificando un futuro muy diferente, que se limitaba a la fuerza a los setenta metros cuadrados de un viejo piso tercero interior donde había un millón de cosas que hacer, reformar el baño, cambiar la cocina, agrandar las ventanas, poner suelos de madera, tirar la mitad de las paredes o levantar otras donde jamás las hubo, proyectos descabellados que no lo serían tanto si ella misma lograba aprender a cepillar tablones o a hacer cemento, igual que había conseguido dejar los cristales invisibles de puro limpios a fuerza de amoníaco disuelto en agua y friegas con papel de periódico.

Sus padres la escuchaban con los hombros encogidos, e intercambiaban miradas breves, agudas como señales de alarma, donde el asombro iba dejando paso a la inquietud mientras la veían moverse por la casa sin detenerse un instante, cambiar los muebles de sitio para devolverlos luego a su lugar original, recoger las cortinas para soltarlas un momento después, ordenar lo que estaba ya ordenado,

guerrear contra un polvo inexistente.

—No sé, Arcadio, está muy rara… –murmuraba Sebastiana de vez en cuando–.

Parece una monja.

Él asentía en silencio, calibraba el plazo y la violencia de una explosión que jugaba

a desmentir sus cálculos, y representaba el papel que su hija le había asignado en

un tardío, doloroso e improbable renacimiento.

—A ver…

Algunas noches, después de cenar, Sara sacaba una caja de cartón de la cómoda

donde su madre guardaba la ropa blanca, y se sentaba en el sofá, al lado de

Arcadio, para obligarle a mirar dos docenas de fotos antiguas, amarillentas ya, y

con los picos doblados, que él habría preferido no volver a ver nunca más. Sin

embargo, se armaba de paciencia para contestar a todas las preguntas de aquella

muchacha voluntariosa y confundida cuya curiosidad jamás se daba por saciada,

porque su lealtad era más poderosa que el cansancio.

—Éste eres tú, ¿no?

Arcadio con uniforme de miliciano, una canana atravesada encima del pecho y la

mano derecha sosteniendo el fusil ante una gran roca de granito.

—¿Y dónde estabas?

—En la sierra, cerca de Guadarrama.

—¿Y cuándo?

—Pues no sé, hija, ya no me acuerdo. Al principio de la guerra, tuvo que ser…

—¿Y quién te hizo la foto?

—Un fotógrafo alemán, que era amigo de don Mario.

—¿Y quién era don Mario?

—Uno.

Pero Sara no aceptaba los pronombres indeterminados, los datos vagos, las

noticias sueltas de un pasado remoto que se le volvía urgente, preciso,

desesperadamente imprescindible, y obligaba a su padre a hablar, a desmenuzar

su memoria en busca de apellidos, de fechas, de detalles tan nimios como migas

de pan, que ella masticaba con muelas veloces, potentes como los engranajes de

una locomotora, hasta disolverlos por completo en su propia saliva y tragárselos

después.

—¿Y aquí?

Un grupo de sindicalistas retratados ante la fachada de la Casa del Pueblo de

Madrid, vestidos de domingo, las gorras en la mano, sonrientes los más jóvenes,

algunos levantando el puño, Arcadio entre estos últimos, alrededor de un hombre

vestido de oscuro, con corbata y sombrero, los ojos claros, la nariz aguileña, que

sonríe también a la cámara con el gesto aplomado, seguro, de un seductor.

—¿Y este señor?

—Largo Caballero.

—¿Era de los vuestros?

—Claro. Era un dirigente. De los que más mandaban.

—Pues parece muy elegante.

—¿Sí? Los había mucho más elegantes que él, no creas. Pero él era el mío.

—¿Y qué hacía allí?

—Pues… No sé. Habría ido a dar un mitin, o una conferencia.

Ya no me acuerdo, hija, hace mucho tiempo…

—Y este de aquí es don Mario, ¿no?

Justo –y Arcadio sonreía, incluso a su pesar–. Ése es don Mario. Sara se sabía de

memoria los rasgos, los nombres, las historias que escondía cada uno de aquellos

rostros ásperos, tostados, maltratados por la lejía del tiempo y la mala calidad de

los revelados baratos, pero seguía repasando cada imagen, señalándola con el

dedo, interpretando las aristas y las curvas, las presencias y las ausencias, las

sombras y los símbolos, como si pretendiera renegar de cualquier otro alfabeto

conocido.

—Mamá, ven un momento, por favor…

La foto de boda de sus padres, formato alargado, rectangular, los rostros en

escorzo, casi de perfil, los cuerpos cortados a la altura del pecho, ella vestida de

oscuro, con una flor blanca en la solapa, él sin corbata, la camisa limpísima

abrochada hasta el último botón.

—Tú misma te hiciste el traje, ¿no? –Sebastiana asentía con la cabeza–. ¿Y por

qué no ibas de blanco?

—Porque no se estilaba.

—Pero doña Sara sí se casó de blanco.

—Doña Sara era una señora.

Podía hacerse un traje para usarlo una sola vez.

—¿Y tú, papá?

—¿Yo qué?

—Tú también estrenaste traje.

—Sí.

—Pero no te pusiste corbata.

—¿Y para qué quería yo una corbata?

—Largo Caballero la llevaba.

—Largo Caballero era diputado, y yo era fontanero.

—Ya, no es lo mismo.

—Pues no.

—Y luego os fuisteis a tomar un chocolate con churros.

—Sí.

—Y no hubo banquete.

—No.

Los dos contestaban al unísono y Sebastiana se escabullía deprisa, improvisando

cualquier excusa antes de que aparecieran las fotos más complicadas –¿y éstos?,

¿por qué están aquí?, no son de la familia, ¿verdad?, parecen dos santos en una

estampa, ¿los héroes de Jaca?, ¿qué héroes?, ¿una sublevación militar?, ¿en

Jaca?, no tenía ni idea, yo no he estudiado eso, ¿cómo se llamaban?, ¡ah!, por

eso el filo de la foto es una bandera republicana, Galán y ¿qué…?, García

Hernández, Galán y García Hernández, ya, ¿y esto dónde te lo dieron?, ¿lo

repartían por la calle?, ¿y cuándo fue?, ¿y qué graduación tenían?, ¿y qué pasó?,

¿los fusilaron?, Galán y García Hernández se llamaban, ¿no?–, porque ella tenía asignado su propio papel y ya contestaba a suficientes preguntas durante el día. Sara iba con su madre a la compra, la acompañaba siempre que tenía que hacer algún recado, y procuraba tenerla cerca cuando la suplantaba en las tareas más pesadas. A ella le tocaba meditar respuestas distintas, escarbar en conflictos más íntimos, argumentar otra clase de derrotas, pero reaccionaba igual que su marido, hablando, aunque no tuviera ganas, aunque no tuviera fuerzas, aunque a veces pensara incluso que su hija se equivocaba al tensar ciertos hilos de su curiosidad, Sebastiana hablaba con Sara porque era su deber, porque se lo debía, y se lo fue contando todo, cuándo conoció a doña Sara, cómo era su vida en la calle Velázquez, por qué se fijó en Arcadio, cuánto tiempo estuvieron de novios, qué sintió cuando estalló la guerra, cuando supo que iban a perderla, cuando se llevaron a su marido preso, cuando fue a suplicar por él, cuando tuvo que pagar al fin, después de tantos años, el precio de aquellas súplicas. A cambio, llegó a disfrutar mucho de los paseos en los que Sara la embarcaba cada tarde, como si las dos pudieran ir juntas de excursión a su propio pasado. Sebas volvió con su hija a su antiguo barrio, recorrió con ella la calle Espíritu Santo, la plaza de San Ildefonso, la Corredera Alta, y la Baja, recordando en voz alta el nombre de cada tienda, de cada taberna, de cada vecino, de cada compinche de su padre, de cada clienta de su madre, y fue ampliando poco a poco el mapa de su memoria, añadiendo otras geografías, la de las verbenas, la de la república, la de la guerra, la de la cárcel, la de la posguerra, hasta completar el plano de una ciudad que su hija desconocía completamente.

Aquella pasión duró lo que duró el verano. Cuando los días empezaron a encogerse y las hojas echaron a volar, Sara estaba casi segura de que lo había conseguido. La memoria de otra vida se agazapaba a sus pies como un animal doméstico, un perro viejo y cansado sin fuerzas siquiera para responder a los silbidos del amo, y sus pequeñas hazañas cotidianas resistían bien la pérdida del brillo, ese barniz siempre deslumbrante de la novedad.

Pero el verano se acababa, y la realidad recuperaba sus contornos, sus trabajos, su verdadera apariencia, sin reparar en las islas desiertas, pequeñas e inhóspitas, donde los náufragos construyen la ilusión de una miserable cabaña de madera, y una noche de septiembre sonó el teléfono, y su madre fue a cogerlo y, al volver, le anunció que doña Sara había vuelto ya de Cercedilla.

—Quiere que vayas a verla, Sari, mañana… –y su voz descendió hasta convertirse en un murmullo al estrellarse contra el ceño de su hija–. Te invita a comer. —No voy a ir –ella contestó sin emoción, sin vacilar, sin un titubeo, mientras un silencio espeso, peligroso, erizado de palabras que nadie se atrevía a pronunciar, devolvía aquella habitación al clima polar, el viento hostil del mes de junio. —No lo va a entender –Sebastiana volvió a la carga tímidamente, cuando ya parecía que todos habían olvidado la manera de hablar–. Dice que te echa de menos, que tiene muchas ganas de verte, y yo creo que a ti no te costaría trabajo… —Si quiere verme, que venga aquí –Sara cortó los argumentos de su madre con

sílabas secas, afiladas como los cuchillos que ya guardaba en sus cajones de adulta prematura–. Yo no voy a ir. —Pero…

—Deja en paz a la niña, Sebas –Arcadio intervino de repente, cuando madre e hija pensaban ya que su duelo era privado–. Te lo ha dicho dos veces. ¿Qué quieres, que te lo diga tres? —Pero es que yo creo, no sé…

–su mujer prosiguió como si no le hubiera oído–. Al fin y al cabo, ha sido como tu madre durante todos estos años. Ha hecho mucho por ti… —¿Por mí? –Sara chilló, como si la última frase hubiera acertado a destrozarle el tímpano, y repitió la pregunta, más dolida que incrédula ante la actitud de su propia madre–. ¿Por mí?

—¡Y yo qué sé! –Sebastiana se restregó la cara con el delantal y cuando la destapó le temblaban los ojos, y las manos–. Yo soy muy ignorante, hija, pero si una cosa he aprendido… Mi madre me lo enseñó a mí, y yo se lo he dicho a tu padre muchas veces, aunque él nunca me haya hecho caso. El orgullo no es para nosotros, Sari, el orgullo no te va a dar de comer.

—¡Pero es que yo no tengo otra cosa, mamá! –Sara se levantó, levantó la cabeza, y levantó la voz por encima de la de Arcadio, que le exigía a su mujer a gritos que se callara de una maldita vez–. No tengo otra cosa –repitió, en un tono más bajo, pero no más sereno, antes de salir corriendo, y encerrarse en su cuarto, y tirarse en la cama, y romper a llorar como se había prohibido tajantemente a sí misma volver a llorar nunca más.

Sara Gómez Morales tenía dieciséis años y una experiencia limitada del mundo. Por eso, aquella noche, mientras daba vueltas en la cama sin encontrar reposo para su furia, no halló tampoco ninguna fórmula que la ayudara a entender correctamente las cosas. Pasarían muchos años antes de que descubriera el sarcasmo implícito en aquella paradoja de raíces retorcidas y secas, tan antiguas, tan firmes como las de una encina plantada sin querer por un niño que hubiera estado jugueteando con una bellota sobre un suelo recién regado. jugando con una niña y sin darse cuenta, sin detenerse nunca a calcular las consecuencias, doña Sara había inoculado en el espíritu de su ahijada el único virus que un día le consentiría hacerse fuerte contra ella, despreciar su cariño, sus regalos, el amor parcial y condicionado que no le podía bastar a quien lo había tenido todo, siempre. Cuando salió de la casa de la calle Velázquez, Sarita era una réplica a escala de la mujer que la había criado, que le había enseñado a comer gambas con cubiertos de pescado y a horrorizarse ante el concepto de la elegancia que poseen las esposas de los funcionarios, que le había prohibido bañarse en piscinas públicas y salir a la calle en zapatillas, que la había animado a escoger bien a sus amistades y a tratar al servicio con amabilidad y condescendencia, que se sentaba a hablar con ella un ratito en francés, todas las tardes. Así había metido al enemigo en casa. Pero esa conclusión, que cambiaría la vida de una adulta descreída, estaba muy por encima de las posibilidades de una adolescente herida de desconcierto que no aspiraba a otra cosa que a estar en paz, y a quien todavía

no se le había ocurrido pensar que el orgullo, esa peligrosa extravagancia, no era

más que el único privilegio que su madrina, después de dárselos todos, no había

podido quitarle.

Sebastiana no era tan lista ni tan fuerte como su hija pequeña, pero había vivido

mucho más y sabía algunas cosas con la misma certeza que inspira el sol, al salir

cada mañana por el este. Por ejemplo, que si la palabra «humilde» parece

ambigua es sólo porque la realidad casi nunca lo es, que si los pobres son

mansos, es porque los mansos casi siempre son pobres. Escogió otras palabras,

sin embargo, para desayunar con Sara por la mañana, sin darle la oportunidad de

seguir rumiando la escena de la noche anterior.

