banco, en una plaza nueva y escondida entre naves industriales, en la zona del
polígono. Tenía la mochila al lado y ninguna otra persona cerca.
—¿Qué haces aquí? –le preguntó él cuando ya estaba sentada a su lado–.
Tendrías que estar en clase.
—Tú también.
—¿Has venido a buscarme? –ella asintió con la cabeza y él se levantó–. Eres
imbécil.
Se colgó la mochila de los hombros y echó a andar. Tamara le vio cruzar la plaza
y se preguntó dónde habría dejado la bicicleta. El polígono estaba demasiado
lejos de su casa como para que hubiera llegado hasta allí andando, sobre todo
ahora, que tenía una bici nueva y estupenda, aquella «mountain bike» ultraligera
de aluminio plateado con la que había aparecido una tarde de julio y que
representaba exactamente lo que él más deseaba en el mundo. ¿Qué te parece?,
le había preguntado mientras ella la tocaba, la admiraba, se montaba encima y
daba una vuelta de prueba.
¡Jolín!, había admitido al volver a su lado, es superchula. ¿Te la ha regalado tu
madre? No, mi abuela, le había dicho él, me la debía desde mi cumpleaños, como
cae en enero y ella siempre dice que es muy mala época para gastar dinero…
Desde entonces, Andrés había cogido la bici hasta para recorrer cien metros. La
limpiaba, la engrasaba, la mimaba y se gastaba la mayor parte de su paga en
mejorarla. Se había comprado un bidón, una bomba pequeña y modernísima, un
retrovisor para el lado derecho, un foco nuevo y más potente que la luz que traía
de fábrica. Y sin embargo, ahora salía de la plaza andan do, y seguía andando, en
dirección al pueblo, cuando Tamara le alcanzó por la carretera.
—¿Y tu bici? –le preguntó mientras desmontaba, para caminar a su lado
sujetando su bicicleta por el manillar.
—No la tengo.
—¿La has llevado a arreglar?
—No –Andrés ni siquiera volvió la cabeza para mirarla–. No me gustaba. La he
tirado.
Tamara no le creyó, no podía creerle. Se limitó a pensar que él sí que era un
imbécil si pensaba que ella iba a tragarse una bola así, antes de despedirse en la
primera esquina para tomar el camino más corto hacia su casa. En el primer
semáforo volvió la cabeza.
Andrés seguía andando, y ella había renunciado a entenderle. Ya estaba casi
convencida de que los adultos no eran tontos, de que seguramente tenían razón,
cuando volvió a ver aquella bici, la «mountain bike» ultraligera de aluminio
plateado que las mejoras de su propietario habían hecho inconfundible, en un
callejón sin salida bordeado por casas bajas. Un niño demasiado pequeño para
montarla bien intentaba hacerse con ella ante la mirada risueña de una señora
que llevaba un bebé en brazos.
En ese momento, creyó entenderlo todo. Se la habían robado, sólo podía ser eso,
que se la habían robado y a él le daba vergüenza reconocerlo. Estaba segura de
que era la misma bici, y por eso se escondió detrás de una esquina, y aprovechó
una ausencia de la mujer, que entró en la casa con el bebé, para acercarse al
ladrón.
—Oye –le preguntó al niño con la voz más amenazadora que logró improvisar–.
¿De dónde has sacado esa bicicleta?
Él no se asustó. Se la quedó mirando, sonrió, hizo sonar el timbre un par de
veces, como si estuviera muy orgulloso de su sonido, y respondió con mucha
tranquilidad.
—Me la ha dado mi padre.
—¿Ah, sí? –ella estaba desconcertada por su respuesta, pero no dispuesta a
abandonar tan fácilmente–. Pues es de un amigo mío, ¿sabes?
Entonces el niño por fin se asustó, pero tampoco le dijo lo que esperaba oír.
—¡Mamá! –gritó a cambio.
La mujer salió enseguida, y entre los dos le contaron que la bici estaba tirada en
un contenedor, que allí la había encontrado el padre del niño, que era basurero, y
que si no se lo creía, que mirara la pintura, que estaba toda arañada, y el espejo
retrovisor, que era nuevo porque el otro se lo habían encontrado partido.
—Mi marido dio parte de haberla encontrado –añadió la mujer al final– y estuvo
quince días en el depósito del ayuntamiento, pero nadie la reclamó, nadie había
denunciado nada, ni que se la habían robado, ni que la había perdido, lo que se
dice nada… Vete allí a preguntar, si quieres.
Pero no lo hizo. Se volvió a casa en su propia bicicleta, repentinamente pesada,
tan vieja de pronto como la que Andrés había desechado al estrenar la nueva,
sintiendo que se agotaba en cada pedalada. Cuando llegó, le picaban los ojos.
Juan estaba sentado en el salón, hojeando el periódico con el televisor encendido
y Alfonso al lado. Ella se sentó en el borde de la mesa y bajó el volumen de la tele
antes de hablar.
—Tienes que hacer algo, Juan –le dijo sin mirarle a los ojos, para no leer en ellos
que nada de lo que le estaba contando tenía importancia–. Andrés no viene a
clase, le dice a Maribel que sí, pero no viene, se pasa las mañanas sentado en un
banco, en el polígono industrial, y no me digas que es normal porque no es
normal. Te digo yo que no es normal.
Entonces levantó la vista, y al encontrar en los ojos de su tío un reflejo de su
propia alarma, cruzó los dedos y se lo contó todo.
Aquello era importante, era muy importante para ella. La niebla es blanca y sucia,
húmeda y viscosa, no distingue entre la costa y el interior, atonta a los adultos,
nubla los cielos y marchita deprisa las vidas que son nuevas.
Era una masa negra y compacta a ratos, a veces sólo gris, y más difusa, que podía agrietarse sin previo aviso, disolverse en un millar de puntos oscuros que salpicaban el cielo como las repentinas cenizas de un volcán para recuperar un segundo más tarde su forma original, la de una masa negra y compacta, animada, elástica incluso, suspendida en el aire por alguna ley desconocida y siempre misteriosamente estable en su imprevisible movilidad. —¿Qué es eso?
Juan Olmedo, que volvía de la barra con un vaso en una mano y un bote de Coca–Cola en la otra, se quedó de pie al lado de la mesa, como si no pudiera apartar la vista del turbio espectáculo de la ventana.
—Son mosquitos –contestó él sin mirarle, pero con la seguridad de quien conoce todas las respuestas–. Están furiosos, porque se van a morir. Saben que llega el frío, el invierno, y el levante ha acabado de volverlos locos. Están atacando a una
avispa.
—¿A una avispa?
—Sí. Y matará a unos cuantos, desde luego. Pero los demás van a acabar con ella antes que el frío.
Juan Olmedo se sentó por fin al otro lado de la mesa, le acercó la coca–cola y esperó a que se agotara su curiosidad por esa nube suplementaria y peligrosa que seguía estirándose y comprimiéndose tras el cristal hasta que se disolvió de golpe, al obtener el diminuto, imperceptible trofeo de un cadáver que sus ojos no alcanzaron a distinguir.
—Ya está –cuando se marcharon los mosquitos, la playa se quedó a solas con el viento, que levantaba la arena en rachas airadas para formar olas de espuma ocre, polvorienta–. Ya se la han cargado. —¿Qué pasa, Andrés?
Él giró la cabeza hacia la ventana, tan furioso consigo mismo, con Juan, con todo, como los mosquitos suicidas, como la avispa moribunda, como el levante que había precipitado su común conciencia de la muerte. No entendía muy bien qué pasaba, qué había pasado.
Cuando intentaba reconstruir los acontecimientos de los últimos meses, recordaba detalles sueltos, fragmentos de conversaciones, imágenes aisladas que hasta ahora no se había atrevido a ordenar en una secuencia lógica, coherente. Y sin embargo sabía muy bien cuál era el orden, la dirección en la que cobrarían sentido todos los elementos que pertenecían a la misma historia, aunque él no quisiera relacionarlos entre sí. También había sabido siempre que tendría que hacerlo antes o después, y que si no le contaba la verdad a su madre, ni a Tamara, tendría que acabar contándosela a él, que nunca había defendido la justicia de esas verdades dudosas e indulgentes a las que Sara era tan aficionada. Cambió de postura para ponerse derecho en la silla, y le miró. Juan también le miraba, parecía tranquilo, esperando. No podía imaginar que cada vez que le veía, cada vez que le oía o escuchaba su nombre, la memoria de Andrés vomitaba por sí sola, por su intransigente y nauseabunda voluntad, aquella insinuación aparentemente frívola, trivial, que su propia gravedad había convertido en una insufrible certeza. La pondrá a fregar el suelo de rodillas, ¿no? Eso había dicho, solamente eso, y él había enrojecido como nunca antes, había llegado a sentir el rojo, claro al principio, luminoso, caliente, que se espesó después para hacerse un grumo oscuro, un trapo púrpura que cegaba sus ojos, que amordazaba su boca, que le asfixiaba por dentro con su propio espesor. Eso había sentido entonces y eso sentía ahora mismo, en el chiringuito de Punta Candor, la última playa del pueblo, al que Juan le había llevado aquella tarde contra su voluntad. Cuando sonó el timbre y fue a abrir, estaba solo en casa.
Mamá no está, le dijo, insinuando el ademán de cerrar la puerta de nuevo, ha bajado a la calle a comprar, pero él alargó un brazo para impedírselo. No he venido a verla a ella, aclaró a tiempo, he venido a verte a ti. No quería salir con Juan, no le apetecía ir a dar un paseo, ni a tomar una coca–cola, ni a charlar un rato, no quería porque ya sabía lo que iba a pasar, lo sabía y sin embargo apenas
se opuso, es que estaba viendo la televisión, explicó como un tonto, puedes seguir viéndola luego, respondió él, no vamos a tardar mucho… Entonces fue a por la cazadora y se dijo que, total, lo mismo daba, porque si no era Juan sería otro, su madre, Sara, la tutora de su curso, el director del colegio, y ya no podía más, estaba muy cansado, aburrido de andar todo el día de un lado para otro, de perder el tiempo con los pies destrozados y la mente ausente, secuestrada por unas pocas palabras, unas pocas imágenes, unos pocos detalles que no quería ordenar, pero que se colocaban por su cuenta, unos detrás de otros, para dividirle entre el deseo de olvidarlos y una necesidad enfermiza, insensata, de barajarlos una y otra vez para complacerse en su propia y hondísima miseria. El amante de su madre seguía mirándole y aún parecía tranquilo, esperando. La pondrá a fregar el suelo de rodillas, ¿no? Andrés no quiso pensarlo más.
Cuando habló, su voz le sonó hueca, extraña, tan ajena como la voz de cualquier otro.
—Fui yo –dijo primero, y se detuvo. Juan Olmedo asintió con la cabeza muy despacio pero sin mover un solo músculo de la cara, como si no estuviera dispuesto a dejarse sorprender, a escandalizarse por su confesión o a condenarle tan deprisa–. Yo se lo conté todo a mi padre.
Yo soy tu padre, y tú eres mi hijo, ¿no?, eso no puede cambiar, nada puede cambiar eso… La primera vez no se atrevió a decírselo.
La primera vez, él ni siquiera sabía que había venido desde Chipiona para verle. Fue su abuela quien le llamó por teléfono, ¿por qué no vienes a mi casa a merendar?, le había dicho, tengo una sorpresa para ti… Él creía que era la bicicleta, se la había prometido muchas veces, desde enero, su madre se enfadaba con él cada vez que le oía, ¿para qué quieres una bici nueva, a ver, para qué, si la que tienes va bien? Cuando se te rompa, ya te compraré yo otra, no hace ninguna falta que vayas mendigándola por ahí… Pero su madre ya no pensaba más que en ahorrar, y nunca había entendido ciertas cosas. Él tampoco entendió nada cuando se encontró a su padre en el cuarto de estar de la casa de su abuela, los dos tan sonrientes, tan contentos como si tuvieran algún motivo para creer que se iba a alegrar de verles. ¿Y la bici?, se atrevió a preguntar, de todas formas. ¿Qué bici ni qué bici?, le había dicho ella, levantándose para darle un abrazo, ¡si está aquí tu padre! ¿No te alegras de verle? Le querrás más que a una bici, vamos, digo yo… Pues no, pensó él, por supuesto que no, pero no lo dijo. Si se sentó a su lado y aceptó un batido de chocolate, fue porque no tenía escapatoria. Habían pasado más de dos meses desde que lo vio por última vez, aquella tarde que fue a la papelería técnica con Tamara, y no estaba muy seguro de haber estado nunca con él más tiempo del que pasaron juntos aquella vez, ni de haber intercambiado en ninguna otra ocasión más palabras que entonces, cuando dijo las justas para avergonzarle ante su amiga y ante sí mismo, que siempre, desde siempre, había querido a distancia a un hombre que era él y era distinto, la versión secreta y escondida de su padre que su propio padre se había encargado de destrozar en público y de un plumazo. —Él… Yo… Él me dijo que me echaba de menos, que todo iba a cambiar…
Eso tampoco se atrevió a decírselo la primera vez. Pero cuando su abuela dejó de contarle lo bien que iba en el colegio, se sacó la cartera del bolsillo y empezó a hurgar en su interior. Andrés creía que buscaba dinero, y le extrañó, porque nunca le había dado una peseta, pero lo que le enseñó le sorprendió mucho más. Era una fotografía oblonga, con las esquinas redondas, recortadas a mano como las de una estampa para hacerla encajar en algún envoltorio que había desgastado ya los bordes, revelando la carne grisácea del papel donde terminaban los colores, oscuros y no demasiado nítidos. No era una buena foto. El flash no había saltado, o no había alcanzado a iluminar del todo el rincón donde su padre posaba con un bulto blanco entre las manos. ¿A que nunca la habías visto? Él negó con la cabeza. No, jamás la había visto, ni siquiera sabía dónde la habían hecho, no reconocía los muebles, ni la abierta sonrisa de su padre, ni las ropas de su madre, que posaba junto a su marido, más gorda que nunca, feliz y jovencísima. Éste eres tú, dijo él entonces, señalando el bulto blanco, un envoltorio de lana del que asomaba una miniatura de cabeza muy redonda, tenías una semana, ¿qué te parece?
Andrés cogió la foto y se levantó, se acercó a la ventana como si quisiera verla mejor, la estudió un momento, sintió que un hueco grande y enemigo ocupaba de golpe el lugar de su estómago. Yo presumo mucho de ti, no creas, dijo él entonces, y eso que no sabía que eras tan listo. Como tu madre nunca me llama ni me cuenta nada… Tengo más, añadió cuando él volvió a su lado y se la devolvió sin palabras, si quieres te las traigo otro día, para que las veas. En una estamos los dos juntos, en la playa, jugando al fútbol, tú tendrías… dos años o por ahí, y en otra te llevo yo a caballo, por el ferial, ésa es la que más me gusta, ya verás…
Él dijo que sí con la cabeza sin saber muy bien por qué lo hacía, sólo por ganar tiempo o quizás porque de verdad quería verlas, comprobar que era cierto lo que había oído contar a su madre tantas veces, que él iba a buscarle de vez en cuando al principio, cuando todavía vivía en el pueblo, que se lo llevaba a comer a casa de su otra abuela, o de sus tíos, que le compraba regalos, que jugaba con él. Él no se acordaba, no podía acordarse, sólo tenía memoria para la ausencia, la extrañeza de unos ojos que le pasaban por encima sin reconocerle, o que le reconocían un instante antes de mirar para otro lado. Aquella tarde, su memoria aún funcionaba bien y sin embargo necesitaba ver esas fotos, saber más de él, cosas distintas de las que había aprendido, pero ni siquiera eso logró que se sintiera más cómodo a su lado. Bueno, me tengo que ir, dijo después de un rato, me están esperando mis amigos… Claro, él no se quejó, pero antes vamos a quedar para vernos otro día, ¿te parece? Yo creo que esas notas que has sacado se merecen algún premio…
—Me regaló una bici nueva, una bici buenísima, yo… Nunca me había regalado nada. Me habló mucho de antes, de cuando mi madre y él eran novios, de cuando yo era pequeño, de cuando vivíamos todos juntos. Mamá nunca me había contado esas cosas, y sonaban muy bien, y además, no sé… –levantó la cabeza, Juan Olmedo seguía mirándole con la misma expresión serena, tranquila, que tenía
desde el principio–. Él era mi padre, ¿no? Es mi padre.
Era tan bonita, tan ligera, brillaba al sol como si fuera de plata y corría tanto como la flecha dorada, vibrante, que tenía pintada en el travesaño. ¿Te gusta?, le preguntó él, y luego se echó a reír, como si la vehemencia con la que su hijo había movido la cabeza bastara para hacerle feliz. Pues ésta también es mía, para que veas, aunque está nueva, ¿eh?, nuevecita, me la regaló mi novia por mi cumpleaños, hace diez días, casi no la he usado antes de cogerla para venir desde Chipiona hasta aquí… Yo quería una moto, la verdad, pero ella dice que no se fía de mí, que con una moto me abro la cabeza cualquier día, y que además es mucho más cara, y como sabe que a mí me gusta mucho hacer deporte… Pero al final me alegro, ¿sabes?, porque así te la puedo cambiar por la vieja, ¿qué me dices? Era tan bonita, tan ligera, brillaba al sol como si fuera de plata, él no deseaba nada, ni siquiera podía concebir que algún día llegara a desear nada en el mundo como aquella bicicleta, estaba tan contento que la dejó apoyada contra un árbol, y fue hacia él, y se colgó de su cuello con los dos brazos. Gracias, papá, le dijo. Su madre le había contado que aquélla fue la primera palabra que aprendió, pero en aquel instante él no se acordó de eso, ni se dio cuenta de que era la primera vez que la usaba desde que tenía memoria. Entonces su padre le besó, y Andrés tampoco se acordó de recordar que no le había besado nunca antes. Aquel día no ocurrió nada más. La bicicleta era demasiado bonita, demasiado potente, y rápida, y ligera, y plateada, como para que su flamante propietario pudiera prestar atención a ninguna otra cosa. Los dos montaron en ella, se turnaron para probarla en el improvisado circuito de una plaza desierta a la hora de la siesta, celebraron una especie de competición contra reloj para comprobar el rendimiento de cada marcha, se lo pasaron bien, se divirtieron como Andrés nunca se había divertido con su madre, no exactamente más, pero sí de una manera distinta, según las reglas de un juego en el que sólo participan los hijos y los padres, dos etapas sucesivas de una misma experiencia. Sin embargo, cuando se despidieron, él se atrevió a arriesgar algo más. Me habría gustado comprarte una bici nueva, le dijo, nueva de verdad, que los dos hubiéramos ido juntos a una tienda a elegirla y eso, pero no tengo un duro, ¿sabes?
Yo… lo he hecho todo mal, la verdad. Ahora me arrepiento. Lo he echado todo a perder, mi familia, mi mujer, mi hijo, y ya no tengo nada. En fin, así es la vida. Se le quedó mirando, le sonrió, le besó otra vez, y se marchó pedaleando en su vieja bicicleta, tan fea, tan pesada que, mientras le veía marcharse, Andrés no pudo evitar que el eco de sus últimas palabras siguiera resonando en sus oídos, ni que sus ojos lo miraran con una súbita e improvisada ternura.
—Decía que estaba arrepentido de todo, de habernos abandonado, de no haberse ocupado de mí… Que había intentado arreglarlo alguna vez, pero que mi madre se lo ponía muy difícil. Yo… me fié de él, ésa es la verdad, que me fié de él, me lo creí todo. Es mi padre, ¿no?, y yo nunca había tenido padre, y… Me gustaba tenerlo, eso fue lo que pasó, que me gustaba tener padre, ir con él por la calle, que me gastara bromas, y me tomara el pelo, y se pusiera de portero, y me
invitara a una cocacola después…
¿Tienes una pelota de fútbol?, le preguntó una tarde. Él fue a buscarla y estuvieron tirando penaltis en una portería que estaba en esa plaza rodeada por una pista de asfalto a la que Andrés le había dado tantas vueltas en su vieja bici sólo tres meses antes, cuando aún no sabía quién era su padre, cuando no podía imaginar que los dos podían quererse, tenerse todavía, y tan deprisa. Acababan de estrenar el mes de julio y su padre solía decir que era una suerte que se hubieran reencontrado en vacaciones, cuando Andrés podía entrar y salir, y estar todo el día en la calle sin justificar qué hacía ni adónde iba. Cuando empiece el curso, tendremos que vernos menos, decía, infiltrando una gota de inquietud en el ánimo de su hijo.
Nunca estaban juntos mucho tiempo, ni siquiera los fines de semana, pero el rato que duraban sus encuentros, una hora y media, a veces dos, se repitió con una frecuencia creciente a lo largo del verano. Aquel plan les convenía a los dos.
Las ausencias de Andrés eran lo suficientemente breves como para que nadie, excepto Tamara, llegara a advertirlas del todo, y cuando la niña le preguntaba dónde se había metido, por qué llegaba tan tarde, él le contaba siempre que había estado paseando por ahí, con su bici nueva, y aquella respuesta aplacaba instantáneamente su curiosidad.
