Cuarta parte

En la oscura noche

me adentro con resignación.

No temo tanto la oscuridad de la noche

como a los amigos que no conozco,

no me da miedo la noche allá arriba

como me dan miedo los amigos de abajo.

Stevie Smith, Canto fúnebre


26

Telefoneé mientras me guardaba un cargador de alta velocidad para la 9 milímetros en el bolsillo de la chaqueta. El timbre sonó dos veces y Louis atendió. Ángel y él habían llegado al escondite del Coleccionista menos de una hora después de la llamada de Bob Johnson al hotel y habían dejado un mensaje en mi móvil informándome de que estaban, en palabras de Ángel, «en el campo».

– Así que te han echado a patadas de la trena -dijo Louis.

– Sí, ha sido espectacular. Explosiones, cañonazos, toda la pesca. Tenías que haber estado allí.

– Cualquier cosa es mejor que esto.

Estaba de mal humor. Solía ocurrirle cuando pasaba mucho tiempo con su pareja en un espacio cerrado. La vida doméstica de esa pareja debía de ser algo digno de verse.

– Eso lo dices ahora. Antes de que esto acabe, seguro que recuerdas con añoranza el rato que pasaste en el coche. ¿Habéis encontrado algo?

– No hemos encontrado nada porque no hay nada que encontrar. La casa está vacía. Lo hemos comprobado antes de empezar a pelarnos de frío aquí fuera. No ha cambiado nada desde entonces. Seguimos pelándonos de frío. Todo seguía igual que la otra vez, salvo por una pequeña diferencia: el armario del sótano está vacío. Por lo que se ve, el bicho raro se ha llevado la colección.

El Coleccionista sabía que alguien había estado en su casa; a su manera, había descubierto la intrusión.

– Dejadlo estar -dije-. Si Merrick no ha vuelto, ya no volverá.

Ésa era, para empezar, una posibilidad remota. Merrick sabía que el primer sitio donde lo buscaríamos sería la casa. En lugar de ir allí se había escondido. Le dije a Louis que le pidiera a Ángel que lo dejara en Augusta, donde debía alquilar un coche y volver a Scarborough.

Ángel iría hacia el norte, a Jackman, para ver qué averiguaba allí, así como para estar atento por si aparecía Merrick, porque no me cabía duda de que Merrick, tarde o temprano, iría a Jackman, y de allí a Galaad.

– ¿Cómo es que él va a Jackman y yo tengo que quedarme aquí contigo? -preguntó Louis.

– ¿Sabes qué pasa cuando tiras un trozo de carbón en la nieve? -dije.

– Sí.

– Pues por eso no vas a Jackman.

– Eres un racista que aún no ha salido del armario, tío.

– ¿Sabes una cosa? A veces casi me olvido de que eres negro.

– ¿Ah, sí? Pues yo nunca me olvido de que eres blanco. Te he visto bailar.

Dicho esto, colgó.

A continuación telefoneé a Rebecca Clay para informarla de que Merrick campaba por sus respetos. La noticia no le sentó bien, pero accedió a tener a Jackie otra vez tras sus pasos, con los Fulci a la zaga. Aun cuando se hubiera negado, yo la habría presionado para que cediese.

Poco después de hablar con Rebecca recibí una llamada inesperada. Joel Harmon estaba al otro lado de la línea: no su secretaria, ni Todd, el chófer que sabía empuñar una pistola, sino él en persona.

– Esta mañana a primera hora alguien ha entrado por la fuerza en mi casa -dijo-. Yo he pasado la noche en Bangor, así que no estaba allí cuando ha sucedido. Todd ha descubierto la ventana rota esta mañana.

– ¿Por qué me lo cuenta, señor Harmon? -pregunté. Yo no estaba en la nómina de Joel Harmon, y aún me dolía la cabeza por efecto del cloroformo.

– Me han dejado el despacho patas arriba. Todavía no sé si se han llevado algo. Pero he pensado que quizá le interese saber que han destrozado las pinturas de Daniel Clay. No han causado daños en nada más, y los otros cuadros están intactos, pero han rajado el paisaje de Galaad.

– ¿No tiene alarma?

– Está conectada al teléfono. Han cortado la línea.

– ¿Y no había nadie en casa?

– Sólo mi mujer. -Se produjo un silencio-. Dormía y no se ha enterado.

– Eso sí que es un sueño profundo, señor Harmon.

– No se pase de listo. Ya la ha conocido. No hace falta que le diga que va empastillada hasta las cejas. No la despertaría ni el apocalipsis.

– ¿Algún indicio de quién podría haber sido?

– Habla usted como un puto abogado, ¿sabe? -exclamó. Casi oí el salivazo contra el auricular-. ¡Claro que sé quién ha sido! Ha cortado la línea del teléfono, pero una de las cámaras de seguridad de la finca lo ha captado. Ha venido la policía de Scarborough y lo ha identificado: es Frank Merrick. El mismo individuo que ha estado aterrorizando a Rebecca Clay, ¿no? Me he enterado de que es sospechoso de haberle volado los sesos a un pervertido en un camping de caravanas poco antes de entrar en la casa donde dormía mi mujer. ¿Qué demonios quiere de mí?

– Usted era amigo de Daniel Clay. Lo busca a él. Quizás ha llegado a la conclusión de que usted sabe dónde está.

– Si supiera dónde está, ya se lo habría dicho a alguien hace mucho tiempo. La pregunta es: ¿cómo ha llegado hasta mí?

– A mí me resultó muy fácil descubrir su relación con Clay. Por tanto, a Merrick no tenía por qué costarle más.

– Ya. Y entonces, ¿cómo es que la noche que vino usted a verme se vio el coche de Merrick cerca de mi casa? ¿Sabe qué creo, pedazo de imbécil? Creo que lo siguió a usted. Usted lo trajo hasta mi puerta. Usted ha puesto a mi familia en peligro, y todo por un hombre que murió hace mucho tiempo. ¡Gilipollas!

Colgué. Probablemente Harmon tenía razón, pero no me apetecía oírlo. Ya llevaba una carga lo bastante pesada y demasiadas cosas en la cabeza como para encima preocuparme por su cuadro o su ira hacia mí. Al menos los daños causados confirmaban mi sospecha de que Galaad era el destino final de Merrick. Me sentía como si me hubiera pasado una semana caminando por el barro, y lamenté el día en que Rebecca Clay me telefoneó. Ya ni siquiera sabía con seguridad qué buscaba. Rebecca me había contratado para librarla de Merrick, y ahora éste vagaba enloquecido por ahí. Ricky Demarcian había muerto, y el disparo realizado con mi pistola me convertía en culpable de asesinato. Según la policía, Demarcian tenía lazos con una red de pornografía infantil, posiblemente incluso con el suministro de mujeres y niños a los clientes. Alguien se lo había puesto en bandeja a Merrick, el cual puede que lo hubiera matado en un arrebato de rabia y encontrado así, en el asesinato de Demarcian, un desahogo conveniente a parte de su ira hacia el responsable de lo sucedido a su hija, o puede que tal vez hubiera averiguado algo a través de Demarcian antes de su muerte. En tal caso, significaba que Demarcian también era una pieza del rompecabezas, vinculada a Clay y Galaad y a los agresores sexuales con cara de pájaro; pero el hombre con el tatuaje del águila, el único medio seguro para identificar a los autores de los abusos sufridos por Andy y, al parecer, por Lucy Merrick, seguía escabulléndose. Yo ya no podía hablar con más víctimas porque estaban al amparo del secreto profesional, o por el simple hecho de que nadie sabía quiénes eran. Y seguía sin acercarme a la verdad sobre la desaparición de Daniel Clay, o el alcance de su implicación en los abusos de los que habían sido víctimas sus pacientes, pero en cualquier caso nadie me lo había pedido. Nunca me había sentido tan frustrado, ni tan desorientado en cuanto a cómo proceder.

Así que decidí meter la cabeza en la boca del león. Hice una llamada y anuncié a la mujer al otro lado de la línea que me dirigía hacia allí para ver a su jefe. No contestó, pero daba igual. El Coleccionista no tardaría en enterarse.


Cuando me presenté en el bufete de Eldritch y Asociados, el papel viejo aún llegaba a la altura de las rodillas y los asociados seguían brillando por su ausencia. También brillaba por su ausencia el propio Eldritch.

