La venganza se revela como su
propio verdugo.
John Ford, The Broken Heart
A menudo se dice que existen dos Maines. Está el Maine de los veraneantes, el Maine de los rollos de langosta y el helado, de los yates y los clubes náuticos, un Maine que ocupa una franja bien definida del litoral -hasta Bar Harbor por el norte-, llena de grandes esperanzas y unos precios inmobiliarios en consonancia, excepto por aquellas poblaciones sin la buena presencia o la buena suerte de atraer los dólares de los turistas, o aquellas que han visto apagarse y morir sus industrias y han quedado aisladas en medio de tanta prosperidad. El resto de Maine alude con desdén a los habitantes de esta región tildándoles de «llaneros» o, en momentos incluso más sombríos, los rechazan por completo llamándolos habitantes del «norte de Massachusetts».
El otro Maine es distinto. Es un Maine compuesto básicamente de bosques, no de mar, dominado por «el Condado», o Aroostook, que siempre ha parecido una entidad separada debido a su vasta extensión, y por nada más. Situado al norte y tierra adentro, es rural y conservador, y en su corazón se extiende el Gran Bosque Septentrional.
Pero ese bosque había empezado a cambiar. Las grandes compañías papeleras, antiguamente el eje de la economía, fueron abandonando poco a poco su posesión del suelo al darse cuenta de que había más dinero en los bienes raíces que en el cultivo y tala de árboles. Plum Creek, la mayor papelera del país, propietaria de casi doscientas mil hectáreas en torno al lago Moosehead, había asignado miles de esas hectáreas a un proyecto urbanístico comercial de gran envergadura que incluiría cámpings, casas, cabañas de alquiler y un polígono industrial. Para la gente del sur representaba la expoliación de la zona de belleza natural más grande del estado, pero para los habitantes del otro Maine significaba puestos de trabajo y dinero y una entrada de sangre nueva en las comunidades moribundas.
La realidad era que la enramada del bosque ocultaba el índice de pobreza en más rápido crecimiento del país. Los pueblos menguaban, las escuelas eran cada vez más pequeñas, y las jóvenes promesas se marchaban a York y Cumberland, a Boston y Nueva York. Cuando cerraron los aserraderos, los empleos bien pagados se sustituyeron por trabajo a cambio del salario mínimo. La recaudación tributaria cayó en picado. La delincuencia, la violencia doméstica y el consumo de estupefacientes aumentaron. Long Pond, en otro tiempo mayor que Jackman, prácticamente había desaparecido con el cierre de su aserradero. En el condado de Washington, al norte, casi a la vista de la zona de veraneo de Bar Harbor, una de cada cinco personas vivía en la indigencia. En Somerset, donde se encontraba Jackman, era una de cada seis, y un flujo constante de gente acudía a los centros de ayuda a la juventud y la familia de Skowhegan en busca de ropa y comida. En algunas partes existía una lista de espera de años para obtener ayudas destinadas al alquiler de una vivienda, en una época en que las ayudas para los alquileres en áreas rurales estaban reduciéndose a un ritmo constante.
Sin embargo Jackman, curiosamente, había prosperado en los últimos años, en parte debido a los acontecimientos del 11 de septiembre. La población había disminuido a pasos agigantados durante la década de los noventa, y la mitad de sus viviendas había quedado desocupada. El pueblo conservaba el aserradero, pero el carácter cambiante del turismo significó que quienes ahora viajaban hacia el norte llegaban en caravanas o alquilaban cabañas y cocinaban ellos mismos, así que dejaban poco dinero en el pueblo. Entonces un día se estrellaron los aviones y de pronto Jackman se encontró en la primera línea de la lucha por asegurar las fronteras nacionales. El Departamento de Protección de Aduanas y Fronteras de Estados Unidos redobló sus efectivos, los precios de los bienes raíces se dispararon y, en conjunto, Jackman disfrutaba ahora de una situación como no la había tenido en mucho tiempo. Pero incluso para lo que era Maine, Jackman seguía siendo un lugar remoto. El juzgado se encontraba en Skowhegan, a noventa kilómetros al sur, y la policía tenía que acudir a Jackman desde Bingham, casi a sesenta kilómetros de distancia. Era, de un modo extraño, un lugar sin ley.
Cuando salíamos de Solon, el Kennebec apareció ante nosotros. Junto a la carretera vimos un cartel. En él se leía: BIENVENIDOS AL VALLE DEL RÍO MOOSE. SI NO SE DETIENEN, SONRÍAN AL PASAR.
Miré a Louis.
– No sonríes.
– Eso es porque vamos a detenernos.
Pensé que podía interpretarse de distintas maneras.
No entramos en Jackman aquella noche. En lugar de eso, nos desviamos de la carretera poco antes del pueblo. Había un hotel en una colina, con habitaciones estilo motel, un pequeño bar al lado de la recepción y un restaurante con bancos largos diseñado para dar de comer a los cazadores, que eran su principal razón de ser en invierno. Ángel ya había ocupado su habitación, aunque no se lo veía por ninguna parte. Fui a mi habitación, amueblada con sencillez y provista de una pequeña cocina en un rincón. Había calefacción bajo el suelo. Hacía un calor sofocante y la apagué haciendo caso omiso de la advertencia de que el sistema tardaría doce horas en volver a calentar la habitación al máximo, y después regresé al edificio principal.
Ángel estaba en la barra, con una cerveza delante. Sentado en un taburete leía un periódico. No dio señales de reconocerme pese a que me vio entrar. Había dos hombres a su izquierda. Uno de ellos miró a Ángel y susurró algo a su amigo. Soltaron una risotada desagradable, y algo me dijo que ese intercambio venía produciéndose desde hacía un rato. Me acerqué. El que había hablado era musculoso y quería que la gente lo supiese. Vestía una ajustada camiseta verde y dos tirantes cruzados sostenían unos pantalones impermeables de color naranja. Tenía la cabeza rapada, pero la sombra del nacimiento del pelo, en forma de pico, sobresalía como una flecha sobre su frente. Su amigo era de menor estatura y más pesado, con una camiseta más grande y más holgada para ocultar la tripa. Su barba semejaba un intento poco afortunado de camuflar la debilidad de su mentón. Todo en él expresaba ocultación, la conciencia de sus fracasos. Si bien sonreía, su mirada saltaba inquieta de Ángel a su compañero, como si el placer que le proporcionaba atormentar despreocupadamente a otro estuviera teñido por el alivio de no ser él la víctima esa vez, un alivio condicionado por el hecho de saber que el hombre musculoso podía volverse con idéntica facilidad contra él, y si lo hacía, probablemente no sería la primera vez.
El hombre corpulento golpeteó con el dedo el periódico de Ángel.
– ¿Estás bien, amigo? -preguntó.
– Sí, estoy bien -contestó Ángel.
– Por supuesto. -El hombre hizo un gesto obsceno con la mano y la lengua-. Seguro que estás muy bien.
Soltó una estridente carcajada. Su amigo se rió con él, un cachorro ladrando con el perro grande. Ángel no apartó la mirada del periódico.
– Oye, no lo he dicho con mala intención -prosiguió el hombre-. Sólo nos estamos divirtiendo un poco, nada más.
– Ya lo veo -contestó Ángel-. Es evidente que eres de lo más gracioso.
La sonrisa del hombre se apagó cuando el sarcasmo empezó a hacer mella.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó-. ¿Tienes algún problema?
Ángel bebió un sorbo de cerveza, cerró el periódico y suspiró. Su principal agresor se acercó, y su amigo, que no quiso quedarse atrás, lo siguió. Ángel abrió las manos y les dio unas palmadas en el pecho. El camarero hacía lo posible por mantenerse al margen, pero vi que observaba lo que ocurría por el espejo encima de la caja registradora. Aunque joven, no era la primera vez que veía algo así. Armas, cerveza y el olor de la sangre constituían una combinación perfecta para sacar lo peor de un hombre ignorante.
– No me pongas esa puta mano encima -dijo el primer hombre-. Te he hecho una pregunta. ¿Tienes algún problema? Porque a mí me parece que tienes un problema. Así que contesta, ¿lo tienes o no?
Ángel pareció pensar la respuesta.
– Bueno -dijo-, me duele la espalda, me encuentro en el culo del mundo con una panda de paletos armados, y a veces no sé si estoy con el hombre idóneo.
Se produjo un momento de confusión.
– ¿Cómo? -preguntó el grandullón.
Ángel imitó su expresión de desconcierto y de pronto simuló comprender.
– Ah -dijo-. O sea, ¿me preguntas si tengo un problema contigo? -Hizo un gesto con la mano derecha como quitándole importancia-. No tengo el más mínimo problema contigo. Sin embargo, sí es muy posible que mi amigo, el que está detrás de ti, tenga un gran problema contigo.
El grandullón se volvió. Su compinche ya había retrocedido dejando espacio a Louis en la barra.
– ¿Qué tal? -dijo Louis, que había entrado en el bar poco después que yo y había adivinado lo que ocurría igual de deprisa. Ahora yo estaba a su lado, pero no cabía duda de que él era la atracción principal.
Los dos hombres examinaron a Louis y sopesaron sus opciones.
Ninguna de ellas pintaba bien. Al menos una implicaba grandes dolores. El macho alfa tomó una decisión, prefiriendo perder un poco de dignidad en lugar de algo que acaso resultara terminal.
– Bien, bien -respondió.
– Pues entonces todos contentos -dijo Louis.
– Eso parece.
– Diría que están a punto de servir la cena.
– Sí, diría que sí.
– Más vale que os pongáis en marcha, pues, no vaya a ser que os quedéis sin vituallas.
– Ya.
Intentó escabullirse rodeando a Louis, pero topó con su amigo regordete, que no se había movido, y se vio obligado a apartarlo de un codazo. Tenía el rostro rojo por la humillación. Su amigo se arriesgó a dirigir una mirada más a Louis y luego se alejó al trote detrás del calvo.
– No está mal este lugar que has elegido para alojarnos -le indiqué a Ángel-. Quizás un poco pasado de testosterona, y podrías tener problemas para llenar tu carnet de baile, pero es muy acogedor.
– Habéis tardado un huevo en llegar -protestó Ángel-. Aquí de noche no hay gran cosa que hacer, ¿sabéis? Y cuando anochece es como si alguien pulsara un interruptor. Ni siquiera hay televisor en la habitación.
Pedimos hamburguesas y patatas fritas y, tras decidir no reunirnos con los grupos de cazadores en la sala contigua, nos sentamos a una mesa junto a la barra.
– ¿Has averiguado algo? -pregunté a Ángel.
– He averiguado que nadie quiere hablar de Galaad, eso he averiguado. Lo máximo que he conseguido se lo he sacado a unas viejecitas que cuidan el cementerio. Según ellas, lo que queda de Galaad es ahora propiedad privada. Lo compró un tal Caswell hará quince años, junto con otras veinte hectáreas de bosque alrededor. Él vive cerca. Siempre ha vivido cerca. No recibe muchas visitas. No es un rotario. Me he acercado hasta allí. Había un cartel y una verja con un candado. Por lo visto no le gustan los cazadores, ni los intrusos, ni los vendedores.
– ¿Ha estado Merrick aquí?
– Si ha estado, nadie lo ha visto.
– Quizá Caswell sí.
– Sólo hay una manera de saberlo.
– Sí.
Observé a los cazadores mientras comían y localicé a los dos hombres que se habían metido con Ángel. Estaban sentados en un rincón, ajenos a los demás. El grandullón seguía rojo. Aquello estaba lleno de armas, y a eso se unía un público muy macho. No era una buena situación.
– ¿Y esos amigos tuyos de la barra? -pregunté.
Ángel asintió.
– Phil y Steve. De Hoboken.
– Creo que sería una buena idea mandarlos a tomar viento.
– Será un placer -dijo Ángel.
– A propósito, ¿cómo sabes sus nombres?
Ángel se llevó las manos a los bolsillos de la cazadora. Las sacó con dos billeteros.
– Los viejos hábitos…
El complejo estaba construido en una hondonada, con el bar y el edificio de recepción en la parte alta, junto a la carretera, y las habitaciones y cabañas al pie de la pendiente. No resultó difícil averiguar dónde se alojaban los dos homófobos, ya que cada huésped debía llevar su llave prendida de un círculo de madera, un anillo de un tronco de árbol pequeño. Mientras provocaban a Ángel, tenían la llave en la barra delante de ellos. Ocupaban la cabaña número catorce.
Dejaron la mesa un cuarto de hora después de acabar de cenar. Por entonces, Ángel y Louis ya se habían ido. Al pasar por mi lado camino de la puerta, ninguno de los dos hombres me miró, pero sentí cómo ardían de ira. Habían bebido siete pintas de cerveza entre los dos durante y después de la cena, y era sólo cuestión de tiempo que decidieran buscar la manera de resarcirse por la derrota sufrida en la barra.
Al anochecer, la temperatura había descendido drásticamente. En los lugares a la sombra, la escarcha de esa mañana aún no se había fundido. Los dos hombres volvieron a toda prisa a su cabaña, el grandullón en cabeza, el más bajo y barbudo detrás. Al entrar se encontraron con que alguien les había desmontado los rifles de caza y esparcido las piezas por el suelo. Las bolsas de viaje estaban al lado de las armas, listas y cerradas.
Justo a su izquierda se encontraba Louis. Ángel se había sentado a la mesa al lado de la estufa. Phil y Steve de Hoboken miraron a los dos hombres de arriba abajo. Phil, el más grande y agresivo, parecía a punto de decir algo cuando vio las pistolas en las manos de los dos visitantes. Cerró la boca.
– ¿Sabéis que no existe la cabaña número trece? -preguntó Ángel.
– ¿Cómo? -dijo Phil.
– He preguntado si sabéis que no existe la cabaña número trece en este hotel. La numeración salta del doce al catorce, porque nadie quiere ocupar la número trece. Aun así, ésta es la cabaña trece, de modo que en realidad sí que estáis en la número trece, a fin de cuentas, y por eso tenéis tan mala suerte.
– ¿Por qué tenemos mala suerte? -preguntó Phil, recuperando su hostilidad natural, reforzada por el enardecimiento del alcohol-. Sólo veo a dos mierdas que se han equivocado de cabaña y han empezado a tontear con quienes menos les conviene. Aquí sois vosotros quienes estáis de mala suerte. No sabéis con quién os la jugáis.
A su lado, Steve desplazaba nervioso el peso del cuerpo de un pie al otro. Pese a las apariencias, tenía inteligencia suficiente, o la cabeza lo bastante clara, para darse cuenta de que no era buena idea irritar a dos hombres armados cuando uno no tenía a mano un arma, o al menos una que pudiera montar a tiempo.
Ángel sacó los billeteros del bolsillo y los agitó en dirección a los dos hombres.
– Sí que lo sabemos -contestó-. Sabemos quiénes sois. Sabemos dónde vivís, dónde trabajáis. Sabemos cómo es tu mujer, Steve, y sabemos que, según parece, Phil está separado de la madre de sus hijos. Qué triste, Phil. Fotos de los niños, pero ni rastro de la mamá. Así y todo, como eres más bien capullo, no se la puede culpar por haberte dado el pasaporte.
»Por otro lado, vosotros no sabéis nada de nosotros salvo que ahora estamos aquí, y tenemos buenas razones para estar ofendidos con vosotros por lo bocazas que sois. Así que os propongo lo siguiente: metéis vuestra mierda en el coche y os volvéis al sur. Phil, mejor que conduzca tu amigo, porque se nota que te has tomado unas cuantas más que él. Cuando hayáis recorrido…, digamos, unos ciento cincuenta kilómetros, paráis y buscáis habitación. Dormís la mona y mañana volvéis a Hoboken. Y ya no nos volveréis a ver. Bueno, probablemente no nos volveréis a ver. Nunca se sabe. A lo mejor un día nos asalta el repentino deseo de visitaros. Igual vamos a ver la casa donde nació Sinatra, y así tenemos una excusa para pasar a saludaros a Steve y a ti. A menos, claro está, que queráis darnos una razón más apremiante para seguiros hasta allí.
Phil hizo un último intento. Su testarudez era casi admirable.
– Tenemos amigos en Jersey -dijo con segundas intenciones.
Ángel pareció realmente desconcertado. Su respuesta, cuando llegó, sólo podía ser de un neoyorquino.
– ¿Por qué iba alguien a jactarse de una cosa así? -preguntó-. Además, ¿quién coño quiere ir de visita a Jersey?
– Lo que quiere decir -aclaró Louis- es que tiene determinados amigos en Jersey.
– Ah -dijo Ángel-, ahora caigo. Oye, nosotros también vemos Los Soprano. Lo malo, Phil, es que incluso si eso fuera verdad, que me consta que no lo es, nosotros somos la clase de personas a quienes llaman los amigos de Jersey, no sé si lo pillas. Se nota enseguida, si te fijas un poco. Mira, tenemos pistolas. Vosotros tenéis rifles de caza. Vosotros venís aquí a cazar ciervos. Nosotros no hemos venido a cazar ciervos. No se cazan ciervos con una Glock. Con una Glock se cazan otras cosas, pero no ciervos.
Phil encorvó los hombros. Había llegado la hora de aceptar la derrota.
– Vámonos -dijo a Steve.
Ángel les lanzó los billeteros. Louis y él los observaron mientras cargaban las bolsas y las piezas de los rifles, salvo las agujas percuto-ras, que Ángel había tirado al bosque. Cuando acabaron, Steve ocupó el asiento del conductor y Phil se quedó de pie junto a la puerta del acompañante. Ángel y Louis se apoyaron de forma despreocupada en la baranda de la cabaña, y sólo las armas indicaban que aquello no era un simple cuarteto de conocidos despidiéndose amigablemente.
– Y todo esto porque nos divertimos un poco a tu costa en el bar -reprochó Phil.
– No -corrigió Ángel-. Todo esto porque sois gilipollas.
Phil entró en el coche y se alejaron. Louis esperó a que las luces del vehículo se perdieran de vista y luego, con delicadeza, dio unas palmadas a Ángel en el dorso de la mano.
– Eh -dijo-. Nunca nos llaman de Jersey.
– Lo sé -respondió Ángel-. ¿Por qué íbamos a querer hablar con alguien de Jersey?
Y realizada la tarea, se retiraron a dormir.
A la mañana siguiente enfilamos hacia el norte rumbo a Jackman. Tuvimos que detenernos mientras un camión maniobraba en el centro de abastos de Jackman, donde incluso en noviembre las camisetas expuestas colgaban delante como ropa tendida a secar. A un lado había un viejo coche patrulla con un maniquí en el asiento del conductor, que era lo más parecido a un policía que podía verse allí, tan al norte.
– ¿Alguna vez han tenido policías aquí? -preguntó Louis.
– Creo que tuvieron a un policía en los sesenta o setenta.
– ¿Qué fue de él? ¿Se murió de aburrimiento?
– Supongo que esto es un sitio más bien tranquilo. Ahora hay un alguacil, por lo que sé.
– Seguro que las largas noches de invierno se le pasan volando.
– Eh, una vez hubo un asesinato.
– ¿Una vez? -No parecía impresionado.
– En su día fue un caso bastante famoso. Un tal Nelson Bastley, el dueño del Moose River House, recibió un tiro en la cabeza. Encontraron su cuerpo embutido bajo un árbol arrancado.
– Ya. ¿Y eso cuándo fue?
– En 1919. Había por medio contrabando de alcohol, creo recordar.
– ¿Me estás diciendo que no ha pasado nada más desde entonces?
– En esta parte del mundo, la mayoría de la gente, por poco que pueda, se lo toma con calma a la hora de morirse -comenté-. Quizás a ti eso te sorprenda.
– Seguramente me muevo en círculos distintos.
– Seguramente. No te gusta mucho la vida en el campo, ¿verdad que no?
– De pequeño ya tuve vida en el campo más que suficiente. Entonces no me gustaba mucho. Dudo que haya mejorado gran cosa desde entonces.