Pero su padre también solía decir, al llegar, que no podía quedarse mucho tiempo. Es por la tía esa, ¿sabes?, decía, refiriéndose a su novia, a la que nunca volvió a llamar así, ni por su nombre de pila, que me tiene frito, todo el día trabajando y controlándome además, con el reloj en la mano… Y ni siquiera me paga, porque dice que el bar es de los dos, y que si yo vivo allí, pues que el trabajo también me toca, pero lo que gano yo se lo queda ella, y luego me da mil pesetas de vez en cuando, para tus gastos, dice, como si yo fuera un niño chico… No la aguanto, si tú supieras, no puedo soportarla. ¿Y por qué no la dejas?, le preguntaba Andrés. ¿Y adónde voy a ir?, le respondía su padre, con un gesto de desvalimiento que le hacía parecer de repente más pequeño, más niño que su propio hijo. Si yo no tengo nada, ningún oficio, ni estudios ni nada, y con lo mal que está todo, el trabajo y eso…, ¿qué voy a encontrar yo? Hablaba con tanta tristeza, una desolación tal en la voz que, cuando le escuchaba, al niño no se le ocurría pensar que su padre tenía treinta y tres años, que era un hombre joven, sano, y no menos capaz que sus hermanos, que sus vecinos, que todos esos padres de otros niños que trabajaban en lo que salía, sin protestar, sin quejarse. Si tu madre quisiera escucharme, le dijo por fin, una tarde cualquiera, sería distinto. Podría volver con vosotros, buscar algo despacio, montar quizás algún negocio con ese dinero que tiene ahora. Por cierto, ¿cuánto es, exactamente? ¿Y dónde lo tiene, en casa? ¿No? Ah, en el banco… Vaya, vaya…
—Luego empezó a decirme que quería volver, que lo que le gustaría de verdad sería volver a casa, que estuviéramos los tres juntos, como antes… Hablaba todo el rato del dinero que le había tocado a mi madre cuando vendieron el campo
aquel de su abuelo, y decía que, aunque no lo pareciera, era bastante, que con cuatro millones podríamos montar un negocio, pidiendo un crédito si hacía falta, o buscando un socio, aquí en el pueblo…
¿Qué te gustaría más, una tienda de esas de revelar fotos o un despacho de pollos asados? Te lo digo porque yo creo que esos dos negocios son de los más baratos de montar… Más el de los pollos, desde luego, que sólo hay que pagar la máquina, que hasta se puede alquilar, no hace falta ni comprarla, pero es que en lo de las fotos podríamos ir a medias con mi cuñado, que de eso entiende, ¿sabes?, porque trabajó muchos años en una tienda de ésas, y siempre anda diciendo que, si pudiera, montaría otra… Él le escuchaba embobado, con la misma clase de fe con la que escuchaba los cuentos de hadas que su madre le contaba cuando era un crío, sin creer en los ogros, pero creyendo en ellos, sabiendo que las princesas no existen, pero enfermo de amor por la más blanca, la más rubia, la más delicada de las princesas, sintiéndose príncipe, el pequeño y flaco y débil Arturo mientras intuía su futura corona en las grandiosas promesas de Merlín.
Claro que lo de los pollos asados sería buen negocio en verano, con tantas veraneantas sin ganas de guisar, pero en invierno, no sé yo… Otra cosa que también he pensado es que podríamos montar una tienda pequeña, de las que son de una cadena, una franquicia de ésas. Lo malo es que casi todas las baratas son de ropa, o de chucherías, o perfumerías y eso, que a ti te gustará menos, ¿no? Andrés asentía con la cabeza, olvidado ya de que las princesas, y los príncipes, y los ogros no existen. Ya lo había pensado yo, y es importante que a ti te guste, porque lo lógico es que si tus padres tienen una tienda, la heredes tú cuando seas mayor, por supuesto… Así pasaron mucho tiempo juntos, el padre hablando, el hijo escuchando, contemplando en el aire el castillo magnífico de su futuro, abriendo todas las puertas y las ventanas, escudriñando todos los huecos y los rincones, asomándose a cada balcón para ver un mundo distinto, una casa, una familia, una precisa representación de la armonía. Yo soy tu padre, y tú eres mi hijo, ¿no?
Los dos nos llamamos igual, el mismo nombre y el mismo apellido, y eso no va a cambiar nunca, nada puede cambiar eso… Cuando aquella imagen empezó a adquirir color y volumen, las sombras y los contornos de una escena tan auténtica como si pudiera verla a través de una ventana, romper el cristal y quedarse dentro y vivir en ella para siempre, su padre le pidió que le ayudara. Podrías echarme una mano, hablar con mamá, contarle nuestros planes… Sin ella, no hay nada que hacer, ya lo sabes.
—Yo… Hasta intenté convencer a mi madre, no sé si lo sabes –Juan negó con la cabeza, Andrés continuó, a pesar de que sus mejillas se estaban poniendo coloradas–. Parecía todo tan bonito, tan… tan real, que volviéramos a estar los tres juntos, que ellos tuvieran una tienda, que viviéramos felices, como en los cuentos…
Primero le pregunté que por qué no ponía un negocio con el dinero de la herencia, en vez de comprarse un piso, y ella me preguntó que si me había vuelto
loco, que adónde creía yo que iba a ir ella con cuatro millones. Entonces le dije que había gente que pensaba lo contrario, y me dijo que sí, pero que sería gente que sabe, o que tiene dinero de sobra para arriesgar una parte, pero que ella nunca había trabajado en nada que no fuera limpiar casas y que tampoco iba a tener en su vida más dinero que ése, y que era una locura arriesgarlo todo, así como así. ¿Y si monto algo y luego no va bien?, me preguntó, y yo… Bueno, yo le conté que había visto a mi padre, que él tenía muchas ideas, que me había dicho que estaba arrepentido y eso… Se fue derecha al teléfono y se puso como una fiera.
Él no la vio, pero la escuchó chillar desde la cocina. ¿Es que no tienes bastante con lo que me has hecho a mí, cabrón, hijo de puta? ¿Es que encima tienes que llenarle a tu hijo la cabeza de pájaros? Por supuesto que no voy a quedar contigo, no me interesa lo que tengas que decirme, y no me creo ni una palabra, ¿me oyes?, ni una palabra. No quiero volver a verte en mi vida, y no quiero que vuelvas a ver a Andrés. ¡Vete a la mierda! Esto es todo lo que tengo que decirte, y lo último que te voy a decir hasta el día que te mueras. Entonces colgó el teléfono y empezó a buscarle por la casa, hasta que le encontró detrás de la nevera. Vamos a ver, le dijo, furiosa todavía pero con lágrimas en los ojos, ¿tú estás tonto o qué?
¿Es que se te ha olvidado quién es tu padre? ¿No te acuerdas ya de que nunca se ha ocupado de ti, de que nunca nos ha dado ni un duro, de que ni siquiera te llama el día de tu cumpleaños? No te entiendo, Andrés, no puedo entenderlo, hijo.
Parece mentira que te creas tantos embustes. ¿No te das cuenta de que lo único que le importa es el dinero, que está buscando la manera de quitármelo, de quitártelo a ti, de quedarse con todo? Pero él aguantó el chaparrón sin mover un músculo, porque estaba preparado para escuchar cada palabra que su madre le escupía, cada lágrima que resbalaba ante sus ojos. Su padre se había anticipado a aquella escena, lo había previsto todo, le había dado el veneno y el antídoto. Ella de entrada no querrá escucharte, claro, le había dicho, porque está encoñada con el tío ese, el médico… Porque están liados, ¿a que sí? Ya lo sabía yo. Y la tonta de ella, que eso es lo que es, tonta, se estará haciendo ilusiones. ¡Como si fuera a casarse con ella!
Qué mujer más idiota, si está loca perdida, si lo dice hasta su madre, que es la persona que más la quiere en el mundo, porque, a ver, quién va a quererla más que tu abuela, pues nadie. Y él se aprovechará, como es lógico. Tonteará con ella hasta que se aburra, y luego, pues… si te he visto, no me acuerdo. Ahora, que ese tío es un cerdo, eso seguro, te lo digo yo, porque hay que ver, acostarse con una pobre mujer que está trabajando para ganarse la vida… Hay que ser un cerdo. La pondrá a limpiar el suelo de rodillas, ¿no?
Entonces se calló, le miró y no quiso decirle nada más, y él enrojeció como nunca antes, llegó a sentir el rojo, claro al principio, luminoso, caliente, que se espesó después para hacerse un grumo oscuro, capaz de asfixiarle con su propio espesor. Yo soy tu padre, Andrés, añadió luego, pasándole un brazo por los hombros,
estrechándole contra sí, yo soy tu padre y tú eres mi hijo y eso no va a cambiar nunca. Nunca. No hay nada que pueda cambiar eso. Él ya lo sabía cuando su madre le acorraló en la cocina, cuando le preguntó si se le había olvidado quién era su padre.
—Yo le dije que lo sentía, que no había podido hacer nada, y él me contestó que no me preocupara, que teníamos tiempo, que siguiera hablando con mamá de él, diciéndole que yo quería que volviera, que lo hiciera por mí, y que ella se ablandaría antes o después, que siempre había estado loca por él, que todo el mundo lo sabía… Él creía que todavía seguía mirando pisos, que no había decidido cuál iba a comprar, y yo… –ya no estaba seguro de que la expresión de Juan fuera la misma de antes, porque acababa de empezar a ver borroso–. Yo se lo dije. Se lo conté todo.
Y él se puso nervioso. Muy nervioso. Y su hijo no tuvo más remedio que darse cuenta. Le vio llamar la atención del camarero con un gesto brusco, dejar unas monedas sobre el mostrador para pagar los refrescos que habían tomado, volverse hacia él para darle un golpecito en el hombro, salir a la calle sin esperarle. Cuando Andrés pudo reaccionar, ya le llevaba un trecho enorme de ventaja. No, no pasa nada, no te preocupes, le dijo sin embargo cuando le alcanzó, es que acabo de darme cuenta de que tengo que irme, de que tendría que estar ya en Chipiona, se me había olvidado. Pasado mañana nos vemos, ¿vale? Acompáñame hasta la parada del autobús, anda, que hoy no he traído la bici… Su padre recuperó tan deprisa el tono, la sonrisa, la forma de andar de otras veces, que él se tragó la excusa de sus prisas aunque hubiera dejado tan pronto de correr. Vaya, lo del piso nos complica un poco la vida, ¿no? Porque, claro, cuando mamá firme los papeles, aunque luego pueda venderlo y eso, pues… Es una pena. Estoy por ir a verla, por hablar yo directamente con ella, ¿qué te parece? El cristal de la ventana se había hecho añicos, los objetos perdían color y volumen hasta confundirse en la palidez indefinida de los mundos irreales, el simulacro de una realidad sin sombras ni contornos. Él conocía bien esa clase de mundos, la naturaleza doble de las realidades falsas, la mansa hipocresía de los paisajes, de las personas, de los edificios, llevaba más de un año viviendo allí, disfrutando de las ventajas de la vida de los otros, usurpando una parte de esa vida que nunca sería suya, un bienestar que no le pertenecía, y siendo feliz a ratos, siempre por casualidad, siempre de prestado.
No había comprendido eso hasta que él apareció, hasta que empezó a hablarle de cosas concretas, un laboratorio fotográfico, una máquina de asar pollos, una tienda pequeña, un negocio, un futuro, y objetos, proyectos, ideas reales que estaban al alcance del tamaño de sus manos, del tamaño de su vida, de un destino sin piscinas, sin jardines, sin el acento fino de la capital. Su padre hablaba el lenguaje de su destino, y multiplicaba las ces, y se comía las eses, porque sabía muy bien qué suelo pisaba, de qué tierra, de qué piedras estaba hecho ese suelo, y no como él, que avanzaba sobre la arena, una playa olvidadiza y voluble, casi agua, tan débil que cambia de volumen con el viento cuando está seca, tan débil que se hunde bajo el peso de las pisadas cuando el mar la humedece. Había sido
tan tonto, tan ingenuo como su madre.
Ya no podía creer en Sara, no podía creer en Tamara, le molestaba que le preguntaran, que se interesaran por él, que le dejaran elegir la película que iban a ver o el postre de la comida. ¿Y qué más os dará a vosotras?, pensaba para sí cuando escogía la sala A o decía que le apetecía más un bombón helado que un trozo de tarta, ¿qué es lo que creéis que vais a sacar de mí? Juan Olmedo, tan educado, tan simpático, tan buena persona, ponía a su madre a fregar el suelo de rodillas, su padre lo sabía, se lo había dicho, y todo había cambiado, se había puesto boca abajo de repente, cómo había podido ser tan tonto, cómo había podido creer que la llegada de Sara y de los Olmedo podría cambiar su vida de verdad, cómo se había dejado engatusar por los aires fáciles del cariño y de la complicidad, si él no era igual que ellos, si nunca lo sería, si el día menos pensado se aburrirían de él, lo olvidarían, y Tamara acabaría de novia con cualquiera de los gilipollas de su clase, y Sara encontraría a otro niño del pueblo con el que entretenerse.
¿Cuándo has dicho que va a firmar tu madre la escritura? ¿aY a qué hora sale ella de trabajar? ¿Y por qué puerta sale? Porque esa urbanización tiene varias, ¿no? ¿Y coge por la carretera? No, respondió él, suele coger por el vivero, ya sabes, por detrás de esa venta que lleva años cerrada…
—Él me dijo que era mi padre, y que yo era su hijo, y que eso no podría cambiar nunca, y yo…
Yo le creí. Me dijo que quería esperarla a la salida del trabajo, hablar con ella para convencerla, y yo… Yo soy su hijo, y él es mi padre, los dos nos llamamos igual, el mismo nombre y el mismo apellido, nada puede cambiar eso, nada, eso decía él… Juan Olmedo seguía mirándole igual que antes, pero Andrés ya no le veía, no distinguía siquiera el caudal, el color de sus propias lágrimas, porque estaba atrapado en una mancha roja, intensa, oscura, más espesa que el llanto, más difícil de tragar que la vergüenza, y hablaba sin saber lo que decía, encadenado a la repetición de esa idea sola, la verdad traidora que lo había aniquilado por completo y ni siquiera después había dejado de ser verdad–. Es todo culpa mía, ha sido todo culpa mía, pero él es mi padre, y yo soy su hijo, y él lo decía, y decía que eso nunca podría cambiar…
—Pero no es verdad, Andrés –Juan habló por primera vez en mucho tiempo y el sonido de su voz, que parecía llegar de un lugar distinto, le arrancó de la lógica de la repetición, le hizo dudar de las palabras que pronunciaba, consiguió que se tambaleara por dentro–. Tú no eres el culpable, no puedes serlo. Tienes doce años y te han engañado, nada más. Te has dejado engañar por un extraño, y eso es muy normal a tu edad. Los nombres y los apellidos son sólo una casualidad. El único padre que has tenido tú es tu madre. —Eso no vale.
—Claro que vale –el tono de su voz, pausado, suave, no había cambiado–. Eso es lo único que cuenta.
Él ya no pudo contestar. Se derrumbó sobre la mesa, se agarró la cabeza con las manos y se echó a llorar. Hacía mucho tiempo que no lloraba así, para cansarse,
para vaciarse, para hartarse de llanto, ni siquiera aquella tarde de septiembre, cuando estaba pendiente del reloj, diciéndose que debería irse ya si no quería llegar tarde a la cita con su padre, y vio llegar a Jesús a la piscina con la cara blanca como un papel, y le oyó decir que su madre se había puesto muy mala de repente y que Juan la había llevado al hospital.
No pudo resistir verla en aquella cama, desnuda y tan pálida, con todos aquellos tubos, aquellas máquinas que le hacían parecer más pequeña, más sola aún, y su sonrisa intacta mientras le abría los brazos, pero ni siquiera entonces lloró todas sus lágrimas. El llanto de la culpa, de la traición, se le había quedado dentro, y le acompañó durante muchas tardes, cuando se marchaba de casa de Sara para irse en la bicicleta a buscarle, y durante todas las noches, y aquella mañana en la que se enteró de que ya lo habían encontrado, de que lo habían detenido, de que estaba en la cárcel, y tiró la bici en un contenedor. No habría sabido qué decirle si hubiera logrado dar con él, mirarle a los ojos, escuchar su voz. No supo qué decir cuando volvió a ver a su abuela, más delgada, más encorvada que antes y con la cara sin pintar, mientras ella le abrazaba en plena calle. No sabía qué decir, no sabía qué pensar, qué hacer, adónde ir durante todas las horas de esas mañanas y esas tardes que perdía vagando por el pueblo, mientras esperaba a que sus pies reaccionaran por él, y que el dolor del día anterior, y del anterior a aquél, y del otro, resucitara poco a poco, imponiéndose a las agujetas para acumularse con el que iba naciendo en cada paso, hasta agarrotar sus talones, sus dedos, sus plantas, y convertirse en la única compañía que estaba dispuesto a tolerar. De vez en cuando, le pegaba un rodillazo a un banco, un puñetazo a una papelera, y entonces le dolían también las manos, las rodillas, y eso estaba bien, él sentía que estaba bien, y seguía andando. Quería estar solo, necesitaba estar solo, ser distinto del que era antes, y sólo ante ella fingía los gestos y los ritos de una normalidad lejanísima, que podía recordar pero que ya no reconocía, como si fuera un vestigio de la vida de otro, días vividos en sueños, en otra época o en otro mundo. Ella también fingía, se comportaba como si no se diera cuenta, le veía comer sin ganas, sentarse delante del televisor y mirar al techo, sonreír a destiempo y siempre de más, disimulando el rígido crujido que retumbaba dentro de su cabeza cuando obligaba a sus labios a curvarse, y nunca preguntaba, no le decía nada. Septiembre había sido el mes más largo de su vida y el más corto también. Octubre estaba a punto de terminar y se le había hecho eterno, y no había durado más de tres o cuatro días, sin embargo. El tiempo se estiraba y se comprimía a su alrededor, como si cada segundo fuera un mosquito suicida, dispuesto a inmolarse con la garantía del incontable número de sus semejantes. Él sentía los picotazos, los mordiscos del tiempo, señales de permanencia de la parálisis que había nacido de su propia y voluntaria inmovilidad, pero ni siquiera eso le animaba a moverse. Si hubiera tenido cuatro, cinco años más, se habría marchado lo más lejos posible y para siempre. Como no podía hacerlo, se había dejado llevar por una lógica perversa que establecía todo lo contrario, y no había dado un paso en ninguna dirección. Hasta que Juan Olmedo llamó al timbre de su casa, aquella tarde, y le llevó en coche hasta la playa más alejada del centro del
pueblo, y le invitó a una coca–cola, sólo para darle una oportunidad de hablar, sin saber si al final se alegraría o se arrepentiría de haberlo hecho. Cuando se hartó de llorar, no lo había descubierto aún. Tenía los ojos hinchados, las mejillas embotadas, una desagradable sensación de pesadez en la garganta, y los labios inflamados, la lengua líquida, gruesa. Era casi de noche, y la luz artificial, débil, amarillenta, misteriosamente consciente del ruido del océano, parecía sumergirles en un pequeño mar interior, una pecera llena de agua estancada a punto de navegar a la deriva, de ceder a la avidez codiciosa de las olas que se vengaban con un estrépito infernal del destino que las condenaba a nacer para destruirse.
—Él es mi padre –insistió por última vez con una voz diferente, mansa, adormecida–, y yo soy su hijo, y eso está claro, es verdad… Es verdad, digas tú lo que digas. Y sin embargo, nosotros…
Tú, Sara, yo, mi madre… Yo no sé lo que somos –hizo una pausa, le miró, comprobó que él seguía mirándole–. Eso es lo que pasa, que no sé lo que somos. —No importa lo que seamos, Andrés –Juan hablaba con tanta seguridad como si llevara toda su vida preparando aquella respuesta–. Lo que importa es cómo estemos.
Y estamos bien. Y vamos a seguir estando bien. Eso es lo único que importa. Ninguno de los dos quiso hablar en el viaje de vuelta. Cuando el coche se detuvo en la puerta de su casa, Andrés bajó sin despedirse, y luego se dio cuenta, y antes de cerrar la puerta le dijo adiós, y le dio las gracias. Estaba muy cansado, muerto de cansancio, se sentía incapaz de mover las piernas, de mover las manos, de volver a hablar. Sin embargo, su llave entró en la cerradura sin quejarse y obedeció a sus dedos dócilmente, y dentro hacía calor, y olía a comida, y su madre le saludó desde la cocina con la voz distraída, cantarina, que brotaba sola de su garganta siempre que estaba ocupada. Andrés fue hacia ella, la encontró haciendo pisto, la abrazó, apretó la cabeza contra su delantal, y se lo contó todo.
Cuando el oso Perico murió destripado a manos de su mejor amigo, eran las cuatro y media de la mañana. Tras consumar el crimen, Alfonso Olmedo tiró al suelo su piel desmochada y sucia, arrugada como un trapo, y salió corriendo. Su hermano Juan estaba demasiado asustado, demasiado aturdido, demasiado borracho como para pensar en orden y en la dirección correcta. Sus reflejos, menos embotados por el alcohol que por la memoria, no atinaban a coordinarse, y por eso permaneció inmóvil durante un buen rato junto al cadáver de Damián, sin acabar de decidir a cuál de los impulsos que competían dentro de sí debería dar prioridad. Siempre había estado preocupado por Alfonso. No recordaba ni un solo momento de su vida en el que su preocupación por él hubiera llegado a desaparecer del todo bajo el peso de reclamaciones más urgentes, y sin embargo, como suele ocurrirle a los padres con sus hijos pequeños, ese celo constante había adquirido ya, muchos años antes, el
despreocupado rango de una costumbre, una necesidad a la que, de puro asumida, no se le presta atención. Por eso los niños se ahogan en las piscinas mientras sus familias toman el sol, por eso se pierden en los centros comerciales sin que sus madres hayan sido conscientes de haberlos soltado de la mano ni un momento, por eso se hacen adictos al alcohol o a la heroína mientras sus padres presumen de sus notas con sus compañeros de trabajo. Además, el teléfono estaba más cerca.
Juan Olmedo marcó el 091 y cortó la comunicación antes de que la policía descolgara al otro lado.