—Mira, hija, yo lo que no quiero es que te pienses lo que no es. Yo no le tengo

cariño a tu madrina, al contrario, aunque tampoco creo que sea una mala

persona.

Es… simplemente como ella cree que tiene que ser, como es siempre esa gente,

como fueron sus padres, y sus abuelos, todos ellos. Son los amos, y siendo así,

piensan que son buenos, porque van a misa, y se confiesan, y duermen

tranquilos.

Pero que yo diga esto no significa que la defienda, que esté de su parte, porque

no es verdad. Yo estoy de tu parte, hija mía, eso lo primero, que estoy de tu

parte.

Esto tu padre no lo entiende, porque es muy listo, desde luego, pero también es

muy burro cuando quiere, y cuando sale este tema siempre quiere… Y yo no digo

que no tenga razón, porque tenerla, la tiene, pero con la razón tampoco se va a

ninguna parte, y parece mentira que él no quiera darse cuenta, con todo lo que le

ha tocado pasar. Razón teníamos nosotros, y la razón nos llevó a la ruina. Mala

suerte, dice él, mala suerte, en otros países, en otras épocas, las cosas han sido

de otra manera y eso es lo que importa, bueno, pues será verdad, pero yo sólo

puedo hablar de lo que conozco, de lo que he visto, y daría cualquier cosa por

haber visto sólo la mitad, mira lo que te digo… El caso es que yo sé que la vida es

muy dura y creo que no te conviene pelearte con tu madrina, hija, porque ella

tiene, y nosotros no, y aquí no hay razón que valga, las cosas son como son, no

tienen remedio. Yo pienso mucho en ti, Sari, hace años que pienso en ti, en qué

va a pasar contigo, qué vas a hacer, cómo vas a vivir… No puedes seguir toda la

vida así, metida en casa, aprendiendo a guisar. Ahora te parece bien porque no lo

conoces, pero esta vida es un asco, hija, y tú tienes que hacer otras cosas,

encontrar un buen trabajo, ganar dinero, casarte y vivir bien, y no acabar como

yo, eso no, Sari. Tú vales mucho, has estudiado mucho, para acabar como yo.

No puede ser. Tienes que hacer algo. Y qué más habría querido yo que no haber

tenido nunca que hablarte así, qué más quisiera yo que poder decirte, hala, hija

mía, a vivir, a salir por ahí, a divertirte, que esto son dos días…

A veces, los dos días se hacen muy largos, Sari, demasiado largos, y yo no te

puedo engañar, hija, no puedo. Así que esto es lo que hay, y sólo por eso, por ti,

le bailo yo tanto el agua a tu madrina, ahora ya lo sabes.

Aquella mañana, Sara no aprendió nada nuevo. No hizo la comida, no quitó el

polvo, no limpió el cuarto de baño ni apuntó en su libreta de las ideas ninguna solución brillante para aprovechar mejor el espacio del cuarto de estar o para disimular los achaques de los muebles. Ni siquiera fue capaz de moverse, al principio. Estuvo mucho tiempo, más de dos horas, sentada en la misma silla de formica donde se había tomado un café con leche en el que no llegó a mojar ninguna galleta. No sentía hambre ni sed, ni frío ni calor, ni alegría ni tristeza, nada. Sólo un sabor a café rancio entre los dientes, y el presentimiento de que sus cartas estaban echadas desde que Dios padre sopló sobre Adán, antes incluso de que se le ocurriera robarle una costilla para darle mujer y problemas. Intentó pensar, pero tampoco logró llegar muy lejos. Había entendido bien los argumentos de su madre, sus palabras, sus propósitos. Había entendido también que darle la razón era asumir que estaba equivocada, que se esforzaba en vano, que no tenía sentido resistirse a la naturaleza doble y ninguna que había arrastrado cada domingo de su vida entre las estaciones y los túneles del metro. Sin embargo, en el otro plato de la balanza no había nada, sólo orgullo, una materia sutil, precaria, gaseosa, que reconforta y acompaña, pero no da de comer.

Sara jamás se había aplicado ese verbo a sí misma, alimentarse, dar de comer, expresiones que utilizaba a lo sumo cuando alguna amiga le hablaba de su perro, de su gato, del periquito al que estaba intentando enseñar a hablar. Ahora, la vida, esa vida tan dura de la que su madre hablaba como si fuera un pariente, una vieja conocida, la había convertido en su propia mascota, y tenía que empezar a pensar en sí misma de otra manera.

Y Sara pensaba, pensó mucho tiempo, desde todos los ángulos, todos los rincones, todas las esquinas, pensó durante todas las horas de días enteros. Pensaba en su padre, en la risueña arrogancia de su cuerpo joven y uniformado, en su fuerza, en su fe, en la ilusión traidora de un fusil que parecía cargado de verdad entre sus manos.

Para ella no habría fusiles, no habría mentiras, las cosas son como son, le había dicho su madre, no tienen remedio. Sus hijos, al menos, no lo habían encontrado. Sara pensaba también en ellos, en sus iguales, sus hermanos, sombras conocidas sólo a medias que vagaban por la casa en los recuerdos de sus padres y que llamaban por teléfono los domingos. Todos estaban lejos.

Arcadio trabajando en Alemania, pelado de frío pero contento y ganando dinero, según sus cartas, que anunciaban siempre una visita siempre aplazada. Sebastiana en Avilés, adonde se había ido detrás de su marido, un obrero asturiano de la siderurgia del que se había hecho novia cuando estaba haciendo la mili en Cuatro Vientos. Los dos menores seguían en Madrid, pero la ciudad había crecido tanto que resultaba difícil creerlo. Pablo vivía en San Fernando de Henares, trabajaba en la ITT y estaba casado con una limpiadora de la Mahou. Tenían dos hijos pequeños y llegaban al fin de semana tan agotados que les compensaba más el trabajo de hacer la comida en casa que la perspectiva de una excursión hasta el centro para comer de balde en Concepción jerónima. Socorrito no llevaba ni un año casada y ya estaba embarazada. Vivía en el puente de

Vallecas, en casa de su suegra, una anciana enferma y malhumorada a la que nunca iba a poder quitarse de encima, porque su marido, además de encofrador, era hijo único. Ella venía con más frecuencia, normalmente por la tarde y siempre con muchas prisas, como si tuviera que escaparse de su casa para ir a darle un beso a su madre.

Sara se alegraba de verla, porque apreciaba el recuerdo de la precaria intimidad que las había unido alrededor de la Mariquita Pérez, y aprovechaba la única enseñanza útil que le debía a las monjas dedicándose a tejer por las noches un jersey de perlé blanco para el bebé. Socorro, por su parte, se comportó desde el primer momento como una hermana mayor, cómplice, protectora, y enseguida empezó a tratarla con la confianza suficiente para contarle cosas de su marido, de su casa, de su vida en Vallecas. Así, Sara le cogió mucho cariño pero aprendió al mismo tiempo que no quería ser como ella. Ni como las muchachas de la casa de la calle Velázquez. Y sin embargo, seguía pensando, soñando con fusiles, cualquier remedio que permitiera equilibrar la balanza del orgullo con un futuro aceptable.

Cuando comprendió que no lo iba a encontrar, cayó en la desesperación y allí vivió algunos días, hasta que su padre, una noche, dijo algo que la animó a pensar otra vez, en una dirección que acabaría resultando irreprochablemente correcta.

—Nosotros no sabíamos nada, hija… Nosotros, lo que dijera el partido, los que habían estudiado, los que valían para mandar, los que sabían. Que había que resistir, pues a resistir, que había que esperar, pues a esperar, que todo el que quisiera se iba a poder marchar a tiempo de aquí, pues eso… Y ya ves cómo nos engañaron, como a tontos, que eso es lo que éramos, tontos perdidos. Ellos sí se marcharon. Casado el primero, y corriendo. Nos entregó y se largó, así mismo. Todavía le estoy oyendo, el general Franco nos ha dado garantías, decía por la radio, no hay que temer represalias contra quien no tenga delitos de sangre. ¿Es que yo tenía? No. Pues me condenaron a muerte dos días después de cogerme, eso hicieron. Pero qué iba a saber yo, hija, qué iba a saber, si yo aprendí a leer con treinta años…

Seis días después, a media tarde, Sara Gómez Morales llamó a la puerta de la casa de los señores de Ochoa, donde todo el mundo la reconoció sólo con verla. Y sin embargo, ya no era ella. La adolescente despreocupada y caprichosa que todos recordaban no sobrevivía más allá del aspecto de una rigurosa impostora que ya se había propuesto no volver a confiar ni en su sombra y no dar un paso más, nunca en la vida, sin anticipar previamente hasta la más trivial de sus consecuencias. Sólo esa acritud había logrado llevarla de la mano ante la presencia de su madrina manteniendo su orgullo a salvo en un refugio interior, tan oscuro, tan hondo, que allí no le hacían daño las mentiras, las promesas traidoras, las sonrisas hipócritas, los besos que pudieran llegar a ensuciar la pureza de sus labios homicidas. La habían tirado a la vía, pero ningún tren iba a pasarle por encima. A ella no. Nunca. Ninguno. Jamás. Aunque tuviera que secarse por dentro, vivir en una alarma

constante, soñar sueños miserables, tragarse el sapo diario de la conformidad y la humillación.

Al fin y al cabo, los fusiles no crecen solos en medio del campo, hay que ganárselos, arrebatárselos al enemigo, saber robarlos o ahorrar para comprarlos, y si ése era el precio que había que pagar, lo pagaría, pero ella no sería humilde, no sería mansa, no sería tonta.

Sólo existía un camino posible para seguir adelante y pasaba a la fuerza por la obligación de armarse. A esa única conclusión había llegado Sara después de pensar y pensar, y pensar más aún, para descubrir que, si su madre estaba en lo cierto, su padre también tenía razón. Ella tenía que acabar siendo de los que habían estudiado, de los que valían para mandar, de los que sabían, y eso significaba, de entrada, encontrar un buen trabajo, ganar dinero, vivir bien. Y luego ya veremos, se prometía a sí misma cuando dudaba de sus planes, cuando se sentía sin fuerzas, sin ganas de seguir, ya veremos, y pensaba en Socorro, en Sebastiana cargada de hijos, en las angustias de los fines de mes, y apretaba los dientes para repetírselo muy en serio, como una orden, un lema, una consigna, ya veremos.

—He pensado en estudiar algo que no sea muy largo, secretariado bilingüe por ejemplo, para aprovechar mi francés. Luego, cuando empiece a trabajar, podría aprender inglés, e ir haciendo otros cursos.

A mí me gusta estudiar, ya lo sabes, se me da bien, pero me gustaría saber qué piensas tú.

Estaba repitiendo con pequeñas variaciones, una hábil estrategia de sinónimos bien escogidos, lo que su madre le había contado acerca de los proyectos que doña Sara tenía para ella, y antes de terminar, comprendió que había acertado. —¡Pues qué voy a pensar! Que hablas con mucha sensatez, hija, y que me alegro mucho de haberte recuperado, de que estés otra vez aquí. No sabes cuánto te he echado de menos…

Mientras los ojos de su madrina traicionaban una emoción reprimida, Sara, a quien ya le daba igual que fuera auténtica o no, procuró agrandar los suyos, convocar a su rostro una tensión concentrada y dramática, responder a aquellos ojos con la misma clase de mirada.

Entonces creyó descubrir que esos apacibles simulacros no le hacían mella por dentro, que no rebajaban la firmeza de las amenazas que consolaban el silencio forzoso de sus labios cerrados, ni abrían espacio alguno para la compasión. Se equivocaba, pero las equivocaciones maduran despacio, como las personas. —Mi amiga Loreto, ya la conoces, ¿verdad? –doña Sara seguía hablando con la gratuita magnanimidad de quienes no necesitan luchar para ganar sus guerras, y Sarita asentía con la cabeza, ya me las pagarás, hija de puta, decorosa, serenamente, me las vas a pagar todas juntas, sentada en el borde de la silla, tan discreta y atenta como se espera de una señorita, ya lo verás, ya…–, tiene una hermana casada con el propietario de media docena de academias repartidas por todo Madrid. Preparan oposiciones, dan cursos de taquigrafía, de secretariado, en fin… La central, como si dijéramos, está en la calle Espoz y Mina, muy cerca de tu

casa. Aunque es un poco tarde y a lo peor hasta han cerrado ya el plazo de la matrícula, estoy segura de que Loreto me haría el favor de conseguirte una plaza. Podrías hacer un curso de tres años y, al final, sacarte el título oficial más completo. Ya te buscaríamos luego una buena colocación. ¿Qué te parece? Doña Sara se quedó mirándola con una sonrisa expectante y las manos juntas, cruzadas sobre el regazo. Sarita había llegado a conocer muy bien el significado de esa sonrisa, la expresión de generosidad complaciente ante todo con ella misma que su madrina había adoptado, por última vez, cuando accedió a forrar sus zapatos de fiesta con seda amarilla, esa cara de hacer regalos que implicaba la contrapartida urgente, inmediata, de una desbordada gratitud. Cumplió fielmente también con esa norma, se acercó a saludar a don Antonio, que apenas le respondió, y pasó por la cocina para despedirse del servicio. Luego, bajó trotando por las escaleras para llegar antes a la calle. Cuando respiró al fin la brisa cálida, calmosa, que agitaba las copas de los árboles, le dolía todo el cuerpo y algo más.

Me acostumbraré, se dijo, ya me acostumbraré, eso seguro, y aunque sus piernas reblandecidas, temblonas, se negaban a moverse, ella las forzó, y forzó el paso hasta perderse en la boca del metro.

