Tercera parte

Yo mismo soy el Infierno,

aquí no hay nadie.

Robert Lowell,

La hora de la mofeta


15

No tardé en averiguar el nombre de la abogada que había representado a Andy Kellog en sus más recientes encontronazos con la ley. Se llamaba Aimee Price y tenía el bufete en South Freeport, a unos cinco kilómetros del bullicio turístico de Freeport. El contraste entre Freeport y South Freeport era chocante. Freeport había renunciado al recuerdo del pasado en favor de las alegrías de las compras en las tiendas outlet y había convertido las calles adyacentes en amplios aparcamientos, mientras que South Freeport, que se extendía desde Porter Landing hasta Winslow Park, había conservado casi todos sus edificios decimonónicos, construidos en la época de mayor auge de los astilleros del río Harraseeket. El bufete de Price, en Park Street, formaba parte de un pequeño complejo creado en el centro del pueblo a partir de dos casas, antiguas viviendas de capitanes de barco cuidadosamente restauradas, y que constituían un cuadrado compuesto por cuatro manzanas justo por encima del embarcadero de Freeport. Compartía el espacio con un contable, un servicio de reestructuración de deudas y un acupuntor.

Pese a ser sábado, Price me había dicho que estaría allí revisando expedientes hasta eso de la una. Compré unos bollos recién hechos en el Village Store de las galerías Carharts y me encaminé hacia su bufete poco antes del mediodía. Me acerqué a la recepción y, después de anunciar mi llegada por el teléfono interno a la secretaria de Price, la joven detrás del mostrador me señaló un pasillo a mi izquierda. La secretaria de Price era en realidad un secretario de poco más de veinte años. Llevaba tirantes y pajarita roja. En otra persona de su edad habría parecido una presunción de excentricidad, pero por el algodón arrugado de la camisa y las manchas de tinta en los pantalones de color tostado cabía pensar que su excentricidad era bastante auténtica.

Price, de unos cuarenta años, tenía el pelo rojo y rizado y lo llevaba muy corto, con un peinado más propio de una mujer veinte años mayor. Vestía un traje azul marino, cuya chaqueta colgaba del respaldo de su silla, y ofrecía el cansado aspecto de alguien que libraba demasiadas batallas perdidas contra el sistema. Tenía el despacho decorado con imágenes de caballos, y a pesar de que había carpetas en el suelo, en el alféizar de la ventana y sobre el escritorio, resultaba mucho más acogedor que el bufete de Eldritch y Asociados, sobre todo porque aquí habían descubierto el uso del ordenador y sabían cómo deshacerse de los papeles viejos.

En lugar de sentarse ante su escritorio, Price hizo un hueco en un sofá y me invitó a acomodarme allí mientras ella ocupaba una silla de respaldo recto enfrente. Nos separaba una mesa pequeña, y el secretario, que se llamaba Ernest, dejó allí unas tazas y una cafetera, y se llevó un bollo por la molestia. La disposición de los asientos me dejaba sentado a una altura algo inferior y en una posición algo menos cómoda. Era, lo sabía, totalmente a propósito. Al parecer, Aimee Price había aprendido por el camino difícil a esperar lo peor, y a aprovechar cualquier ventaja a su alcance antes de iniciarse las batallas venideras. Lucía un gran anillo de compromiso de diamantes. Brillaba a la luz del sol invernal como si criaturas vivas se movieran en el interior de las piedras.

– Bonito pedrusco -dije.

Sonrió.

– ¿Es usted tasador de joyas además de detective?

– Soy polifacético. Así, si esto de la investigación privada no acaba de cuajar, siempre puedo recurrir a otra cosa.

– No parece que le vaya mal -comentó-. Sale mucho en los periódicos. -Reconsideró sus palabras-. No, supongo que no es así. Es sólo que cuando sale, llama mucho la atención. Seguro que, además, tiene todos los recortes enmarcados.

– Me he construido un santuario a mí mismo.

– Pues le deseo suerte y que atraiga a muchos adoradores. ¿Quería hablarme de Andy Kellog?

Se proponía ir al grano.

– Me gustaría verlo -dije.

– Está en Max. Allí no entra nadie.

– Salvo usted.

– Soy su abogada, e incluso yo tengo que pasar por el aro para acceder a él allí dentro. ¿A qué se debe su interés por Andy?

– Daniel Clay.

El rostro de Price se endureció.

– ¿Qué pasa con él?

– Me ha contratado su hija. Ha tenido problemas con un individuo que tiene mucho interés en localizar a su padre. Por lo visto, ese individuo conoció a Andy Kellog en la cárcel.

– Merrick -adivinó Price-. Se trata de Frank Merrick, ¿no es así?

– ¿Lo conoce?

– Irremediablemente. Andy y él eran íntimos.

Esperé. Price se reclinó en la silla.

– No sé por dónde empezar -dijo-. Acepté el caso de Andy Kellog pro bono. Ignoro hasta qué punto conoce usted sus circunstancias, pero le haré un breve resumen. Fue abandonado al nacer, adoptado por la hermana de su madre y tratado brutalmente por ella y su marido; luego pasó de mano en mano entre los amigotes del marido, que lo sometieron a abusos sexuales. A los ocho años empezó a escaparse de casa y a los doce estaba prácticamente desquiciado. Medicado desde los nueve años, tuvo serias dificultades de aprendizaje y no pasó de tercer curso. Al final acabó en un centro de acogida para niños con trastornos graves, un establecimiento sin apenas financiación del Estado, mantenido a fuerza de voluntad, y fue allí donde se lo remitieron a Daniel Clay. Formó parte de un programa piloto. El doctor Clay era especialista en niños traumatizados, sobre todo en los que habían sido víctimas de malos tratos físicos y abusos sexuales. Se seleccionó a una serie de niños para el programa, Andy entre ellos.

– ¿Quién decidió a qué niños se admitía?

– Un equipo de expertos en salud mental, asistentes sociales y el propio Clay. Por lo visto, Andy mejoró desde el primer momento. Parecía que las sesiones con el doctor Clay le iban bien. Se volvió más comunicativo, menos agresivo. Se decidió que tal vez fuera beneficiosa para él la interacción con una familia fuera del entorno del centro de acogida, así que empezó a pasar un par de días por semana con una familia de Bingham. Eran los dueños de un albergue donde se organizaban actividades al aire libre, ya sabe: caza, excursiones, rafting, esas cosas. Con el tiempo se autorizó a Andy a vivir con ellos, aunque los expertos en salud mental y la gente de protección infantil se mantendrían en contacto con él de manera periódica. Bueno, ésa era la intención, pero estaban siempre desbordados de trabajo, así que mientras no se metiese en líos lo dejaban en paz y se dedicaban a otros casos. Se le concedió cierto grado de libertad, pero en esencia prefería estar cerca de la familia y el albergue. Eso fue en verano. Allí, con la temporada alta, la actividad fue en aumento y la familia no siempre tenía tiempo para vigilar a Andy las veinticuatro horas al día y… -Se interrumpió-. ¿Tiene usted hijos, señor Parker?

– Sí.

– Yo no. En una época pensé que quería tener, pero ahora creo que ya es tarde. Mejor así, quizá, viendo las cosas que la gente es capaz de hacer a los niños. -Se humedeció los labios, como si su organismo intentase acallarla secándole la boca-. A Andy lo secuestraron cerca del albergue. Desapareció durante un par de horas una tarde, y cuando regresó, estaba poco comunicativo. Nadie le prestó mucha atención. Entiéndalo: Andy no era aún como los otros niños. Tenía arranques de mal genio, y la gente que lo cuidaba había aprendido a esperar a que se le pasaran. Pensaron que no había nada de malo en permitirle explorar el bosque él solo. Eran buena gente. Creo que simplemente bajaron la guardia en lo tocante a Andy.

»El caso es que nadie se dio cuenta de nada hasta que aquello ocurrió por tercera o cuarta vez. Alguien, creo que fue la madre, fue a ver cómo estaba Andy, y él la atacó sin más. Enloquecido, le tiró del pelo y le arañó la cara. Al final tuvieron que sentarse encima de él e inmovilizarlo hasta que llegó la policía. Se negó a volver a la consulta de Clay, y los de protección infantil sólo pudieron sonsacarle fragmentos de lo ocurrido. Lo devolvieron a la institución, y allí se quedó hasta los diecisiete años. Después acabó en la calle y se perdió para siempre. No podía pagarse la medicación que necesitaba, así que cayó en el trapicheo, el robo y la violencia. Cumple quince años de condena, pero su sitio no es Max. He intentado solicitar el traslado al psiquiátrico de Riverview. Es allí donde debería estar. Hasta la fecha no he tenido suerte. El Estado ha decidido que es un delincuente, y el Estado nunca se equivoca.

– ¿Por qué no le habló a nadie de los abusos?

Price mordisqueó un bollo. Advertí que siempre movía las manos mientras pensaba, marcando un compás con los dedos en el borde de la silla, mirándose las uñas o, como en este caso, partiendo el bollo. Parecía parte de su proceso de pensamiento.

– Es complicado -contestó-. Puede que se debiera, por un lado, a los abusos anteriores, en los que los adultos responsables de él no sólo estaban enterados de lo que ocurría, sino que participaban activamente. Andy confiaba poco o nada en las figuras con autoridad, y la pareja adoptiva de Bingham justo empezaba a romper sus barreras cuando se produjeron los nuevos abusos. Pero, por lo que me contó después, los hombres que abusaron de él lo amenazaron con hacer daño a la hija de ocho años del matrimonio si decía algo. La niña se llamaba Michelle, y Andy se había encariñado con ella. Sentía necesidad de protegerla, a su manera. Por eso regresaba.

– ¿Regresaba?

– Los hombres le dijeron a Andy dónde debía esperarlos cada martes. A veces iban, a veces no, pero Andy nunca faltaba por si acaso. No quería que le pasara nada a Michelle. Había un claro a menos de un kilómetro de la casa y, cerca, un arroyo; un sendero bajaba hasta allí desde la carretera, con anchura suficiente para permitir el paso de un vehículo. Andy se sentaba allí y uno de ellos iba a buscarlo. Le ordenaron que se sentara mirando hacia el arroyo, y que nunca se volviera al oír llegar a alguien. Le vendaban los ojos, lo llevaban al coche y se alejaban.

Sentí algo en la garganta y me escocieron los ojos. Aparté la mirada de Price. Me imaginé a un niño sentado en un tronco, el murmullo del agua a corta distancia, los rayos del sol a través de los árboles y los trinos de los pájaros, y entonces unos pasos que se acercaban, y la oscuridad.

– Me he enterado de que lo han llevado a la silla un par de veces.

Me lanzó una mirada, quizá sorprendida de lo informado que estaba.

– Más de un par. Es un círculo vicioso. Andy se medica, pero la medicación debe supervisarse para ir adaptando las dosis. Sin embargo, no sucede así y por tanto los medicamentos dejan de hacer el efecto que deberían, Andy se altera, pierde el control y los celadores lo castigan, y eso lo altera más, y entonces los medicamentos aún tienen menos efecto que antes. No es culpa de Andy, pero vaya a explicarle eso a un celador a quien Andy acaba de orinársele encima. Y Andy no es un caso aislado: en Supermax, los casos como el suyo no dejan de crecer. Todo el mundo lo ve, pero nadie sabe qué hacer al respecto, o nadie desea siquiera hacer nada al respecto; según lo deprimida que me sienta, pienso lo uno o lo otro. Tomamos a un preso mentalmente desequilibrado que, de algún modo, infringe las reglas cuando forma parte de la población reclusa normal. Lo confinamos en una celda muy iluminada, sin distracciones, rodeado de otros presos aún más trastornados que él. Bajo esa tensión, viola más reglas. Lo castigan con la silla, cosa que lo desquicia todavía más que antes. Comete transgresiones más graves aún de las reglas, o agrede a un celador, y aumentan la pena. El resultado final, en el caso de una persona como Andy, es la locura, incluso el suicidio. ¿Y qué se consigue con una amenaza de suicidio? Más tiempo en la silla.

»Winston Churchill dijo una vez que puede juzgarse a una sociedad por la manera que tiene de tratar a los presos. Recordará usted el asunto de Abu Ghraib y lo que estamos haciéndoles a los musulmanes en Irak y en Guantánamo y en Afganistán y dondequiera que hemos decidido encerrar a aquellos que percibimos como amenaza. La gente pareció sorprenderse, pero bastaba con que mirasen alrededor. A los nuestros les hacemos lo mismo, procesamos a los niños como si fueran adultos. Encerramos, incluso ejecutamos, a los enfermos mentales. Y atamos a personas desnudas a sillas en habitaciones heladas porque no les hace efecto la medicación. Si somos capaces de hacer eso aquí, ¿cómo demonios se sorprende alguien de que no tratemos mejor a nuestros enemigos?

Había ido subiendo el tono de voz a medida que se dejaba llevar por la indignación. Ernest llamó a la puerta y asomó la cabeza.

– ¿Todo en orden, Aimee? -preguntó, y me miró como si yo fuese el culpable de la alteración del orden, cosa que en cierto modo así era.

– No pasa nada, Ernest.

– ¿Quieres más café?

Negó con la cabeza.

– Bastante tensa estoy ya. ¿Y usted, señor Parker?

– No, gracias.

Price esperó a que se cerrara la puerta antes de seguir.

– Lo siento -se disculpó Aimee.

– ¿Por qué?

– Por la perorata. Probablemente no está de acuerdo conmigo.

– ¿Por qué lo dice?

– Por lo que he leído sobre usted. Usted ha matado a personas. Parece un juez severo.

No supe qué responder. Por un lado me sorprendieron sus palabras, puede que incluso me irritasen, pero no advertí segundas intenciones. Llamaba a las cosas por su nombre, nada más.

– Creo que no tuve opción -contesté-. No en ese momento. Quizás ahora, sabiendo lo que sé, actuaría de manera distinta en algunos casos, pero no en todos.

– Usted hizo lo que consideraba correcto.

– He empezado a creer que la mayoría de la gente hace lo que considera correcto. El problema surge cuando lo que hacen es correcto para ellos, pero no para los demás.

– ¿Egoísmo?

– Tal vez. Interés propio. Instinto de conservación. Todos ellos conceptos que giran en torno a uno mismo.

– ¿Cometió algún error cuando hizo lo que hizo?

Me di cuenta de que estaba poniéndome a prueba de algún modo, de que las preguntas de Price eran una manera de calibrar si yo merecía ver a Andy Kellog. Intenté contestar con la mayor sinceridad posible.

– No, al final no.

– ¿No comete errores, pues?

– No de ésos.

– Nunca ha disparado a nadie que no tuviera un arma en la mano, ¿es eso lo que quiere decir?

– No, porque tampoco es verdad.

Se produjo un silencio, hasta que Aimee Price se llevó las manos a la frente y dejó escapar un gruñido de frustración.

– Parte de eso no es asunto mío -dijo-. Disculpe una vez más.

– Yo le estoy haciendo preguntas. No veo por qué no podría hacérmelas usted a mí. Pero ha arrugado la frente cuando he mencionado a Daniel Clay. ¿Por qué?

– Porque sé lo que la gente dice de él. He oído los rumores.

– ¿Y los cree? -pregunté.

– Alguien puso a Andy Kellog en manos de esos hombres. No fue casualidad.

– Merrick piensa lo mismo.

– Frank Merrick está obsesionado. Algo se rompió dentro de él cuando su hija desapareció. No sé si eso lo convierte en un hombre más o menos peligroso de lo que ya era.

– ¿Qué puede decirme sobre él?

– No mucho. Probablemente usted ya sabe todo lo que necesita saber sobre su condena, y lo sucedido en Virginia: el asesinato de Bar-ton Riddick, y la coincidencia entre las balas que permitió relacionar a Merrick con el crimen. Para serle sincera, a mí no me interesa demasiado. Mi principal preocupación era, y sigue siendo, Andy Kellog. Cuando Merrick empezó a establecer cierto vínculo con Andy, pensé lo mismo que la mayoría de la gente: ya me entiende, un joven vulnerable, un preso de mayor edad y más curtido, pero no tuvo nada que ver con eso. Merrick parecía cuidar realmente de Andy en la medida de sus posibilidades.

Empezó a garabatear en el cuaderno apoyado en su regazo a medida que hablaba. Creo que ni siquiera era del todo consciente de lo que hacía. No bajó la vista hacia el papel mientras deslizaba el lápiz sobre él, ni me miró a mí, sino que prefirió fijar la vista en la luz fría del invierno al otro lado de la ventana.

Dibujaba cabezas de pájaros.

– Me han dicho que Merrick forzó su traslado a Supermax para estar cerca de Kellog -comenté.

– Siento curiosidad por conocer su fuente de información a ese respecto, pero es cierto, sin ningún género de dudas. A Merrick lo trasladaron y dejó bien claro que cualquiera que se pasase de la raya con Andy rendiría cuentas ante él. Incluso en un sitio como Max, siempre hay caminos. Sólo que la única persona de quien Merrick no podía proteger a Andy era el propio Andy.

«Mientras tanto, la fiscalía de Virginia puso en marcha el proceso por el asesinato de Riddick. Corrió mucha tinta y, ya cerca de la puesta en libertad de Merrick, se dictaron las órdenes pertinentes y se le notificó el traslado a Virginia para ser juzgado. Entonces ocurrió algo raro: intervino otro abogado en representación de Merrick.

– Eldritch -apunté.

– Exacto. La intervención fue conflictiva por diversas razones. No parecía que Eldritch hubiera tenido un solo contacto previo con Merrick y, según me dijo Andy, fue el propio abogado quien se dirigió a él. El viejo ese se presentó por las buenas y se ofreció a llevar el caso de Merrick, pero, por lo que supe después, no estaba especializado en casos penales. Se dedicaba al derecho de empresa, a los bienes raíces, todo estrictamente administrativo, así que era un candidato poco común como defensor de causas perdidas. No obstante, vinculó el caso de Merrick a una campaña contra el análisis balístico organizada por un grupo de abogados liberales y encontró pruebas de un asesinato en el que había intervenido la misma pistola utilizada para matar á Riddick, pero cometido mientras Merrick estaba entre rejas. Los federales empezaban a echarse atrás en el empleo del análisis balístico, y Virginia comprendió que no tenía pruebas suficientes para conseguir la condena por el asesinato de Riddick. Y si hay algo que a un fiscal no le gusta hacer, es llevar adelante un caso que parece condenado al fracaso desde el principio. Merrick pasó unos meses en una celda de Virginia y al final lo pusieron en libertad. Había cumplido toda su condena en Maine, así que quedó libre y en paz.

– ¿Cree que lamentó dejar a Andy Kellog en Max?

– Sin duda, pero para entonces, por lo visto, había decidido que tenía otras cosas que hacer fuera.

– ¿Como averiguar qué había sido de su hija?

– Sí.

Cerré mi libreta. Habría más preguntas, pero de momento eso era todo.

– En cualquier caso, me gustaría hablar con Andy -insistí.

– Haré indagaciones.

Le di las gracias y le ofrecí mi tarjeta de visita.

– En cuanto a Frank Merrick -dijo cuando me disponía a salir-, creo que sí mató a Riddick, y también a otros muchos.

– Conozco su reputación -contesté-. ¿Cree que Eldritch hizo mal en intervenir?

– Ignoro por qué intervino Eldritch, pero no fue porque le preocupara la justicia. Tuvo, no obstante, un resultado positivo, aunque no fuera ése su objetivo: el análisis balístico como prueba se vino abajo. El proceso contra Merrick también se vino abajo. Basta con que suceda eso una sola vez para que el sistema entero se derrumbe, o se desmorone un poco más. Si Eldritch no se hubiese hecho cargo del caso, quizás yo hubiera pedido una orden de excepción para poder ejercer en Virginia y lo habría llevado yo misma. -Sonrió-. Hago especial hincapié en ese «quizás».

– No le gustaría tener a Frank Merrick como cliente.

– Sólo de saber que ha vuelto a Maine me pongo nerviosa.

– ¿No ha intentado ponerse en contacto con usted por Andy?

– No. ¿Tiene idea de dónde está viviendo?

Era una buena pregunta, y me dio que pensar. Si Eldritch había proporcionado un coche a Merrick, y acaso también fondos, podría haberle facilitado, además, un lugar para alojarse. Si era así, tal vez hubiera forma de encontrarlo y de descubrir algo más sobre Merrick y el cliente de Eldritch.

Me levanté para marcharme. En la puerta del despacho, Aimee Price preguntó:

– ¿La hija de Daniel Clay le paga por hacer todo esto?

– No, esto no -respondí-. Me paga por protegerla de Merrick.

– ¿Y por qué está aquí, pues?

– Por la misma razón por la que usted podría haberse ocupado del caso de Merrick. Aquí hay algo que no encaja. Eso me molesta. Desearía averiguar qué es.

Ella asintió con la cabeza.

– Ya le avisaré por lo de Andy -dijo.


Rebecca Clay me llamó y la puse al día de la situación con Merrick. Eldritch había informado a su cliente de que no podría hacer nada por él hasta el lunes, y entonces, si Merrick seguía retenido sin cargos, presentaría una solicitud ante un juez. O'Rourke dudaba que un juez permitiera a la policía de Scarborough seguir reteniéndolo si había pasado ya cuarenta y ocho horas a la sombra, aun teniendo en cuenta que la ley los autorizaba a privarlo de libertad otras cuarenta y ocho horas.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Rebecca.

– Estoy casi seguro de que no volverá a molestarla. Vi su reacción cuando le dijeron que lo iban a encerrar durante el fin de semana. No le da miedo la cárcel, pero si pierde la libertad, no podrá buscar a su hija, y eso sí le da miedo. Ahora esa libertad depende de que a usted no le pase nada. Le entregaré la orden judicial cuando salga, pero si usted no se opone, la tendremos bajo vigilancia durante un par de días después de su puesta en libertad, por si acaso.

– Quiero que Jenna vuelva a casa -dijo.

– No se lo recomiendo todavía.

– Me tiene preocupada. Creo que todo este asunto la está afectando.

– ¿Por qué?

– Encontré unos dibujos en su habitación.

– ¿Dibujos de qué?

– De hombres, hombres pálidos y sin ojos. Me dijo que los había visto o que había soñado con ellos. Quiero tenerla cerca.

No le conté a Rebecca que otros habían visto también a esos hombres, incluido yo. Me pareció mejor, de momento, dejar que creyera que eran fruto de la imaginación trastornada de su hija, y nada más.

– Pronto -dije-. Deme sólo unos días más.

Reacia, accedió.


Esa noche, Ángel, Louis y yo cenamos en Fore Street. Louis se había acercado a la barra para examinar los distintos vodkas, y nos había dejado a Ángel y a mí ocasión de hablar.

– Has perdido peso -dijo Ángel sorbiéndose la nariz y provocando una lluvia de fragmentos de pañuelo de papel sobre la mesa. No tenía la menor idea de qué había estado haciendo en Napa para coger ese resfriado, pero ciertamente no quería que me lo contase-. Tienes buen aspecto. Incluso tu ropa tiene un aspecto razonable.

– Es mi nueva imagen. Como bien, sigo yendo al gimnasio, paseo al perro.

– Ya. Ropa bonita, buen comer, gimnasio, un perro. -Se paró a pensar un momento-. ¿Seguro que no eres gay?

– No puedo ser gay -contesté-. Bastante ocupado estoy siendo como soy.

– Quizá sea eso lo que me gusta de ti -comentó-. Eres un gay no gay.

Ángel había llegado con una cazadora de cuero marrón que yo había desechado, tan gastada en algunos puntos que había perdido el color por completo. Sus viejos Wrangler tenían una onda bordada en los bolsillos traseros y llevaba una camiseta de Hall and Oates, lo que significaba que el tiempo en la tierra de Ángel se había detenido poco después de 1981.

– ¿Se puede ser homófobo y gay? -pregunté.

– Claro. Es como ser judío y odiarse a sí mismo, sólo que comes mejor.

Louis regresó.

– Le he estado explicando lo gay que es -informó Ángel mientras untaba mantequilla en una rebanada de pan. Un trozo de mantequilla le cayó en la camiseta. Lo recogió cuidadosamente con un dedo y se lo lamió. El rostro de Louis permaneció impasible, sólo entornó un poco los ojos para expresar la profundidad de sus emociones.

– Ajá -dijo-. No creo que seas la persona más indicada para encabezar la campaña de reclutamiento.

Mientras comíamos hablamos de Merrick y de lo que había averiguado por mediación de Aimee Price. Ese mismo día había telefoneado unas horas antes a Matt Mayberry, un agente inmobiliario de Massachusetts conocido mío con actividades en toda Nueva Inglaterra, para preguntarle si había alguna manera de obtener información acerca de las propiedades en Portland e inmediaciones con las que Eldritch y Asociados hubiesen tenido alguna relación en los últimos años. Era un palo de ciego. Había pasado la mayor parte de la tarde llamando a hoteles y moteles, pero en ningún caso había obtenido resultados al pedir que me pusieran con la habitación de Frank Merrick. Aun así, sería útil saber dónde era más probable que se dejase caer Merrick una vez puesto en libertad.

– ¿Has visto a Rachel últimamente? -preguntó Ángel.

– Hace unas semanas.

– ¿Cómo andan las cosas entre vosotros?

– No muy bien.

– Es una lástima.

– Sí.

– Debes seguir intentándolo, ¿sabes?

– Gracias por el consejo.

– Tal vez tendrías que ir a verla mientras Merrick está a la sombra.

Lo pensé mientras traían la cuenta. En ese momento supe que quería verlas a las dos. Quería tener a Sam en brazos y charlar con Rachel. Estaba cansado de oír hablar de hombres que torturaban a niños y de las vidas atormentadas que dejaban a su paso.

Louis empezó a contar los billetes.

– Quizá vaya a verlas -dije.

– Nosotros sacaremos a pasear a tu perro -propuso Ángel-. Si es un gay encubierto, no pondrá inconveniente.

16

El viaje hasta la finca de los padres de Rachel, donde Rachel y Sam se encontraban en esos momentos, era largo y me pasé gran parte del recorrido en silencio, repasando todo lo que había averiguado sobre Daniel Clay y Frank Merrick, e intentando dilucidar dónde encajaba el cliente de Eldritch en todo aquello. Eldritch me había dicho que su cliente no tenía interés en Daniel Clay, y sin embargo los dos ayudaban a Merrick, que estaba obsesionado con Clay. Por otro lado, estaban los Hombres Huecos, fueran lo que fueran. Yo los había visto, o quizá sería más exacto decir que habían penetrado en mi área de percepción. La sirvienta en casa de Joel Harmon también los había visto, y como yo había descubierto en la breve conversación con Rebecca Clay la noche anterior, su hija Jenna los había dibujado antes de marcharse de la ciudad. El eje parecía ser Merrick, pero cuando le preguntaron durante el interrogatorio si trabajaba solo o si lo acompañaba alguien, pareció sinceramente sorprendido y respondió que trabajaba solo. La duda seguía en el aire: quiénes eran y qué pretendían.

Los padres de Rachel se habían ido a pasar fuera el fin de semana y no tenían previsto volver hasta el lunes, así que la hermana de Rachel se quedaría para ayudarla con la niña. Sam había crecido mucho, pese a que habían pasado apenas unas semanas desde la última vez que la vi, o acaso sólo fuera la impresión de un padre consciente de que vivía separado de su hija y de que las etapas de crecimiento de ésta se le revelarían en adelante a modo de saltos más que de pasos.

¿Era simple pesimismo por mi parte? No lo sabía. Rachel y yo aún hablábamos con frecuencia por teléfono. La echaba de menos, y pensaba que también ella me echaba de menos a mí, pero las últimas veces que nos habíamos visto sus padres estaban presentes, o Sam alborotaba, o había siempre algo que parecía impedirnos hablar de nosotros y de por qué se habían torcido tanto las cosas en nuestra relación. Yo no acababa de saber si permitíamos que esas intrusiones se convirtieran en obstáculos a fin de eludir una especie de enfrentamiento final, o si eran realmente lo que parecían ser. Un periodo de separación para permitirnos a los dos reflexionar sobre cómo queríamos vivir se había convertido en algo más largo y más complicado, y en apariencia más definitivo. Rachel y Sam habían vuelto a Scarborough durante unos días en mayo, pero Rachel y yo habíamos discutido y entre nosotros se percibía una distancia que antes no existía. Ella se había sentido incómoda en la casa que en otro tiempo habíamos compartido sin demasiados problemas, y Sam no dormía bien en su habitación. ¿Acaso nos habíamos habituado a estar el uno sin el otro pese a que yo sabía que aún anhelaba su presencia y ella la mía? Vivíamos en una especie de tenso limbo, donde las cosas quedaban sin decir por temor a que expresarlas en voz alta provocara el hundimiento de aquel frágil edificio.

Los padres de Rachel habían transformado un antiguo establo de la finca en una amplia casa de invitados, y allí vivía Rachel con Sam. Ella volvía a trabajar, empleada con contrato en el Departamento de Psicología de la Universidad de Vermont en Burlington, dirigiendo seminarios y dando clases sobre psicología criminal. Me habló un poco de ello mientras yo permanecía sentado a la mesa de la cocina, pero lo hizo de pasada, con la despreocupación con la que uno describiría sus actividades a un desconocido durante la cena. Antes, yo habría sabido todos los detalles, pero ya no.

Sam estaba sentada en el suelo entre nosotros, jugando con enormes animales de granja de plástico. Cogió dos ovejas con sus manos regordetas e hizo chocar sus cabezas; luego alzó la vista y nos ofreció una a cada uno. Estaban pegajosas de baba.

– ¿Crees que es una metáfora de nosotros dos? -pregunté a Rachel. Se la veía cansada, pero seguía hermosa. Me sorprendió mientras la miraba fijamente y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja sonrojándose un poco.

