cuestas, un apreciable patrimonio de diademas de plástico y seis pares de zapatos lustrados en el armario, y su destino mediano de mujer medianamente soltera, medianamente capaz, medianamente satisfecha, medianamente feliz. Después, nunca lograría reconstruir con precisión el momento exacto en el que despertó, pero sí estuvo segura de no habérselo debido a ningún beso de nadie. Simplemente, en algún momento que no lograría recordar después, levantó los ojos para mirarse en el espejo de una profesora de taquigrafía, y no se reconoció en su figura, en su aspecto, en las decorosas estrecheces de su horizonte. Miró entonces en otra dirección, hacia la silueta de la pobre desgraciada que habitaba en esas coplas que su madre solía canturrear mientras limpiaba la casa, y encontró aquel espejo igual de mudo, igual de opaco, tan inservible como el otro. Concluyó entonces, con una naturalidad instintiva, pasmosa, que ella no era, no podía ser esa mujer grisácea que llora por las noches mientras mece la humilde cuna de sus pecados, ni la soltera con buena pinta y un modesto guardarropa que masajea sin descanso, y sin quejarse, los pies del marido de otra algunos viernes al mes. Ella no era así, no podía serlo. Jamás se había enfrentado a una verdad tan sencilla, tan evidente, tan absoluta. Ella no era así. No podía ser así. Nunca iba a ser así. Por eso sintió una compañía desconocida en la palma de su mano derecha, el volumen de un rotulador rojo de punta gruesa, las asas de unas tijeras afiladísimas, el peso de una maza, el mango de un martillo, la culata de un fusil, y vio el guión de su vida arruinado y sucio, hecho trizas en el fondo de una triste papelera, y distinguió su futuro saltando por los aires, y sonrió hacia dentro, y sonrió hacia fuera, y se escuchó a sí misma, se acabó, Sarita, se acabó, y lo dijo en voz alta, y habría querido gritarlo, chillarlo, escribirlo en las paredes, se acabó, y no dejó de sonreír, y comprendió que, de verdad, se había acabado. Era muy injusto. Sabía que era muy injusto, pero nadie se había tomado jamás la molestia de ser justo con ella. Sabía que los niños no son del último que llega, que no lo aguantan todo, que no lo soportan todo, pero ella llevaba su casa encima, como una isla, una cabaña, el único botín de un caracol, de un náufrago, y su cuerpo sería esa casa a la que su hijo siempre podría volver con las manos vacías o cargadas de oro. Sabía que corría el riesgo de equivocarse, pero era su propio riesgo, un riesgo que no estaba escrito y que pulverizaría de un solo golpe el futuro mediano que la esperaba.
Sabía que nadie lo entendería, y por supuesto nadie lo entendió, ni sus padres, ni sus hermanos, ni su madrina, a la que Sebastiana acudió como último y extravagante recurso para darle la oportunidad de colgar el teléfono con un gesto violento, terminante. En la empresa tampoco entendieron por qué se despedía con tantas prisas. La última llamada que hizo desde su despacho fue para mentir a Vicente. He abortado, le dijo, y no debería haberlo hecho, ha sido un error, me siento muy mal, no quiero volver a verte. Él, tan abrumado de repente como cualquier hombre, incluso fuerte, ante la mera mención de la palabra embarazo, no encontró nada que decir y ella le dijo adiós, solamente adiós, antes de colgar. Aquella mañana ya lo tenía todo planeado, llevaba semanas haciendo números, emborronando folios con columnas y columnas de cifras que encajaban, que
cuadraban, que se alineaban con una docilidad cómplice y risueña bajo la estricta línea del resultado. Tenía mucho dinero ahorrado porque hacía años que no se gastaba una peseta en sí misma, y un piso nuevo, en la zona de la Vaguada, que había ido amueblando durante los dos últimos años por un vago instinto previsor, mientras esperaba a que sus padres se decidieran a mudarse. Ellos no querían irse a vivir tan lejos, pero no les iba a quedar más remedio que hacerlo porque su hija era ahora la cabeza de familia y dentro de unos pocos meses lo iba a ser mucho más.
Cuando se lo explicó, con una sonrisa que no pretendía encubrir la ferocidad con la que estaba dispuesta a imponer ahora sus propias, inapelables, decisiones, ellos ni siquiera se molestaron en protestar. Aquél era el detalle que menos les preocupaba del incomprensible desafío de su hija.
—Pero por lo menos díselo a él –Sebastiana se estrujaba la cara, se despeinaba y volvía a atusarse los pelos que se le escapaban del moño–. Él es el padre, y tiene dinero, que lo sepa, que te ayude…
Sara sonreía, negaba con la cabeza, y seguía adelante, colgando cuadros, colocando lámparas, desplegando alfombras, mientras vigilaba a Arcadio con el rabillo del ojo y le veía cabecear con más vigor, más insistencia, más exasperación que ella misma, ante aquel fenómeno que le desbordaba. Ella le trataba, y trataba a su madre, con más cariño que nunca, y les aseguraba cada día, a cada paso, que todo iba a ir bien, porque estaba segura de que sería así, de que todo iría bien. Aquello era muy fácil, parecía toda una hazaña y sin embargo era muy fácil, lo único que había que hacer era esperar, eso era lo que habían hecho las demás, su madre, sus hermanas, sus cuñadas, las mujeres de los hombres de su vida, sólo esperar, amueblar un cuarto, comprar una cuna, y arrullos, y toquillas, y un coche de paseo, y media docena de faldones de primera puesta, era tan fácil, le preocupaba más otro futuro, las vacunas, los cólicos, la varicela, la elasticidad real de sus ahorros y volver a encontrar un buen trabajo, o el primer suspenso en matemáticas, una zeta de sangre en la rodilla, una pregunta quizás aún más cruel, más dolorosa, siempre implacablemente repetida. Quizás, entonces, ella pudiera contestar, tal vez supiera entonces dónde estaba su padre, tal vez no, pero cualquier cosa sería siempre mejor que tener dos madres, ella lo sabía, y había vivido por encima de todo para llegar a saberlo. Cuando lo recordaba, aquello volvía a parecerle fácil porque era muy fácil, porque lo único que había que hacer era esperar, esperar y cuidar de sí misma, y seguir esperando, nada más.
Pero ella no era una mujer como las demás, nunca lo había sido. Por eso, una tarde cualquiera, después de comer, un dolor terrible la partió por la mitad cuando estaba llevando los platos a la cocina.
La loza se le escurrió de entre las manos, se cayó al suelo, se hizo pedazos mientras su cuerpo gritaba que algo se estaba deshaciendo también por dentro. Ella se sentó, trató de serenarse, se aferró a los brazos de la butaca con las dos manos, apretó los dedos hasta que se le pusieron blancos, ordenó que todo aquello cesara, porque estaba de cinco meses y aún no había esperado bastante,
y aquello tenía que pasar, tenía que parar, tenía que cesar, pero no cesó.
El embarazo era ectópico, le dijo aquel chico tan joven de la bata blanca en una
madrugada sucia de luces de hospital, el feto no estaba donde tenía que estar,
dentro del útero, sino adherido a un ovario, en esas circunstancias era inviable,
eso era lo que había provocado un parto tan prematuro. Sara le miraba sin verle,
le oía sin escucharle, estaba sin estar dentro de un cuerpo que le dolía con el
dolor de otro, sobre unas piernas que la sostenían sin ser las suyas, en la
ignorancia completa de su propia piel, de sus propios huesos, de su propia carne
canalla y enemiga, en el ombligo de una traición, un fracaso sonoro y desolado, y
sin embargo él seguía hablando, usted no ha dejado de ser fértil, le decía, el
ovario izquierdo se ha quedado inutilizado para siempre, pero el derecho no ha
sufrido ningún daño y con eso es suficiente, así que puede tener más hijos. No,
dijo Sara, y él la miró con extrañeza. No voy a tener más hijos, añadió, pero no
quiso decirle por qué. Los hijos no tienen precio, murmuró hacia dentro, para sí
misma, por eso Vicente no puede comprármelos.
Tampoco se lo dijo a él cuando le vio aparecer por su casa a media tarde, un par
de días después, al cabo de un tiempo sin hitos y sin pausas, que podía haber
sumado unas pocas horas o años enteros de minutos iguales, blancos, en blanco,
tan huecos como el cansancio que aflojó sus propios huecos al verle, cuando ya
temía que nada pudiera cambiar, que la vida fuera siempre una butaca, y una
manta de cuadros, y aquella soberana inmovilidad.
—¿Qué haces tú aquí? –le preguntó sin levantarse.
Arcadio y Sebastiana, que se habían quedado de pie, al lado de la puerta, se
escabulleron deprisa, como si la sequedad de aquel saludo hubiera bastado para
ahuyentarles.
—He venido a verte –y todavía era él, con su viejo aplomo, su tranquila seguridad
de amo del mundo.
—¿Quién te ha llamado? –Sara señaló con la barbilla la dirección en la que
acababan de desaparecer sus padres–. ¿Él o ella?
—Ninguno de los dos –Vicente cogió un taburete bajo que Sebastiana solía usar
para descansar los pies, y lo situó enfrente de la butaca donde estaba Sara, y se
sentó en él, su cabeza a la altura de las rodillas de aquella mujer que nunca le
había hablado desde tan arriba–.
Yo fui quien llamó. Llamé enseguida. Quería hablar contigo pero tu padre me
cogió el teléfono y entonces me enteré de que no habías abortado, y pensé que
era mejor esperar algún tiempo, hasta que naciera el niño, o hasta que tú
quisieras volver a hablar conmigo.
Desde entonces, he llamado todas las semanas. Por eso me he enterado de esto.
—Ya –ella dejó escapar una risita y se asombró al escucharla, al ser capaz de
celebrar la grosera exactitud de aquel sarcasmo–. Mi padre es así. No sabe
resistirse a los que saben, a los que valen para mandar, a los que han estudiado.
Él no quiso responder a aquel ataque, y buscó las manos de Sara debajo de la
manta, pero no las encontró, y apoyó la cabeza en sus piernas para seguir
hablando sin mirarla.
—Lo he pasado muy mal sin ti, Sara, durante estos meses he descubierto que lo
paso muy mal sin ti –hizo una pausa que ella no quiso rellenar, y siguió hablando,
confiando en que su interlocutora, que había roto a sudar a su pesar, y a sus
espaldas, dedujera del tono de su voz, del orden de sus palabras, que le estaba
contando la verdad–.
He metido la pata muchas veces, ya lo sé, me he portado como un imbécil
contigo. No lo he hecho bien.
Nada bien, pero puedo mejorar.
Entonces cambió de postura, se echó hacia atrás, se la quedó mirando, y Sara le
miró, y vio que sonreía, y comprendió enseguida que él creía conservar intacto el
poder que nunca había necesitado ejercer del todo sobre ella, y que esperaba
hallar en su rostro una sonrisa idéntica, pero ella no podía obligarse a sonreír
contra la voluntad de sus labios, y al mirar los de aquel hombre, le estremeció el
recuerdo del amor que había sentido por él, ese amor arrojado e infinito que en
aquel momento todavía intentaba luchar por sí mismo, resistirse a sobrevivir tan
sólo en los tibios pliegues de su memoria, y por eso supo que le habría gustado
complacerle, sonreírle, resucitarlo entero, y mejor, y para siempre, pero no pudo.
—¡Qué barbaridad! –se escuchó decir a cambio, sin saber muy bien quién
hablaba, y desde dónde–.
¡Qué carácter! Si lo llego a saber, me quedo embarazada aposta y me quedo
embarazada antes, cuando todavía estaba a tiempo.
Se separó de ella como si hubiera recibido un calambre súbito, fulminante, y
volvió a mirarla con una cara distinta, un rostro insólito, más que asustado,
miedoso, una punta de humedad en los ojos, y Sara se preguntó qué había
ocurrido, por qué no era ella la que estaba a punto de llorar, como siempre, por
qué parecía repentinamente él quien más arriesgaba, quien más se jugaba, quien
más sufría.
—Vete, Vicente –y no logró alterarse ni siquiera entonces–.
Vete. Déjame en paz. Déjame.
Y sin embargo, y como si alguna astuta fibra de su razón fuera capaz de presentir
que algún día llegaría a arrepentirse de haber pronunciado esas palabras, no
quiso verle marchar. Apoyó la cara en las palmas de sus manos, los codos firmes
en los brazos de la butaca, y esperó a escuchar el ruido que hizo la puerta al
cerrarse. Inmediatamente después, antes de volver a abrir los ojos, escuchó
también la voz de su madre.
—¿Pero a ti qué te pasa? –Sebastiana cruzó el salón a la carrera, fue directa hacia
ella, la sacudió y la zarandeó hasta que consiguió verle la cara–. ¿Te has vuelto
loca o qué? ¡Sal corriendo detrás de él ahora mismo, y tírate a sus pies, boba, que
eres boba!
—¿Has estado escuchando detrás de la puerta, mamá?
—Pues claro, ¿qué te crees?
No sé qué te pasa últimamente, pero alguien tendrá que ocuparse de ti, alguien
tendrá…
—Déjame en paz, mamá –esa voz de otra persona que se había instalado en su
garganta sin pedir permiso despedía tanta dureza que impuso sin dificultad el silencio que exigía–. Déjame en paz. Dejadme todos en paz de una vez, por favor. Dejadme en paz.
A Andrés nunca le gustó Bill.
Sabía que no le gustaba a nadie, ni a Tamara, ni a Alfonso, ni a su madre, pero a ellos no les tocaba la cabeza para revolverles el pelo cuando les veía, y a él sí. Por eso, y porque en sus dedos esa costumbre tan tonta parecía a medias una burla, y a medias una amenaza, a Andrés le gustaba aquel hombre menos que a ninguno. Por eso, fue él quien más se alegró de que la propia Sara decretara, sin rastro de pesar, de tristeza en la voz, la expulsión de aquel intruso. De lo que no estaba muy seguro era del nombre, de la categoría, de la precisa naturaleza del lugar que ahora, libre por fin del inquietante acecho del americano, parecía otra vez tranquilo y a salvo. No estaba muy seguro de qué era exactamente lo que tenía, a qué clase de alianza pertenecía, en qué consistía esa especie de novedad absoluta, como un nuevo mundo, una nueva familia, un nuevo paisaje, donde de repente había empezado a suceder su vida. A cambio, sí sabía, y con una seguridad, una certeza completas, que aquello, fuera lo que fuese, le gustaba. Y sabía que a Sara también le gustaba. Ella era la única que parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Andrés no podía encontrar las palabras justas para ordenar sus intuiciones, para darles la forma de un razonamiento que pudiera ofrecerse siquiera a sí mismo, pero a menudo pensaba en los Olmedo, en Sara, en su madre, como en personas aisladas en un país extraño, en un bosque, en una balsa, en uno de esos aeropuertos complicados y grandísimos que él no conocía pero que había visto tantas veces en la televisión, personas perdidas que sólo al ir conociéndose entre sí hubieran comenzado a salvarse, porque al descubrir que se entendían, que hablaban el mismo idioma, que se reían de los mismos chistes, habían encontrado un sitio, un lugar donde quedarse, donde sentir que ya no estaban perdidos aunque no hubieran logrado volver a la ciudad de la que venían.
Tal vez él pudiera percibir el movimiento y la quietud mejor que nadie, porque él siempre había estado en el mismo punto, el pueblo donde había nacido y había crecido, donde había adoptado unos hábitos, unas costumbres, un horizonte cómodo y estrecho que se había desplegado por sorpresa como una sábana inmensa, capaz de tapar el mar, y cuyos bordes no lograba enfocar bien si dirigía la vista hacia delante. Y sin embargo no miraba de frente, sino con el rabillo del ojo, cuando descubrió un detalle más inquietante aún que el noviazgo de Sara con el americano, pero capaz al mismo tiempo de confirmar por sí solo el acierto de sus intuiciones más audaces. —¿Sabéis una cosa, niños?
Sara había reclamado su atención y la de Tamara, al final de la comida a la que su madre les había invitado a todos para celebrar su cumpleaños, después de las canciones y de los regalos, cuando aún estaban todos sentados a la mesa pero
ninguno tenía ya ganas de repetir tarta.
—Ayer vi en el periódico –continuó, con la mueca traviesa que solía adoptar para
dar buenas noticias– que en Chipiona están poniendo esa película de gladiadores
que no pudimos ver aquí el verano pasado, porque nos quedamos sin entradas
dos noches seguidas, ¿os acordáis? ¿Queréis que vayamos?
Entonces, pidiendo a gritos que por favor, que sí, que les dejaran ir, que ya harían
los deberes al día siguiente, Tamara y él miraron a la vez en la misma dirección.
Maribel se había sentado en la cabecera opuesta a la que ocupaba Sara, y Juan
estaba a su lado, junto a Alfonso, enfrente de los niños. Andrés, pendiente de su
madre, vio cómo ella, en lugar de devolverle la mirada, giraba imperceptiblemente
la cabeza para mirar a Juan, y encontrarse con que él ya la estaba mirando en
lugar de dirigirse a su sobrina, que era quien le reclamaba con sus ruegos.
Fue sólo un instante, pero Andrés se dio cuenta, y se dio cuenta de que los dos
sonreían con la misma clase de sonrisa cuando, al cabo de un lapso tan breve que
tal vez no habría llegado a mover siquiera el minutero de los relojes, Juan miró a
Tamara, y su madre le miró a él, con expresiones idénticas, que descartaban de
antemano cualquier negativa.
—Bueno –dijo Maribel–. Si me prometes que vas a portarte bien y no vas a volver
loca a Sara…
—Vale –añadió Juan, y luego, sin mover la cabeza, levantó la voz–. Pero Alfonso
no va.
El aludido, que parecía dormitar recostado en su silla, las piernas estiradas bajo la
mesa, las manos flojas, unidas en el regazo, no había prestado atención a la
escena hasta entonces, pero se incorporó inmediatamente, casi de un salto, al
escuchar su nombre.
—Yo sí voy, yo sí voy, sí voy, sí voy… –y movía la cabeza, los ojos todavía
pegados de sueño, para subrayar cada una de sus afirmaciones.
—No, lo siento –su hermano le miró, y movió su propia cabeza en el sentido
contrario–. No puedes ir, Alfonso. Tú no.
—¿Por qué? –preguntó entonces–. Si yo quiero ir… Y voy a ir, ¿a que sí? –y miró
uno por uno a los demás, como pidiendo ayuda–.
Que sí, que yo sí voy.
—¡Pero si ni siquiera sabes adónde! –Juan le sonrió, como si no hubiera sido él
quien hubiera sembrado meticulosamente su confusión–. ¿Adónde quieres ir, a
ver?
—Vamos al cine, Alfonso –Tamara intervino cuando su tío más joven parecía
perdido ya en su propio desconcierto–. Al cine, a Chipiona. Sara nos lleva.
—Y a mí también –dijo él entonces, muy satisfecho–. ¿A que sí, Sara? ¿A que me
llevas a mí también?
—Claro que sí –Andrés la miró, la vio sonreír, y comprendió que ella, aunque era
la más lista de todos, tampoco se había dado cuenta de nada–. Y te voy a
comprar una caja de palomitas así de grande… Si tu hermano te deja venir, por
supuesto.
—No, Sara, en serio –Juan volvió a mover la cabeza, pero esta vez con cierta
desgana, como si supiera que su negativa estaba condenada a fracasar–.
Bastante tienes ya con estos dos. No te vas a llevar a Alfonso, encima, con la
guerra que da.
—¿Pero qué dices? –replicó ella–. Si en el cine es donde mejor se porta, si le
encanta… ¿A que sí, Alfonso?
—Sí, sí, y yo voy, yo voy, yo voy al cine, y me porto muy bien, y me como las
palomitas sin hacer ruido.
—¿De verdad no te molesta? –su hermano quiso asegurarse por última vez.
—De verdad –Sara sonrió, antes de señalar a su interlocutor y a Maribel con un
gesto de la mano–. ¿Por qué no os venís vosotros también?
Entonces tendría que haberse dado cuenta de que pasaba algo raro, pensó
Andrés, al menos entonces, porque en aquel momento, mientras su madre y el tío
de Tamara volvían al mismo tiempo las cabezas hacia fuera, a la izquierda uno, a
la derecha otra, para mirar en direcciones mutuamente opuestas, él comprendió
que no se había equivocado, que al mirarse, antes, los dos se habían puesto de
acuerdo en algo, y que también estaban de acuerdo en no querer que nadie lo
supiera.
—Es que he quedado con unas amigas –Maribel reaccionó enseguida–. Me toca
invitar, como es mi cumpleaños, pues, ya sabe…
—Yo, si tú quieres, os acompaño –ofreció Juan, con cara de pena–, pero la
verdad es que ya me había hecho a la idea de irme a casa a dormir la siesta.
Sara se echó a reír y les advirtió que no les necesitaban. Eso era verdad, que
nunca habían necesitado a nadie más para pasárselo bien, que se divertían mucho
los cuatro, y sin embargo, Andrés estuvo a punto de echarse para atrás después
de despedirse de su madre con un beso, entre dos coches.
—Va usted a su casa, ¿no?
–le preguntaba ella a Juan, y él asentía–. ¿Le importa dejarme en la mía?
—Claro que no.
—Le voy a obligar a dar un rodeo…
—No importa –él sonrió–, no tengo prisa.
Entonces Sara le llamó, vamos, Andrés, y él volvió la cabeza para comprobar que
Alfonso y Tamara se habían sentado ya en el asiento de atrás mientras la puerta
del copiloto seguía abierta, esperándole, y a él le apetecía mucho ver aquella
película, era el que más empeño había puesto en ir a verla el verano anterior, y
sin embargo estuvo a punto de decir que no iba, a punto de deslizarse por
sorpresa en el interior del otro coche, a punto de advertirle a su madre que
prefería irse con ella a merendar, aunque estaba seguro de que no había quedado
con ninguna amiga. Estuvo a punto de hacerlo, pero el doctor Olmedo fue más
rápido, y él aún seguía inmóvil, detenido entre dos tentaciones, cuando su coche
se puso en marcha mientras Sara le reclamaba a bocinazos, Andrés, ven, corre, a
ver si nos vamos a quedar sin entradas otra vez…
La película le gustó mucho, pero sólo pudo verla a medias.
Atrapado en el rastro de aquel coche rojo, reconoció a su madre en cada actriz,
su rostro en todos los rostros, su cuerpo en todos los cuerpos, y una avidez
figurada, imaginaria, temida, en el ángulo de los brazos abiertos, de los labios
abiertos, de la abierta violencia de las manos y los besos. Sólo tenía doce años,
pero creía saber, conocía unas pocas palabras confusas, y el eco de un misterio
sucio, sin brillo. Tieso en su silla, con la cabeza muy derecha, sin responder a los
comentarios que Tamara deslizaba en su oído de vez en cuando desde su
izquierda, pensaba en su madre, y al pensar en su madre pensaba en su abuela,
en las cosas que le decía, en las frases que pronunciaba, en su asquerosa forma
de chasquear los labios para dejar escapar a medias esa rabia burda, tan ruin, tan
antipática, y agradecía la oscuridad de la sala, porque sabía que estaba colorado
aunque nadie más pudiera darse cuenta.
¿Y qué le importa a ella lo que yo haga, adónde vaya, con quién salga?, le
preguntaba su madre a veces, cuando le encontraba especialmente huraño,
callado, esquivo, y adivinaba a tiempo que su propia madre había vuelto a atacar.