Sus manos, sus brazos, sus piernas empezaron a temblar solas, con más violencia que antes, mientras su cuerpo rompía a sudar y desde algún remoto lugar de su cabeza empezaba a abrirse paso una conciencia absoluta de su situación. Él no había empujado a su hermano. Damián se había caído solo por la escalera, y su cráneo había hecho clac al rebotar contra el penúltimo escalón. Él no había empujado a su hermano, pero nadie más lo sabía, y estaban los dos solos, tan tarde, tan borrachos. Lo pensó otra vez, más despacio, como si otro hubiera vivido aquella escena por él y ahora quisiera contársela, informarle, convencerle. Si no hubiera intervenido, si no se hubiera acercado a su cuerpo, si no lo hubiera tocado siquiera, Damián habría muerto igual y él, de todas formas, estaría pidiendo una ambulancia para que un médico distinto certificara la muerte, para que alguien se hiciera cargo del cadáver, para quedarse absolutamente tranquilo respecto a la imposibilidad de corregir las consecuencias del accidente. Accidente. Respiró hondo un par de veces, volvió a descolgar el teléfono y, en lugar del número de Urgencias de la Seguridad Social, marcó directamente el del hospital donde trabajaba. Prefería moverse en un terreno conocido, sentirse arropado, comprendido, consolado por sus compañeros. Ése fue el primer indicio de que iba a ser capaz de reaccionar, y lo celebró en silencio durante un instante. Sentía una sed atroz, un ansia insuperable de beber, de recuperar el control de sus manos, de sus piernas, de concentrar todas las fibras de su cerebro en una sola, sobria y sensata. Sabía que una copa más mitigaría durante algún tiempo los efectos de todas las que había tomado antes, y la vació deprisa, de pie, sin perder el tiempo buscando un vaso limpio o sacando hielo de la nevera. Sólo después fue a buscar a Alfonso.
No podía recordar ni un solo momento de su vida en el que la preocupación por su hermano menor hubiera cedido por completo a reclamaciones más urgentes. Más tarde, ni siquiera podría recordar que se hubiera despreocupado de Alfonso en aquel preciso instante. Pero los niños se ahogan en las piscinas mientras sus familias toman el sol a su lado, y mientras esquivaba con cuidado el cadáver de Damián, sin poder evitar que sus zapatos se mancharan de sangre para estampar la escalera con dos hileras de huellas alternas, oscuras, Juan Olmedo se dio cuenta de que también tendría que explicar lo del serrín. Alfonso lo había pasado muy mal después de la muerte de Charo. Había dejado de comer, había dejado de dormir, se había quedado calvo y sin fuerzas, pero eso ahora no significaba nada. Nadie podía saber cómo iba a
reaccionar. Juan llevaba toda la vida mirándole, estudiándole, intentando adivinar lo que pensaba, lo que sentía, lo que deseaba o temía, y nunca había logrado establecer una pauta sistemática de su comportamiento. Los especialistas que le trataban le habían advertido que nunca lo lograría. Las reacciones de Alfonso sólo eran previsibles en procesos rudimentarios, básicos, de estímulo y recompensa, pero cuando se hallaba en una situación que desbordaba los márgenes de ese esquema, cuando se enfrentaba a un acontecimiento nuevo y desconocido para él, del que ignoraba si le depararía un premio o un castigo, se dejaba llevar por los impulsos más aleatorios, y pocas veces eran lógicos. El hospital estaba muy cerca, la ambulancia no podía tardar mucho. Cuando Juan entró en la habitación de su hermano, iba componiendo su versión, la que recitaría en cualquier momento ante el equipo de la ambulancia, la que le convenía memorizar para repetirla después, siempre igual, con los mismos detalles, las mismas palabras, pero a pesar de la frialdad de su cabeza, esa eficacia instintiva y mecánica que no lograría reconocer después como propia, no pudo evitar un instante de compasión profunda, la irrupción del arrepentimiento, al encontrar a Alfonso muy quieto, tumbado boca abajo en la cama, sin atreverse a volver la cabeza para averiguar quién llegaba, pero pegando el cuerpo a la pared al ritmo de sus pasos, encogiéndose poco a poco como si quisiera prepararse para recibir algún golpe.
No pretendía sólo tranquilizarle, consolarle. Antes, mientras vaciaba un vaso usado de un trago y se reprochaba el error inmenso de haber cedido al impulso de machacar el cráneo de Damián contra el escalón cuando ya estaba seguro de que el azar se había encargado del trabajo sucio, había comprendido que el único riesgo real al que se enfrentaba era el asesinato deliberado y simultáneo del oso Perico. Por eso había ido a buscar a Alfonso. Quería hacerle dudar de lo que había visto, enredarle, confundirle, encontrar la forma de convencerle de que él se había limitado a examinar la herida, de que por eso había tomado la cabeza de Damián y la había sostenido entre sus manos antes de posarla sobre el escalón con delicadeza. No era muy complicado. Su hermano era dócil, obediente, se dejaba confundir sin dificultad por las personas a las que respetaba. Aquella noche, sin embargo, cuando por fin se volvió hacia él, cuando le miró y le tendió los brazos, fue Juan quien se echó a llorar, y Alfonso quien le acarició la espalda, quien le besó en la cara, quien le limpió las lágrimas mientras alcanzaba apenas a balbucir que había sido horrible, que Damián se había caído por la escalera, que creía que estaba muerto. Entonces sonó el timbre de la puerta y el primogénito de los Olmedo fue a abrir con el inconfundible aspecto de las víctimas, tan lloroso, tan exhausto, tan inseguro en todas sus palabras, en todas sus acciones, que el médico al que halló tras la puerta, y que le conocía, dudó un instante entre ocuparse de él e ir a auxiliar al herido.
En la conciencia de Juan Olmedo, aquel momento, la aparición de un grupo de extraños, el estrépito del instrumental al desparramarse ordenadamente sobre el suelo, los desalentados cuchicheos que cesaron muy pronto para dar paso a las miradas abrumadas y a las palabras de pésame, se quedó grabado como un hito,
una raya en el tiempo, el final del día. Así lo recordaría siempre. Y recordaría después el día siguiente, un principio que se dilató hasta las primeras horas de la tarde, una resaca espantosa, la tortura de su cabeza apresada en un casco de hierro hecho a la medida de un niño de diez años, el cóctel de analgésicos al que recurrió para zafarse de él, y la ecuanimidad, la objetividad, la capacidad de comprender con exactitud lo que sucedía a su alrededor, lo que había sucedido ya, lo que podría suceder en el futuro, apremiándole como si nunca le hubieran abandonado. Entonces, Dami ya estaba con él. No podía verle, pero le veía, sabía que estaba ahí, a su lado, sentado en el bordillo de la acera, ante el portal de la casa de Villaverde donde vivían antes, vestido con una camiseta de rayas y unos pantalones cortos, el pelo castaño, seco y ondulado, casi rubio bajo el sol que le arrancaba reflejos dorados, y las manos concentradas en cualquier objeto, cualquier artefacto roto o estropeado que hubiera recogido por la calle y estuviera a punto de arreglar cuando levantaba la cabeza para mirarle, para sonreírle con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos. Estaba ahí, con él, dentro de él, pegado a él, pero nunca podría saber de dónde había salido, cuándo se había deslizado por alguna grieta del tiempo imposible para sentarse a su lado, cómo había logrado la fantasmal proeza de aquella sonrisa que se instaló a vivir sin objeciones en el vacío absoluto de su conciencia.
Porque su conciencia había estado vacía, ausente, desconectada del mundo, durante unas horas que nunca podría recordar con precisión. Durante el resto de su vida, cuando pensara en aquella noche, la madrugada blanca y fría de las seis de la mañana se empeñaría en prolongarse sin huecos, sin sobresaltos, sin interrupciones, en la pobre luz de las tres de la tarde del día siguiente, la asfixiante voluntad de la calefacción deshaciéndole en sudor bajo la manta con la que se había tapado, o con la que alguien le había tapado cuando se quedó dormido en uno de los sofás del salón, la impiedad de la jaqueca y la extrañeza de despertarse en un lugar extraño, hasta que Dami se le quedó mirando, le saludó moviendo una mano en el aire, muy despacio, y sonrió para obligarle a recordar. Y sin embargo, nunca lo lograría del todo. Recordaba al médico que le dio el pésame, a un enfermero que le tendía un impreso, se recordaba a sí mismo firmándolo, afirmando con la cabeza mientras alguien le explicaba que en casos como aquél, un accidente doméstico tan evidente, no se juzgaba necesario el trámite de una autopsia.
Recordaba que había seguido bebiendo. Debían de haberse llevado el cadáver de Damián antes de que la casa se despertara, pero eso ya no lo recordaba bien, y sin embargo, era consciente de haber hablado en algún momento con las muchachas, de haberles explicado lo que había ocurrido, de haberles pedido que limpiaran la escalera antes de que la niña se levantara, porque sí podía recordar, aunque en el color pálido, la pálida consistencia de las escenas vividas en sueños, la expresión horrorizada de una de ellas, que era dominicana y se abandonó a un llanto pánico, inmediato, compulsivo, ante la simple idea de tocar la sangre con las manos. Él no había limpiado la escalera, pero alguien lo había hecho, seguramente la otra muchacha, que parecía más entera, o alguna de sus
hermanas, porque también recordaba, como en la continuación del mismo sueño, haber visto a sus hermanas, y sólo podía haberlas llamado él, aunque no era consciente de haberlo hecho. Ellas mismas le confirmarían después que efectivamente había sido así, que las había despertado a las dos con pocos minutos de diferencia, al borde de las siete, una hora tan infrecuente en mañanas de domingo que ambas se habían temido lo peor antes de escucharlo de sus labios.
Cuando llegaron a casa de Damián, se lo encontraron dormido en una silla. Paca fue la que le acostó, la que le tapó con una manta, y cerró la puerta del salón, y pidió a las muchachas que le dejaran dormir. ¿Qué ibas a hacer tú, ya?, le dijo, si ya no había nada que hacer… Por lo visto, a ellas también se lo había contado todo, y le habían visto tan mal, tan destrozado, tan incapaz de hablar y de llorar a la vez, que hasta llegaron a temer por él. Vete a descansar, Juanito, por Dios, a ver si te va a dar a ti un patatús, ahora, que era lo que nos faltaba… Paca le acostó en un sofá, le tapó con una manta, y sin embargo, la voz de Tamara le despertó, porque quería verla, darle un beso antes de que se fuera. Aquél fue su primer error. La niña se había sorprendido mucho al encontrarse a sus tías esperándola cuando bajó a desayunar, y preguntó por su padre inmediatamente después de saludarlas.
Trini le dijo que Damián las había llamado por teléfono porque tenía que salir de viaje enseguida, y había pensado que ella se iba a aburrir mucho en casa, todo el domingo sola con Alfonso, y que por eso se les había ocurrido ir a buscarla para llevarla a pasar el día con sus primos. Ella, que cualquier otro día habría estado encantada con aquel plan, lo aceptó con reticencia y demasiadas preguntas. Su padre no solía viajar, todos sus negocios estaban en Madrid, sus tías parecían muy raras aquella mañana, demasiado sonrientes para tener esos ojos de haber llorado, y ella siempre se quedaba con Alfonso y las muchachas en casa cuando su padre no estaba, lo que últimamente sucedía durante días enteros, todos los días, sin que él pareciera preocuparse mucho de que se divirtieran o se aburrieran en su ausencia. Sin embargo, se preparó para irse a jugar con sus primos porque no tenía otra opción. Ya estaba casi en la puerta cuando vio aparecer a Juan, tan pálido, tan desencajado, tan somnoliento como un zombie en una película de terror, y entonces comprendió que la estaban engañando. Aquél fue su primer error, pero no fue consciente de haberlo cometido.
El segundo, en cambio, fue menos consecuencia del azar que de un cálculo torpe, desafortunado.
La única decisión que Juan Olmedo recordaría después haber tomado durante las horas de su ausencia, esa mañana en la que no llegó a dormir del todo ni a estar completamente despierto y en la que actuó por un extraño instinto cuyos resultados sólo lograría descubrir con la ayuda de los demás, tuvo que ver con Alfonso. Cuando sus hermanas se pusieron de acuerdo en que Trini se hiciera cargo de Tamara, Paca se ofreció a llevárselo a su casa, pero Juan le pidió que no lo hiciera, invocando una autoridad que estaba a medio camino entre su condición de hermano mayor y su título universitario. No, él ya sabe lo que ha pasado, les
explicó, se despertó con el ruido y vio a Damián tirado en el suelo. Yo hablé con él y prefiero tenerlo cerca. No sabemos lo que puede pasar cuando se despierte… Eso era verdad, que quería tenerlo cerca, hablar con él antes de que él pudiera hablar con nadie, controlar lo que decía, convencerle de lo que tenía que decir. Estaba seguro de que Alfonso estaba dormido y de que iba a seguir durmiendo mucho tiempo, porque él le había dado una pastilla para dormir, no sabía cuándo, pero sí sabía cuál, y que los somníferos siempre habían ejercido un efecto fulminante sobre su estado nervioso. Calculó que él no llegaría a sumergirse completamente en el sueño, que despertaría antes que su hermano, pero se equivocó.
Alfonso había dormido ya muchas horas cuando Damián se cayó por la escalera, y se levantó hacia la una de la tarde, todavía aterrorizado, pero aún más hambriento.
Un par de horas después, al salir del baño donde se había peinado y lavado la cara, Juan le oyó hablar desde la cocina, reconoció la voz de la persona que hablaba con él, y sus reflejos, disminuidos por el cansancio, embotados por la resaca, aún acertaron a desatar en su interior un escalofrío imprevisto y helado. Alfonso estaba sentado a la mesa, jugueteando con una cuchara y el tarrito de cristal del flan que había tomado de postre, y sonrió cuando le vio aparecer. Tenía muy buen aspecto, como si todavía no hubiera comprendido bien lo que había sucedido. Nicanor, en cambio, parecía destrozado. Juan y él nunca se habían llevado bien, pero aquella mañana se saludaron con un abrazo largo y estrecho. —¿Por qué no me llamaste? –el mejor amigo de Damián estaba muy afectado. Tenía los ojos hinchados, las manos temblorosas, la voz débil, ahogada–. Yo estaba con tu hermano anoche, ¿sabes?, cuando vino aquí. Dijo que quería ducharse y cambiarse de ropa, y le estuve esperando mucho tiempo. No me imaginaba qué podía haberle pasado.
Me he enterado por una muchacha, cuando he llamado, hace un rato… —Lo siento, Nicanor –Juan le contestó con palabras de duelo, sinceras, casi cariñosas–. Lo siento mucho. No se me ocurrió, la verdad. He estado muy aturdido, muy.. atontado por todo esto. Llamé a mis hermanas, y ni siquiera me acuerdo de cuándo lo hice, de lo que les dije… Debería haberte llamado a ti también, tienes razón, pero no se me ocurrió. Lo siento.
Nicanor volvió a abrazarle, como una forma de aceptar sus disculpas, antes de regresar a la silla donde estaba sentado antes, mientras una muchacha se acercaba a Juan con una cafetera en la mano.
—Yo tenía miedo de que le acabara pasando algo así –el policía aceptó otro café y no quiso ponerle azúcar–. Mucho miedo. Se lo dije un montón de veces, que se iba a matar, que cualquier noche de éstas se estrellaría con el coche o se metería en un lío del que saldría malherido. Se estaba pasando mucho, ¿sabes?, mucho, de todo, se pillaba unos pasones tremendos, parecía que lo anduviera buscando. Yo no entendía que aguantara tanto, que siguiera yendo a trabajar, que no se pusiera enfermo. Y al final… No pudo acabar la frase. Durante unos minutos que se hicieron eternos sólo se
escucharon sus sollozos, violentos en el estallido y aún más en la muerte inmediata, prematura, que nacía de su determinación de suprimirlos, de ahogarlos, de no abandonarse a ellos sin condiciones. Juan le miró, y sintió piedad por él. Nadie, excepto quizás Tamara, lloraría nunca a Damián como aquel hombre brusco y severo, que no sabía llorar.
—Yo le quería como a un hermano, más que a un hermano… Le quería más que a nadie, tú lo sabes…
Juan asintió con la cabeza. Lo sabía. Cuando se fueron a vivir a Estrecho, el barrio de Nicanor, Damián y él seguían durmiendo en el mismo cuarto, viviendo al mismo ritmo y compartiendo muchas cosas, pero los dos habían cortado ya, cada uno por un extremo, el hilo invisible que los había mantenido unidos, confundidos casi en una sola persona durante toda su infancia. Entonces, Juan se enamoró de Charo, y Damián se hizo amigo de Nicanor. El niño Martos, como le llamaban en el barrio, era muy popular porque su padre era policía y le gustaba ejercer su oficio fuera de las horas de trabajo, aunque sólo intervenía para pacificar, para poner orden o disolver los alborotos antes de que desembocaran en destrozos, en peleas. Tenía fama de buena persona, sin embargo, porque nunca se extralimitaba, nunca había agredido a nadie ni siquiera cuando optaba por detener a alguno por su cuenta y llevárselo esposado a la comisaría donde, casi siempre, el que acababa recibiendo una bronca era él, y por pasarse de listo. Nica, que era su único hijo, presumía mucho de su padre, de su uniforme, de su pistola, de la condición de intocable que le garantizaban, pero al conocer a Damián, que no sólo era mucho más fanfarrón, más chulo que él, sino que además estaba más curtido en los avatares del liderazgo, le cedió con naturalidad el primer plano y se convirtió en una sombra fiel, sin más ambiciones que la de andar siempre pegado a su espalda.
Durante todo ese tiempo, más de veinte años, Juan nunca había mantenido con él ninguna clase de relación específica. Salvo cuando se encontraban por la calle, en el mismo barrio donde Nicanor seguía viviendo y trabajando, y al que él iba con frecuencia a ver a su madre o a sus hermanos, jamás habían estado juntos sin que Damián mediara entre ellos, y ni siquiera entonces habían logrado mirarse con simpatía. A Juan no le gustaba Nicanor. No le gustaba su oficio, ni su estilo, ni su manera de andar, de mirar, de intimidar a la gente.
El paso del tiempo y la experiencia laboral habían fortalecido su carácter para acercarle a su amigo en lo peor, pero seguía estando tan lejos de él como siempre en lo mejor. Nicanor, con su propio uniforme, su propia pistola, había llegado a ser igual de fanfarrón, igual de chulo que Damián, pero nunca ingenioso, ni simpático, ni seductor, ni capaz de dejarse llevar por sentimientos imprevistos.
Era un tipo duro de puro seco, insensible y apático, torvo y silencioso. Y tenía celos de Juan, de su condición de hermano mayor, de la intimidad que pudiera llegar a conservar con Damián, del misterioso ascendiente que a veces lograba ejercer sobre él. Nunca se habían llevado bien, y sin embargo, aquel mediodía, en la cocina de la casa de su hermano, mientras le veía recuperar el control de sí
mismo, imponerse lenta, trabajosamente a su propio llanto, Juan Olmedo
comprendió que aquél era el golpe más duro que había recibido en su vida, y
volvió a apiadarse de él.
—¿Cómo fue?
—Yo lo vi, yo lo vi, yo lo vi –los gritos de Alfonso, que hasta entonces había
estado callado, jugueteando siempre con la cucharilla y el tarro de cristal,
estallaron en el aire como los truenos de una tormenta eléctrica en la siesta de un
día de verano–. Damián se cayó, llegó hasta abajo, ¡buuum! Yo lo vi, y Juanito
entonces lo reanimó, ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!
Mientras el puño cerrado de su hermano caía una y otra vez sobre la mesa
siguiendo el ritmo de sus labios, Juan sintió un mar de sudor invernal congelando
su espalda.
—Vete a dar una vuelta, Alfonso, anda –él seguía golpeando la mesa como si
quisiera animar a los demás a participar de su juego, pero Nicanor, con la cabeza
baja, la mirada perdida, no le prestaba atención.
—Pero si yo lo vi, yo lo vi…
—¿Por qué no te subes al cuarto de Damián y enciendes la televisión y te tumbas
en la cama para verla un rato?
—Es que se enfada. Se enfada mucho si hago eso. Luego viene y me echa una
bronca… –movía la mano derecha con tanta fuerza que el dedo pulgar producía
un chasquido armónico, casi musical, al chocar contra el corazón.
—Hoy no se va a enfadar, Alfonso –Juan le miró, y comprobó con el rabillo del ojo
que Nicanor también le miraba–. Hoy no.
—¿Y dónde está? –Alfonso miró primero a su hermano, luego al policía, y repitió
el orden de las miradas un par de veces–. ¿Dónde está Damián?
Ninguno de los dos quiso contestar a esa pregunta. Al rato, Alfonso se levantó, le
preguntó a Juan si estaba seguro de que Damián no se iba a enfadar, y se
marchó por fin. Entonces, Nicanor se estiró en la silla y Juan se lo contó todo, casi
todo, en el orden exacto en el que había sucedido, sin omitir el detalle de su
propia borrachera, del berrinche de Tamara, del enfado por el que él mismo se
había dejado llevar al ver que la fiesta se acababa sin que Damián hubiera
aparecido, de su propia preocupación por él, porque tampoco había llamado y
nadie sabía dónde estaba. Le contó que lo vio muy mal, que no era capaz de
andar derecho, que parecía furioso consigo mismo, que se enfureció también con
él cuando le dijo que no podía seguir así, que tenía que cuidarse, remontar como
fuera aquella crisis que se estaba haciendo crónica.
Que le respondió que no tenía por qué aguantar sermones de nadie.
Que entró en su cuarto para ducharse y cambiarse de ropa. Que se metió otra
raya en el descansillo antes de marcharse. Que empezó a bajar por la escalera y
que él pensaba marcharse detrás de él. Que llegó a salvar el primer escalón y
luego, de pronto, se dio la vuelta como si se le hubiera olvidado decirle algo. Que
entonces, el cuerpo aún de perfil, calculó mal y pisó en el vacío.
—Empezó a caer en diagonal, luego cabeza abajo, dio una vuelta y acabó boca
arriba. En algún momento su cabeza chocó con un escalón. Yo examiné la herida.
Se había golpeado en la base del cráneo. Le levanté con cuidado y la sangre
empezó a manar a borbotones.
Llamé a una ambulancia enseguida, por supuesto, pero ya sabía que no había
nada que hacer.
Nicanor no dijo nada. Se quedó muy quieto, con los ojos clavados en el techo, y
cuando estaba a punto de volver a llorar, le preguntó a Juan si podía ayudar en
algo.
—¿Y qué piensas hacer tú ahora?
—No lo sé –y era absolutamente sincero–. De momento, llevarme a Alfonso a mi
casa un par de días.
Tam está en casa de Trini, y supongo que será mejor que siga allí, por lo menos
hasta después del entierro, porque con los otros niños estará más entretenida. Y
luego…
Pues no sé, la verdad, no tengo ni idea.