– No está -dijo la secretaria. Como en la ocasión anterior, el pelo le abultaba mucho y lo tenía muy negro, pero esta vez lucía una blusa de color azul marino con cuello blanco de volantes. Un enorme crucifijo de plata pendía de una cadena en torno a su cuello. Parecía un párroco especializado en bodas baratas para lesbianas-. Si no hubiese colgado tan deprisa, le habría dicho que era una pérdida de tiempo venir hasta aquí.

– ¿Cuándo prevé que vuelva?

– Cuando él decida volver. Soy su secretaria, no su guardiana.

Metió una hoja en la vieja máquina de escribir y empezó a mecanografiar una carta con el cigarrillo en la comisura de los labios. Había perfeccionado el arte de fumar de tal forma que sólo lo tocaba cuando no quedaba más remedio, para impedir que la ceniza suspendida de la punta se desprendiera y la mandara a reunirse con su hacedor en medio de un infierno de papel en llamas, en el supuesto de que su hacedor estuviese dispuesto a reclamarla.

– Tal vez pueda usted llamarlo y decirle que estoy aquí -sugerí después de un par de minutos de incómodo silencio.

– No usa móvil. No le gustan. Dice que dan cáncer. -Me miró con los ojos entrecerrados-. ¿Usted usa móvil?

– Sí.

– Estupendo.

Siguió mecanografiando.

Contemplé las paredes y el techo manchados de nicotina.

– Un lugar de trabajo seguro es un lugar de trabajo feliz. Puedo esperarlo.

– No, aquí no puede. Cerramos para ir a comer.

– Es un poco temprano para comer.

– Ha sido un día muy ajetreado.

Acabó de escribir a máquina y retiró con cuidado la carta. La dejó en una bandeja de alambre sobre una pila de documentos similares, ninguno de los cuales parecía tener muchas probabilidades de ser enviado. En la base de la pila, algunos ya amarilleaban.

– ¿Se deshacen alguna vez de parte de estos papeles? -pregunté señalando los montones de hojas y carpetas polvorientas.

– A veces la gente se muere -contestó-. Entonces trasladamos sus expedientes a un almacén.

– Podrían morir y ser enterrados bajo el papel sin más.

Se puso en pie y rescató de un ruinoso perchero un insulso abrigo de color verde oliva.

– Ahora tiene que irse -dijo-. Es usted demasiado gracioso para mí.

– Volveré después de comer.

– Sí, eso.

– ¿Tiene idea de cuándo será?

– No. Podría ser una comida larga.

– Estaré esperando cuando regrese.

– Ajá. No te me aceleres, corazón.

Abrió la puerta del despacho y esperó a que yo saliera antes de cerrarla con una llave de latón que llevaba en el bolso. Luego me siguió escaleras abajo y cerró con dos vueltas de llave la puerta principal antes de subir a un herrumbroso Cadillac marrón en el aparcamiento de Tulley. Yo había dejado el coche en la esquina. No parecía tener muchas opciones salvo comer algo por allí con la esperanza de que Eldritch apareciera, o desistir y marcharme a casa. Aunque Eldritch se dejara ver, mi principal razón para quedarme no era él, sino el hombre que pagaba sus honorarios. No podía obligar a Eldritch a decirme nada más sobre él. Bueno, sí, podía, pero me costaba imaginarme forcejeando con el viejo abogado para obligarlo a confesar lo que sabía. En el peor de los casos, lo veía desintegrarse en fragmentos de polvo entre mis manos, manchándome la chaqueta con sus restos.

Y entonces me llegó, arrastrado por el viento, un penetrante tufo a nicotina. Era un olor especialmente acre, cargado de venenos, y casi sentí que las células sensoriales de mi cuerpo amenazaban con iniciar una metástasis a modo de protesta. Me volví. El tugurio de la esquina, enfrente de Tulley, estaba abierto, o al menos todo lo abierto que podía estar teniendo en cuenta las ventanas cubiertas de tela metálica y la puerta sin ventana, gastada y llena de marcas, con la parte inferior ennegrecida allí donde habían intentado prenderle fuego. Un cartel a la altura de los ojos informaba de que a todo aquel que aparentase menos de veintiún años se le exigiría demostrar su edad mediante algún documento. Alguien había modificado el «2» para que semejase un «1».

Delante había un hombre con el pelo oscuro alisado y peinado hacia atrás de tal forma que las puntas se juntaban en una masa de rizos grasientos y despeinados justo por debajo del cuello de la camisa. Ésta, en su día blanca, era ahora amarillenta, y el cuello desabrochado mostraba en la cara interior manchas oscuras que jamás desaparecerían por más que se lavase. El viejo abrigo negro tenía los bordes deshilachados, y las hebras sueltas oscilaban lentamente en la brisa como las patas de insectos moribundos. Llevaba los pantalones muy largos y arrastraba por el suelo los dobladillos, que casi ocultaban por completo los zapatos de suela gruesa. Los dedos con que aferraba el cigarrillo presentaban un intenso color amarillo en las yemas. Tenía las uñas largas y melladas, con mugre incrustada debajo.

El Coleccionista aspiró una última calada y lanzó limpiamente la colilla a una boca del alcantarillado. Retuvo el humo, como si le exprimiera hasta la última gota de nicotina, y luego lo expulsó en espiral por la nariz y las comisuras de los labios de tal modo que parecía arder por dentro. Me miró en silencio a través del humo, abrió la puerta del bar y, tras dirigirme una última mirada, desapareció dentro.

Al cabo de un momento lo seguí.

27

El interior del bar no estaba ni la mitad de mal de lo que inducía a pensar la fachada. Ahora bien, tras verlo por fuera uno esperaba encontrar dentro a niños de doce años en estado de embriaguez y pirómanos frustrados, así que no hacía falta mucho para mejorar tales expectativas. Estaba a oscuras, iluminado sólo por una serie de lámparas parpadeantes en las paredes, ya que las ventanas que daban a la calle quedaban cubiertas por tupidas cortinas rojas. A la derecha, el camarero, con una camisa asombrosamente blanca, se paseaba detrás de la larga barra. Tres o cuatro de los taburetes estaban ocupados por el habitual surtido de borrachines diurnos que, al abrirse la puerta, pestañearon indignados ante el molesto haz de luz. La barra presentaba una decoración recargada de un modo extraño y detrás, reflejando las hileras de botellas, se extendían espejos desazogados que anunciaban marcas de whisky y cerveza desaparecidas hacía mucho tiempo. El suelo era de tablas de madera, gastadas por décadas de trasiego y quemadas aquí y allá a causa de las colillas tiradas por fumadores ya muertos, pero estaba limpio y, al parecer, recién barnizado. El latón de los taburetes, el reposapiés de la barra, los colgadores para los abrigos, todo resplandecía, y las mesas, sin una mota de polvo, tenían posavasos nuevos. Era como si la fachada se hubiese diseñado deliberadamente para ahuyentar a clientes de paso, al mismo tiempo que dentro conservaba cierto grado de sofisticación, vestigio de un noble pasado.

Varios reservados se sucedían en la pared de la izquierda, y entre éstos y la barra había dispersas mesas redondas y sillas viejas. En tres de los reservados, grupos de oficinistas comían ensaladas y sándwiches club con muy buena pinta. Entre los clientes de la barra y el resto parecía existir una línea divisoria tácita, donde las mesas circulares y las sillas representaban una especie de tierra de nadie que bien podría haber estado salpicada de trampas antitanque y alambre de espino.

Delante de mí, el Coleccionista se abría paso con cuidado hacia un reservado al fondo del bar. De la cocina salió una camarera con una enorme bandeja de comida en equilibrio sobre el hombro izquierdo. Si bien no miró al Coleccionista, lo eludió con un amplio rodeo hacia la izquierda que la llevó a describir una trayectoria triangular, aproximándose primero a la barra y encaminándose luego hacia el reservado más cercano a la puerta. De hecho, nadie en el local lo miró siquiera mientras iba de un extremo a otro, y aunque yo no alcanzaba a explicármelo, si alguien me hubiera preguntado, habría dicho que todas aquellas personas hacían como si no lo vieran de manera inconsciente. Algo en ellas percibía su presencia; al fin y al cabo, tenía una copa ante él en el reservado y alguien debía de habérsela servido. Su dinero acabaría en la caja registradora. Un tenue olor a nicotina permanecería en el reservado durante un rato incluso después de marcharse él. Sin embargo, sospechaba que un minuto después de irse, si yo preguntaba por él, todos los presentes en el bar tendrían dificultades para recordarlo. La parte de su cerebro que había percibido su presencia también habría registrado como amenaza incluso el mero recuerdo de él -no, no como amenaza, sino como una especie de contaminante del alma- y se habría dispuesto rápida y eficazmente a borrar todo rastro suyo.