Las cosas ya no son como antes, tu abuela no tiene ni idea de nada, es de otra
época, no le hagas caso…
Eso decía ella y él, entonces, no sabía qué pensar, excepto que las cosas son
como son, ahora y antes, y después, y siempre, y son como son porque sí,
aunque a nadie le gusten, aunque nadie tenga la culpa. Una madre es una madre,
pensaba Andrés, de eso al menos estaba seguro, y de que la suya lo era, y era
buena, porque le quería y él lo notaba, porque podía sentir su amor, podía
tocarlo, masticarlo, respirarlo, y podía envolverse en ella, cerrar los ojos y sentirse
a salvo contra su cuerpo, entre sus brazos, en su calor. Pero su abuela nunca
tenía en cuenta su opinión, ni su experiencia, cuando empezaba a preguntarse en
voz alta qué se le habría perdido a su hija Maribel por esos bares, por esas
noches, por las vidas de esos hombres siempre ajenos que la zarandeaban como
si fuera un trapo, y al escucharla, él se sentía sin fuerzas para defender a su
madre y su propia versión de las cosas y sólo podía pensar en salir corriendo, en
huir antes de que su cara se tiñera de vergüenza, en esconderse en algún lugar
donde nadie pudiera contemplar su color.
Una madre es una madre, y la suya, que al día siguiente iba a cumplir treinta y un
años, le estaba esperando en casa, con la mesa puesta y una cena especial para
los dos solos.
—¡Langostinos! –exclamó, cuando vio la fuente que reposaba sobre la encimera, y
no se fijó en que ella, que correspondía a su entusiasmo con una sonrisa, llevaba
zapatillas, y la cara limpia de maquillaje–. Qué buenos.
—No te habrás cenado ya un par de hamburguesas, ¿verdad? –él la abrazó
negando con la cabeza–.
Bueno, pues espérame un momento, ¿te importa? Voy a ducharme, y a ponerme
ropa de estar en casa, no tardo nada.
Eran las nueve de la noche, y era sábado.
—¿No vas a salir? –preguntó él, sorprendido.
—No –gritó ella a través de la puerta del baño, con una naturalidad aún más
asombrosa.
Andrés no conocía aún la palabra paradoja, pero tampoco la necesitó para
celebrar los singulares efectos de aquella primavera sobre los hábitos de su
madre. Maribel seguía saliendo alguna noche a tomar una cerveza con sus
amigas, pero al despedirse, siempre le decía con su voz de siempre, sin ese
acento agudo que traicionaba antes la falsedad de sus excusas, dónde iba a estar,
y con quién, y casi siempre volvía sobria, entera, y a tiempo de encontrarle
despierto para regañarle por no haber apagado el televisor a las diez y media,
como le tenía dicho que hiciera.
Entonces, Andrés se acordaba de otras noches, otra voz pastosa, ronca, que
intentaba tranquilizarle de madrugada, cuando la luz se filtraba ya por los
resquicios de las persianas echadas, recordaba aquellas frases dificultosas, lentas,
como un murmullo apenas enhebrado de palabras inconexas, soy yo, hijo, me he
dado, hijo, con la cómoda, duérmete, hijo, soy yo, y recordaba a su madre
entrando en su cuarto con los zapatos en la mano, ay, cómo me duelen los pies,
tumbándose a su lado, a ver, que te dé un beso, quedándose dormida junto a él
sin haber llegado a desvestirse siquiera y tapándose los ojos por la mañana, el
maquillaje reseco y cuarteado como un charco de barro seco, la pintura de los
ojos corrida, la de los labios coloreando la barbilla, el pelo revuelto y esa sed
insaciable de las resacas.
—Eres muy egoísta, Andrés –le había dicho Sara la única vez que se atrevió a ser
sincero con ella, unos meses antes, durante las vacaciones de Navidad.
—No –respondió él, muy serio–.
La egoísta es mamá.
—No veo por qué.
—Pues porque es mi madre, ¿no?, y yo no le pedí nacer, ¿no?, y ella me trajo al
mundo porque quiso, ¿no?, y su obligación es ocuparse de mí, ¿no?
—Claro. ¿Y qué pasa, que no se ocupa? –y Sara levantó la voz, y le miró de
frente, como si estuviera enfadada con él–. ¿No te da de comer, no te compra
ropa, no te lleva a un buen colegio, no está pendiente de ti, de lo que tú
necesitas?
—Cuando sale por ahí –él también sabía enfadarse– y se está toda la noche fuera
de casa, no.
—¡Ah, vaya! Ya llegamos a donde íbamos… Pues para tener once años, hablas
igual que una vieja, ¿sabes?
—¿Y si me da un ataque de algo y me muero cuando ella no está?
—¿Y si te atropella un coche al salir del colegio, qué? ¿Es que va a salir tu abuela
a resucitarte?
A eso no había sabido qué responder, y ella había aprovechado su desconcierto
para pasarle un brazo por el hombro y seguir hablando, enumerando esa clase de
verdades que a ella le gustaban, y que también le habrían gustado a él si las
cosas, que son como son, y son porque sí, no se obstinaran a veces en
convertirlas en un puñado de mentiras burlonas.
—Tu madre es mucho más que tu madre, Andrés. Es ella misma además, ¿no te
das cuenta? Es una mujer muy joven, muy alegre, tiene derecho a vivir deprisa.
Tiene muchos años por delante para calmarse, para cansarse, para dormir.
Y tú sabes muy bien cómo vive, cuánto trabaja, y lo sola que está para ocuparse de ti, para sacarte adelante. Ésa es una responsabilidad enorme, y ella no puede compartirla con nadie. No es malo que intente divertirse, al revés. Tú puedes pensar lo que quieras, pero estoy segura de que una mujer amargada, aburrida, triste, sería mucho peor madre que ella.
—Sí, sí –había aceptado él, moviendo tristemente la cabeza–, si ya sé lo que me estás diciendo, tú siempre dices siempre lo mismo… Pero aquí las cosas no son así. —¿Aquí dónde? —Aquí.
—No, Andrés –estaban sentados en el balancín, columpiándose muy despacio, y ella estrechó la presión para convertirla en un verdadero abrazo antes de seguir hablando–. Las cosas son iguales en todas partes, porque en todas partes hay personas que piensan de una manera y personas que piensan de otra, y eso es lo que importa, ¿no lo entiendes?, lo que las personas piensan, lo que las personas sienten… Y tú tienes que procurar pensar en lo que tú sabes, en lo que tú sientes, y no en lo que vayan diciendo los demás.
—Pero no se puede pensar mal de la gente que le quiere a uno –había objetado él.
—Claro que se puede –ella le había llevado la contraria con suavidad–. Porque el cariño no es una garantía de nada. Tu abuela, por si estás pensando en ella, por ejemplo, puede quererte mucho y estar equivocada en todo, y al final, y sin querer, hacerte daño.
Él la había entendido, siempre la entendía, comprendía el sentido, el significado de las palabras que Sara derramaba sobre él con dulzura y con cautela, como gotas de un bálsamo que escuece sobre una herida abierta que no llega a curarse del todo, y conserva la memoria del picor más allá de los primeros indicios de bienestar. Porque nunca había podido dejar de ser egoísta, nunca había logrado renunciar a compadecerse de sí mismo, nunca había llegado a afrontar a su abuela con la cabeza alta, ni a comprender, ni siquiera a perdonar, las ausencias de su madre.
Tampoco había sabido nunca qué era lo que hacía ella exactamente, qué era lo que buscaba por las noches, por los bares, por los cuerpos de los hombres, sin encontrarlo jamás. Y sin embargo ahora, cuando estaba más que convencido, casi seguro, de que ella representaba escenas parecidas a las de las películas con el tío de Tamara, resultaba que, por fin, tenía una madre igual que las de los demás, una madre que ya no se molestaba en maquillarse, ni en ponerse esos vestidos ceñidos que a él le disgustaban tanto, para ir de paseo, o a la compra, una madre con la que sentarse en el sofá a ver la televisión todas las noches de la semana, una madre que no se daba golpes con los muebles ni maldecía espesamente su suerte a cada rato, una madre que andaba derecha por la calle y miraba por encima del hombro a los que se atrevían a soltarle un piropo, una madre que ahorraba para comprarse un piso, una madre que había encontrado algo que él no conocía, que no comprendía, que no estaba ni siquiera seguro de que fuera a
gustarle de verdad si algún día lo descubría, pero que había permitido, pese a todo, que él se sintiera al fin tranquilo, y hasta, de alguna extraña manera, orgulloso de ella.
Aquella primavera fue cálida y serena, desconocida y limpia, y a su luz empezó a cambiar también la realidad de las cosas. Andrés se acostumbró deprisa a una seguridad nueva, y a medida que sus hombros se fueron descargando de la responsabilidad de cuidar de su madre, se irguieron sin que él se diera cuenta. Siempre le había gustado Juan Olmedo, siempre le había caído bien, y hasta había envidiado a Tamara por estar a cargo de alguien como él, un hombre que sabía hacer las cosas y hacerlas fáciles, a tiempo y sin equivocarse, sin que nadie tuviera que preocuparse anticipadamente por sus errores, sin que nadie se sintiera obligado a pagar el precio de sus decisiones.
Después de los primeros momentos de confusión, de los celos súbitos, frenéticos, que le inmovilizaron entre dos coches, en la puerta de una venta, empezó a calcular las ventajas de su nueva situación, y más allá de la flamante paz doméstica que no sabía muy bien a quién agradecer, empezó a valorar aquella insospechada conquista de su madre como un éxito personal. Una tarde, cuando iba en bici a una papelería para comprar un bloc de papel milimetrado y una regla de acero de 60 centímetros, distinguió a lo lejos la figura de su padre, que estaba apoyado en un coche, con una cerveza en la mano, delante de la puerta del bar de su mejor amigo, y sintió que sus hombros no se encogían, que no se encorvaban como antes, y ninguna cosa más, ni nostalgia, ni temor, ni tristeza, ni vergüenza. Esa insensibilidad sorprendente, repentina, y tan radical como la indiferencia, no aceleró la marcha de su corazón, no frenó la velocidad de sus piernas, ni corrigió hacia abajo el ángulo de su mirada. Andrés sólo se aseguró de que aquel hombre que se llamaba igual que él tuviera tiempo para reconocerle. Después, sin darle la oportunidad de huir, torció por una bocacalle y se atrevió a esquivarle. Y su cara en ningún momento cambió de color.
El padre de Andrés era un hombre muy guapo. El hombre más guapo que había visto en su vida. Eso, y que su amigo había tenido mala suerte, fue lo que pensó Tamara cuando lo conoció.
Su profesor de dibujo se estaba poniendo imposible. Cada vez les exigía materiales más sofisticados, más específicos, más difíciles de encontrar en esos bazares del centro que funcionaban a la vez como papelería y como librería, como quiosco de prensa, como puesto de chucherías, como tienda de regalos, como juguetería y hasta como estanco, y que así nunca tenían mucho de nada. Ella pensaba ya que tendría que convencer a Juan para que la llevara en coche a Jerez o al Puerto, cuando Andrés le dijo que él sabía dónde podría encontrar una regla de acero y un bloc milimetrado de formato A3. La única papelería técnica del pueblo estaba en un barrio que ella no conocía, una zona de bloques regulares de ladrillo rojo entre aceras ajardinadas con árboles tan jóvenes que apenas
levantaban un metro y medio del suelo. Llegaron hasta allí en bicicleta, al salir de clase, pedaleando despacio y en paralelo por el paseo marítimo. Parecía que los dos se hubieran puesto de acuerdo en disfrutar del sol, pero al llegar a la altura de los bloques rojos, Andrés aceleró, y como si quisiera ganar una carrera, enfiló en solitario la primera calle de aquel barrio. Por eso no vio al hombre que levantaba el brazo derecho en vano, para intentar detenerle cuando pasó por delante de un bar. O eso creyó Tamara al menos, que no lo había visto y que tampoco había escuchado su nombre, y entonces aceleró ella también, hasta alcanzarle en un semáforo en rojo.
—¡Espera, Andrés! Te están llamando. Ahí hay alguien que te conoce. Él movió la cabeza de una manera ambigua, que igual podía expresar fastidio como asentimiento, y clavó los ojos en el semáforo mientras estrujaba las empuñaduras del manillar para encabritar las tripas de una moto imaginaria, pero no quiso decir nada. Tamara, desconcertada por el elaborado rigor de aquella indiferencia, miró hacia atrás y llegó a tiempo de ver cómo aquel desconocido dejaba de correr, seguro de poder alcanzarlos caminando antes de que se encendiera la luz verde.
—¡Pero bueno! –dijo en voz muy alta mientras rodeaba por la derecha la bici de Andrés, antes de cogerla por el manillar con las dos manos para inmovilizarla–. ¿Qué prisas tienes? Cada vez que te veo, sales pitando…
Tenía el pelo rubio y de un color muy especial, que era dorado y sin embargo oscuro, aunque a veces, cuando movía la cabeza, se envolvía en un reflejo amarillo, brillante. Era un pelo muy raro, tan bonito, tan perfecto que parecía artificial, y lo mismo pasaba con el resto de su cara. Tamara se dio cuenta de que sus ojos castaños y alargados, grandes y profundos, sombreados por unas pestañas que no serían más largas, ni más espesas, ni más negras si estuvieran maquilladas, podrían ser los ojos de una mujer, y lo mismo ocurría con su nariz, pequeña y recta, y con sus labios gruesos, como dibujados con uno de esos lápices pastosos y finísimos que tanto le gustaban a su madre. Y sin embargo, y a pesar de la dulzura, de la delicadeza aislada, solitaria, de cada uno de aquellos rasgos, tenía cara de hombre, la cabeza grande, las mandíbulas cuadradas, la barbilla ancha de los hombres, y una piel morena y lisa, sin granos, sin arrugas, sin imperfecciones, que sería muy suave para quien la tocara. No era alto, pero tampoco demasiado bajo, y los vaqueros le sentaban igual de bien que a los modelos de los anuncios de la televisión. Llevaba una camisa blanca con la mitad de los botones abiertos que dejaba ver una medalla de oro de El Rocío y un bronceado misterioso, tan dorado y tan oscuro a la vez como su pelo, y botas de piel de serpiente terminadas en punta. Tamara se dijo que aquél era el hombre más guapo que había visto en su vida, y no encontró a nadie con quien compararle.
—¿Qué quieres? –Andrés contestó sin levantar la vista ni dejar quietas las manos, acelerando siempre su moto imaginaria, y Tamara se preguntó quién sería para que le tratara de esa manera. Nunca habría sido capaz de adivinar la respuesta por sí sola.
—Pues no sé… ¿Qué voy a querer? –tenía un acento fortísimo, muy marcado, y
una voz grave, honda, que habría resultado más natural en un hombre más
grande que él–. Verte un momento, saludarte, enterarme de qué tal estás, de
cómo te va… Al fin y al cabo soy tu padre, ¿no?
Andrés contrajo los labios en una mueca burlona, pero ya no quiso contestar a
esa pregunta.
—Preséntame a tu amiga, por lo menos –insistió él, volviéndose hacia Tamara
para volcar su crujiente sonrisa sobre ella.
—Se llama Tamara, vamos juntos al colegio –el padre de Andrés se le acercó y la
besó en las dos mejillas–. Éste es mi padre, se llama igual que yo.
—Más bien serás tú el que te llamas como yo, ¿no? –y se echó a reír–. Venga, os
invito a tomar algo.
—Es que vamos a la papelería de ahí al lado, a comprar…
—Podéis ir luego, ¿no? Es pronto todavía.
Giró sobre sus talones y empezó a andar hacia el bar como si estuviera más que
seguro de que ellos lo seguirían, y así fue, pero antes de la primera pedalada,
Tamara miró a Andrés y recibió a cambio una mirada especial, distinta de todas
las que él le hubiera dirigido antes. Aquellos ojos se clavaron en los suyos como
una llamada de socorro, como un grito, como una súplica, y en ellos había rabia,
pero también recelo, e indignación, incertidumbre, extrañeza, y una resignación
helada, antigua. Tamara no comprendió bien su mensaje, tal vez ni siquiera
Andrés fuera capaz de comprenderlo completamente entonces, pero sintió un
mordisco de miedo, el destello de una luz roja, el estruendo de una alarma.
Su amigo lo estaba pasando mal.
Eso era lo que podía adivinar, y eso no le gustaba. Por eso le siguió sin decir
nada, apoyó la bicicleta en la misma farola donde él había dejado la suya, y le
puso una mano en el hombro para andar junto a él hasta la mesa donde aquel
hombre tan guapo, que era su padre, seguía sonriéndoles al lado de una mujer
gorda, el pelo teñido de negro azulado, la cara muy pintada, el cuerpo embutido
en un vestido corto de una tela que parecía terciopelo barato, y dos muslos
inmensos tras las medias de malla, los hilos incrustándose con esfuerzo en la
carne para crear una penosa cuadrícula de bultitos regulares, romboidales,
simétricos.
Cuando se sentó en la silla, Tamara se dio cuenta de que Andrés tenía la cara
blanca. Estaba tan pálido como si se la hubiera embadurnado con esos polvos que
se ponen los mimos que trabajan en la calle, pero su padre le dio una palmada en
la pierna, y luego le sacudió con suavidad, como una manera de demostrar que
no estaba dispuesto a desanimarse.
—A ver, ¿qué queréis tomar?
Aquella mujer se le desplomó encima, se dejó caer sobre su costado mientras
aferraba su brazo derecho con las dos manos, pero él se la sacudió enseguida,
quita, dijo, sin volverse a mirarla, y ella se enderezó para cruzar de nuevo las
manos sobre la mínima extensión de su falda, sin dejar nunca de mirar a Andrés.
—¿Qué pasa? –insistió al rato–. ¿Os habéis quedado mudos?
—Yo, una coca–cola –respondió Tamara enseguida.
—Yo otra –murmuró sin ganas su amigo.
Pero su padre pidió además patatas fritas, y cuando las tuvieron delante, ni
siquiera él resistió la tentación de alargar la mano hacia el plato.
—Va bien la bici, ¿eh? –dijo aquel hombre entonces, como estimulado por su
apetito, y sus ojos se volvieron hacia Tamara–. Era mía.
Yo se la regalé.
—La ibas a tirar –su hijo habló despacio, con la vista fija en las patatas.
—¿Y qué? Era mía igual, de todas formas. La iba a tirar pero te la regalé a ti.
—No la querías –Andrés no levantó la vista, pero el color regresó de golpe a su
cara, roja ahora, tirante–. Eso no es un regalo.
Su padre le dirigió una mirada furiosa, pero cuando Tamara temía que se pusiera
a chillar, dejó escapar una carcajada larga y aguda, entrecortada y seca, como la
risa de un loco.
—Eres igual de borde que tu madre, hijo mío, pero igualito, un puto higo chumbo
–su acompañante celebró el comentario con una risa de rata que él ya no se
molestó en reprimir–. Y por cierto, ¿cómo está? Tu madre, digo. Hace mucho que
no la veo, o mejor dicho, hace mucho que ella no me ve a mí, o mejor dicho
todavía, que hace como que no quiere verme… –Andrés se puso un poco más
rojo, pero no despegó los labios, ni levantó la cabeza–. Parece que se le han
subido mucho los humos, ¿no?, y ya me está tocando un poco los cojones, te
advierto… –Ella no es tu mujer, pensó Tamara, no es tu mujer, volvió a pensar,
ya no es tu mujer, pero no se atrevió a decirlo en voz alta–. Me han contado que
va por ahí, mirando pisos, con la vieja loca esa del BMW… –la pausa que se abrió
a continuación fue más breve, porque aquel hombre se abalanzó hacia delante,
agarró por la barbilla a su hijo y le obligó a levantar la cabeza–. ¡Que me hables,
coño!
—¿Qué? –gritó él a su vez para que su padre, satisfecho de la violencia de su
reacción, volviera a recostarse en su silla.
—Que si es verdad que tu madre va por ahí mirando pisos.
—¡Sí! –Andrés escupía las palabras con sus labios de color escarlata, como si cada
sílaba le hiciera una herida al trepar por su garganta–. Está mirando, ¿qué pasa?
Vamos a comprarnos uno.
—¡Oooh! –y entonces, mientras arqueaba las cejas para improvisar una cómica
mueca de asombro que pretendía ser genuina, incluso amable, fue cuando
Tamara empezó a tenerle miedo de verdad–. ¿Y con qué dinero, si puede
saberse? Porque no creo que tenga bastante con el que sacaron del campo aquel
que tenían en la Ballena. Hay que ver, quitarle el dinero a su propia madre…
Cuando tu abuela me lo contó, no me lo podía creer.
¿Cuánto le dieron al final? ¿Dos millones? ¿Tres?
Andrés no quiso contestar.
—¡Que te estoy hablando!
—Pues con el suyo se lo comprará –contestó después de un rato, cuando Tamara
ya estaba temiendo que su padre empezara a zarandearle otra vez–. Con su
dinero. Con el que gana trabajando.
—Ya… Va a pedir un crédito, ¿no? Pues qué bien, cuánto me alegro por ella –miró
a la mujer que estaba a su lado y le dio un codazo antes de incrementar el tono
festivo de su voz, hasta que logró que cada frase sonara como una carcajada–. Y
que debe de trabajar un montón ahora, ¿verdad? De día y de noche. Sobre todo
de noche, porque ya no la vemos nunca en los bares del puerto, con lo que le
gustaban a ella, antes, los bares…
—De noche está en casa conmigo, ¿te enteras? –Andrés se levantó de golpe, tiró
la silla, se sorbió los mocos, apretó los dedos, se estiró el borde de la camiseta
con las dos manos–. Está conmigo. En casa. Conmigo.
Luego le dio la espalda. Tamara le vio recorrer la acera en tres zancadas y se
levantó ella también, como impulsada por un muelle oculto en su silla.
—¿Ya os vais? –oyeron a sus espaldas, y ninguno de los dos contestó.
Pero aquel hombre tan guapo era también tan ágil como ellos. Por eso, mientras
se montaban en las bicicletas, se lo encontraron delante, con su sonrisa
imperturbable y el índice de la mano derecha levantado en el aire, dispuesto a
decir la última palabra sin esforzarse ya por levantar la voz.
—Pues dile a tu madre que me salude cuando me vea por la calle, ¿entendido?
Aquella frase, que era menos una recomendación que una advertencia pero
sonaba con el timbre exacto de las amenazas, flotó sobre sus cabezas en el breve
trayecto que les separaba de la papelería, y se resistió a disolverse después,
cuando Andrés, sin anunciarle nada, sin consultarle, tomó la delantera para guiar
a Tamara por un pequeño laberinto de calles iguales, bloques de ladrillo rojizo
flanqueados por aceras ajardinadas con árboles muy jóvenes. Ella se dio cuenta
de que estaban dando un buen rodeo, y creyó que Andrés buscaba simplemente
un camino seguro, una ruta por la que volver a la almadraba sin pasar por delante
de aquel bar, y en lugar de reprochárselo, pensó que mejor habría sido tomarlo
también a la ida. Sin embargo, su amigo dobló a la derecha al llegar a una
explanada de tierra batida rodeada por una pista elíptica de asfalto, que los
alumnos del instituto contiguo utilizaban para hacer deporte al aire libre.
Las canastas y las porterías situadas en los extremos de la pista multiuso estaban
desiertas. Era ya bastante tarde, y por eso tampoco había niños pequeños en el
arenero con toboganes y columpios del fondo. Tamara no entendía adónde
pensaba llegar Andrés por esa calle infinita, sin final ni principio, pero dio una
vuelta detrás de él hasta que se cansó de intentar seguir su ritmo. Entonces se
detuvo, apoyó la bici en la estructura metálica que sostenía una de las canastas y
se sentó en el bloque de cemento que la aseguraba. Desde allí, le vio recorrer la
pista en solitario, otra vuelta, y otra, y otra más, cada vez más deprisa, hasta que
empezó a cansarse él también, y aflojó la presión de sus piernas pero ni siquiera
entonces dejó de pedalear.