Había asimismo dos dependencias idénticas a los lados del centro de abastos, una encima de la otra. En la puerta de la dependencia superior se leía el rótulo CONSERVADOR. En la puerta de la inferior rezaba LIBERAL.
– Los tuyos -dije a Louis.
– Los míos no. Yo soy un republicano liberal.
– Nunca he acabado de entender qué significa eso.
– Significa que, en mi opinión, la gente puede hacer lo que le venga en gana siempre y cuando no lo haga cerca de mí.
– Pensaba que sería algo más complicado.
– Pues no, es así de simple. ¿Crees que debería entrar y decirles que soy gay?
– Yo que tú ni siquiera les diría que eres negro -sugirió Ángel desde el asiento trasero.
– No juzgues este sitio por ese edificio -dije-. Eso es sólo para dar a los turistas un motivo de risa. Un pueblo pequeño como éste no sobrevive, ni siquiera prospera un poco, si sus habitantes son fanáticos e idiotas. No os llevéis a engaño respecto a ellos.
Asombrosamente, al oír eso los dos callaron.
Más allá del centro de abastos, y a la izquierda, los imponentes campanarios gemelos de la iglesia de San Antonio, construidos con granito autóctono en 1930, se dibujaban contra el cielo de color gris pálido. La iglesia no habría desentonado en una gran ciudad, pero allí, en un pueblo de mil almas, quedaba fuera de lugar. Aun así, para Ben-net Lumley supuso un estímulo al crear Galaad: se propuso que el campanario de su iglesia superara incluso al de San Antonio.
Jackman, o Holden, como se conocía originariamente, fue fundado por los ingleses y los irlandeses, y los franceses se unieron a ellos más tarde. El lugar donde estaba el centro de abastos fue parte de una zona llamada Little Canada, y de allí hasta el puente se extendía la parte católica del pueblo, razón por la que San Antonio estaba en el lado este del río. En la otra orilla del puente se encontraba el territorio protestante. Allí estaba la iglesia congregacional, y también los episcopalianos, que eran los protestantes con quienes no estaba mal simpatizar si uno era católico, o eso decía mi abuelo. No sabía cuánto había cambiado ese sitio desde entonces, pero estaba convencido de que la antigua división aún prevalecía, un par de casas arriba o abajo.
La roja estación de tren de Jackman se hallaba junto a las vías que atravesaban el pueblo, pero ahora era propiedad privada. Como el principal puente estaba en obras, tuvimos que dar un rodeo que nos llevó a una estructura provisional y al municipio de Moose River. A la derecha estaba la modesta iglesia congregacional, que tenía la misma relación con la de San Antonio que el equipo local de la liga infantil con los Red Sox.
Al final llegamos al indicador del cementerio de Holden frente al Centro de Actividades al Aire Libre de Windfall, delante del cual se alineaban los autobuses escolares azules, en ese momento vacíos y soñolientos. Una carretera de tierra y grava conducía al cementerio, pero se la veía empinada y resbaladiza a causa del hielo. Así que dejamos el coche en lo alto de la carretera y recorrimos a pie el resto del camino. Discurría entre un estanque helado y un pequeño pantano de castores hasta llegar a las lápidas del cementerio, en una pendiente a la izquierda. Era pequeño y estaba rodeado de una alambrada, provista de una verja sin candado tan estrecha que sólo permitía el paso de una persona. Las tumbas se remontaban al siglo XIX, probablemente a los tiempos en que aquello era todavía un asentamiento de colonos.
Miré las cinco lápidas más cercanas a la verja, tres grandes y dos pequeñas. En la primera se leía HATTIE E., ESPOSA DE JOHN F. CHILDS, y daba las fechas de su nacimiento y su muerte: 11 de abril de 1865 y 26 de noviembre de 1891. A su lado había dos lápidas de menor tamaño; Clara M. y Vinal F. Según la lápida, Clara M. nació el 16 de agosto de 1895 y murió sólo un mes después, el 30 de septiembre de 1895. El tiempo que pasó Vinal F. en esta tierra fue aún más breve: nacido el 5 de septiembre de 1903, el 28 de septiembre ya había muerto. La cuarta lápida pertenecía a Lillian L., la segunda esposa de John y supuestamente madre de Clara y Vinal. Nació el 11 de julio de 1873 y murió menos de un año después que su hijo, el 16 de mayo de 1904. La última lápida era la del propio John F. Childs, nacido el 8 de septiembre de 1860 y fallecido, tras sobrevivir a dos esposas y dos hijos, el 18 de marzo de 1935. Cerca no había ninguna otra lápida. Me pregunté si John F. había sido el último de su estirpe. Aquí, en este pequeño cementerio, la historia de su vida quedaba a la vista en el espacio de cinco losas de piedra labrada.
Pero la lápida que buscábamos se hallaba en el ángulo sur del cementerio. No tenía nombres, ni fechas de nacimiento o defunción. Rezaba sólo: LOS HIJOS DE GALAAD, seguido de las mismas dos palabras talladas tres veces:
RECIÉN NACIDO
RECIÉN NACIDO
RECIÉN NACIDO
y un ruego a Dios para que se apiadara de sus almas. Como niños sin bautizar, al principio debieron de sepultarlos fuera del cementerio, pero saltaba a la vista que en algún momento del pasado se había desplazado discretamente la valla del cementerio en ese rincón, y los hijos de Galaad quedaban ahora dentro del recinto. Decía mucho en favor de los vecinos del pueblo que, en silencio, sin el menor alboroto, hubiesen acogido a esos niños perdidos y les hubiesen permitido descansar en paz dentro del camposanto.
– ¿Qué fue de los hombres que hicieron esto? -preguntó Ángel.
Lo miré y vi el dolor grabado en su rostro.
– Hombres y mujeres -lo corregí-. Las mujeres debieron de saberlo y actuar en connivencia, por la razón que fuera. Dos de esos niños murieron por causas desconocidas, pero a uno de ellos lo mataron con una aguja de punto poco después de nacer. ¿Has oído de algún hombre que clave una aguja de punto a un niño? No, las mujeres lo encubrieron, ya fuera por miedo o por vergüenza, o por algún otro motivo. A ese respecto, no creo que Dubus mienta. Nunca se presentaron cargos. Las autoridades examinaron a dos chicas y corroboraron que habían dado a luz hacía poco, pero no había pruebas que relacionasen esos nacimientos con los cadáveres hallados. La comunidad hizo piña y sostuvo que los niños fueron dados en adopción privadamente. Los nacimientos no quedaron registrados en ningún documento, lo que era un delito en sí mismo, pero un delito que nadie tuvo interés en denunciar. Dubus declaró a los investigadores que los niños fueron enviados a algún lugar de Utah. Llegó un coche, dijo, los recogió y desapareció en la noche. Ésa fue la versión, y sólo años después se retractó y afirmó que las madres de las chicas que habían dado a luz habían matado a los recién nacidos. En cualquier caso, alrededor de una semana después de encontrarse los cadáveres, la comunidad ya se había disgregado, y cada cual se había ido por su camino.
– Libres para cometer abusos sexuales en otra parte -añadió Ángel.
No contesté. ¿Qué podía decir, en especial a Ángel, que había sido él mismo víctima de tales abusos, entregado por su padre a hombres que obtenían placer con el cuerpo de un niño? Por eso estaba allí en ese momento, en aquel cementerio frío de un remoto pueblo del norte. Por eso estaban los dos allí, esos cazadores entre cazadores. Para ellos ya no era cuestión de dinero, ni de su propia conveniencia. Eso habría podido ser así en otro tiempo, pero ya no lo era. Ahora estaban allí por la misma razón que yo: porque hacer caso omiso de lo que había sucedido a esos niños en el pasado reciente y lejano, volver la cabeza y mirar en otra dirección porque era más fácil, equivalía a ser cómplice de los crímenes cometidos. Negarse a ahondar sería actuar en connivencia con los culpables.
– Alguien ha cuidado esta tumba -observó Ángel.
Era verdad. No había hierbajos, y el césped había sido cortado para que no tapara la lápida. Incluso las palabras en la piedra habían sido realzadas con pintura negra para que destacaran.
– ¿Quién se ocupa de una tumba de hace cincuenta años? -preguntó.
– Quizás el actual dueño de Galaad -contesté-. Vayamos a preguntárselo.
A unos ocho kilómetros por la 201, pasado Moose River y a la altura del término municipal de Sandy Bay, un cartel señalaba la Senda del Monte Pelado, y supe que nos acercábamos a Galaad. Si Ángel no hubiese indagado antes, habría sido difícil encontrar aquel sitio. La carretera que cogimos no tenía nombre. Tan sólo la identificaban un cartel donde se leía PROPIEDAD PRIVADA y, como había dicho Ángel, una lista que enumeraba a aquellos cuya presencia sería especialmente mal recibida. A eso de un kilómetro se alzaba una verja. Estaba cerrada con llave, y la cerca se adentraba en el bosque a ambos lados.
– Galaad está ahí dentro -dijo Ángel señalando al bosque en dirección norte-. Quizás a un kilómetro de aquí o algo más.
– ¿Y la casa?
– A la misma distancia, pero siguiendo derecho por el camino. Se ve desde un poco más adelante.
Señaló un sendero de tierra con roderas, paralelo a la cerca hacia el sudeste.
Detuve el coche a un lado del camino. Saltamos la verja y nos adentramos en el bosque.
Al cabo de quince o veinte minutos llegamos al claro.
La mayoría de los edificios seguía en pie. En un lugar donde la madera era el principal material de construcción, Lumley había elegido la piedra para varias casas, tan convencido estaba de que su comunidad ideal perduraría. Las viviendas variaban de tamaño, desde cabañas de dos habitaciones hasta estructuras mayores con capacidad para albergar cómodamente a familias de seis o más miembros. La mayoría se hallaba en un estado ruinoso, y algunas habían sido incendiadas, pero una de ellas parecía restaurada en cierta medida. Tenía techo y barrotes en las cuatro ventanas. La puerta de entrada, una plancha maciza de roble toscamente labrado, estaba cerrada con llave. En total, la comunidad no pudo pasar de la docena de familias en su momento de mayor auge. Existían muchos lugares así en Maine: aldeas olvidadas, pueblos que se habían marchitado y muerto, asentamientos basados en una fe equivocada en un líder carismático. Pensé en las ruinas del Santuario, en Casco Bay, y en Faulkner y su grey asesinada en Aroostook. Galaad era uno más de una larga e ignominiosa serie de proyectos fallidos, condenados al fracaso por hombres sin escrúpulos e instintos viles.
Y por encima de todo asomaba el gran campanario de la iglesia del Salvador, la rival de San Antonio erigida por Lumley. Se habían construido los muros, se había levantado el campanario, pero no llegaron a techarlo, y nadie había rezado entre sus paredes. Era menos un homenaje a Dios que un monumento a la vanidad de un hombre. Ahora el bosque lo había reclamado para sí. Estaba cubierta de hiedra hasta tal punto que se habría dicho que la propia naturaleza la había edificado creando un templo de hojas y zarcillos, con hierba y matojos por suelo y un árbol por tabernáculo, ya que un nogal había crecido en el lugar que correspondía al altar, y tenía las ramas desplegadas y sin hojas como los restos esqueléticos de un predicador trastornado a quien el viento frío había despojado de su carne mientras despotricaba contra el mundo, con los huesos oscurecidos por la acción del sol y la lluvia.
Todo en Galaad reflejaba pérdida y podredumbre y descomposición. Aunque yo no hubiese sabido nada de los crímenes cometidos allí, del sufrimiento padecido por unos niños y las muertes de unos recién nacidos, me habría invadido la misma sensación de malestar y suciedad. Si bien es verdad que había cierta magnificencia en la iglesia a medio construir, carecía de belleza, e incluso la propia naturaleza parecía corrompida en contacto con aquel lugar. Dubus estaba en lo cierto. Lumley había elegido mal el emplazamiento de su comunidad.
Cuando Ángel se dispuso a examinar la iglesia de cerca, lo detuve con un gesto.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– No toques ninguna planta -advertí.
– ¿Por qué?
– Son todas venenosas.
Y así era: parecía que hasta el último hierbajo infecto, hasta la última flor perniciosa, había arraigado allí, algunos de los cuales no los había visto nunca tan al norte, ni agrupados de esa manera. Había laurel americano, con su corteza en jirones, de color herrumbre, sus flores rosas y blancas salpicadas de rojo como la sangre de insectos, y con unos estambres, ahora ausentes, que respondían al tacto como insectos o animales. Vi raíz de serpiente blanca, todavía en la etapa final de floración, que podía emponzoñar la leche de una vaca si el animal comía la planta, y el veneno era letal para quien la bebiese. Cerca de una ciénaga con hielo en las orillas había matas de cicuta virosa, que con sus hojas dentadas y sus tallos veteados llamaban mucho la atención, siendo cada una de sus partes potencialmente mortífera. Había estramonio, más propio de los campos, y celidonia y ortigas. Hasta la hiedra era venenosa. Allí no acudiría ningún pájaro, pensé, ni siquiera en verano. Sería siempre un paraje silencioso y desolado.
Alzamos la vista para contemplar el enorme campanario, más alto incluso que los árboles que lo rodeaban. Algunas de las lumbreras contemplaban sombrías el bosque entre capas de hiedra, y el hueco vacío concebido para albergar la campana estaba invadido casi por completo de vegetación. No tenía puertas, sino sólo aberturas rectangulares en la base del campanario y a un lado de la iglesia propiamente dicha, y en las ventanas no había cristales. El mero intento de entrar sería exponerse a cortes y erupciones a causa de las malas hierbas y las ortigas que obstruían el paso, si bien advertí, al observar con mayor detenimiento, que aparentemente alguien, en algún momento, sé había abierto paso a través de las plantas, ya que éstas eran más altas y espesas a los lados. Al oeste de la iglesia vi los restos de un sendero en el bosque, visible por la ausencia de árboles altos. Por allí habían transportado el material de construcción a través del bosque, pero medio siglo después sólo quedaba una línea divisoria invadida por la maleza.
Nos acercamos a la casa intacta. Hice una seña a Ángel con la cabeza y se puso manos a la obra con la cerradura.
– Hace tiempo que no se abre -comentó.
Sacó del bolsillo de la cazadora una lata pequeña de lubricante, roció la cerradura y probó de nuevo. Al cabo de unos minutos oímos un chasquido. Hizo presión con el hombro y la puerta se abrió con un chirrido.
Tenía dos habitaciones, las dos vacías. El suelo era de cemento, y saltaba a la vista que no formaba parte de la estructura original. El sol, que había luchado durante tanto tiempo para traspasar el cristal mugriento, aprovechó la ocasión brindada por la puerta abierta para bañar de luz el interior, pero no había nada que ver ni iluminar. Louis golpeteó suavemente con los nudillos una de las ventanas.
– Es plexiglás -dijo. Recorrió el contorno del marco con el dedo. Al parecer, en algún momento alguien había intentado desprender el marco del cemento. No había llegado muy lejos, pero las pruebas del intento fallido seguían allí.
Se inclinó hacia el cristal y después, en un intento de ver más claramente algo que había captado con su fina vista, se arrodilló.
– Fijaos en esto -dijo.
Había pequeños arañazos en el ángulo inferior derecho. Acerqué la cabeza para ver qué podían ser, pero fue Ángel quien los descifró primero.
– L.M. -leyó.
– Lucy Merrick -deduje. Tenía que ser eso. No había más marcas ni en las paredes ni en las ventanas. Si las letras hubieran sido grabadas por un niño a modo de diversión, habrían estado acompañadas de otras iniciales, otros nombres, pero Galaad no era un sitio que visitaría una persona sola, no por voluntad propia.
Y en ese momento supe que fue allí adonde habían llevado a Andy Kellog y, más tarde, a la hija de Merrick. Andy Kellog había vuelto trastornado, traumatizado, pero con vida. Lucy Merrick, en cambio, no había regresado. Al instante, el aire de la casa se me antojó viciado y muerto, contaminado por lo que en el fondo de mi alma sabía que había tenido lugar en aquellas habitaciones.
– ¿Por qué aquí? -preguntó Louis en un susurro-. ¿Por qué los trajeron aquí?
– Por lo ocurrido aquí antes -contestó Ángel. Tocó con la yema del dedo las marcas de Lucy en el cristal, resiguiendo cada una con delicadeza y ternura en un gesto de evocación. Me acordé de mi propia reacción en el desván de mi casa, al leer un mensaje escrito en el polvo-. El hecho de saber que repetían algo sucedido ya en el pasado, como si continuasen una tradición, provocaban mayor placer.
Sus palabras se hacían eco de lo que había dicho Christian sobre los «aglutinadores». ¿Era eso lo que estaba detrás de la fascinación de Clay por Galaad? ¿Quería recrear lo sucedido medio siglo antes, o ayudó a otros a hacerlo? Por otro lado, acaso su interés no fuera morboso ni lascivo. Quizás él no tuvo la culpa de nada de lo ocurrido, y sólo su curiosidad profesional lo llevó a ese profundo lugar en el bosque, cuyo obsesivo recuerdo plasmó luego en los cuadros que Merrick había destrozado en la pared de Joel Harmon y que Mason Dubus exhibía con orgullo en la suya. Pero cada vez me costaba más creerlo. Si unos hombres habían intentado recrear los crímenes anteriores allí cometidos, quizás habrían buscado a su instigador, Mason Dubus. Tomé conciencia de que seguíamos un camino recorrido antes por Clay, rastreando las huellas que había dejado al desplazarse hacia el norte. Él le había regalado una de sus preciadas obras de arte a Dubus. No parecía un simple gesto de agradecimiento. Se acercaba al respeto, casi al afecto.
Busqué en las dos habitaciones cualquier otra señal de la presencia de Lucy Merrick en la casa, pero no encontré nada. Probablemente en otro tiempo hubo allí colchones, mantas, incluso libros o revistas. Había interruptores en las paredes, pero los portalámparas no tenían bombillas. Vi marcas en el ángulo superior de la segunda habitación, donde debía de haberse colgado una placa de metal o algo parecido, y debajo un agujero limpio. Un orificio más grande en la pared, rellenado después pero con el contorno todavía visible, indicaba el lugar donde en otro tiempo estuvo colocada una estufa, y la chimenea había sido tapiada hacía mucho. Lucy Merrick había desaparecido en septiembre. Allí ya debía de hacer frío. ¿Cómo pudo calentarse si la retuvieron allí? No hallé respuesta. Se lo habían llevado todo y era evidente que aquellas habitaciones no se utilizaban desde hacía años.
– La mataron aquí, ¿no? -preguntó Ángel.
Seguía junto a la ventana, los dedos en contacto con las letras grabadas en el cristal, como si así pudiera entrar en contacto, de algún modo, con la propia Lucy Merrick y darle consuelo, para que, donde quiera que estuviese, supiera que alguien había encontrado las marcas que ella dejó y sentía dolor por ella. Las letras eran pequeñas, casi imperceptibles. Ella no quería que los hombres que la habían secuestrado las viesen. Quizá pensó que le permitirían demostrar su versión cuando la soltaran, ¿o temió acaso, ya en ese momento, que nunca la dejasen en libertad y albergó la esperanza de que esas letras proporcionasen una señal en caso de que alguien se preocupara de averiguar qué había sido de ella?
– No mataron a los demás -dije-. Por eso llevaban máscaras, para poder soltarlos sin preocuparse de que los identificaran. Es posible que se excedieran o que algo se torciera. Por alguna razón murió, y eliminaron toda señal de su presencia aquí; luego cerraron la casa a cal y canto y no volvieron nunca más.
Ángel dejó caer los dedos.
– Caswell, el dueño de estas tierras, debía de saber lo que ocurría.
– Sí -susurré-. Debía de saberlo.
Me volví para marcharme. Louis estaba delante de mí, encuadrado en el umbral de la puerta, una silueta oscura contra el sol de la mañana. Abrió la boca para hablar, pero calló. Los tres habíamos oído nítidamente el ruido. Era el de un cartucho al entrar en la recámara de una escopeta. Siguió una voz. Dijo:
– Eh, al menor movimiento, disparo.