– No sé hasta qué punto darnos de cabezazos el uno contra el otro resolvería algo -dijo-. Aunque he de reconocer que quizá me lo pasaría bien dándote a ti de cabezazos contra algo.

– Muy simpática.

Alargó el brazo y me tocó el dorso de la mano con el dedo.

– No era mi intención que sonara tan áspero.

– Tranquila. Por si te sirve de consuelo, también a mí me entran ganas a menudo de darme de cabeza contra la pared.

– ¿Y no quieres hacérmelo a mí?

– Tú eres demasiado guapa. Y me preocuparía estropearte el peinado.

Volví la palma de la mano hacia arriba y le sujeté el dedo.

– Vamos a dar un paseo -dijo ella-. Mi hermana cuidará de Sam.

Nos levantamos, y ella llamó a su hermana. Pam entró en la cocina antes de que yo pudiera soltar el dedo de Rachel y nos dirigió a los dos una mirada, dando a entender que nos había visto. Pero no era una mirada de desaprobación, lo que ya era mucho. Si hubiese sido el padre de Rachel, tal vez habría echado mano del rifle. Él y yo no hacíamos buenas migas, y sabía que esperaba que la relación entre su hija y yo se hubiera acabado para siempre.

– ¿Y si me llevo a Sam a dar una vuelta? -preguntó Pam-. De todos modos tengo que ir a la tienda, y ya sabéis lo que le gusta mirar a la gente. -Se arrodilló delante de Sam-. ¿Quieres ir a pasear con la tía Pammie? Te llevaré a la sección de productos naturales y te mostraré todo lo que necesitarás cuando seas adolescente y vengan a verte los chicos. Tal vez podamos ir a ver las pistolas también, ¿eh?

Sam dejó que su tía la tomase en brazos sin quejarse. Rachel las siguió y ayudó a su hermana a preparar a Sam y a sentarla en la sillita del coche. Sam lloró un poco cuando se cerró la puerta y se dio cuenta de que su madre no las acompañaría, pero sabíamos que no duraría. La fascinaba el coche, y dentro pasaba casi todo el tiempo contemplando el cielo o simplemente durmiendo, arrullada por el movimiento del vehículo. Las vimos alejarse, luego seguí a Rachel por el jardín y nos adentramos en los campos que circundaban la casa de sus padres. Ella tenía los brazos cruzados sobre el pecho, como si la incomodase el hecho de haberme cogido la mano antes.

– ¿Cómo has estado? -preguntó.

– Ocupado.

– ¿Algo interesante?

Le hablé de Rebecca Clay y de su padre, y de la llegada de Frank Merrick.

– ¿Qué clase de hombre es? -preguntó Rachel.

Era una pregunta extraña.

– Un hombre peligroso y difícil de interpretar -contesté-. Piensa que Clay sigue vivo, y que sabe lo que le ocurrió a su hija. Nadie parece en situación de desmentirlo, pero la opinión general es que Clay ha muerto; eso, o su hija es la mejor actriz que he conocido en mi vida. Merrick se decanta por esta segunda posibilidad. En su día fue asesino a sueldo. Ha estado en la cárcel mucho tiempo, pero no me da la impresión de que se haya rehabilitado. No obstante, intuyo que hay algo más en él. Mientras se hallaba entre rejas cuidó de uno de los antiguos pacientes de Clay, incluso llegó a provocar su propio traslado a Max para estar cerca de él. Al principio pensé que podía tratarse de una de esas situaciones que se dan en las cárceles, un hombre de cierta edad y otro más joven, pero por lo visto la cosa no iba por ahí. La propia hija de Merrick era paciente de Clay en el momento de su desaparición. Quizá por eso existía un lazo entre él y ese chico, Kellog.

– Tal vez Merrick esperaba averiguar algo por mediación de Kellog que lo llevara hasta su hija -observó Rachel.

– Es probable, pero el caso es que no se despegó del chico durante años, y lo protegió. No le habría llevado mucho tiempo averiguar lo que sabía Kellog, pero no se desentendió de él. Se quedó a su lado. Cuidó de él lo mejor que pudo.

– ¿No pudo proteger a su hija, y en lugar de eso protegió a Kellog?

– Es un hombre complejo.

– Hablas casi como si lo respetaras -dijo Rachel.

Moví la cabeza en un gesto de negación.

– Lo compadezco. Creo que incluso lo comprendo hasta cierto punto. Pero no lo respeto, no como tú das a entender.

– ¿Puede entenderse de otra manera?

No quise responder. Al fin y al cabo, eso nos conduciría nuevamente a una de las razones por las que Rachel y yo nos habíamos separado.

– ¿No contestas? -insistió, y supe que ella ya había adivinado lo que yo iba a decir. Quería oírlo, como para confirmar una circunstancia triste pero necesaria.

– Tiene las manos muy manchadas de sangre -dije-. No perdona.

Habría podido hablar de mí mismo, y una vez más tomé conciencia de lo mucho que me parecía a Merrick en otro tiempo, y quizá me pareciera aún. Era como si me hubiesen brindado la oportunidad de ver una versión de mí mismo al cabo de unas décadas, más viejo y más solitario, intentando enmendar un agravio por la fuerza e infligiendo daño a otros.

– Y ahora lo has disgustado. Has metido a la policía. Te has interpuesto en su empeño por descubrir la verdad sobre la desaparición de su hija. Lo respetas tal como respetarías a un animal, porque hacer otra cosa sería infravalorarlo. Crees que tendrás que enfrentarte a él otra vez, ¿verdad?

– Sí.

Arrugó la frente y vi dolor en sus ojos.

– Eso nunca cambia, ¿no es así?

No contesté. ¿Qué podía decir?

Rachel no exigió una respuesta. En lugar de eso preguntó:

– ¿Kellog sigue en la cárcel?

– Sí.

– ¿Vas a hablar con él?

– Lo intentaré. He hablado con su abogada. Por lo que he oído, no le va muy bien. En realidad nunca le ha ido bien, pero si sigue mucho tiempo en Supermax, lo suyo no tendrá remedio. Ya estaba trastornado antes de llegar allí. Según parece, ahora está al borde de la locura.

– ¿Es verdad lo que cuentan de esa cárcel?

– Sí, es verdad.

Guardó silencio durante un rato. Caminamos entre las hojas caídas. A veces emitían un sonido semejante al de un padre que intenta acallar el llanto de un hijo, apaciguándolo, consolándolo. Otras veces el sonido era vacío y seco, y en sus crujidos se anunciaba la promesa de que todo pasa.

– ¿Y el psiquiatra, Clay? Según dices, se sospechó que podría haber proporcionado información sobre los niños a los autores de los abusos. ¿Hubo algo que lo implicara directamente en los propios abusos?

– Nada, o nada que yo haya podido encontrar. La opinión de su hija es que no podía vivir con la culpabilidad de no haber sido capaz de impedirlo. Creía que tenía que haberse dado cuenta de lo que ocurría. Los niños ya estaban traumatizados antes de que él empezara a tratarlos, igual que Kellog. Le costaba llegar hasta ellos, pero su hija recuerda que hacía progresos, o eso creía. La abogada de Kellog lo confirmó. Hiciese lo que hiciese Clay, surtía efecto. Hablé también con uno de sus colegas, un médico llamado Christian que dirige una clínica para niños víctimas de abusos. Al parecer, su mayor crítica a Clay es que se empeñaba en detectar abusos. Tenía un objetivo claro, y por culpa de eso se metió en problemas que le impidieron hacer más peritajes para el Estado.

Rachel se detuvo y se arrodilló. Cogió un trébol que todavía conservaba una de sus vellosas y grisáceas flores.

– Se supone que esto deja de florecer en septiembre u octubre -dijo-. Y sin embargo aquí la tienes, todavía en flor. El mundo está cambiando. -Me lo dio-. Te traerá suerte.

Lo sostuve en la palma de la mano y luego lo guardé con cuidado en el bolsillo de plástico de mi cartera.

– La pregunta sigue ahí: si las mismas personas intervinieron en los abusos de distintos niños, ¿cómo los encontraban? -preguntó-. Por lo que me has dicho, elegían a los más vulnerables. ¿Cómo lo sabían?

– Alguien los informaba -contesté-. Alguien les ponía a los niños en bandeja.

– Y si no era Clay, ¿quién era?

– Una comisión seleccionaba a los niños que se enviaban a Clay. Incluía a profesionales de la salud y asistentes sociales. Puestos a elegir, diría que fue uno de ellos. Pero estoy seguro de que la policía ya exploró esa posibilidad. Por fuerza. La gente de Christian también lo hizo. No encontraron nada.

– Pero Clay desapareció. ¿Por qué? ¿Por lo que les pasó a los niños o porque tuvo algo que ver? ¿Porque se sintió responsable o porque fue responsable?

– Eso es ir muy lejos -respondí.

– Es que hay algo que no encaja en la desaparición de Clay. Siempre hay excepciones, pero me cuesta imaginar que un médico en una situación así actuase de esa manera. Era un psiquiatra, un especialista, no un médico normal y corriente. No iba a hundirse, y menos en cuestión de días.

– En ese caso, escapó para que no lo implicaran…

– Eso tampoco lo veo claro -me interrumpió Rachel-. Si estaba implicado, habría tenido la astucia suficiente para cubrir su rastro.

– … o alguien lo «hizo desaparecer», quizás uno o más de los autores de los abusos.

– Para cubrir su propio rastro.

– Pero ¿por qué? -pregunté.

– Chantaje. O tal vez él también tenía esas tendencias.

– ¿Sigues pensando que podría haber participado en los abusos? Sería demasiado arriesgado.

– Demasiado arriesgado -coincidió ella-. Pero no lo descarta como pederasta. Y tampoco excluye el chantaje.

– Aún damos por supuesto que es culpable.

– Son simples especulaciones, nada más -apuntó ella.

Era interesante, pero seguía sin cuadrar. Sencillamente no podía ver qué fallaba en el planteamiento. Volvimos hacia la casa con la luna elevándose ya por encima de nosotros en el cielo vespertino. Me esperaba un largo viaje de regreso en coche, y de pronto me sentí insoportablemente solo. No quería alejarme de esa mujer y la niña que habíamos creado juntos. No quería dejar las cosas así. No podía.

– Rach -dije. Me detuve.

Ella también se detuvo y me miró.

– ¿Qué nos ha pasado?

– Ya hemos hablado de eso.

– ¿Hemos hablado?

– Ya sabes que sí -dijo-. Pensé que podría sobrellevar tu vida y lo que hacías, pero quizá me equivoqué. Algo dentro de mí reaccionó mal, la parte de mí que estaba furiosa y dolida, pero en ti esa parte es tan grande que me asusta. Y…

Esperé.

– Cuando volví a la casa, aquellos días de mayo cuando…, no quiero decir «cuando volvimos a estar juntos», porque no duró tanto como para eso, pero en esa breve etapa de convivencia me di cuenta de lo mucho que yo aborrecía estar allí. No fui consciente hasta que me marché y volví, pero hay algo en esa casa. Me cuesta explicarlo. Creo que nunca lo he intentado, no en voz alta, pero me consta que hay cosas que tú no me has contado. A veces te he oído gritar nombres en sueños. Te he visto pasearte por la casa medio dormido, manteniendo conversaciones con personas que yo no veo pero que sé quiénes son. Te he visto, cuando creías estar solo, responder a algo en las sombras. -Rió sin alegría-. Joder, hasta vi al perro hacer lo mismo. También a él le has metido esas cosas en la cabeza. Yo no creo en fantasmas. Puede que por eso no los vea. Creo que vienen de dentro, no de fuera. Los crea la gente. Todo eso de los espíritus con asuntos pendientes, individuos que se han marchado antes de lo debido y rondan por las casas…, no me creo nada. Son los vivos quienes tienen asuntos pendientes, quienes no pueden dejar el pasado atrás. Tu casa, y es tu casa, está encantada. Sus fantasmas son tus fantasmas. Tú les has dado forma, y también puedes librarte de ellos. Mientras no lo hagas, nadie más podrá formar parte de tu vida, porque los demonios que hay en tu cabeza y los espíritus que hay en tu corazón ahuyentarán a los demás. ¿Lo entiendes? Sé por lo que has pasado durante todos estos años. Esperé a que me lo contaras, pero no pudiste. A veces creo que es porque te daba miedo que, al contármelo, tuvieras que dejarlos ir, y no quieres dejarlos ir. Ellos alimentan la rabia dentro de ti. Por eso miras a ese hombre, Merrick, y te compadeces de él, y más aún: sientes empatía. -Se le demudó el rostro al mismo tiempo que se transformó el tono de su voz, y sus mejillas enrojecieron de ira-. En fin, fíjate bien en él, porque en eso te convertirás si esto no acaba: un recipiente vacío sin más motivación que el odio y la venganza y el amor frustrado. En último extremo, no nos hemos separado sólo porque yo tema por Sam y por mí misma, o por ti y por lo que podría ocurrimos a todos nosotros como consecuencia de tu trabajo. Me asustas tú, el hecho de que parte de ti se sienta atraída hacia la maldad, el dolor y la desdicha, de que tu ira y aflicción siempre necesiten ser alimentadas. Eso nunca acabará. Hablas de Merrick como si fuera un hombre incapaz de perdonar. Tú tampoco puedes perdonar. No puedes perdonarte a ti mismo por no haber estado allí para proteger a tu mujer y tu hija, y no puedes perdonarlas a ellas por haber muerto y haberte dejado. Y quizá pensé que eso podría cambiar, que tenernos a nosotras en tu vida te permitiría sanarte un poco, encontrar cierta paz con nosotras, pero no habrá paz. Tú quieres esa paz, pero no eres capaz de inducirte a aceptarla. Sólo…

Había empezado a llorar. Me acerqué a ella pero se apartó.

– No -dijo en voz baja-. No, por favor.

Se alejó, y la dejé ir.

17

Eldritch llegó a Maine a primera hora del lunes por la mañana, acompañado de un hombre más joven que tenía el aspecto de enajenamiento y a la vez ligera desesperación propio de un alcohólico que ha olvidado dónde tiene escondida la botella. Eldritch dejó en manos de su colega la presentación de la solicitud ante la juez, y sólo aportó unas cuantas palabras al final; con su tono sensato y sosegado transmitió la impresión de que Merrick era un amante de la paz cuyas acciones, motivadas por saber qué le había ocurrido a su hija perdida, habían sido cruelmente malinterpretadas por un mundo indiferente. Sin embargo, prometió -en nombre de Merrick, ya que éste no habló durante la vista- atenerse a todas las condiciones impuestas por la orden judicial que estaba a punto de dictarse, y solicitó, con el debido respeto, que su cliente fuese puesto en libertad de manera inmediata.

La juez, que se llamaba Nola Hight, no era tonta. A lo largo de sus quince años en el estrado había oído casi todos los pretextos habidos y por haber, y no estaba dispuesta a dar crédito sin más a Eldritch y Merrick.

– Su cliente pasó diez años en la cárcel por intento de asesinato, señor Eldritch -recordó la juez.

– Por agresión con agravantes, su señoría -corrigió el joven ayudante de Eldritch.

La juez Hight lo fulminó con una mirada tan severa que al abogado pareció chamuscársele el pelo.

– Con el debido respeto, su señoría, no sé hasta qué punto eso guarda relación con el asunto expuesto ante este tribunal -intervino Eldritch, procurando aplacar a la juez sólo mediante su tono-. Mi cliente cumplió su condena por ese delito. Ahora es otro hombre, escarmentado por sus experiencias.

La juez Hight lanzó a Eldritch una mirada que habría reducido a carne carbonizada a un hombre con menos temple. Eldritch se limitó a balancearse, como si una suave brisa agitase por un momento su frágil cuerpo.

– Conocerá el escarmiento de la máxima pena prevista por la ley si vuelve a presentarse ante este tribunal por algo relacionado con el asunto que nos incumbe -advirtió la juez-. ¿Está claro, abogado?

– Claro como la luz del día -afirmó Eldritch-. Su señoría es tan razonable como sabia.

La juez Hight dudó si sancionarlo por desacato a causa del sarcasmo, pero desistió.

– Salgan de mi sala ahora mismo -ordenó.


Eran poco más de las diez, todavía temprano. Merrick quedaría en libertad a las once, tan pronto como se cumplimentase el trámite. Cuando le permitieron abandonar la celda de retención del condado de Cumberland, yo lo esperaba y le entregué la orden judicial que le prohibía todo contacto con Rebecca Clay so pena de encarcelamiento y/o multa. La cogió, la leyó con detenimiento y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Se lo veía desaliñado y exhausto, como cualquiera después de un par de noches en una celda.

– Ha sido una bajeza por tu parte -dijo.

– ¿Te refieres a echarte encima a la policía? Estabas aterrorizando a una mujer. Eso también parece una bajeza. Te conviene reconsiderar tu sistema de valores. No los tienes muy claros.

Puede que me oyera, pero en realidad no prestaba atención. Ni siquiera me miraba. Mantenía la vista fija en algún lugar por encima de mi hombro derecho, para darme a entender que yo ni siquiera era digno de contacto visual.

– Los hombres deberían tratarse como hombres -prosiguió, y su cara enrojeció como si estuviese en ebullición-. Me echaste a los perros cuando yo sólo quería hablar. Tú y esa señoritinga…, no tenéis sentido del honor, ninguno de los dos.

– Te invito a desayunar -propuse-. Quizás así podamos aclarar las cosas.

Merrick rechazó el ofrecimiento con un gesto.

– Guárdate tu desayuno y tu charla. Contigo la hora de hablar ya ha pasado.

– Puede que no me creas, pero en cierto modo te entiendo -dije-.

Quieres averiguar qué fue de tu hija. Sé lo que se siente. Si puedo ayudarte, lo haré, pero la manera de conseguirlo no es asustar a Rebecca Clay. Si vuelves a acercarte a ella, te detendrán y te meterán otra vez entre rejas, con suerte en el centro de retención del condado de Cumberland y, en el peor de los casos, en Warren. Eso implicaría perder un año más de vida, un año más sin avanzar un solo paso en tu empeño por averiguar la verdad sobre la desaparición de tu hija.

Merrick me miró por primera vez desde que empezamos a hablar.

– He acabado con esa Clay -afirmó-, pero no contigo. Te daré un consejo a cambio del que acabas de darme: mantente al margen, y quizá me apiade de ti la próxima vez que se crucen nuestros caminos.

Dicho esto me apartó y se encaminó hacia la estación de autobús. Con los hombros ligeramente encorvados y los vaqueros sucios después de días en la cárcel, parecía más pequeño que antes. Una vez más, me compadecí de él. Pese a todo lo que sabía de él, y todo lo que se sospechaba que había hecho, era un padre que buscaba a su hija perdida. Quizás era lo único que le quedaba, pero yo sabía bien el daño que podía causar esa clase de obsesión. Lo sabía porque yo mismo la había padecido. Puede que Rebecca Clay estuviera a salvo de él, al menos de momento, pero Merrick no cejaría. Seguiría buscando hasta conocer la verdad, o hasta que alguien lo obligara a desistir. En cualquier caso, aquello sólo podía acabar con una muerte.

Telefoneé a Rebecca y le dije que muy posiblemente Merrick no la molestaría más por un tiempo, pero no había garantías.

– Lo entiendo -contestó-. En cualquier caso, ya no quiero hombres frente a mi casa. No puedo vivir así. ¿Les dará las gracias de mi parte y me mandará la factura?

– Una última cosa, señorita Clay -dije-. Si le dieran la opción, ¿querría encontrar a su padre?

Se paró a pensar.

– Esté donde esté, lo eligió él -respondió en voz baja-. Ya se lo he dicho: a veces pienso en Jim Poole. Se fue y ya no volvió. Me gusta creer que no sé si se fue por mí, si se esfumó porque le pedí que buscara a mi padre, o si le pasó algo, algo igual de malo. Pero cuando no puedo dormir, cuando estoy sola en mi habitación a oscuras, tendida en la cama, sé que la culpa fue mía. A la luz del día puedo convencerme de lo contrario, pero sé la verdad. A usted no lo conozco, señor Parker. Le pedí que me ayudara y lo ha hecho, y yo le pagaré por el tiempo y los esfuerzos que me ha dedicado, pero no nos conocemos.

Si llegara a ocurrirle algo mientras indaga acerca de mi padre, eso crearía un vínculo entre nosotros, y yo no quiero vincularme a usted de esa manera, ¿lo entiende? Intento dejarlo correr. Quiero que haga usted lo mismo.

Colgó. Tal vez tenía razón. Tal vez era mejor dejar a Daniel Clay donde estuviera, ya fuera en este mundo o en el otro. Pero eso ya no dependía de ella, ni de mí. Merrick andaba suelto por ahí, y también la persona que había dado instrucciones a Eldritch para financiarlo. Acaso el papel de Rebecca Clay en el asunto hubiera terminado, pero el mío no.


Cuando la prisión estatal de Maine se encontraba en Thomaston, no pasaba inadvertida. Estaba a pie de la Carretera 1, la principal vía de acceso al pueblo, un descomunal edificio que había sobrevivido a dos incendios y que incluso después de su reconstrucción, renovación, ampliación y alguna que otra reforma, aún parecía el presidio de principios del siglo XIX que fue en su día. Daba la impresión de que el pueblo hubiese crecido en torno a la cárcel, aunque en realidad fue un centro de abastos a partir del siglo XVII. No obstante, la prisión dominaba el paisaje de la comunidad, tanto física como, quizá, psicológicamente. Si en Maine uno le mencionaba Thomaston a alguien, lo primera que le venía a la cabeza era el presidio. A veces me preguntaba cómo debía de ser vivir en un sitio cuya fama se debía al encarcelamiento de seres humanos. Puede que al cabo de un tiempo uno se olvidara de ello sin más, o dejara de percibir el efecto que ejercía en la gente y el pueblo. Quizá sólo los visitantes sentían de inmediato el opresivo miasma suspendido sobre aquel lugar, como si el sufrimiento de los reclusos encerrados tras los muros de la prisión se hubiese filtrado en el ambiente tiñéndolo de gris, saturándolo como partículas de plomo en el aire. En todo caso, sus circunstancias contribuían sin duda a mantener un bajo índice de delincuencia. Thomaston era la clase de lugar donde cada dos o tres años se producía un crimen violento, y el índice de delincuencia era aproximadamente un tercio del promedio nacional. Es posible que la presencia de una enorme cárcel a las puertas del pueblo indujese a quienes se sentían tentados de iniciar una vida delictiva a replantearse sus opciones profesionales.

En cambio, Warren era distinto. El pueblo era algo mayor que Thomaston, y su identidad no se había ligado del mismo modo al centro penitenciario. La nueva cárcel estatal había crecido gradualmente: empezó con la apertura de Supermax, siguió la Unidad de Estabilización de la Salud Mental y acabó con el traslado de la población reclusa de Thomaston a las nuevas instalaciones. En comparación con la cárcel antigua era un poco más difícil de encontrar, oculta en la Carretera 97, o al menos oculta para tratarse de un lugar con un millar de presos y cuatrocientos empleados. Conduje por Cushing Road pasando ante el Centro Correccional de Bolduc, a la izquierda, hasta llegar al cartel de ladrillo y piedra a la derecha de la carretera que anunciaba la Prisión Estatal de Maine, con los años 1824 y 2001 debajo, el primero conmemorando la fundación del presidio original y el segundo la apertura del nuevo centro.

Warren se asemejaba más a una planta industrial moderna que a una cárcel, impresión reforzada por la extensa zona de mantenimiento a la derecha, que al parecer albergaba la central eléctrica de la cárcel. Comederos de pájaros hechos con boyas colgaban en el jardín frente a la entrada principal, y todo ofrecía un aspecto nuevo y recién pintado. Era el silencio lo que revelaba el verdadero carácter del lugar. Eso, y el nombre, blanco sobre verde, encima de la puerta, y el alambre de espino en lo alto de la doble cerca, y la presencia de los celadores uniformados de azul con pantalones de rayas, y la mirada abatida de quienes esperaban en el vestíbulo para visitar a sus seres queridos. En conjunto no había que mirar mucho para darse cuenta de que, por más reajustes cosméticos que se hubiesen introducido en la fachada, aquello era una cárcel en igual medida que pudiera haberlo sido Thomaston.

Era evidente que Aimee Price había accionado algún que otro resorte para permitirme acceder a Andy Kellog. Las autorizaciones para las visitas tardaban en concederse hasta seis semanas. Ahora bien, Aimee Price tenía derecho a ver a su cliente cuando quisiera, y yo no era precisamente un desconocido para las autoridades carcelarias. Había visitado al predicador Faulkner cuando cumplía condena en Thomaston, encuentro memorable por las peores razones, pero era la primera vez que ponía los pies en el nuevo centro.

No me pilló por sorpresa, pues, encontrar allí a una figura familiar, de pie al lado de Price, cuando por fin pasé por el control de seguridad y entré en la prisión propiamente dicha: Joe Long, el jefe de celadores. No había cambiado mucho desde la última vez que nos vimos. Corpulento y taciturno, aún irradiaba el tipo de autoridad que imponía respeto a mil delincuentes. Llevaba el uniforme almidonado y bien planchado, y todo aquello que debía brillar relucía de manera espectacular. En su bigote se veían más toques de gris que antes, pero decidí no comentarlo. Bajo su hosca fachada percibí a un niño sensible esperando a ser abrazado. No quise herir su «sentimiento», dicho así, en singular.

– Otra vez por aquí -comentó con el mismo tono que si yo lo molestase llamando a su puerta a todas horas del día y de la noche para que me dejase entrar a jugar con los otros niños.

– Me es imposible mantenerme a distancia de los hombres encarcelados -contesté.

– Ya, de eso tenemos mucho por aquí.

Vaya un bromista estaba hecho el bueno de Joe Long. Un poco más seco y habría sido Arizona.

– Me gusta el nuevo establecimiento -comenté-. Es institucional pero acogedor. Veo su mano en la decoración: los grises institucionales, la piedra, el alambre. Todo habla de usted.

Se me quedó mirando durante un poco más de lo estrictamente necesario y luego, airoso, se dio media vuelta y nos indicó que lo siguiéramos. Aimee Price se colocó a mi lado y un segundo celador, llamado Woodbury, se situó en retaguardia.

– Tiene usted amigos en todas partes, ¿eh? -comentó Price.

– Si acabo aquí como huésped, espero que él cuide de mí.

– Sí, le deseo buena suerte. Si alguna vez se encuentra en una situación así, ya puede fabricarse un pincho.

Nuestros pasos resonaron en el corredor. Ahora se oía ruido: hombres invisibles que hablaban y vociferaban, puertas de acero que se abrían y cerraban, el sonido lejano de radios y televisores. Así eran las cárceles: dentro jamás reinaba el silencio, ni siquiera de noche. Uno no podía olvidarse de los hombres encarcelados alrededor: A oscuras, después de apagarse las luces y cuando los sonidos cambiaban, la situación empeoraba. Era entonces cuando les asaltaba a los presos la soledad y la desesperación de sus circunstancias, y los ronquidos y resuellos se intercalaban con los gritos de quienes tenían pesadillas y el llanto de aquellos que aún no habían asimilado la perspectiva de pasar años en un sitio así, o que nunca la asimilarían. Diario me contó una vez que durante el periodo más largo que pasó entre rejas -dos años de una condena de tres por allanamiento de morada- no pudo dormir de un tirón ni una sola noche. Fue eso, dijo, lo que lo desgastó. Irónicamente, cuando lo soltaron, tampoco pudo dormir, pues ya no estaba habituado al relativo silencio de la ciudad.

– Están trasladando a Andy desde Supermax a una sala de visita para la entrevista -anunció Aimee-. Es una sala con mampara. No es lo ideal, y a usted no le permitirá hacerse una idea de cómo es Max, pero es lo mejor que he podido conseguir. Todavía se considera a Andy un riesgo para sí mismo y para los demás.

Price se disculpó para ir al lavabo antes de sentarnos a hablar con Kellog. Joe Long y yo nos quedamos solos. Woodbury se mantuvo a distancia, conformándose con mirar el suelo y las paredes.

– Hacía tiempo que no lo veíamos por aquí -dijo Long-. ¿Cuánto ha pasado? ¿Tres años, cuatro?

– Casi parece lamentarlo.

– Sí, casi. -Long se arregló la corbata y se sacudió con cuidado unas hebras que habían tenido la osadía de adherirse a él-. ¿Se ha enterado de cómo acabó el predicador Faulkner? -preguntó-. Según dicen, desapareció sin más.

– Eso cuentan.

Cuando terminó con la corbata, me examinó desde detrás de las gafas, acariciándose el bigote pensativamente.

– Resulta extraño que no volviera a aparecer -prosiguió-. No es fácil que un hombre así se esfume sin más, con tanta gente buscándolo. Uno acaba preguntándose si no será que buscan en la dirección equivocada. Arriba, por así decirlo, en lugar de abajo. En la superficie en lugar de bajo tierra.

– Supongo que nunca lo sabremos -respondí.

– Supongo que no. Y mejor así, probablemente. Por más que el predicador no fuera una gran pérdida, la ley es la ley. Un hombre podría acabar entre rejas por algo así, y no es buen sitio. Si Long esperaba que me derrumbara y confesara, lo defraudé.

– Ya, no lo ha sido para Andy Kellog, por lo que he podido saber -dije-. Parece que tiene problemas de adaptación.

– Andy Kellog tiene muchos problemas. Algunos se los busca él solo.

– Es inevitable rociarlo con gas mostaza en plena noche y atarlo desnudo a una silla, claro. Creo que aquí alguien erró la vocación. Hay que ver, gastamos el dinero del contribuyente mandando a chicos malos en avión a Egipto y Arabia Saudí para reblandecerlos cuando bastaría con meterlos en un autobús y enviarlos aquí.

Por primera vez se percibió un asomo de emoción en el rostro de Long.