Creyó que ya había pasado lo peor, el tiempo del naufragio, de las dudas, de la pasividad envenenada, de los violentos bandazos de la indecisión. Ahora tenía planes, otra cabaña, un propósito al que aferrarse con el grado de esperanza, de desesperación, que pudiera ser preciso en cada momento. Pero la realidad, que es perezosa y se resiste a mudarse de casa, seguía acechándola desde una esquina de la Puerta del Sol, y era muy fea, más incluso que la imperdonable grosería de mencionar el dinero, el precio de las cosas, en una conversación íntima y familiar.

La Academia Robles de Taquigrafía, Mecanografía y Secretariado ocupaba la primera planta de un vetusto edificio que ya ni se acordaba de cuándo había perdido la última memoria de su pasado esplendor. El piso inmenso, laberíntico, que había resultado de las caóticas y sucesivas ampliaciones de un pequeño núcleo original, estaba recorrido por un pasillo que se ramificaba en otros más estrechos, algunos de los cuales terminaban de forma abrupta en una pared para evocar la espina dorsal de un gigante paralizado y deforme. A ambos lados de cada corredor, un número incontable de puertas antiguas de diversas épocas y molduras, uniformadas todas ellas por el mismo centenar de capas de esmalte blanco cuya evolución se podía establecer estudiando con atención los desconchones, sinceros como estratos geológicos, daban paso a otras tantas minúsculas habitaciones, pomposamente clasificadas como aulas. Cada uno de estos cuartitos albergaba un mobiliario dispar, variopinto, que podía llegar a integrar en una sola hilera seis o siete modelos distintos de silla, casi siempre con una pequeña extensión, que hacía las veces de escritorio, incorporada en el lado derecho. Las había de madera, de contrachapado recubierto de un laminado sintético, y de plástico, algunas eran plegables y otras no, podían tener el tablero abatible o fijo, una rejilla bajo el asiento para colocar los libros o sólo aire entre

las patas. El señor Robles, a quien Sara no llegó a ver ni siquiera una vez en los cuatro años que invirtió en obtener los títulos de Secretaria Bilingüe de Dirección y Contabilidad, le daba una póstuma oportunidad a los pupitres que iban desechando los institutos y los colegios públicos pagando un poco más que los traperos, y seguía la misma norma en todo lo demás. Las máquinas de escribir eran tan viejas que sólo aporreando las teclas con saña se lograba, y no siempre, imprimir un carácter sobre el papel. Las mandaban a reparar constantemente, y aun así era rara la que no tenía rota una letra, o dos. La explicación oficial era que les convenía aprender en teclados duros para lograr después el mejor rendimiento cuando trabajaran en máquinas más cómodas y modernas, pero ese argumento no justificaba que todos los plafones tuvieran siempre un tubo fundido, o que la profesora de francés, una cincuentona con la nariz colorada como un pimiento y el acento pastoso de anís, conociera ese idioma peor que la propia Sara.

A la mayoría de los alumnos, sin embargo, todo esto le traía sin cuidado. Al margen de algún voluntarioso y esforzado oficinista que invertía su tiempo libre en mejorar su currículum con vistas a un hipotético ascenso, la Academia Robles se nutría sobre todo de jovencitas de la edad de Sara, procedentes de familias de clase media baja que intentaban proporcionar alguna formación a esas hijas a las que no podían permitirse enviar a la universidad, donde, sin embargo, tal vez llegara a estudiar alguno de sus hermanos varones. Ellas no sufrían precisamente por eso. Casi todas las semanas abandonaba alguna, que se había matriculado sólo por probar, o por no seguir aguantando discursos parecidos al que Sara no había necesitado escuchar más que una vez de labios de su madre. Muchas habrían preferido estar trabajando ya, de aprendizas de peluquera, o de maquilladora, o en una tienda de ropa, los tres puntos que delimitaban con nitidez el invariable triángulo de sus intereses. Todas sabían ponerse rulos, plancharse el pelo, hacerse moños altos, y se pintaban mucho hasta para ir a clase, groseros trazos negros delimitando la frontera de sus párpados entre una mancha de color pastel y la artificiosa rigidez de las pestañas postizas bañadas en rímel, como una hilera de patas de insecto. Se llevaban las faldas cortas, pero las suyas eran cortísimas. Se llevaban las botas altas, pero las suyas eran altísimas. Abonadas a una singular estética del superlativo, Sara miraba con aprensión sus uñas, largas y curvas como navajas, el esmalte seco, rojo rojísimo, un poco más descascarillado cada día de la semana, la hinchazón de sus melenas cardadas y ahítas de laca, los collares que llevaban por docenas, el plástico exagerado y barato de sus pendientes, y las escuchaba hablar a gritos, palmearse bruscamente los muslos al reírse, repetir las mismas expresiones de asombro o de jolgorio, ay, mi madre, mira ésta, tú te lo pierdes, oye, guapa, lo que yo te diga, rica… Los lunes se celebraba una especie de cónclave general en los pasillos, y todas intercambiaban información sobre los bailes y los novios, las dos estrechas bandas de su felicidad.

Entre ellas, Sara se sentía más extraña que nunca, y percibía a la vez su recelo, la hostilidad barnizada de desprecio que afloraba a sus miradas, a los cuchicheos

que se multiplicaban a su paso. Pero tampoco podía acercarse a las mosquitas muertas, esas chicas pálidas, apocadas y sosas, que estudiaban con aplicación para poder llegar un día a parecerse a su ídolo, Isabelita Sevilla. La señorita Sevilla tenía una impresionante colección de diademas de plástico de todos los colores, y se las colocaba con tanta pericia como si se las clavara con alfileres detrás de las orejas, para reforzar la apariencia arquitectónica de su peinado. A un lado del foso quedaba el flequillo, castaño y furiosamente cardado, y al otro, el castillo propiamente dicho, una melena corta tan hueca, tan abombada, tan despegada del cráneo, que parecía una cúpula de merengue de café, un postre salido de un recetario de repostería. La señorita Sevilla era la profesora de taquigrafía, y una de esas mujeres que preferirían salir a la calle desnudas antes que con un bolso que no hiciera juego con los zapatos. En la Academia Robles, esta gran dama de pacotilla que se aferraba al diminutivo de su nombre, y al de su cintura, para no confesar jamás su edad, era tenida por el no va más de la distinción y del buen gusto aunque se le escapara algún «me se» de vez en cuando, una debilidad que nunca llegó a comprometer seriamente su prestigio porque la única de sus alumnas que parecía advertirlo no tenía a nadie cerca con quien hablar, con quien reírse de ella. La señorita Sevilla, aunque nunca llegara a saberlo, era también el modelo aproximado de mujer medianamente acomodada, medianamente capaz, medianamente atractiva, medianamente culta, medianamente elegante, medianamente soltera, medianamente satisfecha, en el que doña Sara Villamarín de Ochoa pensaba que su ahijada podría encajar algún día con aprovechamiento y holgura, un futuro mediano de diademas de colores y seis pares distintos de zapatos como el premio gordo de una lotería de lo razonable.

Pero Sara Gómez Morales no era, nunca sería, una mujer mediana. A cambio, marciana sordomuda y desarmada en el planeta torpe de la mediocridad, no fue capaz de sostener por mucho tiempo el vigor artillero de sus sueños heroicos. La realidad era fea, muy fea, y la vida, más mísera que dura. Eso y que, si se descuidaba, acabaría siendo algún día como la señorita Sevilla, fue lo que mejor aprendió en la Academia Robles de Taquigrafía, Mecanografía y Secretariado. Por lo demás, superó todos los exámenes y las pruebas prácticas con la asombrosa facilidad que se obtiene al someter la inteligencia a la estricta tiranía de la voluntad, y se convirtió en el modelo que su profesora de taquigrafía, y directora virtual de aquella academia cuyo propietario, según los rumores, era también su amante, proponía como ejemplo a todos sus demás alumnos. Esta condición sobresaliente acabó de complicar las relaciones de Sara con sus compañeras, pero eso ya le daba igual.

En menos de un año, Sara Gómez Morales había pasado de una adolescencia aristocrática y preuniversitaria al fervor de un desclasamiento forzoso, y de los rigores de un delirio revolucionario al cálculo de una venganza fría, y tan larga como su vida. En cada uno de esos momentos críticos, intensos, irreversibles, había sido consciente de todos sus movimientos, había meditado sus pasos, sus razones, las ventajas y los riesgos de sus apuestas. Había llegado a dirigir con

éxito hasta sus propios sentimientos, y sin embargo, un día empezó a darle todo igual y ya no se dio cuenta de nada. Algunos trenes circulan tan despacio que parece que no avanzan, que nunca han llegado a abandonar la estación, pero se mueven. Con ese ritmo pasan los años oscuros, insensibles fragmentos de un tiempo engañoso, trampas mortales que se camuflan en los espacios que dejan en blanco los inofensivos números de los relojes.

Se había propuesto triunfar, y lo logró con facilidad, en la modesta escala de los triunfos que estaban a su alcance. Antes de empezar su tercer curso en la academia empezó ya a trabajar por las tardes, llevando los libros de algunas tiendas de su barrio. Entonces se informó del precio de las clases que recibía, se escandalizó ante el ínfimo desembolso que su madrina le había vendido como un privilegiado pasaporte hacia la prosperidad, llamó a doña Sara por teléfono para informarle de que ya no hacía falta que pagara ninguna mensualidad más, y se asombró tanto o más que ella de la pobreza de sus propias reacciones ante lo que debería de haber sido la primera gran victoria de su vida.

Las otras tampoco la hicieron feliz. A los veinte años se colocó en las oficinas de un laboratorio farmacéutico, una empresa modesta donde no le pagaban un gran sueldo pero le dejaban algunas horas libres para seguir estudiando por las tardes, y empezó a coquetear con el coñac. Compró una televisión para sus padres, se matriculó en el primer curso de inglés de la Escuela Oficial de Idiomas, cambió de trabajo, hizo algunos cursos sueltos de contabilidad especializada, elaboró su propio programa de ahorro, se sacó un título de experta en legislación fiscal. Pasaba todos los fines de semana en casa, no tenía amigas, no tenía amigos, iba al cine sola, no salía con nadie, a ninguna parte, estudiaba mucho, bebía bastante. Hizo un cursillo de reglamento de aduanas y empresas de exportación e importación, cambió la cocina del piso de Concepción Jerónima, se colocó como contable en una empresa consignataria de buques, empezó a ganar más dinero del que nunca había soñado con ganar Arcadio Gómez Gómez, reformó el cuarto de baño, cumplió veinticinco años, niveló el suelo de toda la casa, obtuvo por fin un título oficial de inglés, comprendió que no era razonable invertir ni una sola peseta más en un piso de alquiler y empezó a admitir ciertas cosas. Que el amor elaborado y necesario que la unía a sus padres no bastaba para llenar todos los huecos. Que estaba harta de que su madre le preguntara a todas horas por sus compañeros de trabajo para inventarle un novio fantasma a la menor oportunidad. Que estaba igual de harta de que su padre viviera su vida en primera persona, y la abrumara con consejos y sugerencias y recomendaciones absurdas que sólo servían para afirmar que él lo hubiera hecho todo mucho mejor. Que su padre y su madre eran dos pobres ancianos ignorantes que no entendían nada, ni lo que a ella le gustaba, ni lo que ella pretendía, ni lo que aspiraba a hacer.

Que su madrina había tenido razón al suponer en voz alta que lo de Juan Mari no era serio pero que, sin embargo, ahora, cuando había alcanzado una edad suficiente para cultivar la nostalgia, sí echaba de menos aquella fantasía adolescente de lo que iba a ser su vida con Juan Mari, y una cierta exageración

elegante en los detalles. Que aunque apenas iba ya de visita, nunca a comer, siempre sin ganas y muy de tarde en tarde, a la calle Velázquez, le gustaba ver los muebles, utilizar los objetos, respirar el aire de aquella casa. Que por mucho que se abofeteara después íntimamente a sí misma, no podía arrancarse esa debilidad. Que por eso no tenía novio, no tenía amigos, iba al cine sola, estudiaba mucho, bebía bastante. Que no podía hablar con nadie. Que nunca sería nada del todo, ni una señora ni una trabajadora, ni Sarita, ni Sari, ni doña Sara, nada y todo siempre a la vez, todo y nada y la carga de una insatisfacción perpetua, el destino del náufrago que lleva su isla a cuestas, grabada en el cerebro, en la lengua, en el corazón, en el designio implacable de los trenes que la habían perseguido para aplastarla desde que la descubrieron hojeando las páginas de un manual de física de quinto de bachiller.

A veces, la fealdad del mundo se le venía encima y aún se descubría con fuerzas para combatirla.

A veces su orgullo escondido, apaciguado, apaleado por la rutina, le subía por la garganta, le quemaba el paladar y le gritaba con su propia lengua que lo que tenía no era suficiente, que recordara, que se esforzara, que recordara, que siguiera adelante, que recordara, que palpara la ausencia del fusil entre sus manos, que recordara. Cada uno de esos modestos diplomas emitidos por centros de estudios por correspondencia que su madre se empeñaba en enmarcar y colgar en el dormitorio de su hija, resignada a que ella no le consintiera ponerlos en el comedor, era fruto de estos arrebatos desiguales, de esta impotencia activa, de esta ambición inválida y rabiosa. Ninguno como el del verano del 74. Sara tenía veintisiete años y se dijo que ya estaba bien. Lo hizo todo en menos de un mes, veintidós días desde que se lanzó a estudiar las ofertas de trabajo del periódico hasta que estrenó despacho en el departamento de Contabilidad de una gran constructora.