Sentado en el reservado, esperó a que me acercara, y tuve que resistir el impulso de darme media vuelta y alejarme 'de él hacia la luz del sol. «Fétido.» La palabra me subió a borbotones hasta la garganta como bilis. Casi sentí cómo la articulaban mis labios. «Criatura fétida.»

Y cuando llegué al reservado, el Coleccionista pronunció esa misma palabra.

– Fétido -dijo. Pareció probarla, saborearla como un alimento desconocido, sin saber si le gustaba o no. Al final se tocó la lengua manchada con los dedos amarillentos y se sacó una brizna de tabaco, como si le hubiera dado forma a la palabra y decidido expulsarla. Detrás de él, un espejo reflejaba la calva de su coronilla. La tenía ligeramente achatada, lo que inducía a pensar que en un pasado remoto había recibido tal golpe que le habían fracturado el cráneo. Me pregunté cuándo habría ocurrido; en la infancia, quizá, cuando el cráneo todavía era blando. Entonces intenté imaginar a esa criatura de niño y no pude.

Señaló el asiento frente a él indicándome que me sentara; a continuación levantó la mano izquierda y dio unos tirones al aire con los dedos, como un pescador que prueba la resistencia del cebo en el extremo del sedal. Con este gesto llamó a la camarera, y ésta se acercó al reservado despacio y de mala gana, esforzándose por esbozar una sonrisa pese a la aparente reticencia de los músculos de su cara. No miró al Coleccionista. Procuró mantener la vista fija en mí, incluso volviéndole un poco la espalda como para excluirlo de su visión periférica.

– ¿Qué desea? -preguntó. Arrugó la nariz. Tenía las yemas de los dedos blancas por donde sujetaba el bolígrafo. Mientras esperaba mi respuesta, desvió un poco la mirada y la cabeza hacia la derecha. La sonrisa, que pugnaba por seguir viva, empezó a agonizar. El Coleccionista, con la mirada clavada en su nuca, sonrió. Una expresión ceñuda surcó la frente de la camarera. Se apartó el pelo distraídamente. El Coleccionista movió la boca emitiendo una palabra insonora. Yo la leí en sus labios.

«Puta.»

La camarera también movió los labios, formando la misma palabra: «Puta». Después sacudió la cabeza intentando expulsar el insulto como a un insecto que se le hubiera introducido en la oreja.

– No -dijo-. Esto…

– Café -pedí con voz un poco demasiado alta-. Sólo un café.

Mi voz la hizo volver a la realidad. Por un momento pareció a punto de continuar en protesta por lo que había oído, o creía haber oído. Pero se tragó la queja y los ojos se le empañaron por el esfuerzo.

– Café -repitió. Con mano temblorosa lo anotó en su bloc. Parecía al borde del llanto-. Claro, enseguida lo traigo.

Pero yo sabía que no volvería. La vi acercarse a la barra y susurrar algo al camarero. Empezó a desatarse el delantal y se encaminó a la cocina. Debía de haber un lavabo para el personal en la parte de atrás. Se quedaría allí, imaginé, hasta que cesaran las lágrimas y los temblores, hasta que considerara que ya podía salir. Quizás intentara encender un cigarrillo, pero el olor le recordaría al hombre del reservado, el que estaba allí y a la vez no estaba, presente y ausente, un hombre andrajoso que se esforzaba demasiado en pasar inadvertido.

Y cuando llegó a la puerta de la cocina, reunió fuerzas para volverse y mirar directamente al hombre del reservado, y en sus ojos, antes de perderse de vista, se advirtió el brillo del miedo, de la ira y la vergüenza.

– ¿Qué le ha hecho? -pregunté.

– ¿Hacerle? -Parecía sorprendido de verdad. Habló con una voz inusualmente aterciopelada-. No le he hecho nada. Es lo que es. Es una mujer de moral laxa. Sólo se lo he recordado.

– ¿Y eso cómo lo sabe?

– Tengo mis métodos.

– Esa mujer no le ha hecho ningún daño.

El Coleccionista apretó los labios en un gesto de desaprobación.

– Me decepciona usted. Quizá su moral sea tan laxa como la de ella. Si esa mujer me ha hecho daño o no, es intrascendente. Es una puta, ésa es la cuestión, y será juzgada como tal.

– ¿Por usted? No creo que sea el más apto para juzgar a nadie.

– No pretendo serlo. A diferencia de usted -añadió con un leve asomo de malevolencia-. No soy juez, sino que aplico la sentencia. No condeno, sino que ejecuto la pena.

– Y guarda los recuerdos de sus víctimas.

El Coleccionista extendió las manos ante mí.

– ¿Qué víctimas? Enséñemelas. Exponga ante mí sus huesos.

Aunque ya habíamos hablado antes, ese día me fijé por primera vez en el cuidado con que elegía las palabras, y las extrañas expresiones que intercalaba de cuando en cuando. «Exponga ante mí sus huesos.» Tenía un dejo extranjero, pero era imposible identificarlo. Su acento parecía provenir de cualquier parte y de ninguna, igual que él.

Cerró los puños. Sólo mantuvo extendido el dedo índice.

– Pero usted…, lo olí en mi casa. Noté dónde se habían detenido, usted y los que lo acompañaron.

– Buscábamos a Merrick. -Dio la impresión de que con mi respuesta intentaba justificar la intrusión. Quizá fuera cierto.

– Pero no lo encontró. Por lo que sé, él sí lo encontró a usted. Tiene suerte de estar vivo después de cruzarse con un hombre así.

– ¿Me lo mandó usted, como lo mandó a por Daniel Clay y su hija? ¿Como lo mandó a por Ricky Demarcian?

– ¿Yo lo mandé a por Daniel Clay? -El Coleccionista se tocó el labio inferior con el dedo índice, simulando una actitud pensativa. Separó un poco los labios, y alcancé a ver sus dientes torcidos, ennegrecidos en las raíces-. Quizá no tenga ningún interés en Daniel Clay ni en su hija. En cuanto a Demarcian…, en fin, la pérdida de una vida es siempre de lamentar, pero en algunos casos menos que en otros. Sospecho que pocos llorarán su ausencia. Sus jefes encontrarán a otro para sustituirlo, y los degenerados se congregarán en torno al nuevo como moscas sobre una herida.

»Pero hablábamos de su intrusión en mi intimidad. Debo admitir que al principio me sentí ofendido. Me obligó a trasladar parte de mi colección. Pero cuando reconsideré el hecho, lo agradecí. Sabía que el destino volvería a unirnos. Se podría decir que nos movemos en los mismos círculos.

– Le debo una por la última vez que coincidimos en uno de esos círculos.

– Se negó usted a darme lo que quería… Mejor dicho, lo que necesitaba. No me dejó otra opción. Así y todo, le presento mis disculpas por el daño que pudiera infligirle. Al parecer, no tuvo consecuencias duraderas.

Era extraño. Tendría que haberme abalanzado sobre él en ese mismo instante. Debería haberle molido a palos en venganza. Quería partirle la nariz y los dientes. Quería derribarlo y hacerle pedazos el cráneo con el tacón de la bota. Quería verlo arder, y ver dispersarse sus cenizas a los cuatro vientos. Quería su sangre en mis manos y mi cara. Quería lamérmela en los labios con la punta de la lengua. Quería…

Me interrumpí. La voz que sonaba en mi cabeza era la mía, y sin embargo era el eco de otra. Un tono sedoso me incitaba.

– ¿Lo ve? -preguntó el Coleccionista, sin mover los labios-. ¿Ve lo fácil que sería? ¿Quiere intentarlo? ¿Quiere castigarme? Vamos, adelante. Estoy solo.

Pero era mentira. No era sólo al Coleccionista a quien los demás parroquianos preferían no ver; tampoco querían ver a los otros, si es que eran conscientes de su presencia. Ahora se advertía movimiento entre las sombras, oscuridad sobre luz. Se formaron rostros en los límites de la percepción, y al cabo de un momento desaparecieron, sus ojos negros sin parpadear, sus bocas maltrechas abiertas, las arrugas en la piel una señal de descomposición y oquedad interior. En el espejo vi que unos ejecutivos apartaban sus platos a medio acabar. Uno de los borrachos de media tarde sentados a la barra ahuyentó con la mano una presencia junto a su oreja, espantándola como si hubiera oído el zumbido de un mosquito. Vi moverse sus labios, repitiendo algo que sólo él oía. Le tembló la mano cuando la tendió hacia el vaso; sin acertar a cogerlo con firmeza, se le resbaló entre los dedos y se volcó, y el líquido ámbar se derramó por la madera.