—Llámame –Nicanor le puso una mano en el brazo, apretó los dedos un
momento–. Para lo que sea.
En aquel momento tendrían que haberse despedido, y la vida de cada uno de
ellos habría seguido su propio camino, divergiendo progresivamente hasta
perderse de vista por completo, como correspondía a su mutua voluntad de
desconocerse. En aquel momento tendría que haber comenzado aquel proceso,
pero Alfonso, que solía ser tan dócil, tan obediente, y que había pagado tantas
veces el precio de una bronca descomunal por el privilegio de tumbarse encima
de la cama de Damián para ver la tele, no estaba en el piso de arriba cuando
Juan acompañó a Nicanor hasta la puerta.
—Yo lo vi…
Arrodillado en el suelo, en la misma postura que había adoptado Juan para
examinar el cuerpo de su hermano, machacaba algo que parecía un trapo
arrugado, desmochado y sucio, contra la superficie del último escalón.
—Yo lo vi, yo lo vi –se reía–.
Damián se cayó por la escalera, ¡bum!, y Juan le cogió por la cabeza y le reanimó,
¡bum!, ¡bum!, ¡bum!
Cuando Nicanor se paró al lado de Alfonso, cuando le quitó aquel trapo de las
manos, y comprobó que eran los restos de un oso de peluche, cuando se lo
devolvió, y se dio media vuelta muy despacio, y le miró a los ojos, la sangre ya
había dejado de circular por las venas escarchadas, agarrotadas y rígidas de Juan
Olmedo.
—¿Por qué hace eso?
—No lo sé.
—Yo lo vi, lo vi… –Alfonso estiró el cadáver de Perico sobre su regazo, lo cogió
por el hocico, lo giró en el aire como si quisiera comprobar la posición de sus
dedos sobre la parte posterior de su cabeza, volvió a estrellarlo contra la madera–. Reanimarle, ¡bum!, reanimarle, ¡bum!, ¡bum!
Juan se desplazó ligeramente hacia la derecha, buscando el apoyo de la escalera
con un movimiento que pretendía parecer casual, cuando sintió que su cuerpo se
desequilibraba por dentro.
—¿Por qué dice eso?
—Tampoco lo sé.
Estaba seguro de que el color le había abandonado, de que tenía la cara blanca,
palidísima, podía sentirlo, percibir la textura sutil y quebradiza de una capa de
cera sobre su piel, y sin embargo aún controlaba su voz, la sentía fluir con
naturalidad, un acento firme, estable, que no estaba seguro de ser capaz de
conservar durante mucho tiempo. Por eso prefirió callarse, renunciar a dar
explicaciones, a buscarlas en voz alta, como si de verdad estuviera sorprendido y
a la vez dispuesto a derrochar indulgencia sobre aquella extravagancia de su
pobre hermano, una máquina de pensar tan defectuosa, un testimonio que no
aceptaría ningún tribunal. Pero Nicanor le miraba ahora de otra manera, y Alfonso
se dio cuenta.
—¿Dónde está Damián? –No le contestaron, y él empezó a enfadarse, a lloriquear,
a agarrarse con las manos del pelo que conservaba–.
¿Dónde está, Juanito? ¿Dónde está, dónde está?
Cuando comprendió que ninguno de los dos se lo iba a decir, soltó lo que
quedaba de Perico y se colgó del cuello de su hermano.
—Supongo que habrá autopsia.
—No. El médico que ha certificado la muerte no la ha considerado necesaria –Juan contestó a Nicanor sin mirarle, agradeciendo íntimamente a Alfonso la
distracción que le brindaba su desamparo, mientras él lloraba entre sus brazos,
con la cabeza apoyada en uno de sus hombros.
—¿Y eso?
—Es lo normal. Si un cadáver no presenta indicios de muerte violenta, se le
ahorra ese gasto a los contribuyentes.
—Ya. ¿Y de dónde era ese médico?
—De Puerta de Hierro.
—¡Vaya! –Nicanor levantó una ceja–. De tu hospital, ¿no?
—Sí –Juan le contestó sin alterarse, como si la dureza del tono del policía hubiera
disipado su miedo, sembrando en su propia voz una dureza semejante–. También
es el que está más cerca. La ambulancia vino de allí.
—Bueno, pues sí que va a haber autopsia –Nicanor se alejó un par de pasos de él
para mirarlo de frente–. Va a haber autopsia porque yo la voy a pedir. Ya nos
veremos después de los resultados.
La puerta se cerró a sus espaldas y Juan no se movió, no hizo nada. Apoyado en
la escalera, manteniendo a Alfonso sujeto con un brazo, siguió besándolo,
acariciándolo, apretándolo contra sí hasta que se calmó. Ya no tenía sentido
intentar hablar con él, llevarle la contraria, animarle a dudar, confundirle. Nicanor
ya conocía su versión. Si Alfonso iba contando por ahí que su hermano mayor
quería arrebatársela, desmentirle, obligarle a mentir, todo sería aún peor, por más
que ningún juez fuera nunca a aceptar su testimonio. Si iba a hablar, y él no
podía evitar que en algún momento hablara, mejor que dijera que Juanito le había
consolado, que le había abrazado y mimado, que había cuidado de él como
siempre, como si no tuviera ningún motivo para hacer lo contrario. Mientras su organismo recuperaba poco a poco las pautas de su funcionamiento normal, y la sangre volvía a ponerse en movimiento, Juan Olmedo intentó pensar deprisa, y lo consiguió antes de lo que esperaba. Habría una autopsia, por supuesto que iba a haber una autopsia, pero él ya sabía qué resultados iba a arrojar. Él no había empujado a su hermano. El organismo de Damián contenía una cantidad de sustancias tóxicas que bastaría para justificar la pérdida espontánea de equilibrio de un hombre mucho más corpulento que él. O hasta de dos. Por eso se había caído por la escalera, se había caído él solo, y su cadáver conservaría la memoria del accidente, hematomas de diversa importancia y cortes en la piel que permitirían al forense reconstruir con exactitud la trayectoria, la aceleración, las fases de la caída, hasta el instante en que su cráneo reventó contra el canto de un escalón. Es difícil sobrevivir a un golpe así. Él, como cualquier buen traumatólogo con experiencia clínica, sabía que es imposible calcular el grado de violencia que puede llegar a romper un hueso cuando el cuerpo de un hombre adulto, robusto, pesado, cae rodando por una escalera larga, recta, sin rellanos, desarrollando en la caída una potencia que depende de factores que no se pueden reconstruir con precisión. Había estudiado mucho, mucho, se había pasado la vida estudiando. Por eso estaba seguro de haber controlado minuciosamente la fuerza de su mano derecha en el instante en el que asestó un golpe suficiente, el golpe justo para terminar de romper un hueso que ya estaba roto, sin producir las fracturas secundarias, el astillamiento, el destrozo que permitiría a un forense descubrir en el cráneo de Damián la violencia incontrolada y excesiva de una agresión intencionada.
El informe de la autopsia reflejó todos estos cálculos con tanta exactitud como si los hubiera ido dictando él mismo mientras metía un par de mudas de Alfonso en una bolsa, y conducía hasta su casa, y le instalaba en el dormitorio del pasillo sabiendo ya que los dos acabarían durmiendo juntos y en su propia cama. El dictamen fue rotundo, tajante, concluyente. Muerte accidental, sin la menor sorpresa, ningún detalle discordante, ningún indicio misterioso, ningún margen de duda. Mientras lo leía, el doctor Olmedo comprobó que la redacción era casi idéntica a la de los ejemplos que había estudiado en los libros de texto. No conocía al forense que lo firmaba, pero le sonaba el nombre de su jefa, otra forense que parecía haber realizado una segunda autopsia cuyos resultados encontró grapados a los de la primera en el sobre que recibió por correo. El informe del segundo examen constaba sólo de dos puntos, y un párrafo introductorio en el que su autora se adhería sin matices a todas las conclusiones que su colega había establecido previamente, haciendo un énfasis expreso en las tasas de alcohol y de otras sustancias susceptibles de alterar el normal funcionamiento del sistema nervioso que habían podido establecerse en la sangre de la víctima. Además, en el primer punto descartaba de forma tajante la posibilidad de que alguien hubiera empujado a Damián por la escalera, especificando que, en ese caso, y dependiendo del impulso inicial, la caída habría sido diferente y habría marcado el cuerpo de una manera distinta. El segundo
punto negaba también, y con semejante vehemencia, que la fractura del cráneo pudiera haberse debido a la intervención de otra persona, por la ausencia de los efectos característicos que habría producido un golpe deliberado en la estructura del hueso, confirmando la naturaleza accidental de la muerte. El doctor Olmedo pudría haberse acercado en cualquier momento a los responsables de las autopsias –colegas suyos al fin y al cabo, aunque trabajaran en una institución muy distinta– para saludarles, comentar el caso y preguntar quién había pedido el segundo examen, pero no lo hizo. El día del entierro, Nicanor besó en las mejillas a Paca, a Trini, y sacó a Alfonso, tan aturdido, tan asustado que se escondía de la gente usando a su hermano como escudo, de detrás del cuerpo de Juan, para abrazarle. A él ni siquiera le saludó, pero nadie se dio cuenta. Aquel día, por la tarde, Tamara volvió a su casa, y Juan se instaló a vivir allí, con ella y con Alfonso, mientras decidía de qué forma iba a organizar su vida en el futuro. En aquel momento, ni siquiera se le había pasado por la imaginación la idea de marcharse de Madrid, pero ya sabía que quería vivir con Tamara, siempre había querido vivir con ella, y que a Alfonso ya no le quedaba nadie más.
Sus dos hermanas estaban demasiado ocupadas con su trabajo y sus hijos como para hacerse cargo de él, del complejo catálogo de necesidades y obligaciones que representaba. Por eso rechazó la oferta de Trini, que estaba obsesionada con la casa de la colonia y dispuesta a cargar con cualquier responsabilidad a cambio de instalarse allí, y convenció a Paca de que aquella solución, de momento, era la mejor, aunque no iba a ser definitiva. Él no quería vivir en la casa de Damián. Si la suya hubiera sido un poco más grande, si hubiera tenido sólo un dormitorio más, se habría llevado a Alfonso y a Tamara con él, y habría cerrado la casa de su hermano para siempre. Cuando abrió su maleta sobre la cama del cuarto de invitados, ya había previsto vender su piso para comprar otro mayor, en Estrecho o cerca de allí, para que Alfonso y Tamara pudieran seguir yendo a sus respectivos colegios. Sin embargo, hasta que la idea de huir, de marcharse de Madrid para siempre, se convirtió en una necesidad inaplazable, no tuvo tiempo para pensar siquiera en poner anuncios.
Si hubiera tenido que hacer una lista con todos los asuntos que le preocupaban, no habría sabido por dónde empezar. Seguramente por Tamara, que se había hundido en un abismo interior, un pozo profundo, privado y portátil, que llevaba consigo adonde quiera que fuera, y del que no salía jamás, ni siquiera cuando fingía hacerlo, dar la impresión de que estaba contenta, de que se divertía. Juan hacía todo lo posible por divertirla, empleaba cada momento de su tiempo libre en hacer algo con ella, la llevaba al cine, al teatro, al Parque de Atracciones, a comer y a cenar en sus restaurantes favoritos, y Tamara aplaudía, se montaba en las montañas rusas, se tomaba su tiempo para escoger el postre y le daba las gracias al final, como una niña bien educada, sin desprenderse jamás de su nueva piel, la sonrisa plastificada y vacía que apenas matizaba la tristeza tenaz de sus ojos oscuros, que parecían ahora más oscuros aun, más negros, más grandes que antes, indiferentes a todo lo que no fuera esa luz fría y triste que brillaba siempre,
como una llama enferma, debilísima, al borde de sus párpados. El mundo no era un lugar mejor sin Damián.
Entonces aparecía él, un niño de la misma edad, del mismo tamaño, que traía a cambio el resplandor de un sol feroz, amarillento, antiguo, fotografiado con la descarnada violencia que iluminaba los barrios humildes, cal y calles de tierra, en el año setenta, un resplandor impío que le hacía fruncir las cejas cuando levantaba la cabeza para mirarle, para saludarle moviendo una mano en el aire muy despacio, como si pretendiera escribir en el cielo, con la estela de esa mano, una pregunta tan descarada, tan inocente a la vez como las que hacen los niños de diez años, ¿cómo quieres que sonría, que te bese, que te quiera, si has matado a su padre? El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Él no había empujado a su hermano. Damián se había caído solo por la escalera, había caído rodando, primero en diagonal, luego boca abajo, girando sobre sí mismo y al final boca arriba, y por eso se había roto el cráneo contra un escalón, el hueso había hecho clac, él lo había oído, conocía muy bien el sonido que hacen los huesos al romperse, tanto estudiar había servido para algo, la base del cráneo estaba inflamada, surcada por finos regueros de sangre, indicios suficientes de una hemorragia interna, él había estudiado mucho, se había pasado la vida estudiando, y era muy inteligente, el más inteligente de su casa, el más inteligente de los tres, por eso había medido la fuerza de su mano derecha al asestar el golpe, y lo había hecho tan bien, tan meticulosamente, que ninguno de los dos forenses consideró siquiera la posibilidad teórica de la sospecha, se había limitado a romper del todo un hueso que ya estaba roto, que se había roto solo, que había decidido la muerte de su hermano al romperse. El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Dami iba con él a todas partes, le miraba con el desamparo de los ojos de Alfonso, con la indiferencia de los ojos de Tamara, con el asco y el miedo y la derrota y la repugnancia de sus propios ojos que rehuían los espejos, y con los que no necesitaban espejos para mirarle, los ojos de Charo, tan negros, tan grandes como los de su hija, pero más vivos, más traviesos, más malignos, Charo riéndose, Charo mintiéndole, Charo llamándole con lágrimas en los ojos, una mujer y muchas mujeres, demasiadas mujeres a la vez, demasiadas versiones, palabras que sobrevivían a su propia muerte, que no abandonaban las habitaciones recién ventiladas, que no se disolvían en el tiempo, ni en el espacio, ni en la memoria. El mundo no era un lugar mejor sin Damián. Él no había matado a su hermano. No lo había empujado por la escalera, no había provocado su caída, no le había roto el cráneo cuando todavía estaba entero. Nunca lo habría hecho. Creía que nunca lo habría hecho. Se había dejado llevar por un impulso absurdo, estúpido, casi infantil, cuando Damián ya estaba muerto. Tenía que estar muerto, pero él no había querido comprobar si vivía aún. Habría sido muy fácil, tan fácil como alargar una mano hacia su muñeca, pero no lo había hecho. Nunca sabría si aún estaba vivo cuando estrelló su cabeza contra el escalón. Lo único que sabía es que es difícil sobrevivir a un golpe así. Y que, si de verdad le hubiera matado, tampoco habría servido para nada. El mundo no era un lugar mejor sin Damián.
Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como el día en que se decidió por fin a bajar al primer sótano y seguir la dirección que indicaba la raya morada pintada en el suelo. Ni siquiera cuando empezó a tener miedo de convertirse en lo que jamás habría querido llegar a ser, ni siquiera cuando comprendió que ya lo había logrado sin querer. Nunca. Y sin embargo siguió la raya morada más allá de la esquina donde se desvió de la roja, de la azul, de la amarilla. La siguió hasta el final, mientras se repetía por enésima vez que no tenía otra opción, otro recurso para arañar una esquina de la verdad, y sabía que era apenas un fleco, un hilo, una pequeña partícula del esmalte que revestía la superficie de una verdad múltiple y compleja, enloquecedoramente ambigua, y estratificada en tantas capas como una mina donde el oro reluciera al nivel del suelo sólo para hacerse cada vez más raro, más engañoso y esquivo, a medida que la dinamita fuera horadándola en profundidad.
Pero se estaba volviendo loco, sentía que se estaba volviendo loco, como si ya no pudiera mantenerse unido, entero, por mucho tiempo, mientras la culpa y el miedo tiraban de sus brazos con fuerza pareja, sin cansarse jamás, como no se cansaban las dudas, los celos que separaban sus piernas como si le presintieran al límite del descuartizamiento. Podía aceptarlo todo, cargar con todo, pero no en ese desorden caótico y siniestro, la herencia de su hermano en un mundo que no era mejor sin él. Necesitaba un orden, un principio, y sólo podía recurrir a la raya morada para lograrlo, para encontrar una razón que le permitiera seguir defendiendo ante sí mismo su propia versión de su vida o para sentirse definitivamente un idiota. Tenía que ser así, no podía ser nada más que eso, un asunto privado, un secreto más entre Charo y él, una conversación muda, póstuma, cuyas consecuencias no podían cambiar, y no cambiarían, las reglas de su vida. Nunca se había despreciado tanto a sí mismo como cuando abrió aquella puerta, y se acercó al mostrador de recepción, y habló con una enfermera, y sin embargo, lo único que le importaba en aquel momento era descubrir si Charo le había dicho la verdad o si le había mentido, porque si le había engañado en aquello, le habría engañado en todo lo demás, pero si había sido sincera aquella vez, quizás lo hubiera sido también en otras ocasiones. Eso era lo único que quería saber. Se lo repitió a sí mismo entonces y sabía que no era necesario, que no hacía falta, pero de todas formas, lo repitió otra vez. Tenía que ser así, no tenía otra opción, otra ambición, otro recurso para seguir amando la memoria de Charo o para aceptar que había desperdiciado su vida entera. Buscaba a una mujer, una conocida de un compañero suyo de Trauma, pero aquel día no había ido a trabajar, y le atendió un hombre mayor que él, con el pelo blanco, gafas, pero ningún aspecto paternal, que de entrada no le pareció muy amable pero al que siempre tendría que agradecer que mantuviera impecablemente la compostura cuando empezó a hablar usando esa frase hecha ante la que casi todos los médicos levantan una ceja y se muerden el labio inferior, para que no se note que no se creen ni media palabra de las que pronuncia el otro médico que tienen delante. Tengo un amigo que. Tengo un amigo que se fue de vacaciones a Filipinas y
sospecha que ha vuelto con sífilis. Tengo un amigo seropositivo que quiere cambiar de tratamiento. Tengo un amigo que tiene una amiga que quiere abortar. Tengo un amigo que quiere hacerse una prueba de paternidad. Él le explicó el procedimiento, los análisis que tenía que pedir, el formulario que tenía que rellenar y que renunció expresamente a rellenar por él, y le apuntó el nombre de la enfermera con la que tendría que quedar para que se lo recogiese todo. Es posible que exista un factor que contamine los resultados, añadió Juan al final, y entonces su interlocutor sí levantó la ceja.
Existen dos candidatos, y los dos son hermanos de padre y madre, así que su material genético puede ser demasiado parecido, y uno de los dos está muerto… Eso da igual, el genetista le interrumpió moviendo la mano en el aire. Hace diez años, sin ir más lejos, no podríamos discriminar la paternidad con exactitud en esas condiciones, pero hemos avanzado mucho. Y el margen de error…, insistió él. Estadísticamente inapreciable, su interlocutor parecía tan seguro de sí mismo que no le quedó más remedio que levantarse y tenderle la mano desde el otro lado de la mesa.
Aquella noche, cuando volvió a la casa de Damián, estuvo todo el tiempo con Tamara. La ayudó a hacer los deberes, la dejó elegir la cena, se sentó a cenar con ella en la cocina, y la cogió en brazos para ver la televisión hasta que se quedó dormida. Después, todavía estuvo un rato mirándola. Estaba seguro de que no era hija suya, pero siempre la había querido, e iba a seguir queriéndola igual que antes. Él era el responsable de su soledad, de su tristeza, de su desconcierto. Había abandonado a su madre, había rematado a su padre, y a los dos los había amado mucho, muchísimo, más que a nadie, antes de perderlos. Ahora, aquella niña que ya no lloraba ni protestaba, que había mudado los caprichos, los berrinches, en una seriedad sombría y taciturna, no tenía más madre, más padre que él. Los resultados de la prueba no podrían afectarla, no la afectarían. Juan Olmedo se lo recordó una vez más mientras se preguntaba cómo sería su vida desde entonces, desde que un papel impreso con el membrete de un hospital, como el que había condenado a Alfonso una vez, hacía tantos años, como el que le había salvado a él, apenas unos meses antes, le confirmara que nunca había sido el protagonista de la historia central de su vida, sino apenas un figurante, un actor secundario y mal pagado en la comedia sin gracia que otros representaban. Al menos, hallaría el consuelo de una paz sucia, mustia, que al instalarse en cada esquina, en cada recodo de sus actos y sus pensamientos de todos los días, se camuflaría de normalidad, desplazando la imagen de Charo, su cara, su cuerpo, sus gestos, su voz, de los dominios que había gobernado con una ferocidad despótica durante más de veinte años. Juan Olmedo acarició a su sobrina, la besó en la cara, y se preguntó cómo sería la vida sin su madre, la historia según su padre, y en la piel de la niña empezó a acariciar la piel del desastre, ese momento en el que lograría liberarse por fin de Charo al precio de conseguir despreciarse a sí mismo más intensamente aún de lo que se había despreciado aquella mañana. Ya le había dicho a Tamara que quería llevarla al hospital para hacerle unos análisis y ver cómo estaba, y al día siguiente, cuando se lo recordó en el
desayuno, ella aceptó con un simple movimiento de cabeza, como si todo le diera igual. La enfermera que hacía funciones de recepcionista, le preguntó a qué dirección quería que enviaran los resultados, y él dijo que no le costaba ningún trabajo acercarse a recogerlos personalmente. Unos días después, cuando tomó el sobre que la misma enfermera le entregaba con un ademán impersonal, casi distraído, estaba tan seguro de saber ya lo que había dentro que ni siquiera se puso nervioso. Pero esta vez, los resultados del informe fueron estrictamente opuestos a los que él había calculado. Su sobrina era hija suya. Tan suya como su cabeza, como sus brazos, como sus piernas, como la culpa que no cambió de color, ni de intensidad, ni de consistencia, al entrar en contacto con un margen de error tan inapreciable que no llegaba ni siquiera al uno por ciento. Nervioso y confundido, atónito e indeciso aún ante las consecuencias de esa revelación de la que ya sabía con certeza que no iba a cambiar su vida, pero de la que ignoraba si llegaría a cambiar algo en su interior, Juan Olmedo siguió cargando con su culpa, igual de negra, igual de intensa, igual de espesa, y Dami siguió sonriéndole, levantando la cabeza para mirarle, frunciendo las cejas para defender sus ojos del resplandor del sol, moviendo la mano muy despacio en el aire y escribiendo en el cielo la misma pregunta, ¿cómo quieres que te sonría, que te bese, que te quiera, si has matado a su padre? Yo soy su padre, respondía Juan entonces, pero esas palabras no disipaban la sonrisa de su hermano, no la alteraban, no llegaron jamás a borrarla.