Antes, se había matriculado en primero de Económicas en la Universidad a Distancia y había dado la entrada de un piso todavía en construcción, en una urbanización con ciertas pretensiones, detrás de la plaza de Castilla. Después, se afilió al que había sido el sindicato de su padre, tan ilegal como admirablemente organizado en una empresa tan gigantesca como aquélla. Su cabeza fría, minuciosa, aritmética, destacó enseguida en unas reuniones donde lo que sobraba era temperatura, sangre, palabras, promesas calientes. Tal vez por eso, o porque no era exactamente guapa pero seguía teniendo los mismos ojos de tormenta que su padre, o porque destacaba en el paisaje casi tanto como él, Vicente se fijó en ella enseguida. Ella se había fijado en él en el mismo instante en que le vio aparecer por la puerta del almacén donde la habían citado aquel día. Vicente González –en realidad González de Sandoval, aunque mutilara sistemáticamente su primer apellido– era ocho años mayor que Sara, y el único hijo varón de uno de los mayores accionistas de aquella empresa. Doctor en Ciencias Económicas, marxista por convicción y con argumentos, al acabar la carrera había intentado cortar de un tajo todos sus lazos con una familia cuya trayectoria histórica, ideológica, empresarial, le avergonzaba y le repugnaba al

mismo tiempo. Pudo lograrlo con éxito gracias a la providencial vacante de una plaza de profesor no numerario en la misma facultad donde había estudiado. Entonces se dejó crecer el pelo y la barba, alquiló una buhardilla en Argüelles, se amancebó con una cordobesa aspirante a actriz que cantaba por las noches en un bar, y durante algún tiempo se divirtió y estuvo conforme con su vida. Estuvo implicado también en la organización de las revueltas universitarias del 68. Detenido y procesado, condenado a dos años de reclusión con la benevolencia debida a la verdadera longitud de su apellido, el tribunal no tuvo en cuenta sin embargo el asma alérgica que padecía desde su nacimiento y que parecía llevarle, en cada crisis, al borde de la muerte por asfixia. En la cárcel lo pasó fatal, tan mal que, después de una serie de tres crisis consecutivas, lo pusieron en libertad por motivos de salud, confinándolo en el domicilio familiar durante el resto de la condena. Le quedaban pocas ganas de hacer tonterías.

Su madre le acogió, le cubrió de besos, le afeitó, le cortó el pelo, le instaló en su dormitorio de siempre y le alimentó a base de caldos de carne y lomos de merluza hervida con patatitas. Vicente ya no se acordaba del sabor de la merluza fresca. Tampoco del de María Belén, su novia de toda la vida que, sin embargo, fue a hacerle compañía cada tarde en un derroche de abnegación y de amnesia que habría conmovido a un muerto. Como él seguía vivo pero, a pesar de todo, no parecía muy inclinado a hablar del tema, fue ella quien le dijo a las claras, un buen día, que lo sabía todo, que le había perdonado y que habría que ir pensando en la fecha de la boda. Vicente dudaba de que lo supiera todo, y en especial las prodigiosas habilidades físicas con las que le había enganchado esa cordobesa a la que se temía que no iba a poder reeditar ni siquiera aproximadamente en el cuerpo de su futura esposa, pero accedió, persuadido en parte por la merluza, y en parte por la convicción de que no le quedaba otro remedio. Se casó en 1971, de chaqué, por la Iglesia, y con trescientos cincuenta invitados al banquete del Club de Campo. Ya ocupaba un puesto directivo, relevante, en la empresa de construcción de su padre. En 1972 nació su primer hijo, el enésimo Vicente González de Sandoval. En 1973 debutó en el insomnio, mientras se preguntaba seriamente si se había vuelto loco. En 1974, cuando conoció a Sara, ya pensaba en sí mismo como en una bacteria, una ameba, un insecto y, más que nada, un tonto del culo de marca mayor.

Unos meses antes, el mismo día en que su mujer le dijo que estaba embarazada otra vez y que a ver si, con suerte, era niña, para ponerle Begoña, igual que su abuela, había coincidido en los pasillos de la constructora con un aparejador al que conocía de los viejos tiempos de su militancia política universitaria. A través de él, empezó a acercarse a los líderes sindicales de su empresa, que le aceptaron con los brazos abiertos, conscientes de las ventajas que ese contacto podría llegar a depararles en un plazo no tan largo. No se atrevió a pedir el ingreso en la organización porque no quería arriesgarse a que se lo negaran, pero frecuentaba en silencio las reuniones y, siempre en privado, pasaba información, hacía sugerencias y se sentía al menos un tonto útil. Sara sí supo desde el principio por qué le llamaba la atención.

Era un individuo alto, e incluso robusto, pero tenía un aire levemente enfermizo

que le favorecía, suavizando los rasgos casi toscos, macizos, de una clásica cara

de campesino. El equívoco no iba más allá del abultamiento de sus cejas, del

tamaño de su nariz, de la carnosa rotundidad de su cuello.

Aquel hombre callado, que lo estudiaba todo con curiosidad sin revelar jamás sus

conclusiones, poseía la misma clase de elegancia innata, la misma plateada y

luminosa calidad de esos señores a los que Sara no había vuelto a ver de cerca

desde que dejara de ser una niña, una brillantez que desbordaba las etiquetas, el

precio, el impecable corte de la ropa que llevaba, para manifestarse en todos sus

movimientos, en su manera de sentarse, de encender un cigarrillo, de alargar la

mano para rechazar cualquier cosa con la muda cortesía de aquellos a quienes

siempre les ha sobrado todo. Preguntó y le contaron su historia, y desde entonces

empezó a mirarlo con ternura. Él, que la miraba ya con tanta insistencia como si

hubiera descubierto el revés de su personaje de mujer hecha a sí misma desde la

humilde morada de un viejo militante histórico brutalmente represaliado por el

régimen, respondió sentándose cada vez más cerca, hasta que un día logró

colocarse a su lado.

—¿Por qué me miras tanto? –le preguntó ella en un susurro, sin mover la cabeza,

los ojos fijos en la persona que estaba hablando en aquel momento.

—Porque me gusta mirarte –contestó él, con una seguridad a la que Sara no

acertó a oponer nada.

Luego, cuando la reunión terminó, Vicente salió con ella y la acompañó hasta la

puerta de su despacho sin despegar los labios. De vez en cuando, Sara se reía

ante la muda terquedad de aquel cortejo, y entonces él se reía también, igual que

un niño, sin más motivos que el presentimiento audaz, jubiloso, de que por fin

habían vuelto los buenos tiempos de hacer tonterías.

—Bueno… –dijo ella, al final del último pasillo–. Pues ya hemos llegado.

—¿Quién eres tú, compañera?

–le preguntó él entonces, empleando por primera vez, en tono de broma, esa

palabra que el tiempo acabaría convirtiendo en una contraseña irónica, y sin

embargo sincera, entre los dos–. ¿De dónde sales?

Sara resopló, se apoyó en la puerta y le miró al fondo de los ojos. Para esa

pregunta sí tenía respuesta, llevaba semanas pensándola, desmenuzándola,

elaborándola para poder ofrecérsela a sí misma.

—Soy tu opuesto –le contestó–, tu igual y tu contrario. Como un reflejo tuyo en

un espejo.

La primera vez fueron a un hotel muy bueno, muy caro, muy discreto, al lado del

aeropuerto.

Cuando ya se marchaban, Sara se fijó en una cajita de cartón que reposaba,

intacta, en un estante del cuarto de baño, con dos botellitas transparentes

rellenas de gel, y otras dos de champú, y otras tantas de colonia, y dos jaboneras

minúsculas, y una esponja pequeña, y un costurero en miniatura. A mi madre le

encantaría, se dijo, le encantaría, pero cuando ya alargaba la mano para cogerlo,

recordó a tiempo que las señoras nunca se llevan nada de las habitaciones de los

hoteles. Mientras caminaba por el pasillo, la codicia de aquella caja, el seguro regocijo con el que Sebastiana abriría cada envase, y lo olería, y lo volvería a cerrar, y lo colocaría en el lugar más visible del cuarto de baño para limpiarlo, y tocarlo, y olerlo todos los días, se fundió con sentimientos más oscuros, más complejos, una nostalgia indefinible, profundísima y grave, de un tiempo que todavía no había dejado de pasar. Sara había salido antes con varios hombres, se había acostado incluso con alguno de ellos, pero ninguno le había gustado de verdad, ninguno como aquél, que era imposible. La intensidad de esas horas que aún no habían terminado del todo le escocía en la piel, en los ojos, y ablandaba cada uno de sus músculos, cada gota de su sangre, cada magullado pliegue de su memoria. Quizás, esos pequeños altares privados a los que su madre era tan aficionada acabarían teniendo sentido algún día. Quizás ya no habría otra oportunidad.

Al llegar al ascensor, fingió que buscaba algo en el bolso, le pidió a Vicente la llave de la habitación y dijo lo primero que se le ocurrió. Voy a volver un momento, creo que me he dejado los pendientes… Salió corriendo, y no se le ocurrió pensar que él podría haberse fijado en que aquella tarde se le había olvidado ponerse pendientes. Acababa de desmontar aquella caja de cartón para guardarla en el bolso junto con todo su contenido, cuando descubrió su reflejo en el espejo. De pie en el pasillo, al lado de la puerta del cuarto de baño, él la miraba en silencio. Ella se puso colorada, y tampoco supo qué decir. Pasó un segundo, y otro, y otro más, sin que ocurriera nada. Luego, Vicente fue hacia ella, la abrazó, y la besó en la boca durante mucho tiempo. Años después, cuando ya nada tenía remedio, Sara Gómez Morales, calculadora prodigiosa, comprendió que aquel momento, precisamente aquel momento, había sido el origen del principal, el más grave, el único error de cálculo verdaderamente importante que había llegado a cometer en su vida.

El levante sopló sin cesar durante ocho días y nueve noches, demasiado viento, demasiado tiempo, para que nadie conservara hasta el final un recuerdo alegre de su llegada. Cuando se marchó, dejó a cambio un mundo limpio, sosegado, días de sol y calma, y un aire más benévolo que ese rocío también diurno que había acertado a infiltrarse en cada molécula de todas las cosas mientras al poniente le quedaron fuerzas para castigar al otoño con un sombrío y otoñal suplemento de tristeza.

—Parece que vamos a tener un buen invierno –pronosticó Maribel, una de las tardes en las que se dejó arrastrar por Sara para dar una vuelta en el coche y echarle un vistazo a los edificios en construcción–. Templado y seco. Es lo que tiene el levante, que no hay quien lo soporte, desde luego, pero tampoco puede una vivir sin él.

A Sara, que ya se sentía un poco casada con el viento, le hizo gracia la fatalidad conyugal de aquella definición, pero no se atrevió a añadir nada. Sin embargo, pronto descubriría que Maribel tenía razón. También para ella el invierno sería

mejor que el otoño.

Al fin y al cabo, la vida, esa razón suprema y ambigua que los años habían convertido ya en su propio pariente, su propia vieja y desleal conocida, había hecho de ella una experta en mudanzas. Su capacidad de adaptación, esa aptitud innata en los niños que suele atrofiarse después por la falta de uso, había ido perfeccionándose poco a poco, a lo largo de su juventud, de su edad mediana, y hasta más allá de la madurez, en la larga sucesión de escenarios, reales o ficticios, públicos y privados, donde nunca había logrado instalarse por mucho tiempo. Para sobrevivir a cada cambio, a cada ajuste, a cada uno de los nuevos destinos que había tenido que asumir a la fuerza al principio, por su voluntad después, había tenido que esforzarse siempre en hallar una clave, un objetivo, un número exacto y redondo, sin matices, sin residuos, sin insignificantes y fastidiosos decimales. Esta vez el proceso fue distinto, porque esa necesidad se había extinguido junto con todos aquellos que la habían provocado. Ahora estaba sola, objetiva e irremediablemente sola, sola de verdad en una estación fantasma, una vía muerta sin más ambición que la de las amapolas que pudieran llegar a florecer un día entre el polvo de las traviesas abandonadas a su suerte. Por eso, sin dejar de admitir que se aburría, sin renunciar tampoco al sabor ingrato de la decepción, Sara aceptó el pequeño destino de las flores silvestres y aprendió a vivir otra vez aquel invierno. Cuando consiguió asimilar la quietud, absorberla, reconciliarse por última vez con la pereza de sus relojes, todo empezó a ser más fácil.

Mientras se acostumbraba a hacerlo todo despacio sin controlar en cada etapa cuántos minutos había invertido en completar la etapa anterior, sus días fueron adquiriendo una estabilidad modesta y progresiva, un hábito de serenidad casi ritual que se extendió por fin también a su ánimo. Leer sin llevar la cuenta de los libros devorados en la última semana, engancharse a los programas de televisión más triviales, convertirse en una clienta asidua de los vídeo–clubes del pueblo, aprovechar la benignidad del clima para salir a pasear por la playa, y proponerse llegar a una roca determinada, y dar la vuelta al lograrlo sin aspirar siquiera a la muda compañía de los cangrejos, encerrarse en la cocina de vez en cuando con un recetario de los difíciles e invertir mucho más tiempo del razonable en hacer una tarta irresistible para merendársela ella sola, y disfrutarla, fueron consolidándose como hitos apreciables en sí mismos, habitaciones recién estrenadas y aún no exploradas del todo de una vida que sólo entonces empezó a ser distinta de las demás que había conocido.