– Se usa como forma de contención -explicó-, no de tortura.

Lo dijo en un susurro, casi como si no diera crédito suficiente a sus propias palabras para pronunciarlas en voz alta.

– Es tortura si enloquece a un hombre -afirmé.

Long abrió la boca para decir algo, pero Aimee Price reapareció antes de que pudiera hablar.

– Bueno -dijo ella-. Vayamos a verlo.

Woodbury abrió la puerta frente a nosotros y entramos en una sala dividida en dos por una gruesa mampara de plexiglás. Una serie de compartimentos, cada uno con su propio sistema de megafonía, permitía cierto grado de intimidad a los visitantes, aunque esa mañana era innecesario. Al otro lado del cristal había sólo un preso, con dos celadores de rostro impenetrable detrás de él. Llevaba un mono naranja y las manos y los pies inmovilizados con grilletes, sujetos a la vez al cuello. Era más bajo que yo, y a diferencia de muchos reclusos no parecía haber ganado peso por la dieta y la falta de ejercicio. De hecho, el mono le venía grande, las mangas le colgaban casi hasta los segundos nudillos de las manos. Estaba pálido y tenía el pelo negro y ralo, cortado de manera desigual, con el flequillo en pendiente de izquierda a derecha, y los ojos muy hundidos en el cráneo, oscurecidos por una frente estrecha pero protuberante. A causa de diversas fracturas mal soldadas, la nariz le había quedado torcida. Tenía la boca pequeña y los labios muy finos. Le temblaba la mandíbula sin cesar, como si estuviera al borde del llanto. Cuando vio a Aimee, desplegó una amplia sonrisa. Le faltaba un incisivo. Los otros los tenía grises por el sarro.

Se sentó cuando nos sentamos nosotros y se inclinó ante el micrófono.

– ¿Qué tal, señorita Price? -preguntó.

– Bien, Andy. ¿Y tú?

Asintió repetidamente con la cabeza, pero no dijo nada, como si ella siguiera hablando y él escuchando. De cerca, vi magulladuras debajo del ojo izquierdo y encima del pómulo izquierdo. Tenía una cicatriz en la oreja derecha y en la entrada del canal auditivo se mezclaban la sangre seca y el cerumen.

– Voy tirando -contestó al fin.

– ¿Has tenido algún problema?

– Ajá. He estado tomando la medicación, como usted me pidió, y les digo a los celadores que no me encuentro bien.

– ¿Te hacen caso?

Tragó saliva y pareció a punto de mirar por encima del hombro a los hombres a sus espaldas. Aimee advirtió el ademán y se dirigió a los dos celadores.

– ¿Podrían dejarnos un poco de espacio, por favor? -preguntó.

Los celadores pidieron permiso a Long con la mirada. Éste asintió y se retiraron hasta quedar fuera del alcance de nuestra vista.

– Algunos sí, los buenos -continuó Kellog. Señaló respetuosamente a Long-. El señor jefe, él sí me escucha cuando consigo verlo. Pero los otros van por mí. Procuro no cruzarme en su camino, pero a veces me irritan, ¿sabe? Provocan que me enfade y entonces tengo problemas.

Me lanzó una mirada. Era la tercera o cuarta vez que lo hacía, sin darme apenas tiempo para que yo pudiera sostenérsela, pero asintiendo cada vez para dar a entender que reconocía mi presencia. Una vez concluidos los prolegómenos, Aimee nos presentó.

– Andy, éste es el señor Parker. Es detective privado. Le gustaría hablar contigo de ciertas cosas, si no te importa.

– No me importa en absoluto -contestó Kellog-. Encantado de conocerlo.

Una vez hecha la presentación no tuvo inconveniente en mirarme a los ojos. Había algo de infantil en él. No dudé que podía ser una persona difícil, incluso peligrosa en circunstancias poco propicias, pero costaba comprender cómo alguien podía conocer a Andy Kellog, leer su historial y examinar los informes de los especialistas, y no llegar a la conclusión de que aquél era un joven con graves problemas no creados por él, un individuo que nunca se integraría realmente en ningún sitio, pero que, aun así, no merecía acabar en una celda, o peor todavía, atado desnudo a una silla en una gélida sala porque nadie se había molestado en comprobar si tomaba la medicación adecuada.

Me acerqué más al cristal. Deseaba preguntar a Kellog por Daniel Clay, y por lo que le había ocurrido en el bosque cerca de Bingham, pero sabía que le costaría hablar de eso, y siempre cabía la posibilidad de que se cerrara por completo o perdiera el control, y en tal caso, no tendría ocasión de preguntarle nada más. Decidí empezar por Merrick, y remontarnos luego poco a poco al tema de los abusos.

– He conocido a un amigo tuyo -dije-. Se llama Frank Merrick. ¿Te acuerdas de él?

Kellog asintió con vehemencia. Sonrió, enseñando otra vez sus dientes grises. No los conservaría por mucho tiempo. Tenía las encías violáceas e infectadas.

– Frank me caía bien. Cuidaba de mí. ¿Vendrá a visitarme?

– No lo sé, Andy. Dudo que quiera volver aquí, ¿lo entiendes?

Se le ensombreció el rostro.

– Supongo que tiene usted razón. Cuando yo salga de aquí, tampoco pienso volver, nunca jamás.

Se pellizcó las manos, arrancándose una costra, y la herida empezó a sangrar.

– ¿Cómo cuidaba Frank de ti, Andy?

– Daba miedo. A mí no me asustaba…, bueno, quizás al principio sí, pero después no…, aunque a los demás sí que los asustaba. Se metían conmigo, pero entonces aparecía Frank y paraban. Sabía cómo convencerlos, incluso en Max. -De nuevo se dibujó una amplia sonrisa en sus labios-. A algunos les hizo mucho daño.

– ¿Alguna vez te explicó por qué te cuidaba?

Kellog se mostró confuso.

– ¿Por qué? Porque era mi amigo, por eso. Yo le caía bien. No quería que me pasara nada malo.

Mientras yo lo miraba, la sangre empezó a subirle al rostro, y con una incómoda sensación me acordé de Merrick, como si algún rasgo de él se hubiese trasladado a aquel joven mientras cumplían condena juntos. Vi que cerraba los puños. Unos peculiares chasquidos surgieron de su boca y caí en la cuenta de que estaba sorbiéndose uno de los dientes sueltos de manera que la cavidad se llenaba de saliva y volvía a vaciarse, produciendo un rítmico tictac como el de una bomba de relojería a punto de estallar.

– No era marica -dijo Kellog levantando un poco la voz-. Si es eso lo que insinúa, le aseguro que no es verdad. No era un sarasa. Yo tampoco. Porque si es eso lo que quiere decir…

Con el rabillo del ojo vi que Long dirigía un gesto a los celadores con la mano derecha, y éstos aparecieron rápidamente detrás de Kellog.

– Tranquilo, Andy -terció Aimee-. Nadie ha insinuado eso ni nada parecido.

Kellog temblaba un poco mientras intentaba contener la ira.

– Bueno, no lo era, y punto. No me tocó jamás. Era mi amigo.

– Lo entiendo, Andy -aseguré-. Perdona. No era mi intención dar a entender otra cosa. Lo que quería preguntarte es si alguna vez, por lo que él decía, pensaste que podíais tener algo en común. ¿Te mencionó alguna vez a su hija?

Kellog empezó a tranquilizarse, pero en su mirada había aflorado un brillo de hostilidad y recelo. Yo sabía que no sería fácil recuperar su confianza.

– Sí, alguna vez.

– Fue después de empezar a cuidar de ti, ¿no?

– Así es.

– Su hija era paciente del doctor Clay, ¿verdad? Igual que tú.

– Sí. Desapareció cuando Frank estaba en la cárcel.

– ¿Te contó Frank alguna vez qué pensaba que podía haberle ocurrido?

Kellog negó con la cabeza.

– No le gustaba hablar de ella. Se ponía triste.

– ¿Te preguntó qué te pasó a ti en el norte?

Kellog tragó saliva con dificultad y desvió la vista. Los chasquidos comenzaron de nuevo, pero esta vez sin ira.

– Sí -contestó en voz baja. Un sí rotundo.

En ese momento aparentó aún menos edad, como si al plantear yo el asunto de los abusos lo hubiera impulsado físicamente de regreso a la infancia. Distendió las facciones y contrajo las pupilas. Todo él pareció encogerse, encorvando los hombros, abriendo las manos en un gesto inconsciente de súplica. El adulto atormentado se desvaneció y dejó allí al fantasma de un niño. No necesitaba preguntarle qué le habían hecho. Se reflejó en su semblante con temblores y muecas y contracciones, la representación mímica del recuerdo de su dolor y su humillación.

– Quería saber qué vi, qué recordaba -explicó casi en un susurro. -¿Y qué le contaste?

– Le conté lo que me hicieron -se limitó a decir-. Me preguntó si les había visto la cara o había oído algún nombre, pero llevaban máscaras y nunca se llamaban por el nombre. -Me miró a la cara-. Parecían pájaros. Todos distintos. Había un águila y un cuervo. Una paloma. Un gallo. -Se estremeció-. Todos distintos -repitió-. Siempre las llevaban puestas y nunca se las quitaban.

– ¿Recuerdas algo del lugar donde ocurrió?

– Estaba a oscuras. Me metían en el maletero de un coche, me ataban los brazos y las piernas, me tapaban la cabeza con una bolsa. Íbamos un rato en coche y luego me sacaban. Cuando me quitaban la bolsa, estaba en una habitación. Había ventanas, pero cubiertas. Había una estufa de propano, y faroles. Yo intentaba cerrar los ojos. Sabía lo que vendría a continuación. Lo sabía porque ya había pasado por ello antes. Era como si fuera a pasarme siempre, y como si nunca fuera a parar.

Parpadeó un par de veces y luego cerró los ojos como si lo reviviera todo.

– Andy -susurré.

Mantuvo los ojos cerrados, pero asintió para indicarme que me había oído.

– ¿Cuántas veces ocurrió?

– Dejé de contar después de la tercera.

– ¿Por qué no se lo dijiste a nadie?

– Me amenazaron con matarme y con coger luego a Michelle y hacérselo a ella. Uno dijo que le daba igual hacérselo a una niña que a un niño, que simplemente era distinto, sólo eso. Yo apreciaba a Michelle. No quería que le pasara nada malo. Como a mí ya me lo habían hecho, sabía qué me esperaba. Aprendí a apartarlo de mi cabeza. Mientras estaba allí pensaba en otras cosas. Imaginaba que estaba en otro sitio, que no era yo. A veces volaba por encima de un bosque y miraba hacia abajo y veía a toda la gente, y encontraba a Michelle y me acercaba a ella y jugábamos al lado del río. Yo podía hacerlo, pero Michelle no habría sido capaz. Habría estado con ellos allí, todo el tiempo.

Me recliné. Se había sacrificado por otra niña. Ya me lo había contado Aimee, pero oírlo de labios del propio Kellog era muy distinto. No se jactaba de su sacrificio, lo había hecho por amor a una niña más pequeña, y le había salido de manera natural. Una vez más tuve la impresión de que Kellog era un niño atrapado en el cuerpo de un hombre, una criatura cuyo desarrollo se había interrumpido casi por completo, detenido por lo que le habían hecho. A mi lado, Aimee guardaba silencio, con los labios tan apretados que habían perdido el color. Ya debía de haberlo oído antes, pensé, pero uno nunca se acostumbra a escuchar cosas así.

– Pero al final lo averiguaron -dije-. La gente se enteró de lo que te estaba pasando.

– Me enfadé. No pude evitarlo. Me llevaron al médico. Me examinó. Intenté impedirlo. No quería que fueran a por Michelle. Entonces el médico me hizo preguntas. Mentí, por Michelle, pero el médico me tendió trampas y me equivoqué en algunas respuestas. Me llevaron al doctor Clay, pero yo ya no quería hablar con él. No quería hablar con nadie, así que callé. Volvieron a llevarme al centro, pero cuando me hice mayor tuvieron que dejarme ir. Frecuenté malas compañías, hice alguna cosa mala y me metieron en el Castillo.

El Castillo era como llamaban al viejo reformatorio de Maine en South Portland, un correccional para jóvenes problemáticos construido a mediados del siglo XIX. Acabaron cerrándolo, pero no fue una gran pérdida. Antes de la construcción de las nuevas instalaciones para jóvenes en South Portland y Charleston, el índice de reincidencia de reclusos jóvenes había sido del cincuenta por ciento. Ahora se había reducido al diez o quince por ciento, en gran medida porque las instituciones se centraban menos en el encarcelamiento y el castigo y más en prestar ayuda a los chicos, algunos hasta de once o doce años, para superar sus problemas. Pero los cambios habían llegado demasiado tarde para Andy. Él era un testimonio andante y parlante de todo lo que podía salir mal en el trato que dispensaba el Estado a los niños problemáticos.

A continuación habló Aimee.

– ¿Puedo enseñarle al señor Parker los dibujos, Andy?

Abrió los ojos. No tenía lágrimas. Dudo mucho que le quedara alguna que derramar.

– Claro.

Aimee abrió su portafolios y extrajo un álbum de cartón. Me lo entregó. Dentro había ocho o nueve dibujos, la mayoría con lápices de colores, un par con acuarelas. Los primeros cuatro o cinco eran muy oscuros, con sombras pintadas de color gris y negro y rojo, y estaban poblados de rudimentarias figuras desnudas con cabeza de ave. Eran los dibujos de los que me había hablado Bill.

Los otros representaban variaciones del mismo paisaje: árboles, tierra yerma, edificios en ruinas. Eran rudimentarios, sin gran talento, pero al mismo tiempo en algunos había puesto sumo cuidado, mientras que otros eran furiosos manchurrones de negro y verde, y aun así reconocibles como versiones del mismo lugar, creadas en arrebatos de ira y dolor. La silueta de un gran campanario de piedra dominaba todos los dibujos. Yo conocía ese paisaje, porque lo había visto representado antes. Era Galaad.

– ¿Por qué has dibujado este lugar, Andy? -pregunté.

– Fue allí donde ocurrió -contestó Kellog-. Allí me llevaron.

– ¿Cómo lo sabes?

– La segunda vez se deslizó la bolsa mientras me llevaban adentro. Yo daba patadas, y casi se me salió de la cabeza. Eso fue lo que vi antes de que volvieran a ponérmela. Vi la iglesia. La pinté para enseñársela a Frank. Después me trasladaron a Max y no me dejaron seguir pintando. Ni siquiera pude llevarme los dibujos. Pedí a la señorita Price que me los guardara.

– Entonces Frank vio estos dibujos, ¿verdad?

– Ajá.

– ¿Y no recuerdas nada de los hombres que te llevaron allí? -Sus caras no. Ya se lo he dicho: las llevaban tapadas con máscaras. -¿Y otras señales? ¿Quizá tatuajes o cicatrices?

– No. -Frunció el entrecejo-. Un momento. Uno de ellos tenía un pájaro aquí. -Se señaló el antebrazo izquierdo-. Era la cabeza de un águila blanca, con el pico amarillo. Creo que por eso llevaba la máscara del águila. Ése era el que decía a los demás lo que debían hacer.

– ¿Le contaste eso a la policía?

– Sí. Pero no volví a saber nada más. Supongo que no les sirvió de mucho.

– ¿Y a Frank? ¿Le contaste a Frank lo del tatuaje?

Contrajo el rostro.

– Creo que sí. No me acuerdo. -Relajó las facciones-. ¿Puedo hacer una pregunta?

Aimee pareció sorprenderse.

– Claro, Andy.

Se volvió hacia mí.

– ¿Va usted a buscar a esos hombres? -preguntó.

Algo en su voz no me gustó. El niño había desaparecido, y lo que había en su lugar no era ni un niño ni un adulto, sino un demonio perverso a horcajadas sobre los dos. Su tono era casi burlón.

– Sí -respondí.

– Entonces más vale que se dé prisa -dijo.

– ¿Y eso por qué?

Había recuperado la sonrisa, pero también el brillo hostil.

– Porque Frank prometió matarlos. Prometió que los mataría a todos en cuanto saliera de aquí.

Y entonces Andy Kellog se puso en pie y se lanzó de cara contra la barrera de plexiglás. La nariz se le partió de inmediato dejando un rastro de sangre en la superficie. Embistió de nuevo y se abrió una herida en la frente justo por debajo del nacimiento del pelo. Y de pronto empezó a vociferar y chillar mientras los celadores se abalanzaban sobre él, y Aimee Price repetía su nombre y rogaba que no le hicieran daño a la vez que sonaba una alarma y aparecían unos hombres y Andy quedaba oculto bajo una masa de cuerpos, aún pataleando y gritando, invitando a un nuevo dolor que ahogase el recuerdo del antiguo.

18

Cuando volvimos a la recepción, el jefe de celadores ardía en una muda cólera. Nos dejó allí un rato. Aimee tomó asiento mientras esperábamos en silencio a que Long regresase y nos informase sobre el estado de Andy Kellog. Alrededor había demasiada gente y no pudimos hablar de lo ocurrido. Los miré, todos atrapados en su propio dolor y el sufrimiento de aquellos a quienes iban a visitar. Pocos hablaban. Algunos eran hombres mayores, quizá padres, hermanos, amigos. Unas cuantas mujeres habían llevado a niños de visita, pero incluso a éstos se los veía callados y apagados. Sabían qué era aquel lugar y los asustaba. Si correteaban, incluso si levantaban demasiado la voz, podían acabar allí dentro como sus padres. No les permitirían volver a casa, y un hombre los llevaría y los encerraría en la oscuridad, porque eso era lo que les pasaba a los niños malos. Los encerraban y se les pudrían los dientes, y se lanzaban de cara contra mamparas de plexiglás para perder el conocimiento.

Long apareció junto al mostrador de recepción y nos llamó con una seña. Nos dijo que Andy tenía una fractura grave de nariz, había perdido otro diente y sufrido diversas magulladuras al reducirlo, pero por lo demás estaba tan bien como cabría esperar. La herida de la frente había requerido cinco puntos de sutura, y en ese momento se hallaba en la enfermería. Ni siquiera le habían echado gas mostaza, quizá porque su abogada se encontraba al otro lado del cristal. No presentaba síntomas de conmoción cerebral, pero por si acaso lo mantendrían en observación durante la noche. Lo habían inmovilizado para asegurarse de que no se autolesionaba más ni intentaba hacer daño a nadie. Aimee se apartó para hablar por su móvil en privado y me dejó solo con Long, que seguía enojado consigo mismo y con los hombres bajo su mando por lo que le había ocurrido a Andy Kellog.

– Ya había hecho cosas como ésta antes -explicó-. Les dije que no le quitaran el ojo de encima. -Aventuró una mirada a Aimee, indicio de que en parte la culpaba por obligar a sus hombres a mantenerse a distancia.

– Éste no es sitio para él -contesté.

– Eso lo decidió el juez, no yo.

– Pues se equivocó. Sé que usted ha oído lo que se ha dicho ahí dentro. El chico seguramente nunca tuvo muchas esperanzas de salvación, pero lo que le hicieron esos hombres eliminó las pocas que le quedaban. Max sólo sirve para enloquecerlo más y más, y el juez no lo condenó a la locura gradual. No se puede tener a un hombre encerrado en un sitio así, sin posibilidad de quedar en libertad, y esperar que conserve el equilibrio, y Andy Kellog, ya desde el principio, apenas tenía donde agarrarse.

Long tuvo la decencia de aparentar bochorno.

– Hacemos lo que podemos por él.

– No es suficiente. -Yo estaba recriminándoselo a él, pero me constaba que la culpa no era suya. Kellog había sido sentenciado y encarcelado, y no competía a Long poner en duda esa decisión.

– Quizá piense que estaba mejor con su amigo Merrick cerca -dijo Long.

– Al menos él mantenía a raya a los lobos.

– Él mismo no era mucho mejor que un animal.

– Usted no piensa eso.

Enarcó una ceja.

– ¿Empieza a sentir debilidad por Frank Merrick? Pues no baje la guardia porque se expone a un navajazo.

Long tenía razón con respecto a Merrick y a la vez no la tenía. No me cabía duda de que era capaz de hacer daño o matar sin el menor escrúpulo, pero en su caso intervenía también una mente pensante. Por otra parte, y ahí residía el problema, Merrick era además un arma que esgrimir, y alguien había encontrado la manera de utilizarlo con ese fin. Así y todo, Long había dado en el clavo con sus palabras, igual que Rachel. En efecto, yo me sentía identificado con Merrick. ¿Cómo no? También yo era padre. Había perdido a una hija, y no me había detenido ante nada para localizar al responsable de su muerte. Sabía asimismo que haría cualquier cosa por proteger a Sam y a su madre. ¿Cómo podía, pues, juzgar a Merrick por querer averiguar la verdad que se ocultaba tras la desaparición de su hija?

Aun así, dejando de lado estas dudas, sabía más que una hora antes. Por desgracia, Merrick compartía parte de esa información. Me preguntaba si ya había empezado a indagar en torno a Jackman y las ruinas de Galaad buscando alguna pista de los hombres que, según creía, eran responsables de la desaparición de su hija, o si tenía alguna pista del hombre con el tatuaje del águila. Tarde o temprano debía ir a Galaad. Cada paso que daba parecía acercarme allí.

Aimee volvió.

– He hecho unas llamadas -anunció-. Creo que podremos encontrar a un juez comprensivo que ordene el traslado a Riverview. -Dirigió su atención a Long-. Solicitaré un reconocimiento psiquiátrico independiente en los próximos días. Le agradecería que agilizase los trámites lo máximo posible.

– Debe pasar por los cauces habituales, pero en cuanto tenga el visto bueno del director agarraré al psiquiatra por la bata si eso sirve de algo.

Aimee pareció quedar relativamente satisfecha, y me indicó que debíamos irnos. Cuando hice ademán de seguirla, Long me agarró del brazo con delicadeza.

– Dos cosas -dijo-. En primer lugar, lo que he dicho sobre Frank Merrick iba en serio. Vi lo que era capaz de hacer. Una vez estuvo a punto de matar a un tipo que intentó quitarle el postre a Andy Kellog, lo dejó en coma por culpa de una tarrina de helado barata. Tiene razón: he oído lo que ha contado Andy Kellog ahí dentro. Ya lo había oído antes. Para mí no es nada nuevo. ¿Quiere saber lo que pienso? Pienso que Frank Merrick utilizó a Kellog. Permaneció cerca de él para poder averiguar qué sabía. Siempre estaba sonsacándole información. Induciéndolo a recordar todo lo que podía sobre lo que le hicieron esos hombres. En cierto modo, él lo desquició. Lo trastornó, lo puso como loco, y nosotros hemos tenido que cargar con las consecuencias.

No era eso lo que me habían contado en el partido de hockey, pero me constaba que existía cierta tendencia entre los ex reclusos a las interpretaciones sentimentales sobre algunos de aquellos a quienes habían conocido. Además, en un lugar donde la amabilidad brillaba por su ausencia incluso pequeños actos de decencia humana adquirían proporciones monumentales. La verdad, como en todo, residía probablemente en la zona gris entre lo que Bill y Long habían contado. Yo había visto la reacción de Andy Kellog a las preguntas sobre los abusos padecidos. Quizá Merrick consiguió tranquilizarlo a veces, pero no dudaba de que en otras ocasiones fracasó en su intento, y de resultas de ello Andy había padecido.

– En segundo lugar, en cuanto al tatuaje que ha mencionado el chico, es posible que esté buscando a un militar. Suena a alguien que haya estado en el ejército.

– ¿Tiene idea de por dónde podría empezar?

– El detective no soy yo -respondió Long-. Pero si lo fuera, quizá miraría hacia el sur. En Fort Campbell, tal vez. Las tropas aerotransportadas.

Entonces se marchó y su mole se adentró en la prisión propiamente dicha.

– ¿Y eso a qué ha venido? -preguntó Aimee.

No contesté. Fort Campbell, situado justo en la frontera entre Kentucky y Tennessee, albergaba la 101 División Aerotransportada.

Las Águilas Gritadoras.

Nos separamos en el aparcamiento. Di las gracias a Aimee por su ayuda y le pedí que si había algo que yo pudiera hacer por Andy Kellog me lo dijera.

– Ya sabe la respuesta -contestó-. Encuentre a esos hombres, y avíseme cuando lo haga. Recomendaré al peor abogado que conozco.

Intenté esbozar una sonrisa. Se desvaneció entre mi boca y mis ojos. Aimee supo lo que pensaba.

– Frank Merrick -dijo.

– Sí, Merrick.

– Creo que más vale que los encuentre antes que él.

– Podría dejárselos a él sin más -comenté.

– Podría, pero esto no sólo le concierne a él, ni siquiera a Andy. En este caso se tiene que hacer justicia. Alguien debe rendir cuentas en público. Han estado involucrados otros niños. Es necesario encontrar una manera de ayudarlos también a ellos, o ayudar a los adultos en que se han convertido. No podremos hacerlo si Frank Merrick localiza y mata a esos hombres. ¿Conserva mi tarjeta?

La busqué en mi cartera. Allí estaba. La golpeteó con el dedo.

– Si se mete en algún lío, llámeme.

– ¿Y por qué piensa que puedo meterme en un lío?

– Es usted un reincidente, señor Parker -explicó ella mientras subía al coche-. Lo suyo son los líos.

19

Encontré al doctor Robert Christian alterado e incómodo cuando lo visité inesperadamente en su consulta a mi regreso de Warren; aun así, accedió a concederme unos minutos de su tiempo. Al llegar, vi un coche patrulla aparcado enfrente; en el asiento de atrás había un hombre con la cabeza apoyada contra la rejilla que dividía el interior del coche, y por la posición de las manos era obvio que iba esposado. Un policía hablaba con una mujer de más de treinta años que movía sin cesar la cabeza entre los tres puntos de un triángulo formado por el agente, los dos niños sentados en un enorme Nissan 4x4 a su derecha, y el hombre retenido en la parte de atrás del coche patrulla. Agente, niños, hombre. Agente, niños, hombre. Se notaba que había estado llorando. Sus hijos seguían llorando.

– Ha sido un día muy duro -dijo Christian mientras cerraba la puerta de su despacho y se desplomaba en la silla detrás de su mesa-, y todavía no he comido.

– ¿Por culpa de ese tipo de ahí fuera?

– En realidad no puedo hablar de ello -contestó Christian, y de inmediato cedió un poco-. En nuestro trabajo no hay nada fácil, pero entre lo más difícil, y lo que requiere mayor delicadeza, está el momento en que una persona se ve obligada a enfrentarse a las acusaciones que pesan contra ella. Hace un par de días hubo un interrogatorio policial, y hoy la madre y los hijos han llegado aquí para una sesión con nosotros y se han encontrado con el padre, que los esperaba fuera. La gente reacciona cada una de manera distinta a los cargos de abusos: incredulidad, negación, rabia. Pero rara vez tenemos que llamar a la policía. Esto ha sido… un momento especialmente difícil para todos los implicados.

Empezó a reunir papeles de su escritorio, apilándolos y metiéndolos en carpetas.

– Así pues, señor Parker, ¿en qué puedo ayudarlo? Me temo que no dispongo de mucho tiempo. Dentro de dos horas tengo una reunión en Augusta con el senador Harkness para hablar del tema de las condenas preceptivas, y no la he preparado tan bien como habría deseado.

James Harkness, senador del estado, era un halcón de derechas partidario de la mano dura prácticamente en todos los asuntos que pasaban por él. En los últimos tiempos se había sumado a las voces que más habían clamado a favor de las condenas preceptivas de veinte años para los condenados por agresiones sexuales graves a un menor, e incluso para quienes se declaraban culpables previo acuerdo con el fiscal.

– ¿Está usted a favor o en contra?

– Al igual que la mayoría de los fiscales, estoy en contra, pero eso para los caballeros como el buen senador es algo así como oponerse a la Navidad.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– Muy sencillo: es una concesión a los votantes que hará más mal que bien. Mire, de cada cien denuncias, más o menos la mitad terminará en el sistema judicial. De esas cincuenta se presentarán cargos en cuarenta casos. De esos cuarenta, treinta y cinco terminarán en un pacto, cinco irán a juicio; y de esos cinco, habrá dos condenas y tres absoluciones. Así pues, de las cien denuncias iniciales podemos registrar quizás a treinta o cuarenta agresores sexuales y seguirles el rastro.

»En el caso de las condenas preceptivas, los supuestos agresores no tendrán incentivos por declararse culpables. Les dará lo mismo arriesgarse a ir a juicio, y en general los fiscales prefieren no ir a juicio o no llegar a los tribunales por denuncias de abusos a menos que el caso sea muy sólido. El problema para nosotros, como ya le dije la otra vez que nos vimos, es que puede ser muy difícil proporcionar la clase de prueba necesaria para garantizar una condena en un juzgado de lo penal. Por tanto, si se introduce la condena preceptiva, existen muchas probabilidades de que escape de las redes del sistema un mayor número de agresores. No podremos incluirlos en nuestros registros, y volverán a hacer lo que venían haciendo hasta que alguien vuelva a arrestarlos. Las condenas preceptivas permiten a los políticos mostrarse inflexibles ante la delincuencia, pero en esencia son contraproducentes. Aunque, para serle sincero, me sería más fácil hacérselo entender a un chimpancé que convencer a Harkness.

– A los chimpancés no les preocupa la reelección -dije.

– Yo con los ojos cerrados votaría antes a un chimpancé que a Harkness. Al menos el chimpancé puede evolucionar en un momento dado. En fin, señor Parker, ¿ha hecho algún progreso?

– Alguno. ¿Qué sabe de Galaad?

– Como supongo que no está poniendo a prueba mis conocimientos acerca de trivialidades bíblicas -contestó-, deduzco que se refiere a la comunidad de Galaad y a «los hijos de Galaad».