Estaban allí. Los Hombres Huecos estaban allí.

Y aunque hubiera estado solo, que no lo estaba, aunque no se percibiera que unas presencias apenas atisbadas iban tras sus pasos como fragmentos de él, sólo un necio intentaría enfrentarse al Coleccionista. Rezumaba amenaza. Era un asesino, de eso no cabía duda. Un asesino como Merrick, sólo que Merrick segaba vidas por dinero y, ahora, por venganza, sin engañarse nunca con la idea de que sus actos eran correctos o estaban justificados, en tanto que el Coleccionista arrebataba vidas porque se creía autorizado a hacerlo. Lo único que los dos tenían en común era una firme convicción en la futilidad de aquellos a quienes liquidaban.

Respiré hondo. Me di cuenta de que me había echado hacia delante en el asiento. Volví a recostarme e intenté liberar parte de la tensión de hombros y brazos. El Coleccionista casi pareció decepcionado.

– ¿Se cree usted buena persona? -preguntó-. ¿Cómo puede diferenciarse el bien del mal si sus métodos son los mismos?

– ¿Qué quiere? -pregunté en lugar de contestar.

– Quiero lo mismo que usted: encontrar a los autores de los abusos padecidos por Andrew Kellog y los otros.

– ¿Mataron a Lucy Merrick?

– Sí.

– Lo sabe con certeza.

– Sí.

– ¿Cómo?

– Los vivos dejan una marca en el mundo, los muertos otra. Es cuestión de aprender a interpretar las señales, como… -buscó el símil apropiado y chasqueó los dedos al encontrarlo-, como escribir en un cristal, como unas huellas dactilares en el polvo.

Esperó a que yo reaccionara, pero lo defraudé.

Y en torno a nosotros las sombras se desplazaban.

– Y se le ocurrió utilizar a Frank Merrick para hacer salir a la luz a los responsables -dije, como si él no hubiera pronunciado esas palabras, como si no pareciera saber cosas de las que era imposible tener conocimiento.

– Pensé que podía ser útil. El señor Eldritch, ni que decir tiene, no estaba muy convencido, pero como buen abogado se atiene a los deseos del cliente.

– Parece que Eldritch tenía razón. Merrick se ha descontrolado.

El Coleccionista lo admitió con un chasquido de la lengua.

– Eso parece. Aun así, todavía no descarto la posibilidad de que me

lleve hasta ellos. Pero por el momento hemos dejado de ayudarlo en su búsqueda. Eldritch ya se ha visto sometido a preguntas incómodas por parte de la policía. Eso lo molesta. Ha tenido que abrir un expediente nuevo y, pese a su amor por los papeles, ya tiene expedientes de sobra. A Eldritch le gustan… las cosas viejas.

Saboreó las palabras, como si se enjuagara la boca con ellas.

– ¿Busca usted a Daniel Clay?

El Coleccionista esbozó una sonrisa taimada.

– ¿Por qué habría de buscar a Daniel Clay?

– Porque varios niños pacientes suyos sufrieron abusos sexuales. Porque es posible que la información que condujo a esos abusos procediera de él.

– Y cree que si lo busco, debe de ser culpable, ¿no es así? Pese a lo mucho que le desagrado, da la impresión de que quizá confía en mi criterio.

Tenía razón. Me inquietó tomar conciencia de ello, pero en esencia su afirmación era una verdad incuestionable. Por alguna razón, yo creía que si Clay era culpable, el Coleccionista estaría buscándolo.

– La pregunta sigue ahí: ¿lo busca?

– No -respondió el Coleccionista-. No lo busco.

– ¿Porque no estuvo implicado, o porque ya sabe dónde está?

– Eso es revelar demasiado. ¿Quiere que haga todo el trabajo por usted?

– ¿Y ahora qué?

– Quiero que deje en paz a Eldritch. Él no sabe nada que le sea de utilidad, y aunque lo supiera no se lo diría. Por cierto, deseo expresarle lo mucho que lamento lo ocurrido entre Merrick y usted. No fue obra mía. Por último, quería decirle que, en este caso, trabajamos en la misma dirección. Quiero identificar a esos hombres. Quiero saber quiénes son.

– ¿Por qué?

– Para que reciban su merecido…-Los tribunales se ocuparán de eso.

– Yo rindo cuentas ante un tribunal superior.

– No se los entregaré.

Se encogió de hombros.

– Tengo mucha paciencia. Puedo esperar. Sus almas están condenadas. Eso es lo único que importa.

– ¿Qué ha dicho?

Trazó unas formas en la mesa. Parecían letras, pero de un alfabeto desconocido para mí.

– Ciertos pecados son tan horribles que no hay perdón para ellos. El alma está perdida. Regresa a Aquel que la creó, para que Él disponga de ellas a su voluntad. Lo único que queda es un cascarón vacío, la conciencia caída en desgracia.

– Hueco -dije, y me pareció que algo en la oscuridad reaccionaba a esa palabra, como un perro al oír su nombre en labios de un desconocido.

– Sí -dijo el Coleccionista-. Es una palabra muy acertada.

Miró alrededor, observando aparentemente el local y a los clientes, pero en realidad no se fijó en las personas ni en los objetos sino en el espacio que quedaba entre ellos, detectando movimiento donde sólo tenía que haber quietud, figuras sin forma verdadera. Cuando volvió a hablar, cambió de tono. Parecía pensativo, casi pesaroso.

– ¿Y quién ve esas cosas, si es que existen? -preguntó-. Niños sensibles, quizás, abandonados por sus padres y temerosos por sus madres. Santos inocentes en sintonía con esas cosas. Pero usted no es ni lo uno ni lo otro. -De repente volvió la mirada hacia mí y me observó con expresión ladina-. ¿Por qué ve lo que otros no ven? Si yo estuviera en su piel, esas cosas me preocuparían.

Se lamió los labios, pero no se le humedecieron porque tenía la lengua seca. Se le veían muy agrietados en algunas partes, los cortes parcialmente cicatrizados de un rojo más oscuro en contraste con el rosa.

– Hueco. -Repitió la palabra alargando la última sílaba-. ¿Es usted un hombre hueco, señor Parker? Al fin y al cabo, Dios los cría y ellos se juntan. Un candidato adecuado podría encontrar un lugar entre ellos. -Sonrió y se le abrió uno de los cortes en el labio inferior. Una perla roja de sangre asomó fugazmente antes de entraren su boca-. Pero no, a usted le falta… espíritu, y es posible que otros se adapten mejor al papel. Por sus obras los conoceremos.

Se puso en pie y dejó un billete de veinte dólares en la mesa para pagar su copa. Olía a Jim Beam, pero había permanecido intacta durante toda la conversación.

– Una propina generosa para nuestra camarera -comentó-. Al fin y al cabo, usted parece creer que se lo ha ganado.

– ¿Sólo busca a esos hombres? -pregunté. Quería saber si había más y si, quizás, yo estaba entre ellos.

Ladeó la cabeza, como una urraca distraída por un objeto brillante a la luz del sol.

– Yo siempre busco -contestó-. Hay tantas personas de las que ocuparse. Tantas.

Empezó a alejarse.

– Puede que volvamos a vernos, para bien o para mal. Casi es hora de ponerse en marcha, y me inquieta un poco la idea de que acaso usted decida ir pisándome los talones. Lo ideal sería que encontráramos una manera de coexistir en este mundo. Estoy convencido de que es posible llegar a un acuerdo, hacer un trato.

Se dirigió hacia la puerta y las sombras lo siguieron por las paredes. Las vi en el espejo, manchurrones blancos sobre el negro, tal como había visto la cara de John Grady en otro tiempo, gritando en protesta por su condena eterna. Sólo cuando se abrió la puerta y la luz del sol volvió a invadir brevemente el local, vi el sobre que el Coleccionista había dejado en el asiento delante de mí. Lo cogí. Era fino y no estaba cerrado. Lo abrí y miré dentro. Contenía una foto en blanco y negro. La saqué y la puse sobre la mesa cuando se cerró la puerta a mis espaldas, de modo que sólo la luz parpadeante iluminaba la fotografía de mi casa bajo un cielo nublado, con aquellos dos hombres de pie junto a mi coche en el camino de entrada, uno alto, negro y de aspecto severo, el otro, más bajo, sonriente y desgreñado.