Cuando el aburrimiento cambió de nombre, Sara descansó al comprobar que su fortaleza había sobrevivido a su desconfianza. Cuando culminó la hazaña de dejar pasar un domingo entero sin hablar con nadie ni sentirse mal por haberlo logrado, descubrió que las vidas fáciles estaban en relación con la pereza, la lentitud de unos pocos movimientos imprescindibles. Cuando la ansiedad se disipó, y se llevó con ella, al remoto escondrijo donde los buenos levantes amontonan sus botines, todos los temores, las cotidianas aprensiones y la extrañeza de la penúltima mudanza, Sara comprendió que ésta había sido tan definitiva como algún día

llegaría a ser la última, la muerte que la alcanzaría al borde del océano, entre el

amor y el odio de los vientos.

Al acatar todas estas normas con el más adecuadamente perezoso de los

entusiasmos, sólo se consintió a sí misma una excepción, un trabajo, un afán

ajeno a sus propias necesidades. Siguió firme en el propósito de convertir a

Maribel en propietaria porque, incluso al margen de cualquier impulso altruista, de

cualquier compromiso con su propio pasado, aquel proyecto la entretenía más

que ningún libro, ningún programa de televisión, ninguna película.

Estudiar las memorias de calidades que facilitan las constructoras para

destrozarlas palabra por palabra, sugiriendo un número infinito de mejoras sobre

el plano, y emborronar paquetes enteros de folios en blanco con cálculos de

miles, cientos de miles y millones de pesetas, habían sido siempre sus dos

pasatiempos favoritos. Todo lo demás quedó en suspenso, y sin embargo, el 14

de diciembre, jueves, a las cinco menos diez de la tarde, el timbre de la puerta

sonó con insistencia para demostrarle que aún no podía estar segura de que cada

tarde fuera a ser tan idéntica a la anterior como a la sucesiva.

—Hola –Andrés, con el chándal del colegio y zapatillas de deporte, retorcía las

mangas del anorak entre los puños como una forma de disculparse por haber

aparecido de improviso.

—Hola –repitió Tamara, que iba vestida de la misma manera y parecía igual de

nerviosa.

—¿Qué hacéis aquí? –Sara miró el reloj, sorprendida, y hasta llegó a asustarse,

aunque la inquietud de los niños no le pareció de las que presagian las verdaderas

calamidades.

—Es que ya no tenemos clase por la tarde.

—Ni hoy, ni mañana, ni la semana que viene.

—Como este año las vacaciones van a ser muy cortas…

—El veintidós cae en viernes.

—Y el ocho de enero en lunes, así que…

—Y ya hemos hecho los deberes.

—Sí, y hemos pensado…

—Como mi tío no volverá del hospital hasta las seis y media por lo menos…

—Y como tú tienes coche…

—A lo mejor te apetece…

—No sé, dar una vuelta.

—Ir a Jerez.

—O al Puerto.

—O a Sanlúcar.

—A tomar algo.

—O de compras.

—O al cine.

—Tenemos dinero.

—No mucho.

—Pero tenemos.

—Claro.

—Y si no te apetece, pues nada.

—Igual te parece que tenemos mucho morro…

—Pero es que hace demasiado frío para estar fuera.

—Y el pueblo nos lo tenemos muy visto.

—Y en la tele no ponen nada que merezca la pena.

—Y no se nos ocurre nada que hacer.

—Y nos aburrimos.

Entonces, los dos se la quedaron mirando al mismo tiempo, como si estuvieran

dispuestos a esperar todo el tiempo necesario para que Sara se recompusiera por

dentro, por si aún tenía que hacerse una idea de la situación. Pero ella no tardó

en pagar el precio de su paciencia con una sonrisa, y les invitó a entrar en casa

enseguida.

Mientras les seguía en dirección a la chimenea, al pasar junto a la mesa, miró con

lástima y el rabillo del ojo la estimulante carpeta de una promoción de chalets

muy caros que su asistenta no comprendía por qué estaba empeñada en

considerar, pero recordó a tiempo cómo había echado de menos a los niños al

principio del curso, y aunque aquel recuerdo no bastaba para corregir su pereza,

lo poquísimo que le apetecía volver a salir de casa a aquellas horas que el

invierno había convertido en un preludio inmediato de la noche, se sentó frente a

ellos y volvió a sonreír, porque había aprendido de su padre que la condición de la

lealtad es ser más poderosa que el cansancio.

—Bueno, vamos a ver… ¿Adónde queréis ir exactamente?

—Pues… –esta vez fue Tamara la que empezó–. A un montón de sitios, la verdad.

—A mí me gustaría mirar los videojuegos que han salido para saber cuál voy a

pedir –especificó Andrés.

—A mí también. Y comprar un árbol de Navidad, con bolas y eso, porque aquí no

tenemos.

—En El Corte Inglés creo que han puesto un belén de esos mecánicos, con

personajes que hablan y se mueven.

—Y en los demás centros comerciales a lo mejor también han puesto algo.

—Seguro. El año pasado, en uno de El Puerto montaron una piscina de bolas, con

toboganes y redes para trepar, muy chula. Yo no fui, porque como mi madre no

tiene coche, pero igual este año lo montan otra vez.

—Y nos han contado que por aquí cerca ponen varios mercadillos de Navidad.

—Y han estrenado una peli muy buena, como de las galaxias.

—Y otra de dos mellizas que se pierden.

—Ésa es muy cursi.

—Pues a mí me gusta.

—Pues a mí no.

—¡Vale! –Sara chilló con los brazos extendidos e impuso la paz con facilidad–. Un

día vamos a ver la de las galaxias y otro día vamos a ver la de las mellizas.

Y todavía tuvieron tiempo de ver dos más, una superproducción norteamericana

que versionaba una supuesta leyenda medieval centroeuropea y otra de dibujos

animados japoneses, antes de que acabaran las vacaciones y, con ellas, la particular campaña de Navidad de Sara Gómez, casi un mes entero para recuperar, de vez en cuando, la olvidada sensación de no disponer de tiempo suficiente para hacer todas las cosas que se había propuesto hacer en un día. Mientras tuvieron que ir a clase por la mañana, los niños se presentaban en su casa justo después de comer, y hacían los deberes allí mismo para ganar tiempo. Después, la novedad principal no tuvo que ver con el horario, sino con el número, porque desde las once y diez de la mañana del 26 de diciembre, martes, siempre fueron tres.

—Nos tenemos que llevar a Alfonso, Sara –le anunció Tamara, con un gesto sinceramente compungido, cuando se la encontró en el umbral llevando a su tío de la mano–. No nos queda más remedio –prosiguió, hablando siempre en primera persona del plural, como si su vecina llevara meses soñando con el plan de ir hasta El Puerto para comprobar si habían vuelto a instalar la piscina de bolas y comer luego en una hamburguesería–.

Le han dado las vacaciones y Juan me ha dicho que le tengo que hacer compañía, porque Maribel no se quiere quedar a solas con él. Le da miedo que se ponga raro, pero qué va, si es muy bueno, y se va a portar muy bien, ¿a que sí? –él asintió tres veces, moviendo la cabeza con energía–. ¡Hala, Alfonso! Quédate un momento aquí, que voy a buscar a Andrés…

Tamara le dio un beso en la mano antes de soltársela y entró en la casa corriendo. Sara encogió ligeramente los hombros sin atreverse a mirar de frente a aquel huésped inesperado, mientras se preguntaba qué estaría esperando de ella. Había estado algunas veces cerca de Alfonso Olmedo, pero siempre en presencia de su hermano mayor, y había observado la cuidadosa mezcla de disciplina e indulgencia con la que Juan le trataba, exigiéndole, con firmeza si era necesario, que hiciera las cosas que sabía hacer, mientras le perdonaba al mismo tiempo y sin esfuerzo los errores que pudiera cometer al emprender tareas que estaban por encima de sus capacidades. Pero ella no sabía por dónde pasaba la línea que separaba las travesuras de las torpezas. Estaba a punto de decidir que lo mejor sería tratarle como a un adulto cuando percibió que él la estaba mirando sin pestañear. Ella le devolvió la mirada, y entonces Alfonso le ofreció la mano como un niño pequeño que quiere que lo saquen de paseo. Sara la aceptó, cogió aquella mano de hombre, blanda, grande, velluda, la apretó un instante entre sus dedos, apreció su tamaño, su forma, su abandono, y la situación le pareció tan ridícula que dejó escapar una risita ahogada, nerviosa.

—Es divertido, ¿eh? –dijo Alfonso entonces, con el trabajoso acento gutural que bastaría a cualquier desconocido para comprender que había algo en su cabeza que no acababa de funcionar bien, por más que pronunciara correctamente todas las sílabas de cada palabra.

—Sí –respondió Sara, sin saber muy bien por qué contestaba así. —¿El qué? –volvió a preguntar Alfonso entonces, más consecuente. —Pues… No sé… Que vamos a ir de paseo, y vamos a comer fuera, y… En ese momento, los niños regresaron para salvarla pero, aunque respiró al

escuchar la campana que ponía fin al asalto de las preguntas que no sabía contestar, cuando todos estuvieron sentados en el coche, Sara decidió que aquello se tenía que acabar. Las cosas estaban empezando a llegar demasiado lejos. Ella no era la madre de los niños, ni su abuela, para que la tuvieran todo el día de aquí para allá, como una especie de niñera motorizada y sin sueldo a la que zarandear sin piedad por pasillos y escaleras, de puesto en puesto, de tienda en tienda, de capricho en capricho. Hasta entonces no había visto las cosas de aquella manera.

A ella le habían entretenido las dos películas, la de las galaxias y la de las mellizas, y había disfrutado de los paseos invernales por las calles iluminadas, del color y el bullicio de los mercadillos donde se había dejado llevar por el ambiente hasta el punto de comprar una corona de flores secas para adornar la puerta de su casa, donde ningún otro detalle sugería que el calendario no estuviera detenido en octubre, o en abril. También se había aburrido algunas veces, esperando a que los niños terminaran de comparar juegos de coches o de karatecas, pero en general le gustaba ver cómo se divertían, y esa sensación casi olvidada de tener por delante un programa minucioso, dilatado, repleto de tantas cosas por hacer. Hasta entonces, todo eso, y el placer de bajarse de los tacones al volver a casa cansada, y hasta aturdida, a la hora de la cena, le había parecido bien, y hasta podría haber dicho que la había compensado si no fuera porque no había gran cosa que compensar, porque la diversión de los niños no le había restado el tiempo necesario para emprender tareas más importantes, ni más urgentes, nada que no pudiera esperar un par de semanas, ni algunos meses, ni años enteros, el resto de su vida si hiciera falta. Sin embargo, aunque le molestara encontrar en sí misma un indicio de las aprensivas supersticiones de Maribel, la incorporación de Alfonso le parecía demasiado. Esta misma tarde dimito, se prometió a sí misma al salir del coche, impermeable al júbilo con el que Andrés y Tamara celebraban una gran pancarta donde aparecía fotografiado un complejo artefacto de piezas de plástico de colores, y se preparó para sostener la conversación más accidentada de su vida mientras ellos dos se cansaban de tirarse por lo que parecía un número incalculable de rampas y de espirales. Y sin embargo, nada de esto ocurrió. Tamara se acercó al encargado, le soltó el más dramático y lastimero de los discursos, y logró que dejara pasar a su tío con más facilidad de la previsible. Alfonso estaba muy bien entrenado. Sara se quedó asombrada al verle trepar y saltar con una agilidad considerable, antes de sospechar que seguramente el ejercicio físico había formado parte de su terapia desde su infancia de niño aparte. En aquella atracción inmensa y no demasiado concurrida a media mañana, Alfonso Olmedo sólo llamaba la atención por su tamaño, y se divertía tanto como los demás.

Cuando transcurrieron los sesenta minutos de ajetreo a los que daba derecho el precio de la entrada, Sara Gómez ya se había serenado lo suficiente como para buscar también en sí misma los motivos de la desazón que había amenazado con echarle a perder el día, una indagación que empezaba y terminaba en el mismo único y archiconocido punto. La Navidad la ponía de mala leche, eso era. Después

de haber recurrido a las más diversas tácticas para endulzar el proverbial mal rato de todos los años, había optado por aparentar que la ignoraba por completo, pero no obtenía resultados más satisfactorios que los que habían arrojado los intentos de celebrarla exhaustivamente en solitario, de huir de la soledad instalándose en casa de su hermana Socorro, o de consumirse de tristeza en el parador de un pueblo castellano, donde le había tocado cenar en un comedor repleto de mesas ocupadas por un solo comensal, todos los imbéciles de Madrid que habían tenido a la vez la misma estúpida idea. Aquélla era la inconfesable y principal razón de que se hubiera plegado con tanta docilidad a los ilimitados caprichos de Andrés, de Tamara, y el interés oculto que alentaba en la abnegada generosidad de sus respuestas, siempre que Juan o Maribel le rogaban que, por favor, no les hiciera tanto caso, para que ella les asegurara que, de verdad, le encantaba llevarlos al cine y pasearlos por ahí.