Me ofreció un resumen de lo sucedido, no muy distinto de lo que yo ya sabía, aunque, en su opinión, la magnitud de los abusos había sido superior a lo que se sospechó en un principio.

– He conocido a algunas de las víctimas y sé de qué hablo. Creo que la mayoría de la gente en Galaad sabía lo que estaba ocurriéndoles a esos niños, y que participaron más hombres de lo que se dijo inicialmente.

»Las familias se desperdigaron después de encontrarse los cadáveres, y ya no se volvió a saber nada de algunas de ellas. Pero a otras se las relacionó con otros casos. Una de las víctimas, la niña cuya declaración llevó a la condena de Mason Dubus, el hombre a quien se consideraba el maestro de ceremonias de los autores de los abusos, hizo lo posible por seguirles el rastro. Dos están en cárceles de otros estados, y los demás han muerto. Dubus es el único que queda vivo, o el único del que tenemos constancia; incluso si han sobrevivido otros que no conocemos, a estas alturas ya son viejos, hombres y mujeres viejos.

– ¿Qué fue de los niños?

– A algunos se los llevaron sus padres o sus tutores cuando se desintegró la comunidad. No sabemos adónde se marcharon. Los que fueron rescatados acabaron con familias adoptivas. A un par los acogió Good Will Hinckley.

Good Will Hinckley era una institución sita cerca de la Interestatal 95. Proporcionaba un entorno familiar y escolarización a chicos de edades comprendidas entre doce y veintiún años que habían sufrido abusos deshonestos, no tenían hogar o habían padecido los efectos del consumo de drogas o alcohol, ya fuera de manera directa o como resultado de las adicciones de un miembro de su familia. Existía desde finales del siglo XIX, y cada año conseguía la titulación de nueve o diez de los chicos mayores que, de lo contrario, habrían acabado en la cárcel o bajo tierra. No era de extrañar que algunos de los niños de Galaad hubiesen ido a parar allí. Probablemente era lo mejor que podía pasarles dadas las circunstancias.

– ¿Cómo pudo suceder una cosa así? -pregunté-. Es decir, la escala, por lo visto, fue casi increíble.

– Era una comunidad aislada y hermética en un estado lleno de comunidades aisladas y herméticas -explicó Christian-. Por lo que ahora sabemos, parece asimismo que las principales familias involucradas ya se conocían antes de llegar a Galaad, y habían trabajado juntas o mantenido el contacto durante varios años. En otras palabras, ya existía una estructura establecida que habría facilitado la clase de abusos que tuvieron lugar allí. Existía una clara división entre las cuatro o cinco familias centrales y las que llegaron más tarde: las mujeres no se trataban entre sí, los niños no jugaban entre sí, y los hombres se mantenían a distancia en la medida de lo posible, salvo en aquellas ocasiones en que el trabajo los obligaba a estar juntos. Los autores de los abusos sabían exactamente lo que hacían, e incluso es posible que estuvieran en connivencia con otros que compartían sus gustos, de manera que siempre tenían a su disposición presas nuevas. Era una situación de pesadilla, pero en Galaad había algo que la exacerbó, no sé si llamarlo mala suerte, lugar propicio, ocasión aciaga o, para no darle más vueltas, pura y simple maldad. También debe tenerse en cuenta el hecho de que por entonces la gente no era tan consciente de la existencia de abusos deshonestos a menores como lo es ahora. Hasta que en 1961 un médico llamado Henry Kempe escribió un artículo titulado «El síndrome del niño maltratado» y desencadenó una revolución sobre los abusos a menores, pero ese artículo se concentraba sobre todo en los malos tratos físicos, y a principios de la década de los setenta, cuando yo inicié mis estudios, apenas se mencionaban los abusos sexuales. Entonces llegó el feminismo, y la gente empezó a hablar con las mujeres y los niños sobre los abusos. En 1977, Kempe publicó «Abusos sexuales: otro problema pediátrico oculto», y probablemente por esas fechas nació la conciencia de que era un problema real que debía afrontarse.

»Por desgracia, podría decirse que el péndulo se desplazó demasiado en dirección contraria. Creó un clima de recelo permanente, pues el deseo de abordar el problema iba muy por delante de las posibilidades reales de la ciencia. Había entusiasmo, pero no suficiente escepticismo. Eso provocó un retroceso, y en los años noventa disminuyeron las denuncias. Ahora parece que hemos alcanzado cierto equilibrio, aunque aún nos concentremos a veces en los abusos sexuales a costa de otra clase de malos tratos. Se calcula que el veinte por ciento de los niños han sufrido abusos sexuales antes de llegar a la vida adulta, pero las consecuencias del abandono a largo plazo y los malos tratos físicos son en realidad mucho más graves. Por ejemplo, un niño que ha sufrido malos tratos y abandono tiene muchas más probabilidades de adoptar un comportamiento delictivo al crecer que un niño que ha sufrido abusos sexuales. Entretanto, sabemos por los datos que es más probable que los autores de abusos sexuales a menores hayan sido antes ellos mismos víctimas de abusos sexuales, pero la mayoría de los pederastas no han sufrido abusos sexuales. Y eso es todo -concluyó-. Ya le he dado la conferencia. Y ahora, dígame, ¿a qué viene su curiosidad por Galaad?

– A Daniel Clay también le interesaba Galaad. Pintó cuadros del lugar. Alguien me comentó que incluso entrevistó a Mason Dubus, y es posible que tuviera la intención de escribir un libro sobre lo sucedido allí. A eso se une la circunstancia de que su coche apareció abandonado en Jackman, y Galaad no está lejos de Jackman. Por lo visto, uno de los antiguos pacientes de Clay también sufrió abusos en Galaad o cerca de allí a manos de unos hombres con máscaras de pájaros. Todo esto me parece más que una serie de coincidencias.

– Probablemente no deba extrañarnos que Clay sintiera curiosidad por Galaad -comentó Christian-. Casi todos los profesionales de nuestra especialidad radicados en Maine han examinado en un momento u otro el material disponible, y varios de ellos han entrevistado a Dubus, yo incluido. -Se detuvo a pensar un momento-. No recuerdo ninguna descripción de Galaad en las historias clínicas relacionadas con Clay, aunque sí se mencionaban entornos rurales. Algunos de los niños alcanzaron a ver árboles, hierba, tierra. Había también similitudes en las descripciones del lugar en que padecieron los abusos: paredes desnudas, un colchón en el suelo, esas cosas. No obstante, la mayoría de las víctimas tuvieron los ojos vendados durante la mayor parte del tiempo, de modo que hablamos de imágenes fugaces, nada más.

– ¿Es posible que esos hombres se sintieran atraídos por Galaad debido a lo que ocurrió allí en el pasado? -pregunté.

– Es posible -respondió Christian-. Tengo un amigo que trabaja en prevención de suicidios. Habla de «aglutinador de entornos», que son los lugares que los suicidas eligen en gran medida porque otros han conseguido quitarse la vida allí. Un suicidio propicia otro, o genera un estímulo para cometerlo. Análogamente, podría ser que un lugar que se ha convertido en sinónimo de abusos a menores atrajese a otros autores de abusos, pero sería correr un riesgo muy grande.

– ¿Podría ser el riesgo parte de esa atracción?

– Quizás. He pensado mucho al respecto desde que vino usted a verme. Es un caso fuera de lo común. Da la impresión de que se trata de abusos cometidos por desconocidos a una escala considerable, lo que en sí mismo es poco habitual. Es raro que los niños, a diferencia de los adultos, sean víctimas de desconocidos. Los abusos en el ámbito familiar alcanzan el cincuenta por ciento de los actos perpetrados contra chicas, y entre el diez y el veinte por ciento de los perpetrados contra chicos. En general, además, los autores de abusos no incestuosos se dividen en seis categorías basadas en tres grados de intensidad: desde aquellos que tienen a menudo contacto no sexual con niños hasta agresores sádicos que rara vez tienen un contacto no sexual con ellos. Éstos son los que normalmente verán a niños desconocidos como víctimas, pero el grado de violencia infligida a los niños que mencionaron las máscaras de pájaros era mínimo. De hecho, sólo una niña recordaba una agresión física seria, y dijo que el autor…, que empezó a asfixiarla hasta el punto de que ella casi perdió el sentido…, fue reprendido por los demás de inmediato. Eso es indicio de un alto grado de control. Estos hombres no eran autores de abusos corrientes, ni mucho menos. Había planificación, cooperación y, por falta de una palabra mejor, contención. Considerando estos elementos, lo ocurrido resulta especialmente perturbador.

– ¿Está usted seguro de que no se han producido denuncias parecidas desde la desaparición de Clay?

– ¿Quiere decir denuncias de abusos comparables a esas descripciones? Bueno, estoy tan seguro como es posible estarlo, dada la información disponible. Ésa fue una de las razones por las que las sospechas recayeron en Clay, supongo.

– ¿Podrían haber dejado de cometer abusos esos hombres?

– Lo dudo mucho. Quizás algunos fueron a la cárcel por otros delitos, cosa que explicaría la interrupción de esa práctica, pero aparte de eso, no, no creo que hayan dejado de cometer abusos. Esos hombres son pederastas depredadores. Puede que se haya alterado su pauta de comportamiento, pero sus instintos no habrán desaparecido.

– ¿Y por qué podría haberse alterado su pauta de comportamiento?

– Tal vez ocurriera algo, algo que los asustó o los llevó a tomar conciencia de que el riesgo de atraer la atención era muy alto si seguían cometiendo abusos de esa manera.

– La hija de un tal Frank Merrick dibujó a unos hombres con cabeza de pájaro -dije.

– Y la hija de Merrick sigue desaparecida -apuntó Christian, concluyendo por mí lo que tenía en la cabeza-. Conozco el caso.

– La fecha de la desaparición de Clay coincide más o menos con el periodo en que Lucy Merrick fue vista por última vez -expliqué-. Y usted acaba de decirme que, a partir de ese momento, no hubo más denuncias de abusos a menores perpetrados por hombres con máscaras de pájaro.

– Ninguna que yo sepa -confirmó Christian-. Aunque, como le he dicho, no es fácil localizar a las posibles víctimas. Podría ser que tales abusos siguieran produciéndose sin enterarnos nosotros.

Pero cuantas más vueltas le daba, más sentido le veía. Existía una relación entre la desaparición de Clay y la de Lucy Merrick, y también quizás entre la desaparición de ésta y el hecho de que no se denunciasen más abusos a menores cometidos por hombres con máscaras de pájaro después de eso.

– La muerte de un niño, por ejemplo: ¿habría bastado eso para asustarlos, para disuadirlos de seguir con lo que estaban haciendo? -pregunté.

– Si fue un accidente, sí, es posible -respondió Christian.

– ¿Y si no lo fue?

– Entonces nos encontraríamos ante algo muy distinto: no serían abusos a menores, sino el asesinato de un niño.

Nos quedamos los dos en silencio. Christian hizo unas anotaciones en un cuaderno. Vi que empezaba a oscurecer y que el ángulo de la luz a través de las persianas cambiaba al ponerse el sol. Las sombras semejaban barrotes de una cárcel, y volví a acordarme de Andy Kellog.

– ¿Aún vive Dubus en el estado? -quise saber.

– Tiene una casa cerca de Caratunk. Es un sitio muy aislado. Vive prácticamente preso en su propia casa: lleva un dispositivo de localización por vía satélite en el tobillo, lo medican en un intento de reprimir su impulso sexual, y no tiene acceso a Internet ni a la televisión por cable. Incluso se supervisa su correo, y el registro de llamadas de su línea telefónica está sujeto a control como una de las condiciones de su libertad condicional. Pese a su avanzada edad, sigue siendo un riesgo potencial para los niños. Probablemente sabrá usted que cumplió condena por lo ocurrido en Galaad. Después fue encarcelado en tres ocasiones distintas por, y hablo de memoria, dos cargos de agresión sexual, tres de riesgo de lesiones para un menor, posesión de pornografía infantil y una serie de delitos que se reducían todos a lo mismo. La última vez le cayeron veinte años, conmutados a diez con libertad condicional de por vida para asegurar que viviría bajo un estricto control hasta el final de sus días. De vez en cuando, estudiantes de posgrado o profesionales médicos lo entrevistan. Es un sujeto útil. Es inteligente, y tiene la cabeza lúcida para un hombre de más de ochenta años, y no le importa hablar. No cuenta con muchos más entretenimientos para matar el tiempo, supongo.

– Resulta interesante que se haya quedado tan cerca de Galaad. -Caratunk se hallaba a sólo cincuenta kilómetros al sur de Galaad.

– Creo que nunca ha salido del estado desde que se instaló allí -dijo Christian-. Cuando lo entrevisté, describió Galaad como una especie de paraíso perdido. Repitió los argumentos habituales uno por uno: que los niños poseían una conciencia sexual mayor de la que les atribuíamos; que otras sociedades y culturas veían desde una óptica más favorable la unión entre niños y adultos; que las relaciones en Galaad eran afectuosas y recíprocas. Oigo variaciones de esos temas continuamente. Sin embargo, con Dubus tuve la sensación de que eran una cortina de humo. Es consciente de lo que es, y le gusta. Nunca existió la menor esperanza de rehabilitarlo. Ahora sólo intentamos tenerlo bajo control y lo utilizamos para ahondar en la naturaleza de los hombres como él. En ese sentido nos ha sido útil.

– ¿Y los bebés muertos?

– De eso culpó a las mujeres, aunque se negó a dar nombres.

– ¿Usted le creyó? -Ni por un momento. Él era la figura masculina dominante en la comunidad. Si él personalmente no empuñó el arma que acabó con la vida de aquellos niños, dio la orden de matarlos. Pero, como le he dicho, eran otros tiempos, y no es necesario remontarse muy atrás en la historia para encontrar anécdotas semejantes de hijos de relaciones adúlteras o incestuosas que mueren de la manera más oportuna.

»Con todo, Dubus tuvo suerte de escapar con vida cuando la gente de Jackman descubrió lo que ocurría allí. Tal vez sospechaban ya algo, pero cuando se encontraron los cadáveres…, en fin, entonces cambió todo. Se demolieron muchos edificios del asentamiento. Sólo quedaron en pie un par, junto con la estructura de una iglesia a medio construir. Incluso es posible que eso ya no exista. No lo sé. Hace mucho que no voy, al menos desde que estudiaba.

Llamaron a la puerta del despacho. Entró la recepcionista con un fajo de mensajes y una taza de café para Christian.

– ¿Cómo podría hablar con Mason Dubus? -pregunté.

Christian tomó un largo trago de café al tiempo que se levantaba dirigiendo ya su atención a otros asuntos más acuciantes, como los senadores agresivos que daban más valor a los votos que a los resultados.

– Puedo telefonear al agente responsable de su libertad condicional -contestó mientras me acompañaba a la puerta-. No creo que haya ningún problema para organizar una visita.

Cuando salí, había desaparecido la policía. También el Nissan, pero lo vi minutos después, cuando regresaba a Scarborough, aparcado frente a una panadería. Por la ventanilla me pareció ver a los niños comer pasteles de colores rosa y amarillo que sacaban de una caja. La mujer, de espaldas a mí, tenía los hombros encorvados, y pensé que quizá lloraba.


Todavía me quedaba una visita por hacer ese día. Había estado pensando en el tatuaje mencionado por Andy Kellog y en la hipótesis de Joe Long: que podía ser indicio de que el individuo había pasado por el ejército, quizá por una división aerotransportada. Sabía por experiencia que era difícil seguir el rastro a esa clase de información. La mayor parte de los expedientes relacionados con las hojas de servicio se guardaban en el Registro Central de Historiales de Saint Louis, Missouri, pero aunque pudiera acceder a esa base de datos, lo que ya de por sí era difícil, no me serviría de nada sin una pista sobre la posible identidad del hombre en cuestión. Con una sospecha concreta, habría podido encontrar a alguien que sacara el expediente 201, pero eso implicaba pedir favores desde fuera, y aún no estaba listo para ello. La Administración de Veteranos también daba información con cuentagotas, y eran pocos los que se arriesgarían a perder una plaza de funcionario con pensión pasando expedientes bajo mano a un investigador.

Ronald Straydeer era un indio penobscot de Oldtown que había servido en el cuerpo K-9 durante la guerra de Vietnam. Vivía cerca de Scarborough Downs, junto a una caravana en forma de proyectil que en su día había ocupado Billy Purdue y en la actualidad hacía las veces de centro de reinserción social para balas perdidas, tarambanas y antiguos compañeros de armas que encontraban el camino hasta la puerta de Ronald. Lo habían licenciado del servicio por invalidez tras resultar herido en el pecho y el brazo izquierdo cuando estalló un neumático justo el día que se marchaba de Vietnam. Nunca supe qué le dolió más: si las heridas recibidas o el hecho de verse obligado a dejar allí a su pastor alemán, Elsa, como «excedente militar». Estaba convencido de que los vietnamitas se habían comido a Elsa. Sospecho que los odiaba más por eso que por haberle disparado una y otra vez cuando llevaba el uniforme.

Sabía que Ronald tenía un contacto, un oficial del Servicio Nacional llamado Tom Hyland, que trabajaba con los Veteranos Incapacitados de América, y que había ayudado a Ronald a solicitar una pensión a través de la Administración de Veteranos. Hyland había actuado por poderes en nombre de Ronald cuando éste intentaba abrirse paso por los vericuetos del sistema, y Ronald siempre hablaba de él en los términos más elogiosos. Yo lo había visto una vez, cuando Ronald y él se ponían al día sobre sus respectivas vidas ante una sopa de pescado en el Lobster Shack, junto al parque estatal Two Lights. Ronald me lo había presentado como «hombre honorable», el mayor elogio que yo le había oído conceder a otro ser humano.

En cuanto oficial del Servicio Nacional, Hyland tenía acceso a la hoja de servicios de cualquier veterano que alguna vez hubiese solicitado una pensión por medio de la Administración de Veteranos, incluidos aquellos que hubieran servido en una unidad aerotransportada y tuviesen domicilio en el estado de Maine bien en el momento de alistarse o al reclamar la pensión. A su vez, los Veteranos Incapacitados de América colaboraban con otras organizaciones como los Veteranos del Vietnam de América, la Legión Americana y los Veteranos de Guerras en el Extranjero. Si podía convencer a Ronald para que sondeara a Hyland, y Hyland, a su vez, estaba dispuesto a hacerme un favor, quizá consiguiera una lista de posibles candidatos.

Era casi de noche cuando llegué a la casa de Ronald, me encontré la puerta abierta. Ronald estaba sentado en el salón ante el televisor, rodeado de latas de cerveza, algunas llenas pero en su mayor parte vacías. El televisor reproducía un DVD de un concierto de Hendrix, a muy bajo volumen. El sofá situado frente a él lo ocupaba un hombre en apariencia más joven que Ronald pero infinitamente más desgastado. Para su edad, Ronald Straydeer se conservaba bien, con sólo un asomo de gris en el pelo oscuro y corto, y un cuerpo que aún no delataba los efectos de la avanzada mediana edad gracias al duro ejercicio físico. Era corpulento, pero más grande aún era su amigo, un hombre con barba de tres días y el pelo cayéndole en bucles amarillos y castaños. Además, llevaba un colocón de cuidado. A mí sólo con el olor a hierba que flotaba en el aire ya me daba vueltas la cabeza. Ronald parecía un poco más entero, pero era sólo cuestión de tiempo que sucumbiese a aquellos vapores.

– Hombre -dijo su compinche-, menos mal que no eres poli.

– Sería de ayuda echar el cerrojo -comenté-, o al menos cerrar la puerta. Así les resulta más difícil entrar.

El amigo de Ronald asintió sabiamente.

– Gran verdad -coincidió-. Graaan verdad.

– Éste es mi amigo Stewart -dijo Ronald-. Fui compañero de su padre en el ejército. Stewart aquí presente luchó en la primera del Golfo. Hablábamos de los viejos tiempos.

– Una pasada -dijo Stewart. Entonces levantó su cerveza-. Por los viejos tiempos.

Ronald me ofreció una cerveza, pero no la acepté. Abrió otra Silver Bullet y casi la apuró antes de apartársela de los labios.

– ¿Qué puedo hacer por ti? -preguntó.

– Busco a alguien -contesté-. Es posible que haya estado en el ejército. Lleva un tatuaje de un águila en el brazo derecho y tiene afición por los niños. He pensado que si a ti no te suena de nada, quizá podrías preguntar por ahí o ponerte en contacto con ese amigo tuyo del Servicio Nacional, Hyland. El individuo del que te hablo es un mal bicho, Ronald. Si no, no te lo pediría.

Ronald reflexionó por un momento. Stewart entornó los ojos en un esfuerzo por concentrarse en la conversación.

– Un hombre al que le gustan los niños no andaría pregonándolo por ahí -comentó Ronald-. No recuerdo haber oído hablar de nadie con esas tendencias. El tatuaje del águila reduce un tanto las posibilidades. ¿Cómo sabes que lo tiene?

– Un niño se lo vio en el brazo. El hombre iba enmascarado. El tatuaje es la única pista que tengo de su identidad.

– ¿Ese niño llegó a ver los años?

– ¿Los años?

– Los años de servicio. Si prestó servicio, aunque sólo fuese limpiando letrinas, sin duda añadió los años.

No recordaba que Andy Kellog hubiese mencionado números tatuados debajo del águila. Pensé en pedirle a Aimee Price que se lo consultara.

– ¿Y si no hay años?

– Entonces probablemente no prestó servicio -se limitó a decir Ronald-, y el tatuaje es puro alarde.

– De todos modos, ¿lo preguntarás por ahí?

– Lo haré. Tal vez Tom sepa algo. Es una persona muy seria, pero ya sabes, si hay niños por medio…

Entretanto, Stewart se había levantado e inspeccionaba los estantes de Ronald balanceándose, con un porro recién encendido entre los labios, al son casi inaudible de la música de Hendrix. Encontró una fotografía y se volvió hacia Ronald. Era una instantánea de Ronald de uniforme, en cuclillas al lado de Elsa.

– Eh, Ron, tío, ¿ésta era tu perra? -preguntó Stewart.

Ronald ni siquiera tuvo que darse la vuelta para saber a qué se refería.

– Sí -contestó-. Ésa es Elsa.

– Una perra preciosa. Es una lástima lo que le pasó. -Agitó la fotografía en dirección a mí-. Se le comieron la perra, ¿lo sabías? Se le comieron nada menos que la perra.

– Lo sé -respondí.

– En serio, ¿qué clase de chusma va y se come al perro de un hombre? -Una lágrima asomó en uno de sus ojos y rodó por la mejilla-. Todo junto es una puta vergüenza.

Y lo era.

20

Merrick había declarado a la policía que dormía en su coche casi todas las noches, pero no le creyeron, y yo tampoco. Por eso encargué a Ángel que lo siguiera al salir de la cárcel. Según Ángel, Merrick se había subido a un taxi en la parada de la estación de autobuses; luego había tomado una habitación en un motel al lado de las galerías comerciales Maine y corrido las cortinas, aparentemente para dormir. Sin embargo, no había ni rastro del coche rojo en el motel, y cuando, pasadas seis horas, Merrick seguía sin dar señales de vida, Ángel decidió averiguar qué ocurría. Compró una pizza, la llevó al motel y llamó a la puerta de la habitación de Merrick. Al no recibir respuesta entró por la fuerza y descubrió que Merrick se había ido. En el motel también había un coche patrulla, enviado probablemente por la misma razón que Ángel, pero el agente no había tenido más suerte que él.

– Sabía que era muy posible que lo siguieran -dijo Ángel. Louis y él estaban sentados en mi cocina, y Walter, que había vuelto una vez más de casa de los Johnson, olfateaba los pies de Ángel y le mordisqueaba las puntas de los cordones-. Debía de haber tres o cuatro maneras distintas de salir de allí. Por eso mismo lo eligió.

Aquello no me sorprendió demasiado. Dondequiera que se hubiese escondido Merrick antes de su detención, no era un motel al lado de un centro comercial. Telefoneé a Matt Mayberry para averiguar si había encontrado algo útil.

– He estado muy ocupado, de lo contrario te habría llamado yo mismo -se disculpó Matt cuando por fin conseguí acceder a él. Me explicó que al principio se había concentrado en los asesores tributarios de la ciudad de Portland y alrededores, y que luego había ampliado la búsqueda a cien kilómetros a la redonda-. De momento he encontrado dos propiedades. Una en Saco, pero sigue inmovilizada a causa de un litigio después de casi cuatro años. Por lo visto, el ayuntamiento hizo público un aviso de venta inminente por embargo de las propiedades de un hombre de mediana edad mientras éste estaba en tratamiento por cáncer; luego, sin previo aviso, llevó a cabo la subasta, supuestamente antes de tiempo. Pero no te pierdas el detalle: cuando él se negó a abandonar su casa al ser dado de baja del hospital, le mandaron una unidad del grupo de operaciones especiales para sacarlo de allí a la fuerza. ¡El pobre hombre ni siquiera tenía pelo! ¿Qué demonios os pasa en Maine? Ahora mismo el asunto va camino del Tribunal Supremo, pero avanza al paso de un tortuga artrítica. Tengo copias de la documentación previa al proceso, pero no te serán de gran ayuda.

– ¿Cuál es la participación de Eldritch en eso?

– Es el propietario registrado, en fideicomiso. Aun así, hice un par de indagaciones más sobre él y encontré su nombre relacionado con diversas ventas de propiedades desde aquí hasta California, pero todas son referencias antiguas, y cuando les seguí la pista, el título de propiedad había cambiado otra vez. Las ventas en Maine son las más recientes con diferencia, y, bueno, no coinciden con la pauta de las anteriores.

– ¿En qué sentido?

– Verás, no me atrevería a jurarlo, pero da la impresión de que al menos una parte de los negocios de Eldritch reside, o residía, en proporcionar propiedades a individuos o compañías que no querían aparecer inscritos como propietarios. Pero, como te he dicho, la mayoría de las referencias que he encontrado son prehistóricas, lo que me induce a pensar que desde entonces Eldritch ha desplazado sus intereses a otras actividades, o ya no lo hace tanto como antes, o sencillamente ha aprendido a borrar mejor sus huellas. Algunas de esas propiedades han dejado un rastro de papel que ni te imaginas, lo que podría ser una forma de camuflar el hecho de que, pese a la nebulosa de ventas y traspasos adicionales, el propietario real del lugar en cuestión seguía siendo el mismo. Pero eso sólo es una sospecha, y haría falta todo un equipo de expertos con mucho tiempo disponible para demostrarlo.

»Yo diría que la venta de Saco fue una equivocación. Quizás Eldritch había recibido instrucciones de localizar una propiedad para un cliente, y ésta parecía un chollo, pero luego el negocio se fue a pique porque el ayuntamiento lo hizo todo mal. Aunque probablemente se debió sólo a un cruce de cables, la cuestión es que Eldritch se vio atrapado en la clase de cenagal jurídico que, por lo visto, había conseguido eludir a base de dedicarle mucho tiempo y esfuerzo.

»Lo que nos lleva a la segunda propiedad, adquirida unas semanas después de izarse las banderas negras por la venta de Saco. Está cerca de un pueblo llamado Welchville. ¿Te suena de algo?

– Vagamente. Creo que está entre Mechanic Falls y Oxford.

– Donde sea. Ni siquiera pude encontrarlo en un mapa corriente.

– No es la clase de sitio que la gente incluye en los mapas corrientes. Allí no hay gran cosa. Ni siquiera hay gran cosa en Mechanic Falls, y en comparación con Welchville parece una metrópolis.

– Pues recuérdame que no mire allí cuando busque un lugar de retiro. La cuestión es que al final lo encontré. La propiedad está en Sevenoaks Road, cerca de Willow Brook. En efecto, no parece que haya gran cosa por allí, lo cual encaja con lo que acabas de decirme, así que no debería ser difícil localizarla. Es el número 1180. No sé qué fue del 1 hasta el 1179, pero supongo que estarán por algún sitio. En lo que se refiere a Maine, sólo hay esas dos propiedades. Si quieres que amplíe la búsqueda, necesitaría más tiempo del que dispongo, así que tendría que encargárselo a otra persona y puede que no trabaje de balde como yo.

Dije a Matt que ya se lo confirmaría, pero en principio la propiedad de Welchville parecía un buen punto de partida. Welchville estaba a una distancia idónea de Portland: relativamente cerca, con lo que la ciudad y sus aledaños eran muy accesibles, y a la vez lo bastante lejos para ofrecer privacidad e incluso un escondite si era necesario. En lugares como Welchville y Mechanic Falls, la gente no andaba metiendo la nariz en los asuntos de los demás, no a menos que alguien les diese un motivo para ello.

Había oscurecido, pero eso ya nos convenía. Era más sensato aproximarse a la casa de Welchville al amparo de la noche. Si Merrick estaba allí, existía alguna posibilidad de que no nos viera acercarnos. Pero también me interesaba la fecha en que Eldritch había adquirido la casa. Por entonces Merrick estaba en la cárcel, y aún faltaba mucho tiempo para su puesta en libertad; por tanto, o bien Eldritch planeaba las cosas con mucha antelación, o la casa se adquirió con otros fines. Según Matt, Eldritch seguía siendo el propietario registrado, pero no me lo imaginaba pasando mucho tiempo en Welchville, lo cual planteaba una duda: ¿quién había estado usando la casa durante los últimos cuatro años?

Cogimos el Mustang, nos alejamos de la costa, bordeamos Auburn y Lewiston hasta dejar atrás las poblaciones de mayor tamaño y entrar en el Maine rural, pese a estar cerca de la ciudad más grande del estado. Puede que Portland hubiese iniciado un proceso de expansión descontrolado, engullendo a comunidades más pequeñas y amenazando la identidad de otras, pero allí era como si la ciudad estuviese a cientos de kilómetros. Parecía otro mundo, un mundo de carreteras estrechas y casas dispersas, pueblos pequeños de calles vacías, donde el retumbo de los camiones al pasar y el ruido de algún que otro coche perturbaban la paz reinante, e incluso éstos eran menos frecuentes a medida que nos alejábamos hacia el oeste. De vez en cuando veíamos una hilera de farolas, iluminando un tramo de carretera que en apariencia era idéntico al resto y sin embargo, por alguna razón, merecía un toque personal por cortesía del condado.