Ángel y yo guardamos silencio dentro de la casa, decididos a no movernos ni hablar. Louis se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, con los brazos extendidos a los lados para demostrarle al hombre detrás de él que no tenía nada en las manos.
– Ahora fuera, despacio -dijo la voz-. Con las manos en la cabeza. Y los que están dentro que hagan lo mismo. Ustedes no me ven, pero yo los veo a ustedes. Se lo digo ya: a la que uno se mueva, aquí el figurín, con su elegante abrigo, acabará con un agujero donde ahora tiene la cara. Han entrado sin autorización en una propiedad privada. Es posible que además lleven armas. Ni un solo juez del estado me condenará si me obligan a matarlos yendo armados.
Lentamente, Louis se alejó de la puerta y se detuvo con las manos en la nuca, de cara al bosque. A Ángel y a mí no nos quedó más remedio que seguirlo. Intenté localizar la procedencia de la voz, pero cuando abandonamos la protección de la casa, fuera sólo había silencio. A continuación, un hombre salió de un bosquecillo de olmos y clavellinas. Vestía pantalones de camuflaje verdes y una chaqueta a juego, y empuñaba una Browning de calibre 12. Corpulento pero no musculoso, pasaba de los cincuenta años. Tenía la tez pálida y el cabello demasiado largo, desparramado en desaseadas greñas sobre la cabeza como una fregona sucia. Parecía no dormir bien desde hacía mucho tiempo. Los ojos casi se le caían de la cabeza, como si no soportaran la presión dentro del cráneo, y tenía las cuencas tan enrojecidas que la piel parecía desprenderse de la carne. Pústulas recientes salpicaban sus mejillas, barbilla y cuello, con puntos rojos allí donde se había cortado al afeitarse.
– ¿Quiénes son ustedes? -preguntó. Sostenía la escopeta con firmeza, pero le temblaba la voz como si sólo pudiera proyectar aplomo con el cuerpo o con la voz, pero no con los dos simultáneamente.
– Cazadores -contesté.
– ¿Ah, sí? -Soltó una risa burlona-. ¿Y qué cazan sin rifles?
– Hombres -se limitó a contestar Louis.
Se abrió otra grieta en la fachada de aquel individuo. Imaginé la piel resquebrajándose bajo su ropa en un sinfín de pequeñas roturas, como una muñeca de porcelana a punto de romperse en mil pedazos.
– ¿Es usted Caswell? -pregunté.
– ¿Quién quiere saberlo?
– Me llamo Charlie Parker. Soy investigador privado. Éstos son mis colegas.
– Soy Caswell, sí. Y éstas son mis tierras. No se les ha perdido nada aquí.
– Al contrario, aquí se ha perdido algo muy importante, y por eso hemos venido.
– Pues si es así, vayan a la oficina de objetos perdidos.
– Queríamos hacerle unas preguntas.
Caswell levantó ligeramente el cañón de la escopeta y descerrajó un tiro. La bala pasó a cierta distancia por encima de nuestras cabezas; así y todo, me encogí. Volvió a cargar y el ojo del arma, imperturbable, concentró de nuevo su atención en nosotros.
– Creo que no me han oído. No están en situación de hacer preguntas.
– Hable con nosotros o hable con la policía. Usted mismo.
Caswell apretó la empuñadura de la escopeta.
– ¿Qué coño quiere decir con eso? Yo no tengo ningún problema con la policía.
– ¿Ha reparado usted esta casa? -Señalé el edificio a nuestras espaldas.
– Y si la he reparado, ¿qué? Son mis tierras.
– Resulta un tanto extraño reparar una casa en ruinas en una aldea abandonada.
– Ninguna ley lo prohíbe.
– No, supongo que no. Pero quizá sí haya una ley contra lo que ocurrió aquí dentro.
Estaba corriendo un riesgo. Caswell podía dispararnos sólo por provocarlo, pero dudaba que fuera a hacerlo. No parecía esa clase de persona. Pese a la escopeta y la ropa de camuflaje, tenía su lado tierno, como si alguien hubiera dado un arma a un muñeco de mazapán.
– No sé a qué se refiere -dijo, pero se alejó un paso de nosotros.
– Hablo de lo sucedido en Galaad -mentí- y de los niños asesinados.
Al igual que en una pantomima, una curiosa gama de emociones se desplegó en el rostro de Caswell. Primero sorpresa, después miedo, seguido de la lenta toma de conciencia de que yo me refería al pasado remoto, no cercano. Observé con satisfacción cómo intentaba en vano disimular su alivio. Lo sabía. Sabía lo que le había pasado a Lucy Merrick.
– Ah, sí -dijo-. Imagino que sí. Por eso intento mantener a la gente alejada de aquí. Nunca se sabe a qué clase de individuos podría atraer.
– Claro -convine-. ¿Y qué clase de individuos podría ser?
Caswell no fue capaz de contestar a la pregunta. Se había acorralado a sí mismo, y ahora se proponía salir del atolladero a fuerza de baladronadas.
– Individuos, sin más -contestó.
– ¿Por qué compró esto, señor Caswell? Es un poco raro, después de todo lo ocurrido aquí.
– No hay ninguna ley que prohíba comprar propiedades. He vivido aquí toda mi vida. Las tierras me salieron baratas gracias a su historia.
– ¿Y su historia no le preocupó?
– No, no me preocupó en lo más mínimo. Y ahora…
No lo dejé acabar.
– Era pura curiosidad, porque es evidente que algo le preocupa. Tiene mala cara. Para serle sincero, se le ve un tanto tenso. De hecho, parece claramente asustado.
Había dado en el blanco. La verdad de mis afirmaciones se puso de manifiesto en la propia reacción de Caswell. Las pequeñas grietas se abrieron más y se hicieron más profundas, y la escopeta se inclinó ligeramente hacia el suelo. Percibí que Louis contemplaba sus opciones, tensando el cuerpo a la vez que se preparaba para atacar a Caswell.
– No -susurré, y Louis se relajó sin cuestionarlo.
Caswell fue consciente de la impresión que causaba. Se irguió y, tras llevarse la culata al hombro, apuntó. La varilla dentada que recorría el cañón de la Browning de un extremo a otro parecía el lomo erizado de un animal. Oí que Louis dejaba escapar un suave silbido, pero Caswell ya no me preocupaba. Era pura fachada.
– No le tengo miedo -dijo-. No se lleve a engaño.
– Entonces, ¿a quién le tiene miedo?
Caswell cabeceó para sacudirse las gotas de sudor de las puntas del pelo.
– Creo que será mejor que usted y sus «colegas» vuelvan a su coche. De camino mantengan las manos en la cabeza, y no vuelvan por aquí. Éste es el primer y último aviso.
Esperó a que nos pusiéramos en marcha y empezó a retroceder hacia el bosque.
– ¿Ha oído hablar de Lucy Merrick, señor Caswell? -pregunté. Me detuve y miré por encima del hombro sin apartar las manos de la cabeza.
– No -respondió. Hizo una pausa antes de volver a hablar, como si intentara convencerse de que ese nombre no había sido pronunciado en voz alta-. Nunca he oído ese nombre.
– ¿Y el de Daniel Clay?
Negó con la cabeza.
– Lárguese de una vez. No tengo nada más que decir.
– Volveremos, señor Caswell. Creo que ya lo sabe.
Caswell no respondió. Siguió retrocediendo, adentrándose más y más en el bosque, sin importarle ya si nos movíamos o no, intentando sólo poner la mayor distancia posible entre nosotros y él. Me pregunté a quién llamaría Caswell en cuanto regresara a la seguridad de su casa. Ya daba igual. Estábamos cerca. Por alguna razón, Caswell se desmoronaba y yo tenía la firme intención de acelerar el proceso.
Esa tarde conseguí entablar conversación con el camarero del hotel, el que había presenciado el altercado entre Ángel y los hombres de Nueva Jersey. Respondía al curioso nombre de Skip, contaba veintidós años y hacía un curso de posgrado sobre planificación y desarrollo comunitario en la Universidad del Sur de Maine. El padre de Skip era uno de los dueños del establecimiento, y el muchacho me explicó que trabajaba allí en verano y siempre que podía en la temporada de caza. Pensaba encontrar un empleo en el condado de Somerset en cuanto acabara los estudios. A diferencia de los demás chicos de su edad, no quería marcharse. En lugar de eso, esperaba encontrar una manera de convertir aquello en un sitio mejor donde vivir, aunque era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que actualmente la región lo tenía todo en contra.
Skip me contó que la familia de Caswell vivía en esa zona desde hacía tres o cuatro generaciones, pero siempre habían sido pobres de solemnidad. A veces Caswell trabajaba de guía durante la temporada turística, y el resto del año se ganaba la vida haciendo chapuzas, pero con el paso de los años había ido dejando el trabajo de guía, si bien aún lo llamaban cuando se requería alguna reparación en las casas de la zona. Cuando compró la finca de Galaad, la pagó sin pedir un crédito al banco. Pese a lo que nos había dicho, no la adquirió precisamente a bajo coste, si bien su historia no la convertía en la más atractiva de las propiedades, y costaba más dinero del que cabía esperar que Otis Caswell pudiera reunir; aun así, no había discutido el precio ni intentado regatear con el agente inmobiliario, que la vendía en nombre de los descendientes del difunto Bennet Lumley. Desde entonces, había colocado carteles de PROHIBIDO EL PASO y se había mantenido al margen del mundo. Allí nadie lo molestaba. Nadie tenía motivos para hacerlo.
Había dos posibilidades, y ninguna de las dos inducía a pensar bien de Caswell. La primera era que alguien le había entregado el dinero para la compra a fin de mantener en secreto su propio interés en esas tierras, y que Caswell hizo la vista gorda respecto al uso que se dio a la casa reformada. La otra posibilidad era que hubiese participado activamente en lo que allí ocurrió. En cualquiera de los dos casos, sabía más que suficiente para merecer nuestra perseverancia. Encontré su número en el listín telefónico de la zona y lo llamé desde mi habitación. El timbre no sonó siquiera dos veces.
– ¿Esperaba una llamada, señor Caswell? -pregunté.
– ¿Quién es?
– Ya nos hemos conocido. Soy Parker. Colgó. Volví a marcar. Esta vez el teléfono sonó tres o cuatro veces antes de que contestara.
– ¿Qué quiere? Ya se lo he dicho: no tengo nada de qué hablar con usted.
– Creo que ya sabe lo que quiero, señor Caswell. Quiero que me cuente qué sucedió en esa casa vacía con las ventanas de plexiglás y la puerta reforzada. Quiero que me hable de Andy Kellog y Lucy Merrick. Si lo hace, quizá pueda salvarlo.
– ¿Salvarme? ¿Salvarme de qué? ¿De qué habla?
– De Frank Merrick.
Se produjo un silencio al otro lado de la línea.
– No vuelva a llamar a este número -dijo Caswell-. No conozco a ningún Frank Merrick, ni ninguno de los otros nombres que ha mencionado.
– Va a venir, Otis. Más le vale creerme. Quiere saber qué le pasó a su hija, y no será tan razonable como mis amigos y yo. Creo que sus compinches van a dejarlo a usted en la estacada, Otis, van a abandonarlo en manos de Merrick. O tal vez decidan que usted es el eslabón débil y le hagan lo que le hicieron a Daniel Clay.
– Nosotros no… -empezó a decir Caswell, y se interrumpió de pronto.
– ¿No qué, Otis? ¿No le hicieron nada a Daniel Clay? ¿No lo mataron? ¿Por qué no me lo cuenta?
– Váyase a la mierda -dijo Caswell-. Váyase a la puta mierda.
Colgó. Cuando llamé por tercera vez, no descolgó. El teléfono siguió sonando y sonando y me imaginé a Otis Caswell en su mísera casa tapándose los oídos con las manos, hasta que el timbre dio paso a la señal de ocupado cuando desconectó el aparato de la toma.
Cayó la noche. Nuestro encuentro con Caswell señaló el principio del fin. Unos hombres se dirigían hacia el noroeste, Merrick entre ellos, pero la arena que representaba el tiempo que les quedaba de vida caía lentamente, no por el cuello del proverbial reloj de arena, sino por el hueco formado entre su dedo meñique y la palma de su propia mano, cerrada en un puño. Al empezar a preguntar sobre Daniel Clay había abreviado su existencia. Había abierto las manos y aceptado la arena, consciente de que sería incapaz de retenerla por mucho tiempo, de que a partir de ese momento se le escurriría entre los dedos mucho más deprisa. Su única esperanza era vivir lo suficiente para descubrir la última morada de su hija.
Así, al oscurecer, Merrick se encontró en el Refugio de Old Moose. El pintoresco nombre evocaba suelos de madera, cómodas butacas, hospitalarios anfitriones de Maine dando la bienvenida a los huéspedes, un buen fuego de leña en el vestíbulo, habitaciones que conseguían mantenerse limpias y de aspecto moderno a la vez que nunca perdían sus raíces rústicas, y desayunos a base de jarabe de arce, beicon y tortitas, servidos por jóvenes risueñas en mesas con vistas a plácidos lagos y kilómetros de pinares.
La realidad era muy distinta. Nunca se había alojado nadie en el Refugio de Old Moose, o al menos no para acostarse en una cama. En el pasado, los hombres podían dormir la borrachera en una habitación de atrás, pero se echaban en el suelo tan aturdidos por el alcohol que la comodidad les preocupaba menos que encontrar un lugar donde yacer en posición horizontal y dejarse envolver por la anhelada inconsciencia. Ahora les habían retirado incluso esa pequeña concesión por miedo a perder la licencia de venta de alcohol, cuya renovación alimentaba anualmente las especulaciones del periódico local y de la mayoría de la población, si se descubría que los borrachos lo empleaban como dormitorio. Aun así, la impresión creada por su nombre no era del todo falsa.
Sí tenía el suelo de madera.
Merrick estaba sentado tranquilamente al fondo del bar, de espaldas a la puerta pero con un espejo en la pared delante de él que le permitía ver a quienes entraban sin que pudieran localizarlo de inmediato. Aunque hacía calor, y él sudaba profusamente, no se quitó el grueso abrigo de ante de color tostado. En parte le permitía tener la pistola en el bolsillo al alcance de la mano. Por otro lado, ocultaría la herida del costado, que había empezado a sangrar otra vez, si se le empapaba la venda y la camisa.
Había matado a los rusos un poco más allá de Bingham, donde Stream Road se desviaba de la 201 y discurría junto al Austin Stream hacia el municipio de Mayfield. Ya sabía que aparecerían. El asesinato de Demarcian por sí solo tal vez hubiera bastado para atraerlos, pero también había otros motivos para que le tuvieran rencor, y que estaban relacionados con un par de encargos a principios de los noventa, uno en Little Odessa y el otro en Boston. Le sorprendía que no hubieran actuado contra él en la cárcel, pero Supermax, aislándolo, lo había protegido, y su reputación se había ocupado del resto. Después de la muerte de Demarcian debía de haber corrido la voz. Se habrían hecho llamadas, solicitado favores, saldado deudas. Quizá no debería haber matado a Demarcian, pero aquel hombrecillo con el brazo seco le había inspirado repugnancia, y era un eslabón en la sucesión de acontecimientos que le habían arrebatado a su hija. Al menos en eso el abogado Eldritch tenía razón. Si el precio por la muerte de Demarcian era otras muertes, Merrick estaba dispuesto a pagarlo. No le impedirían llegar a Galaad. Allí hallaría las respuestas que buscaba, no le cabía la menor duda.
Se preguntaba cómo lo habían encontrado los rusos tan pronto.
Al fin y al cabo, había cambiado de coche, y sin embargo allí estaban, aquellos dos hombres en su 4x4 negro. Merrick pensó que quizá no debería haber dejado vivo al ex marido de Rebecca Clay, pero Merrick no mataba a nadie sin motivo, y por lo que había visto, Legere no sabía nada. Ni siquiera su ex mujer había confiado en él lo suficiente como para compartir información sobre su padre.
Pero Merrick estaba convencido de que, casi desde el inicio de su búsqueda, alguien lo seguía y observaba cada uno de sus movimientos. Pensó en el viejo abogado en su despacho lleno de papeles, y en su benefactor invisible, el misterioso cliente que había dado orden a Eldritch de ayudarlo, que había proporcionado financiación, un sitio donde esconderse e información. El abogado nunca había dado una explicación satisfactoria sobre su predisposición a ayudar a Merrick, y la desconfianza de Merrick había ido en rápido aumento empujándolo a distanciarse del anciano en cuanto pudo, excepto por su reciente y breve detención. Sin embargo, incluso después de eso, cuando procuraba borrar sus huellas, había ocasiones en que se sentía observado, unas veces en medio de una multitud, intentando perderse en unas galerías comerciales o un bar, y otras veces estando solo. En cierta ocasión le pareció ver a un hombre, una figura andrajosa, con un viejo abrigo negro, que lo examinaba pensativamente a través de una nube de humo de tabaco, pero cuando intentó seguirlo, el hombre se había esfumado, y Merrick no volvió a verlo.
Luego estaban las pesadillas. Habían empezado en el escondite, poco después de que Eldritch le proporcionara el coche y el dinero: visiones de criaturas pálidas, consumidas, con las cuencas de los ojos negras, las bocas contraídas, sin labios, vestidas con abrigos sucios de color tostado, viejos impermeables con manchas parduzcas en el cuello y las mangas. Merrick se despertaba en la oscuridad, y en ese momento entre el sueño y la vigilia pensaba que casi las veía apartarse, como si hubieran estado inclinadas sobre él mientras dormía, sin que saliera aliento de sus bocas, sino sólo un olor rancio de algo viejo y ponzoñoso arraigado en lo más hondo de ellas. Desde que había abandonado el escondite, las pesadillas eran menos frecuentes, pero todavía alguna noche afloraba de las profundidades del sueño con un escalofrío en la piel y cierto hedor en el aire que no había percibido antes de cerrar los ojos.
¿Acaso Eldritch, por considerar a Merrick un lastre, había revelado a los rusos su paradero con la ayuda del otro, el hombre andrajoso del abrigo negro? ¿Eran este hombre y el cliente de Eldritch la misma persona? Merrick no lo sabía, y ya no importaba. Todo se acercaba a su final, y pronto encontraría la paz.
Los rusos habían sido descuidados. Los había visto por el espejo retrovisor cuando estaban tres o cuatro coches por detrás, acercándose a veces si existía el riesgo de perderlo de vista. En una ocasión se había detenido para ver si lo adelantaban y eso habían hecho, manteniendo la mirada fija al frente y resueltamente ajenos a él cuando desplegó un mapa sobre el volante y simuló seguir una ruta con el dedo, siendo el tráfico de camiones demasiado intenso para atacarlo en el lugar donde se paró. Él los había dejado pasar, y se puso otra vez en marcha transcurridos unos minutos. Los vio por delante rezagándose en el carril de la derecha con la esperanza de que él los alcanzara, y no los defraudó. Después de dos o tres kilómetros dobló por Stream Road, y allí encontró un camino de tierra idóneo para sus intenciones. Continuó adelante cerca de dos kilómetros, dejando atrás cabañas abandonadas a cierta distancia del camino, una caravana de doble ancho y coches inmovilizados sobre llantas sin neumáticos, hasta que incluso esas humildes muestras de presencia humana desaparecieron y el camino se hizo aún más escabroso, provocando un incesante traqueteo en el automóvil y causándole un dolor en la columna vertebral. Cuando sólo veía bosque por delante y por detrás, al norte y al sur, al este y al oeste, apagó el motor. Los oyó acercarse. Salió del coche y, sin cerrar la puerta, se adentró entre los árboles y desanduvo el camino hasta que aparecieron los rusos. Se detuvieron cuando llegaron al coche abandonado. Merrick imaginó la conversación que se desarrollaba dentro del vehículo. Habrían caído en la cuenta de que les había tendido una trampa. La única duda ahora era cómo escabullirse al mismo tiempo que liquidaban a Merrick y se aseguraban su propia supervivencia. Agazapado entre los matorrales, Merrick vio que el que ocupaba el asiento del acompañante, el pelirrojo, miraba por encima del hombro. No tenían muchas opciones. Podían echar marcha atrás e irse con la esperanza de atraparlo cuando huyese a pie o en coche; o bien podían apearse, uno por cada lado, e intentar darle caza. El momento de máxima vulnerabilidad sería cuando abriesen las puertas, pero su razonamiento sería que si él les disparaba, como mucho heriría a uno de los dos, eso con suerte, y de ese modo revelaría su posición.