Confiaba en que la compañía de los niños, su energía, su entusiasmo, su infinita capacidad de desear, la vacunara contra su propia desolación, esa compacta sensación de fracaso que inundaba su ánimo cuando el sonido de la primera zambomba abría en un instante, y sin control, las blindadas compuertas de su memoria. Pero la Navidad es una enemiga correosa, resbaladiza como una anguila, artera como un gato malhumorado, desbordante como una plaga de insectos domésticos y soluble en el aire, igual que el polvo. Podría haber cruzado el mundo, haber buscado refugio en Bangkok, en Tegucigalpa, en las Islas Vírgenes, y allí también la habría atrapado, la habría aplastado con su mensaje incluso si no hubiera sido capaz de entender ni una sola palabra del idioma que usaba para hostigarla. Por eso se quedó en casa. No encendió el televisor, no escuchó la radio, no cenó aquella noche ni comió al día siguiente nada que no hubiera cenado o comido en cualquier otra fecha, consiguió interesarse enseguida en la artificiosa y complicada trama de un bestseller de setecientas páginas de intrigas y asesinatos que había comprado antes del verano y reservado cuidadosamente para la ocasión, y siguió escuchando las zambombas que nadie tocaba, las panderetas que nadie agitaba, los villancicos que nadie cantaba. No odiaba la Navidad, no tenía motivos, ni siquiera compañía, para odiarla. Pero le ponía de mala leche. Muy mala. Malísima. Tanta que necesitó una mañana entera para darse cuenta de que ya había pasado, y de que Alfonso Olmedo no tenía la culpa de que más de medio siglo no hubiera sido bastante para encontrar una certeza, un camino, una casa propia a la que volver, las manos vacías o repletas de oro, cuando el 24 de diciembre regresaba cada año con su noche única, musical y terrible.

Aparte de todo, lo cierto es que Alfonso se portó muy bien. Dócil y tranquilo, no se alejó en ningún momento del grupo y obedeció con naturalidad a su sobrina, que tampoco le perdió de vista en ningún momento, como si, a pesar de los esfuerzos diplomáticos de su vecina, chófer, tutora y mecenas, hubiera sido capaz de advertir lo que se estaban jugando todos aquella mañana. Sin embargo, cuando Sara se apresuró a ocupar la única mesa que quedaba libre en la hamburguesería y él se sentó inmediatamente a su lado, con

la inocente pasividad de quien está acostumbrado a que siempre se lo den todo hecho, Tamara se ofreció a ir con Andrés en busca de la comida, y lo dejó solo por una vez. En su ausencia, tan breve que en los relojes no superó el espacio de un cuarto de hora, se desencadenó el único contratiempo del día, y Alfonso Olmedo perdió el control.

Sara se puso muy nerviosa, pero más tarde hallaría motivos para no arrepentirse de haber estado presente, porque sólo entonces empezó a pensar en él como en un ser completo, una persona independiente de su hermano, de su sobrina, unos ojos y una voz que también tenían su propia historia que contar. La escena fue tan corriente, tan vulgar, que a duras penas llegó a merecer ese nombre. Cuando Alfonso corrió bruscamente la silla, e intentó esconderse detrás de ella, Sara ni siquiera fue capaz de descubrir qué había ocurrido, qué se había movido, qué elemento nuevo o extraño se había incorporado al monótono paisaje de mesas de plástico y carteles de colores que estaba contemplando, qué ingrediente tranquilizador o familiar se había esfumado de repente, sin hacer ruido. Y por más que se esforzó en encontrarlo, no habría logrado identificar ningún cambio si Alfonso, mientras le retorcía el brazo hasta el borde del dolor, no le hubiera susurrado al oído aquella extraña palabra, un nombre propio que sonaba a chiste y sonaba a antiguo, a figurante sin frase en cualquier rancia comedia castiza.

—Nicanor –decía, alargando la última sílaba de una manera que habría resultado cómica si no fuera por el miedo que le impulsaba a estirar entre los dientes la última erre como si fuera un chicle–, Nicanor, Nicanor…

—¿Quién? –Sara no se atrevía a levantar la voz, y preguntaba en un murmullo nervioso, mirando en todas las direcciones sin identificar a nadie ni entender nada, excepto que Alfonso lo estaba pasando mal–. ¿Qué? ¿Qué dices? —Nicanor –repetía él, creyendo contestar con aquel nombre a cada una de las preguntas de Sara, su rabia creciendo al comprobar que no lo lograba–, Nicanor, Nicanor…

–hasta que por fin supo ser más explícito–. Ese uniforme, ¿no lo ves? Es Nicanor. Entonces ella miró hacia delante y empezó a comprender. Una pareja de policías nacionales, uno joven, rubio y corpulento, el otro mayor, casi calvo y más gordo, esperaban turno en la cola desde hacía un rato. En el local no había ningún otro individuo uniformado aparte de los camareros, así que Alfonso tenía que referirse forzosamente a ellos. Sara se giró en la silla para mirarle, se asombró de cuánto había cambiado su aspecto, y acercó una mano a su cara en un acto de compasión instintiva al contemplar su palidez, el color enfermizo que se había apoderado de su rostro, las gotas de sudor que se precipitaban en el vacío desde el desnudo promontorio de su frente.

—El policía –murmuró sin levantar nunca la voz, sin dejar tampoco de acariciar las mejillas de Alfonso con sus dedos–. Uno de los policías, ¿no? Lo conoces, y se llama Nicanor, ¿es eso? –él asintió con la cabeza, sin mirarla, la mirada siempre clavada en los hombres vestidos de azul–. ¿Quién es, el rubio? –Alfonso negó con la cabeza y Sara se corrigió sobre la marcha–. No, es el otro. El más alto es

Nicanor…

—Sí, no me gusta… A Juanito tampoco. A Juanito no le gusta. Es malo, Nicanor,

es malo, me hace pruebas, me pega, me hace pruebas, yo odio las pruebas, las

odio…

—¿Te pega?

—Pim, pim… –Alfonso empezó a abanicar el aire con una mano, moviéndola a un

lado y al otro, mientras insistía en su personal onomatopeya de las bofetadas–.

Pim, pim, así hace, pim pim…

—¿Qué ha pasado? –Tamara llegó corriendo con una bandeja entre las manos, y

la dejó caer de cualquier manera encima de la mesa para abrazarse enseguida a

su tío–.

¿Qué ha pasado, Alfonso? –entonces se volvió hacia Sara, tan alarmada como ni

ella, ni Andrés, la habían visto nunca antes de aquel día–. ¿Qué le ha pasado?

—Pues… No lo sé muy bien, la verdad… Ha sido cuando han entrado esos policías

de ahí. Se ha puesto muy nervioso, como si se hubiera llevado un susto muy

grande, y ha empezado a decir que uno de ellos se llama Nicanor, y que lo

conoce. Yo no sé si será que lo ha visto en su colegio, o si se parecerá a un

guarda que tengan…

—No, no –Tamara la interrumpió sin pararse a dar explicaciones, negando

vigorosamente con la cabeza mientras volvía a concentrarse en su tío–, no es eso.

Mira, Alfonso, escúchame. Ése no es Nicanor, ¿lo entiendes? Nicanor no está aquí,

Nicanor vive en Madrid, y ahora no estamos en Madrid, ahora vivimos aquí y

estamos muy lejos, lejísimos, ¿no te acuerdas? –pero él, abrazado con fuerza a su

sobrina, no parecía dispuesto a reaccionar–. ¿Qué te apuestas a que no es?

Míralo, míralo, ahora viene hacia aquí. ¿Qué, a que no es Nicanor?

Alfonso levantó por fin la cabeza, clavó los ojos en los policías que buscaban una

mesa libre y se puso colorado.

—No, no es.

Tamara le besó tres veces, una en la frente y otra en cada mejilla, se sentó a su

lado, le cogió de una mano y, con la otra, se comió dos hamburguesas seguidas

como si no hubiera pasado nada. Alfonso tardó un poco más en rehacerse, pero

lo consiguió, y Sara decidió seguir el ejemplo de Andrés, que había contemplado

toda la escena con los ojos muy abiertos pero sin atreverse a intervenir en ningún

momento, y tampoco hizo preguntas.

Después del helado, cuando decidieron volver a la piscina de bolas antes de

marcharse, Tamara dejó que Alfonso se adelantara con Andrés y cogió a Sara de

la mano para andar a su lado.

—Nicanor no es nadie del colegio de El Puerto, ¿sabes? –le dijo–. Es un amigo de

mi padre, que es policía. Ya no lo vemos nunca, pero a Alfonso le daba mucho

miedo, porque siempre lleva pistola, y porra, y eso, y es muy antipático, y claro,

pues se ha confundido…

—Claro –respondió Sara, al leer en la mirada de Tamara, los ojos levemente

dilatados por una ansiedad mal disimulada, la apuesta de esas mentiras que no se

dicen porque sí, sino porque son lo mejor para todos, y no volvió a mencionar el

tema aquella tarde ni ninguna de las tardes que siguieron, pero tampoco dejó de observar a Alfonso Olmedo.

Cuando las vacaciones terminaron, él regresó a su colegio, y Tamara y Andrés al suyo, y Sara los echó de menos aún más que en septiembre, pero sin embargo no se sintió tan sola como entonces.

Y no fue sólo porque a los niños, ahora casi siempre tres, se les ocurriera prolongar indefinidamente, semana tras semana, la tímida invitación a merendar que Sara se arriesgó a proponer para el primer domingo de enero, y tampoco porque aquella tarde aparecieran cada uno con un regalo, un jarrón, un búcaro y un cenicero de porcelana pintados a mano, que repararon la amnesia que los Reyes Magos habían padecido durante décadas en lo que se refería a ella. Aquella Navidad terminó con algo más que la certeza de que se habían acabado los domingos sin palabras. Desde entonces, cada vez que se cansaba de hacer números para el piso de Maribel, Sara podía entretenerse imaginando todas las historias entre las que podría encontrarse la verdadera historia de Juan Olmedo, y ya no se sentía culpable por ello, ni tenía motivos para echarle las culpas a su aburrimiento. Las palabras y los silencios de la casa de enfrente la unían con un hilo invisible a sus vecinos, la mantenían despierta, y le hacían compañía.

El doctor Olmedo estrenó el año con un golpe de suerte. Aunque no era un jugador habitual, solía aceptar la lotería que le ofrecían en el hospital, donde nunca faltaba alguna enfermera mayor y asombrosamente eficaz que se encargaba de comprar los billetes, cobrar los décimos y llevar la cuenta de las participaciones. Ella, un personaje indeterminado, como una categoría encarnada sucesivamente por tres o cuatro mujeres distintas, había sido también la encargada de comunicarle un par de veces que había tocado el reintegro, y que creía que lo mejor era reinvertir los beneficios en el siguiente sorteo. Él siempre había estado de acuerdo y siempre había tardado una semana en perder lo que había ganado antes. Nada presagiaba que en Jerez las cosas fueran a funcionar de otra manera y, de entrada, a ninguno de sus conocidos le tocó ni una peseta en Navidad. El sorteo del Niño, en cambio, dejó caer buena parte del segundo premio en uno de los números que se jugaban en Rehabilitación. El dinero se repartió entre casi todos los enfermos, la mayor parte del personal fijo y algunos médicos, celadores y enfermeras de otros servicios relacionados con aquél, entre ellos tres traumatólogos. Juan Olmedo fue uno de ellos. Le tocaron dos millones de pesetas.

Al enterarse se puso muy contento. Lo estaba todavía cuando se le ocurrió pensar que la cantidad del premio resultaba un tanto incómoda, pero naturalmente eso no lo dijo. Se mostró tan satisfecho como era de esperar, pagó la comida en la primera ocasión en la que pudo reunirse con Miguel Barroso y otros compañeros de trabajo a los que estaba empezando a considerar sus amigos, y compró dos grandes bandejas, una de pasteles, otra de canapés y de hojaldres salados, para invitar a los demás. Este último rito, una precaución imprescindible para

neutralizar la posible desgracia que pudiera cabalgar enganchada a la cola de la suerte, fue una especie de homenaje a su madre, que sin haber sido nunca rica, siempre llevaba dinero suelto en el monedero para dárselo a la gente que se encontrara pidiendo en la calle por una pura superstición, y que, desde los comienzos de la fulgurante carrera empresarial de Damián, le había repetido muchas veces a su hijo que si no compartía algo de lo que ganaba, se acabaría arruinando antes o después. Esta profecía se había cumplido en términos muy distintos de los que calculaba su madre, y al morir Damián era más rico que nunca, una condición que había sido casi constante en su vida desde que descubrió que su verdadera vocación era ganar dinero.

Juan, sin embargo, no sabía muy bien qué hacer con esos dos millones de pesetas. Si le hubiera tocado la décima parte se lo habría gastado en cualquier capricho, si el premio hubiera sido diez veces mayor no le habría quedado más remedio que sentarse a calcular la manera más ventajosa de invertirlo, pero dos millones, demasiado dinero para convertirlo en cigalas con alegría, representaban una cifra ridícula a la hora de valorar sus rendimientos financieros, sobre todo cuando la única beneficiaria a largo plazo de este modesto capital, y de los intereses que pudiera llegar a producir, sería algún día una mujer muy rica. Los padres de Tamara habían muerto sin testar, pero las circunstancias habían convertido a Juan en el tutor de su sobrina y en esa condición, convenientemente refrendada por un juez, se había reunido antes de marcharse de Madrid con el abogado y el asesor fiscal de Damián para planificar el futuro de su herencia. Después de estudiar con detenimiento la situación de los negocios de su hermano, decidió no vender la participación de Tamara en ninguno de ellos. No sabía si los otros socios eran o no de fiar, pero se fiaba de Antonio, un antiguo amigo del barrio a quien Damián, que ya trabajaba sólo por teléfono, desde un despacho, había ido convirtiendo poco a poco en una especie de representante universal de sí mismo gracias a la recomendación inicial del propio Juan, quien muchos años antes, cuando ninguno de los tres había cumplido todavía los treinta años, le había pedido a su hermano que le diera trabajo después de ayudarle a desintoxicarse de la heroína. Antonio, que no había perdido la memoria en la radical transformación que había hecho de él una persona de orden, le advirtió que sería una estupidez abandonar una cadena de panaderías, otra de cafeterías y tiendas de té y café, que llevaban años marchando solas y arrojaban beneficios tan seguros como los de las máquinas tragaperras, y además le dio su palabra de que velaría por los intereses de Tamara como si fueran suyos. Juan, que ya conocía el valor de aquella palabra, la aceptó antes incluso de que los asesores legales de Damián respaldaran esa opinión, y sólo se desprendió de algunas propiedades concretas, los coches y dos parcelas sin edificar, situadas en una urbanización de El Escorial.