Mientras no creía hacer nada más que mirarle, Tamara se encontró pensando en
su propio padre.
No le sucedía con mucha frecuencia, quizás porque no necesitaba concentrarse
para recordarlo, quizás porque su recuerdo habitaba en su memoria con la misma
errabunda intermitencia con la que él había intervenido en su vida para hacerla siempre mejor, más feliz, más divertida. Ella le quería mucho, no tanto como a su madre y sin embargo más, porque él le había inspirado siempre otra clase de amor, un sentimiento brillante, estruendoso, explosivo, como un mazo de globos de colores, un paquete envuelto en papel de regalo y asegurado con muchos lazos, el placer de despertarse temprano para volverse a dormir en la mañana de un día de fiesta. Cuando su madre murió, Tamara se encontró echándola de menos con una frecuencia tan absoluta, tan radical, tan vinculada a todos y cada uno de los actos, de los hábitos que determinaban su vida un día tras otro, que se sorprendió pensando que, en realidad, había vivido siempre sólo con ella. Su madre la acostaba por las noches y la despertaba por las mañanas, le hacía el desayuno y le escogía la ropa, la llevaba al colegio y la recogía, la bañaba y se sentaba a su lado en la mesa de la cocina para hacerle compañía mientras cenaba, y lo organizaba todo de tal forma que se las arreglaba para estar presente incluso cuando no estaba, porque tenía rachas de salir mucho por las tardes, por las noches, pero había enseñado a las muchachas a hacerlo todo igual que ella. Lo de su padre era distinto.
Como un hada madrina, un genio de la lámpara, un duende del tesoro, él, casi siempre ausente, podía aparecer en la puerta de su cuarto en cualquier momento, sin razón alguna, sin previo aviso, para obligar al cielo a amanecer en plena noche.
Papá trabajaba mucho, muchísimo, eso era lo que decía mamá y eso era lo que decía él también. Por eso estaba tanto tiempo fuera de casa, comiendo y cenando en restaurantes hasta los fines de semana.
Pero siempre volvía con algo para ella en los bolsillos, los regalos más caros y los más baratos, y se sentaba en el borde de su cama para contarle los chistes que la harían triunfar en el colegio, para imitar el sonido de un banjo con la boca, o para enseñarle a fabricar una figura con palillos entrelazados que saltaba por los aires ella sola, unos segundos después de que la hubiera terminado. Papá era como un niño grande, una especie de colega protector y generoso, y la solución de todos los problemas.
Si la princesa no quiere comerse la verdura, que no se la coma, si no quiere ir al colegio, que no vaya, si no quiere vestirse, que no se vista. Tamara sonreía al recordarlo. Trae, que te lo arreglo en un momento… Y eso hacía. En un momento. Y luego la levantaba en vilo, y la besaba deprisa antes de marcharse, pero sólo después de haber arreglado el juguete. Ése era su padre, y era el mejor, hasta que todo se estropeó.
Quizás por eso no lograba pensar mucho en él, quizás por eso su memoria lo guardaba con avaricia para sí misma y se negaba a compartirlo con su conciencia, porque un día todo se estropeó. Hasta ella estuvo a punto de dejar de quererle cuando empezó a hacer cosas raras, a veces horribles, injustas, cosas que le desfiguraron por dentro y también por fuera, que le hicieron parecer un hombre distinto del que había sido siempre, del que tenía que seguir siendo en realidad. Hasta ella estuvo a punto de dejar de quererle, pero una noche, cuando ninguno
de los dos sabía que les quedaban tan pocas, papá entró en su cuarto a
medianoche, y la encontró despierta, y se tumbó en su cama, y le dio muchos
besos, y le pidió perdón, y no le explicó por qué, de qué quería ser perdonado, y
ella tampoco se lo preguntó, pero le devolvió sus besos uno por uno, se acurrucó
entre sus brazos para quedarse dormida a su lado, y entonces él pagó su perdón
con un secreto.
Andrés seguía dándole vueltas, cada vez más lentas, más cansinas, a la pista,
mientras la última luz del atardecer se volvía incapaz de perfilar ya los contornos
de los edificios, y Tamara sintió el hielo, ese goteo lento y doloroso de agujas
heladas que se clavaban una por una en todas sus vértebras como si pretendieran
suplantar su esqueleto con un espinoso alambre de escarcha, pero no se engañó.
La noche no tenía la culpa. Ella conocía bien el hielo de aquel secreto. Por eso se
levantó, se sacudió el polvo de los pantalones con energía, cogió su bicicleta y
esperó a que Andrés se pusiera a su altura para dar la última vuelta con él.
—Me voy –le dijo.
—¿Sabes volver sola a casa desde aquí?
Ella asintió con la cabeza, movió una mano en el aire para despedirse, y por el
camino, decidió que no iba a contarle a Juan que había conocido al padre de
Andrés, porque no le apetecía que él se quedara mirándola con esos ojos que
veían a veces a través de los suyos, porque no quería que intentara explicarle el
mundo con palabras que, dirigidas en apariencia al padre de otro, acabaran
juzgando al suyo con dureza, porque sabía que delante de su tío era mejor no
hablar de papá, no mencionarlo siquiera. No sabía por qué, pero lo sabía. Él
nunca había hablado con ella de ese tema, pero pensaba que, al final, cuando
todo se estropeó, su padre se había mostrado en realidad como había sido
siempre, y no al contrario. Ella nunca le había escuchado decir eso, pero sabía
que lo pensaba, y que no tenía razón.
Juan era bueno y ella le quería, siempre le había querido, con un amor distinto al
que sentía por su madre, sin la fervorosa pasión que le inspiraba su padre, y
siempre mucho menos de lo que él parecía quererla a ella. Eso también lo sabía, y
esa seguridad la animaba, la sostenía cuando recordaba todo lo que había
perdido, porque Juan era lo único que tenía, lo único que le quedaba. Por eso
decidió no contarle nada, pero él estaba esperándola en la puerta de la
urbanización, asustado por la hora, las nueve menos cuarto, y le preguntó dónde
había estado, y a ella no se le ocurrió decirle otra cosa que la verdad.
—Es que nos hemos encontrado con el padre de Andrés, y nos ha invitado a una
coca–cola, y se nos ha hecho tarde, y eso…
Él no comentó nada al principio. Caminaba a su lado, sin mirarla, la vista fija en el
cielo, en las azoteas de las casas, y sólo cuando sacó la llave para abrir la puerta
se decidió a preguntar.
—¿Le conocías ya? –ella le miró como si se hubiera perdido–.
Al padre de Andrés, digo.
—No. Nunca lo había visto.
—¿Y cómo es?
—Muy guapo, guapísimo –Juan se echó a reír, y Tamara siguió adelante, dispuesta a explotar la variante menos peligrosa de su curiosidad–. En serio, es guapísimo, pero increíble de guapo, de verdad.
Y eso que Andrés se le parece, ¿sabes? Se le parece pero como en feo. O sea,
que al principio no me he dado cuenta, pero luego, mirándolos a los dos juntos,
pues…
No sé, tienen como el mismo aire.
Y es mala suerte, ¿verdad?, porque Maribel también es guapa, y sin embargo él…
Juan, que solía defender a Andrés incluso cuando nadie le atacaba, por razones
que Tamara no acababa de entender, se puso un delantal y empezó a freír las
patatas antes de hacerlo esta vez.
—Pero Andrés no es feo.
—Sí que lo es –protestó ella–.
Hombre, feo feo de dar miedo no, pero está tan flaco, con esas piernas que
parecen palillos, y ese pelo espantado que tiene, por mucho que se lo peine con
colonia, y esa cara de pajarito… No sé, no creo que se parezca a su padre de
mayor, desde luego.
—Nunca se sabe –insistió Juan, pendiente de la sartén, siempre de espaldas a
ella–. La gente cambia mucho con los años.
Pasó un momento por el nido para enterarse de los resultados del examen de la
recién nacida y luego fue derecho a ver a Charo.
La encontró limpia y tranquila, sonriente, bien peinada, y muy favorecida por los
volantes de un camisón blanco con cintas de tono rosa pálido que había escogido
sólo después de enterarse de que el bebé era una niña. Mientras admiraba su
perfecta imagen de madre de estreno, sonrió él también, al darse cuenta de que
aquélla era la primera vez que la veía vestida en una cama.
—¿Has ido a verla?
—Sí. Y está estupendamente.
Sanísima y muy mona.
—¿Y Damián?
—Ha ido a buscar a mi madre, no creo que tarde mucho.
En ese momento una enfermera entró con una cuna de paredes transparentes
que dejaban ver la cabeza morena y redonda de un bebé dormido, muy arropado,
que acaparó de inmediato sus miradas, toda su atención.
—Es muy guapa, ¿verdad? –le preguntó ella después de un rato, cuando volvieron
a quedarse solos.
—Sí que lo es –asintió Juan–, pero lo que no entiendo, entre tú y yo, es por qué
habéis tenido que ponerle un nombre tan hortera.
—¡Pero si no es hortera!
–Charo se incorporó con cierta vehemencia, se resintió del movimiento, y se
volvió a dejar caer sobre la almohada con más cuidado–.
Es… exótico.
—Lo que tú digas.
—¡Pues claro! ¿Qué nombre le habrías puesto tú, a ver?
—No sé Juan se quedó un momento pensando–. María, seguramente. O Inés. O
Teresa. O Almudena.
—Como la patrona.
—Sí.
—¡Joder, qué fino te has vuelto, macho! Juan se echó a reír al escucharla y ella
prosiguió en el mismo tono burlón, malicioso–.
Cualquiera diría que eres de Villaverde Alto. De todas formas, tendrías que
habérmelo dicho antes, ¿sabes? Al fin y al cabo, hay motivos de sobra para tener
en cuenta tu opinión.
—No te preocupes. Voy a ser tan buen padrino como si le hubiera escogido yo
mismo el nombre.
—No –Charo le miró con los ojos muy abiertos y una sonrisa distinta, más pálida–.
Al final, el padrino va a ser Nicanor.
—Pero si me dijo Damián…
—Sí, Damián quería que fueras tú, pero yo le he quitado la idea de la cabeza.
Sería demasiado, ¿no?, que fueras su padrino –apartó la vista de él para
concentrarla en el embozo de la sábana, y pellizcó la tela varias veces antes de
volver a mirarle con una expresión muy seria, cautelosa–. Ya es bastante con que
seas su padre.
La primera reacción de Juan Olmedo fue no creerse una palabra de lo que
acababa de escuchar.
Después, recuperó la misma sensación de asombro, de miedo, de culpa, de
imbecilidad, que le había sobrecogido muchos años antes, aquella tarde en la que
se estaba aburriendo tanto que se le ocurrió coger el juego de química que
dormía en el maletero de su armario, y no miró las instrucciones porque ya era
mayor, porque en el instituto siempre aprobaba la química con sobresaliente, y
estuvo experimentando un rato hasta que se despistó, y mezcló dos ácidos con
una base y con el contenido de un bote blanco sin identificar que no era lo que
parecía, y la probeta estalló, y una mancha verdosa de bordes hirvientes puso
perdida la pared mientras las esquirlas de cristal le saltaban a la cara. Su padre se
había puesto como una fiera y le había obligado a pintar la pared entera, pero
nada había podido borrar la diminuta cicatriz que le recordaba cada mañana,
desde el párpado inferior de su ojo derecho, la tarde en la que había estado a
punto de quedarse tuerto.
No puede ser, se dijo, no puede ser. No podía ser, y sin embargo era, y era
verdad. De alguna forma, supo enseguida que era verdad.
Por eso sintió un frío tan repentino, su cuerpo vaciándose, ahuecándose de
pronto, el tumulto de la sangre cobarde que huía despavorida de sus venas para
dejarlo a solas con aquella insensatez y, cuando pudo hablar, la boca seca, el
paladar abierto, los labios agrietados por la indignación, por una clase inefable de
vergüenza, un terror diferente a todos los que había conocido antes.
—No sé si echarme a reír o mandarte a la mierda –dijo, y fue Charo la única de
los dos que rió.
—Puedes hacer lo que quieras, porque nada de lo que hagas va a cambiar las
cosas –y señaló la cuna con un dedo–. Es tuya, Juanito.
—No puedes hacerme esto, no puedes, no tienes derecho a hacerme esto –la
miró con toda la dureza que pudo reunir y la encontró más tranquila que antes,
como si su confesión la hubiera descargado de otras responsabilidades–. Ningún
derecho.
—No, eso es verdad –aceptó ella, hablando con una serenidad desconcertante–.
No tenía derecho.
Lo que no es verdad es que no haya podido hacerlo. Sí que podía. Y lo he hecho.
Estoy absolutamente segura de que la niña es tuya. No hay ninguna posibilidad
de que no lo sea. Si quieres, te cuento los detalles.
—No, gracias. Ahórramelos, mejor.
—Como quieras.
Juan dejó de mirarla y paseó la vista por la habitación antes de levantarse y
empezar a andar hacia la puerta.
—¿Adónde vas?
—No es asunto tuyo –cuando se dio la vuelta, tenía ya la mano en el picaporte y
se esforzó por hablar con serenidad él también, y despacio, pronunciando con
cuidado las palabras–. No lo acepto, Charo. No tengo por qué aceptarlo y no
pienso hacerlo. No quiero saber nada de este tema. Ni ahora, ni nunca.
—Mírame, Juan –su voz sonó a la vez tan firme y tan desesperada que él no pudo
evitar obedecerla–.
Mírame a mí, y mírala a ella, y piensa un poco, anda… Tú no sólo eres el mejor
de los tres, eres también el más inteligente. Mira a tu hija. Ella no se merece
tener una madre como yo y un padre como tu hermano, nadie se lo merece.
¿Es que no lees los periódicos?
Todo se hereda, todo. La estatura y el color de los ojos, sí, pero también lo
demás, la gordura o la delgadez, el talento para pintar o para la música, la voz, la
fuerza de voluntad, la capacidad intelectual, todo, todo, todo es genético, el
carácter, los gustos, las manías, la agresividad, hasta la bondad y la maldad se
heredan.
—Estás diciendo un montón de tonterías, Charo, no tienes ni idea…
—Sí que la tengo –se incorporó otra vez, y ya no se rindió al dolor–. Estoy
diciendo la verdad.
Lo he leído un montón de veces, lo he hablado con gente que sabe, me he
informado.
—Te has vuelto loca –Juan lo murmuró primero para sí mismo, y luego levantó la
voz–. Tienes que haberte vuelto loca. Un brote psicótico de puta madre, eso es.
No se me ocurre otra explicación, así que ahora mismo tienes que estar loca, pero
como una cabra…
—¡No! –chilló–. Sé muy bien lo que hago. He hablado hasta con un genetista,
¿sabes?, una genetista, para ser más exactos. Tenía miedo de Damián, ésa es la
verdad, no sé por qué, porque él no tiene ni idea de nada, pero se me ocurrió
pensar que a lo mejor le daba por… Pero ella me dijo que en este momento nadie
puede averiguar quién es el padre de un niño si los candidatos son hermanos de
padre y madre. Los genes, o lo que sea, son demasiado parecidos. Si Damián se
mosquea, que no se va a mosquear, pero en fin, si se mosquea, las pruebas
darán positivo, el mismo positivo que si te las hicieras tú. Eso me dijo, hasta eso
he preguntado, para que veas –se recostó por fin para seguir hablando, más
serena–. Dentro de diez años seguramente ya se podrá saber. Así que
recuérdamelo y le hacemos un análisis a la niña, para que te quedes tranquilo.
—Eres una imbécil.
En otras circunstancias, él mismo se habría sorprendido de la fórmula que escogió
para sentenciarla, y del desprecio que tembló entre sus labios mientras la
pronunciaba, pero aquella vez habló sin pensar, sin valorar las palabras que decía.
Con la misma sensación de impropiedad, de estar actuando por error en la vida
de otro hombre, se alejó de la puerta y desanduvo el camino con pasos tan
cansados como si estuviera invirtiendo en ellos las últimas fuerzas que le
quedaban. Al llegar a la butaca se sentó, miró a su cuñada, la reconoció, y se
felicitó por el terror que veía en sus ojos. Después de haberse pasado la vida
temiéndola, aquélla era la primera vez que Charo tenía miedo de él, pero ni eso,
ni ninguna otra cosa, servían ya para nada.
—Eres una imbécil –repitió, y esta vez fue consciente del sonido de cada letra–.
Yo no estaré tranquilo nunca. Ya no. Nunca podré estar tranquilo. Pero dentro de
diez años, esta niña tendrá un padre, que por supuesto será mi hermano, y yo
seré su tío, un señor muy simpático que va a su casa a comer de vez en cuando y
le hace regalos el día de su cumpleaños.
Y punto: Eso es lo que va a pasar. Eso es lo que vale, y eso es lo mejor, y es lo
único justo, además. Que no se te olvide, porque ningún genetista del mundo
puede cambiarlo.
—Sí –Charo volvió a sonreírle, esta vez con dulzura, una enigmática satisfacción
que él no se propuso resolver–. Eso es verdad, pero la niña es tuya.
—Eso no significa nada.
—No, pero es tuya, Juanito.
—¿Y qué?
—Y nada. Pero es tuya.
—Lo que no entiendo… –Juan Olmedo no tenía ganas de hablar, y sin embargo
no podía dejar de hacerlo–. Lo que no entiendo es por qué me lo has contado.
Eso supongo que no lo habrás leído en los periódicos, ¿no?, y no te lo habrá
aconsejado ningún genetista, tampoco. Si lo único que querías es que la niña
fuera hija mía, podrías haberlo hecho igual sin decirme una palabra. Habría sido
menos arriesgado, ¿no?, mejor para ti.
—¡Juanito! –Charo se echó a reír, y él se preguntó cómo era posible que siempre,
desde siempre, ella lograra crecerse con cada palabra que él pronunciaba.
—¿Qué?
—Sé perfectamente quién eres, cómo eres. Sé de lo que eres capaz, y de lo que
no. Tú nunca me chantajearías, nunca harías nada que fuera malo para mí, para
la niña. Por eso quería que lo supieras. Y pensaba decírtelo antes de que naciera,
pero como esta mañana te has puesto… como te has puesto, pues…
—Pero ¿por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué?
—Por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Por si acaso por si acaso.
En ese instante, volvió a abrirse la puerta. Cuando Damián, con una sonrisa
radiante y un enorme cesto de azaleas, apareció en el umbral, Juan desvió la vista
hacia la ventana, porque se dio cuenta de que le hacía daño mirarle.
—¡Ay, por Dios, por Dios!
–su madre se abalanzó sobre la cuna para coger a su nieta en brazos sin pedir
permiso–. Pero si es guapísima, una monada, una auténtica monada. Mírala,
Dami, qué preciosa es. Fíjate qué ojos, qué boca, qué maravilla. Y el caso es
que…
¿sabes a quién se parece? Ven, Juanito… –él no se movió, pero su madre se
acercó a él llevando a su nieta en brazos–. Es igual que tú cuando naciste, ¿te lo
puedes creer?, pero igualita, igualita, parece que te estoy viendo a ti, hace treinta
años.
—No digas tonterías, mamá –protestó él–. Es clavada a su madre.
—Sí, sí. Es verdad que es clavada a su madre, pero es que también me recuerda
mucho a ti cuando eras recién nacido. Es lógico, siendo hermano de su padre,
¿no? Toma, cógela un momento, anda…
—No.
—¡Pero estás tonto o qué! –su madre se le quedó mirando con ojos de alucinada–. No te va a dar miedo a ti coger a un bebé, siendo médico y todo. Cógemela, que
quiero poner en agua las flores que he traído.
—Que la coja su padre.
—¡Ay! Cógela tú, hijo, no seas memo. Si no es más que un momento…
—Sí, Juanito, cógela…
–Charo, con una mano entre las manos de su marido, que la miraba con la boca,
más que abierta, repleta de una estúpida sonrisa de siervo incondicional, intervino
oportunamente a favor de su suegra–. Eres el único que no la ha tenido en brazos
todavía.
No tendría que haberla cogido, no tendría que haber consentido que su madre la
depositara entre sus brazos con la insensata despreocupación de la ignorancia, no
tendría que haberse levantado al anticipar aquel movimiento, no tendría que
haberla apretado contra sí, y entonces no habría advertido nunca su levedad, la
insignificante magnitud de su peso, de su volumen, el poderoso reclamo de su
olor, la portentosa perfección de sus rasgos. No tendría que haberla cogido, no
tan pronto, no todavía, pero se encontró con ella entre los brazos y dio la espalda
a los demás para mirarla. Ante la ventana, contra el reflejo de la luz elaborada y
blanca de las farolas, estuvieron los dos solos, él y aquella niña tan guapa, que
tenía el pelo negro, más oscuro que el de su madre, igual que el suyo, y los ojos
grisáceos, los labios muy bien dibujados, las manos pequeñas y frías, dos horas
escasas de vida. Es mi sobrina, se dijo, mi sobrina, mi sobrina, pero no acabó de estar muy seguro de que aquel sortilegio silencioso e íntimo hubiera acabado de funcionar bien. Le pasó la yema del dedo índice por la cara y ella reaccionó a la caricia con un mohín casi imperceptible. No tendría que haberla cogido. Cuando se volvió, con el bebé en brazos, hacia el centro de la habitación, Charo, que acababa de pintarse los labios con un lápiz rosa, tan pálido como las cintas de su camisón, los frunció para enviarle un beso mudo.
—Bueno –anunció, sin mirar a nadie en particular, y carraspeó para provocarse un tono distante, profesional–, esta niña tiene que volver a la cuna ahora mismo. Los recién nacidos no controlan satisfactoriamente su temperatura hasta que tienen doce horas, más o menos –acostó a su hija y la arropó muy bien, remetiendo con cuidado los bordes de las mantas por debajo del colchón–. No la estéis cogiendo todo el rato porque va a acabar con una crisis de hipotermia. Cinco minutos más tarde, cuando volvió a respirar el aire de la calle, ya sabía lo que le iba a pasar. Lo había sabido cinco minutos antes, cuando se despidió lo más deprisa que pudo de su madre y de su hermano, y besó a Charo en la frente sólo para molestarla. Lo había sabido ya en el instante en el que recibió aquella revelación que aún desataba una tormenta formidable en un lugar de su conciencia desconocido hasta entonces. Y sin embargo, era todavía más fuerte la necesidad de desmentirse, de abofetearse, de arrancarse como fuera del bucle dulce y maligno de los finales felices, la trampa en la que se había dejado atrapar otra vez por las medias palabras, por los hechos enteros de su cuñada. A eso había quedado reducida su vida, a una insoportable sucesión de tirones que tensaban la cuerda de su ánimo sin llegar a romperla nunca, para demostrarle solamente que todo podía ser peor, y más difícil, que él podía aguantar siempre, sin límite, mucho más de lo que se hubiera creído capaz de aguantar jamás. Al principio no había sido así.
Al principio, Charo desembarcó en su vida como la reina de un castillo de fuegos artificiales, una fábrica de serpentinas de colores, un calendario sin días laborables, un fulgor sólido, circular, que valía por todo, y más que todo, y lo absorbía todo, y lo justificaba todo. Elena se había echado a llorar cuando él le confesó que se había enamorado de otra mujer, que ya no podía seguir con ella. Se echó a llorar en un bar inmenso, bien iluminado, lleno de gente. A él le dio lo mismo. Puso cara de pena, mantuvo un silencio concentrado y circunstancial, pagó las copas antes de marcharse y volvió andando a su casa desde el Círculo de Bellas Artes, porque se encontraba no sólo aliviado, sino también mejor, más contento que cuando había llegado hasta allí en un taxi. No era menos sensible, ni menos consciente, ni peor chico que antes, pero le daba lo mismo. Si se hubiera parado a pensarlo, ni siquiera podría afirmar que se sentía menos comprometido con las consecuencias morales de sus actos, pero al llegar a Callao, paró en una pastelería, se compró una bamba de crema, se la fue comiendo por la calle, y le sentó estupendamente, porque todo le daba lo mismo.