Contemplé la imagen por un momento. Luego la guardé otra vez en el sobre y me lo metí en el bolsillo de la chaqueta. Por la puerta de la cocina salió la camarera. Tenía los ojos enrojecidos. Me miró y sentí el aguijón de su vergüenza. Me marché del bar, dejé a Eldritch y su secretaria en su bufete, lleno de papeles viejos y nombres de muertos. Los dejé a todos y no volví.


Mientras yo me dirigía en coche hacia el norte, Merrick siguió con lo suyo. Se acercó a la casa de Rebecca Clay. Más tarde, cuando todo acabó en sangre y pólvora, un vecino recordaría haberlo visto allí, pero de momento pasó inadvertido. Era un don que tenía, la habilidad de confundirse con su entorno cuando era necesario, de no llamar la atención. Vio a los dos hombres corpulentos en su enorme furgoneta, y el coche del tercer hombre aparcado detrás de la casa. En el coche no había nadie, lo que significaba que probablemente el hombre estaba dentro de la casa. Merrick tenía la seguridad de que podía eliminarlo, pero habría ruido y atraería a los otros dos. Tal vez sería capaz de matarlos a ellos también, pero el riesgo era excesivo.

Optó, pues, por la retirada. Al volante de un nuevo coche, robado en el garaje de una casa de veraneo en Higgins Beach, fue hasta un almacén de un ruinoso polígono industrial cerca de Westbrook. Allí encontró a Jerry Legere trabajando solo. Le puso mi pistola en la boca y le comunicó que, cuando la apartase, debía decirle todo lo que su ex mujer le había contado sobre su padre, y todo lo que sabía o sospechaba sobre los incidentes previos a la desaparición de Daniel Clay, o, si no, le volaría la tapa de los sesos. Legere, convencido de que moriría, le habló a Merrick de su mujer, la muy puta. Le endilgó una sarta de fantasías: mentiras y mentiras a medias, falsedades medio creídas y verdades que valían menos que las mentiras.

Pero Merrick no averiguó nada útil a través de él, y no mató al ex marido de Rebecca Clay, porque Legere no le dio motivos para ello. Merrick se marchó en su coche tras dejar a Legere tumbado en el suelo, llorando de vergüenza y alivio.

Y el hombre que observaba desde el bosque lo vio todo y empezó a hacer llamadas.

28

Me dirigía hacia el norte por la Interestatal 95 cuando sonó el teléfono. Era Louis. Al llegar a Scarborough se encontró con que un coche desconocido esperaba en el camino de acceso a mi casa. Después de un par de llamadas, ya no era desconocido.

– Tienes visita -anunció.

– ¿Alguien que conocemos?

– No a menos que planees invadir Rusia.

– ¿Cuántos?

– Dos.

– ¿Dónde?

– Sentados descaradamente en tu jardín. Por lo visto, en ruso no existe la palabra «sutil».

– No les quites el ojo de encima. Te avisaré en cuanto salga de la Carretera 1.

Ya suponía que tarde o temprano vendrían a hacer preguntas. No podían dejar pasar la muerte de Demarcian sin que mi nombre saliera a relucir y sin que fuera objeto de una investigación. Simplemente había albergado la esperanza de haberme marchado antes de que llegasen.

No sabía gran cosa sobre los rusos, excepto lo poco que me había contado Louis en el pasado y lo que había leído en los periódicos. Sabía de su gran influencia en California y Nueva York, donde los principales grupos permanecían en contacto con sus colegas de Massachusetts, Chicago, Miami, Nueva Jersey y otra docena de estados, así como con los de Rusia, para constituir lo que, de hecho, era un enorme sindicato del crimen. Como las propias mafias independientes, parecía poco estructurado, con una escasa organización aparente, pero se creía que eso era una treta para despistar a los investigadores y dificultarles la infiltración en el sindicato. Los soldados de a pie estaban separados de los jefes por estratos intermedios, de modo que quienes se ocupaban de las drogas y la prostitución a nivel callejero prácticamente ignoraban dónde acababa el dinero que ganaban. Es probable que Demarcian apenas hubiese podido decirle algo a Merrick sobre los hombres con quienes trataba más allá de los nombres de pila, y éstos ni siquiera debían de ser auténticos.

Por otra parte, los rusos parecían aceptar que otros se ocuparan del narcotráfico a gran escala, aunque se decía que habían entablado lazos con los colombianos. Preferían sobre todo las estafas a las aseguradoras, la usurpación de identidades, el blanqueo de dinero y el fraude fiscal en la venta de combustible, la clase de complejos delitos difíciles de detectar y enjuiciar para las autoridades. Me pregunté cuántos clientes de las webs porno de Demarcian eran conscientes de a quiénes revelaban los datos de sus tarjetas de crédito.

Me imaginé que sólo pretendían hacer preguntas. Si hubiesen venido por alguna razón más seria, no habrían sido tan tontos de aparcar en el camino de acceso y esperar a que yo llegase. Por otro lado, eso presuponía que les traía sin cuidado que alguien se fijase en el coche, o incluso la presencia de posibles testigos. Los rusos no auguraban nada bueno. Se decía que cuando la Unión Soviética se vino abajo, los italianos enviaron a unos cuantos hombres a Moscú para estudiar las posibilidades de instalarse por la fuerza en el mercado naciente. Echaron un vistazo a lo que ocurría en las calles y se volvieron derechos a casa. Por desgracia, los rusos los siguieron y se unieron a la mafia de Odessa que actuaba en Brighton Beach desde mediados de los setenta, y en el presente los italianos a veces casi parecían escrupulosos en comparación con los recién llegados. Resultaba irónico, pensé, que en último extremo lo que trajo a los rusos a nuestra puerta no fuese el comunismo, sino la fe en el capitalismo. Joe McCarthy debía de estar revolviéndose en su tumba.

Llegué a Scarborough cuarenta minutos después y avisé a Louis por teléfono al pasar por Oak Hill. Me pidió que le diera cinco minutos, así que seguí adelante manteniendo una velocidad de cincuenta kilómetros por hora. Vi el coche en cuanto doblé la curva. Era un enorme Chevrolet 4x4 negro, el tipo de vehículo que normalmente conducían personas que llorarían si se les ensuciaba de verdad. Como para confirmar el estereotipo, el Chevrolet estaba impecable. Después de pasar por delante de mi casa cambié de sentido y aparqué detrás del Chevrolet, en posición transversal, con la puerta del acompañante de ese lado, interceptándole el paso si intentaba salir del camino. Era más grande que el Mustang, y si tenía suficiente potencia marcha atrás, tal vez conseguirían apartar mi coche, pero entonces probablemente se destrozaría la parte trasera de su vehículo. Por lo visto nadie había pensado aún en dotar de protectores traseros a los 4x4, aunque seguramente era sólo cuestión de tiempo. Las dos puertas delanteras del Chevrolet se abrieron y salieron dos hombres. Vestían con la habitual elegancia del matón: cazadoras de cuero negras, vaqueros negros y jerséis negros. Uno de ellos, un hombre calvo con la constitución propia de una muestra arquitectónica del bloque del Este, se llevaba la mano al interior de la cazadora para sacar su arma cuando una voz detrás de él pronunció una sola palabra:

– No.

El ruso se quedó inmóvil. Louis se hallaba a la sombra de la casa, con la Glock en la mano enguantada. Los visitantes se hallaban atrapados entre nosotros dos. Permanecí donde estaba, con mi 9 milímetros desenfundada y apuntándolos.

– Saca la mano de la cazadora -ordené al ruso calvo-. Despacio. Cuando salga, más vale que en tus dedos sólo vea las uñas.

El ruso obedeció. Su compañero ya había levantado las manos. Salí de detrás del coche y avancé hacia ellos.

– Al suelo -dijo Louis.

Obedecieron. A continuación, Louis los cacheó mientras yo los mantenía encañonados. Iban armados con sendas semiautomáticas Colt de 9 milímetros. Louis extrajo los cargadores de las armas y luego comprobó que no llevasen ninguno de reserva. Una vez se hubo asegurado de que estaban vacías, tiró los cargadores entre los matorrales y retrocedió hasta hallarse a una distancia de un par de metros de los dos hombres.

– Arriba, de rodillas -ordené-. Las manos detrás de la cabeza.

Se arrodillaron con cierta dificultad y me miraron con rabia.

– ¿Quiénes sois? -pregunté.

No contestaron.

– Shestyorki -dijo Louis-. Eso sois, ¿no? Mensajeros.

– Niet -respondió el calvo-. Boyeviki.