Yo soy su padre, repetía, y Damián le miraba igual que antes, le sonreía como antes, con sus labios cortados, sus dientes blanquísimos de antes. En contra de todas sus convicciones, de la teoría que había esgrimido como una maza contra los argumentos de su madre el día de su nacimiento, de lo que creía pensar, de lo que pensaba que era verdad, y que era correcto, Juan Olmedo se descubrió mirando a Tamara de otra manera. Siempre la había querido como si fuera su hija. Ahora la quería además porque era su hija.
Pero tampoco pudo detenerse mucho en aquel sentimiento, tan nuevo, tan sorprendente para él, que ni siquiera interfirió en su última y definitiva reconciliación con Charo, que sería ya para siempre en su memoria una chica muy joven y muy triste, con un cuerpo glorioso a punto de romperse en pedazos sobre una acera de la Gran Vía, mientras le pedía en un susurro que se acercara, que la besara, que se jugara la vida por ella. Ésa era la mujer que quería recordar, y ésa era la mujer que recordaría, un misterio blando y tibio, sin revés, sin espinas, sin aristas, sólo calor, y tristeza, y una confusión inmensa, el lugar de los besos y de los insultos, de las heridas y el arrepentimiento. Se quedaba con ella, una vez más, con sus miedos que no entendía, con las palabras que no decía, con las mentiras que se creía, con lo mejor, con su risa, y con sus ojos, y con sus muslos del color de las tartas de yema tostada, con su brillante pasado de princesa de barrio, con su pálido futuro de recuerdo antiguo, y con el amor que había inspirado en él, ese amor sin el que habría sido un hombre distinto del hombre que era, ese amor que había dado forma y nombre a todas las ideas, a todas las personas, a todos los objetos que cabían en su memoria, ese amor que le había
elevado y le había arrastrado en los momentos más altos, en los más bajos de su
vida.
Habría hecho cualquier cosa por ella, y había hecho cualquier cosa por ella. Había
tocado el cielo, y la locura. Ahora, en la tierra llana que le esperaba, Charo ya no
podría cambiar. Sería para siempre la misma, y la mejor.
Entonces, cuando todo estaba claro, cuando todas las preguntas parecían haber
encontrado una respuesta, cuando la repetición sistemática de los mismos
decorados, las mismas acciones, empezaban a configurar un escenario
consistente para el resto de su vida, el camino de Juan Olmedo se accidentó de
repente. Una tarde de marzo, lluviosa y fría, la muchacha que estaba encargada
de ir a recoger a Alfonso a la parada del autobús le dijo que no había aparecido.
La monitora le había dicho que un amigo de la familia había ido a buscarle y que
lo traería a casa en coche.
Juan apenas tuvo tiempo de pensar.
Cinco minutos después sonó el timbre, y Alfonso entró en casa chorreando, con
una gigantesca napolitana rellena de chocolate a medio comer en la mano
derecha.
—Me ha traído Nicanor –le dijo–. Me ha comprado un bollo.
—¿Sí? –Juan empezó a secarle la cabeza con una toalla–. ¿Y eso?
—Pues eso –su hermano le miraba como si no hubiera entendido la pregunta.
—Ya, pero lo que quiero saber es cómo se le ha ocurrido ir a buscarte. –Alfonso
se quedó quieto, pensando–. ¿Por qué quería verte?
—¡Ah! –exclamó después de un rato–. Me ha preguntado por Damián. Le he
contado a sus amigos que yo lo vi, ¡bum!, ¡bum! ¿Te acuerdas?
—Sí, claro que me acuerdo…
Al día siguiente, llamó por teléfono al director del centro al que asistía Alfonso. Su
primer impulso había sido echarle una bronca descomunal, advertirle que había
cometido una irregularidad gravísima, que no podía consentir que nadie, ni
siquiera la policía, se llevara a su hermano sin su conocimiento y una autorización
expresa por su parte. Sin embargo, aquella noche, mientras daba vueltas en la
cama sin poder dormir, comprendió que sería mucho más sensato rebajar el tono,
y se limitó a preguntarse en voz alta cómo había sido posible que su hermano no
cogiera el autobús, la tarde anterior. Desde luego, aquel hombre que enseñó una
placa de policía, precisó a continuación, no les había engañado. Era efectivamente
un policía, y también un amigo de la familia, pero de todas formas, con una
persona tan vulnerable como su hermano no parecía recomendable correr ningún
riesgo… El director le pidió disculpas, le aseguró que se informaría enseguida de
lo que había ocurrido en realidad, y le garantizó que Alfonso no volvería a faltar
en el autobús ni una sola tarde más. Así fue, y sin embargo, dos semanas más
tarde, cuando volvió del hospital, tampoco lo encontró en casa. La muchacha le
explicó que el amigo del señor, que en paz descanse, había llamado para decir
que él mismo lo acercaría en su coche. Juan llamó inmediatamente al centro, y en
secretaría le informaron de que Alfonso no había aparecido por allí en todo el día.
Alguien había llamado a primera hora de la mañana para avisar de que estaba
resfriado. No, no había dicho quién era, allí habían supuesto que era él mismo, su
propio hermano. Y no, la monitora no había informado de que aquella mañana
hubiera cogido el autobús.
En la comisaría donde trabajaba Nicanor no podían comunicarle con él, estaba en
una reunión, dijeron.
Juan preguntó con quién tenía que hablar para poner una denuncia y el agente
que le atendía precisó que en aquel mismísimo momento le estaba viendo salir
por la puerta.
Al rato, Alfonso llegó a casa solo, llorando como un desesperado y muerto de
miedo.
—Me ha llevado a un sitio muy grande, con muchos cuartos –consiguió decirle
entre hipidos, después de confirmarle que aquella mañana se había encontrado a
Nicanor esperándole en la puerta del centro, y que le había preguntado si no le
gustaría que fueran juntos de excursión–. He hablado con gente, me han hecho
pruebas… No me gusta que me hagan pruebas, tú lo sabes, Juanito, no me
gustan las pruebas, me dan miedo, las odio, las pruebas, las odio… Nicanor se ha
enfadado conmigo. Mucho.
Muy enfadado conmigo. Me ha cogido así… –agarró a su hermano por las
solapas–. Dice que tú mataste a Damián. No, no…, digo yo. Juanito no.
Reanimarle, reanimarle… Se ha enfadado más.
Está muy enfadado conmigo.
Habían pasado casi cuatro meses desde la muerte de Damián, más de tres desde
que recibió el informe de las autopsias. Juan no entendía qué había podido pasar,
qué habría ocurrido, pero no podía quedarse parado, esperando a enterarse.
Nicanor no estaba en su casa, pero después de sentarse a la mesa para no cenar,
salió a buscarle. Si no estaba de servicio, estaría en cualquiera de los tres bares
que solía frecuentar con su hermano, los mismos a los que habían ido casi todas
las noches durante más de veinte años. En el primero no le encontró. Al abrir la
puerta del segundo, le vio de pie, solo, acodado al final de la barra.
—Te has pasado, Nicanor –le dijo al llegar a su lado, dándole un golpe en el
pecho con el dedo índice, antes de que él advirtiera su llegada–. Igual que se
pasaba tu padre. Lo que has hecho esta tarde es un delito. Detención ilegal, creo
que se llama.
—Alfonso ha venido a la comisaría por su propia voluntad –le respondió él, sin
alterarse.
—Oficialmente, Alfonso no tiene voluntad. Su consentimiento no tiene ningún
valor legal, y tú lo sabes.
—Verás, Juan… –Nicanor se giró hacia él muy despacio, con media sonrisa torcida
en los labios–.
Juanito… Llevo mucho tiempo sin poder dormir, ¿sabes?, muchas noches dando
vueltas en la cama, pensando, pensando, intentando entender, repasándolo todo,
el accidente de tu hermano, la escalera, la cabeza rota, y eso que cuenta Alfonso,
que tú intentabas reanimarle dándole golpes contra un escalón…
Es todo muy raro, ¿sabes?, muy confuso, no acababa de entenderlo hasta que
pensé como los detectives de las películas. Tú tuviste la oportunidad, Juanito, y
tenías un móvil, porque siempre, desde siempre, has estado enamorado de su
mujer. Y habíais discutido, tú mismo me lo contaste. Entonces empecé a verlo
más claro, lo comenté con otros compañeros… Me costó trabajo convencerlos,
pero al final, puse a algunos de mi parte.
Todos conocían a tu hermano, lo apreciaban. Y ahora ya saben que tú lo mataste.
Tal vez no pueda hacer nada para probarlo, o tal vez sí… Nunca se sabe. Pero voy
a ir a por ti, Juanito, voy a ir a por ti.
—¿Sí? –y Juan Olmedo se dio cuenta de que él también estaba sonriendo, aunque
nunca llegaría a saber por qué, ni quién deformó su voz para alargar en un siseo
interminable la última palabra que pronunció–. No jodas…
Entonces, para acabar de desconcertar a Nicanor, llamó al camarero y le pidió un
whisky con hielo, sin agua y en un vaso bajo.
Mientras se lo servían, ninguno de los dos habló. Luego, el policía empezó a
mover la cabeza, como si estuviera a punto de decir algo, pero Juan se le
adelantó.
—Te voy a decir una cosa, Nicanor. Yo no maté a mi hermano.
Pero como Tamara se entere de esto, como escuche una sola palabra, aunque
sólo sea un rumor, como se te ocurra decirle alguna vez que yo maté a su padre,
te voy a matar a ti –entonces levantó el vaso y se bebió la mitad de un trago,
mientras percibía que esa violencia desmedida y congénita que tanto había
sorprendido siempre a todos, que tanto le había sorprendido siempre a él,
afloraba a su rostro con la mansedumbre de un perro bien adiestrado cuando
escucha el sonido de un silbato–. Acuérdate siempre de lo que te estoy diciendo,
porque te lo estoy diciendo en serio. Como Tamara se entere de esto, te mato,
Nicanor. Recuérdalo. Porque te juro que no he dicho nada más en serio en toda
mi vida.
Se terminó la copa, dejó un billete al lado y se marchó. Cuando salió a la calle,
estaba tiritando. Sentía mucho frío, y una náusea incontrolable, repentina, que
apenas le consintió doblar la esquina y agarrarse a la primera farola antes de
vomitar. No se engañó a sí mismo. Tenía miedo, mucho más miedo que
indignación, más miedo que asco, más miedo que conciencia, tanto miedo como
no había sentido nunca antes. El miedo le había armado, le había sostenido frente
a la barra, le había infundido esa dureza grave y metálica que había dejado
atónito a Nicanor, y el miedo aflojaba ahora todo su cuerpo para convertirlo en un
títere, en una piltrafa, en una caricatura de sí mismo. Y sin embargo, estaba
satisfecho, aunque sospechaba que aquella exhibición no bastaría.
No bastó, pero el amigo de Damián tardó más de un mes en reaparecer, y
escogió un luminoso sábado de abril en el que un compañero de curso de Tamara
celebraba una fiesta de cumpleaños. Juan salió con ella para llevarla en coche,
hacia las cinco, a una dirección remota, en la avenida del Mediterráneo. Tardó
casi una hora y media en llegar hasta allí, encontrar un sitio para aparcar, subir
con la niña hasta la puerta, preguntar a qué hora tenía que volver a recogerla,
pasar por su propio piso para echar un vistazo y recoger el correo, y regresar por
fin a la casa de Damián. Pensaba volver a salir hacia las ocho, llevando a Alfonso,
para ir luego al cine con los dos, y empezó a llamar a su hermano al entrar en el
recibidor, pero no le encontró en la planta baja. Al subir las escaleras le oyó
gritar. Nicanor se apartó de la puerta al verle, pero Alfonso se había metido
debajo de su cama, y no quiso salir de allí ni siquiera cuando Juan se lo pidió.
—He venido de visita, ¿ves?
–le dijo el policía, abriéndose la chaqueta cuando pasó a su lado–.
Desarmado, de paisano, a interesarme por vosotros, a ver cómo estabais…
Juan ni siquiera le miró, no dijo nada. Fue directamente al dormitorio de Damián,
se detuvo al borde de la cama y descolgó el teléfono.
—¿A quién llamas? –Nicanor le había seguido hasta la puerta.
—A la policía.
Entonces desapareció. Se marchó tan deprisa que Juan escuchó el portazo antes
de tener tiempo de llegar a la mitad de la escalera.
Luego, mientras Alfonso le contaba que Nicanor se había enfadado mucho con él,
tanto como la otra vez, más que la otra vez, le prometió que nunca volvería a
verlo, que no volvería a gritarle ni a pegarle nunca más, que se iban a ir a vivir
muy lejos, los tres juntos, los tres solos, a un sitio que él conocía y que le iba a
gustar, porque no hacía frío en invierno, y el verano duraba casi todo el año, y
estaba al borde del mar, y se llamaba Cádiz.
El levante siguió soplando hasta mediados de noviembre, amparando al otoño con una cálida y templada apariencia, como si se hubiera apiadado de ellos y decidido a cerrarle el paso al poniente hasta que se cumpliera el último plazo de la convalecencia que, de una forma o de otra, todos habían compartido con Maribel. Sin embargo, nadie podría ayudarla en la última etapa de su restablecimiento. Ni siquiera Juan Olmedo, que al hablar con su hijo comprendió que ella tenía que haber presentido, antes incluso de recibir el navajazo, que la flamante complicidad que había unido a Andrés con su padre desembocaba sin solución en la parte trasera de aquella caseta de obras donde el Panrico estaba intentando convencerla de que la quería con un arma en la mano. Juan estaba seguro de que Maribel se resentiría más, y durante más tiempo, de la última herida que de la primera, pero más asombrado aún por su fortaleza, la constancia con la que había asumido la carga del dolor de Andrés por encima de su propio dolor, sin dejar de ser su padre además de ser su madre, sin pagar su traición con traición, sin decirle una palabra a nadie. Sólo después logró comprender otras cosas, la resistencia de Maribel a denunciar a su marido antes de hablar con su hijo, el gesto de impotencia que amargaba su rostro después de aquella entrevista a la que nadie más asistió, la indiferencia con la que recibió la noticia de que la Guardia Civil había encontrado al Panrico en un pueblo de la provincia de Sevilla. La detención de su marido no le dolió en absoluto, pero tampoco pareció alegrarla, y desde luego no había bastado para disolver una tensión desconocida, la preocupación que Maribel afirmaba no sentir pero que él seguía detectando en
sus gestos incluso cuando ella le respondía, con una sonrisa más de la cuenta, que no le preocupaba nada, que estaba bien. Fue suficiente, a cambio, para que Juan despejara un misterio personal, del que tampoco había hablado con nadie. La indignación que le había hecho hervir por dentro ante la despiadada impaciencia de aquella mujer apellidada Aguirre, no llegó a desplazar por completo un sentimiento extraño, impuro, que había nacido de la sospecha de que Maribel quizás, después de todo, quisiera encubrir a su marido, y que no desapareció ni siquiera en el momento en el que la vio firmar la denuncia. Cuando comprobó que se había equivocado, que la víctima no derramaba ni una sola lágrima por la suerte de su verdugo, tuvo que aceptar que la desazón que le corroía por dentro desde que intentó desalojarla en vano por el procedimiento de zarandear a aquella mujer de uniforme, podía quizás ser impura, pero no tenía nada de extraña.
Conocía su origen, y su nombre, había convivido con ella durante la mayor parte de su vida. Eran celos, aunque sólo los reconoció al dejar de padecerlos, como si Charo, al morir, se hubiera llevado con ella su capacidad de sentir, de sufrir, de nombrar las cosas. —¿Tú la quieres?
Miguel Barroso le había hecho esa pregunta a bocajarro un par de semanas después del alta de Maribel, en el bar donde se tomaban una copa juntos cuando sus horarios coincidían, al salir del hospital.
Aquella tarde no era distinta de cualquier otra. Miguel era, como siempre, el que más hablaba, y Juan se limitaba a escuchar, puntualizando de vez en cuando las observaciones de su amigo, que oscilaban entre el cotilleo profesional y el desalentado relato de su vida privada. Su mujer, con la que tenía ya una relación antigua cuando Juan la conoció en Cádiz, más de quince años antes, le aburría mortalmente. Paula, la anestesista que se había ligado, delante de él, el otoño anterior, le había dejado en primavera, y a ratos pensaba que la echaba de menos, y a ratos que se había librado de una buena, al recordar en voz alta que ella le había dicho que quería reconstruir su relación de pareja, pero tal cual, con estas mismas palabras, no creas, solía añadir. Acababa de confesarle que ya había empezado a mirar a las alumnas de bachiller del colegio de sus hijas, cuando se interesó de repente por el estado de Maribel. Está bien, muy bien, contestó él. Entonces le preguntó si la quería, y Juan se echó a reír. —No seas cursi.
—No soy cursi. Juan le miró y comprobó que él no se estaba riendo–. ¿La quieres?
Encendió un cigarrillo, aspiró un par de veces, alargó la mano que lo sostenía hacia su vaso, lo toqueteó hasta centrarlo perfectamente en el posavasos de cartón, lo desbarató todo al llevárselo a los labios, volvió a juguetear con los hielos todavía un rato, y la imagen de Charo bailando sola en el patio, ante un espejo rajado, de espaldas a la desesperación con la que él estrujaba su examen de biología, le acompañó en cada instante, en cada titubeo, en cada movimiento, aunque no hubiera hecho nada para evocarla. No, estuvo a punto de responder,
no la quiero.
Y sin embargo, quería acostarse con ella, pensaba en eso durante mucho tiempo, muchos momentos de cada día, todos los días. Seguía queriendo más, y seguir follándosela en la penumbra de una casa vacía, con las ventanas cerradas, las persianas echadas, como un país con reglas y sin nombre, sólo el escueto exilio de su propia cama.
La admiraba mucho, y le gustaba mirarla, verla tejer su tela sin prisas y sin pausas, jugar con ella, caer en sus trampas, observar sus reacciones de reojo. Era una mujer sin cultura, sin conversación, sin experiencias apasionantes que contar, sin enigmas insolubles que descubrir, ninguna dosis de fatalidad aprendida, pero sabía ser la más lista de los dos cuando hacía falta, y él se divertía mucho con ella.
—No lo sé –contestó después de un rato.
—¡Claro que lo sabes! –y entonces Miguel sí se rió–. ¿Cómo no lo vas a saber? –e hizo una larga pausa, en la que Juan no quiso añadir nada, antes de dar por zanjado el tema con una conclusión tan abrupta, tan imprevista como la pregunta con la que había comenzado, para darle a su amigo la oportunidad de reírse con él–. Está muy buena, eso desde luego…
Aquella conversación trivial, un episodio más, sólo un fragmento de la larguísima conversación que había cimentado su amistad con Miguel Barroso, y en la que las mujeres habían sido desde el principio un tema preferente, recurrente, adquirió una importancia con la que Juan Olmedo no contaba en el chiringuito de Punta Candor, mientras Andrés desenredaba en voz alta, ante él, aunque no exactamente para él, la enrevesada madeja de su fe y de sus culpas. Aquel niño delgado y serio, estudioso y responsable, callado y tenaz, no podía saber lo que su madre le pidió una tarde de marzo, ni lo que le ofreció a cambio. Cuando se acabe, se acabó. Juan recordó aquella frase palabra por palabra, el sonido de cada letra, de cada sílaba, la ambigüedad de la coma, la rotundidad del punto. Andrés no podía saberlo, y si alguien se lo contara, tampoco podría entenderlo, y sin embargo, Juan percibía en sus silencios, en sus pausas, en el ritmo de su respiración, que él también había intervenido en esa historia, que había estado presente en su génesis y en su desenlace, que había representado sin saberlo un papel cuyo carácter podía adivinar sin dificultad. Cuando Maribel tomaba tantas precauciones para que nadie les descubriera, cada vez que lo citaba en la gasolinera que estaba a tres manzanas de su casa, o le cedía la plaza delantera del coche a alguno de los niños, o se distanciaba de él para emparejarse con Alfonso si iban andando por el pueblo, Juan pensaba siempre en ella, en su madre, en su hijo, en sus vecinas, y creía que intentaba proteger su propia reputación.
Nunca se le había ocurrido que pretendiera a la vez protegerle a él mismo, mantenerle lejos de las sospechas de Andrés, del despecho de su marido. Siempre había estado seguro de que su reputación les traía a los dos sin cuidado, pero la certeza de que Andrés le despreciaba, de que su padre le había enseñado a despreciarle, le dolió más de lo que habría calculado si hubiera llegado a
imaginarlo alguna vez. Tú y yo somos del mismo equipo, Andrés, había pensado
mientras el niño empezaba a venirse abajo, del bando de los buenos chicos, de
los que estudian mucho, de los que van desarmados, de los que se dejan
engañar. Tú te pareces a mí más que a tu padre, no te equivoques.