Conservó sin embargo las dos casas en las que Tamara había vivido con sus padres y en las que le parecía lógico pensar que ella pudiera llegar a vivir con sus hijos algún día. La casa de Estepona, una construcción de una sola planta, con un jardín pequeño y su propia, diminuta piscina, era poco más que un bungalow,

pero valía mucho dinero porque formaba parte de una urbanización singular, una especie de club privado para millonarios con multitud de servicios que permitían veranear en una casa propia con todas las ventajas de un hotel. La empresa que se ocupaba de su administración funcionaba además como una agencia inmobiliaria, alquilando por semanas, meses o años enteros las casas cuyos propietarios no ocupaban. Juan les entregó las llaves de la de su hermano y, al poco tiempo, comprobó en los extractos del banco que se había convertido en una fuente de ingresos más.

La casa de Madrid, en cambio, permanecía cerrada. Antonio se encargaba de seguir pagando al jardinero y de contratar cada seis meses a una empresa de limpiezas para mantener en buen estado el chalet de la Colonia Bellas Vistas, una de esas casas en las que Juan, como todos los demás adolescentes del barrio de Estrecho, se había jurado a sí mismo durante años, siempre en vano, que llegaría a vivir alguna vez. El conjunto de casas que se alineaban a ambos lados de una única calle ajardinada, separada del resto del mundo por una ligera verja que representaba mucho más que una frontera, había sido concebido como un tranquilo lugar de veraneo cuando Madrid no llegaba más allá de Cuatro Caminos. Pero la ilimitada codicia de las grúas, que perdieron cualquier rastro de pudor hacia la mitad del siglo XX para convertir aquel barrio relativamente periférico en una zona tan céntrica como todas por las que pasaba el metro, cambió para siempre la modesta suerte de aquel recinto. Desde entonces, la colonia, con sus jardines frondosos, de antiguas acacias y plátanos, y las pérgolas emparradas que absorbían el frescor de los suelos de tierra regados cada atardecer, era toda una isla, un oasis inmune a la estrepitosa floración de bloques de pisos que la rodeaban por todos los lados para, más que ahogarla, rendirle un homenaje eterno de rencorosa cortesía.

Más allá de la verja pintada de negro, no todos los chalets eran iguales. Algunos habían sido derribados muchos años atrás para parcelar el jardín en dos o tres terrenos contiguos donde ahora se levantaban casitas que tenían poco que ver con las ambiciosas proporciones de los edificios que conservaban su estructura original. Damián, que siempre había sido muy consciente de que, en aquel barrio, los triunfadores no cogían jamás el ascensor para entrar o salir de su casa, había comprado primero una de las viviendas más pequeñas, y había esperado pacientemente desde allí, durante casi diez años, la ocasión de mudarse a una magnífica construcción de tres pisos que conservaba en buen estado no sólo las fachadas de chalet suizo que se le antojaron al banquero asturiano que ordenó levantarla hacia 1920, sino también muchos otros elementos decorativos, singulares, de la misma época, entre ellos la fabulosa escalera de madera de caoba, larga, lisa y sin rellanos, que acabaría costándole la vida. Después de aquella aparatosa caída, Juan Olmedo ocupó una de las habitaciones de invitados de la casa mientras tomaba una decisión acerca del futuro de su hermano y de su sobrina, dos factores que desde el primer momento aceptó como determinantes de su propio futuro. En los meses que transcurrieron desde el décimo cumpleaños de Tamara hasta el

verano del año siguiente, dispuso de muchas ocasiones para apreciar la privilegiada calidad de vida que aquella casa aseguraba a sus habitantes pero nunca llegó a sentirse cómodo en ella. Cuando reunió al resto de su familia para anunciarles que pensaba cerrarla, vender su propio piso y mudarse a un pueblo de la costa, ninguna de sus dos hermanas entendió la naturaleza progresivamente radical de aquella secuencia de decisiones. Paca, la que más se le parecía, le tocó la frente, como si esperara hallar en ella indicios de fiebre, y le preguntó cuándo había empezado a delirar. Desmontar una casa tan bonita, tan agradable y, sobre todo, tan bien organizada, sacar a los niños de sus respectivos colegios y lanzarse a la aventura de empezar otra vez, desde el principio, en un pueblo remoto y sin Corte Inglés, ya le habría parecido una tontería incluso sin tener en cuenta que Juan carecía de la menor experiencia doméstica.

Conociéndote, es más que una tontería, le advirtió, es todo un disparate. Trini, tan ambiciosa y pesetera como Damián aunque su suerte hubiera sido muy distinta, se adhirió pálidamente a esa opinión durante cinco minutos, el tiempo que tardó en analizar la situación en su propio beneficio.

Luego, cambió de bando con súbita facilidad para justificar la actitud de su hermano mayor con argumentos que ni siquiera a él se le habían ocurrido, antes de ofrecerse a ocupar con sus tres hijos la casa de Bellas Vistas para mantenerla en buen estado hasta que Tamara creciera y pensara qué hacer con ella, porque cerrar una casa es casi lo mismo que abandonarla, añadió al final, eso ya se sabe…

Juan, que había descubierto de lo que Trini era capaz a lo largo del larguísimo y hediondo proceso legal que había culminado en su divorcio de un hombre más astuto, más egoísta y, aunque de entrada pudiera parecer imposible, hasta más avaro que ella, se negó en firme desde el primer momento, y su hermana pequeña le llamó de todo antes de jurar que no volvería a dirigirle la palabra en toda su vida. Paca se echó a reír al escucharla y, después del portazo, advirtió a Juan que el principal riesgo de su proyecto consistía en que, si se iba a vivir a la playa de verdad, ella se las arreglaría antes o después para instalarse en su casa con los tres niños y veranear de gorra todos los años.

No era una profecía demasiado audaz, y por eso se cumplió el día de Navidad del año 2000, cuando Trini, reduciendo el plazo de su silencio a poco más de cuatro meses, llamó a su hermano por teléfono. La verdad es que os echamos mucho de menos, le confesó en un tono convencionalmente conmovido que ni siquiera parecía falso del todo, ¿vais a venir por aquí?, ¿no?, bueno, pues a ver si puedo yo ir a veros este verano, cuando les den las vacaciones a los niños… Juan se apresuró a ofrecerle su casa con las palabras más sinceras y transparentes que encontró, porque no le importaba que su hermana y sus sobrinos disfrutaran de su propia hospitalidad siempre que renunciaran a abusar de la que, de alguna forma, seguía siendo la de Damián.

Sus escrúpulos respecto al dinero de su hermano reflejaban un rigor tan extremado que llegó un momento en que se dio cuenta de que podían llegar incluso a perjudicarle. Sin embargo, si acabó renunciando en apariencia a esa

actitud, fue sobre todo para ahorrarse la insistencia de unas preguntas a las que

no quería responder.

—Perdóname, Juanito, pero es que no lo entiendo… –Antonio le trataba con la

confianza suficiente para atreverse a traducir en palabras concretas los ceños

arrugados y las miradas incrédulas de los consejeros de Damián–. Lo de Alfonso

sí, porque Alfonso es tu hermano, tu hermano pequeño, es tu responsabilidad

directa, como si dijéramos, pero ¿Tamara? Tamara no es hija tuya, es hija de

Damián, y está forrada, aunque tenga diez años, pero forradísima, vamos… ¿Por

qué vas a pagar tú todos sus gastos? No tiene sentido.

—Pero a mí no me importa.

—¡Y qué tiene que ver que te importe o no! No estamos hablando de tus

sentimientos, estamos hablando de dinero.

—De un dinero que no necesito.

—Ahora… De un dinero que no necesitas ahora. Porque vives solo, ya lo sé, y no

tienes vicios caros ni juegas a la ruleta… ahora. Pero dentro de unos años te

puede dar por casarte…

—No.

—…por casarte –Antonio seguía, como si no le hubiera oídoy tener un par de

niños.

—Yo no voy a tener hijos.

—Tú no lo sabes, Juan. Eso no lo sabes, no lo sabe nadie. Y tampoco sabes si tu

vida va a cambiar para peor. Puedes enfermar, tener un accidente, cogerte una

depresión, mandarlo todo a la mierda, yo qué sé… Y entonces te hará falta

dinero, y te arrepentirás de habértelo gastado sin necesidad. Hazme caso. Deja

que Tamara se pague el colegio, por lo menos. ¿No sigue pagando las hipotecas

de la casa de Madrid, de la casa de la playa? Pues esto es lo mismo, una inversión

directa en su propio futuro. Si lo que te preocupa es que la gente pueda llegar a

pensar que te estás aprovechando de la niña, te equivocas.

Te recuerdo que ella gana bastante más que tú.

—Si no es eso, Antonio, no es eso…

—¡Ah! ¿No? –los ojos de su antiguo protegido se agrandaban de asombro cuando

el terco cabeceo de Juan le obligaba a desmontar de sus argumentos–. Y

entonces, ¿qué es?

Para no contestar a esa pregunta, Juan terminó adjudicándose una especie de

pensión, una cantidad moderada que representaba el precio de cada recibo del

colegio incrementado en un diez por ciento.

El primer día de cada mes recibía una transferencia en una cuenta corriente

abierta expresamente para esa operación y de la que nunca había sacado una

sola peseta. Allí se acumularía, de mes en mes, de curso en curso, hasta que

Tamara terminara el bachillerato, todo ese dinero que no se quería gastar, y allí

pensó en meter también el premio de la lotería cuando terminó de descartar

todas las ideas para gastárselo que fue ofreciéndose a sí mismo. Al final, sin

embargo, decidió que aquella idea no era mejor que la de comprarse un coche

nuevo, un equipo de música de última generación o un televisor plano de un

metro cuadrado de superficie. Prefería no mezclar su dinero con el de Damián ni siquiera en el limpio anonimato de las cifras sin nombre.

Y, sin embargo, su hermano iba con él a donde él fuera, cuando dormía y cuando despertaba, cuando una situación, una persona, un objeto se lo recordaba, y cuando no había nada a su alrededor que pudiera evocarlo. Nunca había paseado con Damián por una playa invernal, pero el mar se lo devolvía, y se lo devolvía el viento, que abrumaba las copas de las palmeras que no crecen en Madrid, y el sigiloso garabato que dibuja una salamanquesa al reptar a toda prisa por una pared blanca, sombreada de buganvillas, en el jardín de una casa que su hermano jamás había llegado a ver. Cualquier movimiento, cualquier paisaje, cualquier gesto convocaba la presencia de un niño robusto y ágil, veloz y habilidoso, sonriente y casi rubio en la imagen que Juan no lograba desalojar de su memoria, Dami, porque entonces ni siquiera era Damián, con ocho, con diez, con doce años, sentado en el bordillo de la acera, frente al portal de la casa de Villaverde Alto, con las piernas cruzadas, los dedos manipulando cualquier cosa en su regazo, y la cabeza inclinada para que el sol imprimiera reflejos de un amarillo rojizo sobre su pelo seco, castaño y ondulado. Así podía verlo en cualquier parte, sentado siempre en la acera, indiferente por igual a las ruedas de los coches y a los pies de los transeúntes, con pantalones cortos y alguna de las camisetas a rayas que los dos tenían a medias cuando todavía ninguno se creía con derecho a poseer algo que no fuera también del otro, Dami el magnífico, el mejor, arreglando el molinillo de café de su madre, o ensayando un truco de cartas con una baraja, o dándole vueltas a un cacharro que se hubiera encontrado tirado por la calle y que después de pasar por sus manos no tendría más remedio que acabar sirviendo para algo.

En el recuerdo, Juan se acercaba a él, andando despacio, y se paraba a su lado. Entonces, su hermano levantaba la cabeza para mirarle, y le reconocía con una sonrisa completa, riendo las cejas, riendo los ojos, riendo los labios cortados, los dientes blanquísimos, y a través de los años, de las distancias, de las leyes oblicuas y perversas del cariño, del rencor, Juan seguía regocijándose al recibir esa sonrisa que estaba muerta pero brillaba, muerta pero gritaba, muerta, pero capaz de latir por siempre con la precisión de las mareas mientras él viviera para alimentarla con la desconsolada máquina de su memoria y su culpa. Él no quería verle, no quería recordarle así, tal y como era cuando le amaba más que a nadie, cuando sentía que no era nada más que la mejor parte de sí mismo, pero no lograba cerrar los ojos a tiempo mientras Dami se levantaba de la acera para enseñarle el artefacto que acababa de inventar. El mundo habría sido un lugar mejor sin él, pensaba al escuchar el remoto, candoroso eco de su propia voz lejana e infantil, celebrando el ingenio de su hermano con palabras fervientes, entregadas. El mundo tenía que ser un lugar mejor sin él, se repetía mientras le veía limpiarse las manos en los pantalones, y echar a andar a su lado, y su propio brazo, más corto y más redondo, moreno y sin vello, rodeaba el cuello de su hermano para equipararse con el brazo que reposaba ya sobre su hombro. El mundo iba a ser un lugar mejor sin él, mientras los dos niños Olmedo, el listo y el

tonto, el bueno y el malo, volvían a casa abrazados para separarse solamente al pie de la escalera, y Dami llegaba siempre el primero a la puerta de casa. El mundo no era un lugar mejor sin él.