– ¿Por qué? -preguntó Ángel.

– Por qué ¿qué? -dije.

– ¿Por qué alguien querría vivir aquí?

Acabábamos de dejar la 495 y Ángel, sentado en el asiento de atrás con los brazos cruzados como un niño enfurruñado, ya ansiaba las luces de la ciudad.

– No todo el mundo quiere vivir en la ciudad.

– Yo sí.

– Aun así, no todo el mundo quiere vivir cerca de gente como tú.

La Carretera 121 atravesaba tortuosamente Minot y Hackett Mills y después llegaba ya a Mechanic Falls, poco antes del cruce con la 26. Faltaba más o menos un kilómetro. A mi lado, Louis sacó la Glock de entre los pliegues de su abrigo. Detrás oí el revelador chasquido de una corredera al desplazar un cartucho a la recámara. Si vivía alguien en Sevenoaks Road, ya fuera Merrick o un desconocido, no cabía esperar que le complaciese vernos.

La casa se encontraba a cierta distancia de la carretera, de modo que no la vimos hasta que casi nos la habíamos pasado. La observé por el espejo retrovisor: una vivienda sencilla, de una sola planta, con una puerta central y dos ventanas, una a cada lado. No estaba en exceso deteriorada ni mejor conservada de lo normal. Simplemente estaba… allí.

Pasamos de largo y seguimos cuesta arriba hasta que tuve la certeza de que el ruido del motor habría dejado de oírse en la casa. Nos detuvimos y esperamos. No vimos más coches en la carretera. Finalmente, cambié de sentido y, bajando en punto muerto por la pendiente, frené cuando la casa no estaba aún a la vista. Estacioné en el arcén y recorrimos a pie el resto del camino.

En la casa no había ninguna luz encendida. Mientras Louis y yo esperábamos, Ángel examinó el perímetro por si había lámparas nocturnas que se activaran con el movimiento. No encontró ninguna. Después de circundar la casa nos hizo una seña a Louis y a mí con la linterna, tapando el haz con la mano para que lo viéramos sólo nosotros. Nos acercamos a él.

– No hay alarma -dijo-, o al menos yo no la he visto.

Era lógico. Quienquiera que utilizase aquella casa, ya fuese Merrick o la persona que lo financiaba, no desearía proporcionar a la policía una excusa para dejarse caer por allí cuando estuviese vacía. Además, el número de robos en la zona seguramente podía contarse con los pulgares de una mano.

Nos aproximamos más a la casa. Vi que el tejado de pizarra había sido reparado en fecha reciente, quizás en los últimos dos años, pero la pintura exterior estaba resquebrajada y dañada aquí y allá. La maleza había invadido buena parte del jardín, pero no hacía mucho que se había cubierto de grava el camino de acceso, y disponía de un espacio sin hierba para estacionar uno o dos coches. El garaje, a un lado de la casa, tenía una cerradura nueva en la puerta. El edificio no había sido repintado, pero tampoco parecía necesitar urgentemente alguna reparación. En otras palabras, habían hecho todo lo que se requería para mantener la propiedad habitable, pero no más. Nada llamaba la atención, nada atraía segundas miradas. Era anodina como sólo puede serlo algo que se pretende que pase inadvertido.

Examinamos la casa una vez más, evitando la grava y sin salirnos de la hierba a fin de amortiguar el ruido de nuestras pisadas, pero dentro no se advertía la menor señal de presencia alguna. Ángel tardó unos minutos en abrir la puerta de atrás con ayuda de una ganzúa, lo que nos permitió entrar en una cocina pequeña con estantes y armarios vacíos y un frigorífico cuya única función era añadir en apariencia un reconfortante zumbido a la casa, por lo demás silenciosa. El cubo de la basura reveló los restos de un pollo asado y una botella de agua vacía. A juzgar por el olor, el pollo llevaba allí un tiempo. Había asimismo un paquete arrugado de tabaco American Spirit, la marca de Merrick.

Salimos al pasillo. Ante nosotros vimos la puerta de entrada. A la izquierda había un dormitorio pequeño sin más muebles que un gastado sofá cama y una mesita. El borde de una sábana de color hueso asomaba de las entrañas del sofá, como único destello de claridad en aquella penumbra. Junto al dormitorio se hallaba la principal zona de estar, sin un solo mueble. Estanterías empotradas ocupaban los huecos a ambos lados de la chimenea apagada, pero el único libro presente era una raída Biblia encuadernada en piel. La cogí y la hojeé; que yo viera, no contenía marcas ni anotaciones, ni nombre en el frontispicio indicando la identidad del dueño.

Ángel y Louis habían pasado a las habitaciones de la derecha: un cuarto de baño, que en otro tiempo quizá cumplió la función de segundo dormitorio, ahora también vacío excepto por los caparazones de insectos atrapados en los restos de las telarañas del verano anterior igual que los adornos de un árbol de Navidad que no se retiran pasada la fecha; y un comedor identificable como tal por las marcas de una mesa y unas sillas en el polvo, único indicio de su antiguo cometido, como si los muebles hubiesen desaparecido sin intervención humana, esfumándose en el aire como el humo.

– Mirad -dijo Ángel desde el pasillo.

Enfocaba con la linterna una trampilla en el suelo cerca de una pared lateral de la casa. Un cerrojo impedía el paso, pero no por mucho tiempo. Ángel se ocupó de la cerradura y luego levantó la trampilla mediante una argolla de latón engastada en la madera. Apareció un tramo de escalera que se perdía de vista en la oscuridad. Ángel, aún agachado, me miró como si yo fuera el culpable.

– ¿Por qué tiene que estar todo bajo tierra? -susurró.

– ¿Por qué hablas en susurros? -contesté.

– Mierda -dijo Ángel en voz alta-. Nada me saca más de quicio que hablar así.

Louis y yo nos arrodillamos a su lado.

– ¿Hueles eso? -preguntó Louis.

Olfateé. Abajo el aire tenía un olor parecido al de los restos del pollo en el cubo de la basura, pero era un tufillo muy ligero, como si algo se hubiese descompuesto allí y lo hubiesen sacado hacía mucho tiempo, y sólo quedara el recuerdo de su podredumbre atrapado en la quietud.

Bajé yo primero, seguido de Ángel. Louis se quedó arriba por si alguien se acercaba a la casa. A primera vista, el sótano parecía aún más vacío que el resto de las habitaciones. No había herramientas en las paredes, ni bancos donde trabajar, ni cajas almacenadas, ni reliquias desechadas de antiguas vidas descansando olvidadas bajo la casa. En lugar de eso contenía sólo una escoba, apoyada contra una pared, y un hoyo en el suelo de tierra ante nosotros, quizá de un metro y medio de diámetro y uno ochenta de profundidad. Tenía los lados revestidos de ladrillo y el fondo cubierto de esquirlas de pizarra rota.

– Parece un antiguo pozo -comentó Ángel.

– ¿Quién va a construir una casa encima de un pozo?

Husmeó el aire.

– El olor viene de ahí abajo. Podría haber algo enterrado debajo de las piedras.

Cogí la escoba y se la di. Se agachó y hurgó entre los fragmentos de pizarra, pero saltaba a la vista que tenían sólo unos centímetros de profundidad. Debajo había hormigón macizo.

– Mmm -dijo-. ¡Qué raro!

Pero yo ya no escuchaba, porque había descubierto que el sótano no estaba tan vacío como parecía en un principio. Detrás de la escalera, en un rincón, casi invisible entre las sombras, vi un enorme armario de roble, de madera vieja y muy oscura, casi negra. Lo iluminé con la linterna y advertí la recargada ornamentación, un relieve en filigrana de hojas y enredaderas, hasta el punto de que, más que un mueble labrado por un hombre, parecía parte de la propia naturaleza, petrificada en su actual forma. Los tiradores de las puertas eran de cristal tallado y en el ojo de la cerradura brillaba una pequeña llave de latón. Enfoqué con el haz de luz las paredes del sótano, intentando entender cómo habían conseguido bajar el armario hasta allí. La trampilla y la escalera eran demasiado estrechas. En algún momento del pasado tal vez hubo puertas de acceso al sótano desde el jardín, pero no alcanzaba a imaginar dónde podían haber estado. Eso creaba la inquietante sensación de que, por algún motivo, el sótano se había construido en torno a aquel viejo mueble de roble oscuro, sin más finalidad que proporcionarle un lugar sombrío y silencioso donde descansar.

Alargué la mano hacia la llave. Pareció vibrar ligeramente entre mis dedos. Apoyé la mano en la madera. También temblaba. El movimiento parecía provenir no sólo del propio armario sino también del suelo bajo mis pies, como si debajo de la casa, a gran profundidad, una máquina enorme rechinara y palpitara con un fin desconocido.

– ¿Sientes eso? -pregunté, pero Ángel estaba cerca y a la vez era una mota a lo lejos, como si el espacio y el tiempo se hubieran distorsionado momentáneamente. Lo vi examinar el hoyo en el suelo del sótano, tanteando todavía los fragmentos de pizarra en busca de alguna pista sobre el origen de aquel olor, pero cuando hablé pareció no oírme e incluso a mí me sonó débil mi voz. Hice girar la llave. Se oyó un sonoro chasquido en la cerradura, demasiado sonoro para un mecanismo tan pequeño. Agarré un pomo con cada mano y tiré: las puertas se abrieron en silencio y sin oponer resistencia hasta revelar el contenido.

Algo se movió dentro. Asustado, retrocedí de un salto y casi tropecé. Levanté la pistola, sosteniendo la linterna en alto y apartada del arma, y por un momento el reflejo de la luz me cegó.

Tenía ante mí mi propia imagen, deformada y ennegrecida. Un pequeño espejo dorado colgaba en el fondo del armario. Debajo había compartimentos para zapatos y ropa interior, todos integrados en el armazón del armario y todos vacíos, y separaba las dos secciones una tabla de madera horizontal, que quedaba casi oculta por un conjunto de objetos en apariencia inconexos: unos pendientes de plata, con piedras rojas engastadas; una alianza nupcial de oro, con una fecha grabada en el interior («18 de mayo de 1969»); un coche de juguete, estropeado, probablemente de los años cincuenta, con la pintura roja casi totalmente desprendida del todo; un desvaído retrato de una mujer en un guardapelo de poca monta; un pequeño trofeo de un campeonato de bolos sin fecha ni el nombre del ganador; un libro de poemas infantiles encuadernado en tela y abierto por la portadilla, en la que se leía «Para Emily, con cariño de mamá y papá, Navidad de 1955», escrito con una letra tosca y entrecortada; una aguja de corbata; un viejo single de Carl Perkins, con su autógrafo en el propio disco; un collar de oro, con la cadena rota como si se lo hubieran arrancado de un tirón a quien lo llevara puesto, y una cartera, vacía salvo por una fotografía de una joven luciendo el birrete y la toga de recién graduada.

Pero estos objetos, pese a que todo en ellos inducía a pensar que en algún momento sus dueños los habían guardado como tesoros, eran simples distracciones. Fue el espejo lo que en realidad atrajo mi atención. La superficie reflectante estaba muy dañada, por efecto del fuego o de alguna otra fuente de calor intenso, hasta el punto de que en el centro asomaba el dorso de madera. El cristal se había combado, y en los bordes presentaba manchas parduzcas y negras, aunque no se había resquebrajado y la madera, detrás, no estaba chamuscada. El calor aplicado para causar semejantes daños era tal que el espejo simplemente se había fundido, y sin embargo el tablero que había de fondo había quedado indemne.

Tendí la mano para tocarlo, pero me detuve. Yo había visto antes ese espejo, y de pronto supe quién manipulaba a Frank Merrick. Se me encogió el estómago y me sobrevino una náusea repentina. Puede que incluso hablase, pero las palabras no debieron de tener sentido. Una sucesión de imágenes desfiló atropelladamente por mi cabeza, recuerdos de una casa.

«Esto no es una casa. Esto es un hogar.»

Símbolos en una pared de una vivienda abandonada mucho tiempo atrás, revelados sólo cuando el papel empezó a desprenderse y a colgar en el pasillo como grandes lenguas. Un hombre con un abrigo raído, el pantalón manchado y la suela de uno de los zapatos casi suelta, exigiendo el pago de una deuda contraída por otra persona a quien se creía muerta desde hacía mucho tiempo.

«Éste es un mundo viejo y perverso.»

Y un espejo pequeño y dorado, sostenido por aquel hombre con los dedos amarillentos a causa de la nicotina, y en él la imagen reflejada de una figura gritando, que habría podido ser yo o habría podido ser otro.

«Estaba condenado, y su alma se ha perdido…»

Ángel apareció a mi lado, mirando los objetos del armario con cara de incomprensión.

– ¿Qué es? -preguntó.

– Una colección -contesté.

Se acercó e hizo ademán de coger el coche de juguete. Levanté la mano.

– No lo toques. No toques nada. Tenemos que salir de aquí. Ahora mismo.

Y entonces vio el espejo. -¿Qué le pasó a…?

– Es de la casa Grady -dije.

Retrocedió espantado, y luego miró por encima del hombro esperando ver salir de pronto de su escondrijo al hombre que había llevado allí el espejo, como una de las arañas que hibernaban en las habitaciones de arriba alertada por la llegada de los primeros insectos de primavera.

– No es posible que hables en serio, joder -protestó Ángel-. ¿Por qué contigo nunca hay nada normal?

Cerré las puertas del armario, sintiendo aún la vibración de la llave en la cerradura cuando la hice girar, y confiné de nuevo la colección. Salimos del sótano, corrimos el pasador y volvimos a colocar el candado. Acto seguido nos marchamos de aquel lugar. No dejamos ninguna señal de nuestra intrusión, y mientras Ángel cerraba la puerta de atrás, la casa pareció quedar tal como estaba cuando llegamos.

Pero tuve la sensación de que todo era en vano.

Él sabría que habíamos estado allí.

El Coleccionista lo sabría y vendría.

21

En el camino de regreso a Scarborough apenas hablamos. Tanto Ángel como Louis habían estado en la casa Grady. Sabían lo que había sucedido allí, y sabían cuál había sido su final.

John Grady era un asesino de niños, y su casa, en Maine, había quedado vacía durante muchos años después de muerto. Ahora que lo pienso, quizá «vacía» no fuera la palabra correcta. «Latente» habría sido más apropiada, pues algo había permanecido en la casa Grady, algún vestigio del individuo que le había dado su nombre. Al menos eso me pareció a mí, aunque bien podrían haber sido fácilmente sombras y vapores, los miasmas de su historia, y la evocación de las vidas perdidas allí mezclándose para crear fantasmas en mi cerebro.

Pero yo no era el único que sospechaba que algo se había refugiado en la casa Grady. También se presentó allí el Coleccionista, un hombre harapiento con las uñas amarillentas, que pidió permiso para llevarse sólo un recuerdo de la casa: un espejo, y nada más. Aparentemente no quería, o no podía, entrar él mismo en la casa, y yo creía que al menos un hombre, un matón de medio pelo llamado Chris Tierney, había muerto a manos del Coleccionista por osar interponerse en el camino de ese extraño y siniestro individuo. Pero no era yo quien podía dar el permiso que solicitaba el Coleccionista, y cuando vio que no recibiría lo que quería, se lo llevó de todos modos tras dejarme ensangrentado en el suelo.

Y lo último que vi mientras yacía allí, con el cráneo ardiendo de dolor por la fuerza del golpe del Coleccionista, fue la imagen de John Grady atrapada detrás del cristal del espejo que se llevaba el Coleccionista, lanzando gritos de impotencia mientras por fin la justicia iba por él.

Ahora, ese mismo espejo, chamuscado y deformado, descansaba bajo una casa abandonada, reflejando un conjunto de objetos inconexos, prendas de otras vidas, de la justicia administrada por aquel personaje demacrado. En otro tiempo había firmado al menos una vez con el nombre de «Kushiel»: una muestra de humor negro, ya que éste era el nombre del carcelero del infierno, pero igualmente una insinuación sobre su naturaleza, o lo que él consideraba su naturaleza. Yo tenía la certeza de que cada uno de los objetos en ese viejo armario representaba una vida arrebatada, una deuda pagada de un modo u otro. Recordé el hedor que flotaba sobre el hoyo del sótano. Debía hacer la llamada, pensé. Debía mandar allí a la policía. Pero ¿qué podía decir? ¿Que había percibido el olor de la sangre y sin embargo no se veía sangre? ¿Que había un armario lleno de chatarra en el sótano, sin nada más que un nombre de pila aquí, una fecha allá, que permitiera relacionar cada objeto con su dueño original?

«¿Y usted qué hacía en el sótano, caballero? Ya sabe que el allanamiento de morada es delito, ¿no?»

Y había que tener en cuenta otra cosa. En el pasado me había cruzado con individuos tan peligrosos como el Coleccionista. Su naturaleza, que sólo en parte podía empezar a explicarme o a entender, estaba corrompida y eran capaces de una gran maldad. Pero el Coleccionista era distinto. Su motivación no era el deseo de infligir dolor. Al parecer ocupaba un espacio más allá de la moralidad convencional, comprometido en una labor en la que no había tiempo para conceptos como procedimiento adecuado o ley o misericordia. En su mente, aquellos a quienes buscaba ya habían sido juzgados. Se limitaba a ejecutar la sentencia. Era como un cirujano que extirpaba excrecencias cancerosas del organismo, extrayéndolas con precisión y arrojando las partes enfermas al fuego.

Ahora manipulaba a Merrick, utilizándolo para atraer de entre las sombras a individuos desconocidos de modo que se revelaran ante él. Merrick había estado en la casa, aunque sólo por un tiempo: el paquete de tabaco desechado y el pollo podrido lo indicaban. El Coleccionista también fumaba, pero sus gustos eran un poco más exóticos que American Spirit. Por mediación de Eldritch había proporcionado a Merrick un coche, también fondos, quizás, y un lugar donde alojarse, una base desde la que actuar pero seguramente con una orden adjunta estipulando que no debía entrar en ninguna parte cerrada de la casa. Incluso si Merrick hubiese desobedecido y bajado al sótano, ¿habrían significado algo para él aquellos objetos? Le habrían parecido sólo un revoltijo, una extravagante amalgama de cosas dispares contenidas en un armario antiguo que vibraba al tacto, escondido en un rincón de un sótano con un ligero tufo a viejo y podrido.

Ahora bien, era evidente que el Coleccionista buscaba a alguien relacionado con Daniel Clay y no al propio Clay, si había que creer a Eldritch. Sólo podía haber una respuesta: quería encontrar a quienes se habían cebado en los pacientes de Clay, los hombres que, si yo no me equivocaba, eran los responsables de lo ocurrido a Lucy Merrick. Así que Eldritch había sido reclutado para asegurarse de que a Frank Merrick se le liberaba y encauzaba, pero Merrick no era la clase de hombre que informaba de cada uno de sus pasos a un viejo abogado en un bufete lleno de papel. Buscaba venganza, y el Coleccionista debía de saber que, en algún momento, Merrick escaparía por completo a su control. Habría que seguirlo de cerca, conocer todos sus pasos, para que cualquier información que obtuviese fuese compartida automáticamente con aquel que lo había puesto en libertad para llevar a cabo su búsqueda. Y cuando los hombres que buscaba por fin actuasen, el Coleccionista estaría esperando, ya que había una deuda que saldar.

Pero ¿quién seguía a Merrick? Una vez más, parecía haber sólo una respuesta posible.

Los hombres huecos.

Daba la impresión de que Ángel seguía en parte el hilo de mis pensamientos.

– Sabemos dónde está -dijo-. Si tiene algo que ver con esto, podemos encontrarlo en caso de necesidad.

Negué con la cabeza.

– Es un almacén, sólo eso. Probablemente permitió a Merrick usarlo durante un tiempo, pero me jugaría algo a que Merrick no bajó al sótano, y me apuesto otros diez a que no conoció a nadie relacionado con la casa aparte del abogado.

– La cerradura de la puerta de atrás era nueva -dijo Ángel-. La olí. Se cambió hace poco, no más de uno o dos días.

– Es posible que le hayan retirado a Merrick los privilegios de acceso. No creo que a él le importe. Daba la impresión de que no pasaba por allí desde hacía tiempo, y de todos modos es un hombre más bien desconfiado. Me inclino a pensar que cortó amarras en cuanto pudo. No querría que el abogado lo controlara, pero no tenía ni idea de quién financiaba su búsqueda. Si lo hubiese sabido, jamás se habría acercado a esa casa.

– Pero a ese tipo aún le llevamos la delantera, ¿no? Hemos dejado la casa tal y como la hemos encontrado. Sabemos que él está metido, pero él no sabe que nosotros lo sabemos.

– ¿De qué vas? -preguntó Louis-. ¿De Nancy Drew? Deja que venga. Es un bicho raro. Ya nos las hemos visto con otros bichos raros. No vendrá de uno más.

– Éste no es como los demás -señalé.

– ¿Por qué?

– Porque no está en ningún bando. Todo eso le trae sin cuidado. Sencillamente quiere lo que quiere.

– ¿Y qué quiere?

– Ampliar su colección.

– ¿Crees que quiere a Daniel Clay? -preguntó Ángel.

– Creo que quiere a quienes abusaron de los pacientes de Clay. En cualquier caso, la clave está en Clay. El Coleccionista está utilizando a Merrick para hacerlos salir de sus madrigueras.

Louis se revolvió en el asiento.

– ¿Cuáles son las opciones con respecto a Clay?

– Las mismas que con respecto a cualquier otro: está vivo o está muerto. Si está muerto, o bien se quitó la vida, como sospecha su hija, en cuyo caso la cuestión es por qué lo hizo, o bien alguien lo ayudó a llegar a ese mismo resultado. Si fue asesinado, es posible que conociera las identidades de los hombres que abusaban de esos niños, y que lo mataran para que no hablara.

»Pero si está vivo, se ha escondido muy bien. Ha sido disciplinado. No se ha puesto en contacto con su hija, o al menos eso dice ella, que no es lo mismo en absoluto.

– Pero la crees -apuntó Louis.

– Tiendo a creerla. Luego está lo de Poole. Ella contrató a Poole para que buscara a su padre, y Poole no volvió. Según O'Rourke, del Departamento de Policía de Portland, Poole era un aficionado, y puede que frecuentara malas compañías. Es posible que su desaparición no tuviera nada que ver con la de Clay, pero si tuvo algo que ver, significaría que sus indagaciones lo pusieron en contacto con los asesinos de Clay, y Poole murió por sus esfuerzos, o encontró a Clay, y éste lo mató. Al final todo se reduce a dos posibilidades: Clay está muerto y alguien no quiere que se hagan preguntas sobre él, o está vivo y no quiere que lo encuentren. Pero si desea permanecer oculto hasta el punto de matar a alguien a fin de protegerse, ¿de qué se protege?

– Eso nos remite otra vez a los niños -sugirió Louis-. Vivo o muerto, sabía más de lo que decía sobre lo sucedido a sus pacientes.

Llegábamos a la salida de Scarborough. La tomé y seguí por la Carretera 1, rumbo a la costa a través de marismas iluminadas por la luna, en dirección al mar oscuro que nos esperaba más allá. Pasé por delante de mi propia casa, y acudieron a mi memoria las palabras de Rachel. Quizás ella tenía razón. Quizás estaba obsesionado. La idea no me servía de gran consuelo, pero la alternativa tampoco: que, como en la casa Grady, algo había encontrado la manera de llenar los huecos que quedaban.

Ángel advirtió la mirada que dirigí a mi casa.

– ¿Quieres que nos quedemos contigo un rato?

– No, ya habéis pagado por vuestra elegante habitación en el hotel. Más vale que la disfrutéis mientras podáis. En Jackman no son tan elegantes.

– ¿Dónde está Jackman? -preguntó Ángel.

– Al noroeste. Siguiente parada, Canadá.

– ¿Y qué hay en Jackman?

– Estaremos nosotros, a partir de mañana o pasado mañana. Jackman es el trozo de civilización más cercano a Galaad, y Galaad, o algún lugar no muy lejano, fue donde Andy Kellog sufrió abusos sexuales y donde se encontró el coche de Clay. Por otro lado, Kellog no sufrió los abusos al aire libre, lo que significa que alguien tenía acceso a una propiedad en la zona. O Merrick ya estuvo allí y no tuvo suerte, por lo que se vio obligado a seguir tirando del hilo de Rebecca Clay en Portland, o aún no ha establecido la conexión. Si no lo ha hecho ya, pronto lo hará, pero puede que todavía le llevemos la delantera.

Ante nosotros surgió la sólida silueta del Black Point Inn, las luces centelleando en sus ventanas. Me preguntaron si quería cenar con ellos, pero no tenía hambre. Lo que había visto en el sótano de esa casa me había quitado el apetito. Los vi subir por la escalinata hacia el vestíbulo y desaparecer en el bar; luego di marcha atrás y regresé a casa.

Según una nota de Bob, Walter estaba con los Johnson. Decidí dejarlo allí. Solían acostarse temprano, pese a que Shirley, la mujer de Bob, nunca dormía de un tirón debido a los dolores de la artritis, y a menudo se la veía leer junto a la ventana, con una lamparilla prendida del libro para no molestar a su marido, o sencillamente observar cómo la oscuridad daba paso poco a poco a la luz del día. Aun así, no quería arriesgarme a despertarlos sólo para concederme el dudoso placer de dar un paseo más a mi perro una noche de invierno. En lugar de eso eché el cerrojo a las puertas y puse música: parte de una colección de Bach que me había regalado Rachel en un esfuerzo por ampliar mis parámetros musicales. Preparé un poco de café y me senté frente a la ventana de la sala de estar, con la mirada fija en el bosque y el agua, consciente del movimiento de cada árbol, el balanceo de cada rama, el deslizamiento de cada sombra, y me maravillé por la manera en que este mundo semejante a una colmena había conseguido que mi camino y el del Coleccionista volvieran a cruzarse. La precisión matemática de la música contrastaba con el intranquilo silencio de la casa, y sentado en la oscuridad me di cuenta de que el Coleccionista me daba miedo. Era un cazador, y sin embargo había algo casi animal en su capacidad para cebarse y su implacable dedicación. Aunque yo lo había visto como un hombre indiferente a la moralidad, eso no era cierto: más bien lo motivaba una extraña moralidad propia, pero ésta se envilecía y ensuciaba por el conjunto de recuerdos que acumulaba. Me pregunté si le gustaba tocarlos en la oscuridad, recordando las vidas que representaron, las existencias segadas. En su atracción por ellas había cierta sensualidad, pensé, la manifestación de un impulso de carácter casi sexual. Obtenía placer en lo que hacía, y sin embargo considerarlo un simple asesino no era acertado. Era más complejo que eso. Esa gente había hecho algo que había merecido la atención del Coleccionista. Si eran como John Grady, habían cometido algún pecado intolerable.

Pero ¿intolerable para quién? Para el Coleccionista, sí, pero yo intuía que él se veía a sí mismo como un mero agente de una instancia superior. Tal vez esa convicción fuese fruto de un autoengaño; aun así, era lo que le confería su autoridad y su fuerza, fuera percibida o no.

Obviamente, Eldritch era una de las claves, ya que él le facilitaba casas, bases desde las que podía salir al mundo y llevar a cabo la labor que, según creía, le habían asignado. La casa de Welchville había sido adquirida mucho antes de que fuera previsible la puesta en libertad de Merrick. Cierto que, entretanto, había intervenido en el caso Grady y recuperado el espejo que ahora se hallaba en el armario del sótano, reflejando una imagen distorsionada del mundo que bien podría haberse equiparado a la del Coleccionista; y los demás objetos en su cueva del tesoro inducían a pensar que también había actuado en otras partes, y sin embargo nada de esto explicaba por qué el Coleccionista me ponía tan nervioso, o por qué me hacía temer por mi seguridad.

Al cabo de un rato abandoné la silla y me fui a la cama, y sólo cuando el sueño amenazaba con vencerme comprendí mi temor al Coleccionista. Él siempre estaba mirando, siempre buscando. Ignoraba cómo llegaba a conocer los pecados de los demás, pero lo que yo temía era ser juzgado como habían sido juzgado otros. Mis faltas se pondrían de manifiesto, y él me infligiría el castigo.

Esa noche tuve el viejo sueño. Me hallaba de pie junto a un lago y sus aguas ardían, pero por lo demás era un paisaje llano y vacío, de tierra dura y ennegrecida. Frente a mí había un hombre, corpulento y risueño, con el cuello hinchado a causa de un bocio morado y enorme, pero su piel, por lo demás, era muy pálida, como si no le corriera la sangre por las venas, pues ¿para qué necesitan sangre los muertos?

Sin embargo, ese ser repulsivo no estaba del todo muerto, ya que en realidad nunca había vivido, y cuando habló, la voz que oí no coincidió con el movimiento de sus labios, las palabras brotaron en un torrente de viejas lenguas desaparecidas desde hacía mucho del conocimiento de los hombres.

A sus espaldas había otras figuras, y yo conocía sus nombres. Las conocía a todas.

Las palabras surgían de él en esos idiomas de sonido áspero, y yo, no sé cómo, las entendía. Miré a mis espaldas y me vi reflejado en las aguas en llamas del lago. Porque era uno de ellos, y me llamaban «Hermano».


En un apacible municipio a unos kilómetros de distancia, una silueta ascendía por un camino de grava, se acercaba a la modesta casa desde la carretera pese a que no se había oído ningún motor que anunciara su llegada. Tenía el pelo grasiento y peinado hacia atrás. Vestía un raído abrigo oscuro y pantalón oscuro, y en una mano resplandecía el ascua de un cigarrillo encendido.