Al final, Merrick no esperó a que abrieran las puertas. En cuanto el pelirrojo apartó la mirada, Merrick salió de entre los matorrales y empezó a disparar a través de la luna trasera; una, dos, tres veces, y al hacerse añicos el cristal vio un salpicón de sangre en el parabrisas y al conductor desplomarse de lado. Su compañero abrió la puerta de su lado y se echó cuerpo a tierra disparando a Merrick mientras avanzaba, puesto que ya no tenía sentido retroceder. Merrick sintió un tirón en el costado y un hormigueo seguido de un dolor feroz y lancinante; aun así, avanzó sin dejar de disparar y experimentó una repentina satisfacción cuando el cuerpo del segundo ruso se sacudió en el suelo y cesó el tiroteo.
Se acercó lentamente a la figura desmadejada en el suelo notando la sangre que manaba de su costado y le empapaba la camisa y el pantalón. Apartó con el pie la pistola del ruso y se detuvo a su lado. El pelirrojo yacía de costado contra la rueda posterior derecha. Tenía una herida bajo el cuello y otra casi en el centro del pecho. Aunque apenas abría los ojos, aún respiraba. Ahogando una exclamación por el dolor de su propia herida, Merrick se agachó, alcanzó la Colt del ruso y le registró los bolsillos de la cazadora hasta que encontró un billetero y un cargador de reserva para la pistola. En el carnet de conducir constaba que se llamaba Yevgueni Utarov. El nombre no le decía nada.
Merrick se hizo con los 326 dólares, se los guardó en el bolsillo y tiró el billetero en el regazo del moribundo. Escupió en el suelo y comprobó satisfecho que el esputo no contenía sangre. Sin embargo estaba irritado consigo mismo por haber permitido que lo hirieran. Era la primera vez en muchos, muchos años que lo alcanzaba una bala. Aquello parecía un recordatorio del lento paso del tiempo, de su edad y su inminente mortalidad. Se tambaleó un poco. El movimiento distrajo al hombre llamado Yevgueni de su propia muerte. Abrió los ojos e intentó decir algo. Merrick permaneció inmóvil ante él.
– Dame un nombre -dijo-. Todavía te queda tiempo. De lo contrario te dejaré morir aquí. Será lento, y ese dolor que sientes irá a más. Dame un hombre y te facilitaré las cosas.
Utarov susurró algo.
– Levanta la voz, vamos -instó Merrick-. No pienso agacharme para oírte.
Utarov volvió a intentarlo. Esta vez la palabra chirrió en lo más hondo de su garganta como la hoja de un cuchillo al afilarla contra una piedra rugosa.
– Dubus -dijo.
Merrick descerrajó dos tiros más al ruso en el pecho y se alejó a trompicones dejando un rastro de sangre en el camino, como moras aplastadas. Se apoyó en su coche y se desnudó de cintura para arriba dejando la herida a la vista. Era profunda y la bala seguía alojada en la carne. En el pasado, conocía a hombres a quienes podía acudir en tales circunstancias, pero ya habían desaparecido todos. Se ató la camisa en torno a la cintura para restañar la hemorragia; luego se puso la cazadora y el abrigo sobre el torso desnudo y subió al coche. Volvió a esconder la Smith 10, ya con sólo tres balas, bajo el asiento del conductor y se guardó la Colt en el bolsillo del abrigo. Maniobrar el coche para enfilar en dirección a la carretera fue un suplicio, y tuvo que recorrer el sendero apretando los dientes para no oírse gritar, pero lo consiguió. Al cabo de cinco kilómetros encontró la consulta de un veterinario, y allí obligó al anciano cuyo nombre constaba en el letrero de la entrada a extraerle la bala mientras lo mantenía encañonado. No se desmayó del dolor, pero poco le faltó.
Merrick sabía quién era Dubus. En cierto modo, todo había empezado con él la primera vez que forzó a un niño. Había llevado sus apetitos consigo a Galaad, y desde allí se habían propagado. Merrick acercó la pistola a la cabeza del veterinario y preguntó si sabía dónde vivía Mason Dubus, y el anciano se lo dijo, puesto que Dubus era muy conocido en la región. Merrick encerró al veterinario en el sótano con dos botellas de medio litro de agua y un poco de pan y queso para que no pereciese de hambre y sed. Prometió al veterinario que avisaría a la policía en menos de veinticuatro horas. Hasta entonces tendría que entretenerse como buenamente pudiera. Encontró un frasco de Tylenol en un botiquín y se apropió de unos cuantos rollos de vendas limpias y de unos pantalones del armario del anciano. Acto seguido se marchó y siguió su camino, pero le costaba conducir. No obstante, el Tylenol mitigaba un poco el dolor, y en Caratunk volvió a abandonar la 201. Como le había indicado el veterinario, llegó por fin a la casa de Mason Dubus.
Dubus lo vio acercarse. En cierto modo lo esperaba. Aún hablaba por el teléfono móvil cuando Merrick reventó de un tiro la cerradura de la puerta y entró en la casa dejando un reguero de sangre en el suelo impoluto. Dubus pulsó el botón rojo para cortar la comunicación y luego lanzó el teléfono a una butaca junto a él.
– Sé quién es usted -dijo.
– Me parece muy bien -contestó Merrick.
– Su hija está muerta.
– Lo sé.
– Pronto lo estará usted también.
– Quizá, pero usted morirá antes.
Dubus señaló a Merrick con un dedo trémulo.
– ¿Cree que voy a suplicarle por mi vida? ¿Cree que voy a ayudarlo?
Merrick levantó la Colt.
– No, no lo creo -dijo y disparó dos veces contra Dubus. Mientras el viejo se sacudía en el suelo, Merrick cogió el teléfono móvil y apretó la tecla de rellamada. Descolgaron al sonar el timbre por segunda vez. No dijeron nada, pero Merrick oyó la respiración de un hombre. Luego se cortó la comunicación. Merrick dejó el teléfono y salió de la casa, y a sus espaldas se desvanecían los últimos estertores de Dubus mientras moría.
Dubus oyó los pasos de Merrick y luego el motor de un coche al alejarse. Sintió un peso enorme en el pecho, salpicado de dolor, como si le hubieran colocado encima un lecho de clavos. Fijó la mirada en el techo. Tenía sangre en la boca. Sabía que le quedaban sólo unos instantes de vida. Comenzó a rezar para pedir a Dios que perdonara sus pecados. Movió los labios en silencio intentando recordar las palabras correctas, pero los recuerdos lo distrajeron, así como su ira por morir de esa manera, víctima de un asesino capaz de abatir a tiros a un viejo desarmado.
Sintió una corriente de aire frío y oyó un ruido detrás de él. Alguien se acercó, y Dubus pensó que Merrick había vuelto para rematarlo. Pero, al inclinar la cabeza, no vio a Merrick, sino el dobladillo de un mugriento abrigo de color tostado y unos viejos zapatos marrones manchados de barro. Flotaba un hedor en el aire, e incluso en el momento de su muerte sintió náuseas. Luego oyó más pasos a su izquierda, y percibió unas presencias detrás de él, figuras invisibles que lo observaban. Dubus ladeó la cabeza y vio rostros pálidos y agujeros negros abiertos en la piel marchita. Abrió la boca para hablar, pero no quedaba nada que decir, como tampoco le quedaba aliento en el cuerpo.
Y murió con los Hombres Huecos ante los ojos.
Merrick condujo muchos kilómetros, pero empezó a nublársele la vista y el dolor y la pérdida de sangre lo habían debilitado. Llegó hasta el Refugio de Old Moose y allí se detuvo, engañado, como tantos otros antes que él, por la falsa promesa de una cama, según se insinuaba en el nombre.
Ahora estaba allí sentado tranquilamente, bebiendo Four Roses después de tomarse el Tylenol, dormitando un poco con la esperanza de recobrar un mínimo las fuerzas para poder seguir su camino a Galaad. Nadie lo molestó. El Refugio de Old Moose animaba a sus clientes a tomarse algún que otro descanso, siempre y cuando volvieran a beber después. Una máquina de discos reproducía música country, y los ojos de cristal de los animales muertos colgados de las paredes contemplaban a los clientes, mientras Merrick iba a la deriva, sin saber bien si estaba dormido o despierto. En un momento dado, una camarera le preguntó si se encontraba bien, y Merrick asintió con la cabeza y señaló su vaso para que le sirviera otro bourbon, pese a que apenas había probado el primero. Temía que le pidieran que se marchase, y aún no estaba en condiciones para hacerlo.
Despertar. Dormir. Música, luego silencio. Voces. Susurros.
papi
Merrick abrió los ojos. Una niña estaba sentada delante de él. Tenía el pelo oscuro y la piel desgarrada allí por donde los gases de la descomposición habían escapado de su interior. Un bicho reptaba por su frente. Merrick quiso apartarlo, pero no pudo mover las manos.
– Hola, cariño -saludó-. ¿Dónde has estado?
La niña tenía tierra en las manos, y dos uñas rotas.
esperando
– ¿Esperando qué, cariño?
esperándote a ti
Merrick asintió con la cabeza.
– No he podido venir hasta ahora. Estaba…, me habían encerrado, pero siempre pensaba en ti. Nunca te he olvidado.
lo sé. estabas muy lejos. ahora estás cerca. ahora puedo estar contigo
– ¿Qué te pasó, mi niña? ¿Por qué te fuiste?
me dormí. me dormí y ya no pude despertar
En su voz no se advertía la menor emoción. No parpadeó ni una vez. Merrick vio que tenía el lado izquierdo de la cara de tonos cereza y violeta, marcado por los colores de la lividez de la muerte.
– Ya no tardaré, cariño -dijo.
Reunió fuerzas para mover la mano. La tendió hacia ella y notó algo frío y duro contra los dedos. El vaso de whisky se volcó en la mesa, y Merrick se distrajo por un momento. Cuando volvió a levantar la vista, la niña había desaparecido. El whisky corrió en torno a sus dedos y se derramó en el suelo. La camarera apareció y dijo:
– Quizá debería marcharse ya a casa.
Merrick asintió con la cabeza.
– Sí -contestó-, puede que tenga razón. Es hora de irse a casa.
Se puso en pie, y al instante percibió el chapoteo de la sangre encharcada en el zapato. Sintió que el salón daba vueltas alrededor y se agarró a la mesa para no perder el equilibrio. La sensación de vértigo desapareció, y de nuevo tomó conciencia del dolor en el costado. Bajó la vista. Tenía el lado del pantalón empapado y manchado de rojo. La camarera también lo vio.
– Eh -dijo-. ¿Qué…?
Y entonces miró a Merrick a los ojos y decidió no preguntar nada. Merrick se llevó la mano al bolsillo y encontró unos billetes, entre ellos había uno de veinte y otro de diez, y los echó todos en la bandeja de la camarera.
– Gracias, cariño -dijo, y una expresión amable asomó a sus ojos. La camarera no supo si creía estar hablándole a ella o a otra que veía en su imaginación-. Ya estoy preparado.
Se alejó de la barra pasando entre las parejas que bailaban y los borrachos vocingleros, los amantes y amigos, yendo de la luz hacia la oscuridad, de la vida del interior a la vida de fuera. Al salir y notar el aire fresco de la noche se tambaleó de nuevo, pero al cabo de un momento se le despejó la cabeza. Sacó las llaves del bolsillo de la cazadora y se encaminó hacia su coche; a cada paso iba perdiendo más sangre y acercándose un poco más a su final.
Se detuvo junto al coche y, apoyando la mano izquierda en el techo, introdujo la llave en la cerradura con la derecha. Abrió la puerta y se vio reflejado en el cristal de la ventanilla lateral. Al instante otro reflejo se sumó al suyo cerniéndose detrás de su hombro. Era un pájaro, una paloma monstruosa de rostro blanco y pico oscuro, y ojos humanos hundidos en las cuencas. Alzó un ala, pero el ala era negra, no blanca, y con la garra empuñaba un objeto largo y metálico.
Y entonces el ala empezó a batir con un sonido suave y sibilante, y Merrick sintió de nuevo un dolor penetrante al rompérsele la clavícula de un golpe. Se retorció e intentó sacar el arma del bolsillo, pero apareció otro pájaro, ahora un halcón, que blandía un bate de béisbol, un buen Louisville Slugger de los de antes, diseñado para lanzar la bola fuera del estadio, sólo que el Slugger iba dirigido contra su cabeza. Incapaz de esquivarlo levantó el brazo izquierdo. El impacto le destrozó el codo, y las alas seguían batiendo y la lluvia de golpes caía sobre él, y se desplomó de rodillas cuando algo en su cabeza se desprendió haciendo un ruido como el del pan al partirse y la mirada se le nubló de rojo. Abrió la boca para hablar, aunque no pudo articular una sola palabra, y la mandíbula inferior casi se le desprendió de la cara cuando la palanca trazó un suave arco y lo derribó como a un árbol, de modo que quedó tendido en el frío suelo de gravilla mientras la sangre salía a borbotones y la paliza continuaba, su cuerpo exhalaba leves y extraños sonidos, y dentro de él se movían los huesos allí donde los huesos no tenían por qué moverse, se fracturaba el armazón de su interior y se le reventaban los órganos blandos.
Y seguía con vida.
Los golpes cesaron, pero no el dolor. Un pie se deslizó bajo su estómago y lo levantó para ponerlo de espaldas, apoyándolo ligeramente contra la puerta abierta del coche, medio dentro, medio fuera, con una mano inutilizada a un lado, la otra caída hacia atrás en el interior del automóvil. Vio el mundo entero a través de un prisma rojo, dominado por pájaros como hombres y hombres como pájaros.
– Ha palmado -observó una voz, y a Merrick le sonó familiar.
– No, todavía no -dijo el otro.
Merrick sintió un aliento caliente cerca de la oreja.
– No deberías haber venido aquí -dijo la segunda voz-. Deberías haberte olvidado de ella. Murió hace tiempo, pero estuvo bien mientras duró.
Notó un movimiento a su izquierda. La palanca lo golpeó justo por encima de la oreja y un destello de luz brilló a través del prisma reflejando el mundo en un arco iris teñido de rojo, transformándolo en astillas de color en su conciencia menguante. papi
Ya llego, cariño, ya llego.
Y seguía con vida, aún.
Arrastró los dedos de la mano derecha por el suelo del coche. Encontró el cañón de la Smith 10, la desprendió de la cinta adhesiva y le dio la vuelta hasta palpar la culata. Tiró de ella obligándose a disipar la negrura, aunque fuera sólo por un momento.
papi
Un momento, cariño. Papi tiene que resolver antes un asunto.
Poco a poco acercó la pistola hacia sí. Intentó levantarla, pero el brazo fracturado no podía sostener el peso. Se dejó, pues, caer hacia el costado, y el dolor fue casi insoportable cuando los huesos triturados y la carne desgarrada se estremecieron a causa del impacto. Abrió los ojos, o quizá los había tenido abiertos en todo momento, y la bruma se disipó brevemente sólo debido a las nuevas oleadas de dolor provocadas por el movimiento. Con la mejilla sobre la grava, tenía el brazo derecho contra el cuerpo, la pistola en posición horizontal. Había dos siluetas frente a él, caminando hombro con hombro a quizá cinco metros de donde él yacía. Levantó un poco la mano, indiferente a la fricción de los huesos fracturados, hasta que la pistola apuntó a los dos hombres.
Y, de algún modo, Merrick reunió fuerzas suficientes para apretar el gatillo, o quizá fueran las fuerzas de otros sumadas a las suyas, porque le pareció notar una presión en el nudillo del dedo índice como si alguien empujara por él suavemente.
El hombre de la derecha pareció dar un brinco, se tambaleó y cayó al ceder bajo su peso el tobillo hecho añicos. Gritó algo que Merrick no entendió, pero Merrick apretaba ya el gatillo por segunda vez y no tenía tiempo para prestar atención a las palabras de nadie más. Disparó de nuevo, ahora contra un blanco más grande, ya que el herido yacía de costado, mientras su amigo intentaba levantarlo, pero fue un tiro a bulto, reculando la pistola en su mano y dirigiendo la bala por encima de la silueta yacente.
Merrick aún tuvo tiempo y fuerzas para apretar el gatillo una última vez. Disparó cuando la negrura descendía sobre él, y la bala traspasó la frente del herido y salió en medio de una nube roja. El superviviente intentó llevarse el cuerpo a rastras, pero el pie del cadáver quedó atrapado en una alcantarilla. Aparecieron varias personas en la puerta del Refugio de Old Moose, ya que incluso en un lugar como aquél, el estampido de un arma atraía por fuerza la atención. Se oyeron voces, y unas siluetas empezaron a correr hacia él. El superviviente huyó dejando atrás al muerto.
Merrick exhaló el último aliento. Una mujer se detuvo junto a él, la camarera del bar. Habló, pero Merrick no la oyó.
¿papi?
ya estoy aquí
Porque Merrick se había ido.
Mientras Frank Merrick moría con el nombre de su hija en los labios, Ángel, Louis y yo acordamos una línea de actuación para ocuparnos de Caswell. Nos encontrábamos en el bar, con los restos de la comida aún alrededor, pero sin beber.
Coincidimos en que Caswell parecía a punto de venirse abajo, aunque no sabíamos si eso se debía a la incipiente culpabilidad o a alguna otra causa. Como solía ocurrir, fue Ángel quien mejor lo expresó.
– Si lo devora la culpabilidad, ¿cuál es el motivo? Lucy Merrick desapareció hace años. A menos que la hayan retenido allí todo este tiempo, cosa que parece poco probable, ¿por qué le remuerde tanto la conciencia ahora, así de pronto?
– Por Merrick, quizá -apunté.
– Lo que significa que alguien le ha dicho que Merrick ha estado haciendo preguntas.
– No necesariamente. No puede decirse que Merrick haya actuado de manera muy discreta. La policía está al corriente de sus andanzas y, gracias al asesinato de Demarcian, también los rusos. Demarcian estaba implicado de algún modo. Merrick no se sacó el nombre de la manga, así sin más.
– ¿Crees que quizás esos tipos repartían imágenes de los abusos sexuales, y que ése es el vínculo con Demarcian? -preguntó Ángel.
– El doctor Christian no conocía la existencia de fotos o vídeos de hombres con máscaras, pero eso no significa que no los haya.
– Vender una cosa así habría supuesto un riesgo -señaló Ángel-. Se habrían expuesto a atraer la atención.
– A lo mejor necesitaban dinero -intervino Louis.
– Caswell tuvo suficiente para comprar las tierras de Galaad a toca teja -contesté-. Por lo que se ve, el dinero no era problema.
– Pero ¿de dónde sacaron la pasta? -preguntó Ángel-. De algún sitio tuvo que salir, así que es posible que vendieran el material.
– ¿Y eso cuánto puede valer? -dije-. ¿Suficiente para comprar un pedazo de tierra que no quiere nadie en medio de un bosque? Según el camarero, la tierra no se vendió precisamente a precio de saldo, pero tampoco costó una fortuna. Puede que le saliera por cuatro cuartos.
Ángel se encogió de hombros.
– El valor del material dependería de lo que vendieran. Dependería de lo malo que fuera. Malo para los niños, quiero decir.