Cuando se volvía para mirarle, y le sonreía otra vez, y le esperaba antes de tocar el timbre, Juan intentaba desesperadamente manipular esa imagen, superponer otro ceño fruncido sobre la limpieza tersa de la frente, otros ojos turbios sobre la blancura que circundaba aquella mirada de color avellana, otra boca fina y asqueada sobre la frescura de los labios entreabiertos, piezas sueltas pero complementarias que deberían ir encajando a la perfección en cada rasgo del rostro de su hermano, porque le pertenecían con más intensidad, con más razón, que la cándida viveza de esa sonrisa de niño que tanto le atormentaba y que sin embargo nunca conseguía borrar del todo. Recordaba muy bien el rostro que Damián había fabricado para sí mismo con el paso de los años, esa cara que había acabado mereciéndose, la grosera robustez de su papada, las venas que se le hinchaban en el cuello cada vez que elevaba la voz, sus perpetuas ojeras de trasnochador sistemático, el abotargamiento insensible de sus mejillas en mañanas de resaca, la rítmica frecuencia con la que inhalaba aire por la nariz cuando estaba nervioso, y el precoz relajamiento de sus labios, el inferior siempre descolgado, tan doblado sobre sí mismo como el de un anciano, hasta cuando parecía contento.

Recordaba muy bien esos detalles, y los convocaba sin esfuerzo a su memoria, pero nunca lograba desterrar del todo al niño que seguía sentado en un bordillo, y que seguía mirándole por detrás de los ojos del hombre en quien se había convertido.

En el instante en que Damián resbaló, mientras caía rodando por la escalera, Juan componía una frase que nunca llegaría a pronunciar en voz alta, pero que se apoderó de su pensamiento durante unos segundos que serían cruciales para el resto de su vida. No era, sin embargo, una respuesta a la pregunta que él le había dirigido un instante antes de que su pie calculara mal, para encontrar sólo aire donde esperaba hallar el borde del penúltimo escalón. ¿Te crees que me importa?, le había gritado Damián, las venas tensas, rígidas contra su cuello, la cara enrojecida, los labios cargados de desprecio, si siempre lo he sabido, siempre he…

Juan Olmedo nunca contestó a esa última pregunta, ni fue capaz de reconstruir jamás la inacabada frase que pretendía reemplazar a su respuesta. Ni la una ni la otra llegaron a inquietarle entonces, absorto como estaba en una sola y obsesiva reflexión. El mundo sería un lugar mucho mejor si su hermano Damián nunca hubiera llegado a vivir en él. Eso pensaba Juan, eso sentía en el instante en que murió su hermano. Y cuando por fin todo parecía haber terminado, porque a su alrededor todo parecía empezar de nuevo, a veces repetía una variante casi idéntica de aquella frase, el mundo tendría que ser un lugar mucho mejor sin ti, y no movía los labios pero tampoco hablaba consigo mismo, sino con la imagen de un niño de ocho, de diez, de doce años, vestido con pantalón corto y una camiseta de rayas, que estaba sentado en el bordillo de una acera, un niño

despierto y habilidoso que era su hermano y se limitaba a sonreírle, a mover la mano abierta en el aire para saludarle sin decir nada, mientras un sol anaranjado y mortecino, tan frágil como el que ilumina los buenos sueños, imprimía reflejos rubios, angélicos, en su pelo castaño, ondulado y seco.

El doctor Olmedo conocía los fundamentos teóricos de aquel fenómeno, las razones de su memoria anclada en lo mejor, sólo en lo bueno, los perversos mecanismos de una nostalgia obstinada en hacerle olvidar lo que sabía para hacer aflorar a la superficie lo que apenas recordaba, imágenes aisladas de la mejor época de su infancia, cuando todo estaba en orden y Dami era un chollo de hermano, y la mitad exacta de sí mismo. Él no podía comportarse como si se sintiera culpable, no podía permitírselo sin desamparar a la vez a su hermano, a su sobrina, aquella niña cuya felicidad era tan importante para él, pero sabía que su culpa estaba allí, acechándole, y que la única actitud inteligente a su alcance consistía en aprender a vivir con ella. Sin embargo, al principio pensaba que todo esto acabaría pasando, que los camiones de la mudanza culminarían la tarea del tiempo y la distancia llevándose también, en la barriga hueca del regreso, la tramposa parcialidad de su memoria para dejarlo a solas con los hechos de su vida, tal y como fueron en realidad. No había sido así. En la calma casi absoluta de aquel invierno seco y templado, Dami seguía con él, ganando eternamente la carrera, y Juan presintió que llegaría a acostumbrarse a su vigilia muda y sonriente, como había acabado acostumbrándose a tantas otras cosas en su vida. Charo terminó de pintarse los labios, estudió su aspecto en el espejito plegable que sostenía con la mano izquierda, se dio por satisfecha con el resultado y se giró en la silla para mirarle de frente.

—Bueno, ¿qué? –Juan, que nunca la había visto con sus pinturas de guerra, no atinó a preguntarle siquiera a qué se refería, y ella fue más explícita–. ¿Me vas a llevar al cine o no?

Los labios de su cuñada, perfectamente delineados con un lápiz muy oscuro y esmaltados en un color más peligroso que el rojo, más intenso que el granate, brillante y sin embargo casi marrón, atraparon sus ojos como los pétalos secretos de una flor carnívora.

—Pues… no sé –balbuceó–. Si te apetece…

—Mucho –contestó ella, dirigiéndole una sonrisa que le confundió, porque la habría interpretado sin grandes dificultades en el rostro de cualquier otra mujer, y repitió esa afirmación silabeando un poco más cuidadosamente de lo que era necesario–. Me apetece mucho.

—Sí, anda, Juanito, iros al cine –su madre, que recogía el mantel a toda prisa con uno de sus vestidos de los domingos, le animó con un gesto de la cabeza–. Así me dejas de paso en casa de tu tía Carmen, que me ha invitado a ir a tomar café con Alfonso.

Juan siguió con los ojos a su madre, tratando de aparentar una serenidad que no sentía, y luego miró a Charo con la suspicacia de un adulto que trata de sorprender a un niño pequeño cuando se da cuenta de que lleva demasiado tiempo sin hacer ruido. Ella acababa de meter el tabaco en el bolso y sacaba las

gafas de sol de su funda con una naturalidad que parecía incompatible con cualquier estrategia preconcebida. Él, que ya estaba empezando a acostumbrarse a no saber jamás cómo tratarla, se advirtió a sí mismo que lo más sensato sería marcharse solo, a casa, y enseguida, pero aún no sabía de dónde iba a sacar las fuerzas necesarias para seguir sus propios consejos cuando ella le interpeló de nuevo.

—¿Qué? ¿Nos vamos? —¿Ya sabes lo que quieres ver?

—Desde luego que sí… –sus labios volvieron a curvarse en una sonrisa que él ya no supo interpretar antes de ceder a una carcajada mínima en el mismo instante en el que Alfonso, oliendo a colonia, con la cara limpia y un impecable traje de franela gris, entraba en el salón. —¿A que estoy guapo? –les preguntó.

—Guapísimo –le contestó Charo, y avanzó hacia él para abrazarle, y besarle en los labios después con la misma delicada levedad con la que besaría a su hija cuando naciera.

Tuvieron que apretarse para bajar los cuatro juntos en el ascensor, y Juan tuvo la impresión de que Charo se le pegaba un poco más de lo imprescindible, aunque ella se mantuvo siempre de espaldas a él, bromeando con Alfonso y paladeando también, quizás, el desconcierto en el que esa situación le sumergía. Él la escuchaba parlotear en el tono agudo y convencionalmente entusiasta que mejor captaba la atención de su hermano menor mientras notaba, o creía notar, que el culo de su cuñada presionaba directa, casi enconadamente, contra su muslo derecho. Escenas como ésta, con variantes más o menos audaces, se habían repetido con una frecuencia tan rítmica que parecía deliberada desde, que Juan había vuelto a Madrid, hacía casi un año ya. Durante todos esos meses, ciertas palabras, ciertas sonrisas, ciertas miradas de la mujer de Damián le habían precipitado, de domingo en domingo, en dos sensaciones alternativas y contrapuestas. A veces, se sentía como un objeto inmóvil alrededor del cual Charo daba vueltas y más vueltas, sus ojos iluminados por la ansiosa codicia de una niña que cada mañana, al ir al colegio, escogiera el camino más largo para pasar por delante del escaparate de una juguetería y volver a mirar, una vez más, al muñeco con el que sueña por las noches. Eso le gustaba, pero el precio de aquellas fugaces punzadas de un placer secreto, más intenso aún por ser tan inconveniente, era demasiado alto para pagarlo sin plazo y sin limite. Porque un instante después de haber advertido la promesa envuelta en un simple gesto de su cuñada, cualquier indicio tan insignificante que nadie, aparte de él, parecía haber llegado a advertirlo, Charo se levantaba y se iba con Damián a la casa donde vivían, donde dormían y se despertaban juntos, y él se quedaba a solas con la perpetua certeza de no ser más que un idiota fácil de engañar y la memoria de una humillación antigua y rabiosa, una herida muy fea, condenada a no cerrarse jamás.

Camino del coche, pasaron por delante del bar de Mingo. El propietario del local, que limpiaba una mesa con un trapo sucio y su tradicional aire de cansancio, les

saludó con desgana y ellos le devolvieron el saludo a coro. Juan miró a su derecha y vio a Charo, la insólita amenaza de sus labios sangrantes, el perfil de su pecho tensando una camiseta negra y escotada, y las baldosas de la acera le devolvieron a otro tiempo, otra tarde muy cálida pero más extravagante aún, porque no sucedió en abril, sino a finales de septiembre, en el filo de un perezoso otoño con vocación de calor. Fue eso lo que le llamó la atención, porque en las últimas semanas, las mesas habían aparecido y desaparecido varias veces de la acera apurando la crueldad de los termómetros, su implacable designio de prolongar el verano terrible que había sido el verano sin ella. Entonces les vio juntos por primera vez. Damián y Charo estaban sentados en sillas contiguas, formando parte de un corro donde Juan reconoció sin esfuerzo a algunos amigos de ella, miembros de aquella imprescindible pandilla cuya complicidad él nunca había tenido interés en procurarse, y a algunos amigos de él, Nicanor a la cabeza. Y fue Nicanor quien se le quedó mirando, con una sonrisa triunfal que no le correspondía y que sin embargo expresaba un júbilo indudable, como si fuera él quien más se alegrara de la derrota de Juan, de su ruina, como si los celos del estudiante a quien sus ojos habían clavado en la acera le procuraran una incomprensible y mezquina felicidad de perro guardián. No debería haberse detenido, tendría que haber seguido andando, pasar por delante sin girar la cabeza e irse a casa, pero Charo llevaba una camiseta blanca y escotada, y estaba muy guapa, y muy morena, y la voz de Damián se elevó con autoridad sobre las demás, y no pudo evitarlo. Se paró en medio de la acera, sacó con mucha parsimonia un paquete de tabaco del bolsillo de su camisa, y luego un cigarrillo de aquel paquete, y más tarde un mechero de otro bolsillo, sólo para mirarles de reojo y poder creérselo, para estrellarse ante la monstruosa coincidencia de aquel escote y aquella voz, para reconocer la escena que veían sus ojos sin lograr acatar todavía su mirada, y para pasarlo aún peor cuando Damián le vio al fin, y estrechó el cuerpo que rodeaba con el brazo derecho antes de dejar resbalar sus dedos por el pecho de Charo y estrujarlo después desde abajo, propulsándolo por el borde de la camiseta mientras le miraba de frente, con un ojo morado y su sonrisa más atravesada. Ella se dejó hacer hasta que se dio cuenta de que los ojos de Damián estaban fijos en un punto, y siguió su mirada para descubrir a Juan de pie, parado en la acera. Entonces se zafó del abrazo tan deprisa como pudo, se enderezó en la silla y fingió concentrarse en la conversación que se desarrollaba a su derecha. Se había puesto colorada, pero aquel detalle, lejos de aplacarla, incrementó la furia de Juan, que la había tratado siempre con todo el cuidado que le consentía la dolorosa intensidad de su deseo para descubrir ahora, junto con un indicio irrefutable de su propia, infinita y absoluta imbecilidad, que a ella parecía gustarle que su hermano le tocara las tetas en público. Cuando llegó a su casa se sentía peor de lo que recordaba haber estado en su vida. Sabía que aquella chulería, un alarde típico de Damián, era una manera de devolverle el golpe, su respuesta al puñetazo que le había tirado al suelo un par de días antes, y la afirmación definitiva de un triunfo que iba mucho más allá de la propiedad de ese cuerpo por el que Juan Olmedo Sánchez habría hecho

cualquier cosa, cualquier cosa, en aquel caluroso atardecer del peor de los septiembres, pero eso no le hacía ningún bien. Al contrario. En aquella etapa de su vida, el conocimiento parecía empeñado en volverse contra él como el más feroz de los enemigos.

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