Cuando se encontraba a unos pasos de la casa, se detuvo. Se arrodilló y recorrió la grava con los dedos, resiguiendo una marca apenas visible; luego se irguió y, pegado a la pared de la casa, fue al jardín de la parte de atrás, rozando con los dedos de la mano izquierda la madera tras arrojar el cigarrillo entre los hierbajos. Llegó a la puerta trasera y examinó la cerradura; a continuación sacó un juego de llaves del bolsillo y empleó una de ellas para entrar.

Avanzó por la casa, los dedos siempre buscando, palpando, explorando, la cabeza ligeramente en alto como si olisquease el aire. Abrió el frigorífico vacío, hojeó la vieja Biblia, observó en silencio las marcas en el polvo de lo que en otro tiempo había sido un comedor, hasta que llegó por fin a la trampilla del sótano. También ésta la abrió con una llave y descendió a ese último lugar, su lugar, sin dar no obstante señales de ira por la intrusión sufrida. Rozó con las yemas de los dedos el palo de la escoba, deteniéndose al encontrar el punto en que unas manos extrañas lo habían sujetado. De nuevo se agachó para percibir los rastros de sudor, para diferenciar el olor del hombre a fin de reconocerlo después. No le resultaba familiar, al igual que el otro que había encontrado en la puerta del sótano.

Uno de ellos había esperado allí. Uno esperó, mientras dos descendían.

Pero uno de los que habían descendido…

Al final se acercó al gran armario del rincón. Hizo girar la llave en la cerradura y abrió las puertas. Repasó con la mirada la colección, asegurándose de que no faltaba nada, que no se había movido ningún objeto. La colección estaba a salvo. Ahora tendría que trasladarla, claro, pero no era la primera vez que parte de su tesoro se descubría de esa manera. Era un inconveniente menor, sólo eso.

El rostro del espejo deformado fue a su encuentro, y él miró su reflejo parcial por un momento, ya que sólo se le veía el pelo y el contorno de las sienes, pues en el centro en vez de facciones se veía madera desnuda y cristal fundido. Sus dedos se posaron aún por un rato en la llave, acariciándola, sintiendo las vibraciones que la recorrían, originadas a una gran profundidad. Inhaló una vez más y por fin reconoció el tercer olor.

Y el Coleccionista sonrió.

22

Desperté. Estaba oscuro y en la casa reinaba el silencio, pero no era una oscuridad vacía, y tampoco un silencio en paz. Algo me había tocado la mano derecha. Intenté moverla, pero mi muñeca sólo se desplazó unos centímetros antes de quedar inmovilizada.

Abrí los ojos. Tenía la mano derecha esposada al bastidor de la cama. Frank Merrick se encontraba sentado en una silla de respaldo recto que él mismo había acercado a la cama, con el torso un poco inclinado al frente y las manos enguantadas entre las rodillas. Vestía una camisa azul de poliéster demasiado ajustada para él, tanto que los botones se tensaban como los cierres de un sofá con demasiado relleno. Entre los pies tenía una pequeña cartera de piel con las correas sueltas. Yo había dejado las cortinas descorridas, y la luz de la luna, oblicua, le iluminaba los ojos y los convertía en espejos en medio de la penumbra. Busqué de inmediato la pistola en la mesilla de noche, pero no estaba.

– Tu pipa la he cogido yo -dijo. Se llevó la mano a la espalda y sacó la Smith 10 del cinturón, sopesándola sin dejar de observarme-. Una buena pieza de artillería. Un hombre ha de estar muy decidido a matar para llevar un arma así. Ésta no es una pistola de señorita, no, no, ni mucho menos.

Agarró la pistola empuñando la culata y levantándola hasta encañonarme.

– ¿Eres un asesino? ¿Eso eres? Porque si te crees que lo eres, te traigo una mala noticia. Tus días de asesinatos casi se han acabado.

Con un rápido movimiento se levantó y apretó el cañón contra mi frente. Toqueteó el gatillo con el dedo. Cerré los ojos instintivamente.

– No hagas eso -dije.

Procuré mantener la voz serena. No quería dar la impresión de que estaba rogándole por mi vida. Había hombres de la profesión de Merrick que vivían para disfrutar de ese momento: el temblor en la voz de la víctima, la toma de conciencia de que morir ya no era un concepto futuro y abstracto, de que la mortalidad había adquirido forma y objetivo. En ese instante, la presión del dedo sobre el gatillo aumentaría y el percutor golpearía, la hoja iniciaría su trabajo lineal, la soga se estrecharía en torno al cuello y todo cesaría. Así que intenté mantener el miedo a raya, pese a que las palabras me raspaban en la garganta como papel de lija y la lengua se me adhería a los dientes, mientras una parte de mí se esforzaba con desesperación por encontrar una salida a una situación que escapaba a todo control y la otra parte se concentraba sólo en la presión contra mi frente, consciente de que presagiaba una presión aún mayor cuando la bala traspasase la piel y el hueso y la materia gris, y entonces todo dolor desaparecería en un abrir y cerrar de ojos, y yo me transformaría.

La presión en la frente cesó cuando Merrick apartó el cañón. Cuando volví a abrir los ojos, me entraron en ellos gotas de sudor. De algún modo encontré en la boca humedad suficiente para permitirme hablar una vez más.

– ¿Cómo has entrado aquí? -pregunté.

– Por la puerta, como cualquier persona normal.

– La casa tiene alarma.

– ¿Ah, sí? -Parecía sorprendido-. Entonces te conviene hacerla revisar, supongo.

Metió la mano izquierda en la cartera a sus pies. Sacó otras esposas y me las lanzó. Me cayeron en el pecho.

– Ponte una de estas pulseras en la muñeca izquierda, luego levanta la mano y apóyala en el pilar de la cama del otro lado. Hazlo despacio, ahora. Como te has despertado tan de repente, no he tenido tiempo de probar el tirón del gatillo de esta preciosidad, y no sé exactamente cuánta presión se requiere para disparar. La bala de un arma así causaría verdaderos destrozos, aunque apuntara bien y te matara en el acto. Pero si me irritas…, en fin, a saber qué pasaría. Conocí a un hombre que recibió un balazo de una calibre veintidós en la parte alta del cráneo, justo aquí. -Se señaló el lóbulo frontal por encima del ojo derecho-. He de reconocer que no sé qué efecto causó allí dentro. Supongo que debió de sacudirlo todo un poco. Es lo que tienen esas cabronzuelas. Y sin embargo no lo mató, lo dejó mudo, paralizado. Joder, no podía ni parpadear. Tuvieron que pagar a alguien para echarle gotas en los ojos porque se le secaban.

Me miró por un momento, como si yo ya me hubiera convertid en ese hombre.

– Al final -prosiguió-, regresé y rematé la faena. Me compadecí de él, porque no era justo dejarlo así. Miré aquellos ojos que no parpadeaban, y te juro que algo de lo que había sido aquel hombre seguía allí vivo. Estaba atrapado en ese cuerpo por culpa de lo que yo le había hecho, pero lo liberé. Le di la libertad. Supongo que eso podría considerarse compasión, ¿no? No te prometo que vaya a ser igual de considerado contigo, así que mucho cuidado al ponerte las esposas.

Obedecí, ladeándome con dificultad sobre la cama para poder cerrar la esposa en torno a la muñeca izquierda con la mano derecha inmovilizada. A continuación apoyé la mano izquierda contra el poste del lado opuesto. Merrick rodeó la cama sin dejar de encañonarme y con el dedo en el gatillo. Noté la sábana empapada de sudor bajo la espalda.

– Se te ve asustado, amigo mío -me susurró al oído. Me apartó el pelo de la frente con la mano izquierda-. Estás sudando como un filete en la parrilla.

Volví la cara bruscamente. Con o sin pistola, no quería que me tocara de esa manera. Sonrió y se alejó de mí.

– De momento puedes respirar tranquilo. Contéstame como es debido y quizá vuelvas a ver otra puesta de sol. Yo no hago daño a nadie, tampoco a los animales, a menos que deba hacerlo.

– No me lo creo.

Se puso tenso, como si en algún lugar un titiritero invisible hubiese dado de pronto un tirón a los hilos. Acto seguido apartó las. sábanas y dejó mi cuerpo desnudo ante él.

– Creo que te conviene medir tus palabras -dijo-. No me parece muy inteligente que un hombre con la polla al aire se las dé de listo delante de alguien que puede hacerle daño si quiere.

Por absurdo que pareciera, sin aquella fina tela de algodón encima me sentí más vulnerable que antes. Vulnerable y humillado.

– ¿Qué quieres?

– Hablar.

– Eso habrías podido hacerlo a la luz del día. No tenías por qué entrar en mi casa por la fuerza.

– Eres un hombre excitable. Me preocupaba que tuvieras una reacción desproporcionada. Está, además, el detalle de que la última vez que quedamos me la jugaste y acabé con la rodilla de un policía en la espalda. Podríamos decir que ésa te la debo.

Se pasó ágilmente la pistola a la mano izquierda y al instante se arrodilló sobre mis piernas y me asestó un violento puñetazo en el riñón. Con el cuerpo inmovilizado y rígido, me fue imposible encogerme para absorber el dolor, que recorrió tumultuosamente todo mi organismo, y me provocó un burbujeo de náuseas en la garganta.

Dejé de sentir el peso sobre mis piernas. Merrick alcanzó un vaso de agua de la mesilla, bebió y me echó el resto a la cara.

– Ésta es una lección que no deberías haberme obligado a darte, pero en todo caso no está de más recordártela. Pon furioso a un hombre y, ajá, lo lógico es esperar que se vuelva contra ti, sí, señor, eso es lo lógico.

Volvió a su silla y se sentó. Luego, en un gesto casi tierno, me tapó cuidadosamente con la sábana.

– Yo sólo quería hablar con esa mujer -explicó-. Luego ella te llamó a ti y tú empezaste a entrometerte en cosas que no eran asunto tuyo.

Recuperé la voz. Surgió de mí despacio, como un animal asustado que sale de la madriguera para tantear el aire en busca de amenazas.

– Estaba asustada. Por lo visto tenía buenas razones para estarlo.

– Yo no hago daño a las mujeres. Ya te lo dije.

Lo dejé correr. No quería volver a enfurecerlo.

– Ella no sabía de qué le hablabas. Cree que su padre está muerto.

– Eso dice.

– ¿Crees que miente? -pregunté.

– Sabe más de lo que dice, eso es lo que creo. Tengo un asunto pendiente con el señor Daniel Clay, ajá. No desistiré hasta que lo vea ante mí, vivo o muerto. Quiero resarcirme. Tengo derecho a ello, sí, señor, claro que lo tengo.

Asintió una vez con un gesto amplio, como si acabara de compartir conmigo un pensamiento muy profundo. Incluso su manera de hablar y actuar había cambiado un poco, volviéndose más frecuentes y acusados los «ajá» y los «sí, señor». Eran tics, y en ese momento me di cuenta de que Merrick no sólo estaba escapando al control de Eldritch y el Coleccionista, sino también de sí mismo.

– Están utilizándote -dije-. Otros se aprovechan de tu dolor y tu ira.

– Ya me han utilizado antes. Todo se reduce a entender que es as y a recibir el correspondiente pago por ello.

– ¿Y aquí cuál es el pago? ¿Dinero?

– Información.

Bajó el cañón de la pistola hasta apuntarlo hacia el suelo. Pareció recorrerlo una oleada de cansancio, que rompió en su rostro y alteró sus facciones dejando a su paso recuerdos confusos que se retorcían y enroscaban. Se hundió los dedos en las comisuras de los ojos y luego se los pasó por la cara. Por un momento lo vi viejo y frágil.

– Información acerca de tu hija -dije-. ¿Qué te dio el abogado? ¿Nombres?

– Es posible. Nadie más me ofreció ayuda. A nadie más le importó un carajo mi hija. ¿Te imaginas lo que fue para mí estar encerrado en aquella cárcel sabiendo que algo le había ocurrido a mi niña, sabiendo que no podía hacer nada para encontrarla, para ayudarla? Vino a la cárcel un asistente social y me comunicó que mi hija había desaparecido. Eso ya era malo de por sí, pero cuando me di cuenta de lo que le habían hecho, fue aún peor. Ella había desaparecido, y yo sabía que estaba metida en un grave apuro. ¿Tienes idea de los efectos que eso puede tener en un hombre? Te lo juro, estuve a punto de venirme abajo, pero no me lo permití. Así no le serviría de nada a ella, no, señor, de nada. Por lo tanto, dejé pasar el tiempo y esperé la ocasión. Mantuve la entereza por ella y no me rompí.

Pero sí estaba roto. Algo se había quebrado muy dentro de él, y la grieta avanzaba por su organismo. Ya no era el que había sido en otro tiempo, pero, como había dicho Aimee Price, era imposible saber si, a causa de eso, se había vuelto más letal y más peligroso. Pero eran dos cosas distintas, y puestos a dar una respuesta en ese momento, mientras yacía inmovilizado en mi propia cama, encañonado con mi propia pistola, habría dicho que era más peligroso pero menos letal. Ya no tenía la misma garra de antes, pero ahora, en cambió, era imprevisible. Sumido en la ira y la tristeza, se había convertido en un ser vulnerable de un modo que él ni siquiera sospechaba.

– Mi niña no desapareció así sin más -dijo-. Me la quitaron y encontraré al responsable. Es posible que ella siga por ahí, en algún lugar, esperando a que yo vaya a buscarla y la lleve a casa.

– Sabes que no es así. Que ya no está.

– ¡Cierra la boca! Eso tú no lo sabes.

Ya me daba igual. Estaba harto de Merrick, harto de todos.

– Era una niña -dije-. Se la llevaron. Algo se torció. Está muerta, Frank. Eso es lo que yo creo. Está muerta, como lo está Daniel Clay.

– Eso tú no lo sabes. ¿Cómo sabes eso de mi niña?

– Porque pararon -contesté-. Después de ella pararon. Se asustaron.

Movió la cabeza en un vehemente gesto de negación.

– No, no lo creeré hasta que lo vea. Hasta que me enseñen su cadáver, para mí estará viva. Como vuelvas a decir lo contrario te mataré aquí mismo, te lo juro. ¡Por éstas! ¡Sí, señor, por éstas!

Estaba de pie junto a mí, con la pistola en la mano, lista para disparar. El arma temblaba un poco, como si la rabia que llevaba dentro transfiriese su energía al arma en su mano.

– He conocido a Andy Kellog -dije.

La pistola dejó de temblar, pero no la apartó de mí.

– Has visto a Andy. Bueno, supongo que era inevitable que tarde o temprano averiguases dónde había estado. ¿Cómo sigue?

– No muy bien.

– No debería estar allí. Esos hombres destruyeron algo en él cuando se lo llevaron. Le rompieron el corazón. Todo eso que hace no es culpa suya.

Volvió a fijar la vista en el suelo, incapaz una vez más de mantener a raya el recuerdo.

– Tu hija hizo unos dibujos como los de Andy, ¿no es así? -pregunté-. ¿Dibujos de hombres con cabeza de pájaro?

Merrick asintió.

– Exacto, igual que Andy. Eso fue después de empezar a ver a Clay. Mi hija me los envió a la cárcel. Intentaba decirme algo de lo que le ocurría, pero yo no lo entendí, no hasta que conocí a Andy. Eran los mismos hombres. Esto no sólo tiene que ver con mi niña. Ese chico era como un hijo para mí. También pagarán por lo que le hicieron a él. Eso Eldritch, el abogado, lo comprendió. No sólo tenía que ver con una niña. Es un buen hombre. Quiere que se encuentre a esa gente, igual que yo.

Oí reírse a alguien, y me di cuenta de que era yo.

– ¿Crees que está haciendo esto por pura bondad? ¿Te has preguntado alguna vez quién paga a Eldritch, quién lo contrató para conseguir que te pusieran en libertad, para darte información? ¿Echaste un vistazo a aquella casa en Welchville? ¿Te aventuraste a bajar al sótano?

Merrick abrió un poco la boca, y la duda ensombreció sus facciones. Tal vez jamás se le había pasado por la cabeza que hubiese otra persona implicada aparte de Eldritch.

– ¿A qué te refieres?

– Eldritch tiene un cliente. El cliente manipula por mediación de él. Es el dueño de aquella casa donde te escondiste. Te está siguiendo para ver quién responde a tus actos. En cuanto los otros se dejen ver, los liquidará él, no tú. A él le trae sin cuidado si encuentras a tu hija o no. Lo único que quiere es…

Me interrumpí. Me di cuenta de que explicarle lo que quería el Coleccionista carecía de sentido. ¿Ampliar su colección? ¿Administrar otra forma de justicia ante la incapacidad de la ley para actuar contra esos hombres? Ésos eran aspectos de lo que él deseaba, pero no bastaban para comprender su existencia.

– Tú no sabes lo que quiere ese cliente, si es que existe, y en todo caso da igual -dijo Merrick-. Cuando llegue la hora, nadie me impedirá hacer justicia. Quiero resarcirme. Ya te lo he dicho. Quiero que los hombres que se llevaron a mi hija paguen por lo que hicieron, quiero hacérselo pagar yo.

– ¿Resarcirte? -Intenté disimular la aversión en mi voz, pero no pude -. Estás hablando de tu hija, no de un… coche de segunda mano que te dejó tirado a un kilómetro del concesionario. Esto no tiene que ver con ella. Tiene que ver contigo. Quieres arremeter contra alguien. Ella sólo es una excusa.

La ira volvió a estallar, y una vez más recordé las afinidades entre Frank Merrick y Andy Kellog, la ira siempre en ebullición bajo la superficie. Merrick tenía razón: Kellog y él eran, de una extraña manera, como padre e hijo.

– ¡Cállate de una puta vez! -exclamó Merrick-. No tienes ni idea de lo que dices.

La pistola volvió a cambiar de mano, y de pronto tenía el puño derecho en alto sobre mí, los nudillos a punto de golpear. Y en ese instante pareció percibir algo, porque se detuvo y miró por encima del hombro, y cuando lo hizo, yo también lo sentí.

La habitación se había enfriado, y se oyó un ruido procedente del pasillo delante de mi puerta, un sonido suave como las pisadas de un niño.

– ¿Estás solo aquí? -preguntó Merrick.

– Sí -contesté, y no supe si mentía.

Se dio media vuelta y se aproximó despacio a la puerta abierta. Al llegar salió repentinamente al pasillo, con la pistola pegada al cuerpo por si alguien intentaba arrebatársela de un golpe. Se perdió de vista, y lo oí abrir puertas y registrar armarios. Su silueta pasó otra vez por delante de la puerta. Bajó por la escalera y comprobó que todas las habitaciones estaban vacías y en silencio. Cuando regresó, se lo veía alterado y la habitación estaba aún más fría. Se estremeció.

– ¿Qué demonios pasa en esta casa?

Pero yo ya no lo escuchaba, porque ahora percibía el olor de ella. Sangre y perfume. Estaba cerca. Pensé que quizá Merrick también la había olido, porque arrugó un poco la nariz. Habló pero parecía distante, casi distraído. Se advertía un grado de locura en su voz, y en ese momento pensé que con toda seguridad me mataría. Intenté mover los labios para rezar, pero no recordé ninguna palabra ni ninguna oración acudió a mi mente.

– No quiero que te entrometas más en mis asuntos, ¿lo entiendes? -dijo. Su saliva me salpicó la cara-. Pensaba que eras un hombre que atendería a razones, pero me equivoqué. Ya me has dado problemas más que suficientes, y necesito asegurarme de que no volverás a molestarme.

Regresó junto a la cartera en el suelo y sacó un rollo de cinta adhesiva. Dejó la pistola y a continuación usó la cinta para taparme la boca antes de atarme las piernas, muy apretadas, por encima de los tobillos. Agarró un saco de arpillera y me cubrió la cabeza, y con más cinta me la ató en torno al cuello. Con una navaja abrió un agujero en el saco justo por debajo de la nariz para permitirme respirar más fácilmente.

– Y, ahora, escúchame bien -dijo-. No me queda más remedio que causarte algún que otro problema; así no tendrás tiempo para preocuparte por mí. Después dedícate a tus asuntos y ya me encargaré yo de que se haga justicia.

Acto seguido se marchó, y con él se fue parte del frío de la habitación, como si algo lo siguiera por la casa observándole mientras avanzaba para asegurarse de que se iba. Pero otra cosa se quedó conmigo: una presencia más pequeña, menos colérica que la primera, y sin embargo más asustada.

Y cerré los ojos al sentir el roce de su mano en la arpillera.

papá.

Vete.

papá, estoy aquí.

Al cabo de un momento percibí otra presencia en la habitación. La sentí acercarse. Me costaba respirar. Volvió a entrarme sudor en los ojos. Intenté apartarlo con un parpadeo. El pánico me vencía, me asfixiaba; aun así, casi la veía a través de los orificios del saco, oscuridad sobre oscuridad, y la olí al aproximarse.

papá, no pasa nada, estoy aquí.

Pero sí pasaba, porque ella se acercaba: la otra, la primera esposa, o algo parecido a ella.

calla.

No. Alejaos de mí. Por favor, por favor, dejadme en paz.

calla.

No.

Y entonces mi hija guardó silencio, y oí la voz de la otra.

calla, porque estamos aquí.

23

Ricky Demarcian era, desde cualquier punto de vista, un perdedor. Vivía en una caravana de doble ancho y, durante los primeros años que pasó allí, se congelaba en invierno y se asaba a fuego lento en verano, cociéndose en sus propios jugos al tiempo que todos los rincones se llenaban de hedor a humedad y mugre y ropa sin lavar. En su día, la caravana era gris, pero los elementos, sumados a la ineptitud de Ricky para pintar, le habían pasado factura comiéndose el color de modo que ahora era de un azul sucio y desvaído, como el de una criatura moribunda en el fondo de un mar contaminado.

La caravana estaba en el extremo norte de un cámping de caravanas llamado Pinar la Tranquilidad, cosa que era publicidad engañosa ya que no había un solo pino a la vista -lo cual, en el majestuoso estado de Maine, no era una hazaña pequeña- y el lugar era casi tan tranquilo como un hormiguero sumergido en cafeína. Se hallaba en una hondonada entre pendientes cubiertas de matorrales, como si el propio cámping estuviera hundiéndose poco a poco en la tierra, arrastrado por el peso de la decepción, la frustración y la envidia, que eran la carga que sobrellevaban sus residentes.

El cámping Pinar la Tranquilidad estaba lleno de fracasados, muchos de ellos, curiosamente, mujeres: brujas malévolas y soeces que aún vestían igual y lucían el mismo aspecto que en los años ochenta, todas con sus vaqueros lavados a la piedra y sus rizos afro, presas fáciles y a la vez cazadoras en los bares de South Portland, Old Orchard y Scarborough, siempre en busca de hombres despreciables con dinero que gastar, o moles musculosas en camiseta de maltratador de esposas cuyo odio a las mujeres daba a sus parejas temporales un respiro a su propio autodesprecio. Algunas tenían hijos, y, entre éstos, los varones iban camino de convertirse en hombres como los que compartían las camas de sus madres, y a quienes despreciaban sin saber lo cerca que estaban de seguir sus pasos. Las niñas, por su parte, intentaban escapar de sus circunstancias familiares y sus aborrecidas madres creando sus propias familias, condenándose así a acabar siendo como esas mujeres a quienes menos deseaban emular.

Entre los residentes del Pinar también había hombres, pero eran en su mayoría tal como Ricky fue en otro tiempo: hombres echados a perder que se lamentaban de sus vidas echadas a perder; algunos vivían de subsidios y otros trabajaban, aunque sus empleos tenían que ver sobre todo con destripar o cortar, y el olor a pescado podrido y a piel de pollo era una especie de identificador universal de los residentes del cámping.

Antes, Ricky vivía de uno de esos empleos. De resultas de algún contratiempo en el útero materno nació con el brazo izquierdo seco e inútil, los dedos incapaces de moverse o sujetar algo, pero él había aprendido a arreglárselas a pesar de ese brazo tullido, básicamente escondiéndolo y olvidándose de él a ratos, hasta que llegaba ese momento a diario en que la vida le lanzaba una pelota con efecto y le recordaba lo fáciles que serían las cosas si dispusiera de las dos manos para atraparla. Esa tara tampoco contribuía a mejorar sus perspectivas de empleo, aunque lo cierto era que, incluso en el supuesto de tener dos brazos utilizables, su falta de educación, ambición, energía, recursos, sociabilidad, honradez, fiabilidad y humanidad en el sentido más amplio, todo ello sin ningún orden en particular, probablemente lo habrían excluido de cualquier empleo que no acarrease, en suma, destripar y cortar. Así que Ricky empezó en el peldaño más bajo del escalafón en una planta de procesado de pollos que suministraba carne a los restaurantes de comida rápida, limpiando con una manguera la sangre, las plumas y los excrementos de pollo de los suelos. Sus días estaban dominados por el cloqueo aterrorizado; por la crueldad superflua de los hombres en la cadena de producción que, para obtener placer, atormentaban a las aves y añadían un sufrimiento innecesario en los momentos finales rompiéndoles alas y patas; por el silbido de la corriente eléctrica cuando los pollos, colgando cabeza abajo de una cinta transportadora, eran sumergidos brevemente en agua electrificada, etapa del proceso que a veces los aturdía pero muy a menudo no, ya que la agitación de las aves graznando y retorciéndose era tal que sus cabezas ni siquiera rozaban el agua, y por tanto seguían conscientes cuando las máquinas multihoja de sacrificio les rajaban la garganta y se sacudían mientras las desplumaban con agua a altas temperaturas, dejando sus cuerpos humeantes listos para trocearse en bocados de carne que, cruda o cocida, no sabía a nada.

Lo curioso era que Ricky continuaba comiendo pollo, incluso pollo salido de la planta donde antes trabajaba. Todo aquello no lo había alterado más de la cuenta: la crueldad, la despreocupación por la seguridad, ni siquiera el hedor, ya que, la verdad sea dicha, era poco probable que Ricky obtuviese algún premio por su higiene personal, y por tanto sólo era cuestión de acostumbrarse a toda una nueva gama de olores. Aun así, Ricky tuvo que admitir que ser fregasuelos en una central avícola no alcanzaba ni de lejos el listón de lo que se consideraba una vida de éxito y realización, y por consiguiente siguió buscando una forma de ganarse la vida menos ignominiosa. La descubrió con los ordenadores, ya que Ricky tenía un talento natural para las máquinas, un talento que si se lo hubieran reconocido y cultivado a una edad más temprana, acaso lo hubiera convertido en un hombre muy rico, o eso le gustaba pensar, sin tener en cuenta los muchos fracasos personales que lo habían llevado a su modesta posición actual en el entorno, sin pinos ni tranquilidad, de su vida en el cámping. Empezó con la adquisición de un viejo Macintosh, y luego progresó gracias a clases nocturnas y libros de informática que robaba en las tiendas, hasta que acabó descargándose de Internet manuales técnicos y devorándolos de una sentada, de tal forma que el desorden que lo rodeaba en su existencia diaria contrastaba con las líneas limpias y los diagramas ordenados que cobraban forma en su mente.

Casi ninguno de sus vecinos lo sabía, pero Ricky Demarcian era probablemente el residente más rico del cámping, hasta el punto de que podría haberse trasladado a un lugar de residencia más agradable sin mayor problema. La relativa riqueza de Ricky se debía en no poca medida a su facilidad para promocionar la clase de actividades para las que Internet parecía hecho a medida, a saber, todo aquello que implicaba la venta de diversos servicios sexuales, y como Pinar la Tranquilidad le había proporcionado casualmente el punto de arranque en el negocio, la gratitud lo había imbuido de un apego al lugar que le impedía marcharse.

Había una mujer, Lila Mae, que recibía en su caravana a hombres por dinero. Se anunciaba en uno de los periódicos gratuitos de la zona, pero la habían detenido y multado repetidas veces a pesar de la astucia con que intentaba despistar a la policía de la Brigada Antivicio, no usando su verdadero nombre ni dando su dirección hasta que el cliente se acercaba a las inmediaciones de su zona de actividad. Su nombre acabó apareciendo en la prensa, y eso para ella fue muy embarazoso, porque en sitios como Pinar la Tranquilidad, quizá más que en un medio de mayor nivel, todo el mundo necesitaba a alguien a quien mirar por encima del hombro, y una puta en una caravana cumplía perfectamente esa función entre los vecinos de Lila Mae.

Era una mujer guapa, al menos para lo que corría por el cámping, y no sentía el menor deseo de abandonar su oficio, razonablemente lucrativo, para irse a limpiar en un matadero de pollos con una manguera junto a Ricky Demarcian. Así que Ricky, que estaba al corriente de la situación de Lila Mae, y que era aficionado a navegar por la red en busca de material sexual de diversas tendencias, y que además poseía una envidiable comprensión de los misterios de las páginas web y su diseño, le sugirió a Lila una noche, ante una cerveza, que acaso le interesase un medio alternativo de anunciar su mercancía. Regresaron a la caravana de Ricky, y éste le enseñó a qué se refería exactamente, pero antes Lila Mae abrió todas las ventanas y empapó un pañuelo en perfume para acercárselo discretamente a la nariz. Quedó tan impresionada por lo que vio que accedió de inmediato a que Ricky le diseñara algo parecido, con la vaga promesa de que si él decidía bañarse alguna vez como Dios manda, tal vez considerase ofrecerle un descuento por sus servicios en su siguiente cumpleaños.