Le hubiera gustado decirle algo así, sacudirle y protegerle al mismo tiempo con
alguna de aquellas sentencias clásicas, proverbiales, rotundas, pero no se atrevió
a decirle nada. Cuando se acabe, se acabó. Maribel no sabía lo que significaba
aquella frase en el instante en que la pronunció, pero seis meses después, el día
que salió del hospital, era muy consciente de lo que decía al reconocer que él
había tenido razón al principio, cuando le advirtió que lo que habían hecho era
una burrada. Juan Olmedo lo comprendió todo antes de que aquel niño tan
inteligente encontrara la manera de obligarle a definir la relación que estaba
dispuesto a mantener con él, con su madre. No sé lo que somos, le había dicho, y
Juan, que mientras le veía llorar, había tenido tiempo para preguntarse si lo más
sensato no sería quizás dejar a Maribel, y para sucumbir, antes incluso de
encontrar una respuesta, a un deseo súbito e ingobernable de acostarse con ella,
le había contestado que lo importante era que estaban bien.
Y vamos a seguir estando bien, había añadido, y al hacerlo, se dio cuenta de que
acababa de comprometerse con aquel niño más de lo que nunca se había
comprometido con su madre.
Al día siguiente, cuando volvió de trabajar, se la encontró sentada en el bordillo
de su plaza de aparcamiento.
—¿Qué haces aquí? –estaba tan conmovido aún, tan abrumado por la confesión
de su hijo y tan contento de verla, que la abrazó y la besó en los labios a pesar de
que estaban al aire libre, y por tanto, aunque en el aparcamiento no hubiera
ninguna persona más en aquel momento, según su inflexible teoría cualquiera
podía verles.
—Estaba esperándote –ella no le rechazó, no le regañó ni apartó la cara para
esquivarle–, quería darte las gracias por lo de ayer.
Andrés me lo contó todo, al volver. Ya pensaba que no iba a decírmelo nunca.
Juan miró el reloj. Tamara tenía que estar en casa, Alfonso también.
—Vamos a tomar algo al bar del hotel, ¿quieres?
Él había quedado con ella en el pueblo dos días antes, le había repetido lo que
Tamara le había contado, que Andrés no iba a clase, que se pasaba los días
vagando por el polígono, que había tirado la bicicleta en un contenedor.
Ella asentía despacio con la cabeza, como si no se estuviera enterando de
ninguna novedad. A mí no me cuenta nada, dijo al final.
Juan se ofreció a hablar con él antes de que su tutor o el director del colegio lo
citaran en un despacho, delante de ella, y Maribel, después de pensarlo un
momento, aceptó con otro movimiento de cabeza. Puede ser buena idea, sí, si no
te importa…, a lo mejor contigo sí quiere hablar, pero ni siquiera entonces le
contó lo que ya sabía, lo que a la fuerza tenía que saber, como si quisiera
demostrar que estaba dispuesta a ser leal a su hijo hasta más allá de lo
razonable. Cuarenta y ocho horas más tarde, fue casi completamente sincera con
él, sin embargo. Reconoció que su hijo había estado rarísimo todo el verano, que
ella sabía que su padre le estaba sorbiendo el seso, que mientras lo veía recorrer
la casa sin hacer ruido, mudo y ciego, blanco y pálido como un fantasma
sonámbulo, se había dado cuenta de que estaba avergonzado y que se imaginaba
muy bien por qué.
Pero no supe convencerle de que él no tenía la culpa de lo que había pasado,
añadió al final, sin querer ser más explícita.
—Anoche nos dimos muchos besos, muchos abrazos, y los dos lloramos mucho.
Hemos dormido juntos, ¿sabes?, y sin embargo, esta mañana, ha desayunado y
se ha ido al colegio sin decir ni pío –entonces miró el reloj, como si quisiera darle
a entender que tenía que marcharse ya–. Lo está pasando muy mal, peor que su
padre… Eso es lo que más rabia me da.
A continuación, en un arranque insólito, sacó un billete del monedero, cogió la
nota que estaba sobre la mesa, y agitando los dos papeles en la misma mano,
llamó al camarero y pagó las copas. Juan se dejó invitar sin protestar, salió del
hotel detrás de ella, y al llegar a la altura de la urbanización, se ofreció a llevarla a
casa en coche.
—Puedo ir dando un paseo –contestó ella, pero inmediatamente después, como si
temiera que aquel comentario pudiera llegar a ofenderle, se apresuró a aceptar–,
aunque si no te molesta, pues mejor para mí, claro…
Su casa estaba muy cerca, pero Juan Olmedo no necesitaba ni un solo metro más
para aceptar que definitivamente Maribel había cambiado, como si el sufrimiento
objetivo, concreto, de los últimos meses hubiera despertado en ella una
conciencia distinta, capaz de iluminar su vida anterior con luces nuevas, más
precisas. Era verdad lo que le había dicho al salir del hospital. Había pensado
mucho, estaba pensando mucho, él se daba cuenta, lo leía en su rostro, en sus
gestos, en encuentros como el de aquella tarde, más de una hora y media sin que
ella esbozara la menor sonrisa, sin que intentara explotar ningún equívoco, sin
que diera ninguna señal de seguir estando interesada en seducirle. Sobrevivir no
es fácil, él lo sabía.
Y de repente, tuvo miedo. Antes de comprender que era absurdo, antes de
recordar el color de su ropa interior, antes de acordarse de que una vez estuvo
seguro de que aquella mujer no le gustaba y de cómo fue ella misma quien le
convenció de lo contrario, tuvo miedo de que fuera Maribel quien decidiera que lo
más sensato que podía hacer era dejarle, miedo de que le dejara.
Por eso, al pararse delante del portal, se pegó a ella para mirar hacia fuera por el
ángulo derecho del parabrisas y levantó la vista hacia el segundo piso, donde las
luces estaban encendidas.
—Andrés está en casa, ¿no?
—Sí –ella miró en la misma dirección, y por fin sonrió, le dedicó una de esas
tremendas sonrisas suyas que la desnudaban por dentro un instante antes de que
sus propias manos, o las manos de Juan, despojaran su cuerpo de la ropa que la
cubría por fuera–. Yo también lo siento.
Él se dejó caer sobre ella, la besó en el cuello, acechó su respiración, comprobó
que era irregular, apretó la cara sobre la piel de su garganta, de su hombro, de su nuca, percibió el aroma lejanísimo de la colonia que se había puesto aquella mañana en el olor mucho más poderoso que impregnaba su cuerpo después de un día de trabajo, descubrió sin sorpresa que entretanto su sexo le había premiado, o le había castigado, con una erección feroz.
—En este momento –le dijo mientras se separaba de ella, irguiéndose en su asiento para recuperar una compostura sólo aparentedaría cualquier cosa por echarte un polvo, Maribel.
—¿Sí? –su sonrisa se acentuó antes de deshacerse en una cascada de risas breves, nerviosas, mientras se giraba en el asiento para enviar a su mano derecha, sin una duda, ni un solo titubeo, hacia el bulto que la luz de las farolas hacía visible bajo el pantalón del conductor–. ¿Y qué es cualquier cosa? ¿El sueldo de un mes?
Él se echó a reír ante el prosaico carácter de sus cálculos, y decidió ser generoso. —El sueldo de un año.
—¡Uf! –ella incrementó ligeramente la presión de sus dedos, él agradeció el detalle con un gruñido–. Eso es pagar bien…
Entonces, mientras Juan se liberaba con delicadeza de su mano sin dejar de lamentar que ni su edad ni las circunstancias le permitieran abandonarse completamente a ella, Maribel se inclinó sobre él y le besó. Aunque estaban delante del portal de su casa, aunque todas las farolas estaban encendidas, aunque cualquiera podía verles, y en aquel momento era más que probable que cualquiera pudiera verles, le besó igual que si estuvieran solos, con su boca dulce y áspera, impregnada del sabor del aguardiente donde maceran las guindas. —¿Por qué me has dicho eso?
–le preguntó luego, volviéndose despacio, con un pie ya en la calle. —No sé… Para que lo sepas.
Unas cuarenta horas más tarde, cuando se deslizó en su cama sin hacer ruido para despertarle después de su siguiente noche de guardia, se comportó como si no hubiera podido olvidarlo. Eso era exactamente lo que él pretendía, y lo que celebró mientras ella se multiplicaba sobre su cuerpo como si quisiera demostrarle que tenía más de una boca, más de una lengua, más de dos manos y una sola voluntad, una sola aspiración, el único propósito de retenerle. Entonces no comprendió que Maribel se había dado cuenta antes que él, como de costumbre, de que aquel espontáneo alarde de sinceridad con el que no había intentado tanto conmoverla como tranquilizarse a sí mismo, era el primer reflejo de esas sonrisas a las que ella recurría para seducirle, el primer acto deliberado y público de seducción que Juan se había consentido representar para ella. Antes, había manifestado su deseo muchas veces, pero siempre había sido Maribel quien había empezado, quien había creado una situación propicia, quien le había empujado con palabras, con un movimiento de las cejas, o con la curva indescifrable de sus labios. Después, siguió provocándole de la misma manera, pero nunca dejó de tener en cuenta aquel precedente y él, aunque fuera con retraso, terminó por darse cuenta.
El segundo paso que Juan Olmedo dio en aquella dirección fue mucho más consciente, y logró sorprenderla mucho más, aunque él tampoco llegara nunca a estar muy seguro de las razones que lo motivaron. Quizás fue que el cuidado que Maribel ponía en hacerse la tonta, ocultando ante él su flamante seguridad de objeto codiciado, con el sueldo de un año como garantía, le excitaba tanto como los cautelosos titubeos del principio. O que nada de lo que había hecho o dicho hasta entonces llegaba a aproximarse siquiera a los márgenes del compromiso que había establecido con Andrés pensando en ella. O que en un momento dado, se dio cuenta de que Sara, Tamara y él mismo estaban tan pendientes del niño, de sus reacciones, de sus silencios, de su recuperación, que Maribel parecía haber perdido definitivamente y en favor de su hijo, sus genuinos privilegios de víctima. O que seguía sintiéndose tan incómodo en su papel de patrón inmoral y oportunista que no resistió la tentación de convertirse por una vez en el hada madrina. O que le apetecía ponerla a prueba, experimentar qué sucedía si le quitaba la bata rosa y la fregona de las manos, y la obligaba a sentarse a su lado en el coche para recorrer con él un paisaje abierto, sin puertas cerradas, sin persianas echadas. Quizás fue solamente que no le apetecía dejarla en el pueblo, volver a Madrid con los niños y con su hermano, pero sin ella, y dormir solo en una cama de hotel. Y que le daba lo mismo el carácter de su decisión, su aspecto, sus consecuencias.
—¿Tú has estado alguna vez en Madrid, Maribel?
Estaban en la cama, oyendo silbar al viento a través de las persianas echadas. Era un día feo, frío y desapacible, de finales de noviembre. Ya había pasado la hora de comer, pero ninguno de los dos parecía dispuesto a confesar que tenía hambre mientras se apretaban bajo las sábanas como si les diera miedo abandonarlas. —¿Yo? No, qué va –respondió ella–. Íbamos a ir de viaje de novios, ¿sabes?, pero Andrés desapareció una semana antes de la boda, estuvo tres días por ahí, y al volver dijo que le habían robado el dinero… Total, que no nos movimos de aquí. Juan le acarició la cara antes de seguir. Su hermana Trini estaba a punto de casarse por segunda vez. Ésa había sido la razón de que, a pesar de sus propios cálculos y de lo que ella misma le había anunciado por teléfono en varias ocasiones, no se hubiera dejado caer por allí ni una sola vez. Paca, que sí había venido a pasar con ellos una semana, en agosto, antes de que la navaja del Panrico lo pusiera todo boca abajo, le había contado que se había echado un novio, un compañero de trabajo separado, sin hijos, que se dejaba manejar como a ella le gustaba. Dice que piensa casarse otra vez, había anunciado en un tono que dejaba muy claro que no creía en la posibilidad de que tal acontecimiento pudiera producirse, que cualquier día van y se casan… Juan también suponía que el novio de su hermana pequeña saldría corriendo mientras aún estuviera a tiempo, y sin embargo, a finales de octubre, Trini le llamó para anunciarle que, efectivamente, se iba a casar el segundo sábado de diciembre. Hemos fijado la fecha pensando en vosotros, le dijo, la boda cae justo en medio del puente de la Constitución, no me puedes decir que no venís, tengo muchas ganas de veros… A Juan no le quedó más remedio que creérselo, porque hacía más de un año que no
se veían. Al despedirse, había prometido volver en Navidad, pero ya sabía que no
podría hacerlo. Después de un trimestre de horario especial, durante el que había
trabajado menos horas que sus demás compañeros de servicio y había estado
fuera de los turnos de guardias, no podía ausentarse del hospital ni un solo día
más de los festivos que le correspondieran.
En Semana Santa acababa de estrenar a Maribel y ni siquiera lo planteó, pero en
verano fue Tamara la que se negó a visitar a su familia. Sí, hombre, le dijo, ahora,
precisamente ahora, que es cuando se está bien aquí… Que vengan ellos, que
para eso vivimos en la playa ¿no? Cuando le explicó lo de la boda, se puso muy
contenta, en cambio. Andrés estaba en casa, estudiando, tenían un examen al día
siguiente. Te vas a Madrid, qué suerte, dijo, y miró hacia sus zapatos. Lo demás
vino rodado. Juan seguía sintiéndose en deuda con él, sabía que aquel viaje le
apetecía más que una bicicleta nueva, se pasaba la vida contestando a sus
preguntas, completando el plano de una ciudad ideal, que no conocía y que sin
embargo ya debía saberse de memoria. Un pasajero más no alteraba sus planes.
Pensaba viajar en coche y alojarse en un hotel, porque Trini no podía ocuparse de
ellos, en casa de Paca no cabían los tres, y no tenía sentido abrir la de Damián
para cuatro noches.
Cruzó una mirada con Tamara antes de invitarle. ¿Quieres venirte con nosotros,
Andrés? Hacía mucho tiempo que no veía una expresión de vitalidad semejante a
la que iluminó la cara del niño cuando aceptó.
Esperaba ver algo parecido en la de su madre, pero las cosas no salieron como
había calculado.
—¿Quieres venirte ahora, conmigo?
—¿Yo? –se deshizo de su abrazo como si su piel le estuviera quemando, se
incorporó hasta quedarse sentada en el centro de la cama, le miró con los ojos
muy abiertos, una expresión incrédula en la boca–. ¿Ahora? ¿A la boda de tu
hermana? –Él asintió, y ella entonces negó con la cabeza–. No, yo… ¿Pero tú te
has vuelto loco?
No puedo ir.
— ¿No quieres venir? –él le devolvió una mirada atónita, tan frustrada como la
que habría exhibido el hada madrina si, después de verla aparecer, Cenicienta le
hubiera confesado que, bien pensado, aquella noche le apetecía más quedarse en
casa, fregando los platos.
—No… Yo… Claro que quiero –volvió a recostarse muy despacio, dejó que él la
tapara, que la abrazara para devolverle el calor que había perdido fuera de la
cama–. Lo que quiero decir es que me gustaría mucho ir contigo a Madrid,
muchísimo, me encantaría ir, pero no puedo.
—¿Por qué?
—Pues porque no, porque yo…
–estaba a punto de decir algo distinto, pero se corrigió sobre la marcha–. ¿Qué
iba a decir tu hermana?
—Pues que mucho gusto en conocerte, supongo.
—No, yo me refería a la otra.
—La otra ya lo sabe. –Ella cerró los ojos, él sonrió–. Lo sabe todo. Siempre me
pregunta por ti cuando hablamos por teléfono.
Era verdad. Cuando las presentó, Juan le había dicho que Maribel era la madre de
Andrés, sin dar más datos, pero Paca, que era su hermana favorita y la única con
la que seguía llevándose bien desde que ambos eran adultos, se dio cuenta
enseguida de que allí pasaba algo más, y él le contó la verdad, que Maribel era su
asistenta y su amante a la vez. Ella le puso una mano en el hombro y los ojos en
blanco, movió la cabeza como si no se lo pudiera creer, y abrió la boca. Pero,
bueno…, le preguntó cuando consiguió volver a cerrarla, después de un rato,
¿qué te pasa a ti, Juanito? ¿Es que eres incapaz de ligarte a una chica normal, de
las quinientas mil que van andando por la calle? Juan tardó un instante en
responder. Maribel es una chica normal, dijo, y estaba muy tranquilo, sonreía, ¿o
no? Su hermana ya no quiso añadir nada. Le pidió que no se lo contara a nadie,
ni a su marido, ella le preguntó que por quién la tomaba, y él comprendió que
antes o después reventaría por algún lado, porque aquél era un secreto
demasiado fuerte, demasiado apetitoso, demasiado tentador como para conservar
su forma original durante mucho tiempo, pero a la vez se dio cuenta de que no le
importaba lo que contara.
—Ya…, pues…, pues eso –Maribel estaba muy nerviosa, más nerviosa de lo que él
había llegado a verla nunca, aunque siguiera sin entender muy bien por qué–. Se
lo habrá contado a todo el mundo…
—No.
—Sí.
—No. No se lo ha contado a nadie. Estoy seguro.
—De todas formas. Si los niños fueran pequeños, tendría arreglo… Podrías decir
que te acompaño para cuidar de ellos, pero con lo grandes que son ya, nadie se
iba a creer eso, claro…
—Maribel…
Pero ella ya no le miraba. Se había vuelto a zafar de él para tumbarse a su lado,
boca arriba, muy quieta. Tenía los ojos fijos en el techo, y los movía deprisa.
Estaba tan nerviosa como antes y extrañamente triste, de repente.
—Maribel… –repitió él, y la sacudió suavemente para obligarla a mirarle–. En
Madrid nadie te conoce, nadie sabe que eres mi asistenta.
Ella le respondió girando todo el cuerpo hasta colocarse de perfil sobre la cama, y
se pegó mucho a él mientras le sujetaba la cara con las dos manos.
—Pero yo lo sé, Juan –dijo entonces–. Yo lo sé.
En aquel momento, Juan Olmedo adivinó lo que sucedería antes o después.
Mientras ella le besaba, y se encaramaba encima de él, y trataba de consolarle,
de compensarle por lo que nunca había entendido, por lo que en aquel instante
acababa de entender, adivinó que no les quedaba mucho tiempo, que antes o
después tendría que elegir, pedirle que se buscara otra casa para limpiar o que se
instalara en la suya y cambiara de trabajo, y cuando su sexo reaccionó por él,
cuando acaparó su sangre, y tensó su vientre, y ordenó a sus manos que
aferraran por las caderas a aquella mujer para determinar un ángulo exacto, y
entró en su cuerpo, y probó que era tan dulce y tan caliente como lo recordaba durante todos esos momentos de cada día en los que se descubría pensando que quería acostarse con ella, su conciencia lo recorrió por dentro, de punta a punta, intentando hallar en alguna parte un resquicio de aquello que el amor había sido para él, y no encontró ningún rastro de aquel fervor, de aquel dolor, de aquella gloriosa intuición de su propio acabamiento. No estoy enamorado de ti, pensó, pero su cuerpo era dulce, y era caliente, y sabía hablar, cantar sin palabras, mecerle en una música interior, una armonía humilde y luminosa, y ni el más imbécil de los hombres sería capaz de renunciar a una mujer así mientras iba adquiriendo ese extraño poder, no estoy enamorado de ti, repitió, mientras la besaba, mientras la abrazaba, mientras la hacía rodar sobre la cama para obligarla a hacer las cosas a su manera, pero ni siquiera entonces Charo vino en su ayuda, aquella vez ya no, ya no la vio bailar, ni pintarse los labios, ni pedirle en un susurro que se acercara, que la besara, que se jugara la vida por ella. Cuando abrió los ojos, sólo vio a Maribel a punto de deshacerse, y un hilo de baba transparente en su barbilla.
Ella se lo pasaba mejor que él, pero la intensidad de su placer fue suficiente para que se sintiera ruin, miserable. Eso no cambió su percepción de las cosas, sin embargo. Él no era capaz de mantener indefinidamente aquella situación, lo había sabido desde el principio, desde que aceptó un caramelo envenenado, ese pacto que acabaría haciéndose invivible, asfixiándole por dentro de puro fácil, de puro cómodo. Nadie puede edificar su casa en el rigor de una paradoja. No quería dejar a Maribel, no se le ocurría una idea más imbécil, y sin embargo, sabía que la mujer que se levantara a su lado todas las mañanas y empezara a vestirse sin elegir la ropa interior que iba sacando del cajón, no sería la misma, aunque siguiera babeando por las noches. Él nunca había vivido con una mujer pero ya era demasiado mayor para pedir otra baraja. Tenía cuarenta y un años y conocía bien las alternativas, las batas blancas que nunca le habían dado buenos resultados, la carretera de Sanlúcar que le inspiraba una pereza sobrehumana. No le quedaba mucho tiempo, y pasara lo que pasara al final, todo sería culpa suya. Mantuvo a Maribel abrazada contra sí y cerró los ojos. Sentía que antes o después se vería obligado a elegir entre dos errores, y no sabía cuál de los dos sería peor. Maribel eligió ese preciso momento para volver a hablar. —Lo he estado pensando y…
Bueno, la verdad es que yo me iría contigo a cualquier sitio. Así que, si quieres seguir llevándome, sí que me voy contigo a Madrid.
Al encajar aquel golpe bajo, Juan Olmedo no protestó, no dijo nada. Ni siquiera que cada día la admiraba un poco más. Le quedaba poco tiempo, pero estaba dispuesto a apurarlo hasta el final.
Un final
Sara Gómez le vio a través de los barrotes de la verja, parado ante la puerta del
jardín, cuando salió un momento después de comer, para asegurarse de que no había dejado fuera nada que pudiera estropearse con la lluvia. Los meteorólogos de la televisión habían anunciado levante moderado en el Estrecho para la segunda mitad del puente, pero ya estaban a viernes, durante toda la mañana había soplado un poniente frío y húmedo, de componente sur, y Sara no necesitaba a ningún experto para adivinar que aquella tarde iba a llover. Por eso salió al jardín, y entonces le vio, un hombre maduro, más alto que bajo, bastante gordo y bastante calvo, el cuerpo cubierto por un anorak ligero de color rojo, los ojos por unas gafas de sol de varillas muy finas y cristales opacos, tan incompatibles con el color del cielo de aquella tarde como su presencia de paseante ocioso en las calles de una urbanización desierta, cuando hasta los gatos del vecindario habían encontrado ya un rincón donde refugiarse. Estaba segura de que nunca le había visto por allí. Las casas que seguían habitadas en invierno eran tan pocas que sus ocupantes conocían de vista a las asistentas, a los amigos, a los familiares que solían visitar a cada uno de sus vecinos, y él no formaba parte de aquella lista. Si ha venido a echar un vistazo para comprar o alquilar una casa, no ha elegido el mejor día, pensó Sara, mientras comprobaba que los toldos estaban bien enrollados, y apilaba en una esquina del porche los cojines de los muebles del jardín. Luego, al mirar el reloj y comprobar que eran las cuatro en punto, la hora a la que empezaba una película que tenía intención de ver, entró en su casa y se olvidó de él.