Ninguno de nosotros hizo ningún comentario más durante un rato. Intenté establecer unas pautas en mi cabeza, formar una secuencia de acontecimientos con sentido, pero me perdía una y otra vez en declaraciones contradictorias y pistas falsas. Estaba cada vez más convencido de que Clay había participado en los hechos, pero cómo combinar eso con la imagen que Christian tenía de él, la de un hombre casi obsesionado con encontrar pruebas de abusos sexuales, incluso en detrimento de su propia carrera, o con la descripción de Rebecca Clay, que lo veía como un padre afectuoso, enteramente dedicado a los niños que tenía a su cargo. Por otro lado, estaban los rusos. Louis había hecho algunas averiguaciones y descubierto la identidad del pelirrojo que había ido a mi casa. Se llamaba Utarov y era uno de los capitanes de mayor confianza en el grupo que operaba en Nueva Inglaterra. Según Louis, tenían a Merrick en la lista negra por un asunto sin resolver relacionado con ciertos encargos que había llevado a cabo contra los rusos en el pasado, pero también corrían rumores de malestar en Nueva Inglaterra. Habían sacado de Massachusetts y Providence a prostitutas, principalmente de origen asiático, africano y de Europa del Este, con órdenes de pasar inadvertidas; o los hombres que las controlaban las habían obligado a marcharse. También se habían reducido otros servicios más especializados, sobre todo los relativos a pornografía y prostitución infantiles.
– Tráfico -había concluido Louis-. Eso explica por qué sacaron de las calles a las asiáticas y las demás y dejaron allí a las americanas de pura cepa para llenar el vacío. Les preocupa algo, y tiene que ver con Demarcian.
Los apetitos de aquellos hombres habrían seguido siendo los mismos, ¿no era eso lo que me había dicho Christian? Esos hombres no habían dejado de cometer abusos sexuales a menores, pero puede que hubieran encontrado otra salida a sus impulsos: ¿niños obtenidos a través de Boston, quizá, con Demarcian como punto de contacto? ¿Y después qué? ¿Filmaban los abusos y luego se lo vendían a Demarcian y otros como él, de modo que una operación se financiaba con la otra? ¿Era ésa la esencia de su «Proyecto» en particular?
Caswell formaba parte de él, y era débil y vulnerable. Yo estaba seguro de que había hecho una llamada justo después de su encuentro con nosotros, una súplica de ayuda a aquellos con quienes había colaborado tiempo atrás. Eso aumentaba la presión que todos ellos padecían, obligándolos a reaccionar, y estaríamos esperándolos cuando vinieran.
Ángel y Louis fueron en su coche a la casa de Caswell y aparcaron en un lugar que no se veía desde la carretera ni desde la casa para hacer la primera guardia. Me los imaginaba allí mientras me dirigía a mi habitación para dormir un rato antes de mi turno: el coche a oscuras y en silencio, seguramente con algo de música sonando a bajo volumen en la radio, Ángel adormilado, Louis inmóvil y alerta, parte de su atención fija en la carretera mientras otra parte oculta de él vagaba por mundos desconocidos en su mente.
En sueños, recorría Galaad y oía el llanto de unos niños. Me volvía hacia la iglesia y veía a niños y niñas envueltos en hiedra urticante, y cómo las enredaderas se estrechaban en torno a sus cuerpos desnudos a la vez que los absorbía aquel mundo verde. Vi sangre en el suelo, y los restos de un recién nacido en pañales, con manchas rojas filtrándose a través de la tela.
Y un hombre delgado salió a rastras de un hoyo en la tierra, su rostro desgarrado y deforme a causa de la descomposición, los dientes visibles a través de los agujeros de sus mejillas. -El viejo Galaad -dijo Daniel Clay-. Se te mete en el alma…
Sonó el teléfono de mi habitación mientras dormía. Era O'Rourke. Como en Jackman los móviles no tenían cobertura, me había parecido buena idea informar a alguien de mi paradero por si ocurría algo en el este, así que tanto O'Rourke como Jackie Garner tenían el número del hotel. Al fin y al cabo, mi pistola seguía rondando por ahí, y yo sería en parte responsable de todo lo que hiciese Merrick.
– Merrick ha muerto -anunció.
Me incorporé. Aún tenía el regusto de la comida en la boca, pero sabía a tierra, y el recuerdo de mi sueño era nítido.
– ¿Cómo?
– Lo han matado en el aparcamiento del Refugio de Old Moose. Por lo visto el último día de su vida ha sido bastante accidentado. Ha estado ocupadísimo justo hasta el final. Mason Dubus murió ayer abatido por una bala de diez milímetros. Aún no tenemos el informe de balística, pero ahí no muere gente a tiros todos los días, y menos víctima de una diez milímetros. Hace un par de horas, un ayudante del sheriff del condado de Somerset ha encontrado dos cadáveres en un camino en las afueras de Bingham. Rusos, parece. Luego se ha recibido una llamada de una mujer que ha encontrado a su anciano padre encerrado en el sótano a unos tres kilómetros al norte del lugar de los hechos. Según parece, el viejo era veterinario, y un hombre que coincide con la descripción de Merrick lo obligó a atenderlo de una herida y le pidió indicaciones para llegar a casa de Dubus antes de encerrarlo. Por lo que ha dicho el veterinario, la herida era bastante grave. Pero se la cosió y vendó lo mejor que pudo. Según parece, Merrick siguió hacia el noroeste, mató a Dubus y luego tuvo que hacer un alto en el Refugio. Para entonces la hemorragia era considerable. Según los testigos, se sentó en un rincón, bebió un poco de whisky, habló solo y salió. Lo estaban esperando fuera.
– ¿Cuántos?
– Dos, ambos con máscaras de pájaro. ¿Te suena de algo? Lo mataron a palos, o casi. Supongo que habían dado por concluida la faena cuando lo dejaron.
– ¿Cuánto tiempo sobrevivió?
– Suficiente para alcanzar tu pistola de debajo del asiento del conductor y matar a tiros a uno de los agresores. Te lo digo tal como me lo han contado, pero los policías presentes en el lugar del crimen no se explican cómo lo consiguió. Le rompieron prácticamente todos los huesos del cuerpo. Debía de estar desesperado por matar a ese tipo. Su compañero intentó llevárselo a rastras, pero tuvo que dejarlo porque al muerto se le quedó atrapado el pie en una alcantarilla.
– ¿Tenía nombre la víctima?
– Seguro que sí, pero no llevaba cartera. Eso, o su amigo se la quitó antes de irse para borrar el rastro. Si quieres, tal vez pueda hacer unas llamadas para que te permitan echarle un vistazo. Ahora el cadáver está en Augusta. El forense realizará la autopsia por la mañana. ¿Te gusta Jackman? Nunca pensé que fueras aficionado a la caza. Al menos de animales. -Calló, y luego, pensativo, repitió el nombre del pueblo-: Jackman. El Refugio de Old Moose está de camino a Jackman, si no me equivoco.
– Me parece que sí -coincidí.
– Y Jackman está muy cerca de Galaad, y Mason Dubus era el gran jefe cuando Galaad estaba en pleno auge.
– Exacto -respondí en tono neutro. No sabía si O'Rourke estaba al corriente del acto vandálico de Merrick en casa de Harmon, y tenía la certeza de que ignoraba la existencia de los dibujos de Andy Kellog. No quería a la policía dando vueltas por allí, todavía no. Quería conseguir que Caswell se viniera abajo por mis propios medios. Sentía que se lo debía a Frank Merrick.
– Si yo he podido deducirlo, da por hecho que también otros muchos lo deducirán pronto -comentó O'Rourke-. Puede que tengas compañía allí en el norte. ¿Sabes? Es muy posible que, si llegara a pensar que me escondes algo, me lo tomara a mal. Pero tú no me harías eso, ¿verdad?
– Pienso sobre la marcha, eso es todo -respondí-. No querría hacerte perder el tiempo diciéndote algo de lo que no estuviera seguro del todo.
– Ya, claro -contestó O'Rourke-. No dejes de llamarme cuando vayas a ver ese cadáver.
– Sí, claro.
– No te olvides, eh, o de lo contrario empezaré a tomarme las cosas de manera personal.
Colgó.
Había llegado la hora. Telefoneé a Caswell. No respondió hasta que el timbre sonó por cuarta vez. A juzgar por la voz parecía aturdido. Teniendo en cuenta la hora, no me sorprendió.
– ¿Quién es?
– Charlie Parker.
– Ya se lo he dicho, no tengo nada…
– Cállese, Otis. Merrick ha muerto. -No le dije que Merrick había conseguido matar a uno de sus agresores. Era mejor que no lo supiera, al menos de momento. Si Merrick había sido asesinado la noche anterior en el Old Moose, quienquiera que planease presentarse después en Jackman ya estaría allí y se habría encontrado con Ángel y Louis, pero aún no teníamos noticia de eso, lo que significaba que la muerte de uno de los hombres a manos de Merrick los había asustado momentáneamente-. El círculo se estrecha en torno a usted, Otis. Dos hombres atacaron a Merrick en la 201. Diría que venían hacia aquí cuando se echaron sobre él, y ésta es su próxima parada. Podría ser que intentaran liquidarnos a mis amigos y a mí, pero dudo que sean tan valientes. Atacaron a Merrick por la espalda, con bates y palancas. Nosotros vamos armados. Quizás ellos también, pero nosotros somos mejores, se lo aseguro. Es como le dije, Otis: usted es el eslabón débil. Se desharán de usted y luego la cadena será más fuerte que antes. Ahora mismo, yo soy su mayor esperanza para ver salir el sol.
Se produjo un silencio al otro lado de la línea y luego se oyó lo que pareció un sollozo.
– Ya sé que no quiso hacerle daño, Otis. No parece usted la clase de hombre que haría daño a una niña.
Esta vez oí el llanto con mayor nitidez. Presioné.
– Esos otros hombres, los que mataron a Frank Merrick, son distintos de usted. Usted no es como ellos, Otis. No les permita que lo arrastren a su nivel. Usted no es un asesino, Otis. Usted no mata a hombres, y no mata a niñas. No me lo imagino haciendo una cosa así; sencillamente no me lo imagino.
Caswell, con la respiración entrecortada, tomó aire.
– Yo no haría daño a una niña -dijo-. Adoro a los niños.
Y algo en su manera de decirlo me produjo una sensación de suciedad por dentro y por fuera. Deseé bañarme en ácido y luego ingerir lo que quedara en la botella para purgarme las entrañas.
– Lo sé -dije, y tuve que obligarme a pronunciar estas palabras-. Estoy seguro de que también es usted quien cuida esas tumbas en Moose River, ¿no? Es así, ¿verdad?
– Sí -dijo-. No deberían haber hecho eso a unos bebés. No deberían haberlos matado.
Intenté no pensar en por qué creía Caswell que debían haberles perdonado la vida, por qué debían haberles permitido crecer hasta llegar a ser niños. No serviría de nada, no en ese momento.
– Otis, ¿qué le pasó a Lucy Merrick? Ella estuvo allí, ¿no? En esa casa. Luego desapareció. ¿Qué pasó, Otis? ¿Adónde fue?
Oí un sorbetón y lo imaginé limpiándose la nariz con la manga.
– Fue un accidente -respondió-. La trajeron aquí y…
Se interrumpió. Nunca había tenido que poner nombre a lo que les hacía a los niños, no ante una persona que no era como él. Ése no era el momento para obligarlo.
– No hace falta que me hable de eso, Otis. Todavía no. Sólo cuénteme cómo acabó.
No contestó, y temí haberlo perdido.
– Hice mal -continuó Caswell, como un niño que se hubiese hecho encima sus necesidades-. Hice mal, y ahora han venido.
– ¿Cómo? -No lo entendí-. ¿Hay algún otro hombre con usted ahí?
Maldije la falta de cobertura en la zona. Tal vez debería haber ido directamente a reunirme con Ángel y Louis, pero me acordé de las sudorosas manos de Caswell en la escopeta. Quizás estuviese a punto de desmoronarse, pero existía el riesgo de que quisiera llevarse a alguien consigo cuando por fin se viniera abajo. Según Ángel, tenía barrotes en las ventanas y una puerta de roble maciza en su casa, igual que en la que habían retenido a Lucy Merrick. Irrumpir por la fuerza sin recibir un balazo habría sido entre difícil e imposible.
– Siempre han estado aquí -continuó Caswell y las palabras salieron de su boca casi en un susurro-, al menos durante la última semana, quizá más. No lo recuerdo bien. Tengo la sensación de que siempre han estado aquí, y ahora duermo mal por culpa de ellos. Los veo por la noche. Sobre todo de reojo. No hacen nada. Sólo se quedan ahí quietos, como si esperaran algo.
– ¿Quiénes son, Otis? -pregunté. Pero ya lo sabía. Eran los Hombres Huecos.
– Caras en las sombras. Abrigos viejos y sucios. He intentado hablar con ellos, preguntarles qué quieren, pero no contestan, y cuando los miró a la cara, es como si no estuvieran. Tengo que conseguir que se vayan, pero no sé cómo.
– Mis amigos y yo iremos allí, Otis. Lo llevaremos a un lugar seguro. Aguante.
– ¿Sabe? -dijo Caswell con un hilo de voz-. No creo que me dejen marcharme.
– ¿Están allí por Lucy, Otis? ¿Por eso han venido?
– Por ella. Por los otros.
– Pero los otros no murieron, Otis. Es así, ¿no?
– Siempre fuimos con cuidado. Era necesario. Eran niños.
Algo agrio borboteó en mi garganta. Me obligué a tragarlo.
– ¿Había estado Lucy con ustedes antes?
– Aquí no. Un par de veces en otro sitio. Yo no estaba allí. Le dieron hierba, alcohol. Les gustaba. Tenía algo distinto. La obligaron a prometer que no contaría nada. Tenían sus métodos para conseguirlo.
Me acordé de Andy Kellog, de cómo se había sacrificado por salvar a otra niña.
«Tenían sus métodos…»
– ¿Qué le pasó a Lucy, Otis? ¿Qué salió mal?
– Fue un error -contestó. Casi se había serenado, como si hablara de un pequeño tropiezo, o de una equivocación en su declaración de Hacienda-. La dejaron conmigo después de… Después. -Tosió, y luego prosiguió, omitiendo una vez más lo que se le había hecho a Lucy Merrick, una niña de catorce años que se había extraviado-. Iban a volver al día siguiente, o quizás al cabo de un par de días. No me acuerdo. Ahora estoy confuso. Yo debía cuidar de ella. Lucy tenía una manta y un colchón. Le di de comer, y le dejé unos juguetes y unos libros. Pero de pronto empezó a hacer mucho frío, mucho frío. Iba a traerla a mi casa, pero temía que viera algo aquí, algo que los ayudara a identificarme cuando la soltáramos. Tenía en la casa un pequeño generador de gasolina, así que se lo encendí y se durmió.
»Mi intención era pasar a ver cómo estaba cada pocas horas, pero yo también me quedé traspuesto. Cuando me desperté, la encontré tendida en el suelo. -Empezó a sollozar otra vez, y casi tardó un minuto en poder continuar-. Olí los gases cuando llegué a la puerta. Me tapé la cara con un trapo, y aun así apenas podía respirar. Ella estaba tendida en el suelo, roja y morada. Se había vomitado encima. No sé cuánto tiempo llevaba muerta.
»Se lo juro, el generador funcionaba bien. Quizás ella lo toqueteó. La verdad es que no lo sé. No era mi intención que sucediera algo así. Dios mío, no era mi intención que sucediera eso.
Comenzó a gimotear. Lo dejé llorar un rato y luego lo interrumpí.
– ¿Adónde la llevó, Otis?
– Quería que descansara en algún sitio bonito, cerca de Dios y los ángeles. La enterré detrás del campanario de la vieja iglesia, era lo más parecido a tierra sagrada que encontré. No pude señalar el lugar ni nada por el estilo, pero allí está. A veces le pongo flores en verano. Le hablo. Le digo que siento lo ocurrido.
– ¿Y el detective privado? ¿Qué le pasó a Poole?
– Yo no tuve nada que ver con eso. -Parecía indignado-. No se marchaba. Andaba por ahí preguntando. Tuve que hacer una llamada. También lo enterré en la iglesia, pero lejos de Lucy. El lugar de ella era especial.
– ¿Quién lo mató?
– Confesaré mis pecados, pero no confesaré los de otro hombre. Eso no me corresponde a mí.
– ¿Daniel Clay? ¿Tuvo él algo que ver?
– No llegué a conocerlo -contestó Otis-. No sé qué le pasó. Sólo lo conozco de nombre. Y ahora, recuérdelo: yo no quería que pasara lo que pasó. Sólo quería protegerla del frío. Ya se lo he dicho: adoro a los niños.
– ¿Qué era el Proyecto, Otis?
– Los niños eran el Proyecto -respondió-. Los niños pequeños. Los demás los encontraban y los traían aquí. Lo llamábamos así: el Proyecto. Era nuestro secreto.
– ¿Quiénes eran esos otros hombres?
– No puedo decírselo. No tengo nada más que decirle.
– De acuerdo, Otis. Ahora iremos a su casa. Lo llevaremos a un lugar seguro.
Pero en ese momento, mientras transcurrían lentamente los últimos minutos de su vida, las barreras que Otis Caswell había levantado entre él y sus actos parecieron desmoronarse.
– No hay ningún lugar seguro -afirmó-. Sólo quiero que esto se acabe. -Respiró hondo, ahogando otro sollozo. Fue como si eso le diera fuerzas-. Ahora tengo que dejarle. Tengo que dejar entrar a unos hombres.
Colgó y se cortó la comunicación. Cinco minutos después yo estaba en la carretera, y diez minutos después donde el sendero que iba a la casa de Caswell se desviaba de la carretera principal. Hice señales con los faros allí donde sabía que estaban Louis y Ángel, pero no recibí respuesta de ellos. Más adelante, la verja estaba abierta y el candado roto. Seguí el camino hasta la casa. Fuera había aparcada una furgoneta. El Lexus de Louis se hallaba al lado. Vi abierta la puerta de la casa, y una luz dentro.
– Soy yo -anuncié en voz alta.
– Aquí -contestó Louis, desde algún lugar a mi derecha.
Seguí su voz hasta el dormitorio, exiguamente amueblado. Tenía las paredes enjalbegadas. Vigas vistas cruzaban el techo. Otis Caswell colgaba de una de ellas. En el suelo había una silla volcada y gotas de orina caían aún de sus pies descalzos.
– He salido a mear -explicó Ángel- y he visto… -Le costaba hablar-. He visto la puerta abierta, y me ha parecido ver entrar a unos hombres, pero cuando hemos llegado, sólo estaba Caswell y ya había muerto.
Di un paso al frente y le subí las mangas de la camisa una detrás de otra. No tenía tatuajes en la piel. Fuera cual fuese su participación, Otis Caswell no era el hombre con el águila en el brazo. Ángel y Louis me miraron, pero guardaron silencio.
– Él lo sabía -dije-. Él sabía quiénes eran los autores, pero se ha negado a decirlo.
Ahora estaba muerto, y se había llevado la información consigo a la tumba. Entonces me acordé del hombre abatido por Frank Merrick. Aún quedaba tiempo. Pero antes registramos la casa, revisando cuidadosamente los cajones y los armarios, examinando el suelo y los zócalos en busca de algún escondrijo. Fue Ángel quien encontró por fin el alijo. Había un agujero en la pared detrás de una estantería medio vacía. Contenía bolsas con fotografías, en su mayor parte impresas mediante un ordenador, y docenas de cintas de vídeos y DVD sin etiquetar. Ángel echó un vistazo a un par de fotos, luego las dejó y se apartó. Les dirigí una mirada pero no tuve estómago para examinarlas. No había necesidad. Sabía lo que contenían. Sólo cambiarían las caras de los niños.
Louis señaló las cintas y los DVD. En un rincón había un soporte metálico, dominado por un televisor nuevo de pantalla plana. Parecía fuera de lugar en la casa de Caswell.
– ¿Quieres verlos?