Todo excepto los mensajes del contestador, el timbre de la puerta, Charo. Eso era lo único que le importaba.
Tendría que haber sabido, tendría que haberla temido, la conocía casi tan bien
como a su hermano, llevaba toda la vida conociéndola.
Tendría que haber recordado el sabor de la rabia, la lógica de la traición, el
veneno tenaz de los hilos telefónicos, pero no pudo.
Ella había comprendido y eso bastaba, ella había consentido y él se consintió a
cambio la ilusión de creer que también era responsable de lo que estaba
ocurriendo, y cuando Charo se acurrucaba contra él, y le anclaba a la cama
cruzando un brazo y una pierna sobre su cuerpo en un solo impulso, y cuando se
quedaba solo después, en una habitación donde cada objeto, cada esquina, cada
mota de polvo guardaba una memoria exacta y fértil de la piel de aquella mujer,
de su voz, de su risa, pensaba que ella estaba en una situación más complicada
que la suya, y que debía ser razonable, flexible, paciente, y se complacía entonces
en su propia elevación, en su íntima y callada superioridad. Él era el más
inteligente de los tres, siempre lo había sido. Por eso era capaz de percibir, con
una facultad sentimental pero no completamente desprovista de racionalidad, la
debilidad de Charo, la frágil raíz de sus alardes. Lo que nunca pudo imaginar fue
la dirección que tomaría.
—Esto no tiene por qué cambiar nada.
Cuando el espejo se rompió, Juan Olmedo se hizo daño con todos y cada uno de
sus pedazos, y no encontró nada que decir.
—Ha sido un accidente –Charo le miraba como si no acabara de entender que él
estuviera tan afectado por la noticia–. Yo no lo iba buscando, me lo he
encontrado, ¿lo entiendes? Sólo son unos pocos meses, lo sabes de sobra. Luego,
nace el niño, y a correr. Esto no tiene por qué afectarnos, no tiene nada que ver
con lo nuestro.
Pero es que yo creía que nosotros no éramos una clásica pareja de amantes. Juan
formó esta frase en su cabeza y sintió un sonrojo imaginario, pero fulminante,
sólo de pensar en la posibilidad de decirla en voz alta. Yo creía que nosotros
teníamos una historia seria, estable, yo creía que tu matrimonio no era más que
un problema para el que acabaríamos encontrando una solución, yo creía que
nosotros acabaríamos viviendo juntos, yo quiero que vivamos juntos, quiero vivir
contigo, quiero casarme contigo, yo te quiero… Completó el discurso ideal del
pardillo que por lo visto nunca lograría dejar de ser y ardió hasta consumirse en
las llamas secas de una vergüenza caliente y esencial, ácida, y tan larga como el
resto de su vida.
—¿En qué estás pensando, a ver?
—En nada.
Acababa de recordar a destiempo que no se fiaba de ella. Ésa había sido la
principal conclusión a la que había llegado la primera vez que se acostó con
Charo, sólo después de admitir alegremente que estaba acabado. No era de fiar,
había pensado, porque no lograba creer en la sinceridad de sus afirmaciones y no
existía nada que deseara más, que necesitara más que creer en ellas. No era de
fiar porque no se dejaba comprender, porque hurtaba la mitad de lo que daba,
porque gestionaba sus secretos, sus silencios, con un ánimo frío y especulador,
como si fueran los intereses de una cuenta bancaria. Iba y venía de su casa, de su vida, de sus noches libres y sus mañanas salientes de guardia, y dejaba en el aire invisibles partículas de un espíritu confuso, que se alimentaba a medias de un rencor inconcreto, universal, y de la arrogancia insoportable de las víctimas. Porque, a pesar de que no disponía de ningún argumento que sustentara, ni siquiera lateralmente, su posición de reivindicadora sistemática frente al mundo, Charo siempre guardaba una queja en la recámara. Nada de lo que tenía, de lo que le sucedía, estaba jamás a la altura de lo que se creía con derecho a merecer. Juan había pensado mucho en eso, le había dado muchas vueltas al elaborado destino de insatisfacción en el que ella se envolvía como en un abrigo, una segunda piel, una burbuja transparente que la mantuviera aislada a voluntad de los saldos y las deudas de la vida común de la gente corriente. El reinado de las princesas de barrio apareja un mal futuro, concluía entonces, para hacer responsable también a Damián, sobre todo a Damián, de la crónica decepción de su mujer. Y recreaba escenas imaginarias, intensas, brillantes, Charo en su modesta habitación de hija de familia numerosa, ante el espejo que compartía a la fuerza con sus dos hermanas, mirándose, admirándose, adjudicándose un porvenir tan deslumbrante como el resplandor de sus ojos, de sus labios, como la perfección casi dolorosa de las magníficas desproporciones de su cuerpo. Damián habría sido sobre todo eso, pensaba Juan, una engañosa garantía de esplendor, un triunfo transitorio y prematuro, una fabulosa autopista hacia la gloria que, al desembarcar por un carril lateral en el camino del auténtico poder, de la auténtica riqueza, había resultado una carretera estrecha e irregular, asfaltada apenas a base de parches. Juan pensaba mucho en Charo. La imaginaba también ahora, atrapada en la rutina acomodada y ociosa de una condena de días iguales y mediocres, el destino no menos modesto de esposa representativa por su aplomo, por su belleza, del ingenuo rey del pan de la zona Norte, uno de esos magnates marginales, de clase media, que nunca se asoman, ni siquiera de perfil, ni siquiera en blanco y negro, a las páginas de consolación de las secciones de Sociedad de periódicos y revistas, un hombre vulgar en sus logros y en sus ambiciones, y muy rico, eso sí, cada vez más rico, pero opaco, sin brillos. Eso era lo que ella había querido tener, y eso era lo que tenía, y en las raquíticas rentas de aquella apuesta situaba Juan el origen de su reclamación universal y perpetua de princesa estafada por el futuro.
—Claro, como yo no pude ir a la universidad…
—¿Cómo que no pudiste? –la primera vez, él reaccionó con una sorpresa bienhumorada y burlona, como si ella estuviera gastándole una broma–. Nunca te interesó, ni siquiera lo intentaste. —Bueno, bueno… Eso habría que verlo.
Entonces Juan se dio cuenta de que estaba hablando en serio, y no supo cómo interpretar aquella pintoresca versión de algo que nunca había sucedido, un delirio pequeño, inofensivo, que fue cambiando de sentido, de carácter, al ampliar sus influencias para acabar abarcando casi todas las cosas. —No fui nada feliz de pequeña, la verdad. Mis padres no me querían, no me
tenían mucho en cuenta.
—¿Pero por qué dices eso? No creo que fuera así, yo nunca lo noté, nadie lo
notaba.
—Tú no sabes nada, pero es la verdad. Nunca me perdonaron que fuera más
guapa que mis hermanas.
—Charo… –él se impacientaba, se asustaba, se rebelaba contra aquella obsesión
por engañarse, por engañar a los demás, que no deformaba tanto los hechos de
su vida como a ella por dentro.
—No me mires así. ¿Qué te crees, que soy tonta? Sé muy bien lo que digo, y
tengo razón, aunque todos os pongáis siempre en contra mía.
Él intentaba hablar, discutir, obligarla a razonar, pero ella encontraba siempre un
guisante debajo del colchón, un guijarro en el fondo del zapato, un nuevo
argumento con el que alimentar su inhumana autosuficiencia de víctima.
—En el fondo, yo me casé con Damián por culpa tuya –le dijo una vez, y ni
siquiera aquél fue el colmo–. No luchaste por mí.
—No me digas eso, Charo.
—Pero es verdad. No luchaste por mí, no intentaste reconquistarme, te limitaste a
desaparecer.
—Me fui para no verte, porque no podía soportar verte a todas horas y no poder
besarte, no poder tocarte… Y que tú no me hicieras ni caso. Por eso me fui.
—Ya. Pero eso es muy cómodo, ¿no?
A él le tocaba pagar, y asumía en silencio, con una irritación que no quería
admitir, pero que iba amargando los bordes de las palabras que mordía para no
decirlas en voz alta, el coste de una deuda imaginaria, el precio de una posesión
parcial e insuficiente, el ruinoso alquiler de aquella arbitraria y perpetua agraviada
que jamás aceptaría ser culpable, responsable de nada que llegara a sucederle. E
intentaba comprenderla.
Ferviente, incondicional, desesperadamente, tal y como la amaba, comprenderla,
encontrar el cabo de cualquier hilo que le guiara por los secretos dibujos de su
laberinto, una solución, una razón al menos para desentrañar su infelicidad, el
fracaso largo y ancho que él estaba dispuesto a compartir, que estaría dispuesto a
asumir incluso si algún día llegaba a comprender sus reglas, sus exigencias, sus
motivos. La felicidad de aquella mujer era muy importante para él, porque él la
amaba, seguía amándola, seguía sintiéndose capaz de hacer por ella cualquier
cosa, cualquiera, siempre y todavía, y sentía vértigo, un pánico negro,
indescriptible, al pensar que pudiera llegar a despreciarla alguna vez.
Aquella vez llegó, después de muchas trampas, de muchos silencios, de muchas
mentiras que nunca fueron tan dañinas por la voluntad de engaño que
encerraban como por el implacable engranaje de la máquina que parecía
producirlas sin sentir, sin pensar, sin descansar.
Pero antes, Juan Olmedo aprendió cosas que ignoraba de sí mismo, y ninguna de
ellas le gustó. Cuando Charo le contó que estaba embarazada, le advirtió que no
estaba dispuesto a seguir adelante en aquellas condiciones, que se había dado
cuenta de que todo había sido un error, desde el principio, que aquel cambio, por
más que fuera accidental, no sólo lo modificaba todo, sino que le había obligado a comprender que nunca debería haber empezado, y se reconoció en cada palabra, en cada frase, en cada juicio que formulaba con la voz clara, serena, de quien suele pensar lo que dice. Pero ella no se dejó impresionar. —Tú no puedes dejarme, Juan, no puedes. Tú y yo estamos en lo mismo, y estamos juntos, encerrados con el mismo candado de la misma cadena, aunque no lo creas, aunque no te guste. No puedes dejarme, no vas a poder –y abrió una pausa para sonreírle–. ¿Qué te apuestas?
Luego se levantó, cogió el bolso, llegó hasta la puerta, la abrió y la cerró con cuidado, sin hacer ruido, sin dar señal alguna de cólera, de rencor, de tristeza, y le dejó solo, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que era estar solo.
Él no confiaba en que la naturaleza de aquella soledad le compensara por la brutal extinción de su sueño, pero la certeza de que había hecho lo único correcto imprimió una cierta armonía en su vida durante algún tiempo. A lo largo de los dos últimos años, había conseguido que todos sus cálculos, todos sus planes y proyectos, consideraran la figura de Damián desde el ángulo más conveniente de los posibles. El más lejano.
Juan, que había pensado en todo, no pensaba en su hermano. El marido de Charo era un estorbo, un fleco, un inconveniente molesto pero residual, un cretino que no se la merecía. Aquel hombre, a quien él había querido, a quien había pertenecido tanto, se había ido desvaneciendo como un muñeco de nieve en la soleada primavera de su impaciencia. Entonces le pareció justo. Él la había visto primero, la había amado primero, había sufrido más, seguía sufriendo, y uno de los dos tenía que quedarse fuera. Le tocaba a Damián pero sería él, otra vez él, él siempre, él todavía. Juan Olmedo ya sabía que nunca se reconciliaría con su hermano. No quería, no podía, no le apetecía, no tenía razones para hacerlo. Pero situarse al margen de su futuro, de su futuro con Charo y esa hija común y accidental que había vuelto a unirlos al menos en el ánimo del amante de su madre, devolvió a su vida una cierta armonía, y el vulgar equilibrio de lo razonable. Durante algún tiempo. Demasiado corto.
Ella lo sabía. Sabía que él se ahogaba, que se estaba ahogando, tenía que saberlo, que no podía andar por la calle sin buscar a cada paso mujeres que se le parecieran, que no podía decir nada sin sentir que sus palabras la buscaban por las calles, que no podía dormir sin verla en sueños, que sus ojos la soñaban por su cuenta cuando estaba despierto, que no podía más, que todo le daba lo mismo ya, todo, su marido, su futuro, su embarazo, porque nada le importaba, ninguna cosa. Llevaba más de tres meses sin verla a solas y viéndola entre los demás, cien días sin tocarla, sin besarla, sin oír su voz sabiendo que nadie más que él la escuchaba, un centenar de mañanas, un centenar de noches circulares e idénticas, enganchadas a la exasperante lentitud de la desesperanza. Las verdades absolutas no prosperan en el yermo jardín de los desesperados. Las verdades absolutas no sacian el hambre, no calman la sed, no concilian el sueño quebradizo y breve de los condenados. La verdad es siempre relativa en la agonía
nocturna y solitaria de los moribundos. El Dios de los adolescentes se lleva
consigo sus verdades y su absoluto cuando los abandona a su suerte. Y ella lo
sabía. Él vivía ya a merced de la verdad más relativa, colgado del hilo de la
esperanza más frágil, encadenado a la repetición de las hipótesis más
improbables, cuando Charo, que tenía que saberlo, llamó al timbre de su puerta
una mañana, mientras él todavía vaciaba sus bolsillos sobre la mesa del salón.
Eran las nueve menos cuarto y acababa de salir de una guardia.
—Hola –le dijo, como si acudiera a una cita y contara con que él la estaba
esperando–. Hoy sí que voy a dejar que me invites a un café.
Llevaba un vestido de algodón naranja bastante escotado, con un corte debajo
del pecho y el resto suelto, la falda muy corta, las piernas muy morenas, el
embarazo insinuándose apenas alrededor de la cintura, estaba a punto de entrar
en el quinto mes y no había engordado mucho, nunca lo haría, cumplía a
rajatabla el régimen que le había impuesto el ginecólogo porque era demasiado
coqueta para hacer otra cosa, aunque a ella le gustaba explicar que lo hacía por
el niño.
Estaba muy guapa además, con esa redondez tensa y carnosa que hace brillar la
piel y dulcifica los rasgos de las embarazadas, y llevaba los labios pintados de un
tono intermedio, un rojo anaranjado tan distante del peligroso marrón del
homicidio como del rosa palidísimo de la maternidad.
—Pues no estoy nada bien, no creas –recostada en el sillón, con la falda
desplegada como la corola de una flor tropical sobre sus muslos del color de las
tartas de yema tostada, controlaba su cuerpo, su postura, sus ángulos, con la
misma sagacidad, la misma estupenda astucia que antes, sin caer en la amorfa
flojedad que suele inducir en las mujeres el cambio de su centro de gravedad–.
He dejado de fumar, por supuesto, y estoy muy nerviosa.
Contenta, pero muy nerviosa. Es lo normal, ¿no? Bueno, pues tu hermano no lo
entiende. Dice que le da miedo acercarse a mí, que le da mucha dentera mi
barriga. Y en cualquier otro momento me daría igual, de verdad, ya lo sabes tú, lo
que me importa a mí tu hermano, pero es que estoy muy nerviosa, en serio, y por
eso he pensado…
Vamos a ver, Charito. ¿Qué te apuestas a que a tu cuñado no le da dentera tu
barriga?
En aquel instante, abrumado, avasallado, estupefacto como estaba, tuvo ganas de
aplaudir, de cubrirla de olés, de gritar bravo, de sacar el pañuelo y hacerlo ondear
en su honor, igual que en los toros, en el teatro, en el fútbol.
Le habría pedido un bis, se lo merecía, por lista, por audaz, por irreductible. Le
habría gustado demostrarle de alguna forma cuánto había admirado aquella
escena, pero no lo logró, porque sus pies le empujaron hacia ella y se limitó a
hacer lo que tenía que hacer. Como un buen chico. Y aquella mañana, mientras
descubría que Charo le gustaba tanto sin cintura como con ella, Juan Olmedo
aprendió que nunca había sabido lo que era tener miedo.
No se trataba de lo que estaba haciendo, sino de lo que podría llegar a ser capaz
de hacer. Él, que había recurrido tantas veces, y tan alegremente, a la expresión
«cualquier cosa» para ponerle un complemento directo a aquella incógnita, a veces se daba cuenta de que no se trataba solamente de palabras, y sucumbía a un instante de terror, como el que le paralizó cuando, de rodillas en la cama, atrajo a su cuñada hacia sí y la penetró despacio, con los ojos fijos en su vientre abultado, que de repente le parecía tan dulce como una loma blanda, cubierta de césped, y entonces ya no escuchó la voz de Elena, aquella novia a la que dejó por ella, sino su propia voz, pero qué haces, Juan, qué estás haciendo, piensa en lo que estás haciendo, es que te has vuelto loco o qué, pero cuándo te has vuelto loco, y sintió miedo, y placer, y más miedo, y más placer.
—¿Te habías follado ya a alguna embarazada? –le preguntó ella, porque le gustaba mucho hablar al principio. —No. Eres la primera de la lista. —¡Ah! Pues lo haces muy bien. Eres muy cuidadoso. —Siempre soy muy cuidadoso contigo.
Él la quería. Tramposa, mentirosa, confundida y hasta ruin, como era a veces, la quería, y la quería para él, y la quería para siempre.
Su amor le bastaba, le consolaba, le alimentaba y le absolvía de sus errores, de su ansiedad, pero le daba miedo. Le aterraba pensar en el tiempo, pero también en los límites. Había vuelto con ella en la mitad de su embarazo y ni siquiera lo habían hablado, no se le había ocurrido pedirle explicaciones, ella no se las había dado, no había insinuado siquiera el tema de aquella nefasta e inconcebible reconciliación, porque no hacía falta. Bastaba con que hubiera llamado a la puerta, con que hubiera creado la situación precisa para que él asumiera toda la responsabilidad, toda la culpa de lo que estaba sucediendo. Ése era el fruto más oscuro, y el más luminoso, de una habilidad tan depurada que parecía congénita. Después de la primera vez, aquella imprescindible exhibición de temeridad, ella cargaba el arma, pero era él quien disparaba, por más que nunca llegara a sentir la presión del gatillo en la yema del dedo. Charo aparecía, se le sentaba enfrente, le miraba a los ojos y se exponía a que él la rechazara porque sabía que eso jamás iba a ocurrir, que Juan jamás podría ordenar a sus pies que caminaran en una dirección distinta a la que su propia aparición había trazado. Y cuando se marchaba, le dejaba a solas con su propia miseria, con su propia y profunda indignidad de títere, con la inconsistencia de sus propósitos y esa caducidad humillante de la voluntad que también es amor, pero no es buena. Le aterraban los límites, esa repentina incapacidad para sujetarse, para controlarse, para comprender qué le había ocurrido, cómo había podido llegar al punto en el que estaba y saber a la vez, hasta sin comprenderlo, que aquello no había hecho más que empezar, que el final estaba lejos, más allá de un eterno calvario de estaciones intermedias que le conducirían hacia un lugar donde tal vez ni siquiera su amor lograría salvarle de la degradación, de la definitiva e irrevocable demolición de todo lo que había querido ser, de todo lo que era. La mañana del día en que nació quien iba a ser su sobrina, Charo se comportó de una forma extraña después de entregarse con la misma convicción, la misma
avidez, el mismo brío con el que solía aniquilarle en los tiempos de su cintura breve, su cuerpo dócil, flexible. Había entrado ya en la semana treinta y nueve, estaba muy avanzada, él habría preferido dejarlo, tenía miedo, pero bueno, ella se había reído de él, si no pasa nada, si tú deberías saberlo, el sexo es beneficioso hasta el final porque fortalece la musculatura y puede llegar a provocar naturalmente el parto, me lo han contado en el cursillo ese que te empeñaste en que hiciera… Era verdad. Charo no quería preparar el parto pero él insistió, y se puso tan pesado que la convenció. Aquella mañana no logró ser tan convincente porque su cuñada le atacaba con el tipo de argumentos a los que él solía recurrir para desarmarla, y no encontró a tiempo ninguna idea afilada, ni un solo recurso con el que contraatacar, por eso se dejó desarmar por ella, pero no llegó a estar tranquilo ni relajado en ningún momento, y cuando la vio al final, inclinándose por encima de su vientre ya inmenso, tan bajo, para mirar con extrañeza los dedos de su mano derecha, y acercarlos a su nariz, y volverlos a mirar con la misma terrorífica curiosidad, comprendió que de todo lo que podía ocurrir, lo peor había ocurrido.
Ella se negó a ir directamente al hospital. Estaba muy tranquila, y tan segura de lo que sabía que insistió en que la llevara antes a su casa a recoger la maleta. Tenemos tiempo de sobra, le dijo, dos horas de margen, eso también lo he aprendido en el cursillo. Juan se sentía tan culpable que no acertó a oponerse, pero mientras conducía sin saber muy bien quién manejaba el volante, quién pisaba los pedales de su coche y lo detenía en los escasos semáforos de las diez de la mañana, veía un ojo abierto en todas partes, en la mitad del cielo, en las rayas del asfalto, en el cristal del parabrisas, un ojo abierto que le miraba, que le escrutaba en el umbral de la visión, en el presentimiento inminente de aquello en lo que consistiría ver.
Sabía de sobra que los fetos no miran, que no ven, que no saben, que no pueden saber, que carecen absolutamente de conciencia, de experiencia, de capacidad para interpretar lo que sucede a su alrededor, pero lo veía, veía ese ojo abierto y diminuto mirándole, acusándole a través del agujero que había roto su equilibrio, el pequeño mundo de paz y ecos acuáticos, de felicidad fácil, primigenia, en el que había nadado como un pez adormilado y satisfecho hasta que una irrupción enemiga lo desbarató sin piedad y sin remedio. Aquel ojo le miraba, peor de lo que había sido, de lo que se había sentido, de lo que se había sospechado nunca, y él no podía decirle nada, no podía defenderse, explicarse, ni esconderse de él. Sabía que era una tontería, pero no pudo esquivarla. Se dijo que era además un signo, un símbolo, una metáfora, pero cuando se le cayó encima pesaba, y le hizo daño.
—¿Damián? Hola, oye, que soy yo…
La maleta estaba preparada y esperándoles en el vestíbulo, pero cuando Juan la cogió y se dio la vuelta, dispuesto a volver al coche, Charo estaba ya entrando en el salón.
—Pues nada, que ya está. Que he roto el saco… El saco amniótico… Vale, pues que he roto aguas, para que me entiendas, y me voy al hospital… No, no estoy
de parto todavía, no tengo contracciones, Juan me ha dicho que cuando me
ingresen me pondrán algo para provocármelas… ¿Qué? No, si tu hermano está
aquí, conmigo. Es que cuando he visto que me empezaba a salir líquido, me he
asustado un poco, porque no sabía lo que era, y le he llamado, y estaba en casa y
ha venido corriendo, el pobre…
Bueno, pues que me lleve él, seguro que no le importa… Vale, pues te veo allí…
Que sí, que sí, tonto, un beso, hasta ahora.
Por el camino, Juan Olmedo empezó a llorar.
—Pero bueno… ¿y ahora qué te pasa? –Charo resopló con impaciencia cuando se
dio cuenta–.
¿Tú estás tonto o qué?
Juan Olmedo lloraba, porque era todo tan feo, tan sucio, tan injusto, que la
conciencia de su amor por aquella mujer sólo podía empeorarlo, empeorarle a él,
hacerle más mezquino, más pequeño, más infeliz, y empeorarla a ella, que en el
momento más difícil había vuelto a ser quien no comprendía.