Alfonso Olmedo estaba sentado en el sofá, delante del televisor, con los brazos caídos sobre la manta y muy mala cara todavía. El aire de fragilidad, de desvalimiento, que suele sobrevivir a los síntomas de la gripe incluso en los rostros más saludables, se acentuaba al superponerse a la expresión de sus ojos, de sus labios, tan frágiles y desvalidos siempre. Sara se sentó a su lado, le cogió una mano y le limpió con la otra el sudor que empapaba sus sienes. El día anterior no había tenido fiebre, ni siquiera una décima, pero ella seguía cumpliendo a rajatabla las instrucciones que Juan había dejado escritas a mano, con mayúsculas, en un folio que pegó con un imán sobre la nevera, y le había dado un antitérmico después de comer. —Va a llover, ¿sabes? —¿En Madrid también?
—No. En Madrid creo que no llovía. Tu hermano me ha dicho antes, cuando ha llamado por teléfono, que hacía frío pero buen día –entonces cogió el mando a distancia que estaba encima de la mesa y se lo dio. Sabía que le gustaba mucho cambiar de canal–. Pon el cinco, anda.
Alfonso sonrió, haciendo avanzar las imágenes con impulsos de su dedo índice, hasta que se detuvo ante la imagen de un barco con las velas henchidas que avanzaba lentamente hacia la cámara. —¿Es de guerra? –preguntó. —De piratas, creo… —Qué bien. Volvió a coger la mano de Sara y sonrió.
—Dentro de un rato podemos hacer palomitas, si quieres. Apretó la mano entre sus dedos y volvió a sonreír. No parecía disgustado por haberse quedado con ella en la playa mientras los demás se iban a Madrid, a la boda de su hermana, y Sara se alegró de que Juan no hubiera suspendido el viaje, porque la verdad era que no estaba dando guerra. No había creído que pudiera recuperarse tan pronto cuando le vio en la cama, el lunes por la tarde. Tamara y Andrés habían ido juntos a darle la noticia, Alfonso se ha puesto malo, tiene la gripe, Juan dice que no nos podemos ir a Madrid, ¿qué te parece? Una putada, pensó ella, menuda putada, pero no llegó a decirlo, porque los dos parecían tan desolados como si hubieran perdido hasta las fuerzas justas para protestar, y hablaban en un murmullo desesperanzado y tenue, como dos viejos debilitados y muy bajitos.
Alfonso tenía tanta fiebre que sólo con acercarse a su cama, antes incluso de tocarlo, Sara se dio cuenta de que estaba ardiendo. El martes se levantó igual de mal, pero por la tarde la fiebre le subió menos que el día anterior. Los niños, que hacían guardia en el sofá del salón, al acecho de cualquier novedad, cualquier indicio de mejoría, se lo dijeron en cuanto la vieron aparecer por la puerta, pero Juan se apresuró a desilusionarles en voz alta, un tono amable pero firme. No nos podemos ir, les dijo, de verdad, yo lo siento mucho, muchísimo, pero lo mejor es que os hagáis a la idea de que no nos podemos ir. Alfonso está muy mal, y aunque el jueves ya no tenga fiebre, se va a quedar muy flojo, muy débil. En el mejor de los casos, podríamos salir el viernes por la tarde, ir a la boda y volvernos el domingo, y eso sería una paliza tremenda para todos, y sobre todo para él, así que lo mejor… ¿Y por qué no os vais y lo dejáis conmigo? Después de un instante de silencio absoluto, mientras todos la miraban a la vez sin atreverse a decir nada, los niños empezaron a chillar y a aplaudir, y no quisieron darse cuenta de que al mismo tiempo Juan había empezado a negar violentamente con la cabeza.
No puede ser, Sara, Alfonso es muy mal enfermo, se pone muy pesado, pierde el control enseguida…
Ella insistió, le recordó que lo había tenido en su casa diez días cuando Maribel estuvo en el hospital, que entonces todos estaban mucho peor que ahora, que se había portado estupendamente, que ella tenía sitio, y tiempo, y costumbre de cuidar enfermos. Haz lo que quieras, añadió al final, pero sería una tontería que no os fuerais.
No va a pasar nada, y si pasara, siempre puedo llamar a la enfermera esa que te hace de canguro… El miércoles, Alfonso sólo tuvo unas décimas, y se pasó la tarde levantado. El jueves por la mañana, a las ocho en punto, con unas quince horas de retraso sobre el horario previsto, Juan lo dejó en su casa y se marchó a Madrid. A las tres de la tarde, llamó para decir que habían llegado bien y ya estaban comiendo. A las seis, para contarle que estaban mirando una placa donde se leía que aquélla era la calle Concepción Jerónima y que se acordaban mucho de ella. A las nueve, Sara le prohibió que volviera a llamar hasta la mañana siguiente, y entonces fue aún más estricta. Alfonso no tiene fiebre, los dos
estamos muy bien y el timbre del teléfono nos molesta. Yo tengo el número de tu móvil, si pasa algo ya te llamaré, y si no, no se te ocurra volver a llamar hasta el domingo por la mañana, para decirme a qué hora pensáis salir. Le hubiera gustado hablar con Maribel, pero sabía que ella no iba a querer contarle nada delante de los demás. Ella, que se había apresurado a renunciar al viaje para quedarse a cuidar de Alfonso antes de que se le ocurriera a la propia Sara, era la única que no había agradecido su intervención, pero Juan parecía tan empeñado en la suprema insensatez de llevársela a Madrid que no quiso ni detenerse a considerar aquella posibilidad.
O vamos todos o no vamos, dijo, y Maribel ya no se atrevió a insistir. Mientras los barcos se perseguían, y se alcanzaban, y se abordaban, y se hundían en el televisor, y Alfonso preguntaba sin parar qué estaba pasando ahora, para obligarla a diferenciar en voz alta a los buenos de los malos todo el tiempo, Sara pensó en ella, en sus dudas, en sus miedos, en su presentimiento de una catástrofe inminente. Habían pasado dos tardes juntas, en su casa, Sara sacando ropa del armario, ella probándosela para mirarse en el espejo con la expresión de un condenado a muerte que estudia la imagen que ofrecerá en el patíbulo. Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. ¿Y qué voy a decir yo, con quién voy a hablar, qué les voy a contar?
Nada, le contestaba sin volverse a mirarla, mientras rebuscaba entre las perchas, tú te pegas a Juan, no abres la boca, y ya verás lo bien que le caes a todo el mundo, y lo inteligente que todos dicen que eres… ¿Y si me preguntan en qué trabajo? Pues les dices que estás en el paro, o que trabajas de dependienta en una tienda de muebles, o de regalos, cualquier cosa… ¿Y si se fijan en mis manos? Sara ya no encontró una respuesta para eso, pero le regaló un par de guantes negros que encontró en un cajón.
Toma, en Madrid hace mucho frío en invierno, le dijo. Me están pequeños, respondió ella. Bueno, pues te compras otros que te estén bien. Pero me los tendré que quitar para comer. Entonces sacó del armario aquella falda negra de encaje y aquella chaqueta blanca con vivos negros que ya no le cabían, pero que le habían sentado tan bien doce años antes. Mira, esto es lo que te vas a poner… Maribel se había tenido que arreglar la falda, que le estaba ligeramente ancha, y la chaqueta, que le estaba ligeramente estrecha, y comprarse un par de zapatos de tacón alto que le habían costado un dineral, pero cuando volvió a casa de Sara a probárselo todo, le quedaba tan bien como si se lo hubieran hecho a medida. Y sin embargo, ni siquiera en ese momento se puso tan contenta como cuando Alfonso cogió la gripe, y Juan le dijo que no quedaba más remedio que quedarse en casa.
Sara la entendía, pero creía que no tenía razón. Entendía sus temores, su vergüenza, y esos furiosos arrebatos de dignidad que la empujaban hacia el fondo de su jaula, el único espacio que sabía controlar, el único lugar donde se sentía segura, donde aún podía confiar en sus relativas fuerzas de animal domesticado. Todo aquello le parecía una locura, pero precisamente por eso, porque era una locura, estaba empezando a sospechar la naturaleza de la estructura lógica,
coherente, que había sido capaz de sostenerla, de prolongar en el tiempo una
historia que no tenía futuro, que no podía tenerlo.
Ella tenía ya cincuenta y cuatro años, había aprendido que los que tienen tan
pocas cosas que no saben despedirse de ninguna, tampoco tienen nunca nada
que perder, y había visto muchas cosas raras en su vida. La metamorfosis de
Maribel, que cada día pronunciaba mejor las eses, y se reía de una forma menos
estruendosa, y pasaba más rato callada, y miraba con más atención todo lo que
sucedía a su alrededor, guardándose sus conclusiones para sí, ni siquiera había
sido la más extraña. Por eso, el último día que se vieron a solas, mientras
distinguía una sombra de fuga en sus ojos, y aunque todo aquello era una locura,
y aunque seguía creyendo que su historia no tenía futuro, se atrevió a hablar
claro con ella.
Mira, Maribel, le dijo, yo una vez estuve en una situación parecida a la tuya,
pensé igual que tú, hice lo que tú estás a punto de hacer, y metí la pata. Así que
vete a Madrid, compórtate con naturalidad, olvídate de todo y pásatelo bien. Y
echa el resto en la cama, añadió para sí misma, por la cuenta que te trae, pero
eso no lo dijo, porque suponía que Maribel se sabía esa lección mejor de lo que
ella había llegado a aprenderla nunca.
—¿Vamos a hacer palomitas? –le preguntó Alfonso cuando los buenos acabaron
con los malos, y los anuncios con ambos a la vez.
—Vamos –dijo ella, y cuando ya se habían levantado, sonó el timbre.
—¿Quién será? –preguntó él, entonando esa pregunta con el tono travieso,
musical, que repetía sin variaciones cada vez que alguien llamaba a la puerta.
—No lo sé.
Y era cierto que no lo sabía.
Estaba segura de no haber visto nunca por allí a aquel hombre más alto que bajo,
bastante calvo y bastante gordo, que la estudiaba desde el umbral, cubierto aún
por el mismo anorak rojo que llevaba por la mañana.
—Buenas tardes –dijo, y se quedó callado.
—Buenas tardes –repitió Sara, y entonces se dio cuenta de que Alfonso ya no
estaba con ella, porque escuchó la televisión, el volumen altísimo, una confusa
amalgama de voces y músicas y sintonías entrecortadas sucediéndose
frenéticamente, a toda prisa.
—Me llamo Nicanor Martos, soy agente de la policía nacional –metió la mano en el
bolsillo de la chaqueta, sacó una cartera que contenía una placa y un carné, y se
los enseñó haciéndola bailar con una sola mano, con el mismo ademán de
prestidigitador que Ramón había descrito unos meses antes–. Era muy amigo de
Damián Olmedo. Sé que su hermano Alfonso está en su casa, acabo de verle, y
me gustaría hablar un momento con él. ¿Puedo pasar?
—No sé –dijo Sara, estudiándole a su vez, mientras sentía que sus piernas se
ponían tensas, sus brazos rígidos–. Estamos los dos solos, él ha estado muy
enfermo, con gripe, yo creo que se siente débil todavía… Preferiría que volviera
cuando su hermano Juan esté aquí.
—Verá, señora… –se acabó la cortesía, entendió ella–. Llevo mucho tiempo
siguiéndole los pasos a Juan Olmedo. Esta mañana he cogido un avión en Madrid, para venir a ver a su hermano, porque me he enterado, precisamente, de que él no está aquí. Ésta es una visita privada, pero en algún momento podría formar parte de una investigación oficial. Supongo que no le interesará figurar en ella como culpable de un delito de obstrucción a la justicia, ¿verdad? Pues a lo mejor sí, pensó Sara, al ver la sonrisa pretendidamente irónica con la que empujó hacia delante sus últimas palabras.
A lo mejor sí, se repitió, y sin embargo, no pudo evitar que aquel discurso la impresionara lo justo como para apartarse de la puerta y dejarle pasar, sobre todo porque aquel hombre le transmitió la impresión de que no estaba en condiciones de impedírselo. Él pasó por su lado sin mirarla, avanzando con las manos en los bolsillos del pantalón mientras estudiaba el tamaño del recibidor, los muebles que contenía, las puertas que daban acceso a otras habitaciones, como si pretendiera retenerlo todo, fijar el plano de la casa en su memoria con algún propósito que su propietaria no logró imaginar. Tal vez sea deformación profesional, pensó, como la que imprimía a su forma de andar la cadencia expresa, excesiva, que lograba al cargar el peso de su cuerpo alternativamente sobre las dos piernas, para crear una ilusión de balanceo que envolvía su figura maciza, pesada, en un aire de siniestra premonición, o la rapidez con la que su voz había viajado desde el acento nítido y claro de la buena educación hasta la chulería siseante de la impaciencia, esas palabras que había pronunciado como si su sonido le diera asco, y la sonrisita torcida a la que recurría para subrayarlas. Era un hombre tosco, y llevaba las uñas muy largas. Demasiado largas. Sara no había tenido tiempo para fijarse en nada más, y sin embargo no necesi taba más detalles para comprender que pudiera inspirar terror en una persona tan débil como Alfonso Olmedo.
Mientras lo seguía hacia el salón, se preparaba por dentro para lo peor, una crisis de gritos, de llanto, o el mutismo blanco y tembloroso del pánico. Y sin embargo, la reacción de Alfonso la desconcertó tan profundamente que estuvo a punto de anular su propia capacidad de reacción.
—Tú no vives aquí –le dijo al verle, mientras seguía cambiando de canal sin más propósito que ver saltar las imágenes en la pantalla del televisor, el volumen tan alto que le obligaba a hablar a gritos–.
Tú vives en Madrid, no aquí. No puedes hacerme nada, aquí no. Tú no vives aquí. Parecía tranquilo, seguro de lo que decía, pero no le miraba, no giró la cabeza, no le buscó con los ojos mientras se dirigía a él como si no estuviera cerca, como si no le hubiera saludado, como si hablara solo, consigo mismo. —No, yo no vivo aquí –confirmó aquel hombre sin acercarse a él, respetando la distancia que Alfonso le había impuesto–. Vivo en Madrid, pero he venido a verte. —No puedes –los canales seguían brincando como insectos enloquecidos ante sus ojos mientras sus labios se movían solos en un rostro tan inmóvil que parecía inerte, desprovisto de vida, de movimiento, de expresión–. No puedes venir. Tú vives en Madrid, no aquí. No puedes venir. No puedes hacerme nada. Aquí no, aquí no.
Durante unos segundos, tal vez un minuto larguísimo, los tres respetaron las
sorprendentes reglas de aquella escena, y lo único que se movió fue el dedo
índice de Alfonso Olmedo, y el vertiginoso torrente de imágenes y sonidos que
obedecía a los impulsos de su voluntad en una pantalla que parecía a punto de
estallar en pedazos, incapaz de soportar tanta presión.
Después, caminando muy despacio, Nicanor Martos se acercó al televisor y se
puso delante, tapando con un costado de su cuerpo la tercera parte de su
superficie.
—Quítate de ahí –ni siquiera entonces le miró a la cara–. Quítate de ahí, quítate,
porque no me dejas ver. Yo sé cambiar de canal, ¿ves?, cambio yo solo, con este
dedo y con éste –empezó a pulsar los botones con el dedo pulgar–, ¿ves?, ¿ves?,
también con éste, quítate de ahí, Nica, quítate, quítate…
—Te he traído bombones –respondió el policía, y se desplazó levísimamente hacia
la izquierda, lo justo para interponerse entre el mando a distancia y el dispositivo
que recibía sus impulsos en el aparato–. Bombones de chocolate, una bolsa
entera, para ti solo.
Metió la mano en el bolsillo del chubasquero y la movió muy despacio, con la
morosidad complaciente de un mago o de una bailarina de strip–tease, hasta
sacar un paquete de cartón rojo, brillante, impreso con letras doradas. Lo agitó en
el aire y entonces logró, por fin, que Alfonso Olmedo le mirara.
—¿Son para mí? –Él asintió–.
¿Todos? –Volvió a asentir–. Pero tú no puedes venir aquí, Nica, no puedes, no
puedes. Tú vives en Madrid, no aquí…
Entonces, con un gesto de profundo estupor, como si los bombones hubieran
alumbrado el oscuro pasadizo que le impedía conectar la figura del hombre que le
miraba con un paisaje del que jamás había formado parte hasta entonces,
abandonó el mando a distancia encima del sofá, y miró a Sara. Ella se dio cuenta
de que aquella mirada era una pregunta, pero no podía contestarla, no podía
explicarle por qué aquel hombre había venido a verle, qué clase de frontera
imaginaria había franqueado, qué pacto se había roto, qué promesa se había
deshecho en el instante en que sonó el timbre de la puerta. No sabía nada de
aquella historia. Nicanor apagó el televisor, avanzó hacia el sofá y se sentó en el
borde de la mesa baja que estaba delante. Ahora, sus rodillas se rozaban casi con
las de Alfonso Olmedo, que seguía mirándole con la misma mezcla de incredulidad
y desaliento que habría enturbiado sus ojos si tuviera delante un fantasma. Y sin
embargo, cuando el envoltorio de cartón rojo se movió en el aire, lo atrapó
enseguida, y la ansiedad adiestró a sus dedos torpes para que lograran abrirlo en
un instante.
—Le encanta el chocolate, ¿sabe? –sólo en aquel momento, Nicanor Martos se
volvió hacia Sara, que seguía estando de pie, detrás de él, y asintió lentamente
con la cabeza, para dejar claro que eso sí lo sabía–. Desde que era un crío,
siempre le ha gustado…
Alfonso se comió tres bombones muy deprisa, pero rasgó un lado del envoltorio
con los dedos para escoger el cuarto con más cuidado.
—¿Cómo estás?
—Estoy bien. Ahora vivo aquí, vivo aquí, no puedes hacerme nada, no puedes…
El policía acogió esas palabras con una sonrisa franca, comprensiva, y Sara se dio
cuenta de que se la estaba dirigiendo a ella, aunque no la estuviera mirando.
—Claro que no te voy a hacer nada. Nunca te he hecho nada.
—Sí –Alfonso movía la cabeza para afirmar con vehemencia–.
Pruebas. Esos hombres me hacen pruebas, no me gustan las pruebas, las odio,
las odio.
—Pero esos hombres viven en Madrid.
—Sí.
—No han venido conmigo, no están aquí, ¿ves?
—Tú te enfadas –entonces volvió a mirar a Sara, y ella empezó a tener miedo de
verdad–. Te enfadas conmigo. Mucho, te enfadas.
Yo lo vi, yo lo vi, y lo cuento, y no te gusta, reanimarle, reanimarle…
El policía echó la espalda hacia atrás, rebuscó en sus bolsillos hasta dar con un
paquete de tabaco, y entonces sí se volvió hacia la dueña de la casa.
—¿Le molesta que fume? –le preguntó con una sonrisa.
—Evidentemente no –contestó ella, con una hostilidad que pretendía disuadir a su
interlocutor de que persistiera en el intento de ganársela con buenos modales–.
A su lado hay un cenicero lleno de colillas. Eso significa que yo fumo. Y por lo
tanto, no me molesta que fume.
Encendió un cigarrillo y esperó. Alfonso, que se había quedado quieto, el brazo
derecho congelado en el ademán de llevarse un bombón a la boca, completó al fin
ese movimiento, y masticó el chocolate muy despacio.
—¿Le importaría dejarnos solos un momento? –Sara llevaba un rato esperando
esa pregunta, y buscando una respuesta que todavía no había encontrado–. Le
prometo que será sólo un momento. Quiero preguntarle una cosa, y no me la va a
decir si está usted delante.
—No tengo la impresión de que a él le guste mucho la idea de quedarse solo con
usted.
—Es… un asunto importante.
Muy importante. Le aseguro que usted misma lo comprenderá cuando se entere.
Quiero que le cuente lo mismo que a mí, necesito que coopere conmigo. Van a
ser sólo diez minutos, quince como mucho, se lo prometo.
Sara miró el reloj, luego al policía, después otra vez el reloj, por fin a Alfonso, y
sintió que sus ojos se habían agrandado tanto que podría perderse en ellos. Y sin
embargo, tenía la misma impresión que antes, la sensación de que no podía
negarse, oponerse a aquel hombre, impedirle que hiciera lo que había venido a
hacer.
—Voy un momento a la cocina, Alfonso, a hacer palomitas –dijo, e
inmediatamente después se arrepintió de haber elegido esa excusa, porque él
sonrió, y Sara ya no supo por qué ni a quién sonreía–.
¿Te importa? –Él dejó de sonreír, pero no dijo nada y ella, entonces, se dirigió al
policía–. Diez minutos. Ni uno más.
Al salir del salón se dio cuenta de que aquel hombre se había levantado para seguirla, y no le sorprendió escuchar el ruido de la puerta, cerrándose a su espalda.
Ella, en cambio, al entrar en la cocina dejó la puerta abierta, y se quedó de pie, junto a la encimera, sin acercarse al armario donde guardaba los paquetes de maíz. El microondas hacía ruido al girar, las palomitas explotaban, y quería estar pendiente de lo que pudiera ocurrir en la habitación contigua. Presentía que aquella conversación podía llegar a ser muy importante para ella, aunque no supiera de qué estaban hablando, por qué estaban hablando, quién era ese hombre que había aparecido en su casa a traición, qué clase de amenaza representaba. Cualquier cosa que pudiera llegar a afectar a los Olmedo, la afectaba a ella también, como la había afectado la navaja que entró en el costado de Maribel, el silencioso y terco dolor de su hijo.