– Boyeviki, y una mierda -dijo Louis-. Dice que son soldados. Supongo que hoy día no es fácil conseguir personal de calidad. Éste ni siquiera sabe contestar a una pregunta en inglés. ¿Qué os ha pasado? ¿Os caísteis del barco y os dejaron atrás?

– Yo hablo inglés -dijo el ruso-. Yo hablo bien el inglés.

– ¿No me jodas? -repuso Louis-. ¿Qué quieres? ¿Una medalla? ¿Una estrella de oro?

– ¿Qué habéis venido a hacer aquí? -pregunté, aunque ya lo sabía.

– Razborka -contestó-. Queremos…, esto… -Buscó la palabra en inglés-. Una aclaración.

– Pues os daré una aclaración -dije-. No me gusta ver a hombres armados en mi propiedad. Si os pego un tiro ahora, ¿creéis que sería una aclaración suficiente para vuestros jefes?

El pelirrojo miró a su compañero y luego habló.

– Si nos matas, las cosas se pondrán peor. Hemos venido para hablar de Demarcian. -Tenía un inglés mejor que el de su compañero, sólo con un ligerísimo acento. Saltaba a la vista que mandaba él, aunque no le había importado ocultarlo hasta que se puso de manifiesto que su amigo calvo no estaba a la altura de aquella negociación.

– No sé nada de él, salvo que está muerto.

– La policía te interrogó. Corre el rumor de que lo mataron con tu pistola.

– Me robaron la pistola -contesté-. No tengo la certeza de que la usaran para matar a Demarcian. Supongo que es lo más probable, pero no ando prestándola para cometer asesinatos. El hombre que se la llevó la quería a toda costa.

– Ha sido un descuido por tu parte perder el arma -comentó el ruso.

– Como ves, tengo otra. Y si la pierdo, siempre puedo pedirle una a ese amigo mío que está detrás de vosotros. Él dispone de un montón. En cualquier caso, no tengo nada que ver con la muerte de Demarcian, aparte del arma.

– Eso dices tú -replicó el ruso.

– Ya, pero nosotros vamos armados y tú no, así que nuestra palabra gana.

El ruso se encogió de hombros, como si a él todo el asunto le trajese sin cuidado.

– Te creo, pues. Aun así, nos gustaría saber algo del hombre que mató a Demarcian, el Merrick ese. Háblanos de Merrick.

– Haced vosotros los deberes. Si lo queréis, buscadlo.

– Pero creemos que tú también lo buscas. Quieres recuperar tu pistola. Quizá lo encontremos y te la traigamos.

Su compañero calvo ahogó una risita y pronunció una palabra en un susurro, algo parecido a «frayeri». Louis reaccionó golpeándolo en la nuca con el cañón de la Glock. No bastó para dejarlo sin sentido, pero cayó de bruces al suelo. Empezó a sangrarle el cuero cabelludo.

– Nos ha llamado mamones -explicó Louis-. Eso no está nada bien.

El pelirrojo no se movió. Se limitó a cabecear con un gesto de manifiesta decepción por la estupidez de su colega.

– Creo que a tu amigo no le caemos muy bien los rusos -observó.

– A mi amigo no le cae bien nadie, pero, según parece, tiene un problema especial con vosotros dos -reconocí.

– Quizá sea racista. ¿Eso eres?

Volvió un poco la cabeza intentando ver a Louis. Había que reconocer que no se dejaba intimidar fácilmente.

– No puedo ser racista, tío -replicó Louis-. Soy negro.

Eso no contestaba del todo a la pregunta del ruso, pero pareció contentarse.

– Queremos a Frank Merrick -prosiguió-. Si nos dijeras lo que sabes, te lo compensaríamos.

– ¿Con dinero?

– Claro, con dinero. -Se le iluminó el rostro. Ésa era la clase de negociación que le gustaba.

– No necesito dinero -dije-. Ya tengo de sobra. Lo que necesito es que cojas a tu amigo y os marchéis de aquí. Está manchándome el camino de sangre.

El ruso pareció lamentarlo sinceramente.

– Es una pena.

– No te preocupes, ya se limpiará.

– Me refiero al dinero.

– Ya, bueno. Levántate.

Se puso en pie. Detrás de él, Louis examinaba el interior del Chevrolet. Encontró una pequeña H &K P7 en la guantera, y una escopeta táctica, una Benelli M1 con empuñadura de pistola y miras holográficas ajustables de uso militar, en un compartimento oculto debajo del asiento trasero. También las descargó y luego abrió el portón de atrás, limpió sus huellas de las armas y las metió bajo el revestimiento gris del maletero.

– Volved a Boston -ordené-. Aquí ya hemos terminado.

– ¿Y qué les digo a mis jefes? -preguntó el ruso-. Alguien debe rendir cuentas por lo que le pasó a Demarcian. Nos ha causado muchos problemas.

– Seguro que ya se os ocurrirá algo.

Dejó escapar un profundo suspiro.

– ¿Ya puedo bajar las manos?

– Despacio -contesté.

Dejó caer las manos y se inclinó para ayudar a levantarse a su compañero. El calvo tenía la parte posterior de la cabeza bañada en sangre. El pelirrojo examinó a Louis por primera vez. Cruzaron una mirada de respeto profesional. Louis sacó un inmaculado pañuelo blanco del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó al ruso.

– Para la cabeza de tu amigo -dijo.

– Gracias.

– ¿Sabes qué significa blat? -preguntó Louis.

– Claro -contestó el ruso.

– Pues aquí mi amigo tiene blats importantes. No olvides decírselo a tus jefes.

El ruso asintió de nuevo. El calvo subió con cuidado al asiento del acompañante y, con los ojos cerrados, apoyó la mejilla izquierda contra el cuero fresco. Su colega se volvió hacia mí.

– Adiós, volk -dijo-. Hasta la próxima.

Se subió al Chevrolet y retrocedió por el camino de acceso. Louis lo acompañó al mismo paso, sin dejar de apuntarlo con la Glock en ningún momento. Yo volví al Mustang, lo aparté y me quedé mirando el Chevrolet mientras se dirigía hacia la Carretera 1, con Louis a mi lado.

– Ucranianos -dijo-. Quizá georgianos. No chechenos.

– ¿Eso es bueno?

Se encogió de hombros. El gesto parecía contagioso.

– Todos son malos -afirmó-. Sólo que los chechenos son muy malos.

– El pelirrojo no parecía un soldado de a pie.

– Es un lugarteniente, y eso significa que están muy cabreados por lo de Demarcian.

– No parece merecer esa clase de esfuerzo.

– El negocio se resiente. La policía empieza a seguir el rastro a sus clientes, a hacer preguntas sobre fotos de niños. No pueden dejarlo correr.

Pero parecía callarse algo.

– ¿Qué más? -insté.

– No lo sé. Es un presentimiento. Preguntaré por ahí a ver qué averiguo.

– ¿Volverán?

– Ajá -respondió Louis-. Sería útil encontrar primero a Merrick, conseguir un poco de influencia.

– No pienso entregarles a Merrick.

– Puede que no quede más remedio. -Empezó a encaminarse hacia la casa.

– ¿Qué significa blat? -pregunté.

– Contactos. Y no de los legales.

– ¿Y volk?

– En argot es poli o investigador. Una especie de cumplido. -Se guardó la pistola en la funda colgada al hombro-. Literalmente quiere decir «lobo».

29

A media tarde salimos rumbo al norte camino de Jackman. Primero pasamos por Shawmut, Hinckley y Skowhegan, luego por Solon y Bingham, Moscow y Caratunk, por poblaciones sin nombre y nombres sin población, y donde la carretera se ceñía a los meandros y recodos del Kennebec, en cuyas orillas se sucedían hileras de árboles deshojados y el lecho del bosque resplandecía por efecto de las hojas caídas. Paulatinamente, el bosque empezó a cambiar y aparecieron las coníferas, cuyas elevadas copas se recortaban oscuras contra la luz mortecina mientras el viento invernal anunciaba en susurros la promesa de nieve. Y cuando el frío empezara a arreciar, el silencio se adueñaría aún más del bosque al retirarse los animales a hibernar y aletargarse incluso los pájaros para no derrochar energía.