– No. Tengo que irme -dije-. Limpiad todo lo que hayáis tocado y luego marchaos también de aquí.
– ¿Vas a avisar a la policía? -preguntó Ángel.
Negué con la cabeza.
– No hasta dentro de un par de horas.
– ¿Qué te ha dicho?
– Me ha contado que la hija de Merrick murió por envenenamiento con monóxido de carbono. La enterró detrás del campanario en el bosque.
– ¿Le has creído?
– No lo sé.
Miré a Caswell a la cara, amoratada por la acumulación de sangre.
No podía compadecerle, y sólo lamentaba que hubiese muerto sin revelar más información.
– ¿Quieres que nos quedemos cerca? -preguntó Louis.
– Volved a Portland, pero no os acerquéis a Scarborough. Tengo que echar un vistazo a un cadáver, y después os llamaré.
Salimos. El aire estaba quieto, el bosque en silencio. Un aroma extraño flotaba en el ambiente. A mis espaldas oí que Louis olfateaba en el aire.
– Alguien ha estado fumando -dijo.
Pasé al lado de la furgoneta de Caswell, por la hierba corta y un pequeño huerto, hasta llegar al linde del bosque. Unos pasos más allá lo encontré: un cigarrillo liado a mano, tirado en el suelo. Lo cogí con cuidado y soplé la punta. El ascua ardió por un instante y se apagó.
Louis apareció a mi lado, seguido de cerca por Ángel. Los dos habían desenfundado sus pistolas. Les enseñé el cigarrillo.
– Ha estado aquí -informé-. Lo hemos guiado hasta Caswell.
– Hay una señal en el dedo meñique de la mano derecha de Caswell -dijo Ángel-. Parece que antes llevaba un anillo. Ahora no aparece por ningún lado.
Escruté la oscuridad del bosque, pero no percibí la presencia de nadie. El Coleccionista se había ido.
O'Rourke, fiel a su palabra, había dejado dicho en la oficina del forense que quizás yo pudiera identificar el cadáver. Llegué a la oficina a eso de las siete, y poco después se reunieron conmigo O'Rourke y un par de inspectores de la policía del estado; uno de ellos era Hansen. No habló cuando me llevaron al interior del depósito para ver el cadáver. En total había cinco muertos listos para pasar por el bisturí del forense: el hombre no identificado del Refugio de Old Moose, Mason Dubus, los dos rusos y Merrick. Estaban tan escasos de espacio que habían llevado a los dos rusos a una funeraria cercana.
– ¿Cuál es Merrick? -pregunté al ayudante del forense.
El hombre, cuyo nombre no conocía, señaló el cadáver más próximo a la pared. Lo cubría una sábana blanca de plástico.
– ¿Sientes lástima por él? -Era Hansen-. Mató a cinco hombres con tu pistola. Deberías sentir lástima, pero no por él.
Callé, optando por quedarme inmóvil junto al cuerpo del asesino de Merrick. Creo que incluso conseguí permanecer inexpresivo cuando se me reveló la cara de aquel hombre, con la herida enrojecida en el lado derecho de la frente todavía sucia de tierra y materia gris coagulada.
– No lo conozco -dije
– ¿Estás seguro? -preguntó O'Rourke.
– Sí, seguro -afirmé a la vez que me apartaba del cadáver de Jerry Legere, el ex marido de Rebecca Clay-. No lo conozco de nada.
Todas las mentiras y medias verdades volverían para atormentarme, tendrían para mí un coste mayor del que entonces podía haber imaginado, aunque quizás hacía tanto que vivía de tiempo prestado que no deberían haberme sorprendido las consecuencias. Podía haber informado a los inspectores de todo lo que sabía. Podía haberles hablado de Andy Kellog y Otis Caswell, y de los cadáveres que tal vez estuvieran enterrados entre los muros de una iglesia ruinosa, pero no lo hice. No sé por qué. Quizá porque estaba cerca de la verdad, y deseaba descubrirla por mí mismo.
E incluso en eso me llevaría una decepción, pues, ¿qué era en definitiva la verdad? Como había dicho el abogado Elwin Stark, la única verdad era que todos mentían.
O quizá se debiera a Frank Merrick. Yo sabía lo que él había hecho. Sabía que había matado, y habría vuelto a matar si lo hubiesen dejado con vida. Yo aún tenía las magulladuras y seguía doliéndome allí donde me había golpeado, y me quedaba un resto de resentimiento por cómo me había humillado en mi propia casa. Pero en su amor por su hija, y en su obsesión por descubrir la verdad de su desaparición y por castigar a los responsables, había visto reflejado algo de mí.
Ahora que se conocía el lugar donde estaba enterrada Lucy Merrick, quedaba por encontrar a los otros hombres que la habían llevado hasta allí. Tres -Caswell, Legere y Dubus- habían muerto. Andy Kellog recordaba cuatro máscaras. Yo no había visto tatuaje alguno en los brazos de Caswell, ni en los de Legere cuando me mostraron su cuerpo en la oficina del forense. El hombre del águila, el que Andy consideraba el jefe, el elemento dominante, seguía vivo.
Justo cuando subía a mi coche encajó una pieza. Pensé en los desperfectos de un rincón de la casa donde había muerto Lucy Merrick, los agujeros en la pared y las marcas donde unos tornillos habían sujetado algo en otro tiempo, y recordé parte de lo que Caswell me había dicho por teléfono. En ese momento me había chocado, pero tan concentrado estaba en sonsacarle información que no me fijé. Acudió entonces a mi memoria: «Mi intención era pasar a ver cómo estaba cada pocas horas, pero yo también me quedé traspuesto. Cuando me desperté, la encontré tendida en el suelo», y encontré la conexión. Tres habían muerto, pero ahora tenía otro nombre.
Raymon Lang vivía entre Bath y Brunswick, en una parcela contigua a la Carretera 1, cerca de la orilla norte del río New Meadows. Yo había echado una mirada a la casa de Lang cuando llegué poco antes de las nueve. No había hecho gran cosa en su propiedad, a excepción de colocar una caravana de color tostado tan endeble que, a simple vista, se diría que podía salir volando al primer estornudo. La caravana estaba en alto, a cierta distancia del suelo. En una parca concesión a la estética había plantado una valla alrededor entre la base de la caravana y el suelo, ocultando la suciedad y las tuberías de debajo.
Esa noche sólo había dormido tres o cuatro horas, pero no estaba cansado. Cuanto más pensaba en lo que me había contado Caswell antes de morir, más me convencía de que Raymon Lang había participado en el secuestro de Lucy Merrick. Caswell me había dicho que había visto a Lucy tendida en el suelo, moribunda o ya muerta. La cuestión era: ¿cómo lo sabía Caswell? ¿Cómo pudo verla cuando despertó? Al fin y al cabo, de haber estado en la casa con ella, también él habría muerto. No se había quedado dormido allí. Dormía en su propia casa, y eso significaba que disponía de una manera de observar el interior de la otra casa desde allí. Había una cámara. Las marcas en el rincón indicaban dónde estuvo instalada. ¿Y a quién conocíamos dedicado a la instalación de cámaras? Raymon Lang, con la ayuda de su viejo amigo Jerry Legere, que lamentablemente ya no se encontraba entre nosotros. A-Secure, la empresa para la que trabajaba Lang, también había colocado el sistema de seguridad en casa de Daniel Clay, lo que ahora ya no parecía casualidad. Me pregunté cómo se tomaría Rebecca la noticia de la muerte de su ex marido. Dudaba que la embargase el dolor, pero ¿quién sabía? Había visto a esposas deshacerse en llanto hasta sumirse en un estado de estupor junto al lecho de muerte de maridos que las maltrataban, y a niños llorar como histéricos en los entierros de padres que les habían desgarrado la carne de los muslos y las nalgas con un cinturón. A veces, sospecho, ni siquiera entendían el porqué de sus lágrimas, pero para ellos la pena era una explicación tan válida como cualquier otra.
Supuse que Lang era asimismo el otro implicado en el asesinato de Frank Merrick. Según los testigos presenciales, un coche plateado o gris había abandonado el lugar del crimen, y desde donde yo estaba se veía el Sierra plateado de Lang, resplandeciente entre los árboles. La policía no lo había detectado en la carretera al Refugio de Old Moose cuando se dirigía hacia el norte, pero eso no significaba nada. En el pánico después del tiroteo, la policía debió de tardar un tiempo en recoger las declaraciones de los testigos, y para entonces Lang habría llegado ya a la autopista. Incluso si alguien había informado ya de la presencia del coche en el momento mismo de denunciar el hecho a la policía, Lang habría tenido tiempo para llegar al menos hasta Bingham, y allí habría podido elegir entre tres rutas: la 16 en dirección norte, la 16 hacia el sur, o seguir por la 201. Probablemente habría tomado hacia el sur, pero pasado Bingham había suficientes carreteras secundarias para permitirle evitar, si tenía suerte y conservaba la calma, a docenas de policías.
Aparcado junto a una gasolinera, a unos quince metros al oeste del camino de acceso de Lang, me tomaba un café y leía el Press Herald. Había un Dunkin' Donuts contiguo a la gasolinera, con cabida sólo para un puñado de clientes, por lo que no era raro ver a gente comer en el coche. Por eso mismo, difícilmente llamaría la atención mientras vigilaba la parcela de Lang. Al cabo de una hora, Lang salió de la caravana y la mancha plateada empezó a moverse hacia la carretera principal, donde dobló en dirección a Bath. Segundos después, Louis y Ángel lo siguieron en el Lexus. Yo tenía el móvil a mano por si se trataba de un desplazamiento corto, aunque Lang, camino del coche, cargaba con la caja de herramientas. Aun así, le di media hora, no fuera que decidiese volver por algún motivo, y después dejé mi coche donde estaba y atajé entre los árboles hacia la caravana.
Al parecer, Lang no tenía perro, y mejor así. No es fácil allanar una morada mientras un perro intenta hincarte los dientes en la garganta. La puerta de la caravana no parecía gran cosa, pero yo carecía de la destreza de Ángel para forzar una cerradura. Para ser sincero, es mucho más difícil de lo que parece, y no quería pasarme media hora en cuclillas delante de la puerta de Lang intentando abrirla con una ganzúa y una herramienta de tensión. Antes tenía un rastrillo eléctrico, que cumplía con su cometido igual de bien, pero lo perdí cuando mi viejo Mustang quedó para el arrastre en un tiroteo hacía unos años y ya no me molesté en sustituirlo. De todos modos, la única razón por la que un investigador privado podía llevar un rastrillo en el coche era entrar ilegalmente en una casa ajena, y si la policía llegaba a registrar mi coche por alguna razón, causaría una mala impresión e incluso podía ser motivo para perder la licencia.
No necesitaba la ayuda de Ángel para entrar en la caravana de Lang, porque mi intención era que a Lang no le quedara la menor duda de que alguien había registrado su casa. En el peor de los casos, lo pondría nervioso, y yo lo quería nervioso. A diferencia de Caswell, Lang no parecía la clase de hombre que fuera a buscar una soga cuando las cosas se complicaran. Por el contrario, si la suerte que corrió Merrick servía de indicativo, era de los que contraatacaban. La posibilidad de que Lang no fuera culpable de nada ni siquiera se me pasó por la cabeza.
Llevaba una palanca debajo del abrigo para entrar en la caravana de Lang. La introduje en el resquicio de la puerta y empujé hasta reventar la cerradura. Dentro, lo primero que me llamó la atención fue el calor sofocante. Lo segundo fue el orden, cosa que no esperaba en la caravana de un hombre soltero. A la izquierda había una cocina compacta y, poco más allá, en la parte inferior de la caravana, una mesa rodeada por tres de sus lados de un sofá. A la derecha, justo antes del dormitorio, había una butaca ergonómica y un televisor de pantalla panorámica Sony muy caro, con un DVD, una grabadora DVD y un vídeo de la misma marca debajo. A su lado vi cintas de vídeo y DVD en una estantería: películas de acción, unas cuantas comedias, e incluso un par de clásicos de Bogart y Cagney. Más abajo guardaba una selección de porno en DVD y vídeo. Eché un vistazo a algunos de los títulos, pero tuve la impresión de que era material bastante corriente. No incluía nada relacionado con niños, pero supuse que las películas con niños debían de estar en estuches con carátulas falsas para aparentar otra cosa muy distinta; o eso, o las imágenes mismas estaban insertadas en otras cintas o discos para que no las encontraran en un registro superficial. Encendí el televisor y cogí una película porno al azar, pulsando la tecla de avance rápido por si salía algo fuera de lo normal, pero era, en efecto, lo que anunciaba. Podía haber pasado el día entero revisando todas las películas con la esperanza de encontrar algo, pero no tenía sentido. Además, era un tanto deprimente.
Al lado del televisor había una mesa de ordenador de Home Depot y un PC nuevo. Intenté acceder al ordenador, pero estaba protegido con contraseña. Lo apagué y examiné los libros en los estantes, así como las revistas amontonadas bajo una rinconera. Tampoco allí encontré nada, ni siquiera porno. Era posible que Lang tuviese más material escondido en otra parte, pero después de registrar toda la caravana no encontré el menor rastro. Sólo me quedaba el cesto de la ropa sucia en el cuarto de baño impecable, que parecía lleno de camisetas, calzoncillos y calcetines usados. Lo vacié en el suelo, por si acaso, pero no encontré más que una pila de ropa sucia y olor a sudor rancio. Por lo demás, Lang estaba limpio. Me llevé una decepción, y por primera vez empecé a dudar de mis acciones en relación con él. Tal vez tendría que haber avisado a la policía. Si había material incriminatorio en su ordenador, ellos podían encontrarlo. Además, yo había contaminado la caravana con mi presencia, de modo que aunque encontraran alguna prueba de que Lang había intervenido en el asesinato de Merrick -un bate de béisbol ensangrentado o una palanca manchada-, no haría falta un gran abogado para alegar que yo podía haber colocado allí las armas, eso en el supuesto de que confesase lo que sabía a la policía. De momento, parecía que Lang era un callejón sin salida. Tendría que esperar a ver cómo reaccionaba al allanamiento.
Miré por la ventana para asegurarme de que nadie se acercaba, abrí la puerta y me dispuse a regresar al coche. Sólo cuando pisé la grava y eché un vistazo a la valla, caí en la cuenta de que si bien había registrado el interior de la caravana, no había mirado debajo. La rodeé hasta la parte de atrás, donde no se me veía desde la carretera, y allí me arrodillé y escudriñé entre las estacas.
Debajo de la caravana había un gran contenedor metálico, de entre dos y tres metros de largo y algo más de un metro de alto. Parecía atornillado a la parte inferior. Lo recorrí todo con la linterna y no vi el menor indicio de una puerta, lo que significaba que la única vía de acceso estaba dentro de la caravana. Volví a entrar y examiné el suelo, cubierto de pared a pared con una tupida moqueta marrón que parecía pelo de perro mojado. La palpé con los dedos y noté trozos ásperos y huecos. Hinqué los dedos en uno de los huecos y tiré. Oí cómo crepitaba un cierre de velcro al separarse y la moqueta se desprendió. Tenía ante mí una trampilla de cincuenta por cincuenta centímetros, con cerraduras a ambos lados. Me quité el abrigo y me dispuse a emplear la palanca, pero esta vez no me fue tan fácil como con la puerta. Era de acero y, por mucho que lo intenté, no pude levantarla lo suficiente para acoplar bien la palanca. Me senté en el suelo y analicé mis opciones. Podía dejar las cosas tal como estaban, volver a colocar la moqueta e intentar regresar en otro momento, lo que daría a Lang sobradas oportunidades de retirar todo el material incriminatorio en cuanto viera que alguien había entrado en su casa. Podía llamar a la policía y, en tal caso, habría tenido que explicar quién me había creído que era para allanar una caravana. En el supuesto de que fueran capaces siquiera o estuvieran dispuestos a conseguir una orden para registrar la caravana de Lang, la caja metálica tal vez contenía sólo el manuscrito de su gran novela o los vestidos y las joyas de su difunta madre, y entonces me arriesgaría a una condena de prisión, aparte de todo lo demás.
Telefoneé a Ángel.
– ¿Dónde está?
– En la Fundición Bath -respondió-. Lo veo desde donde nos encontramos. Parece que hay un problema con los monitores del sistema de vigilancia. Está comprobando cables y abriendo trastos. Tiene para rato.
– Inutilizadle el coche -dije-. Basta con dos neumáticos. Luego volved aquí.
Media hora más tarde estaban conmigo en la caravana de Lang. Señalé a Ángel la trampilla en el suelo y se puso manos a la obra. No despegó los labios ni una sola vez, ni siquiera cuando, al cabo de cinco minutos, cedió la primera cerradura y, poco después, la segunda. No habló cuando apareció a la vista una bandeja metálica plana con cintas de vídeo, DVD, cedés y carpetas de plástico con páginas transparentes en el interior, y en cada página imágenes de niños desnudos, a veces con adultos y a veces con otros niños. No habló cuando desprendió la bandeja tirando de un par de asas, una a cada lado, y al levantarla reveló un zulo donde yacía encogida una niña envuelta en varias mantas, entre muñecas viejas, barras de chocolate, galletas y una caja de cereales. Al iluminarla la luz, parpadeó. Ángel no habló cuando vio el cubo que debía usar como retrete, ni la abertura circular en la pared, cubierta por una rejilla, que servía de respiradero en su encierro.
Sólo habló al inclinarse y tender la mano a la niña asustada.
– Tranquila -dijo-. No permitiremos que nadie vuelva a hacerte daño.
Y la niña abrió la boca y soltó un alarido.
Avisé a la policía. Ángel y Louis se marcharon. Allí nos quedamos solos una niña de diez años de piel amarillenta, que al parecer se llamaba Anya, y yo. Llevaba un collar barato en el cuello, con las cuatro letras de su nombre en relieve plateado. La acomodé en el asiento delantero de mi coche y permaneció allí inmóvil, con la cara vuelta en dirección contraria a la caravana, la mirada fija en el suelo. No supo decirme cuánto tiempo la habían retenido allí, y conseguí que me confirmara su nombre y me dijera su edad en un inglés con marcado acento antes de sumirse otra vez en el silencio. Me dijo que tenía diez años. Dudé que confiara en mí, y no me extrañó.
Mientras ella esperaba en mi coche, absorta en sus pensamientos, examiné el álbum fotográfico de Raymon Lang. Algunas imágenes eran muy recientes. Anya estaba entre los niños fotografiados, flanqueada por hombres con máscaras. Observé con atención una de las imágenes y me pareció ver, en el brazo del hombre de la derecha, lo que parecía el pico amarillo de un ave. Retrocedí y volví a mirar las anteriores, advirtiendo que el tono y los colores variaban conforme aumentaba la antigüedad de las fotografías; las imágenes por ordenador daban paso a Polaroids, y éstas a su vez a las más antiguas: fotografías en blanco y negro, reveladas probablemente por el propio Lang en un cuarto oscuro doméstico. Había niños y niñas, a veces fotografiados solos y otras con hombres, ocultas las identidades de éstos con máscaras de pájaros. Era una historia de abusos sexuales que se remontaba a muchos años atrás, probablemente décadas.
Las imágenes más antiguas del álbum eran fotocopias de mala calidad. Mostraban a una niña en una cama, y dos hombres abusaban de ella por turno, aunque no se veían sus cabezas porque las fotos habían sido recortadas. En una de ellas vi un tatuaje en el brazo de uno de los hombres. Estaba borroso. Imaginé que podía conseguirse una imagen más nítida, y entonces revelaría un águila.
Pero una de las fotos era distinta de las demás. La miré durante un largo rato; luego la saqué de la funda de plástico y redistribuí cuidadosamente las otras imágenes para disimular su ausencia. Metí la foto debajo de la alfombrilla de goma del coche y luego me senté en la grava dura y fría con la cabeza entre las manos, esperando a la policía.