Ahora todos vivían aquí, hasta Alfonso lo sabía, lo había repetido con la seguridad profunda, inquebrantable, que inspira una muralla, una puerta blindada, un camino cercado. Vivían aquí, en puntos equidistantes del centro, el misterioso equilibrio que los haría fuertes mientras estuvieran juntos, ellos solos, cada uno con su propio secreto, juntos con su secreto común y su propio pasado, y con el pasado de los demás a cuestas, ninguna sombra extraña rondando por su puerta. No puedes hacerme nada, le había dicho, ahora vivo aquí, y Sara había comprendido al escucharle que aquel hombre no sabía hasta qué punto le estaba diciendo la verdad. Ésa era su única ventaja frente a la autoridad que él había acertado a imponerle sin esfuerzo, casi sin palabras. Nicanor Martos no podía imaginar que todo lo que fuera importante para Alfonso, era también importante para ella, que ahora vivían aquí, que todos sabían que el pasado de cada uno podía llegar a convertirse en el enemigo de todos, que ya había ocurrido una vez, y que no iba a volver a ocurrir.
Habían pasado sólo ocho minutos cuando su voz se elevó de pronto, lo suficiente como para que ella escuchara a través de la pared un tono mucho más brusco. Entonces, Alfonso gritó. Sara salió de la cocina muy deprisa y abrió la puerta del salón inmediatamente, pero por el camino advirtió que la voz de aquel desconocido acababa de rebasar la brusquedad para instalarse sin transición en la violencia. Cuando entró en el salón, no pudo ver a Alfonso, pero adivinó que estaba acurrucado en el fondo del sofá, y que la espalda de Nicanor, casi de rodillas sobre los cojines, inclinado hacia delante, lo ocultaba. Al acercarse a ellos, percibió algo más. Aquel vaso no estaba antes encima de la mesa, sino en el carrito donde seguía estando la botella que encontró en su sitio cuando la buscó con los ojos. Y sin embargo, reconoció el aroma, dulce, familiar, que no había llegado a evaporarse del todo en el aire antes de que Alfonso la reconociera, y gritara su nombre.
Se había pasado la vida bebiendo en vasos parecidos.
—¿Qué es esto? –preguntó mientras lo cogía, y acercaba la nariz al borde, y sentía crecer en su interior una furia oscura, sin límite. —Espere un momento –aquel hombre se levantó, la cogió por el brazo, se apartó
con ella, le consintió al fin contemplar a Alfonso, encogido y pálido, más solo que
nunca en el fondo del sofá.
—¿Qué es esto? –volvió a repetir ella, con el vaso en la mano todavía, y se dio
cuenta de que el pequeño de los Olmedo apretaba contra su regazo un objeto
que antes no tenía, y que parecía un oso de peluche.
—Hazlo ahora, Alfonso –Nicanor avanzó hacia él para sacudirle con una mano,
mientras sujetaba a Sara con la otra–. Reanima a Perico para que ella te vea.
—No es Perico –contestó él–, éste no es Perico.
—Da igual, Alfonso. Enséñaselo, enséñale lo que hizo Juan…
–y entonces fue Sara la que chilló, para lograr que aquel hombre le prestara
atención.
—Esto es coñac.
—Sí –admitió él, inclinándose de nuevo hacia Alfonso, que se tapaba la cara con
el muñeco.
—¿Le ha dado coñac? –no le contestó, pero ella tiró entonces de él, para obligarle
a mirarla–. ¿Le ha dado coñac a esta criatura? ¿Pero qué clase de animal es
usted? –se quedó callada un momento, mirando al hombre que la miraba a su vez
con un gesto asombrado, pero aún más desafiante–. ¿Cómo ha podido hacer algo
así?
—Mire, señora… –Nicanor Martos se zafó de sus dedos, se llevó las dos manos a
la cara, la cubrió un momento con ellas, la miró–. Juan Olmedo mató a su
hermano Damián, y Alfonso le vio.
Estoy seguro. Lo sé, pero él ha engañado a todo el mundo y un juez nunca
admitiría el testimonio de este imbécil, por eso quiero que usted lo vea, que
usted…
—¡Largo de ahí!
Sara le pegó un empujón, se acercó al sofá, Alfonso rodeó su cuerpo con los dos
brazos, apoyó la cabeza en su cadera, apretó la cara contra ella.
—Pero… –Nicanor Martos la miraba con los ojos muy abiertos, como si no pudiera
creer que aquella escena pudiera estar ocurriendo de verdad–. ¿Está usted loca, o
es que…?
—¡Fuera de aquí! –Sara se sentó en el brazo del sofá, acarició la cabeza de
Alfonso, levantó la suya y se dejó llevar por una cólera que no le impedía pensar,
que, al contrario, afilaba el sentido de cada palabra que pronunciaba–. Váyase de
mi casa. Ahora mismo.
Él cambió de actitud, cambió de tono, como si acabara de darse cuenta de que
había subestimado a aquella mujer, o de que, tal vez, en su respuesta latían
factores con los que nunca se le había ocurrido contar. Mientras la miraba, se
abrochó la chaqueta, se frotó la calva, metió las manos en los bolsillos del
pantalón. Intentaba recobrarse de su propio estupor, recuperar la autoridad y la
calma.
Cuando volvió a hablar, su voz era serena, convincente, aunque dejaba adivinar
cierto desaliento, el eco apagado de la desesperanza.
—Le estoy contando la verdad.
Se lo juro. Juan Olmedo es un asesino.
Sara sintió que Alfonso la estrechaba con más fuerza, pero no se resintió de la
presión de sus brazos. Ella también se había tranquilizado, y estaba muy segura
de lo que tenía que hacer, de lo que iba a decir, de lo que significaban sus
palabras y sus actos.
—Váyase de aquí –su voz no era menos serena, menos firme–. Ahora mismo. Es
la última vez que se lo digo. O se va de aquí ahora mismo o llamo a la policía.
—Yo soy la policía, señora –dijo él, mientras alargaba la mano para recoger su
chubasquero.
—Aquí no. –Nicanor Martos sonrió mientras apretaba los dientes, pero ella no se
detuvo a identificar el origen de su sonrisa–. En este pueblo no. En esta casa no.
¿Qué se apuesta usted a que no?
Los niños querían aprovechar la mañana para ir al Rastro, pero Juan anunció en el desayuno, con el acento de las decisiones indiscutibles, que saldrían enseguida, para comer por el camino y llegar a casa a media tarde. Ellos no se atrevieron a protestar. La noche anterior se habían acostado muy tarde, y eran más de las once cuando Maribel se acercó a su habitación para despertarlos. Juan aprovechó su ausencia para llamar a Sara y preguntarle, antes incluso de interesarse por Alfonso, si había recibido alguna visita inesperada. Sí, había respondido ella. Nicanor, dijo él entonces. Sí, volvió a escuchar al otro lado de la línea. Durante unos segundos, ninguno de los dos dijo nada. Pero ya se ha marchado, añadió Sara entonces, con un deliberado acento de complicidad que él no acertó a percibir, y no creo que vuelva, ¿sabes?
Cuando se reunió con los demás en la cafetería del hotel, Maribel fue la única que se dio cuenta de que le pasaba algo. No es nada, respondió él, e intentó sonreír, es que tengo resaca, anoche me pasé mucho… Era verdad que la noche anterior había bebido mucho, porque al acercarse a su mesa para estar un rato con ellos, Trini se había sentado a su lado, y sin dejar de mirar a Maribel con el rabillo del ojo, le había comentado que le extrañaba mucho la ausencia de Nicanor. Al final no ha venido, le dijo, y fíjate que tenía mucho interés en verte. Cuando le llamé para invitarle, me preguntó si ibas a venir tú, y después volvimos a hablar un par de veces, le comenté que Alfonso había cogido la gripe, que parecía que os ibais a quedar allí, y luego me llamó para lo del regalo y ya le conté que sí, que al final sí veníais, pero sólo la niña y tú, bueno, y unos amigos vuestros, porque él seguía pachucho y se iba a quedar en casa de una vecina. ¡Ah!, pues no faltaré, me dijo, pero ya ves, no ha venido…
Entonces, Juan empezó a beber, a empalmar una copa con otra, comiendo con método en los intervalos para controlar los efectos de lo que bebía, pero nadie contó los vasos que iba vaciando porque estaban en una boda, y en las bodas siempre se bebe mucho, y Maribel, que era la gran sensación de la noche, el punto donde confluían todas las miradas, y la que peor lo estaba pasando hasta que el comentario de Trini la relegó al segundo lugar de esa lista, había
empezado a beber antes que él. No me dejes sola, por favor, no me dejes sola, había murmurado cuando entraron juntos en el salón donde iba a celebrarse la ceremonia. Él la había cogido de la mano y no la había soltado hasta que se sentaron juntos a cenar. Me está mirando todo el mundo, dijo entonces en voz muy baja, como si hablara para sí misma, mientras desenvolvía la servilleta y se la colocaba con cuidado sobre las rodillas. Claro que te miran, le respondió él, eres muy guapa, y esta noche estás muy guapa además, y no te conocen, es la primera vez que te ven. A mí me parece natural que te miren tanto… Pero ella ni siquiera sonrió, estaba tan nerviosa, tan aterrada que no le agradeció el piropo. A él, en cambio, le divertía la situación, y el pánico de Maribel, sus vanos esfuerzos por no destacar, por no llamar la atención, por esconderse detrás de los niños cuando alguien se acercaba.
Juan Olmedo sabía que su amante se equivocaba al atribuir el mismo origen a todas las miradas. Aquella noche, con la ropa de Sara y su propio cuerpo, Maribel era algo digno de verse, y eso también le gustaba.
Más tarde, él mismo provocaría el incremento del número, la insistencia y la densidad de las miradas ajenas, pero entonces ya había empezado a beber mucho y no quería estar solo, no quería pensar, no todavía, no delante de sus hermanas, de sus cuñados, de sus conocidos de toda la vida. Tenía miedo y no quería tener miedo, y sabía que estaba a salvo, que tenía que seguir estando a salvo, que había habido un accidente, dos autopsias, un retrasado mental, ninguna novedad, ninguna sorpresa, sólo un nuevo susurro, una nueva amenaza, pero tenía miedo, y no quería tenerlo, y no quería estar solo, no quería pensar. Cuando se abalanzó sobre ella, cuando empezó a besarla, y a abrazarla, y a acariciarla por encima de la ropa al lado de la barra, contra una columna, en la zona del restaurante acondicionada como pista de baile, Maribel se asustó durante un instante, pero después, por fin, logró serenarse. Los dos habían bebido mucho y ella había empezado a beber antes que él, pero aquel arrebato disolvió sus miedos, sus nervios, como si el deseo de Juan la devolviera a un lugar donde se sentía segura, a una casa cerrada y a salvo de todas las miradas, a una cápsula de paredes transparentes donde los dos estuvieran solos aunque el mundo entero los rodeara. Entonces lo arrastró hasta la pista y empezaron a bailar. Nunca habían bailado antes, pero los dos habían bebido mucho, y sus pies se entendieron bien, sus cuerpos se acoplaron sin dar oportunidades a la confusión, y siguieron bailando, y bebiendo, y bailando, y bebiendo, hasta que se acabó la música y se encontraron a Tamara dormida en una silla. Al llegar al hotel, Juan se comportó como si no hubiera bailado ni bebido bastante, y al despertarse la abrazó sin palabras, pero con los ojos serios, tristes, como si ahora fuera él quien la pidiera que no le dejara solo.
Durante el viaje apenas habló, aunque se esforzó por acompañar con monosílabos, con sonrisas o con gestos de aprobación, los comentarios de los niños, que charlaban sin parar, muy excitados por lo que habían vivido en los tres últimos días. Cuando pararon a comer, Maribel dejó que se adelantaran y se quedó mirándole sin decir nada. Él contestó a aquella mirada con una sonrisa y
un comentario tontísimo sobre lo bien que se viajaba desde que todo el camino
era autovía.
Ella le dio la razón pero siguió mirándole, tratándole como si pudiera reconocer su
inquietud aunque ignorara completamente sus razones, y él ya no intentó
tranquilizarla.
A medida que los kilómetros se sucedían, y la luz abandonaba el cielo sucio de
una tarde de diciembre, Juan Olmedo sentía cada vez más frío, un soplo
congelado en la garganta, una presión de hielo quebrándole las sienes. Había
tenido más miedo otras veces, pero entonces siempre había sabido más que
ahora, y había dependido sólo de sí mismo, de sus conocimientos, de su astucia,
de su capacidad para demostrar que seguía siendo el mejor, y el más inteligente
de los tres.
Aquella tarde, en cambio, estaba solo, desarmado, aislado de lo que pudiera estar
sucediendo a su alrededor. Las dudas le deshacían por dentro, colonizaban hasta
el último rincón de su cabeza, devoraban su ánimo, desordenaban su memoria, y
le inspiraban más miedo que el propio miedo.
Llegaron a la urbanización a las seis de la tarde. Ya era de noche, pero al abrir las
puertas les sorprendió el abrazo de la temperatura, un soplo cálido, seco, la
promesa imposible de la primavera en el umbral del invierno.
El levante había entrado por fin desde el Estrecho, para barrer la humedad, para
templar el frío, para limpiar el aire como si quisiera darles la bienvenida,
demostrar que se alegraba de volver a verlos por allí. Todos correspondieron en
voz alta a su saludo excepto Juan, que sacó las maletas del coche sin decir una
palabra, y lo cerró a distancia con la mano extendida, separada del cuerpo, el
ademán de un pistolero que sabe que le queda solamente una bala y procura
apuntar bien. Luego, siguió a Maribel y a los niños a cierta distancia, y les dejó
llegar antes que él a casa de Sara, llamar al timbre, empezar a hablar todos a la
vez. Y sin embargo, cuando la tuvo delante, antes de cruzar ni una sola palabra
con ella, se dio cuenta de que estaba a salvo, de que seguía estando a salvo.
—¿Qué, os habéis divertido?
–mientras Alfonso se abalanzaba sobre él, para abrazarle, ella le miró a los ojos.
—Mucho –dijo Tatuara–. Y el hotel era muy chulo, ¿sabes?
—¿Te ha gustado Madrid, Andrés? –pero seguía mirándole, dejándole adivinar
que estaba de su parte.
—Sí. Mucho, muchísimo… Te he traído un regalo.
—Y yo otro –dijo Maribel–.
Pero está en la maleta.
—¡Qué bien! –Sara sonreía, sin apartar los ojos de los suyos–, así da gusto, ya os
podíais ir de viaje todas las semanas.
—Maribel… –Juan se volvió hacia ella–. ¿Te importaría ir a casa con Alfonso y con
los niños, darles algo de merendar, ocuparte de que se bañen y quedarte con
ellos un rato? Tengo que hablar con Sara. Luego podemos cenar todos juntos, si
queréis, y se lo contamos todo.
Ella sabía que pasaba algo.
Por eso se los llevó a todos enseguida, sin hacer preguntas ni dar a ninguno de
ellos la oportunidad de hacerlas. Sara y Juan los vieron cruzar la calle, abrir la
verja de la casa número 37, entrar en el jardín.
—¿Qué tal le ha ido a Maribel? –preguntó ella entonces, antes de entrar con él en
su propia casa–. ¿Os lo habéis pasado bien?
Juan asintió con la cabeza mientras ella le señalaba la puerta del salón.
—Vamos a sentarnos ahí. ¿Quieres una copa?
Él volvió a asentir, y se sentó solo en un sofá mientras Sara iba a la cocina a
buscar hielo. Cuando regresó, parecía muy tranquila, y le sonrió antes de sentarse
a su lado.
—Verás, Sara… –él llenó el vaso de hielos, los cubrió con whisky hasta la mitad,
bebió un trago, volvió a dejarlo en la mesa, y la miró a su vez–. Nicanor cree que
yo maté a mi hermano Damián, el padre de Tamara… Bueno, en realidad, no era
su padre, era su tío, porque Tam es hija mía. Pero yo no maté a mi hermano. Es
una historia muy larga de contar.
—Lo supongo –y volvió a sonreírle, como si nada, ni siquiera la noticia de su
paternidad, pudiera sorprenderla ya–. Yo también podría contarte una historia
larga.
Larguísima, no te lo puedes ni figurar. Algún día lo haré, seguramente. Podemos
quedar con tiempo y contamos nuestras vidas, pero ahora eso no importa.
Juan Olmedo miró a los ojos de aquella mujer, que a veces eran pardos, y a veces
eran verdes, y siempre del color de las tormentas, y en la mirada que le
devolvieron leyó que el único camino posible es avanzar, seguir adelante, recorrer
las vías de hierro hasta donde empiezan a florecer las amapolas, imaginar un
lugar al que no llegan los trenes, y encontrarlo, y detenerse al borde del océano
para aprender que si sopla por la derecha es poniente, y si sopla por la izquierda
es levante, y si viene de frente es sur, pero que todos borran el camino de vuelta.
Había mucha vida en aquellos ojos, una historia muy larga, y el futuro.
—De todas formas… –continuó, dejando su copa sobre la mesa para inclinarse
hacia él, y cogerle de la mano, y apretársela un momento antes de seguir
hablando– me alegro de que te hayas quedado, porque quería comentarte una
cosa.
El otro día, en el supermercado, tuve una idea, ¿sabes? Era uno de diciembre,
pero ya habían colocado todas las cosas de Navidad, desde los turrones hasta los
árboles de plástico. Entonces se me ocurrió… A mí la Navidad no me gusta, ya lo
sabes, y hasta me pone de mala leche, ésa es la verdad.
De pequeña lo pasaba muy mal, porque nunca sabía en qué casa me iba a tocar
cenar cada año, y si iba a la de mis padres, los dos se ponían tristes al verme, y si
me quedaba en la de mi madrina, me ponía triste yo, total, que la odiaba, y nunca
la he celebrado. He vivido casi siempre en casas ajenas, la de mi madrina
primero, la de mis padres después, la de mi madrina luego, otra vez. Hasta que
no me vine a vivir a Rota, nunca había tenido una casa propia, para mí sola, y por
eso… El otro día me acordé de la Navidad del año pasado, la primera que pasé
aquí. Me llamó mucho la atención cómo preparaban los pavos, ¿sabes?, porque
estaban todos encima de un mostrador, muy limpios, cada uno en una cesta de
mimbre cubierta de celofán, con una cinta de colores rematada con una moña y
todo, como si fueran un regalo. Nunca los había visto así.
Yo creo que es una costumbre americana, del Día de Acción de Gracias, y que los
arreglan tanto por lo de la base. Y entonces me di cuenta que, con todo lo que
me gusta a mí cocinar, yo nunca he cocinado en Navidad, nunca he preparado
una cena de Nochebuena. Y me dije que a lo mejor podía hacerlo este año,
invitaros a todos, a Maribel y a Andrés, a Tamara, a Alfonso, y a ti, comprar uno
de esos pavos tan bonitos, y rellenarlo, y asarlo, y que nos lo comiéramos entre
todos. Ya sé que es una tontería, pero de repente me hace ilusión. ¿Qué te
parece?
Entonces fue Juan quien cogió la mano de Sara, y mientras la apretaba entre sus
dedos, se preguntó si había llegado a estar igual de conmovido alguna vez, y no
le resultó fácil encontrar una respuesta.
—¿Me estás salvando la vida?
–le preguntó luego, y ella se echó a reír.
—Bueno… De momento, te estoy invitando a cenar.
Juan cerró los ojos, asintió con la cabeza, volvió a mirarla, Sara le sonreía, él le
devolvió la sonrisa.
—Muy bien –los dos se levantaron a la vez, se abrazaron con la misma intensidad,
mantuvieron su abrazo durante el mismo tiempo–.
Yo traeré el vino.
—Estupendo –aprobó ella–. Eso es lo que se espera que hagan los hombres.
Le dijo que se adelantara, que Maribel estaría inquieta y los niños preguntándose
dónde se habrían metido, que ella iría enseguida pero que quería arreglarse un
poco antes de salir. Sin embargo, cuando se quedó sola, abrió todas las ventanas
del salón, y salió al jardín. El levante entró en su casa con el ímpetu de un
enamorado impaciente. Agitó las cortinas, acarició las hojas de las plantas,
levantó las esquinas del periódico de aquella mañana, se coló por todas las
rendijas y entre las aspas del ventilador, pero no trajo consigo recelo, ni
inquietud, ni la desconcertante amenaza del desorden. Nada se rompió, nada se
perdió, ningún papel se estrelló contra la pared del fondo con la docilidad sumisa
y desarticulada de las víctimas. Aquel levante era sólo alegría. Todo se mantuvo
en su sitio porque aquélla era también su casa, porque su dueña ya había
aprendido que no podía vivir sin él.
Sara aferró la barandilla del porche con las dos manos, cerró los ojos y se
abandonó a la voluntad del viento que barre los suelos, que seca las sábanas, que
limpia el aire, que airea la sangre estancada en el mohoso abrigo de la humedad,
esa tristeza pantanosa y sucia de los días más cortos. El levante azotaba su cara,
desflecaba su pelo, bailaba dentro de su cabeza e inundaba sus pulmones con el
ritmo necesario, regular, de una marea aérea y torrencial que afilaba el sentido
del verbo respirar. La pesadez del plomo, la mecánica del óxido, el aterciopelado
veneno del musgo huían en tropel, con esa prisa torpe de los cobardes, ante el
empuje de aquel viento formidable, poderoso y paternal como un dios clásico, y
tan apasionadamente leal, tan imprescindible aquella tarde que, mientras se dejaba atravesar por él, Sara Gómez Morales sintió que también estaba soplando en la otra mitad de su vida.
No estuvo fuera mucho tiempo, quizás cinco minutos, tal vez menos, pero cuando volvió a entrar, entró en una casa diferente, nueva, limpia, que retenía el espíritu del viento. Entonces recordó lo que decían todos en el pueblo, y sonrió. Porque el levante se lo lleva todo.