Seguíamos la ruta que había recorrido Arnold en su expedición, Kennebec arriba, hasta Quebec. Sus efectivos, mil doscientos hombres, marcharon desde Cambridge hasta Newburyport; desde allí siguieron por el río en embarcaciones, navegando por el tortuoso cauce del Kennebec hasta Gardinerstown. Donde cambiaron a balsas ligeras, más de doscientas, cada una con capacidad para seis o siete hombres junto con sus provisiones y pertrechos, quizá doscientos kilos en total. Las construyó Reuben Colburn a toda prisa en Gardinerstown con madera verde, y pronto empezaron a hacer aguas y caerse a pedazos, echando a perder las reservas de pólvora, pan y harina de los soldados. Tres compañías bajo el mando de Daniel Morgan partieron en avanzadilla en dirección a la zona donde pasarían del río Kennebec al Dead, conocida como Great Carrying Place. Los otros los iban siguiendo poco a poco, empleando yuntas de bueyes que los colonos les habían prestado para trasladar las balsas y sortear así los rápidos intransitables por encima de Fort Western, subiéndolas con cuerdas por las orillas escarpadas y cubiertas de hielo a la altura de Skowhegan Falls, y la mayoría de los hombres se vieron obligados a ir a pie para aligerar la carga de las embarcaciones hasta que llegaron por fin a los veinte kilómetros de tierra llana y pantanosa de Carrying Place. Los soldados se hundieron en el musgo verde y profundo, que, pese a parecer firme de lejos, resultó ser traicionero al pisarlo, una suerte de espejismo en tierra, de modo que esa forma de locura padecida por los marineros que pasaban demasiado tiempo en el mar, en cuyas alucinaciones veían tierra donde no la había y se ahogaban entre las olas al saltar del barco, encontraba un eco en aquella tierra firme, que era blanda y cedía bajo el peso como el agua. Tropezando con troncos y cayendo en arroyos, despejaron a tiempo un camino a fin de desplazarse por ese terreno, y durante muchos años fue posible distinguir el sendero que abrieron por la diferencia en el color del follaje a ambos lados de la ruta.

Tuve la sensación de que el paisaje eran capas dispuestas una sobre otra, el pasado sobre el presente. Los ríos y los bosques apenas podían separarse de su historia; allí apenas se distinguía entre lo del presente y lo del pasado. Era un lugar donde los fantasmas de los soldados muertos atravesaban los bosques, un lugar donde los apellidos de las familias habían permanecido inalterados, donde la gente conservaba aún la tierra que habían comprado sus tatarabuelos con monedas de oro y plata, un lugar donde los viejos pecados persistían, ya que no se habían producido grandes cambios que borrasen su recuerdo.

Así que ésa era la tierra que había atravesado el ejército de Arnold, equipados los soldados con fusiles, hachas y cuchillos. Ahora otras bandas de hombres armados deambulaban por ese paisaje, añadiendo su clamor al espeluznante silencio del invierno, manteniéndolo a raya con el rugido de sus armas y el gruñido de las furgonetas y los quads con los que se adentraban en ese medio agreste. El bosque era un hervidero de imbéciles vestidos de naranja, ejecutivos de Massachusetts y Nueva York que se tomaban un respiro del campo de golf para acribillar a tiros a alces y osos y ciervos, guiados por lugareños que agradecían el dinero que gastaban los forasteros y a la vez sentían resentimiento por el hecho de necesitarlo para sobrevivir.

Sólo hicimos un alto en el camino, en una casa que era poco más que una choza, con tres o cuatro habitaciones, las ventanas sucias y el interior oculto por cortinas baratas. La mala hierba invadía el jardín. Una puerta del garaje abierta revelaba herramientas oxidadas y pilas de leña. No había ningún coche, porque una de las condiciones de la libertad condicional de Mason Dubus era que no estaba autorizado a conducir vehículos.

Louis esperó fuera. Creo que, quizá, la compañía de Dubus le habría resultado insoportable, porque Dubus era un hombre como los que habían abusado de su querido Ángel, y una de las cosas que Louis más lamentaba era no haber tenido oportunidad de castigar a aquellos que habían dejado tales cicatrices en el alma de su amante. Así que, apoyado contra el coche, me observó en silencio cuando la puerta se entreabrió, sujeta por una cadena, y asomó el rostro de un hombre. Tenía la piel amarilla y los ojos legañosos. Su única mano visible temblaba de manera incontrolable.

– ¿Sí? -dijo con voz sorprendentemente firme.

– Señor Dubus, me llamo Charlie Parker. Creo que ya lo han llamado para informarle de que querría hablar con usted.

Entornó los ojos.

– Es posible. ¿Tiene…? ¿Cómo se llama? ¿Un documento de identidad? ¿Una licencia o algo así?

Le mostré mi licencia de investigador privado. La cogió y se la acercó a la cara. Después de examinarla palabra por palabra me la devolvió. Miró por detrás de mí a donde estaba Louis.

– ¿Quién es ese otro hombre?

– Un amigo.

– Va a coger frío ahí fuera. Puede pasar, si quiere.

– Creo que prefiere esperar donde está.

– Allá él. Que no diga que no lo he invitado.

La puerta se cerró por un momento y oí el tintineo de la cadena de seguridad al desengancharla. Cuando volvió a abrir, tuve ocasión de ver a Dubus claramente. Aunque encorvado por la edad y las enfermedades, y por los años en la cárcel, todavía se advertía en él un vestigio del hombre grande y fuerte que fue en otro tiempo. Llevaba la ropa limpia y bien planchada. Vestía pantalón oscuro, camisa de rayas azules y una corbata rosa con el nudo apretado. Despedía un aroma a colonia antigua, mezcla de sándalo e incienso. El interior de la casa desmentía cualquier primera impresión producida por el exterior. El suelo de madera resplandecía, y el aire olía a cera de muebles y ambientador. Un pequeño estante en el pasillo contenía libros de bolsillo, y en lo alto se veía un teléfono antiguo con disco giratorio. Por encima, clavado a la pared, colgaba un ejemplar de los «Desiderata», una especie de plan en doce pasos para aquellos que sufren las duras pruebas de la vida moderna. Adornaban el resto de las paredes reproducciones de pinturas en marcos baratos -algunas modernas, algunas mucho más antiguas, y en su mayor parte desconocidas para mí-, aunque saltaba a la vista que las imágenes habían sido elegidas cuidadosamente.

Seguí a Dubus a la sala de estar. También allí estaba todo limpio, pese a que los muebles, viejos y gastados, procedían de tiendas de segunda mano. En un televisor pequeño colocado sobre una mesa de pino daban una telecomedia. Allí pendían más reproducciones en las paredes, así como un par de originales, ambos de paisajes. Uno de ellos me resultó familiar. Me acerqué para examinarlo con más detenimiento. De lejos parecía un bosque, una hilera de árboles verdes con una puesta de sol roja de fondo, pero entonces advertí que uno de los árboles se elevaba por encima de los demás y tenía una cruz en el punto más alto. En el ángulo inferior derecho constaba la firma de Daniel Clay. Era Galaad.

– Me lo regaló él -dijo Dubus. Estaba de pie en el lado opuesto de la sala, manteniendo la distancia entre nosotros. Debía de ser un hábito contraído en sus tiempos en la cárcel; allí uno aprendía a dejar espacio a los demás, pese a ser un lugar tan restringido, o debía atenerse a las consecuencias.

– ¿Por qué?

– Por hablarle de Galaad. ¿Le importa que nos sentemos? Enseguida me canso. Tengo que medicarme. -Señaló unos frascos de pastillas en la repisa de la chimenea, donde tres troncos crepitaban y chisporroteaban-. Me adormecen.

Me senté en el sofá frente a él.

– Si quiere café, puedo prepararlo. -Gracias, pero no hace falta.

– De acuerdo.

Tamborileó con los dedos en el brazo del sillón mientras se le iban los ojos hacia el televisor. Por lo visto, lo había interrumpido mientras veía algún programa. Finalmente pareció resignarse al hecho de que no iba a poder verlo en paz, pulsó un botón del mando a distancia y la imagen se desvaneció.

– ¿Y bien? ¿Qué quiere saber? -preguntó-. De vez en cuando viene gente por aquí: estudiantes, médicos. No puede preguntarme nada que no me hayan preguntado ya un centenar de veces.

– Me gustaría saber de qué habló con Daniel Clay.

– De Galaad -respondió-. No hablo de nada más. Antes me hacían pruebas, me daban fotos y cosas así, pero ya no. Supongo que creen que ya saben todo lo que necesitan saber sobre mí.

– ¿Y lo saben?

La nuez de Adán se le desplazó visiblemente. Oí el sonido que produjo en el fondo de su garganta. Me observó por un momento, hasta que pareció tomar una decisión.

– No, no lo saben -contestó-. Han oído todo lo que pueden oír. No piense que usted oirá más que ellos.