Así que Lila Mae fue la primera, pero muy pronto otras mujeres se pusieron en contacto con Ricky a través de ella, y él las colocó a todas en una página web, con detalles de los servicios ofrecidos, el precio, e incluso books de las mujeres en cuestión cuando ellas estaban dispuestas y, más importante aún, eran lo bastante presentables para no ahuyentar a los clientes si se revelaban los misterios de sus formas femeninas. Por desgracia, Ricky tuvo tal éxito que su actividad atrajo la atención de unos cuantos individuos muy descontentas, los cuales descubrieron que su posición de chulos de poca monta se veía socavada por Ricky, ya que mujeres que de lo contrario habrían requerido la protección ofrecida por dichos individuos, actuaban en cambio por cuenta propia.

Durante un tiempo todo inducía a pensar que Ricky se exponía a perder el uso de otras extremidades, pero un día ciertos caballeros originarios de Europa del Este con contactos en Boston acudieron a él y le propusieron un trato. Los caballeros en cuestión sentían cierta curiosidad por el carácter emprendedor de Ricky y las mujeres por cuyos intereses él velaba. Dos de ellos viajaron hasta Maine para hablar con él, y pronto llegaron a un acuerdo que conllevó un cambio en las prácticas comerciales de Ricky y, en recompensa, la seguridad de que conservaría el uso de su único brazo ileso y recibiría protección ante aquellos que, de lo contrario, tal vez le manifestasen su disconformidad por medios físicos. Los caballeros regresaron posteriormente, esa vez con la intención de pedir a Ricky que diseñara una página web análoga para las mujeres a su cargo, así como para ciertas opciones más…, más «especializadas» que ellos se hallaban en situación de ofrecer. De pronto Ricky estaba muy ocupado, y operaba con material que las fuerzas del orden no tendían a ver con muy buenos ojos, ya que parte de él involucraba claramente a niños.

Al final, Ricky se convirtió en intermediario, y cruzó la frontera entre, por un lado, trabajar con imágenes de mujeres y, en algunos casos, niños, y por otro, facilitar el objeto de su fascinación a aquellas personas interesadas en una participación más activa. Ricky nunca veía a las mujeres o los niños implicados. Era simplemente el primer punto de contacto. Lo que pasaba después no era asunto suyo. Un hombre menos curtido que él se habría preocupado, incluso puede que hubiese tenido remordimientos de conciencia, pero a Ricky Demarcian le bastaba con pensar en pollos moribundos para erradicar cualquier duda de su mente.

Y en consecuencia, aun cuando pareciera un perdedor por vivir en una caravana dentro de un cámping de nombre poco acertado y a cuyos residentes no les era ajena la pobreza, Ricky se sentía de hecho bastante a gusto en su miseria. Se gastaba el dinero en poner al día su hardware y su software, en DVD y juegos de ordenador, en novelas de ciencia ficción y cómics, y en alguna que otra fulana cuyos detalles estimulaban su fantasía. Y aunque mantenía la caravana tal como estaba para no atraer una atención no deseada por parte de los dueños del camping, de hacienda o de la justicia, incluso se duchaba más a menudo, pues uno de los caballeros de Boston se quejó de que el traje nuevo le había apestado todo el camino de regreso por la Interestatal 95 tras una visita a Ricky, y añadió que si eso volvía a ocurrir, Ricky tendría que aprender a teclear usando un palillo chino acoplado a la frente, porque el caballero de Boston haría valer la amenaza original de romperle a Ricky el otro brazo y metérselo por el culo.

Y fue así como Ricky Demarcian, ya no tan perdedor, se hallaba en su caravana esa noche, tecleando tranquilamente ante su ordenador, con los largos dedos de su mano derecha extendidos sobre las teclas mientras introducía la información requerida para que un usuario con la contraseña adecuada y la debida sucesión de enlaces llegara a un material muy turbio. El sistema conllevaba el uso de ciertas palabras clave conocidas por las personas cuyos gustos abarcaban a los niños, siendo la más habitual «Lolly», que la mayoría de los pederastas reconocían como señal de que su interés sería atendido. Por norma, Ricky asignaba el nombre Lolly a una prostituta corriente, anodina, que de hecho no existía, siendo sus detalles e incluso su aspecto físico una ficción construida a partir de los historiales y los cuerpos de otras mujeres. En cuanto un cliente potencial expresaba interés en Lolly aparecía un cuestionario en la pantalla preguntando por las «edades preferidas», con opciones que oscilaban entre «sesenta o más» hasta «apenas legal». Si se elegía esta última categoría, se enviaba al cliente un mensaje de correo electrónico en apariencia inocuo, esta vez con otra palabra clave -Ricky prefería «hobby» en este punto, otro término conocido por los pederastas-, y así sucesivamente hasta que al final se pedían los datos de la tarjeta de crédito del cliente y empezaba el flujo de imágenes e información de verdad.

A Ricky le gustaba trabajar de noche. Pinar la Tranquilidad a esas horas estaba casi…, en fin, tranquilo, ya que a eso de las tres de la madrugada incluso las parejas mal avenidas y los borrachos vocingleros se habían apaciguado un poco. Sentado en la oscuridad de su casa, iluminado tan sólo por el resplandor de la pantalla, y con las estrellas a veces visibles en el cielo nocturno a través de la claraboya encima de su cabeza, habría podido estar flotando en el espacio, y ése era el gran sueño de Ricky: deslizarse por el firmamento en una nave enorme, sin lastres ni obstáculos, avanzando a la deriva rodeado de belleza y en absoluto silencio.

Ricky ignoraba la edad de los niños en la pantalla ante él, creía que como mucho tendrían doce o trece años; siempre se le había dado mal calcular las edades, salvo cuando se trataba de los muy pequeños, e incluso procuraba no pararse demasiado a mirar esas imágenes, porque había cosas en las que era mejor pensar lo menos posible; pero vigilar los gustos de otros no era asunto suyo. Con la debida sucesión de teclas, una imagen tras otra encontraban el lugar que les correspondía en el gran proyecto de Ricky, encajadas en el universo virtual de sexo y deseo creado por él. Estaba tan absorto en el sonido y el ritmo de lo que hacía que, cuando llamaron a la puerta de su caravana, el golpeteo quedó absorbido por la cacofonía general, y sólo cuando el visitante llamó con más fuerza, Ricky empezó a distinguir el nuevo ruido. Dejó lo que estaba haciendo.

– ¿Quién es? -preguntó.

No hubo respuesta.

Se acercó a la ventana y apartó un ángulo de la cortina. Lloviznaba, y el cristal tenía goterones; a pesar de eso, vio que no había nadie en la puerta.

Ricky no tenía pistola. No le gustaban mucho las armas. No era una persona violenta. De hecho, sus opiniones tendían a la cautela por lo que a las armas se refería. En su opinión, había muchas personas en la calle que no tenían derecho a llevar siquiera un lápiz afilado, por no hablar ya de un arma cargada. Mediante un proceso de lógica viciada, Ricky había establecido una ecuación según la cual arma equivalía a delincuente, y delincuente equivalía a arma. Ricky no se veía a sí mismo como delincuente, y por tanto no tenía arma. Por otra parte, como no tenía arma, no podía en modo alguno ser un delincuente.

Ricky se apartó de la ventana y observó la puerta cerrada. Podía abrirla, supuso, pero en apariencia ya no había razón para hacerlo. Quienquiera que se hubiese acercado a la puerta ya no estaba. Se pellizcó el labio y volvió a su ordenador. Acababa de empezar a verificar parte del código cuando llamaron de nuevo, esta vez a la ventana a la que se había acercado. Ricky lanzó un juramento y miró una vez más hacia la noche. Ahora se distinguía una silueta ante su puerta, era un hombre, bajo y robusto, con un tupé de pelo negro que resplandecía impregnado de brillantina.

– ¿Qué quiere? -preguntó Ricky.

Con una señal de la cabeza, el hombre indicó a Ricky que se acercara a la puerta.

– Joder -exclamó Ricky.

El hombre no tenía ni remotamente aspecto de policía. De hecho, se parecía más a uno de los caballeros de Boston, que solían presentarse de improviso a horas intempestivas. No obstante, toda cautela era poca por lo que se refería a esos asuntos. Ricky regresó a su ordenador e introdujo una serie de instrucciones. De inmediato empezaron a cerrarse ventanas y a activarse cortafuegos, se codificaron las imágenes y una desconcertante serie de rastros falsos entró en funcionamiento para que cualquiera que intentara acceder al material de su ordenador se encontrara enseguida en un laberinto de códigos inútiles y archivos de interfaz. Si insistían, el ordenador se colapsaba literalmente. Ricky sabía demasiado de informática para pensar que el material en su ordenador era del todo inaccesible, pero suponía que se requeriría a un equipo de expertos trabajando durante meses para empezar siquiera a recuperar algo digno de ulteriores investigaciones.

Se apartó del escritorio y se acercó a la puerta. No tenía miedo. Gozaba de la protección de Boston. Eso era algo que ya se sabía desde hacía tiempo. No tenía nada que temer.

El hombre ante la puerta lucía vaqueros oscuros, una camisa de poliéster azul que se le tensaba contra el cuerpo y una cazadora negra de cuero gastado. Tenía la cabeza un poco demasiado grande para el resto del cuerpo, pero a la vez producía la inquietante sensación de haber sido comprimida en algún momento, como si se la hubieran colocado en un torno con la barbilla en la base y la coronilla en lo alto. Ricky pensó que parecía un matón, y eso, curiosamente, lo indujo a bajar la guardia. Los únicos matones con quienes trataba procedían de Boston. Si el hombre ante la puerta parecía un matón, tenía que ser de Boston.

– Me gusta esta caravana -comentó el hombre.

Ricky, confuso, contrajo el rostro.

– ¿No hablará en serio? -preguntó.

El hombre apuntó a Ricky con un arma enorme. Llevaba guantes. Ricky no lo sabía, pero la pistola era una Smith 10 diseñada para uso exclusivo del FBI. Era un arma poco común en un particular. Si bien Ricky eso no lo sabía, el hombre que la empuñaba sí que estaba enterado. De hecho, por eso había decidido tomarla prestada esa noche unas horas antes.

– ¿Quién es usted? -preguntó Ricky.

– Soy el dedo que decanta la balanza -contestó el hombre-. Atrás.

Ricky obedeció.

– No le conviene hacer nada de lo que vaya a arrepentirse -advirtió Ricky mientras el individuo entraba en la caravana y cerraba la puerta a sus espaldas-. Hay hombres en Boston a quienes esto no va a gustarles.

– En Boston, ¿eh? -dijo el hombre.

– Sí.

– ¿Y cree usted que esos hombres de Boston van a llegar aquí más deprisa que una bala?

Ricky se detuvo a pensar en la pregunta.

– Supongo que no.

– Pues, en ese caso -dijo el hombre-, me temo que no le serán de gran utilidad, no, señor. -Se fijó en el ordenador y en el despliegue de hardware-. Imponente.

– ¿Entiende de informática? -preguntó Ricky.

– No mucho -respondió el hombre-. Me llegó demasiado tarde. ¿Guarda fotos ahí?

Ricky tragó saliva.

– No sé de qué me habla.

– Pues yo creo que sí lo sabe. Ahora no le conviene mentirme. Si me miente…, en fin, es muy probable que pierda la paciencia con usted, sí, señor, por supuesto que sí…, y considerando que yo tengo una pistola y usted no, me parece que no es lo mejor para sus intereses. Así que se lo preguntaré otra vez: ¿guarda fotos ahí?

Ricky, tomando conciencia de que un hombre que hacía una pregunta así conocía ya la respuesta, decidió ser franco.

– Es posible. Depende de qué clase de fotos busque.

– Ah, ya sabe usted qué clase. Fotos de chicas, como en las revistas.

Ricky intentó exhalar un suspiro de alivio sin que se notara.

– Claro que tengo fotos de chicas. ¿Quiere que se las enseñe?

El hombre asintió con la cabeza, y Ricky respiró aliviado al ver que el hombre se metía el arma en la cinturilla del pantalón. Se sentó ante el teclado y volvió a activar el equipo. Justo antes de que la pantalla empezara a resplandecer vio que el hombre se acercaba desde atrás, su silueta se reflejaba en la oscuridad. A continuación empezaron a aparecer imágenes, mujeres en distintos grados de desnudez, en variadas posturas, realizando diversos actos.

– Tengo de todo -dijo Ricky aclarando lo obvio.

– ¿Tiene de niños? -preguntó el hombre.

– No -mintió Ricky-. No me dedico a los niños.

El hombre dejó escapar un tibio resoplido de decepción. El aliento le olía a chicle de canela, pero no ocultaba la mezcla de olores que despedía: colonia barata y un hedor que recordaba incómodamente a ciertas áreas de la central avícola.

– ¿Qué le pasa en el brazo? -preguntó.

– Mi madre me trajo así al mundo. Lo tengo inutilizado.

– ¿Todavía lo siente?

– Pues sí, sólo que no me sirve para…

Ricky no acabó la frase. Lo asaltó un furioso y lancinante dolor en la parte superior del brazo. Abrió la boca para gritar, pero el hombre le tapó la cara con la mano derecha ahogando su alarido mientras, con la mano izquierda, hundía una hoja fina y larga en la carne de Ricky, a la vez que hurgaba con ella. Ricky se sacudió en la silla, y los gritos le llenaron la cabeza pero no salieron al aire de la noche más que como gemidos casi inaudibles.

– No me tome por tonto -dijo el hombre-. Ya se lo he advertido una vez. No volveré a decírselo.

Acto seguido extrajo la hoja del brazo de Ricky y le soltó la cara. Ricky arqueó la espalda en la silla e instintivamente se llevó la mano derecha a la herida. Al entrar en contacto se intensificó el dolor y la apartó de inmediato. Lloraba y se avergonzaba de ello.

– Se lo preguntaré una vez más: ¿tiene ahí fotos de niños?

– Sí -contestó Ricky-. Sí. Se las enseñaré. Sólo dígame qué quiere, niños, niñas, más pequeños, mayores. Le enseñaré lo que quiera, pero por favor no vuelva a hacerme daño.

El hombre sacó una fotografía de una cartera de piel negra.

– ¿La reconoce?

Era una niña guapa, de pelo oscuro. Llevaba un vestido rosa con una cinta a juego en el pelo. Sonreía. Le faltaba un diente en la encía superior.

– No -dijo Ricky.

La hoja se acercó de nuevo a su brazo, y Ricky volvió a negar, esta vez casi a gritos.

– ¡No! ¡Le digo que no la conozco! Ahí no aparece. Me acordaría. Se lo juro por Dios. Me acordaría. Tengo buena memoria para estas cosas.

– ¿De dónde ha sacado estas fotos?

– De Boston, en su mayoría. Me las mandan. A veces tengo que escanearlas, pero normalmente me llegan ya en disco. También hay películas. Me llegan en discos o DVD. Yo sólo las cuelgo en las páginas. No he hecho daño a un niño en mi vida. Ni siquiera me gustan esas cosas. Sólo hago lo que me dicen.

– Ha dicho «en su mayoría».

– ¿Eh?

– Ha dicho que «en su mayoría» le llegan de Boston. ¿De dónde más?

Ricky buscó una posible mentira, pero el cerebro no le respondía. El dolor en el brazo se le adormecía un poco, pero también la mente. Se sintió mareado y se preguntó si iba a desmayarse.

– A veces otra gente me traía material -dijo-. Ahora ya no tanto.

– ¿Quiénes?

– Hombres. Un hombre, quiero decir. Había un tipo, me traía material bastante bueno. Vídeos. De eso hace mucho tiempo. Años.

Ricky mentía por omisión. Curiosamente, el dolor en el brazo lo ayudaba a mantener la cabeza clara porque lo obligaba a tomar conciencia de la posibilidad de sufrir más dolor si no jugaba bien sus cartas. Era cierto que aquel hombre le había proporcionado material -sin duda filmaciones domésticas, aunque de una calidad muy por encima de la media, a pesar de que los movimientos de cámara eran un tanto estáticos-, pero había sido más bien un gesto de buena voluntad. Fue uno de los primeros que se dirigieron a Ricky con la intención de alquilar a un niño durante unas horas, que se había dirigido a él por el contacto de un conocido común de esa parte del estado, un hombre de cierta notoriedad entre personas con tales inclinaciones. Los caballeros de Boston le habían dicho que ocurriría, y así había sido.

– ¿Cómo se llamaba?

– No me dio su nombre, y yo no se lo pregunté. Me limité a pagarle. Era un buen material.

Más medias verdades, más mentiras, pero Ricky confiaba en sus aptitudes. No era tonto ni mucho menos, y él lo sabía.

– ¿No temió que pudiera ser un poli?

– No era un poli. Eso saltaba a la vista.

Moqueaba, las secreciones de la nariz se mezclaban con las lágrimas.

– ¿De dónde vino?

– No lo sé. De algún sitio en el norte.

El hombre observaba a Ricky atentamente, y se dio cuenta de cómo movía los ojos cuando mentía. Dave Glovsky, el Adivinador, casi se habría enorgullecido de él en ese momento.

– ¿Alguna vez ha oído hablar de un lugar llamado Galaad?

Otra vez el signo revelador, el cuerpo delatando la dificultad que sentía el cerebro al camuflar la mentira.

– No, nunca, salvo cuando era pequeño, en catequesis.

El hombre permaneció un momento en silencio. Ricky se preguntó si se había excedido en sus mentiras.

– ¿Tiene una lista de las personas que pagan por todo esto?

Ricky negó con la cabeza.

– Todo va por tarjeta de crédito. Los hombres de Boston se ocupan de eso. Sólo tengo direcciones de correo electrónico.

– ¿Y quiénes son esos hombres de Boston?

– Son europeos del Este, rusos. Sólo conozco los nombres de pila. Tengo unos números a los que telefonear si surge algún problema.

Ricky lanzó un juramento. Pensó que había cometido un error al decir a su agresor una vez más que habría repercusiones por hacerle daño, que desde luego tenía a quien llamar si la operación se veía amenazada. Ricky no quería recordarle a aquel hombre que tal vez no le conviniera dejarlo vivo. El hombre pareció entender la inquietud de Ricky.

– No se preocupe -dijo-. Es lógico que usted llame por esto, lo sé. Ya suponía que se enterarían de una manera u otra, ajá. No me molesta en absoluto. Que vengan. Ya puede quitar eso de la pantalla.

Ricky tragó saliva. Agradecido, cerró los ojos por un instante. Se volvió hacia la pantalla y empezó a retirar las imágenes. Separó los labios.

– Gra…

La bala abrió un enorme orificio en la parte posterior de la cabeza de Ricky, y otro mayor, de salida, en la cara. Hizo añicos la pantalla, y algo en el monitor reventó con un estallido apagado y empezó a despedir un humo acre. La sangre siseó y burbujeó en los circuitos que habían quedado a la vista. El casquillo expulsado había rebotado contra un archivador y caído cerca de la silla de Ricky. La posición era casi demasiado buena, así que el visitante, golpeándolo con un lado del zapato, lo lanzó hacia la papelera. Como había dejado huellas de sus botas en el linóleo, buscó un trapo en un armario, lo puso en el suelo y borró las señales arrastrándolo con el pie derecho. Cuando se aseguró de que todo estaba limpio, entreabrió la puerta y aguzó el oído. Aunque la detonación había sido muy estridente, las dos caravanas contiguas a la de Demarcian seguían a oscuras, y en otras vio el resplandor de los televisores, incluso oyó lo que daban, de tan alto como tenían el volumen. Salió de la caravana, cerró la puerta y desapareció en la noche. Se detuvo tan sólo en una gasolinera del camino para comunicar que se había oído un disparo en Pinar la Tranquilidad y había alcanzado a ver lo que parecía un Mustang antiguo marcharse a toda velocidad del lugar de los hechos.

A Frank Merrick no le gustaba que nadie se interpusiera en su camino, pero sentía cierto respeto por el detective privado. Además, matarlo ocasionaría más problemas de los que resolvería, pero matar a otro con la pistola del detective le crearía a éste problemas más que suficientes para tenerlo ocupado, y sólo unos pocos a Merrick.

Porque Merrick sabía que a esas alturas se había quedado totalmente solo. No le importaba. Se había cansado del viejo abogado y de sus meticulosas preguntas un tiempo antes, y Eldritch había dejado claro cuando se presentó en Portland después de la detención de Merrick que su relación profesional había terminado. Los comentarios del detective privado acerca de las motivaciones de Eldritch, más concretamente acerca de quienquiera que hubiese ordenado al abogado ayudar a Merrick, no habían hecho más que exacerbar sus propias dudas. Era hora de poner fin a aquello. Todavía le quedaba algún que otro asunto por resolver, pero luego se iría al noroeste. Tendría que haber ido allí mucho antes, pero había albergado la certeza de que encontraría algunas de las respuestas que buscaba en aquella pequeña ciudad costera. Pero ya no estaba tan seguro, y Galaad lo llamaba.

Merrick cogió la cinta adhesiva y pegó la pistola del detective bajo el asiento del conductor. Le había gustado sentir su peso en la mano. Hacía mucho tiempo que no disparaba una pistola, y más aún con ira. Ahora había vuelto a saborearlo. Había evitado llevar armas por si la policía iba a por él. No quería volver a la cárcel. Pero había llegado el momento de actuar, y la pistola del detective era idónea para el trabajo que tenía que hacer.

– Tranquila, cariño -susurró Merrick al alejarse de las luces de la gasolinera y dirigirse de nuevo hacia el este-. No tardaré. Papi ya llega.

24

Perdí la noción del tiempo. Las horas se convirtieron en minutos y los minutos en horas. Me escocía la piel por el roce de la arpillera, y la sensación de asfixia inminente nunca me abandonaba. Algún que otro susurro me llegaba de entre las sombras, a veces de cerca y a veces de lejos. En una o dos ocasiones empecé a adormecerme, pero la cinta en la boca me dificultaba la respiración y casi tan pronto como me dormía volvía a despertarme, respirando entrecortadamente por la nariz como un purasangre después de una larga carrera, con el ritmo cardiaco acelerado, apartando la cabeza de la almohada en un esfuerzo por aspirar más oxígeno. Dos veces tuve la impresión de que algo me había tocado el cuello antes de despertar, y el roce fue tan frío que me ardió la piel. En ambos casos intenté quitarme la arpillera, pero Merrick la había sujetado bien. Cuando oí el ruido de la puerta de entrada al abrirse y cerrarse, seguido de unos pasos sonoros e intencionados escalera arriba, me hallaba en un estado de total desorientación, pero incluso con los sentidos alterados percibí que las presencias retrocedían, alejándose de mí al aproximarse el desconocido.

Alguien entró en la habitación. Sentí cerca un calor corporal y me llegó el olor de Merrick. Noté sus dedos en la cinta en torno a mi cuello, y luego me quitó el saco y por fin pude ver otra vez. Pequeños soles blancos estallaron en mi campo visual, de modo que por un momento no distinguí las facciones de Merrick. Su rostro era un semblante en blanco donde yo podía pegar el demonio que quisiera, construir una imagen de todo aquello que temía. Entonces empezaron a desvanecerse los puntos ante mis ojos, y de nuevo lo vi claramente. Parecía preocupado e incómodo, ya no se le veía tan seguro como cuando yo lo había encontrado junto a mi cama al despertar, y desviaba la mirada hacia los rincones más oscuros de la habitación. Advertí que ya no se quedaba de espaldas a la puerta. En lugar de eso procuraba no perderla de vista, como si temiera ofrecer una posición vulnerable a un posible ataque por la espalda.

Merrick me miró fijamente, pero no dijo nada. Se tiraba del labio inferior con la mano izquierda mientras reflexionaba. No había el menor rastro de mi pistola. Por fin dijo:

– Esta noche he hecho algo que quizá no debería haber hecho. Pero, para bien o para mal, ya no hay vuelta atrás. Estaba harto de esperar. Ha llegado el momento de hacerlos salir. Va a causarte algún problema, eso no lo dudes, pero ya te las arreglarás. Cuéntales lo que ha pasado aquí y te creerán, al final. Entretanto correrá la voz y vendrán.

Y entonces Merrick hizo algo raro. Se dirigió lentamente hacia uno de los armarios del dormitorio, llevaba mi pistola a la vista metida bajo el cinturón. Apoyando la mano izquierda contra la puerta de listones, sacó la Smith 10 con la derecha. Casi parecía escudriñar a través de los listones, como si estuviera convencido de que dentro había alguien oculto. Cuando por fin la abrió, lo hizo con mucha cautela, desplazándola lentamente con la mano izquierda y empleando el cañón de la pistola para explorar el espacio entre las chaquetas, las camisas y los abrigos allí colgados.

– ¿Seguro que vives aquí tú solo? -preguntó.

Asentí con la cabeza.

– No me da la sensación de que estés solo -señaló. No noté la menor insinuación de amenaza, ni que pensara que le había mentido, sino sólo una inquietud más profunda por algo que no entendía. Cerró la puerta despacio y volvió junto a la cama.

– No tengo nada personal contra ti -dijo-. Ahora ya estamos en paz. Creo que haces lo que consideras correcto, pero te has interpuesto en mi camino y eso no pienso tolerarlo. Peor aún, creo que eres un hombre que se deja influir por la conciencia, y la conciencia no es más que el zumbido de una mosca en la cabeza. Es una molestia, una distracción. Yo no tengo tiempo para eso, nunca lo he tenido.

Levantó lentamente el arma. La boca del cañón me miró, negra, sin parpadear, como un ojo vacío.

– Ahora podría matarte. Ya lo sabes. No me costaría mucho más que una gota de lástima. Pero te dejaré vivir.

Expulsé el aire de los pulmones con un resoplido, incapaz de reprimir una sensación que rayaba en gratitud. No iba a morir, no a manos de aquel hombre, no ese día. Merrick reconoció el sonido.

– Así es, vivirás, pero recuerda esto, y no lo olvides nunca. Tu vida ha estado a mi merced y te he dejado libre. Sé la clase de hombre que eres, con o sin conciencia. Te pondrás como un basilisco por cómo he entrado en tu casa, por el daño que te he hecho, porque te he humillado en tu propia cama. Desearás devolvérmela, pero te advierto que la próxima vez que te tenga a tiro no gastaré saliva antes de apretar el gatillo. Todo esto terminará pronto; después me marcharé. Te dejo material más que suficiente para pensar. Ahórrate la ira. Ya tendrás motivos de sobra para volver a usarla.

Apartó el arma y alargó el brazo, una vez más, hacia su pequeña cartera. Extrajo una botella de cristal y un paño amarillo; a continuación desenroscó el tapón de la botella e impregnó el paño con su contenido. Distinguí el olor. No era malo, y casi podía saborear el dulzor del líquido. Moví la cabeza en un gesto de negación, con los ojos cada vez más abiertos, mientras Merrick se inclinaba sobre mí sosteniendo el paño en la mano derecha y yo empezaba a marearme ya por el olor del cloroformo. Intenté sacudirme, golpearlo con las piernas, pero de nada sirvió. Me agarró del pelo para inmovilizarme la cabeza y apretó el paño contra mi nariz.

Y las últimas palabras que oí fueron:

– Es un acto de misericordia, Parker.


Abrí los ojos. La luz se filtraba por las cortinas. Unas agujas me traspasaban el cráneo. Intenté incorporarme, pero me pesaba mucho la cabeza. Tenía las manos libres, y la cinta adhesiva había desaparecido de mi boca. Noté el sabor de la sangre en los labios donde la cinta se había llevado la piel al arrancármela. Me incliné y cogí el vaso de agua en la mesita de noche. Veía borroso y casi lo tiré al suelo. Antes de intentarlo de nuevo esperé a que la habitación dejase de girar, y a que las imágenes dobles se unieran en una sola. Cerré la mano en torno al vaso y me lo acerqué a los labios. Estaba lleno. Merrick debió de volver a llenarlo y dejarlo a mi alcance. Bebí un largo sorbo derramando agua en la almohada, y luego me quedé allí un rato. Cerré los ojos e intenté contener las náuseas que me sobrevinieron. Al cabo de un rato me sentí con fuerzas para darme la vuelta en la cama hasta que caí al suelo. Percibí el frío de la madera en la cara. Me arrastré hasta el cuarto de baño y apoyé la cabeza en la taza del inodoro. Al cabo de un momento vomité y me sumí nuevamente en un sueño envenenado sobre las baldosas.

Me despertó el timbre de la puerta. La textura de la luz había cambiado. Debían de ser ya más de las doce del mediodía. Me levanté, sosteniéndome en la pared del baño hasta que tuve la seguridad de que no me fallarían las piernas, y entonces avancé a trompicones hasta la silla donde había dejado la ropa la noche anterior. Me puse unos vaqueros, una camiseta y, para más abrigo, una sudadera con capucha y, descalzo, con paso vacilante, bajé por la escalera hasta la puerta. A través del cristal vi fuera tres siluetas, y había dos coches que no conocía en el camino de acceso. Uno era un coche patrulla de la policía de Scarborough.

Abrí la puerta. Conlough y Frederickson, los dos inspectores de Scarborough que habían interrogado a Merrick, estaban allí, junto con un tercer individuo cuyo nombre desconocía. Era el que había estado hablando con el agente del FBI, Pender. Detrás de ellos, Ben Ronson, un policía de Scarborough, se apoyó en el coche patrulla. Normalmente Ben y yo habríamos cruzado unas palabras si nos hubiésemos encontrado en la calle, pero en ese momento tenía el rostro inmóvil e inexpresivo.

– Señor Parker -dijo Conlough-. ¿Podemos pasar? ¿Recuerda a la inspectora Frederickson? Tenemos que hacerle unas preguntas. -Señaló al tercer hombre-. Éste es el inspector Hansen, de la jefatura de policía del estado en Gray. Puede decirse que es quien está al mando, supongo.

Hansen, aparentemente en forma, tenía el pelo muy negro, y una sombra oscura en las mejillas revelaba el uso de una maquinilla de afeitar barata durante demasiados años. Los ojos eran más verdes que azules, y la postura, relajada pero acechante, recordaba a un lince a punto de abalanzarse sobre una presa fácil. Llevaba una chaqueta azul marino de buen corte, acompañada de una camisa muy blanca y una corbata azul marino de rayas doradas.