Él nunca había querido vivir así, en una zozobra perpetua, en el naufragio
irreparable de sus propios deseos, de sus propias acciones, él la quería, quería ser
feliz, ser feliz con ella, y todo lo que había conseguido cabía de repente dentro de
su coche, un ojo abierto que le miraba y aquella situación infame, vergonzosa, a
eso le había llevado tanto amor, una ambición tan alta, la variedad más triste de
la locura.
—Para ya, Juan, por favor, no llores más –era la primera vez que lloraba delante
de ella, y cuando la miró, fue la primera vez que la vio llorar–. Estate quieto ya,
por favor, no me hagas esto ahora, joder, ahora no.
Cuando llegaron al hospital, ninguno de los dos se había recobrado del todo, pero
la recepcionista de Urgencias no les prestó atención, no hizo preguntas.
—No me dejes sola –Charo tenía ya el formulario del ingreso en la mano–. Por
favor, no me dejes sola.
Así que fue con ella hasta la habitación, esperó a que se cambiara, a que dejara
las cosas, y la acompañó hasta la sala de dilatación. Damián llegó enseguida, y
también le pidió que se quedara.
Juan entró con ellos en el paritorio, y fue el único que resistió el parto hasta el
final, porque obligó a salir a su hermano cuando se dio cuenta de que se estaba
mareando.
La rutina del hospital, aquella atmósfera tan familiar de aroma a desinfectante y
batas verdes, le abrigó por dentro, devolviéndole cierta seguridad, la confortable
compañía de un paisaje propio, conocido. Pero cuando salió de aquel edificio por
la puerta principal, en el umbral de una noche que parecía distinta, su ánimo
había cambiado por razones diferentes, más peligrosas, más arriesgadas, más
profundas. Porque, aunque desde el primer momento hubiera sabido que era eso
lo que le iba a pasar, y que no le convenía sucumbir en ningún grado al bucle
dulce y maligno de los finales felices, Juan Olmedo ya sabía que aquella niña era
su hija, y sentía, aun sin querer saberlo, que su ojo le llamaba en lugar de
acusarle. Le aterraban los límites, pero también el tiempo, una dimensión que de
repente parecía haber encogido, haber empezado a codiciar una frontera, estar a punto de acomodarse quizás al vertiginoso crecimiento de los hijos que no han nacido de la casualidad, sino del vientre de una mujer que ha planeado meticulosamente su nacimiento. Una lógica oculta anima todas las cosas. Juan Olmedo se cansó de negar con la cabeza mientras esa sentencia anónima, que no quería reconocer entre los frutos de su propio deseo, retumbaba entre sus sienes, y cedió a una punzada de alegría insensata y purísima porque aquella tarde Charo le había dado esperanzas, para que él aprendiera que nunca había sabido lo que era tener esperanzas.
Se equivocó otra vez, y fue peor, ésa era la condición de todas sus equivocaciones. Durante meses repasó cuidadosa, minuciosa, literalmente, todas las palabras que Charo había pronunciado desde su cama del hospital, tú no sólo eres el más inteligente de los tres, también eres el mejor, nadie se merece un padre como tu hermano, yo quería que lo supieras por si acaso, frases como imágenes que envejecen despacio en un mazo de fotografías olvidado en un cajón, como una baraja de naipes marcados y desgastados en las esquinas por falta de uso, como un rezo incansable, repetido en vano hasta hacerse inservible ya de puro inútil. Tamara crecía, se desprendía deprisa de esa fisonomía borrosa que hace parecidos a todos los bebés, se convertía en una niña morena y única al mismo ritmo que impulsaba a su madre a volver a ser ella misma, con la misma ropa, el mismo aspecto, la misma barra de labios sangrando en su boca, y no ocurría nada, no pasaba nada, no se abría ningún camino que comunicara entre sí los compartimentos cerrados y paralelos en los que transcurría su vida dividida. Juan Olmedo no podía comprender que su cuñada le hubiera elegido como padre para su hija sólo porque en el momento en el que se le ocurrió quedarse embarazada, él le cayera más simpático que su marido. Era algo demasiado salvaje, demasiado insensato, demasiado feroz hasta para una víctima vocacional, una ilusa princesa destronada, la déspota caprichosa y miope que nunca había pagado precio alguno por situarse a sí misma encima de todo, y por encima de todos los demás. No podía aceptar que aquélla hubiera sido una elección irracional, arbitraria, azarosa, porque, además, Charo adoraba a su hija y a su manera siempre peculiar, y peculiarmente egocéntrica, vivía para ella. Juan ya había calculado que sería así, y no sólo porque aquélla fuera una actitud natural, la más previsible, sino porque ella siempre se había comportado como una madre suplente con su cuñado Alfonso, con sus sobrinos pequeños, con los enfermos, con los más débiles. Damián se burlaba de ella, ridiculizaba su generosidad, la abnegación a menudo excesiva con la que se ofrecía cuando juzgaba que alguien la necesitaba de verdad, pero su hermano no habría podido vivir sin el consuelo de aquellos extravagantes excesos.
Ésa era la luz de Charo, el radiante extremo de un misterio que los tenía más turbios, más sucios, más incomparablemente oscuros. A ese clavo se agarró Juan Olmedo durante mucho tiempo, y mientras veía a Charo jugar con la niña, cambiarla o mecerla en los brazos, cantándole en voz baja al oído para que se durmiera, cimentaba con un nuevo ladrillo la base de la última esperanza que le
quedaba. Y sin embargo, lo único que seguía pasando era el tiempo. —Está monísima.
Tamara estaba al sol, en el jardín, y llenaba con tierra una vajilla de platos de plástico para darle de comer tierra a su muñeca vaciándole una pala amarilla en la cara. Charo y él la vigilaban sentados en el porche de atrás, mientras esperaban a que Alfonso se levantara de la siesta. El traslado de su hermano pequeño, que se había mudado a vivir a la colonia después de la muerte de su madre, proporcionó a Juan una buena excusa para ir de visita a casa de Damián con frecuencia, al salir del hospital, durante toda aquella primavera. —Sí –Charo asintió cuando él ya no esperaba ningún comentario–. La verdad es que sí, que está muy mona. Y eso que se te parece… —No, no es verdad –Juan sonrió, recuperándose deprisa de las palabras de su cuñada, que no solía mencionar el tema de la paternidad de su hija–. Se parece a ti. Es igual que tú.
Él tenía miedo de hablar, era también el responsable, el culpable último de que no hablaran. Tenía miedo de lo que podría llegar a decir pero también, y sobre todo, de lo que podría llegar a escuchar si empujaba a Charo hasta el límite de una discusión definitiva.
Tenía miedo de ese adjetivo, del concepto que expresaba, «definitivo», una sola posibilidad a favor, cientos de miles de posibilidades en contra de sus deseos concentrados en una sola palabra, no. Se absolvía a sí mismo pensando que a él no le quedaba nada por decir y que ella lo sabía, que sabía de sobra que él estaba allí, esperándola, siempre, hasta cuando ella quisiera. Eso se lo había dicho con palabras y sin ellas, tantas veces que ya había perdido la cuenta, y había perdido también la cuenta de las veces que ella no había querido responderle, embozándose en un silencio ambiguo, que no significaba nada porque insinuaba demasiadas cosas a la vez.
Pero aquella tarde acababan de estrenar la primavera, el sol era bueno y nuevo como un regalo sorpresa, Tamara abría la boca cada vez que acercaba la pala a la boca de su muñeca, imitando por puro instinto el gesto, la cara que ponía su madre cuando le daba de comer a ella, y Juan había dejado durmiendo en su cama, al levantarse para ir a trabajar, a una residente de Anatomía Patológica con la que se había acostado tres veces en una semana y media, concediéndose incluso el lujo de llamar a su cuñada por teléfono para anular una cita sin explicarle por qué.
Su relación con el resto de las mujeres del mundo había cambiado hacía algún tiempo, aunque no acababa de definirse. Al principio, mientras Charo se confirmaba como una dosis inagotable de felicidad portátil, le fue escrupulosamente fiel. Parecía ridículo, pero lo cierto era que se sentía incapaz de desear a ninguna otra. Las mujeres que le rodeaban, las que trabajaban a su lado, las que se encontraba por la calle, se convirtieron en imágenes planas, inertes, más o menos agradables pero desprovistas siempre hasta de la menor sombra de realidad. No había dejado de mirarlas, pero ya no las codiciaba ni siquiera con la imaginación. No las necesitaba. Cuando Charo le anunció que
estaba embarazada para traicionarle por segunda vez, ese proceso se agudizó
hasta el punto de desposeerle por completo de su propia capacidad de desear. Si
no era su cuñada, no sería ninguna, y sin embargo, una noche como tantas,
cuando Tamara todavía era un bebé de ocho meses, una amiga de la novia de un
amigo suyo le aplastó contra la pared del último bar para preguntarle, a la luz
indecisa de las seis de la mañana, que de qué coño iba él, y él contestó que de
nada, y se fueron a la cama, y se lo pasaron bien. A partir de ese momento, y
aunque ella le llamó luego muchas veces y él no quiso volver a quedar, Juan
Olmedo fue recuperando una cierta neutralidad sin preguntas ni explicaciones.
No buscaba a las mujeres, pero se dejaba encontrar cuando alguna le gustaba.
Llegaría un momento en el que ya no sería ni siquiera capaz de reconocerse en el
sujeto de aquel privilegiado equilibrio, una época furiosa de frenéticos descartes
sucesivos, una fiebre terminal y desquiciada que le empujaría de nombre en
nombre, de boca en boca, de cuerpo en cuerpo, en la búsqueda imposible de un
antídoto, un veneno capaz de curarle o de destrozarle del todo, de arrancarle por
algún medio de las garras de la desesperación, que era su único amo y su
consuelo. Sin embargo, aún no era capaz de presentir el color de su futuro en
aquella soleada y plácida tarde de abril, una escena tan dulce, tan justa, que ni
siquiera cedía al recuerdo de aquella residente de Anatomía Patológica que le
gustaba tanto, y que se lo montaba tan bien, pero que no formaba parte de su
vida verdadera. Aquella tarde, Juan Olmedo se dijo que su vida sólo cabía en
aquel jardín, en aquel porche, en los personajes de una escena que le pertenecía,
que era suya, una parte de su vida robada, secuestrada, usurpada por otro, y esa
certeza disipó su miedo, y desató su lengua.
—Pienso mucho en la niña, ¿sabes? Me pregunto qué va a pasar con ella.
—Pues nada –Charo le miró con interés, y él comprendió que estaba calibrando el
sentido de sus palabras–. ¿Qué va a pasar?
Juan no quiso responder a esa pregunta, y clavó los ojos en su hija antes de
seguir hablando.
—No sé. Ya ha cumplido dos años.
—Casi dos y medio –precisó su madre, y por la mirada que le dirigió, Juan se dio
cuenta de que ya sabía lo que iba a escuchar.
—Me refiero a que, al fin y al cabo, yo soy su padre.
—No, no lo eres –Charo le sonrió sin rastro de rencor ni de malicia, una sonrisa
simpática, hasta comprensiva–. Eres su tío.
¿No te acuerdas? Lo dijiste muy claro. No va a pasar nada, eso es lo único
sensato, y es lo único justo, además. Eso dijiste y eso es lo que hay.
—Ya lo sé, pero me equivoqué –en el fondo la niña no le importaba, todavía no,
entonces quien le importaba era su madre, sólo ella, y lo que Tamara significaba
por ser hija de los dos, y sin embargo, no estaba mintiendo–. No puedo evitarlo.
Pienso que soy su padre cada vez que la veo.
—Me alegro –Charo seguía sonriendo, igual de lejana, igual de amable, igual de
cósmicamente ajena a lo que escuchaba–. Eso es lo mejor para todos.
—¿Y qué pasa con Damián?
—Pues nada, ¿qué va a pasar?
Es mi marido, y el padre de Tamara. Somos una familia feliz, ¿no se nos nota?
—Sí –Juan se levantó, recogió sus cosas, no quiso mirarla–. Quedáis muy bien en
las fotos.
Ella no le preguntó esta vez adónde iba. Él no acertó a decir que se le había
hecho tarde, que tenía que marcharse, y se marchó de allí sin saber exactamente
cómo se sentía, porque la pereza, y un cansancio repentino, poderoso, capaz de
relajar cada molécula de su cuerpo, impidieron que la ira, la pena, la derrota o el
despecho afloraran a la superficie. Cuando llegó a casa, se derrumbó en el sofá y
encendió el televisor. Lo dejó en la misma cadena en la que estaba sintonizado,
un concurso millonario con azafatas en biquini de color rosa claro y un
presentador calvo que chillaba en lugar de hablar. Un concursante de Teruel se
llevó medio millón de pesetas.
Una señora de Huelva tuvo menos suerte, y se quedó en las cien mil.
La ruleta había vuelto a girar cuando sonó el timbre de la puerta.
Charo se le tiró encima sin darle la oportunidad de hacer preguntas. Cruzó los
brazos alrededor de su nuca para impulsarse, rodeó su cintura con las piernas, y
tapó su boca con la suya mientras él se tambaleaba, a medias por la sorpresa y a
medias por la necesidad de equilibrar el peso. Sólo después, cuando estaban en la
cama, desnudos y hartos el uno del otro, quiso explicarle por qué había venido.
—No saldría bien, Juanito –se acercó a él, se acopló a su cuerpo, lo miró de cerca,
sus narices casi rozándose, sus alientos entremezclándose en una distancia
mínima, pero estable, que el tiempo se encargaría de agigantar–. Sería un
desastre.
Él no quiso decir nada, ella le miró como si necesitara escucharle, cerró los ojos,
siguió hablando.
—Ya sé lo que te pasa. Estás follando con otras. Es eso, ¿no?
Te conozco muy bien, Juan, muy bien. Me di cuenta desde el principio.
—Y no te importa.
—Mira… Esto es lo que tenemos, y es lo mejor que podemos tener. Tú eres muy
importante para mí, mucho, porque eres la única persona que me quiere, aparte
de mi hija, aparte de Alfonso, que no es más que otro crío, tú eres el único, y no
sé por qué, la verdad, porque yo soy una mierda –hizo una pausa, pero él no
quiso añadir nada–. Soy una mierda, y lo sé, y no entiendo cómo puedes estar
enamorado de mí, no lo entiendo, pero no quiero que se te pase. Si viviéramos
juntos, dejarías de quererme, Juan, no me soportarías, estoy segura, lo he
pensado muchas veces.
Es mejor así, hazme caso, es mucho mejor así.
—No.
—Sí –le sonrió de una manera especial, con la misma tristeza con la que había
renunciado muchos años antes a repetir una porción de tarta de chocolate–. Sí.
Yo te conozco mejor que tú a mí. Tú no tienes ni idea de lo que yo puedo llegar a
hacer, de lo que puedo llegar a ser. Yo te quiero, Juan, pero no puedo querer a
nadie más de lo que te quiero a ti. Y no sé por qué. Pero sé que no es bastante,
que para ti no sería bastante.
Esas palabras acompañarían a Juan Olmedo durante el resto de su vida. Nunca podría desprenderse de ellas, ni siquiera cuando se hizo lo suficientemente duro, lo suficientemente fuerte, y cínico, y seco, y experto en su desgracia, como para comprender que no eran más que el esbozo de una explicación parcial, insuficiente, una trampa más, otro plazo del engaño interminable. Aquella noche, él compartió con Charo más de lo que jamás habían tenido juntos, su propio dolor, su impotencia, su angustia, al descubrir con un estupor egoísta, pero gozoso, que ella también era capaz de sufrir, que ella también sufría. No pudo recordar entonces hasta qué punto le había conmovido el dibujo roto y gastado de sus labios, su mirada perdida en el barullo de la Gran Vía, aquella tarde de domingo en la que le confesó sin palabras que no era feliz. Pero perdida toda esperanza en su propia felicidad, la infelicidad de aquella mujer le consolaba, le acompañaba, le unía a ella con un lazo distinto, una fraternidad atroz en la derrota común, en la tristeza invencible, en las hilachas sucias, desteñidas, de lo que habría podido llegar a ser la bandera del futuro.
Juan Olmedo intentó acomodarse a otra ilusión, un horizonte pequeño de beneficios pequeños, inmediatos, de riesgos conocidos, calculados. Tampoco duró mucho. Aquella noche en blanco de confesiones graves y misterios templados, acogedores, no fue un principio, sino un final, el vértice de la montaña rusa, el pico de la cuesta arriba, la cúspide de una aguja en la que habría preferido quedarse ensartado, porque la caída fue brutal, y sin red. Charo no guardó la memoria de sus palabras. Todos los espejos se fueron rompiendo, y Juan siguió hiriéndose los pies y las manos con sus pedazos, y su historia empezó a ser la de una ruptura intermitente y eterna, la crónica de un fracaso mil veces repetido, un propósito que nunca logró cumplir, porque ella seguía ganando todas sus apuestas aunque cada vez tuviera que darle más a cambio para lograrlo. En algún momento, sin darse mucha cuenta de cómo sucedía, Juan empezó a distinguir ribetes histéricos, penosos, casi cómicos, en las histriónicas apariciones de su cuñada. En algún momento, fue él quien empezó a ironizar, a sonreír con labios simpáticos y comprensivos, a usar el diminutivo del nombre de su amante, a quedarse sentado en una silla cuando ella se marchaba. No pensó mucho en ello porque cada vez tenía menos ganas de pensar, pero intuía que la clave de aquel proceso no estaba en Charo, sino en sí mismo. A veces sentía que sus arterias se estaban secando, que sus huesos pesaban como si fueran de piedra, que la humedad huía de su cuerpo acartonado y fósil, fosilizado en las esperas interminables, en las concesiones inconcebibles, en la provisionalidad implacable de su vida, en la disolución absoluta de su orgullo.
Y sin embargo, no podía dejarla, no podía resistirse a ella, a su cuerpo, a su olor, a su voz, a los decretos de su incomprensible y tiránica voluntad. No pudo hacerlo ni siquiera aquella noche, cerca ya del final, cuando había empezado a medir el tiempo por los años de su hija, que tenía ya cinco, y no por las promesas de su madre. Había quedado con Charo en el mismo restaurante donde ella le había dejado plantado dos noches antes, y volvió a ser el primero en
sentarse a la mesa.
Aquella situación había empezado a repetirse con tanta frecuencia que se había convertido casi en una costumbre, un ritual que ejercía una ambigua y misteriosa influencia sobre él. Por eso había escogido el mismo restaurante, donde los mismos camareros le miraban con la misma cara de pena que cuarenta y ocho horas antes, ofreciéndole una compasión muda y solidaria que al principio le molestaba mucho. Ya no. Ahora sentía una cierta y misérrima complacencia al exhibir en público sus heridas, como si la conciencia universal de que no era más que un pedazo de imbécil le resultara agradable, placentera, positiva. No entendía bien lo que le estaba ocurriendo, no le gustaba, y sin embargo se estaba acostumbrando a machacarse a sí mismo con más tenacidad, con menos piedad que ella, y a extraer un sabor dulzón y malsano de sus propios pedazos. Se relamía los labios entre golpe y golpe, y no se reconocía, y no le gustaba, pero estaba empezando a gustarle, porque ya no estaba muy seguro de ser él, y tal vez ya era otro, más duro, más infeliz, y peor, pero acaso más de acuerdo con el orden del universo.
Aquella noche, sin embargo, Charo apareció. Con tres cuartos de hora de retraso, cuando él ya se había bebido más de media botella de vino tinto, cuando había acabado con el pan, y con la mantequilla, y con las aceitunas, pero apareció, y todos los camareros se la quedaron mirando al mismo tiempo, con los mismos ojos deslumbrados, súbitamente sagaces. Juan casi pudo sentir una catarata de palmaditas en su espalda y la miró también, la vio venir andando despacio, cargando la suerte, sentarse enfrente de él, mirarle a su vez. Estaba muy guapa, pero no tenía buena cara.
Quizás por eso estaba tan guapa, por las ojeras, tenues y estratégicas como una sombra de ojos, por la delgadez afilada de sus pómulos casi macilentos. Parecía mayor, sin embargo. Aquella noche Juan se dio cuenta de eso, de que Charo estaba empezando a aparentar más años de los que tenía, de que envejecía deprisa, de que tampoco le había dejado tomar ventaja ante el espejo del cuarto de baño.
—Lo siento –le dijo cuando estuvo claro que él no iba a saludarla–. Se me ha hecho un poco tarde. —Sí. Dos días. Ella se echó a reír. —Bueno, pues lo siento más. Mucho más. Me muero del sentimiento. ¿Vale así? —Espero que por lo menos haya merecido la pena.
—Pues… –ella le miró con esa sonrisa odiosa que quería decir yo sé que tú sabes que yo sé que follas con otras, y tú sabes que yo sé que tú sabes que follo con otros, y mira qué bien, qué estupendos, y qué perversos, y qué maduros somos, y qué bien nos lo pasamos, y él sintió un deseo repentino, brutal, de partirle la cara de una hostia–, la verdad es que no. No mereció la pena. Contigo me lo habría pasado mejor. Tú eres con el que mejor me lo paso, ya lo sabes. Intentó cogerle la mano por encima de la mesa pero él la retiró a tiempo.
—Estás celoso, ¿eh?
No quiso contestar a esa pregunta, pero la llegada del camarero disfrazó su
silencio, que se hizo más denso, más llamativo, cuando se marchó.
—Por el amor de Dios, Juan –siguió Charo después de un rato–.
Parece mentira que después de ocho años no tengas todavía las cosas claras, que
te den ataquitos, como a un crío. No sé lo que te pasa, estás muy raro
últimamente.
Juan sirvió vino en las dos copas y siguió callado, no sólo porque no tenía ganas
de hablar, nada que decir, que repetir ya, a aquellas alturas, sino porque además
se dio cuenta de que aquella noche Charo digería mal su silencio, de que estaba
poniéndose nerviosa, a punto quizás de cometer un error.
—En realidad, bien mirado, es lógico que tengas celos –ella siguió hablando con
un acento calculadamente despreocupado, un remedo de ingenio frívolo,
mundano, como si quisiera quitarle importancia a lo que iba a decir–. En el fondo,
es como si tú fueras mi marido, porque, la verdad, hace tanto tiempo que no me
acuesto con él…
—Vete a la mierda, Charito.
Había hablado bajo, en realidad hablaba consigo mismo, pero no tanto como para
que ella no le hubiera oído con nitidez.
—¿Qué? –Charo le miraba con ojos desorbitados, más furiosa que asombrada–.
¿Qué has dicho?
Juan Olmedo se levantó sin precipitarse, sacó un billete de diez mil pesetas de su
cartera, lo depositó encima de la mesa con un gesto tranquilo, controlado, y elevó
la voz.
—He dicho que te vayas a la mierda –ella enrojeció, los comensales de las mesas
más próximas los miraban con interés, el camarero que les traía otra botella de
vino se detuvo con el brazo levantado en el aire, congelado en el ademán de
enseñársela–, Charito.
Cuando salió del restaurante miró el reloj. Veinte minutos después, el timbre de
su puerta empezó a sonar sin interrupciones, como si alguien hubiera apoyado el
dedo en él con todas sus fuerzas. Charo, despeinada y llorosa, con un aspecto
mucho peor que el peor con el que Juan la hubiera visto nunca, intentó meterle
un billete de diez mil pesetas en la boca antes de abalanzarse contra él con los
puños cerrados, para empezar a pegarle sin calcular la dirección de sus golpes,
chillando como un animal feroz, pero asustado.