– ¿Qué interés tenía Clay en Galaad? -pregunté. No quería que Du-bus se negase a cooperar. Puede que estuviera aletargado por la medicación, pero conservaba la cabeza clara.

– Quería saber qué había ocurrido. Se lo expliqué. No omití nada. No tengo nada que esconder. No me avergüenzo de lo que hicimos juntos. Todo fue… -contrajo el rostro en una expresión de disgusto malinterpretado, entendido erróneamente. Lo presentaron como algo distinto de lo que fue.

«Lo que hicimos juntos», como si se tratara de una decisión tomada entre los adultos y los niños, tan natural como ir de pesca o a coger moras en verano.

– Murieron niños, señor Dubus.

Asintió con la cabeza.

– Eso no estuvo bien. No tenía que haber sucedido. Aunque eran bebés, y aquí corrían tiempos difíciles. Puede que incluso fuese una bendición lo que les pasó.

– Según tengo entendido, uno murió por las heridas causadas con una aguja de punto. Eso es una manera muy curiosa de definir una bendición.

– ¿Acaso me está juzgando, caballero? -Me miró con los ojos entrecerrados, y dio la impresión de que el temblor de las manos era un vano esfuerzo por controlar la ira.

– Eso no me corresponde a mí.

– Exacto. Por eso me llevaba bien con el doctor Clay. Él no me juzgaba.

– ¿Le habló alguna vez el doctor Clay de los niños a los que trataba?

– No. -Algo desagradable dio vida a sus facciones por un instante-. Intenté sonsacarle, eso sí. Pero no picó. -Dubus dejó escapar una risa burlona.

– ¿Cuántas veces vino aquí?

– Dos o tres, que yo recuerde. También me visitó en la cárcel, pero allí sólo una vez.

– Y fue todo muy formal. Lo entrevistó, y usted habló.

– Exacto.

– Y sin embargo le regaló un cuadro suyo. Me han dicho que no regalaba sus cuadros a cualquiera, que era muy selectivo.

Dubus se revolvió en el sillón. La nuez de Adán empezó a agitarse otra vez en su cuello, y me acordé del obsesivo jugueteo de Andy Kellog con el diente suelto. Ambos eran señales de tensión.

– Puede que mis explicaciones le fueran útiles. Puede que no me viera como un monstruo. Lo he detectado en la cara de su amigo ahí fuera, y lo he detectado en la suya al abrir la puerta. Ha intentado disimularlo con cortesía y buenos modales, pero yo he sabido lo que usted pensaba. Y luego ha entrado aquí y ha visto los cuadros en la pared, y lo limpio y ordenado que está todo. No me revuelco en la mugre, no apesto ni visto ropa sucia y rota. ¿Cree que quiero que la casa, por fuera, tenga el aspecto que tiene? ¿No cree que me gustaría pintarla, repararla un poco? Pues no puedo. Hago lo que es posible aquí dentro, pero nadie está dispuesto a ayudar a un hombre como yo a mantener su casa cuidada. Ya pagué por lo que dijeron que hice, pagué con años de mi vida, y van a hacerme pagar hasta que muera, pero no pienso darles la satisfacción de degradarme. Quien quiera monstruos, que busque en otro sitio.

– ¿Era Daniel Clay un monstruo?

La pregunta pareció sumirlo en el silencio. Luego, por segunda vez, detrás de aquella fachada marchita, vi en funcionamiento su inteligencia, esa esencia espeluznante, repulsiva y corrupta que le había permitido hacer lo que había hecho, y justificarlo para sí. Pensé que tal vez fuera eso lo que los niños de Galaad habían vislumbrado cuando se acercaba a ellos y les tapaba la boca con la mano para ahogar sus gritos.

– Tiene usted sus sospechas sobre él, como los demás -dijo Dubus-. Quiere que yo le diga si son verdad, porque si él y yo hubiéramos compartido algo así, si los dos hubiéramos tenido los mismos gustos, quizás yo lo habría sabido, o él se habría abierto conmigo. Porque si eso es lo que piensa, señor Parker, es usted un imbécil. Es usted un imbécil y algún día morirá por su imbecilidad. Yo no tengo tiempo para hablar con imbéciles. ¿Por qué no se marcha ya? Coja esa carretera de ahí fuera, porque sé adónde va. Podría ser que encontrara la respuesta en Galaad. Allí es donde Daniel Clay encontró la respuesta a sus preguntas. Sí, claro que sí, encontró lo que buscaba allí, pero ya nunca más volvió. Más vale que se ande con cuidado, o tampoco volverá usted. Se le mete a uno en el alma, el viejo Galaad.

Había desplegado una amplia sonrisa, el guardián de la verdad de Galaad.

– ¿Conoce a un tal Jim Poole, señor Dubus?

Parodió un estado de profunda reflexión.

– Pues, ¿sabe?, creo que sí. Era un imbécil, como usted.

– Desapareció.

– Se perdió. Se lo llevó Galaad.

– ¿Eso piensa?

– Lo sé. Da igual dónde esté, o si está vivo o muerto; es un prisionero de Galaad. Si usted pone los pies en Galaad, estará perdido. -Volvió la mirada hacia su interior. Dejó de parpadear-. Se habló de que llevamos el mal a ese lugar, pero ya estaba allí -dijo, y se advirtió cierto asombro en su voz-. Lo sentí en cuanto llegué allí. El viejo Lumley eligió un mal sitio para su refugio. El suelo estaba envenenado, y nosotros también nos envenenamos. Cuando nos fuimos, el bosque, o algo bajo él, lo recuperó.

Dejó escapar una risotada breve y enfermiza.

– Demasiado tiempo solo -dijo-. Demasiado tiempo para dar vueltas a las cosas.

– ¿Qué era el Proyecto, señor Dubus?

La sonrisa se apagó.

– El Proyecto. El Hobby. El Juego. Todo significa lo mismo.

– Los abusos a menores.

Negó con la cabeza.

– Puede llamarlo así, pero eso es porque no lo entiende. Es algo hermoso. Eso es lo que intento explicar a quienes vienen aquí, pero no me escuchan. No quieren saberlo.

– ¿Le escuchó Daniel Clay?

– Él era distinto. Él lo entendió.

– ¿Qué entendió?

Pero Dubus no contestó.

– ¿Sabe dónde está Daniel Clay? -pregunté.

Se inclinó.

– ¿Quién sabe adónde van los muertos? -repuso-. Vaya al norte y quizá lo averigüe. Empieza mi programa.

Volvió a pulsar el mando a distancia, ajustó el sonido y el televisor cobró vida. Se volvió en su sillón, ya sin mirarme. Salí.

Y mientras nos alejábamos en el coche, vi moverse las cortinas en la ventana de Dubus. Levantó una mano en un gesto de despedida, y supe que en aquella casa limpia y ordenada el viejo se reía de mí.

En los días posteriores, la policía intentaría reconstruir la sucesión de acontecimientos, relacionar un cuerpo con otro, contactos con asesinatos. Durante las últimas horas de su vida, Dubus hizo dos llamadas telefónicas, las dos al mismo número. Después de muerto encontrarían el teléfono móvil junto a su cuerpo. Lo había tenido oculto bajo una tabla suelta debajo de la cama, y para desalentar a sus supervisores de buscar allí, lo tapaba con un orinal medio lleno, cuyo hedor bastaba para asegurar que ningún vigilante quisquilloso se atrevería a mirar allí, aunque a un observador atento le habría llamado la atención que, en una casa por lo demás inmaculada, aquél fuera el único lugar donde el sentido del orden de Dubus parecía haber sucumbido. El teléfono era de prepago y lo habían comprado en un supermercado el mes anterior, pagando en efectivo. No era, supuso la policía, la primera vez que alguien ayudaba de esa manera a Dubus a sortear las restricciones en el uso del teléfono.

Dubus hizo la penúltima llamada de su vida minutos después de que Louis y yo nos marcháramos; luego, cabe suponer, volvió a guardar el teléfono en su escondrijo y siguió viendo la televisión. Pasaron los segundos, en una cuenta atrás hasta el momento en que Mason Dubus abandonara este mundo e hiciera frente a la justicia superior que espera a todos los hombres.

Pero eso aún estaba por venir. De momento, la luz del día había desaparecido. No había luna. Seguimos adelante casi sin hablar. La música sonaba a bajo volumen. En el estéreo del coche, los National cantaban sobre palomas en el cerebro y halcones en el corazón, y yo pensé en los hombres con cabeza de pájaro.

Y a su debido tiempo llegamos a Jackman, y la vieja Galaad se metió en nuestras almas.

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