Llegaron de paisano y en un par de coches sin distintivos. Anya los vio aparecer y se encogió en posición fetal, repitiendo una única palabra una y otra vez en un idioma que no reconocí. Sólo cuando se abrieron las puertas del primer coche y salieron un par de mujeres, Anya empezó a creer que quizás estaba a salvo. Las dos mujeres se acercaron. La puerta del acompañante de mi coche estaba abierta, y podían ver a la niña del mismo modo que la niña podía verlas a ellas. Yo la había dejado así para que Anya no tuviera la sensación de que la habían sacado de una celda para meterla en otra.
La primera mujer policía se agachó ante ella. Era esbelta, de pelo rojo recogido en la nuca. Me recordó a Rachel.
– Hola -saludó-. Me llamo Jill. Tú eres Anya, ¿no?
Anya asintió, reconociendo al menos su nombre. Los rasgos de su cara empezaron a suavizarse. Sus labios se arquearon con las comisuras hacia abajo y se echó a llorar. Ésa no era la reacción animal con la que había recibido a Ángel. Era otra cosa.
Jill abrió los brazos a la niña y ésta se abalanzó hacia ella, escondiendo la cara en su cuello y dando sacudidas por la fuerza de los sollozos. Jill me miró por encima del hombro de Anya y me hizo una seña con la cabeza. Me volví y las dejé solas.
Visto desde el mar, Bath no es un pueblo muy bonito, como rara vez lo son la mayoría de las localidades que dependen de algún tipo de industria pesada, y nunca nadie ha diseñado unos astilleros teniendo en cuenta la estética. Así y todo, había algo de majestuoso en sus enormes grúas y en los grandes buques que aún se construían allí en una época en que la mayoría de los astilleros habían cerrado o se habían convertido en una sombra de su anterior grandeza. Aunque puede que los astilleros fuesen feos, la suya era una fealdad surgida no de la decadencia, sino del crecimiento, con cuatrocientos años de historia a sus espaldas, cuatro siglos de ruido y vapor y chispas, de madera sustituida por el acero, de hijos tras los pasos de sus padres en oficios que se transmitían a lo largo de generaciones. El destino de Bath y el destino de los astilleros se habían unido para siempre forjando un lazo que jamás se rompería.
Como cualquier pueblo al que se trasladaba gran número de gente para trabajar al servicio de una sola empresa, el estacionamiento era un problema, y el amplio aparcamiento de King Street, justo en el cruce con Commercial y cerca del principal acceso a los astilleros por el lado norte, estaba abarrotado de coches. El primer turno estaba a punto de acabar y no muy lejos los autobuses esperaban al ralentí para transportar a quienes no vivían en el pueblo y preferían ahorrarse los agobios del aparcamiento prescindiendo del coche por completo o dejándolo en las afueras. Un cartel advertía que la Fundición de Bath era contratista de la Secretaría de Defensa y que estaban prohibidas las fotografías. Encima de la entrada de los empleados se leía otro letrero: POR ESTAS PUERTAS PASAN LOS MEJORES CONSTRUCTORES DE BARCOS DEL MUNDO.
La policía se había reunido en el club deportivo de Riverside. Eran una docena en total, una mezcla de agentes del Departamento de Policía de Bath y la policía del estado, todos de paisano. Además, dos coches patrulla permanecían ocultos. Se había notificado la inminente detención al servicio de seguridad de los astilleros, y a petición de éste se había decidido abordar a Raymon Lang cuando llegase al aparcamiento. Permanecía bajo vigilancia continua, y el jefe de seguridad de los astilleros estaba en contacto directo con Jill Carrier, la inspectora de la policía del estado que había tomado entre sus brazos a Anya y estaba al frente de la detención de Lang. Yo me encontraba en el aparcamiento, dentro del coche, con una vista clara de las puertas. Me habían permitido estar presente a condición de que no me dejase ver ni interviniese en lo que iba a ocurrir. Había contado a la policía toda una historia para explicarles cómo había descubierto a la niña en la caravana de Lang, y por qué me hallaba allí, pero al final tuve que admitir que había mentido al ver el cadáver de Legere. Estaba metido en un lío, pero Carrier había tenido la amabilidad de permitirme presenciar la detención de Lang, por más que una de sus condiciones fuese que un agente de paisano permaneciese sentado junto a mí en el coche en todo momento. Se llamaba Weintraub, y no hablaba mucho, lo cual ya me parecía bien.
A las tres y media de la tarde se abrieron las verjas con un retumbo y los hombres empezaron a salir, todos vestidos prácticamente igual, con gorras de béisbol y vaqueros y camisas de leñador desabrochadas sobre camisetas, cada uno con su petaca y su fiambrera. Vi a Carrier hablar por su móvil, y a media docena de policías separarse del grupo principal, con Carrier al frente, y empezar a abrirse paso entre la muchedumbre. Por un molinete a la derecha apareció Raymon Lang con su alargada caja de herramientas metálica. Vestía igual que los obreros del astillero y fumaba un cigarrillo casi consumido. Justo cuando aspiraba la última calada y se disponía a tirar la colilla al suelo, vio acercarse a Carrier y a los otros y supo en el acto quiénes eran y por qué estaban allí, un depredador detectando al instante la presencia de otros depredadores más poderosos que se abatían sobre él. Soltó la caja de herramientas y se echó a correr, huyendo de sus perseguidores en dirección este, pero un coche patrulla del Departamento de Policía de Bath interceptó de inmediato la salida del aparcamiento. Long cambió de rumbo, zigzagueando entre los coches, y entonces se aproximó el segundo coche patrulla y unos agentes uniformados avanzaron hacia él. Carrier ya se acercaba, más rápida y ágil que los hombres que la acompañaban. Empuñaba su arma. Ordenó a Lang que se detuviera.
Lang se dio media vuelta y se llevó la mano a la espalda, buscando algo bajo la camisa. Oí a Carrier lanzar una última advertencia para que levantase las manos, pero él no obedeció. Vi el culatazo de la pistola de Carrier y oí la detonación al tiempo que Lang se daba la vuelta y caía al suelo.
Murió camino del hospital. No habló mientras los auxiliares sanitarios luchaban por salvarle la vida, y nada se averiguó por mediación de él. Le quitaron la camisa cuando lo tendieron en la camilla, y vi que no tenía tatuajes en los brazos.
Raymon Lang iba desarmado. Por lo visto no tenía motivo para echarse la mano a la espalda, no tenía motivo para obligar a disparar a Carrier. Sin embargo, pienso, al final simplemente no quería ir a la cárcel, quizá por cobardía, o quizá porque no resistía la idea de verse alejado de los niños por el resto de sus días.
Sexta parte
Y cuando mejor me comporto
soy realmente como él.
Buscad bajo las tablas del suelo
los secretos que escondí.
Sufjan Stevens, John Wayne Gacy Jr.
Toqué el timbre en casa de Rebecca Clay. Oía cómo rompían las olas en la oscuridad. Ahora que Merrick había muerto, Jackie Garner y los Fulci ya no estaban allí. Yo la había informado por teléfono de lo sucedido. Me dijo que la policía la había llamado después de admitir yo que les había mentido sobre Jerry Legere, y ella había identificado oficialmente el cadáver horas antes ese día. La habían interrogado sobre la muerte de su ex marido, pero poco más pudo añadir a lo que ya sabían. Legere y ella no mantenían el menor contacto, y no lo había visto ni tenido noticias de él desde hacía mucho tiempo hasta que, cuando yo empecé a hacer preguntas, él la llamó borracho un par de noches antes de morir, exigiendo saber cómo se atrevía a mandarle a un detective privado. Ella le colgó y él ya no volvió a llamar.
Abrió la puerta vestida con un suéter viejo y unos vaqueros holgados. Iba descalza. Oí el televisor en la sala de estar, y por la puerta abierta avisté a Jenna sentada en el suelo, viendo una película de dibujos animados. Levantó la mirada para ver quién había entrado, decidió que por mí no merecía la pena perderse nada y continuó atenta a la pantalla.
Seguí a Rebecca a la cocina. Me ofreció café o una copa, pero rechacé tanto lo uno como lo otro. Legere, me explicó, sería entregado para su entierro al día siguiente. Al parecer tenía un hermanastro en Dakota del Norte que estaba a punto de llegar para ocuparse de los preparativos. Me dijo que pensaba asistir al funeral por el hermanastro, pero que no iba a llevar a su hija.
– No es algo que necesite ver. -Se sentó a la mesa de la cocina-. Ya se ha acabado todo, pues.
– En cierto modo. Frank Merrick está muerto. Su ex marido está muerto. Ricky Demarcian y Raymon Lang están muertos. Otis Caswell está muerto. Mason Dubus está muerto. El departamento del sheriff del condado de Somerset y la oficina del forense están exhumando los restos de Lucy Merrick y Jim Poole en Galaad. Son muchos muertos. Pero supongo que tiene usted razón: para ellos ya se ha acabado todo.
– Parece cansado de este asunto.
Lo estaba. Había querido respuestas y la verdad sobre lo que les había sucedido a Lucy Merrick, a Andy Kellog y a los demás niños que habían sido víctimas de abusos a manos de hombres con máscaras de pájaros. En lugar de eso me había quedado con la sensación de que, salvo por la niña llamada Anya, y la eliminación de un poco de mal en el mundo, todo aquello no había servido para nada. Tenía pocas respuestas, y al menos uno de los autores de los abusos todavía andaba suelto: el hombre con el tatuaje del águila. También sabía que me habían mentido desde el principio. Me había mentido, en concreto, la mujer que ahora se hallaba sentada delante de mí, y sin embargo no me sentía capaz de culparla.
Metí la mano en el bolsillo y extraje la foto que me había llevado del álbum de Raymon Lang. La cara de la niña quedaba casi oculta por el cuerpo del hombre arrodillado sobre ella en la cama, y a él mismo sólo se le veía de cuello para abajo. Tenía el cuerpo casi absurdamente delgado, los huesos se le marcaban en la piel de los brazos y las piernas dibujándose en él cada músculo y tendón. A juzgar por la edad de la niña, la foto se había tomado hacía más de un cuarto de siglo. No debía de tener más de seis o siete años. A su lado, entre dos almohadas, había una muñeca de pelo rojo y largo, vestida con un pichi azul. Era la misma muñeca con la que la hija de Rebecca Clay iba ahora de un lado para otro, una muñeca heredada de su madre, una muñeca que había dado consuelo a Rebecca durante los años en que fue víctima de abusos sexuales.
Rebecca miró la fotografía pero no la tocó. Se le vidriaron los ojos; luego se le humedecieron al contemplar a la niña que fue en otro tiempo.
– ¿Dónde la ha encontrado? -preguntó.
– En la caravana de Raymon Lang.
– ¿Había más?
– Sí, pero ninguna como ésta. Ésta era la única donde se veía la muñeca.
Apretó la foto con la mano, cubriendo la forma del hombre que se alzaba sobre ella de niña, tapando el cuerpo desnudo de Daniel Clay.
– Rebecca -pregunté-, ¿dónde está su padre?
Se levantó y se dirigió a la puerta detrás de la mesa de la cocina. La abrió y pulsó un interruptor. La luz iluminó unos peldaños de madera que descendían al sótano. Sin mirar hacia atrás, empezó a bajar, y yo la seguí.
El sótano se empleaba como trastero. Había una bicicleta, ya demasiado pequeña para su hija, y diversos tipos de cajas, pero todo parecía intacto e inmóvil desde hacía mucho tiempo. Olía a polvo, y el suelo de cemento había empezado a agrietarse en algunos lugares, largas líneas oscuras que se extendían como venas desde un punto en el centro. Rebecca Clay estiró un pie descalzo y señaló el suelo con los dedos de los pies.
– Está ahí abajo -dijo-. Ahí lo dejé.
Ese viernes, ella había estado trabajando en Saco, y cuando volvió a su apartamento se encontró con un mensaje en el contestador. Su canguro, Ellen, que cuidaba a tres o cuatro niños cada día, había tenido que ir al hospital tras una amenaza de infarto, y el marido de Ellen había llamado para decir que, obviamente, no podría recoger a ninguno de los niños en el colegio. Rebecca comprobó su móvil y advirtió que se había quedado sin batería mientras estaba en Saco. En su ajetreo diario, no se había dado cuenta. Por un momento sintió pánico. ¿Dónde estaba Jenna? Telefoneó al colegio, pero todo el mundo se había marchado. Después llamó al marido de Ellen, pero no sabía quién se había llevado a Jenna del colegio. Él le sugirió que se pusiera en contacto con el director, o la secretaria del colegio, ya que habían informado a ambos de que ese día no irían a recoger a Jenna. En lugar de eso, Rebecca telefoneó a su mejor amiga, April, cuya hija, Carole, iba a la misma clase que Jenna. Tampoco ella tenía a Jenna, pero sabía dónde estaba.
– La ha recogido tu padre -dijo-. Por lo visto, la escuela ha encontrado su número en el listín y lo ha llamado al enterarse de lo de Ellen y no poder localizarte a ti. Él se ha presentado y se la ha llevado a su casa. Lo he visto en la escuela cuando ha ido a buscarla. Tu hija está bien, Rebecca.
Pero Rebecca pensó que ya nada volvería a estar bien. Sintió tal pavor que vomitó camino del coche, y vomitó otra vez cuando iba a casa de su padre, arrojando pan y bilis en una bolsa de supermercado mientras esperaba en un semáforo. Cuando llegó a la casa, su padre rastrillaba hojas muertas en el jardín, y la puerta de entrada estaba abierta. Apresuradamente pasó ante él sin dirigirle la palabra y encontró a su hija en la sala de estar, haciendo lo mismo que hacía en ese momento: ver la televisión desde el suelo y comer un helado. No entendía por qué su madre estaba tan alterada, por qué la abrazaba y lloraba y la reñía por estar con su abuelo. Al fin y al cabo, ya había estado otras veces con él, aunque nunca sola, siempre con su madre. Era el abuelo. Él le había comprado patatas fritas y un perrito caliente y un refresco. La había llevado a la playa y habían cogido conchas. Luego le había dado un cuenco enorme de helado de chocolate y la había dejado ver la tele. Había pasado un día agradable, dijo a su madre, aunque habría sido mejor aún si su madre hubiese estado allí con ella.
En ese momento apareció Daniel Clay en la puerta del salón preguntando qué pasaba, como si fuera un abuelo normal y un padre normal, y no el hombre que se había acostado con su hija desde los seis hasta los quince años, siempre amable y delicado, procurando no hacerle daño, y a veces, cuando estaba triste o bebido, disculpándose por la noche que permitió a otro hombre tocarla. Porque él la quería. Siempre se lo decía: «Soy tu padre, y te quiero, y nunca permitiré que eso vuelva a ocurrirte».
Oí las notas graves de la televisión vibrar por encima de nuestras cabezas. Luego quedó en silencio, y supe, por el sonido de sus pasos, que Jenna subía al piso de arriba.
– Es su hora de irse a dormir -explicó Rebecca-. Nunca tengo que decírselo. Se va ella sola a la cama. Le gusta dormir. La dejo cepillarse los dientes y leer un rato y luego voy a darle las buenas noches. Siempre le doy un beso después de acostarse, porqué así sé que está a salvo.
Se recostó contra la pared de ladrillo del sótano y se pasó los dedos por el pelo, apartándoselo de la frente y dejando laxara al descubierto.
– Él no la había tocado -dijo-. Había hecho exactamente lo que ella dijo que había hecho, pero entendí lo que ocurría. Hubo un momento, justo antes de pasar a su lado y llevarme a Jenna a casa, en que lo vi en sus ojos, y él supo que yo lo vi. Se sentía tentado por ella. Todo volvía a empezar. Él no tenía la culpa. Era una enfermedad. Estaba trastornado. Era como un mal que había permanecido en estado latente, y de pronto resurgía.
– ¿Por qué no se lo ha contado a nadie? -pregunté.
– Porque era mi padre y lo quería -contestó. No me miraba al hablar-. Supongo que le parecerá ridículo después de lo que me hizo.
– No -respondí-. Ya nada me parece ridículo.
Hurgó el suelo con el pie.
– Pues es la verdad, por si sirve de algo. Yo lo quería. Lo quería tanto que esa noche volví a la casa. Dejé a Jenna con April. Le dije que tenía trabajo y le pregunté si Jenna podía quedarse a dormir con Carole. Lo hacían a menudo, así que no era nada anormal. Luego vine aquí. Mi padre abrió la puerta y le dije que teníamos que hablar sobre lo ocurrido ese día. Él se rió como restándole importancia. Estaba trabajando en el sótano y yo lo seguí hasta aquí abajo. Iba a poner un suelo nuevo, y ya había empezado a levantar el cemento antiguo. Por entonces ya habían empezado a correr los rumores y prácticamente se había visto obligado a anular todas sus citas. Estaba convirtiéndose en un verdadero paria, y lo sabía. Intentaba disimular el disgusto que eso representaba para él. Decía que así tendría tiempo para hacer toda clase de trabajos en casa con los que venía amenazando desde hacía tiempo.
»Así que siguió levantando el cemento del suelo mientras yo le chillaba. Pero él se negaba a escucharme. Era como si yo me lo estuviera inventando todo, todo lo que me había pasado, todo lo que me había hecho y lo que, empezaba a sospechar, quería volver a hacer, pero esta vez a Jenna. Sólo decía que todo lo que había hecho lo había hecho por amor. "Eres mi hija", decía. "Te quiero. Siempre te he querido. Y también quiero a Jenna."
»Y cuando dijo eso, algo se rompió dentro de mí. Él tenía un pico en las manos y, haciendo palanca, intentaba levantar una placa de cemento. Vi un martillo en el estante a mi lado. Estaba de espaldas a mí y le golpeé en la coronilla. No se desplomó, no en un primer momento. Sólo se agachó y se llevó la mano al cuero cabelludo, como si se hubiese dado contra una viga. Le di un segundo martillazo y cayó. Creo que le golpeé otras dos veces. Empezó a desangrarse en la tierra y lo dejé allí. Subí a la cocina. Tenía la cara y las manos salpicadas de sangre y me lavé. También limpié el martillo. Quedaban restos de pelo, recuerdo, y tuve que retirarlos con los dedos. Lo oí moverse en el sótano, y creí que intentaba decir algo, pero no pude volver a bajar.
No pude. Cerré la puerta con llave y me senté en la cocina hasta que oscureció y ya no lo oí moverse. Cuando abrí la puerta, él se había arrastrado hasta el pie de la escalera, pero había sido incapaz de subir. Entonces bajé hasta él, y estaba muerto.
«Encontré unos plásticos en el garaje y lo envolví. Antes había un invernadero en el jardín de atrás. Tenía el suelo de tierra. Ya era de noche, y lo llevé a rastras hasta allí. Eso. fue lo más difícil: subirlo desde el sótano. No daba la impresión de que pesara mucho, pero todo él era músculo y hueso. Cavé un hoyo y lo metí dentro; luego volví a cubrirlo. Supongo que ya estaba haciendo planes, pensando por adelantado. Nunca se me pasó por la cabeza avisar a la policía o admitir lo que había hecho. Simplemente sabía que no quería separarme de Jenna. Ella lo era todo para mí.
«Cuando acabé, volví a casa. A la noche siguiente esperé a que anocheciera y fui en el coche de mi padre hasta Jackman y allí lo dejé. Denuncié su desaparición después de ocuparme del coche. Vino la policía. Unos inspectores examinaron el suelo del sótano, como yo preveía, pero mi padre sólo había empezado a levantarlo, y estaba claro que no había nada debajo. Lo sabían todo sobre mi padre, y cuando encontraron el coche en Jackman, dedujeron que había huido.