—¡Tú me dejarás a mí cuando yo te diga! ¿Te enteras? –tenía el rímel corrido,
empastado con las lágrimas en un engrudo negruzco que se desparramaba en
líneas verticales sobre sus mejillas, se le caían los mocos de la nariz, escupía las
palabras a gritos, como si sus dientes fueran a salir despedidos tras ellas de un
momento a otro–. ¡Cuando yo te lo diga, me dejarás! Cuando yo quiera, imbécil,
cabrón, imbécil, ¿qué te apuestas?, sólo cuando yo quiera…
Él no fue capaz de frenarla, de detenerla, de obligarla a recapacitar, a
recuperarse, a reunir las últimas hebras que le quedaban de aquella chica tan
guapa y tan especial que tenía labios de caramelo cuando él la besaba en los
semáforos de Francos Rodríguez después de hacer su turno en la panadería, pero
tampoco pudo sujetarse a sí mismo, no logró oponerse, resistirse al deseo que
crecía en cada ataque, en cada rasguño de sus uñas, en cada mordisco, en cada
bofetada.
Él, que la había deseado tanto en lo mejor, sintió que la deseaba todavía más en
lo peor, y no la inmovilizó para neutralizarla, sino para partirle la cara de una
hostia, y ella se echó a reír en vez de devolvérsela, y él entonces la besó, y la
abrazó, y la acarició, y la poseyó desde un lugar donde no había estado nunca
antes, sintiendo que el suelo se abría debajo de sus pies para que una sima
honda y rojísima le reclamara con la voz cantarina de una madre joven, inocente,
y aceptó que no quería hacer nada sino caer, hervir en el magma precipitado y
denso de aquel infierno sucio, helado, donde Charo le estaba enseñando a
despreciarla, para que Juan Olmedo aprendiera que nunca había sabido lo que
era despreciar a nadie hasta el momento en que empezó a despreciarse a sí
mismo.
Y sin embargo, la quería. La seguía queriendo. Ferviente, incondicional,
desesperadamente, tal y como la despreciaba, la quería, y la quería para él, y la
quería para siempre, todavía. Sin comprenderlo, sin controlarlo, sin poder
creérselo, la quería, pero estaba muy cansado, agotado, arruinado, exhausto,
incapaz ya de dar un paso más, de tender otra vez una mano hacia ella. Por eso
fue Charo quien empezó a moverse, a humillarse más, a trabajar más, a mostrar
más interés por conservarle.
Juan no la entendía, pero ya estaba acostumbrado a no entenderla, y la veía dar
vueltas y vueltas a su alrededor mientras aparentaba que no pasaba nada, que
estaban muy bien, que tenían algo, y que ese algo era bueno, sin intentar siquiera
recobrar la mirada de antes, la inocencia de aquel pardillo que se había disuelto
en los ojos rapaces que anticipaban, con la sagaz malevolencia del rencor, cada
uno de los movimientos de aquella mujer que le instalaba en la soledad más
completa cuando le hablaba, cuando le tocaba, cuando se acostaba a su lado.
El final llegó sin hacer ruido, discretamente, sin señales, sin presentimientos.
Estaban en la cama, dispuestos a dormir, ella se quedaba a dormir con él muchas
veces entonces, derrochando sobre su indiferencia aquel don del sueño que tan
arteramente le escatimaba antes, cuando era para él un bien absoluto, y le
hablaba de sus otros amantes para espolearle quizás, para intentar devolverle
siquiera la vitalidad sincera y dolorosa de los celos.
—Damián no sabe nada –él ni siquiera la miraba, quizás por eso eligió aquel
momento para contárselo–. Él sólo sabe lo tuyo.
—¿Qué? –Juan se incorporó en la cama, se volvió hacia ella, la agarró de un
brazo–. ¿Cómo que lo mío?
—Pues eso, lo tuyo. Bueno, que seguimos liados no, pero que tuvimos algo sí lo
sabe.
—¿Y cómo se enteró?
—Porque yo se lo conté, un día que me sacó de quicio. Él lo ha hecho siempre,
siempre, desde el principio, siempre ha andado enrollado con unas y con otras,
sin disimular, sin cortarse un pelo…
Aquella noche, Juan Olmedo no pudo dormir, porque aprendió que nunca, nunca,
ni siquiera cuando Charo cerró la puerta a sus espaldas por primera vez, había
llegado a saber lo que era estar verdaderamente solo.
—No puedo más, Charo –se despidió de ella en el desayuno, mirándola de frente,
sin titubear, sin esconderse–. No puedo más.
Esta vez va en serio. No pienses en volver, no me llames, no te molestes en
prepararme un número nuevo porque ya no puedo más. No puedo seguir contigo.
No puedo.
Charo se dio cuenta de que estaba hablando en serio, porque no lloró, no chilló,
no se desnudó, no se abalanzó sobre él, ni intentó arrastrarle a la cama.
—Te vas a arrepentir de esto, Juan –le advirtió después de un rato, los labios
firmes, los ojos secos–. Te vas a arrepentir de haberme hecho esto. Seguro que
te vas a arrepentir. ¿Qué te apuestas?
Aquél fue su último desafío, pero lo ganó con facilidad, como había ganado todos
los demás. Porque Juan Olmedo no volvió a estar a solas con ella hasta que la
encontró tumbada en un arcén de la antigua carretera de Galapagar, cubierta con
una de esas mantas gruesas, pardas, que usa la Guardia Civil de Tráfico para
ocultar los cadáveres, y entonces aprendió que nunca había sabido lo que era
estar arrepentido.
Un levante optimista, moderado y valiente, precipitó el verano a mediados de mayo, infiltrando en los cuerpos una alegría salada de brazos al aire y mejillas tostadas por el sol que contaba como una victoria sobre la incertidumbre tenaz de todos los inviernos. En el Sur, la llegada del calor es siempre una certeza, una garantía de estabilidad, una espontánea demostración científica que empieza y termina en los dos puntos. La ambigüedad que vuelve locos a los percheros durante meses de intermitencia, de los abrigos a las cazadoras, de las cazadoras a las chaquetas gordas, de éstas a las finas y de vuelta a los abrigos para empezar otra vez, cesa abruptamente, sin flexibilidad, sin transiciones, con el primer golpe de calor verdadero. A partir de ahí, sólo habrá calor y, para matizarlo, apenas un aire benévolo, refrescante, extranjero, u otro más difícil, más seco y cargado de desierto.
El cuerpo de Juan Olmedo celebró el verano antes de que su cerebro tuviera tiempo para ordenarle que lo hiciera. Eso fue al menos lo que pensó él cuando logró identificar por fin el insistente hormigueo que desataba olas nerviosas, amortiguadas pero incesantes, un milímetro por debajo de la piel de su nuca, de sus piernas, de sus brazos. Era un jueves por la tarde y no estaba cómodo mientras conducía de vuelta a casa por una carretera que el sol hacía brillar como un espejo. Tenía calor. Se quitó la chaqueta, encendió el aire acondicionado del coche, y la situación mejoró, pero no lo suficiente. Pasó el resto de la tarde procurando cansarse. Regó las macetas, ordenó su mesa, reorganizó el trastero, colgó en orden y en el tablero de la pared todas las herramientas que se habían
ido dispersando por la casa durante los últimos meses, vació las papeleras,
transportó un par de bolsas de basura hasta el contenedor y, después del último
viaje, renunció a un paseo casi nocturno por la playa para dirigirse directamente a
la mesa del teléfono.
La ATS desempleada se puso muy contenta de oírle. En las últimas semanas
apenas había recurrido a ella tres o cuatro veces, siempre por compromisos
sociales relacionados con compañeros del hospital, esas cenas de fraternidad
laboral a las que se había ido acostumbrando y en las que al final se divertía
aunque su convocatoria le diera más bien pereza, exactamente igual que le había
ocurrido siempre antes, en Madrid. Pero esas citas casi rutinarias de algunos
viernes, algunos sábados, no eran el único aspecto en el que su vida se estaba
estabilizando, un proceso cuya dirección principal le asombraba tanto que el
propio asombro le impedía disfrutarlo completamente, porque una desconfianza
súbita, tan antipática como si fuera ajena, un regalo envenenado de otro tiempo,
de otra memoria, le impulsaba a dudar de todo cuanto le ocurría cuando se
quedaba solo, desposeyendo a su tacto, a su olfato, a sus ojos y sus oídos, de la
facultad de confiar en sí mismos.
Fue la necesidad de recuperar ese control, la fe de sus sentidos, lo que le empujó
aquella noche hacia Sanlúcar, y ella le guió a través de un camino de tierra
apisonada que le resultó sorprendentemente extraño cuando se dio cuenta de que
no hacía ni ocho semanas que lo había recorrido por última vez.
Sin embargo, los neones que ejecutaban una previsible secuencia de destellos
sobre el tejado lo recibieron como viejos amigos.
—¡Dichosos los ojos! –Elia improvisó un pequeño papel de novia dolida y
abnegada cuando lo vio venir desde la barra–. Ya creía que se te había tragado la
tierra.
—Si quieres me voy –contestó él con mucha calma, sólo después de llegar a su
lado.
—No. Mejor quédate.
Pasó del enfurruñamiento a un desaforado acceso de cariño en un instante, y
Juan, aun sin querer, empezó a comparar su simpleza, una sabiduría superficial
de gestos rentables y bien aprendidos, con la entregada codicia de Maribel, esa
intuición suicida del abismo que la favorecía incomparablemente incluso en la
distancia, y hasta delante de una mujer más joven y que estaba más buena que
ella. Mientras Elia ronroneaba y se enroscaba a su alrededor, le echó un vistazo al
local, que estaba lleno como no solía estarlo los jueves. Será el levante, concluyó
para sí, y entonces, y porque al mismo tiempo no había dejado de pensar en su
amante, aprovechó la imprescindible pausa que impuso la llegada de las copas
para deshacer el abrazo de aquella chica y acodarse con los dos brazos en la
barra, de cara al bar, antes de hacerle una pregunta en el intranscendente tono
de las ocurrencias.
—¿Conoces a un tío de mi pueblo que se llama Andrés y le llaman el Panrico
porque antes era repartidor de pan de molde?
Ella le sonrió con una esquina de la boca y entornó los ojos un momento, como si
le hubiera estado esperando.
—Sí, claro que le conozco –contestó–. Pero no le llamaban así por ser repartidor
de pan de molde, sino porque estaba muy bueno.
—Ya, en fin, es lo mismo –Juan sonrió, ella le devolvió la sonrisa–. ¿Y no estará
aquí, por casualidad?
—Siempre está aquí. Viene casi todas las noches. A tomarse una copa, solamente,
no creas.
Suele estar tieso, no tiene trabajo fijo, aunque de vez en cuando engancha algo y
organiza unas que para qué… Es ése de ahí, el que está apoyado en la columna,
¿lo ves?, el de la camisa rosa.
Juan Olmedo le miró sin sospechar que el objeto de su observación llevaba ya un
rato observándole. El hombre que le devolvía una mirada tan directa como la que
recibía de él tendría poco más de treinta años, el pelo rubio oscuro, un cuerpo
mediano, ni delgado ni musculoso, y ese tipo de cara de muñeco grande, cejas
muy dibujadas, ojos redondos, nariz pequeña, labios carnosos, que es tan
frecuente entre los modelos publicitarios.
Se había hecho demasiado mayor para seguir cargando airosamente con esa cara
de seductor adolescente, pensó Juan, mientras calculaba que debía de ser más
bajo que Maribel y que, en consecuencia, su cabeza no debía llegar mucho más
allá del nivel de sus propios hombros. Lo justo para impresionar a una niña de
once años. Y sonrió, para que él volviera la cabeza y dejara de mirarle.
—Te estás follando a su mujer, ¿no?
Aquel comentario le sobresaltó, y ella se dio cuenta. Por eso bebió un trago largo
de su copa, y meditó su respuesta antes de hablar.
—Primero, no es su mujer. Segundo, a él no le importa una mierda con quién esté
follando o dejando de follar. Y tercero…
Sí, me la estoy follando, ¿qué pasa? Llegó a componer esa frase en su cabeza,
pero no la dijo, porque se acordó a tiempo de las cautelas de Maribel, esa
precaución severa y universal que le desconcertaba tanto, sobre todo porque se
parecía mucho a la vergüenza que ella tal vez hubiera podido esperar de él, y que
él no sentía, pero que sin embargo a él nunca se le hubiera ocurrido esperar de
ella.
—No me llames de usted, Maribel –se había acordado de pedirle al fin, la tercera
vez que se acostaron juntos.
—¿Por qué? –ella estrechó su abrazo debajo de las sábanas, como una forma de
agradecerle esa petición que no pensaba atender–. ¿Le molesta?
—Pues no, no es eso. No me molesta, pero me parece absurdo.
No tiene ningún sentido. Es ridículo, ¿no?, que me llames de usted… –hizo un
gesto con los labios y se quedó mirándola, sonriéndole con una expresión que
valía por el resto de la frase, el que no quiso decir en voz alta, con la misma boca
con la que me chupas la polla.
—Puede ser, pero es que…
–ella se paró a pensar, a encontrar las palabras que necesitaba–. Es que si
empiezo a llamarte de tú, a estas alturas, me voy a acostumbrar porque, claro,
eso pasa siempre, y entonces, antes o después se me escapará, cuando le cuente
a Andrés algo de lo que hayamos estado hablando, o cuando hable de usted con
alguien. Y si Andrés me escucha, pues se dará cuenta de todo y acabará
acostumbrándose también, y si se entera mi madre…
—¿Qué?
Ella no quiso contestarle, pero le miró, él sintió que abrochaba, que estrechaba su
mirada, y leyó en ella la parte de explicación que Maribel había preferido callarse,
y aceptó sus razones. Ésta no es una historia fácil, le dijeron sus ojos, no puede
serlo porque fuera de esta cama tú y yo no somos iguales, y si se entera mi
madre, empezará a sospechar enseguida por qué me ha dado por tutearte, y
acabaré metiendo la pata y todo el mundo lo sabrá, y no será bueno para nadie,
porque nadie aceptará que en esta historia difícil los dos salimos ganando, nadie
creerá que las cosas son como han sido de verdad, nadie comprenderá lo que
pasa en esta cama, y mi fama será peor, y la tuya empezará a ser mala, y a ti te
dará lo mismo porque tú puedes pasarte la opinión de este pueblo por los
cojones, pero a mí no, porque los tiempos han cambiado, y han cambiado las
cosas, pero no de la misma manera, no en todas partes, no a la misma velocidad
para todo el mundo, y para las mujeres como yo, para los hijos de las mujeres
como yo, las cosas cambian poco, y muy despacio, por eso esta historia que es
tan fácil aquí dentro, se vuelve tan difícil fuera de esta cama, porque aquí dentro
tú y yo somos iguales, pero fuera no lo somos, y tú eres usted, pero yo sigo
siendo yo, y soy muy poco.
—Yo, la verdad, si no le importa… –dijo por fin, después de un rato–. Yo preferiría
seguir llamándole de usted.
Entonces él la besó en la boca durante mucho tiempo, con muchas ganas, una
repentina necesidad de mezclarse con ella, de absorberla en sí mismo y
mantenerla dentro, pegada a su cuerpo, a salvo, y no volvió a sacar el tema
aunque lo tenía siempre presente, hasta el punto de que logró mentir a Elia con
una naturalidad tan fluida, y tan barroca a la vez, que estuvo seguro de haberla
convencido para siempre.
—Y tercero, yo no me estoy follando a Maribel. Y la verdad es que no me
importaría, ¿sabes?, pero ni siquiera he tenido la oportunidad de intentarlo. No la
veo nunca.
—¡Pero si trabaja en tu casa!
–ella le miraba con más astucia que desconfianza, en una proporción que
revelaba el discreto alcance de su inteligencia.
—Sí, pero desde la una hasta las cinco de la tarde. Y a esas horas, yo también
estoy trabajando.
Y a veintisiete kilómetros de mi casa, por cierto. En el hospital de Jerez, ya lo
sabes.
—¡Ah! –aquella chica tan guapa que tenía los dientes tan feos, se los enseñó al
morderse el labio inferior como una forma de castigarse por haber metido la
pata–.
Es que, yo creía… Como ya no vienes nunca a verme, Andrés me dijo que, a lo
mejor…
—He estado muy liado últimamente.
Él no juzgó necesario dar más explicaciones, y ella desde luego no se atrevió a
pedírselas. A cambio, volvió a enroscarse a su alrededor como una serpiente
amaestrada y hambrienta antes de tirar de él para arrastrarle sin palabras por el
pasillo del fondo.
Juan Olmedo, que había llegado muy tarde a aquel mundo en apariencia complejo
y problemático para descubrir que era un lugar sencillísimo, una línea tan recta,
tan abrumadoramente simple como la única regla que imperaba en sus dominios,
suponía que Elia se iba a esmerar. Y acertó. Su piel encontró motivos para
agradecerle tanto esmero y, sin embargo, por debajo de esa primaria aunque
costosa gratitud, la dosis de placer que le debía, una satisfacción domesticada,
convencional, lógica, no acabó de saciarle, ni le calmó por dentro. Al día
siguiente, se levantó nervioso y no dejó de estarlo en ningún momento, hasta
que, a las dos y media de la tarde y absolviéndose de antemano por todos sus
errores pasados y futuros, empujó la puerta del despacho del jefe de servicio. El
cielo relucía como si alguien lo hubiera pintado de azul cielo, el sol calentaba más
allá de los cristales, y el demonio del levante perfeccionaba sin descanso algún
método nuevo para atravesar todas las barreras, porque se había deslizado
dentro de su cuerpo y lo mantenía en vilo, inquieto, distraído, e incapaz de
concentrarse completamente en ninguna cosa.
—Oye, Miguel –su amigo le miró por encima de sus gafas de leer, tras una mesa
en la que se desparramaba un montón de gráficas–. Es que he pensado… Bueno,
la planta está muy tranquila, no tenemos a nadie en quirófano, ningún ingreso
previsto, y tampoco tengo pacientes citados para esta tarde, así que, si no te
importa, me vendría muy bien cogerme un par de horas para asuntos propios.
Miguel Barroso, en un gesto mucho menos acorde con su categoría laboral que
con la amistad que le unía a Juan desde hacía tantos años, se quitó las gafas, se
recostó en su butaca, y mientras movía la mano en el aire para invitarle a
sentarse, le dirigió una sonrisa maliciosa.
—¿Para qué? –le preguntó después, frunciendo la nariz como si no hubiera
comprendido bien las palabras que acababa de escuchar.
—Para asuntos propios –al contemplar su expresión, Juan Olmedo no logró
reprimir del todo el inicio de una carcajada–. Es un derecho laboral consolidado.
Viene en el convenio.
—¿A estas horas?
—Pues sí. Para hacer gestiones es una hora buenísima.
—Ya. Vas a ir al notario, ¿no?
Justo.
—¿Y cómo se llama?
—¿El notario?
—No. El asunto propio ese que te has buscado.
—Bueno… –Juan Olmedo, que se había dado cuenta desde el principio de que su
jefe no creía ni una sola palabra de las que estaba escuchando, se echó a reír
abiertamente cuando comprendió que ya no podía seguirle la broma–. La verdad
es que no lo andaba buscando, ¿sabes? Más bien me lo he encontrado.
—Ya –repitió su amigo, poniendo los ojos en blanco–. ¿Y quién es?
—Pues… –hizo algún tiempo para buscar una buena excusa, pero no la encontró–. Es que es complicado, la verdad. Preferiría no contártelo. De todas formas, te da
igual porque no la conoces, ni la vas a conocer.
—¡No jodas! –Miguel, que había llegado a aprenderse casi de memoria el relato
de la pasión de Juan por su cuñada, improvisó una mirada de alarma–. ¿Otra
impresentable?
Él hizo un gesto escéptico con los labios, se quedó un rato pensando, sonrió.
—Pues sí. Digamos que es un incesto técnico.
—Eso, ponme los dientes largos, hijoputa –y el jefe de servicio de Traumatología
del hospital de Jerez, movió la mano en el aire para señalar la puerta.
Media hora más tarde, Maribel, que limpiaba el espejo del recibidor subida encima
de una silla, sus pies enfundados en esas alpargatas desgastadas y grisáceas que
Juan no veía desde hacía meses, estuvo a punto de caerse al suelo cuando le vio
abrir la puerta.
—¡Pero bueno! –su cara reflejaba menos sorpresa que satisfacción, sin embargo–.
¿Y usted qué hace aquí?
Él no contestó. Se acercó a ella, le tendió una mano para ayudarla a bajar, la
abrazó por la cintura y la besó en los labios, que encontró algunos centímetros
por debajo del lugar acostumbrado.
—Pues no tengo nada que darle de comer –le advirtió ella, con una sonrisa tan
grande que no le cabía en la boca.
—Sí, sí que tienes…
Subieron por la escalera sin mirar dónde ponían los pies, pero una misteriosa
intuición del equilibrio les permitió alcanzar el piso de arriba sin contratiempos,
con los ojos medio cerrados, los labios acoplados en una irreprochable simetría,
las manos de cada uno ocultas bajo la ropa del otro. La cama estaba hecha, las
persianas entornadas, las baldosas frías y perfumadas con el aroma de los suelos
recién fregados. Juan Olmedo percibió todos estos datos como uno solo, un signo
de la complicidad del aire, una estática ceremonia de bienvenida de sus propias
posesiones, un saludo de sus objetos sabios, satisfechos. Imponiéndose a sí
mismo una lentitud que su deseo desmentía, desnudó despacio a Maribel, y
mantuvo los ojos bien abiertos para contemplar su ropa interior desparejada y
vieja, un sujetador que debió de ser blanco antes de avergonzarse de su color
rosado, desteñido en algunos lugares hasta la frontera del rojo, en otros más
pálido, apenas manchado, y unas bragas de color carne con la goma muy floja
que reconoció como las de la primera vez, aunque ahora no le inspiraron lástima,
ni un impulso de arrepentimiento, sino una ternura extraña y profundísima.
Mientras consentía que Maribel, incómoda por aquel descuido que no había
podido prever, terminara de desnudarse a toda prisa, Juan pensó que había sido
una tontería regalarle un chal por su cumpleaños, y se conmovió al calcular cómo
cuidaría ella de los dos conjuntos nuevos, flamantes, uno negro y otro blanco,
que alternaba con una precisión rigurosa, matemática, cuando iba a encontrarse
con él cada mañana después de una guardia.
Aquel encuentro sucedió en lo que en teoría tendría que haber sido su jornada
laboral, pero no fue especial sólo por eso.
—Vamos a ver…
Maribel no solía hablar durante el sexo, como si no fuera capaz de concentrarse
en nada, más allá de lo que daba y de lo que recibía.
A Juan le gustaba ese instinto de anulación, tan diferente de los complejos
estados de consciencia de Charo, que podía sorprenderle en cualquier momento
con una revelación insospechada sin que esa habilidad perjudicara, al menos en
apariencia, la calidad de su abandono, porque eliminaba su propia necesidad de
estar alerta. Sin embargo, aquella tarde, y en un instante en el que ninguno de
los dos parecía estar en condiciones de hablar, Maribel liberó su boca durante un
instante para hacerle una pregunta.
—¿Nosotros no teníamos un trato?
Juan se incorporó sobre un codo y levantó la cabeza para mirarla.
—Sí, lo teníamos.
—¿Y ya no lo tenemos?
—Pues no. Parece que no.
—Mejor –Maribel le sonrió antes de volver a acogerle en su boca y un instante
después, pronunciando ya con dificultad, insistió en voz alta–. Mucho mejor.