Retrocedí y los dejé pasar. Observé que ninguno de ellos me dio la espalda. Fuera, Ronson, como quien no quiere la cosa, se había llevado la mano hacia la pistola.

– ¿Les parece bien en la cocina? -pregunté.

– Claro -contestó Conlough-. Usted primero.

Me siguieron a la cocina. Me senté a la mesa del desayuno. En otras circunstancias me habría quedado de pie para no darles ventaja, pero todavía me sentía débil y las piernas apenas me sostenían.

– Tiene mal aspecto -comentó Frederickson.

– He pasado mala noche.

– ¿Quiere contárnoslo?

– ¿Van a contarme antes por qué están aquí?

Pero ya lo sabía. Merrick.

Conlough tomó asiento frente a mí mientras los otros permanecían de pie.

– Mire -dijo-, podemos aclararlo todo aquí y ahora si no se anda por las ramas. De lo contrario… -dirigió una mirada elocuente a Hansen- esto podría ponerse feo.

Debería haber solicitado la presencia de un abogado, pero eso habría implicado una visita inmediata a la comisaría de Scarborough, o quizás a Gray o incluso a Augusta. La presencia de un abogado habría implicado horas en una celda o en una sala de interrogatorios, y no sabía hasta qué punto me encontraba en condiciones de afrontarlo. Tarde o temprano necesitaría un abogado, pero de momento estaba en mi casa, sentado a la mesa de la cocina, y no iba a marcharme de allí a menos que fuese absolutamente inevitable.

– Anoche Frank Merrick entró aquí, en casa, por la fuerza -dije-. Me esposó a la cama. -Les enseñé las señales en las muñecas-. Luego me amordazó, me tapó los ojos y se llevó mi pistola. No sé cuánto tiempo me dejó así. Cuando regresó, me dijo que había hecho algo que no debería haber hecho y después me durmió con cloroformo. Cuando he recuperado el conocimiento, me había quitado las esposas y la cinta adhesiva de la boca. Él ya no estaba. Creo que aún tiene mi pistola.

Hansen se reclinó contra la encimera de la cocina. Tenía los brazos cruzados.

– Menuda historia -dijo.

– ¿Qué pistola se llevó? -preguntó Conlough.

– Una Smith & Wesson, diez milímetros.

– ¿Con qué munición?

– Cor-Bon. Ciento ochenta gramos.

– Eso es poca cosa para una diez milímetros -observó Hansen-. ¿Acaso le preocupa que se agriete el armazón?

Moví la cabeza en un gesto de incredulidad.

– ¿Es una broma o qué? ¿A qué viene eso ahora?

Hansen se encogió de hombros.

– Era sólo por preguntar.

– Es un mito personal mío. ¿Contento?

No contestó.

– ¿Tiene la caja de munición de las Cor-Bon? -preguntó entonces Conlough.

Sabía adónde quería ir a parar con aquello. Supongo que lo supe en cuanto vi a los tres inspectores ante mi puerta y, de no haber estado mareado, casi podría haber admirado la circularidad de lo que, sospechaba, había hecho Merrick. Había utilizado el arma contra alguien, pero se la había quedado. Si se recuperaba la bala, podría compararse con la caja de munición en mi haber. Era un reflejo exacto de la manera en que lo habían relacionado a él con el asesinato de Barton Riddick en Virginia. Puede que se hubiera desacreditado el análisis balístico, pero, tal y como él había prometido, se las había ingeniado para meterme en un buen lío. Fue la pequeña broma de Merrick a mi costa. No sabía cómo habían llegado hasta mí tan pronto, pero sospechaba que eso también era obra de Merrick.

– Voy a tener que llamar a un abogado -dije-. No pienso contestar a más preguntas.

– ¿Tiene algo que esconder? -preguntó Hansen. Intentó sonreír, pero era una mueca desagradable, como una grieta en mármol viejo-. ¿A qué viene tanta preocupación por el abogado? Relájese. Sólo estamos hablando.

– ¿Ah, sí? ¿Eso estamos haciendo? Si a ustedes les da igual, a mí no me interesa mucho su conversación.

Miré a Conlough. Se encogió de hombros.

– Pues tendrá que ser con abogado -dijo.

– ¿Estoy detenido? -pregunté.

– Todavía no -respondió Hansen-. Pero podemos tomar ese camino si usted quiere. Así que elija: ¿lo detenemos o conversamos?

Me lanzó una mirada de policía, marcada por una falsa sonrisa y la certidumbre de que lo tenía todo bajo control.

– Creo que no nos conocemos -dije-. Seguro que le recordaría, sólo por tener la certeza de que el placer no iba a repetirse.

Conlough carraspeó tapándose la boca con la mano y se volvió hacia la pared. Hansen no cambió de expresión.

– Soy un recién llegado -comentó Hansen-. Sin embargo, ya he rondado lo mío, he trabajado en grandes ciudades…, igual que usted, supongo, así que a mí su reputación me la trae floja. Quizás aquí en el norte, con sus batallitas y sangre en las manos, lo tienen por un fuera de serie, pero a mí no me gusta la gente que se toma la justicia por su mano. Representa un fallo del sistema, un defecto de funcionamiento. En su caso, me propongo reparar ese defecto. Esto es el primer paso.

– No es de buena educación faltarle el respeto a un hombre en su propia casa -dije.

– Por eso ahora vamos a marcharnos todos, para que pueda seguir faltándote el respeto en otra parte.

Haciendo una seña con los dedos, me indicó que me levantara. Todo en su actitud hacia mí rezumaba puro desprecio, y de momento yo no podía hacer nada más que tragármelo. Si me excedía en la reacción, perdería los estribos, y no quería darle a Hansen la satisfacción de esposarme.

Cabeceé y me puse en pie. A continuación me calcé unas zapatillas deportivas que siempre dejaba junto a la puerta de la cocina.

– Vamos, pues -dije.

– Apóyese primero contra esa pared, si no le importa -ordenó Hansen.

– Debe de estar de broma -contesté.

– Sí, soy todo un bromista -repuso Hansen-. Eso es algo que tenemos en común. Ya sabe lo que tiene que hacer.

Separé las piernas y apoyé las manos abiertas en la pared mientras Hansen me cacheaba. Una vez convencido de que no escondía un arsenal, retrocedió y salí tras él, seguido por Conlough y Frederickson. Fuera, Ben Ronson ya me había abierto la puerta trasera del coche patrulla. Oí los ladridos de un perro. Walter corría por el campo que separaba mi propiedad de la de los Johnson. Bob Johnson iba detrás de Walter, pero vi preocupación en su rostro. Cuando el perro se acercó, noté que los policías se ponían tensos. Ronson se llevó la mano a la pistola otra vez.

– Tranquilos -dije-. No hace nada.

Walter percibió que los hombres en el jardín no le tenían el menor aprecio. Se detuvo en un hueco entre los árboles que daban al jardín delantero y emitió un ladrido vacilante antes de acercarse despacio hacia mí, meneando el rabo suavemente pero con las orejas gachas. Miré a Conlough, y él me dio permiso con un gesto. Me aproximé a Walter y le acaricié la cabeza.

– Tienes que quedarte con Bob y Shirley, perrito -dije. Apretó la cabeza contra mi pecho y cerró los ojos. Bob había llegado donde estaba Walter momentos antes. De sobra sabía que no tenía sentido preguntar si todo estaba en orden. Agarré a Walter por el collar y lo arrastré hacia Bob. Hansen no me quitó ojo.

– ¿Puedes quedártelo unas horas? -pregunté.

– Ningún problema -contestó. Era un hombre menudo y vital, con la mirada alerta detrás de las gafas. Bajé la vista hacia el perro, y mientras le daba unas palmadas, pedí a Bob en voz baja que telefoneara al Black Point Inn. Le di el número de la habitación donde se alojaban Ángel y Louis y le dije que los informara de que un tal Merrick me había hecho una visita.

– Por supuesto. ¿Puedo hacer algo más por ti?

Eché un vistazo a los cuatro policías.

– La verdad, Bob, es que creo que no.

Dicho esto, regresé al coche patrulla y me senté en el asiento trasero, y Ronson me llevó a la comisaría de Scarborough.

25

Me dejaron en la sala de interrogatorios de la comisaría de Scarborough mientras esperábamos a Aimee Price, y una vez más sentí que iba tras los pasos de Merrick. Hansen pretendía llevarme a Gray, pero Wallace MacArthur, que apareció en cuanto supo que me estaban interrogando, intervino en mi favor. Lo oí defenderme al otro lado de la puerta, instando a Hansen a mantener a raya a los perrazos durante un rato. Sentí una inexpresable gratitud hacia él, no tanto por ahorrarme el desagradable paseo hasta Gray con Hansen, sino por estar dispuesto a salir a la palestra cuando él mismo debía de albergar sus dudas.

Nada había cambiado en la sala desde que Merrick ocupó aquel asiento. Incluso los trazos infantiles en la pizarra eran los mismos. No me esposaron, y Conlough me trajo una taza de café y un donut rancio. Aún me dolía la cabeza, pero poco a poco tomé conciencia de que probablemente había hablado demasiado en casa. Ignoraba aún qué había hecho Merrick, pero tenía la certeza casi absoluta de que alguien había muerto por ello. Mientras tanto, me daba cuenta de que había admitido a todos los efectos que se había empleado mi pistola para cometer un crimen. Si Hansen decidía jugar fuerte y presentar cargos contra mí, acabaría entre rejas con escasas posibilidades de conseguir la libertad bajo fianza. En el mejor de los casos, podía retenerme durante días y dejar a Merrick las manos libres para causar estragos con la Smith 10.

Después de permanecer a solas con mis pensamientos durante una hora, se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró Aimee Price. Vestía falda y chaqueta negras con blusa blanca. El maletín, de piel cara, resplandecía. Toda ella era la viva imagen de la eficacia. A mí, en contraste, se me veía en un estado lamentable, y tal cual me lo dijo.

– ¿Se ha enterado ya de lo que está ocurriendo? -pregunté.

– Sólo sé que investigan un asesinato. Un muerto. Varón. Es evidente que creen que usted puede ayudarlos con ciertos detalles.

– Cómo lo maté, por ejemplo.

– Seguro que se alegra de haber conservado mi tarjeta -dijo.

– Creo que me ha traído mala suerte.

– ¿Quiere decirme cuánta?

Se lo conté todo, desde la llegada de Merrick a la casa hasta el momento en que Ronson me metió en la parte trasera del coche patrulla. No omití ni un solo detalle, salvo el de las voces. Aimee no necesitaba saber nada de eso.

– ¿Cómo puede ser tan tonto? -preguntó cuando acabé-. Hasta un niño sabe que no debe responder a las preguntas de un policía sin un abogado delante.

– Estaba cansado. Me dolía la cabeza. -Me di cuenta de lo patéticas que resultaban mis excusas.

– Bobo. No diga ni una palabra más a menos que se lo indique yo con una señal de la cabeza.

Se dirigió a la puerta y la golpeó con los nudillos para indicar a los policías que podían entrar. Apareció Conlough seguido de Hansen. Ocuparon dos sillas frente a nosotros. Me pregunté cuánta gente debía de amontonarse en torno al monitor fuera de la sala para escuchar las preguntas y las respuestas transmitidas desde la sala, para observar a las cuatro figuras que danzaban una alrededor de la otra sin moverse.

Aimee levantó una mano.

– Antes que nada tienen que explicarnos a qué viene todo esto -dijo.

Conlough miró a Hansen.

– Anoche murió un hombre llamado Ricky Demarcian. Le pegaron un tiro en la cabeza en un cámping de caravanas llamado Pinar la Tranquilidad. Tenemos un testigo que dice haber visto un Mustang como el de su cliente alejarse del lugar de los hechos. Incluso nos dio el número de matrícula.

Podía imaginarme lo que sucedía en ese preciso momento, mientras hablábamos, en el Pinar la Tranquilidad. Allí estaría la unidad de recogida de pruebas del Departamento de Investigación Criminal del estado, junto con la furgoneta blanca del técnico de Scarborough, que tenía las puertas traseras personalizadas con imágenes ampliadas de sus propias huellas digitales. Hombre de una meticulosidad obsesiva, se lo consideraba uno de los mejores especialistas de Maine, y era poco probable que los técnicos de la policía del estado lo disuadieran de colaborar con ellos. El centro de mando móvil rojo y blanco, utilizado conjuntamente con el cuerpo de bomberos, se hallaría también presente. Habría curiosos, mirones, testigos potenciales a los que interrogar, furgonetas de las distintas emisoras locales, todo un circo que convergía en una pequeña caravana de un patético cámping. Obtendrían moldes en el lugar del crimen con la esperanza de que las marcas de las ruedas coincidiesen con los neumáticos de mi Mustang. No encontrarían ninguna equivalente, pero eso daba igual. Podían aducir que acaso el coche estuviese aparcado en la carretera, lejos de la tierra. La imposibilidad de establecer un vínculo con mi coche no demostraría mi inocencia. Entretanto, Hansen probablemente habría puesto en marcha la solicitud de una orden para registrar mi casa, incluido mi garaje, si es que no la tenía ya. Querría el coche, y el arma. En ausencia de esta última, se conformaría con la caja de munición Cor-Bon.

– ¿Un testigo? -preguntó Aimee-. ¿En serio? -Pronunció la palabra con toda la intención del mundo, dejando claro que la sola idea se le antojaba tan verosímil como el rumor de que el ratoncito Pérez había sido sorprendido con un saco lleno de dientes-. ¿Quién es el testigo?

Hansen no se movió, pero Conlough cambió casi imperceptiblemente de posición en su silla. No había testigo. Era un aviso anónimo, y siendo así, procedía de Merrick. No obstante, eso no mejoraba mi situación. De las preguntas sobre mi munición se desprendía que Merrick había matado a Demarcian con mi pistola, y era probable que hubiera dejado pruebas en el lugar de los hechos. ¿Sería sólo la bala o un casquillo? ¿O también la pistola? De ser así, tendría mis huellas por todas partes, y no las suyas.

«No me queda más remedio que causarte algún que otro problema; así no tendrás tiempo para preocuparte por mí.»

– En estos momentos no podemos decirlo -contestó Hansen-. Y lamento que suene a película mala, pero en principio somos nosotros quienes hacemos las preguntas.

Aimee se encogió de hombros.

– Adelante, pregunte. Pero antes me gustaría llamar a un médico. Quiero que se fotografíen las magulladuras en el costado de mi cliente. Ustedes mismos verán que presenta las marcas de lo que parece el impacto de un puño. Un médico podrá decir lo recientes que son. También ha perdido recientemente piel en los labios cuando le arrancaron la cinta adhesiva pegada a su boca. Queremos que se fotografíen igualmente esas lesiones. Me gustaría asimismo que se le tomen a mi cliente muestras de sangre y orina para confirmar la presencia en el organismo de niveles de triclorometano por encima de la media.

Lanzó estas peticiones como balas. Conlough pareció recibir el pleno impacto de todas ellas.

– Triclo… ¿qué? -preguntó, pidiendo ayuda a Hansen con la mirada.

– Cloroformo -aclaró Hansen sin inmutarse-. Podría haber dicho simplemente cloroformo -añadió dirigiéndose a Aimee.

– Podría, pero no les habría impresionado ni la mitad. Esperaremos a que llegue el médico, y luego podrán empezar con sus preguntas.

Los dos inspectores salieron sin decir nada más. Después de una hora, durante la cual Aimee y yo permanecimos en silencio, llegó un médico del Centro Médico Maine de Scarborough. Me acompañó al lavabo de caballeros, y allí le proporcioné una muestra de orina y me extrajo un poco de sangre del brazo. Cuando terminó, examinó la magulladura del costado. Aimee entró con una cámara digital y me fotografió los hematomas y los cortes en los labios. Después nos acompañaron otra vez a la sala de interrogatorios, donde Conlough y Hansen nos esperaban ya.

Repasamos las preguntas anteriores. Cada vez, antes de abrir la boca, yo aguardaba la seña de Aimee para indicarme que podía contestar sin riesgo. En cambio, cuando plantearon el tema de la munición, levantó el bolígrafo.

– Mi cliente les ha dicho ya que el señor Merrick le robó el arma.

– Queremos asegurarnos de que la munición coincide -explicó Hansen.

– ¿Ah, sí? -preguntó Aimee, y ahí estaba otra vez, ese escepticismo edulcorado, como un limón bañado en azúcar extrafino-. ¿Por qué?

Hansen no contestó. Tampoco Conlough.

– No tienen la pistola, ¿verdad, inspectores? -dijo Aimee-. Tampoco tienen testigo. Lo único que tienen, deduzco, es un casquillo y probablemente la propia bala. ¿Me equivoco?

Hansen la miró de hito en hito intentando obligarla a bajar los ojos, pero al final desistió. Conlough se contemplaba las uñas.

– ¿Me equivoco? -repitió Aimee.

Hansen asintió con la cabeza. Parecía un colegial escarmentado.

Como yo ya suponía, Merrick había cuidado los detalles. Había dejado en el lugar de los hechos la misma clase de pruebas con las que en otro tiempo intentaron condenarlo. Ahora ningún tribunal dictaría sentencia basándose sólo en eso; aun así, Merrick había conseguido enturbiar las aguas.

– Podemos conseguir una orden -dijo Hansen.

– Hágalo -replicó Aimee.

– No.

Aimee me fulminó con la mirada. Hansen y Conlough alzaron la vista.

– No necesitan una orden.

– Pero ¿qué pretende…? -empezó a decir Aimee, pero la interrumpí apoyando la mano en su brazo.

– Entregaré la munición. Comprobarán que coinciden. Me cogió la pistola y mató a Demarcian con ella. Luego dejó el casquillo e hizo la llamada para que ustedes viniesen a llamar a mi puerta. Es lo que él entiende por una broma. Merrick estuvo a punto de ser juzgado por asesinato en Virginia sin más prueba que una coincidencia balística, pero el caso se vino abajo cuando el FBI empezó a dar señales de pánico por la dudosa fiabilidad de los análisis. Incluso sin eso, probablemente el caso habría sido insostenible. Merrick lo hizo para crearme problemas, así de sencillo.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Conlough.

– Ya conoce la respuesta. Usted mismo lo interrogó en esta sala. Su hija desapareció cuando él estaba en la cárcel. Quiere averiguar qué le pasó. Pensó que yo me interponía en su camino.

– ¿Por qué no lo mató sin más? -preguntó Hansen. Daba la impresión de que, en tal caso, hubiese perdonado el impulso de Merrick.

– No habría estado bien desde su punto de vista. Tiene una especie de sistema de valores.

– Pero esos valores no le impidieron meterle una bala en la cabeza a Ricky Demarcian, en el supuesto de que esté usted diciendo la verdad -dijo Hansen.

– ¿Qué interés iba a tener yo en matar a Demarcian? -pregunté-. Hasta esta mañana ni siquiera sabía quién era.

Conlough y Hansen volvieron a cruzar una mirada. Al cabo de unos segundos, Hansen dejó escapar un profundo suspiro e hizo un gesto con la mano derecha, indicando «adelante». Parecía a punto de rendirse. Su anterior aplomo se evaporaba. Las magulladuras, los análisis para confirmar la presencia del cloroformo en la sangre, todo lo había hecho tambalearse. Además, en el fondo sabía que yo decía la verdad. Sencillamente prefería no creerlo. Encerrarme le habría procurado cierto placer. Yo ofendía su sentido del orden. Aun así, por mucha antipatía que yo le despertara, era lo bastante rigorista como para no amañar las pruebas, y más pensando que al final el caso le estallaría en la cara tan pronto como lo presentara ante un juez.

– La caravana de Demarcian estaba abarrotada de equipo informático -dijo Conlough-. Sospechamos que tenía relación con el crimen organizado de Boston. Por lo visto, elaboraba las páginas web de ciertos servicios de acompañantes.

– ¿Para los italianos?

Conlough negó con la cabeza.

– Para los rusos.

– No es buena gente.

– No. Por lo que ha llegado a nuestros oídos, las páginas no sólo incluían acompañantes adultos.

– ¿También niños?

Conlough volvió a mirar a Hansen, pero Hansen se había refugiado tras un deliberado silencio.

– Como he dicho, son habladurías, pero no había ninguna prueba. Sin pruebas no podíamos conseguir una orden. Ya estábamos en ello, intentando acceder a la lista de Demarcian, pero era un proceso lento.

– Pues, por lo visto, ya se ha resuelto el problema -observé.

– ¿Seguro que nunca ha oído hablar de Demarcian, Parker? -preguntó Hansen-. Parecía la clase de individuo a quien usted podría pegarle un tiro en la cabeza sin mayor problema.

– ¿Qué quiere decir con eso? -repuse.

– No sería la primera vez que esa pistola suya le abre un agujero a alguien. Es posible que, en su opinión, Demarcian se lo mereciese.

Por debajo de la mesa sentí el ligero contacto de la mano de Aimee en la pierna advirtiéndome que no me dejara arrastrar por Hansen.

– Si quiere acusarme de algo, adelante -dije-. De lo contrario, no hace más que gastar saliva. -Dirigí la atención a Conlough-. ¿El balazo era la única herida que presentaba Demarcian?

Conlough no contestó. No podía, supuse, sin revelar las pocas pruebas que aún tenían contra mí. Seguí adelante.

– Si Merrick lo torturó, podría ser que Demarcian, antes de morir, le dijese algo que pudiera serle de utilidad.

– ¿Y qué podía saber Demarcian? -preguntó Conlough.

El tono del intercambio había cambiado. Quizá Conlough dudaba ya desde el principio de mi implicación, pero ahora habíamos pasado de un interrogatorio a una situación en la que dos hombres pensaban en voz alta. Por desgracia, Hansen no vio con buenos ojos el nuevo rumbo. Masculló algo parecido a «Gilipolleces». Pese a que en apariencia Hansen estaba al mando, Conlough le lanzó una mirada de advertencia, pero las ascuas del fuego desatado dentro de Hansen aún ardían y él no estaba dispuesto a apagarlo a menos que no le quedara más remedio. Hizo un último intento.

– Son gilipolleces -repitió-. Es su pistola. Es su coche el que el testigo vio abandonar el lugar de los hechos. Es su dedo…

– ¡Eh! -lo interrumpió Conlough. Se puso en pie y se dirigió hacia la puerta indicando a Hansen que lo acompañara. Hansen echó atrás la silla y salió. La puerta se cerró.

– ¿No es admirador suyo? -preguntó Aimee.

– En realidad lo he conocido hoy. En general, la policía del estado no me aprecia mucho, pero éste tiene un agravio permanente.

– Puede que deba subir mis honorarios. Por lo visto no le cae bien a nadie.

– Gajes del oficio. ¿Cómo vamos?

– Bien, creo, al margen de su incapacidad para mantener la boca cerrada. Supongamos que Merrick mató a Demarcian con su pistola. Supongamos que hizo él la llamada notificando la presencia de su coche. Sólo tienen la prueba balística, y ninguna relación directa con usted aparte de la caja de munición. No basta con eso para acusarle de nada, no hasta que establezcan la coincidencia balística o encuentren una huella en el casquillo. Aun así, no me imagino que el fiscal dé el visto bueno a menos que la policía presente más pruebas relacionándolo a usted con el lugar de los hechos. No les será difícil conseguir una orden para registrar su casa en busca de la caja de munición, así que puede que haya hecho bien entregándola. Si las cosas se tuercen, podría sernos útil ante el juez que haya cooperado desde el principio. Aunque si tienen la pistola, podríamos vernos en serias dificultades.

– ¿Por qué iba a dejar yo mi pistola en el lugar del crimen?

– Ya sabe que ellos no piensan lo mismo. Si eso basta para retenerlo, lo usarán. Esperaremos a ver qué pasa. Si tienen el arma, no tardarán en esgrimirla. Pero viendo lo bien que se entiende con el inspector Conlough, me inclino a pensar que la pistola se fue con Merrick.

– Golpeteó la mesa con el bolígrafo-. Según parece, a Conlough tampoco le cae muy bien Hansen.

– Conlough está bien, pero sospecho que también él me cree muy capaz de matar a alguien como Demarcian. Sólo que piensa que, si lo hubiera matado yo, habría borrado mejor mi rastro.

– Y tal vez habría esperado a que él tuviera una pistola en la mano -añadió Aimee-. Dios mío, esto es como el Salvaje Oeste.

Pasaron los minutos. Quince. Veinte. Treinta.

Aimee miró el reloj.

– ¿Qué estarán haciendo ahí fuera?

Se disponía a levantarse para averiguar qué pasaba cuando oí un ruido peculiar y a la vez conocido. Era el ladrido de un perro. Se parecía mucho a Walter.

– Creo que es mi perro -dije.

– ¿Han traído a su perro? ¿Como qué? ¿Como testigo?

Se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró Conlough. Casi parecía aliviado.

– Puede marcharse -anunció-. Tendremos que hacer una declaración, pero por lo demás está en libertad.

Aimee intentó en vano disimular su sorpresa. Seguimos a Conlough afuera. Bob y Shirley Johnson estaban en la recepción, Bob de pie, sujetando a Walter por la correa, Shirley sentada en una dura silla de plástico, con su andador de ruedas al lado.

– Se ve que la anciana no duerme bien -comentó Conlough-. Le gusta sentarse junto a la ventana cuando le duelen las articulaciones. Vio a su hombre salir de la casa a las tres de la madrugada y regresar a las cinco. Ha firmado una declaración jurada en la que sostiene que su coche no salió del garaje y que usted se quedó en la casa. La franja entre tres y cinco de la madrugada coincide con la hora de la muerte de Demarcian. -Esbozó una lúgubre sonrisa-. Hansen está que trina. Le gustaba la idea de endilgarle el asesinato a usted. -De pronto se desvaneció su sonrisa-. Aunque no hace falta que se lo recuerde, lo haré de todos modos. Merrick tiene su arma. Mató a Demarcian con ella. Yo que usted intentaría recuperarla antes de que la use otra vez. Entretanto, debería aprender a cuidar un poco más sus objetos personales.

Se dio media vuelta. Me acerqué a los Johnson para darles las gracias. Como era de prever, Walter se puso como loco. Poco después, con mi declaración firmada como es debido, me permitieron marcharme. Aimee Price me llevó a casa. Los Johnson nos habían precedido con Walter, básicamente porque Aimee se negó a dejarlo subir en su coche.

– ¿Ha sabido algo sobre el traslado de Andy Kellog? -pregunté.

– Estoy haciendo todo lo posible para que me den audiencia dentro de uno o dos días.

– ¿Le ha preguntado por el tatuaje?

– Dijo que no llevaba fechas, ni números. Era sólo una cabeza de águila.

Maldije en silencio. Eso significaba que el contacto de Ronald Straydeer no serviría de nada. Otra línea de investigación había quedado en nada.

– ¿Cómo está Andy?

– Se recupera. Aún tiene la nariz hecha un cromo.

– ¿Y la cabeza?

– Ha estado hablando de usted y de Merrick.

– ¿Ha dicho algo interesante?

– Cree que Merrick va a matarlo.

– En fin, no iba muy desencaminado, pero Merrick ha tenido su oportunidad. No la ha aprovechado.

– Eso no quiere decir que no vuelva a intentarlo. No entiendo por qué tiene tanto interés en apartarlo de esto.

– Es un vengador. No quiere que nadie lo prive de la posibilidad de resarcirse.

– ¿Cree que su hija ha muerto?

– Sí. No quiere reconocerlo, pero sabe que es la verdad.

– ¿Y usted cree que ha muerto?

– Sí.

– ¿Y ahora qué piensa hacer?

– Tengo que visitar a otro abogado, y luego me iré a Jackman.

– Dos abogados en un día. Debe de estar ablandándose.

– Estoy vacunado. No debería pasarme nada.

Resopló, pero no contestó.

– Gracias por venir hasta aquí -dije-. Se lo agradezco.

– Pienso mandarle la minuta. No ha sido una obra de caridad.

Nos detuvimos delante de casa. Salí del coche y volví a darle las gracias a Aimee.

– Recuérdelo -dijo-. Soy abogada, no médico. Si vuelve a enzarzarse con Merrick, mis servicios no le servirán de gran cosa.

– Si vuelvo a enzarzarme con Merrick, uno de los dos no necesitará médico ni abogado. No habrá ayuda posible para él.

Negó con la cabeza.

– He ahí otra vez el Salvaje Oeste. Cuídese. Por lo que veo, si no se cuida usted, no lo hará nadie.

Se marchó. Fui a casa de los Johnson y me tomé una taza de café con ellos. Walter tendría que seguir allí unos días más. No les importaba. Creo que tampoco le importaba a Walter. Lo alimentaban mejor que yo. Incluso lo alimentaban mejor de lo que me alimentaba yo mismo. Luego me marché a casa, me duché para quitarme el olor y la sensación de la sala de interrogatorios y me puse una camisa y una chaqueta. Conlough tenía razón. Debía encontrar a Merrick antes de que usara de nuevo la Smith 10. Además, sabía por dónde empezar. Había un abogado en Massachusetts que tenía que responder a algunas preguntas. Hasta entonces había eludido un segundo encuentro con él, pero ya no me quedaba más remedio. Mientras me vestía, me pregunté por qué había retrasado esa conversación con Eldritch. En parte era porque no me parecía de gran ayuda a menos que hubiera algo más en juego, y con el asesinato de Demarcian a manos de Merrick esa circunstancia desde luego ya se daba. Pero también era consciente de que existía otra razón para mi reticencia: su cliente. Pese a que el sentido común, y también el instinto, me empujaban en dirección contraria, estaba dejándome arrastrar inexorablemente hacia el mundo del Coleccionista.

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