»Al cabo de un par de días volví y trasladé el cuerpo. Había tenido suerte. Ese mes había hecho mucho frío. Supongo que gracias a eso se conservó bien. Ya me entiende, no se descompuso, así que no olía, o apenas. Empecé a cavar en el sótano. Me llevó casi toda la noche, pero él me había enseñado cómo se hacía. Siempre había dicho que una chica debía saber cómo cuidar una casa, cómo arreglar las cosas y mantenerlas en buen estado. Despejé los escombros de un rincón y cavé hasta tener un hoyo de tamaño suficiente para meterlo. Lo cubrí; luego subí al piso de arriba y me quedé dormida en mi antigua habitación. Parece mentira que alguien pueda quedarse dormido después de hacer una cosa así, pero dormí de un tirón hasta el mediodía. Dormí plácidamente, como nunca antes. Luego volví a bajar y seguí trabajando. Todo lo que necesitaba estaba allí, inclusa una pequeña hormigonera. Sacar los escombros me llevó un tiempo, y después la espalda me dolió durante semanas, pero una vez hecho eso, todo fue muy fácil. En total tardé casi todo el fin de semana. Jenna se quedó con April. Todo fue como una seda.
– Y después se vino a vivir a esta casa.
– No podía venderla porque no era mía, pero de todos modos tampoco me habría atrevido a hacerlo porque temía que alguien decidiera hacer obras en el sótano y encontrara lo que había allí. Me pareció mejor trasladarme, y luego ya nos quedamos aquí. Pero ¿sabe lo más curioso de todo? ¿Ve esas grietas en el suelo? Son nuevas. Han empezado a aparecer en las últimas dos semanas, desde que Frank Merrick se presentó aquí creando problemas. Es como si Merrick hubiese despertado algo ahí abajo, como si mi padre lo hubiese oído hacer preguntas y buscado una manera de volver a este mundo. He empezado a tener pesadillas. Sueño que oigo ruidos procedentes del sótano y que, cuando abro la puerta, mi padre sube por la escalera después de salir de debajo de la tierra para hacerme pagar por lo que hice, porque él me quería y yo le hice daño. En el sueño, sin prestarme atención, se arrastra hasta el cuarto de Jenna, y yo sigo golpeándolo, una y otra vez, pero él no se detiene. Sigue arrastrándose sin más, como un insecto que se niega a morir.
Había empezado a explorar una de las grietas del suelo con la punta del dedo del pie. Lo retiró de inmediato en cuanto tomó conciencia de lo que hacía, acordándose de lo que yacía debajo al describir sus pesadillas.
– ¿Quién la ayudó con todo esto? -pregunté.
– Nadie -contestó-. Lo hice yo sola.
– Usted llevó el coche de su padre hasta Jackman. ¿Cómo volvió después de abandonarlo?
– En autoestop.
– ¿En serio?
– Sí, es verdad.
Pero supe que mentía. Después de todo lo que había hecho, no se habría arriesgado así. Alguien la siguió hasta Jackman y luego la trajo de regreso al este. Pensé que tal vez fuera su amiga April. Recordé la mirada que habían cruzado la noche que Merrick rompió la ventana. Se había producido una comunicación entre ellas, un gesto de complicidad, el reconocimiento de una información compartida. No importaba. En realidad, nada de eso importaba.
– ¿Quién era el otro hombre, Rebecca, el que tomó la fotografía?
– No lo sé. Era tarde. Oí que alguien bebía con mi padre, luego subieron a mi habitación. Los dos olían muy mal. Eso aún lo recuerdo. Ése es el motivo por el que nunca he podido beber whisky. Encendieron la luz de la mesita de noche. El hombre llevaba una máscara, una vieja máscara de Halloween, de fantasma, que usaba mi padre para asustar a los niños que venían a pedir caramelos. Mi padre me dijo que aquel hombre era un amigo suyo y que yo debía hacerle lo mismo que le hacía a él. Yo no quería, pero… -Se interrumpió por un momento-. Tenía siete años -susurró-. Sólo eso. Tenía siete años. Sacaron fotografías. Era como si fuese un juego, una broma. Sólo ocurrió aquella vez. Al día siguiente, mi padre lloró y me dijo que lo sentía. Me repitió que me quería y que nunca me compartiría con nadie más. Y no lo hizo.
– ¿Y no tiene ni idea de quién pudo ser?
Negó con la cabeza, pero eludió mi mirada.
– Había más fotos de esa noche en la caravana de Raymon Lang. En ellas aparecía el compañero de borrachera de su padre, pero no se le veía la cabeza. Tenía un tatuaje de un águila en el brazo. ¿Lo recuerda?
– No. Estaba oscuro. Si lo vi, lo he olvidado con los años.
– Uno de los otros niños que sufrieron abusos mencionó esa misma marca. Alguien me sugirió que tal vez era un tatuaje militar. ¿Sabe si alguno de los amigos de su padre sirvió en el ejército?
– Elwin Stark, él sirvió -contestó-. Creo que también Eddie Haver podría haber estado en el ejército. Son los únicos, pero dudo que cualquiera de ellos tuviera un tatuaje como ése en el brazo. A veces venían de vacaciones con nosotros. Los veía en la playa. Me habría fijado.
Lo dejé estar. No sabía qué más podía hacer.
– Su padre traicionó a esos niños, ¿verdad? -pregunté.
Asintió con la cabeza.
– Eso creo. Aquella gente tenía esas fotos de él conmigo. Supongo que es así como lo obligaron a hacer lo que hizo.
– ¿Cómo las consiguieron?
– Supongo que se las entregó el hombre aquel, el que vino aquella noche. Pero mi padre se preocupaba de verdad por los niños a los que trataba. Intentaba velar por ellos. Esos hombres lo obligaron a elegírselos, lo obligaron a seleccionar a niños para someterlos a abusos, pero por eso mismo parecía esforzarse el doble con los demás. Sé que no tiene ningún sentido, pero era casi como si existieran dos Daniel Clay, el malo y el bueno. Estaba el que abusaba de su hija y traicionaba a los niños para salvar su reputación, y estaba el que luchaba con uñas y dientes para salvar a otros niños de los abusos. Quizás ésa era la única manera de sobrevivir sin volverse loco, separando las dos partes y tomando todo lo malo y llamándolo «amor».
– ¿Y Jerry Legere? Usted sospechó de él después de encontrarlo con Jenna, ¿no?
– Vi en él algo de lo que había visto en mi padre -contestó-, pero no sabía que estaba implicado, no hasta que vino la policía y me dijo cómo había muerto. Creo que lo odio a él más que a nadie. Es decir, debía de saber lo mío. Sabía lo que mi padre había hecho, y, por alguna razón, eso me volvía más atractiva para él. -Se estremeció-. Era como si cuando me follaba, follara a la niña que también fui.
Se desplomó en el suelo y apoyó la frente en los brazos. Apenas la oí cuando volvió a hablar.
– ¿Y ahora qué pasará? -preguntó-. ¿Me quitarán a Jenna? ¿Iré a la cárcel?
– Nada -respondí-. No pasará nada.
Levantó la cabeza.
– ¿No va a decírselo a la policía?
– No.
No había nada más que decir. La dejé en el sótano, sentada al pie de la tumba que ella había cavado para su padre. Subí al coche y me alejé acompañado por el murmullo del mar, como un número infinito de voces que me ofrecía callado consuelo. Fue la última vez que oí el mar en aquel lugar, ya que nunca regresé allí.
Quedaba otro vínculo, otra conexión por explorar. Después de Galaad, conocía la conexión que existía entre Legere y Lang, y a su vez la conexión que existía entre Lang y, por un lado, Galaad, y por otro Daniel Clay. No era sólo un lazo personal, sino también profesional: la empresa de seguridad, A-Secure.
Joel Harmon estaba en su jardín cuando llegué, y fue Todd quien abrió la puerta y me acompañó al atravesar la casa para reunirme con él.
– Tienes pinta de haber pasado un tiempo en el ejército, Todd -comenté.
– Debería romperte la cara por eso -contestó con buen talante-. En la marina. Cinco años. Era encargado de señales, y desde luego se me daba bien.
– ¿Os tatuáis en la marina?
– Por supuesto -respondió. Se arremangó la chaqueta y reveló en el brazo derecho una enmarañada masa de anclas y sirenas-. Soy muy tradicional. -Dejó caer la manga-. ¿Lo preguntas por algo?
– Simple curiosidad. Me fijé en cómo manejabas la pistola la noche de la fiesta. Daba la impresión de que no era la primera vez que empuñabas una.
– Ya, bueno, el señor Harmon es un hombre rico. Quería a alguien que cuidase de él.
– ¿Has tenido que cuidar de él alguna vez, Todd? -pregunté.
Se detuvo cuando llegamos al jardín y me miró de hito en hito.
– Todavía no -contestó-. No en el sentido a que se refiere.
Ese día los hijos de Harmon estaban en casa, y Harmon, en medio del jardín, les señalaba los cambios que esperaba introducir en las flores y los arbustos llegada la primavera.
– Le encanta el jardín -comentó Todd siguiendo la dirección de mi mirada y, al parecer, impaciente por abandonar el tema de la pistola y sus obligaciones, reales o potenciales, respecto a Harmon-. Todo lo que hay ahí lo ha plantado él mismo, o ayudado a plantarlo. También los chicos le echaron una mano. El jardín es tan de ellos como de él.
Pero yo no miraba a Harmon, ni a sus hijos, ni al jardín. Miraba las cámaras de vigilancia que permanecían atentas en el jardín y en las entradas de la casa.
– Parece un sistema caro -le indiqué a Todd.
– Lo es. Las propias cámaras pasan de imagen en color a blanco y negro cuando la iluminación es escasa. Tienen funciones de enfoque y zoom, direccionamiento horizontal y vertical, conmutador de modo cuádruple, que permite ver las imágenes de todas las cámaras de forma simultánea. Hay monitores en la cocina, en el despacho del señor Harmon, en el dormitorio y en mis dependencias. Nunca se es demasiado precavido.
– No, supongo que no. ¿Quién instaló el sistema?
– Una empresa llamada A-Secure, de South Portland.
– Ajá. Allí trabajaba Raymon Lang, ¿no?
Todd dio un respingo, como si acabara de recibir una suave descarga eléctrica.
– Sí, supongo. -La muerte de Lang y el descubrimiento de la niña bajo su caravana había sido noticia de primera plana. Difícilmente podía haberle pasado inadvertida a Todd.
– ¿Ha estado aquí alguna vez, para revisar el sistema, quizá? Seguro que necesita mantenimiento una o dos veces al año.
– No sabría decirte -respondió Todd. Ya estaba a la defensiva, preguntándose si había hablado más de la cuenta-. A-Secure manda a alguien regularmente como parte del contrato, pero no siempre es el mismo técnico.
– Claro. Eso cuadra. Tal vez Jerry Legere vino aquí en lugar de él. Me imagino que la compañía tendrá que buscar a otro que cuide del sistema, ahora que los dos están muertos.
Todd no contestó. Hizo ademán de acompañarme hasta donde estaba Harmon, pero le dije que no era necesario. Abrió la boca para protestar, pero levanté la mano y volvió a cerrarla. Tenía inteligencia suficiente para saber que estaba sucediendo algo que él no acababa de entender, y lo mejor que podía hacer era observar y escuchar, e intervenir sólo en caso de absoluta necesidad. Lo dejé en el porche y crucé el jardín. Pasé al lado de los hijos de Harmon cuando ellos volvían a la casa. Me miraron con curiosidad, y el hijo de Harmon pareció a punto de decir algo, pero los dos se relajaron un poco cuando les sonreí a modo de saludo. Eran chicos atractivos: altos, sanos, bien vestidos, aunque de manera informal, en distintos tonos de Abercrombie & Finch.
Harmon no me oyó acercarme. Estaba arrodillado junto a un arriate del jardín alpino, salpicado de piedra caliza erosionada, las rocas firmemente engastadas en la tierra, con la veta hacia dentro, y esquirlas de piedra esparcidas alrededor. Entre las rocas asomaban plantas de escasa altura, de hojas violáceas y verdes, plateadas y broncíneas.
Mi sombra se proyectó sobre Harmon y levantó la vista.
– Señor Parker -dijo-. No esperaba compañía, y se ha presentado usted a hurtadillas por mi lado malo. No obstante, ya que está aquí, me da la oportunidad de disculparme por lo que le dije por teléfono la última vez que hablamos.
Se levantó con cierta dificultad. Le ofrecí mi mano derecha y la aceptó. Cuando lo ayudé a ponerse en pie, le sujeté el brazo con la mano izquierda, le remangué la camisa y el jersey para dejar a la vista el antebrazo. Por un instante alcancé a ver las garras de un ave en su piel.
– Gracias -dijo. Vio en qué me estaba fijando y se bajó la manga.
– Nunca le he preguntado cómo perdió el oído -señalé.
– Es un poco bochornoso -contestó-. Siempre oí un poco peor del lado izquierdo. No era muy grave, y no representaba un obstáculo en mi vida. Quería combatir en Vietnam. No quería esperar a que me llamaran a filas. Tenía veinte años y rebosaba entusiasmo. Me mandaron a Fort Campbell para la instrucción básica. Esperaba incorporarme al 173 Regimiento Aerotransportado. Ya sabe, el 173 fue la única unidad que llevó a cabo un asalto por aire a una posición enemiga en Vietnam. La Operación Junction City en el sesenta y siete. Yo habría podido participar, pero un obús estalló demasiado cerca de mi cabeza en el periodo de instrucción. Me destrozó el tímpano. Me dejó casi sordo de un oído y me afectó al sentido del equilibrio. Me dieron de baja, y eso fue lo más cerca que estuve del combate. Me faltaba una semana para acabar la instrucción.
– ¿Fue allí donde se tatuó?
Harmon se frotó la camisa en la parte del brazo donde tenía el tatuaje, pero no volvió a enseñar la piel.
– Sí, pequé de optimismo. Puse la carreta antes que los bueyes. No
pude añadir debajo los años de servicio. Ahora me abochorna. No lo enseño mucho. -Me escrutó-. Veo que ha venido cargado de preguntas.
– Tengo más. ¿Conocía usted a Raymon Lang, señor Harmon?
Se paró a pensar por un momento, y lo observé.
– ¿Raymon Lang? ¿No es el hombre al que ha matado la policía de un tiro en Bath? ¿El que tenía a la niña escondida debajo de su caravana? ¿Por qué habría de conocerlo?
– Trabajaba para A-Secure, la empresa que instaló su sistema de vigilancia. Se dedicaba al mantenimiento de cámaras y monitores. Pensé que tal vez usted lo había conocido por su trabajo.
Harmon se encogió de hombros.
– Es posible. ¿Por qué?
Me volví y miré hacia la casa. Todd hablaba con los hijos de Harmon. Los tres me observaban. Recordé un comentario de Christian, que sostenía que un pederasta podía cebarse en los hijos de los demás y sin embargo no tocar nunca a los suyos, que su familia podía ignorar por completo sus impulsos, cosa que le permitía preservar la imagen de padre y marido afectuoso, una imagen que, en cierto sentido, era a la vez verdadera y falsa. Cuando hablé con Christian, era a Daniel Clay a quien tenía en mente, pero me equivocaba. Rebecca Clay sabía exactamente cómo era su padre, pero había otros niños que no lo sabían. Acaso hubiera muchos hombres con águilas tatuadas en el brazo derecho, incluso hombres que habían abusado de niños, pero los vínculos entre Lang y Harmon y Clay, por endebles que fuesen, eran innegables. ¿Cómo sucedió?, me pregunté. ¿Cómo llegaron a reconocer Lang y Harmon que había algo en el otro, que tenían una debilidad parecida, una avidez compartida por los dos? ¿Cuándo decidieron abordar a Clay y usarlo como medio de acceso para seleccionar a aquellos que eran especialmente vulnerables, o a aquellos a quienes tal vez nadie creería si presentaban acusaciones de abusos? ¿Sacó el tema Harmon cuando Clay, aquella noche de borrachera, le permitió abusar de Rebecca? ¿Lo utilizó Harmon como medida de presión contra el psiquiatra? Ya que era él el segundo hombre que estuvo en la casa la noche en que Daniel Clay, por primera y última vez, compartió a su hija con otro, y en su estado de ebriedad permitió que se sacaran fotos del encuentro. Empleándolas con cautela, Harmon habría podido arruinar la vida a Clay con ellas asegurándose al mismo tiempo de que él quedaba con las manos en apariencia limpias. Incluso habría bastado con un envío anónimo por correo a la policía o al colegio de médicos.
¿O fue necesario siquiera chantajear a Clay? ¿Compartieron con él las pruebas de los abusos cometidos? ¿Fue así como alimentó sus propios deseos cuando dejó de atormentar a su propia hija, al hacerse mayor, antes de que resurgieran esos viejos impulsos, como Rebecca vio en su cara al empezar a florecer su hija?
Me volví otra vez hacia Harmon. Le había cambiado la expresión. Era el rostro de un hombre que sopesaba los pros y los contras, que evaluaba hasta qué punto debía arriesgarse y exponerse.
– Señor Parker -dijo-, le he hecho una pregunta.
No le hice caso.
– ¿Cómo lo hicieron? -proseguí-. ¿Qué los unió a usted y a Lang, a Caswell y a Legere? ¿La mala suerte? ¿La admiración mutua? ¿Qué fue? Luego, después de la desaparición de Clay se agotó el suministro, ¿no? Entonces tuvieron que buscar en otra parte, y eso los puso en contacto con Demarcian y sus amigos de Boston, y quizá también con Mason Dubus, ¿o lo habían visitado ya mucho tiempo antes, usted y Clay? ¿Se arrodillaron a sus pies y lo veneraron? ¿Le hablaron de su Proyecto: los abusos sistemáticos a los niños más vulnerables, los trastornados, o aquellos con menos credibilidad, todos seleccionados gracias a la información directa de Clay?
– Ándese con cuidado -advirtió Harmon-. Ándese con mucho cuidado.
– Vi una foto -dije-. Estaba en la caravana de Lang. Era la foto de un hombre abusando de una niña. Sé quién era esa niña. La foto no sirve de mucho, pero basta como punto de partida. Seguro que la policía tiene toda clase de métodos para comparar una foto de un tatuaje con una señal real en la piel.
Harmon sonrió. Era una sonrisa desagradable y malévola, como una herida abriéndose en la cara.
– ¿Ha averiguado lo que le ocurrió a Daniel Clay, señor Parker? Yo siempre he tenido mis sospechas sobre su desaparición, pero nunca las he expresado en voz alta por respeto a su hija. ¡A saber qué aparecería si yo empezase a hurgar en los rincones! Puede que también yo encontrase fotos, y quizá reconociese también a la niña de esas imágenes. Si mirara con la atención suficiente, tal vez incluso reconocería a uno de los autores de los abusos contra ella. Su padre era un hombre de un aspecto muy característico, pura piel y huesos. Si descubriese algo así, tendría que entregárselo a las autoridades correspondientes. Al fin y al cabo, esa niña sería ahora una mujer, una mujer con sus propios problemas y tormentos. Tal vez esa mujer necesitase ayuda, o una terapia. Podrían salir muchas cosas a la luz, muchas cosas. Cuando se empieza a escarbar, señor Parker, nunca se sabe qué esqueletos aparecerán.
Oí unos pasos detrás de mí, y la voz de un joven preguntó:
– ¿Todo en orden, papá?
– Todo en orden, hijo -contestó Harmon-. El señor Parker está a punto de marcharse. Lo invitaría a comer, pero sé que tiene cosas que hacer. Es un hombre ocupado. Tiene mucho en que pensar.
No dije nada más. Me alejé y dejé atrás a Harmon y su hijo. Su hija se había ido, pero una figura nos miraba a todos desde una de las ventanas del piso superior. Era la señora Harmon. Llevaba un vestido verde y el rojo de sus uñas contrastaba con el blanco de la cortina que mantenía apartada del cristal. Todd me siguió por la casa para asegurarse de que me iba. Ya casi estaba en la puerta cuando la señora Harmon apareció en el rellano por encima de su cabeza. Me dirigió una sonrisa vacua, aparentemente extraviada en una bruma farmacológica, pero la sonrisa no fue más allá de sus labios, y en sus ojos se reflejaron cosas inefables.