Juan acertó a acusar de alguna forma sutilísima, inefable, la satisfacción con la
que ella había acogido una noticia que él le había dado sin pensarlo mucho, sin
concederle una importancia que tal vez, después de todo, sí tenía. No era la
primera vez que Maribel le sorprendía con una inteligencia peculiar, que se
elevaba muy por encima de su nivel general de comprensión de las cosas cuando
ocurría algo que pudiera llegar a afectar directamente a su relación con ella. En
estos casos, Maribel siempre se daba cuenta antes que él de lo que estaba
pasando.
Quizás aquella tarde no fue una excepción pero, sin embargo, después de apurar
hasta la última sacudida del temblor, fue Juan quien la sorprendió a ella. Eran las
cuatro menos cinco y estaba muerto de hambre.
—¿Has comprado pan? –ella asintió con la cabeza–. ¿Y has comido?
—No –se echó a reír–. Usted no me ha dejado.
—Muy bien, pues vamos a arreglarlo. Voy a bajar a la cocina a hacerme un
bocadillo de jamón.
¿Quieres otro?
En lugar de contestarle, ella empezó inmediatamente a forcejear con él,
intentando en vano liberarse de sus brazos.
—No, no. Deje, que ya voy yo…
—No me has entendido, Maribel –él la estrechó un poco más y sujetó sus dos
muñecas con una sola mano–. Te lo voy a repetir. Yo, o sea, yo, o sea, tú no, voy
a bajar a la cocina a hacerme un bocadillo de jamón.
—Pero es que puedo hacerlo yo.
—Ya lo sé, pero no lo he dicho para que te ofrezcas a hacerlo tú. Lo que te he preguntado es si quieres otro.
—Vale –y entonces se aflojó, dejándose caer sobre la cama, como resignada a seguir descansando–. Pues sí que quiero. —¿De jamón o de otra cosa? —De jamón. —¿Y para beber? —Una cerveza.
Las baldosas del suelo de la cocina estaban calientes. El sol de la tarde entraba hasta la mitad de la habitación, dibujando un charco de luz que Juan Olmedo holló con placer y los pies descalzos. Mientras cortaba jamón con la precaución propia de quien ha visto muchos pulgares rebanados por el filo de un cuchillo, sintió el calor que traspasaba sus plantas, los dedos del sol rodeando sus tobillos, lamiendo sus empeines, remontando el obstáculo de sus piernas para conquistar sus rodillas, y acogió sus caricias como un premio, un regalo de valor incalculable y gratuito, un golpe de suerte. Desnudo en la cocina de su casa, envuelto por la luz, Juan Olmedo probó una variedad silenciosa y humilde de la armonía, y en la imprecisa música de sus sensaciones descubrió que estaba bien. Era cierto. Estaba bien. Aquel bienestar inconcreto y universal, como una segunda piel, un nombre propio, era ya tan raro, tan remoto, tan dudoso de puro olvidado, que dejó que el sol trepara por su espalda, que se derramara a través de sus hombros, que colonizara su cara, su cuello, sus manos, para cerrar un círculo perfecto, una cápsula de paredes invisibles que le mantenía del lado del calor, lejos del miedo y de las dudas, de la rabia y de todos esos rasgos de sí mismo que habría preferido no tener que aprender nunca. Estaba bien sin saber por qué, sin sentir siquiera la necesidad de comprenderlo, y por eso en algún momento dejó caer las manos a lo largo del cuerpo y cerró los ojos para no hacer nada, para estarse quieto, para reconocerse en la memoria del placentero y crujiente envoltorio físico de una fe que había perdido para siempre. Entonces se preguntó si, al fin y al cabo, aquel calor no sería bastante. Se contestó que seguramente no, pero quiso contrarrestar el sentido de aquella respuesta con el deseo de estar equivocado.
Él también sabía que su historia con Maribel era difícil, y más que eso. Dificilísima. Tanto que no habría comenzado jamás si el azar no les hubiera colocado antes en los dos extremos de una cuerda tensa y desigual, que extraía toda su fuerza de su propia irregularidad. Aquel desnivel, que en principio había bastado para garantizarle que nunca podría suceder nada entre ellos, se había convertido sin embargo en el vínculo fundamental de lo que les unía. Juan nunca se habría acercado a Maribel en un bar, nunca habría intentado ligársela por la calle o en su consulta del hospital, y sin embargo, cuando él estaba lejos y ella en su casa, lavándole la ropa, ordenándole el armario, haciéndole la cama, percibía el carácter profundo y perverso de aquella intimidad con más nitidez que cuando estaban juntos, un prodigio que tenía todas las ventajas de las relaciones secretas,
prohibidas, clandestinas, y ninguno de sus inconvenientes. Cuando Maribel se acercaba a su casa a última hora de la tarde para recoger a Andrés, si los colegios habían dado vacaciones en una jornada que era laborable para los adultos, o al encontrarse en casa de Sara en algún momento del fin de semana, casi siempre con los niños como pretexto, los dos estaban igual de nerviosos, igual de tensos, igual de atentos a la oportunidad de aprovechar cualquier coyuntura favorable, por mínima que pareciera, para despistarse a la vez, o para hacerlo en un intervalo de tiempo tan breve y tan bien sincronizado como si lo hubieran ensayado previamente, pero no se arriesgaban a nada, no engañaban a nadie, no se exponían a un contratiempo mayor que el desconcierto de Sara mientras repetía que lo de la persiana le daba igual, que no solía subirla del todo, para que Juan insistiera en ir un momento a su casa a buscar un destornillador, y Maribel se acordara en aquel instante de que en el congelador debía de haber una barra de pan que le vendría muy bien para la cena de aquella noche, siempre que Juan no la necesitara, por supuesto. Por supuesto, Juan nunca la necesitaba, entre otras cosas porque la barra de pan ni siquiera existía, y los dos cruzaban la calle con pasos calmosos, tranquilos, como si pretendieran ahorrar velocidad para desplegarla sobre sí mismos en el instante en que la puerta se cerrara a sus espaldas.
Juan Olmedo, que había arriesgado mucho más, durante muchos años, nunca había follado tan deprisa, ni había sospechado que ocho, diez, doce minutos pudieran estirarse hasta tal punto. Tampoco había conocido a ninguna mujer que sonriera siempre justo después de correrse, y le gustaba ver la sonrisa de Maribel flotando sobre su cara como un velo autónomo, estable y transparente, cuando volvían a casa de Sara, los dos callados, guardando las distancias y andando todavía más despacio que antes. Todo eso era importante, y sin embargo, Juan Olmedo sabía que la consistencia de aquella historia insensata, que crecía contra todas las lógicas de semana en semana, dependía precisamente de su precariedad, de los días que espaciaban sus guardias entre sí, de las barreras que les separaban fuera de esas pocas mañanas fértiles y desiertas como islas, de las horas siempre escasas, a veces escasísimas, que ambos exprimían sobre sí cuando estaban juntos, de la absoluta ignorancia que cada uno de ellos tenía del mundo del otro.
Ésa era su fuerza, y ése era su riesgo, y el tiempo, el mismo que los bendecía con una complicidad elástica y desmedida en algún momento de ciertos sábados, ciertos domingos que parecían desprenderse entonces de su naturaleza clásica, ociosamente rutinaria, era a la vez su principal y quizás su único enemigo. Él sabía de sobra todo eso, pero aquella tarde se encontraba bien sin entender por qué, sin sentir siquiera la necesidad de comprenderlo. Por eso completó el contenido de la bandeja con una tableta de chocolate con almendras, su favorito, y se abandonó otra vez, después de tantos años, a la confortable relatividad de las verdades que prefería, y esa música muda que nacía del centro de sí mismo no quiso dejarle a solas con lo que sabía. Comieron en la cama, recostados sobre las almohadas, y aunque Maribel insistió
mucho en que le dejara hacerla otra vez, él se limitó a sacudir la sábana de arriba
un par de veces para desalojar las migas.
—Le advierto que no he acabado de limpiar abajo –dijo ella, sin insinuar la menor
intención de levantarse.
—Da igual –él la abrazó–. Te lo perdono.
Se quedaron dormidos sin darse cuenta. Maribel se despertó antes que él, se
acordó de mirar el reloj a tiempo, se asustó, y soltó un grito. Cuando Juan logró
abrir los ojos, ya estaba medio vestida.
—Son las cinco y cuarto. No nos ha pillado su sobrina de milagro.
Tamara habría salido ya del colegio, pero Juan se sintió preso en una especie de
nostalgia perezosa que le impedía levantarse. Desde la cama miró a Maribel, que
al terminar de vestirse entró un momento en el baño, y salió enseguida con el
pelo en orden para empezar a andar hacia la puerta, y a mitad de camino se
arrepintió, y desanduvo el camino, se sentó en el borde de la cama, le besó en los
labios y volvió a marcharse.
—Maribel… –estaba ya en la puerta cuando su voz la detuvo–.
Creo que te voy a contar una cosa porque, total, te vas a enterar de todas
formas.
Ella aferró el picaporte con la mano y no dijo nada, pero le miró con cara de
miedo, como si estuviera segura de que cualquier noticia que pudiera salir de sus
labios sería una mala noticia. Él comprendió que había escogido sin querer una
fórmula alarmante, y no la hizo esperar, pero decidió ser muy escueto, para
comprobar si esa Inteligencia especial que había creído detectar otras veces
funcionaba también en esta ocasión.
—Anoche estuve en Sanlúcar.
Sólo necesitó un instante para cambiar de cara. Después, disuelto ya hasta el
menor recelo, cerró los ojos y sonrió con los labios fruncidos al principio, luego
abiertos en un ángulo amplísimo, definitivo, para mirarle por fin.
—Eres un pedazo de cabrón, ¿sabes?
Era la primera vez que le llamaba de tú, la primera vez que él lo escuchaba en voz
alta, y quizás por eso volvió a hablar sin meditar mucho, sin conceder a sus
palabras una importancia que, después de todo, tal vez sí tenían.
—Me gustas mucho, Maribel.
Volvió a cerrar los ojos, pero ya no los abrió. A él ni siquiera se le ocurrió pensar
que ella pudiera haber vuelto a comprender primero.
III
Los aires difíciles
El agua estaba helada, pero Sara Gómez resistió el mordisco del frío moviendo los brazos y las piernas como una cría descontrolada y eufórica hasta que estuvo segura de que, al salir del mar, se encontraría con que la mayor parte de su cuerpo se había vuelto de color púrpura. Entonces se zambulló del todo para salir
del agua un instante después tiritando como un pollo mojado, la piel de punta y una vaga sensación de felicidad en las yemas de los dedos. En el largo periodo de indecisión que había consumido de pie, en la orilla, mientras se acercaba y se alejaba sucesivamente de la tentación del primer baño, el joven sol de mayo había calentado la toalla, que derramó generosidad sobre su espalda para garantizarle un calor que, al cabo de un tiempo no tan largo, la animaría quizás a repetir la experiencia más puntiaguda del año. Entretanto, y apenas recuperó el control de su temperatura, Sara se sentó, y miró la playa. El mar se movía, rompiendo un silencio limpio de transistores y conversaciones con el fragor rítmico, impecable, de la espuma que se fabrica a sí misma sólo para destruirse deprisa y después, en una danza absurda, y por absurda, fascinante siempre para quienes fueron niños de secano.
Volvió a casa a la hora de comer, cansada y contenta, aunque en la última cuesta tuvo que tirar de sus piernas, que parecían haber perdido la memoria del camino. Tenía hambre, pero aún más necesidad de descansar. Tras franquear el traicionero y póstumo obstáculo de las escaleras, bajó las persianas y se tumbó en la cama con los ojos cerrados. En la fresca oscuridad de su habitación, se dio cuenta de que aquella primera mañana de playa había reinaugurado un rito anual que, por una vez, había escogido por y para sí misma. La repetición de un acto tan simple aseguraba la consistencia de una vida que ya no era nueva, y por eso era a cambio más suya que un año antes. Era un buen momento para hacer balance, y Sara lo concluyó satisfecha. Luego se quedó dormida. Cuando comió por fin, a la veraniega hora de la merienda, decidió volver a la playa a la mañana siguiente con una silla, una sombrilla y un libro, para estrenar en condiciones una estación de vida asilvestrada, placeres pequeños, calor y movimiento constante. Las vacaciones de los niños acentuaron esa sensación de libertad recuperada, como si su complicidad con ellos le diera derecho a sentirse, ella también, de vacaciones. Tamara aprobó el curso con unas notas que habrían sido hasta muy buenas si las de Andrés no hubieran sido mucho mejores, pero las celebró con el mismo entusiasmo. Tenían por delante cien días sin clase para ellos solos, y en los primeros parecían tan perdidos, tan incapaces de gestionar tantas horas de ocio absoluto, que de vez en cuando hasta se atrevían a declarar que estaban aburridos. Sara, que los llevaba con ella a la playa por la mañana, les tomaba el pelo cuando les veía dar vueltas por la urbanización a media tarde, y procuraba acostumbrarse a la idea de que la dejarían sola cuando acabaran de hacer sus propios planes.
Aquel momento llegó muy pronto, pero los niños no dejaron de contar con ella. No les veía tanto como el verano anterior, y sin embargo su relación con ellos mejoró, porque aparte de seguir recurriendo a su, tradicional mecenazgo para hacer cosas que no podían hacer solos, empezaron a invitarla a que los acompañara cuando no la necesitaban, estableciendo una dinámica que acabó arrastrando también a Juan Olmedo, e incluso a Maribel, a una placentera vorágine de cine de verano, partidos de voleibol playero y funciones de teatro improvisadas en un jardín.
Junio fue bueno. Julio, mucho mejor de lo que Sara se había atrevido a esperar y
que la mayor parte de los meses que recordaba.
En el centro de lo que cada vez se parecía más a una extravagante sociedad, la
irregular familia de seis miembros que se habían adoptado los unos a los otros en
casi todas las direcciones posibles, con la libertad de las decisiones arbitrarias y
por el puro deseo de estar juntos, ella se convirtió en el peso que equilibraba
todas las balanzas, en el juez que dirimía los conflictos de intereses, en la
organizadora de los planes más complejos, y se divertía –igual en la playa y en–la piscina, en el cine y al pie de la barbacoa, en el salón de juegos recreativos
donde Andrés y Tamara morían una y otra vez en lucha desigual con los
extraterrestres y en las largas sobremesas que Juan y ella apuraban a solas, con
una copa en la mano.
La vida parecía fácil, y además lo era en aquel blando calendario de citas
espontáneas y planes imprevistos, en los gestos de afecto y las risueñas
conversaciones sobre las que, algunas veces, ella creía percibir un ingrediente de
más, una razón aglutinante y oculta, una sombra que se repartía para flotar por
igual sobre todas sus cabezas y marcarlos con la señal de un pasado común,
como una convalecencia universal e imprescindible donde la generosidad que
todos, incluso los niños, derrochaban para complacerse entre sí, naciera de una
feroz determinación a escapar de su propia soledad, a curarse en compañía y
mutuamente sus heridas. Cuando Sara se encontró pensando así, se dijo que a la
fuerza tenía que equivocarse, que no disponía de ningún motivo para atribuir a
sus vecinos, a sus amigos, a los legítimos miembros de su familia adoptiva, las
conclusiones a las que la empujaba su propia historia. Y sin embargo, en la
primera semana de agosto sucedió algo que la heló por dentro.
El pueblo se había puesto imposible de gente, de coches, y de colas interminables
en los bares, en las gasolineras, en las tiendas, pero eso no echó a perder su
humor.
Ni siquiera lo logró el levante que, sin acabar de decidirse a entrar del todo, había
desencadenado el infierno completo, insoportable, de sus asfixiantes
prolegómenos.
Por eso, la sonrisa con la que recibió a Ramón Martínez, aquel agente de la
inmobiliaria con el que había trabado una amistad peculiar un año antes, al
comprar su casa, fue genuinamente sincera, a pesar de que había elegido la hora
de la siesta, la peor en un día tan caluroso como aquél, para llamar a su puerta.
—¡Hombre, Ramón! –exclamó al verle–. Pues sí que has escogido un buen día
para venir a tomarte una cerveza… Y una buena hora, por cierto.
—Sí –él parecía encogido, nervioso, y no sonrió ante aquel recibimiento–. Tendrá
que ser más bien un café.
—Claro –Sara ya se había dado cuenta de que aquella visita no era ni espontánea
ni informal–, y estás de suerte, porque lo acabo de hacer. Pasa y siéntate, anda.
Ahora mismo lo traigo.
A solas en la cocina, mientras preparaba la bandeja, Sara intentó adivinar qué
podría haber pasado para que Ramón hubiera ido a verla con esa cara. Cada vez
que se encontraban, con menos frecuencia de la que podría esperarse de los cien metros escasos que separaban la oficina de la inmobiliaria de la puerta de la urbanización, ambos insistían en que deberían verse más, quedar a tomar una copa y hablar un rato. Pero él, que no tendría más de treinta y cinco años, y un horario laboral agotador, y una casa donde vivían una mujer y dos hijos pequeños que apenas le veían de noche, solía andar con muchas prisas y algún cliente al que convencer entre caña y caña, y Sara, que lo sabía, procuraba no agobiarle. Aquella tarde, en cambio, cuando dejó la bandeja en la mesa y se sentó justo enfrente, él la miró como si no tuviera nada más importante que hacer que hablar con ella.
—¿Qué pasa, Ramón?
—Verás… –cambió de postura varias veces, echándose hacia delante para recostarse luego en el sofá mientras buscaba algún lugar donde poner las manos– . Es que ha pasado una cosa que yo no sé si es importante o no, y… Bueno, llevo un montón de días dándole vueltas, y al final… Tiene que ver con tu vecino de enfrente, ese médico, Olmedo se llama, ¿no?, pero como casi no le conozco… Tú tienes confianza con él, ¿verdad? —Sí. Nos hemos hecho muy amigos.
—Por eso he pensado en contártelo a ti, porque a mí me cae bien, la verdad, es muy educado, parece buena persona y eso, pero, en fin, no sé… Contigo sí tengo confianza, y si al final es algo importante, pues… Es mejor que tú decidas si se lo cuentas o no –hizo una pausa, como si estuviera esperando a que Sara comenzara a hacerle preguntas, pero ella no le interrumpió–. Bueno, voy a intentar contártelo todo en orden. El viernes pasado, creo que fue, sí, el último de julio, ¿no? –Sara asintió con la cabeza–, vale, pues vino a verme Jesús, el guardia de seguridad que acabamos de contratar, tienes que haberlo visto por aquí, ¿no? –Sara volvió a asentir–. Entonces te habrás dado cuenta de que es un chico muy joven, que acaba de empezar a trabajar y todavía no se maneja muy bien, como es lógico. Y te advierto que teniendo en cuenta lo que pasó luego, pues casi mejor.
El caso es que se había puesto nervioso porque había un tío merodeando alrededor de la puerta y cuando se acercó a ver qué quería, empezó a hacerle unas preguntas bastante raras sobre un tal Olmedo. El chaval no sabía ni de quién le estaba hablando, y vino a buscarme para que me entendiera yo con él. Era un tío de unos cuarenta y tantos años, alto, tirando a gordo, bastante calvo, con gafas de sol, y esa pinta que tenéis siempre los de Madrid cuando venís por aquí, tú al principio también, no te me ofendas… —O sea –Sara sonrió– que iba vestido de blanco.
—Pues sí. Con unos pantalones de esos arrugados que tienen un cordel en la cintura, una camiseta granate y una americana igual de arrugada que los pantalones.
Llevaba hasta playera, blancas también, pero iba de duro. Me di cuenta sólo con oírle, porque tenía un acento muy achulado. Bueno, todos los de Madrid habláis así, pero éste más, como exagerando la chulería, como si las palabras le dieran
asco…
—Ya, ya sé lo que dices.
—Bueno, pues me preguntó si el doctor Olmedo vivía aquí y le dije que sí, pero como no me gustó mucho su pinta, le pregunté para qué le buscaba. Me dijo que era amigo suyo, amigo de la familia, me parece que dijo exactamente, y que estaba pasando una semana de vacaciones en Chipiona y se le había ocurrido venir a ver si le encontraba. Entonces le di el número de la casa, le expliqué cómo funcionaba el portero automático, y le comenté que seguramente él estaría trabajando pero que solía llegar pronto, a las seis, más o menos, por si quería quedarse a comer por aquí y esperarle. Ahí empezó el tío a hacer cosas raras, porque me preguntó directamente si había algún sitio donde pudiéramos hablar a solas. Le llevé a mi oficina y me dijo que era policía. Amigo de la familia pero policía. Ah, muy bien, le contesté, porque cada uno puede tener los amigos que quiera, y donde quiera, ¿no?, y de repente, sin que se lo pidiera, me enseñó una carterita donde llevaba un carnet, y una placa, moviendo la muñeca, así, ¿ves? – imitó el ademán un par de veces–, como los polis de las series de televisión. Tenía un nombre muy raro. Parecido a Nicolás, pero más raro, Nicomedes o Nico algo… ¡Joder! Se me ha olvidado, ¿te lo puedes creer?
Mientras Ramón Martínez estrujaba su memoria, la de Sara le puso un nombre en los labios. —¿Nicanor?
—¡Justo! Nicanor, eso es. ¿Cómo lo sabes?
—Porque Tamara y Alfonso me han hablado de él alguna vez –hablaba despacio, explicándose con una cautela instintiva–. Es verdad que es policía, y también que es amigo de la familia. Sobre todo del hermano de Juan, del padre de la niña. —Bueno, pues no lo parece. No parece un amigo, quiero decir. Más bien lo contrario. Me breó a preguntas, ¿sabes?, y mirándome atravesado, entornando los ojos de mala manera, porque, la verdad, yo no tenía ni idea de la mitad de las cosas que quería saber. Me preguntó sobre todo por el tonto, Alfonso se llama, ¿no?, que si iba a algún centro, que si dónde estaba, que si lo llevaba su hermano o iba en autobús, que si era público o privado, que si solía estar en casa los fines de semana, que si lo cuidaba alguien… Pues no lo sé, le dije yo, porque era la verdad, que no lo sabía. Que va a alguna parte, a un colegio o algo así, pues sí, porque a veces lo he visto esperando el autobús, pero de todo lo demás, ni idea… Él lo apuntaba todo en un cuadernito, y cuando terminó, me le quedé mirando y pensé para mí, éste tiene que ser un hijo de puta de muchísimo cuidado. Bueno, pues como si me hubiera leído el pensamiento, porque me largó un rollo del copón, que si no podía anticiparme nada pero aquella conversación podía llegar a formar parte de una investigación oficial, que si no había ningún motivo para que me preocupara pero quería recordarme que mi deber cívico era colaborar con él, que si esto y que si lo otro, y que si las responsabilidades y las obligaciones y la cooperación y la rutina policial y la hostia en verso… Total, que no le contara a nadie que había venido ni que había estado hablando conmigo.
Eso fue lo que me dijo, en resumidas cuentas, pero poniéndose al final en plan amiguete, que eso fue casi lo que más me molestó.
Y yo, la verdad, pues de entrada me acojoné, qué quieres que te diga, porque
estas cosas es lo que tienen, que de entrada acojonan.
Pero he estado unos días pensándolo y… —Has venido a contármelo. —Pues sí. Porque, no sé…
No es que yo no me fíe de nadie, no es eso, tú lo sabes, pero fue todo muy raro. Yo ni siquiera estaba seguro de que ese tío fuera policía de verdad, porque podía ser todo un lío, ¿no?, una trampa, hasta un truco para entrar un día en casa de los Olmedo a robar, yo qué sé. Y hasta sabiendo que es verdad, pues… Que sea policía no significa nada, porque los hay buenos y malos, como de todo. El caso es que a mí el Nicanor éste no me gusta. No me gusta un pelo.
Y me jode que un tío como él, sólo por tener ese oficio que tiene, pueda ir por ahí
metiéndose en la vida de la gente, sin motivos, sin papeles, sin dar explicaciones.
Si pasa algo, pues que lo diga, y si no dice nada, pues será que no pasa nada,
¿no?, eso digo yo, por lo menos…
El café se había quedado frío en las tazas; pero se lo bebieron igual, sin hablar, y cuando terminaron, Sara Gómez Morales sentía una presión nueva y agobiante encima de los hombros.
—¿Y no hizo nada más? –preguntó entonces, asumiendo explícitamente una responsabilidad que no había buscado–. ¿No entró en la casa, no dejó una nota para Juan, no se le ocurrió preguntar por la niña, ir a buscarla, nada? —No. Yo creo que vino solamente a localizarlo, y más que a él, a su hermano, pero que no quería que supieran que les ha localizado. Pero no sé por qué. Por eso te he dicho al principio que a lo mejor es una cosa importante, pero a lo mejor no. Ése igual no vuelve por aquí en su vida, vete a saber, y lo único que quiere es la dirección, para escribirles una carta, notificarles un embargo, una multa, o algo por el estilo. Ya sé que parece un poco raro, pero qué va a querer la policía con el pobre Alfonso, si no. Será una herencia, o una cosa así, ¿no?, eso he pensado yo, porque otra cosa, con un retrasado por medio, pues tú me contarás, qué van a investigar… Y si el tío es así de chulo siempre, pues a lo mejor es que no sabe tratar a nadie de otra manera, que no me extrañaría, porque a esa gente le pasa eso, que son así y tienes que aguantarlos te guste o no, pero por cojones, vamos… Ahora, que lo que no entiendo es que, si de verdad los conoce, no se fuera derecho a verlos, o a decirles en persona lo que fuera. No sé, yo le he dado muchas vueltas y no se me ocurre nada más. Y el caso es que, cuando se marchó, salí a la puerta de la oficina a despedirle. Tenía el coche aparcado en la misma acera, un poco más allá, así que no le quedó más remedio que pasar por delante de mí para volver a salir a la carretera. Iba con una mujer, una chica joven, rubia de bote, que llevaba un vestido de playa de esos desteñidos, con flecos por abajo, y la cara colorada por el sol, así que era verdad que estaban en Chipiona, o donde fuera, pero de vacaciones, eso seguro.
Y yo no tengo confianza con tu vecino como para contarle una cosa así, pero creo
que convendría avisarle, aunque a lo mejor es ponerle nervioso para nada, o ni
siquiera eso, porque igual él ya sabe que ese tío le anda detrás, y hasta para
qué…
La verdad es que no tengo ni idea.
Por eso he pensado que lo mejor era contártelo a ti, que le ves mucho más, que
sabes mucho más de él. Así que tú verás lo que haces.
Aquella frase hecha resonó en los oídos de Sara como una profecía, y fue
acertada. Estaba tan aturdida por el peso de aquellas noticias que, cuando Ramón
se levantó, le costó trabajo reaccionar, levantarse para acompañarle. Tal vez por
eso no se dio cuenta de que, al terminar de hablar, él parecía sentirse todavía
incómodo, como si su propio discurso le hubiera sonado un tanto forzado, incluso
sospechoso, poco convincente.
Pero eso sólo lo comprendió después, cuando Ramón, ya en el umbral de la
puerta, se volvió y no quiso despedirse todavía.
—Yo nací aquí, en este pueblo, ¿sabes?, pero mi madre nació en Benalup, como
toda su familia.
Benalup de Sidonia. ¿Te suena?
–Sara negó con la cabeza y se preguntó a qué venía todo aquello–.
Antes se llamaba Casas Viejas.
Eso te sonará más, ¿no?
—Sí –y entonces empezó a entender–, claro que me suena.
—Al pueblo le cambiaron el nombre, de la vergüenza que les daba lo que habían
hecho allí, pero a mi familia no pudieron cambiarle los apellidos, y eso que sólo
dejaron vivas a las mujeres. Y no es que yo esté traumatizado, que haya hecho
una promesa, que sueñe con la venganza ni nada por el estilo, pero no colaboro
con las fuerzas del orden porque no me sale de los cojones colaborar. Igual me
equivoco, no te digo que no, pero no colaboro.
Sara Gómez Morales miró a Ramón Martínez, le sonrió, le cogió de las dos manos,
se las apretó y le dio las gracias. Luego, llenó hasta la mitad una copa del mejor
coñac que tenía en casa y regresó a la misma butaca donde había estado
sentada. Durante la siguiente hora y media sólo se levantó una vez, para rellenar
su copa con una cantidad más discreta.
Cuando salió a la calle, comprendió que hacía demasiado calor para dar un paseo
por la playa, pero necesitaba moverse, y volvió sobre sus pasos para coger las
llaves del coche. Había bebido bastante, y sin embargo no sentía el menor
síntoma de ebriedad. Las dudas, y una inquietud repentina, tan parecida al miedo
que no acertó a bautizarla con otro nombre, la mantenían concentrada y
despierta. Así condujo hasta El Puerto, dio la vuelta y siguió conduciendo hasta
Sanlúcar, sin hallar ningún camino durante tantos kilómetros.
Debería contárselo todo a Juan. En la primera ocasión, con naturalidad, sin
exagerar ni omitir nada. Ésa era la opción lógica, la más sensata, la más
conveniente para él además, seguramente. En teoría, la visita de aquel hombre
no tendría por qué significar una amenaza para nadie. Sara repasó una y otra vez
la dirección de los cálculos de Ramón Martínez y la encontró correcta, muy sólida,
casi irreprochable. Y sin embargo, estaba segura de que se había equivocado, de que tras la silueta oscura y vulgar de aquel policía con nombre de chiste había mucho más que una herencia, una multa, un embargo. Estaba segura pero no tenía ningún argumento para sostener su seguridad ante sí misma, sólo indicios dispersos, dudosos, trabados con la inconsistente argamasa de su imaginación, ni siquiera sospechas.
Sabía que Damián Olmedo se había muerto al caerse por una escalera. Sabía que su hermano Alfonso sucumbía a un pánico instantáneo y sin condiciones ante cualquier policía calvo y gordo, vestido de uniforme. Sabía que Tamara había aprendido a manejar el mecanismo inocente, compasivo, de esas mentiras que son mejores que la verdad para todos. Y al llegar hasta ese punto, sabía también que ella se había aburrido mucho durante las eternas tardes de un otoño largo y húmedo, la estación del coñac y de las elucubraciones irresponsables.
Las cosas habían cambiado mucho desde entonces. Tanto, que ya ni siquiera le tentaba la solución de un misterio que había archivado como un pálido pasatiempo, ni siquiera una obsesión, mucho antes de que un desconocido veraneante de Madrid se plantara en la puerta de su casa para darle forma y peso, volumen y existencia. Obedeciendo a un instinto de posesión inverso al que tortura los sueños de los amantes celosos, Sara Gómez Morales se encontró pensando que no le interesaba ningún episodio de la vida anterior de los Olmedo, nada que hubiera sucedido antes de que el azar los invitara a formar parte de su propia vida, como si intuyera que de la tumba de un pasado muerto, tranquilo bajo la tierra, sólo podría nacer un nuevo fantasma del enemigo antiguo y conocido. Al fin y al cabo, ella era una experta en mudanzas, se había pasado la vida cambiando de casa, de objetivo, de lugar, sólo para encontrar un sitio donde quedarse. Y los Olmedo formaban parte de ese sitio estable y futuro tanto como ella misma. Si ellos se movían, Sara no lograría permanecer, aunque no abandonara la mitad del mundo que quedaba más allá de la raya que había trazado en el suelo. En esa inquietud se anclaban las raíces de su propio miedo y un deseo irresistible de no decir nada, de olvidar deprisa las advertencias de Ramón Martínez, de simular que ningún extraño había alterado la paz soleada y profunda de aquel verano, para que nada llegara a alterarla en realidad. Sin embargo, en medio de todo estaba Alfonso. Tan torpe, tan incapaz de defenderse, tan solo siempre en su mundo pequeño, pobre y deshabitado. Alfonso, que no podía hacerle daño a nadie, que apenas era capaz de hacérselo a sí mismo, pero que sufría como los demás y cuando se echaba a llorar les advertía, miradme, mirad cómo se me caen las lágrimas, porque estoy llorando, por eso se me caen, mirad, miradme. Sara, que no conocía a aquel hombre llamado Nicanor, temblaba al enfrentarlo con el pánico de Alfonso, y no podía olvidar el terror que le paralizó una vez, en aquella hamburguesería de El Puerto. Ella tampoco lograba imaginar qué clase de cuentas podría tener la policía con un crío como aquél, un niño pequeño de treinta y tres años al que ni siquiera se le podía exigir que fuera responsable de la limpieza de sus camisas, pero la imagen
de Alfonso solo, en un lugar extraño, acosado por las preguntas de un desconocido, tirándose con rabia del pelo hasta arrancárselo con las uñas, como hacía siempre que se sentía perdido en una situación determinada, cuando intuía que debería comprender lo que estaba sucediendo pero no lo lograba y terminaba castigándose con saña por su propia torpeza, le llenaba los ojos de lágrimas. Me hacen pruebas, le había dicho, yo odio las pruebas, las odio. Ése era el elemento más grave, el más siniestro del relato de Ramón Martínez. Ésa era también la clave del desconcierto en el que Sara Gómez nadaba en círculos concéntricos sin llegar a ninguna conclusión aceptable. Porque Juan Olmedo estaba protegido por la vida, por sus conocimientos, por su posición, por su experiencia, por su capacidad de tomar decisiones, pero su hermano Alfonso estaba condenado a vagar por el mundo desarmado y solo, desamparado en el desierto oceánico e inabarcable de una soledad tan absoluta que apenas su incomprensión lograba hacerla habitable, una soledad como una selva densa y tupida de las fieras más grandes y los peligros más pequeños, una soledad como una noche sin luna en el páramo llano donde se encuentran todos los vientos, una soledad como el hambre, como el dolor, como la mirada de un torturador. Alfonso siempre estaba solo, incluso cuando estaba con ellos, cuando todos le rodeaban, y le escuchaban, y le mimaban. Solo y en la compañía de ruidos que sólo él podía escuchar, de sombras que sólo él lograba ver, en la imposibilidad de nombrar, de expresar, de comprender las claves de un mundo real y sin embargo aterradoramente ajeno. Cuando Sara Gómez Morales volvió por fin a casa aquella tarde, era ya casi de noche y una ilusión fija, imaginaria pero tan dura en cambio como un mal recuerdo, se había apoderado de sus ojos, anteponiendo a los perfiles de cualquier objeto, en una pantalla translúcida y tan extensa como el horizonte, la imagen de una habitación blanca y desnuda donde Alfonso Olmedo, encogido y lloroso como un cachorro huérfano, estaba solo de verdad, con sus ruidos, y sus sombras, y las amenazas de un hombre furioso que no tenía rostro pero sí dos puños que estrellaba contra la pared a cada rato. Debería contárselo todo a Juan. Tenía que contárselo, en la primera ocasión, con naturalidad, sin exagerar ni omitir nada, pero en la puerta de su casa, justo encima del agujero que los niños habían fabricado en la moldura empujando con el dedo pulgar una chincheta tras otra durante meses, se encontró una nota escrita a mano, con la letra redonda y limpia de Tamara y una de esas faltas de ortografía que a final de curso le habían costado, por una injusticia, decía ella, medio punto en las calificaciones de todas las asignaturas. Estamos en casa, jugando al Monopoly. Bente si quieres.
Boy. Sara sonrió para sí misma y cruzó la calle. La puerta de los Olmedo estaba abierta. En el salón, media docena de niños miraban al tablero sin descuidar la vigilancia de sus propias posesiones, fajos de dinero y tarjetas con premio. Alfonso, sentado en un sofá, miraba la partida con un gesto de concentración que pretendía simular que lo entendía todo y demostraba a cambio que no comprendía nada. Sara se sentó a su lado y preguntó por Juan.
—Se ha ido a cenar sardinas asadas al chiringuito de los hermanos –le explicó su
sobrina–. A nosotros no nos apetecía, es que estamos hartos de comer sardinas,
¿sabes?, pero como a él le gustan tanto… Maribel se ha ido con él, porque ha
dicho que ella de lo que está harta es de cenar pizza.
—No me extraña –comprendió Sara.
—Nos hemos pedido unas, por cierto –Tamara se echó a reír, Andrés seguía
callado–. Ahora las traerán.
—Yo juego contigo –Alfonso la miraba, moviendo la cabeza.
—Pero si yo no estoy jugando.
—Ahora sí –insistió él–. Ahora jugamos tú y yo. Nos pedimos el caballo, ¿vale?
Cuando Juan y Maribel volvieron, ya habían conseguido desplumar a todos los
demás jugadores de la mesa. Tamara, hipotecada hasta las cejas, había
abandonado ya. Andrés y otra niña de la urbanización que se llamaba Laura
resistían a la desesperada, vendiéndoles calles y casas por un precio ridículo.
Alfonso, que lo único que entendía es que iban a ganar, aplaudía y chillaba, muy
contento. Parecía tan feliz, que Sara se dijo que nunca podría perdonarse a sí
misma si lo echaba todo a perder a cambio de tan poco, una sombra remota, una
oscura pregunta, una extraña visita desde otro mundo al que nada podría
obligarles a volver nunca.
Durante las semanas siguientes, esa sensación de impunidad, la certeza de que
sus vecinos estaban al menos tan seguros como ella en su propia vida nueva y
escogida, se fue alternando con otros instantes de una lucidez brusca y alarmada,
en los que Sara se obligaba a pensar que la policía no tenía por qué perder el
tiempo, ni dar un paso sin alguna razón concreta que lo justificara. Estaba segura
de que sus vecinos no corrían ningún peligro real, objetivo, pero si aquel hombre
sospechaba de ellos, algún día las cosas podrían llegar a cambiar, y entonces su
advertencia les daría una ventaja que quizás fuera importante. Nadie que le
conociera se atrevería a pensar nunca que Juan Olmedo hubiera sido capaz de
cometer un delito, y su hermano Alfonso mucho menos. Nadie excepto Sara,
porque ella tenía sus propios motivos para estar callada.
Ése era el tercer elemento que barajó durante el final de aquel verano, una cifra
incómoda con la que no debería contar, pero que no lograba en cambio desalojar
de sus cálculos. Ella no quería tener cerca a la policía. Aunque no existiera
ninguna conexión entre su pasado y el de los Olmedo, aunque jamás los hubiera
visto antes de ahora, aunque dispusiera de sus propias garantías, de argumentos
suficientes para sentirse a salvo, y por más que hubiera ensayado
minuciosamente todas las respuestas, no quería tener a nadie encima haciéndole
preguntas.
A ratos pensaba que todo aquello era una gigantesca estupidez.
Los días pasaban, agosto imponía su ley multitudinaria y sofocante, los turistas
llegaban y se marchaban, invadían las aceras, las terrazas, los restaurantes, como
una marea torrencial y previsible, y no sucedía nada. Las cartas seguían llegando
a los buzones, el teléfono funcionaba tan bien como siempre, Ramón estaba en la
misma oficina, la urbanización en el mismo lugar, y las cosas no cambiaban. Eso
parecía, al menos, hasta que la realidad quiso desmentir a Sara Gómez Morales en una dirección muy simple pero que a ella nunca se le había ocurrido prever. Había visto un anuncio pegado en una farola, en la puerta del supermercado. Había ido ya un par de veces a desembalajes de anticuarios en El Puerto, pero éste iba a tener lugar en Sanlúcar. A Sara le gustaba curiosear en esa especie de mercadillos improvisados de piezas carísimas, y siempre se compraba alguna tontería, un cenicero, un marco o un florero pequeño por los que, en contra de todo lo razonable, pagaba una cantidad seguramente más alta de la que le pedirían en una tienda, pero no le importaba porque aquello también formaba parte de la diversión. Los niños la habían acompañado una vez y se habían aburrido mucho, así que el último martes de agosto se fue a Sanlúcar sola, con dinero y de buen humor, pero aquella vez no encontró nada que le gustara. Cuando terminó de estudiar el contenido de todos los puestos eran ya las nueve y media de la noche. Tamara la había invitado, antes de salir, a cenar otra pizza con ella y con Andrés mientras veían juntos una película en el vídeo, pero Sara también estaba harta de pizzas.
Condujo hasta Bajo de Guía, aparcó el coche a la primera en un aparcamiento atestado de matrículas forasteras, y se sumó con decisión al río de gente que avanzaba despacio, en paralelo a la desembocadura del Guadalquivir, entre la playa y las abarrotadas terrazas de los restaurantes. Estaba segura de que no iba a encontrar mesa, pero no le importaba cenar en la barra, y por eso no iba prestando atención a las personas con las que se cruzaba. Sin embargo, al llegar a la altura de Joselito Huerta, el último restaurante de la ribera y el campeón de la corvina con tomate, vio a Juan Olmedo sin haber querido mirarle. Su vecino, que debía de haber tenido la precaución de reservar mesa, estaba sentado en una de las mejores, al borde de la playa, enfrente de Doñana. Sara había empezado a felicitarse ya por la coincidencia que iba a permitirle cenar sentada y al aire libre, cuando le vio echarse a reír y entonces se dio cuenta de que no estaba solo. Frente a él, una mujer joven, con el pelo largo y un vestido rojo, le sacaba la lengua.
Mientras él correspondía tirándole una bola de miga de pan al escote, Sara reconoció a Maribel y empezó a andar hacia atrás antes de que ella pudiera contraatacar con una servilleta de papel que arrugó con las manos hasta formar una pelota.
Parapetada tras un puesto de helados, los observó a distancia, y no detectó otros signos de una intimidad que a pesar de su apariencia inocua, infantil, le había parecido compacta y suficiente, hasta que un camarero depositó sobre su mesa una bandeja de langostinos cocidos.
Entonces, Maribel cogió el primero, lo descabezó con las manos, peló la cola y se la metió a Juan en la boca. Él, antes de empezar a masticar, retuvo aquellos dedos entre sus labios durante un instante para chuparlos. Ella le correspondió separando sus propios labios para empezar a respirar por la boca. Sara observaba la escena con una perplejidad menos incrédula que maravillada, cuando el heladero le preguntó qué quería.
Nada, le contestó, y regresó al aparcamiento muy despacio, volviendo de vez en cuando la cabeza hasta que ya no pudo vislumbrar las suyas a lo lejos. Mientras conducía de vuelta a casa sin acabar de creer en la memoria de sus propios ojos, se sintió torpe e incapaz, pero no estafada ni defraudada por aquel descubrimiento que explicaba tantas cosas y acababa de justificar la armonía que había impregnado su vida en los últimos tiempos. En su ánimo se mezclaban sentimientos antiguos y contradictorios, que oscilaban entre una dolorosa comprensión del impulso que habría empujado a Juan por la pendiente de una pasión secreta y desigual, y un temor no menos comprensivo por el futuro que esperaría a Maribel al otro lado de una historia de esas que jamás acaban bien. Y sin embargo, bajo el aliento de un bobo resquicio de romanticismo que nunca se habría creído capaz de conservar, Sara también sabía que aquello, fuera lo que fuera y durara lo que tuviera que durar, estaba bien, y al ser bueno para ellos, era bueno para todos. Demasiado como para estropearlo con una mala noticia que, en aquel momento, decidió encerrar definitivamente en el mismo desván de su memoria donde agonizaban secretos de semejante naturaleza.
Algunos trenes circulan muy despacio, abandonan con pereza los confortables andenes de las estaciones, juegan a sembrar fantasías en los ojos crédulos de sus pasajeros, parecen quietos, inofensivos, pacíficos, pero se mueven, y antes o después alcanzan a esa ingenua liebre que creía correr más aprisa que ellos y le pasan por encima para destrozarla en silencio, con la eficacia de un golpe que rompe sólo por dentro. Un trabajo limpio, rápido, económico, sin huesos triturados, sin gritos de dolor ni el sucio inconveniente de las manchas de sangre. Luego, los trenes siguen su camino, pitando alegremente para llamar la atención de los transeúntes, niños y muchachas sanos, guapos, bien vestidos, que los saludan moviendo las manos en el aire con su misma congénita alegría, y olvidan pronto a la liebre que se yergue sobre sus patas quebradas para avanzar despacio, el cuerpo torcido, la nuca humillada, la cabeza vuelta en un grotesco garabato que pretende elevar lo que ya está hundido en un desesperado y vano intento de proclamar que no ha sufrido daño alguno. Ese es su carácter, su naturaleza. La condición de los trenes. La condición de la liebre. Al final de la pendiente, el fracaso de Sara Gómez fue a hacerle compañía a la memoria, al rencor, a la rabia, a los fusiles, al amor, en la llanura absoluta de una realidad plana, sin emoción, sin sobresaltos. De todas las vidas que había codiciado en el sueño ininterrumpido y caliente de su futuro, ésta era la única que nunca había querido. Y sin embargo no la rehuyó, no se opuso a ella, no echó a correr ni intentó esconderse. Más allá del umbral de los días templados, de las horas huecas, del cemento gris y unánime de todas las paredes, Sara Gómez Morales siguió adelante, siempre adelante, sin mirar a los lados, sin volver la cabeza, sin pararse a descansar porque el descanso es a veces peor que la carrera, en el amor del coñac y en la desmemoria de su amor, siguió adelante. No sabía caminar en otra dirección, no podía hacerlo, era ya demasiado mayor para
aprender.
La pérdida de aquel hijo que no había buscado, que no había previsto, que ni siquiera deseaba hasta que cedió a la imperdonable debilidad de convertirlo en una trinchera, le dolió mucho más de lo que ella misma habría considerado razonable. Aquel proyecto injusto y egoísta que, una vez deshecho, se complacía casi malignamente en condenar con una dureza que quizás ni siquiera merecía, encerraba mucho más que una accidental promesa de maternidad. Ésa había sido su ocasión para romper el cerco, y se había malogrado por sí sola, como si no existiera en el mundo ninguna baraja en la que sus cartas no estuvieran marcadas desde antes de su nacimiento. El guión de su vida nunca fue tan escueto, tan obvio, tan certero. Sara Gómez Morales, vida prestada, hija de más, madre de nadie, nada del todo, no llegaría a ser ninguna otra cosa durante el resto de su vida.
Echaba de menos a Vicente.
Mucho. Muchísimo. Sus brazos y sus palabras, los viajes y las citas, las rupturas y las reconciliaciones. Había tenido siempre tan pocas cosas que nunca había aprendido a despedirse de ninguna. Llegaría a echar de menos hasta el sabor de la decepción, la compañía de sus propias lágrimas, el intermitente escalofrío de aquellas ilusiones truncadas que hasta en el instante de disolverse se afirmaban capaces de renacer de sus cenizas.
Tras las pacientes y enigmáticas sonrisas con las que había tratado de calmar la perplejidad de su padre, la inquietud de su madre por el destino del niño equivocado que no quiso crecer hasta el final, había menos soberbia y más esperanza de lo que parecía. Ella no contaba con Vicente, pero seguía estando enamorada de él, y aquel niño era su hijo, y con esos tres simples elementos, las posibilidades de la ecuación eran infinitas. Y sin embargo, cuando Vicente vino a buscarla, no pudo marcharse con él, porque sin haberla convertido en nadie distinto de quien había sido siempre, la derrota la había arrasado por dentro, le había arrebatado la fe, había confundido sus números, le había robado las palabras, la había cambiado para siempre. Echaba mucho de menos a Vicente. Se arrepentía de haberlo echado de su vida y sin embargo sabía que no existía otro camino, que no habría podido hacer otra cosa, que no le quedaban fuerzas para reengancharse a la decepción como forma de vida, que de la ceniza estéril de la ilusión no nacería nada ya, excepto ceniza.