El Adivinador sacó del bolsillo el fajo de billetes doblado, se lamió el pulgar y contó discretamente las ganancias de la jornada. El sol ya se ponía y se derramaba sobre el agua en jirones de un rojo incandescente, como de sangre y de fuego. Aún deambulaba gente por el entarimado del paseo, bebiendo refrescos y comiendo palomitas calientes con mantequilla, mientras siluetas lejanas recorrían la playa, unas de la mano y otras solas. Como el tiempo había cambiado, se había producido un notable descenso de las temperaturas nocturnas y se había levantado un viento cortante que jugueteaba con la arena al anochecer, augurio de alteraciones mayores, los visitantes se entretenían menos que días atrás. El Adivinador presintió que sus días allí, en la playa, tocaban a su fin, ya que si el público no se detenía, él no podía trabajar, y si no trabajaba, ya no era el Adivinador. Pasaba a ser sólo un viejo menudo ante un precario tenderete de rótulos y balanzas, baratijas y quincalla, porque sin espectadores para presenciar su demostración era como si sus habilidades no existiesen siquiera. Los turistas empezaban a escasear, y pronto aquel lugar carecería de interés para el Adivinador y sus colegas: los vendedores ambulantes, los puestos de baratillo, los feriantes y los timadores. Se verían obligados a partir hacia climas más propicios o buscar un refugio donde vivir en invierno de los ingresos del verano.
El Adivinador percibía el sabor del mar y de la arena adherida a la piel, un sabor salado, una reafirmación de la vida. Lo notaba en todo momento, aun después de tantos años. El mar le proporcionaba su medio de vida, ya que atraía a los veraneantes, y el Adivinador estaba allí esperándolos cuando llegaban; pero su afinidad con el mar no se reducía al dinero que le daba. No, reconocía algo de su propia esencia en él, en el sabor de su sudor, que era un eco de su propio origen lejano y del origen de todas las cosas, y opinaba que un hombre incapaz de comprender la atracción del mar era un hombre que se había perdido a sí mismo.
Pasó los billetes diestramente con el pulgar, moviendo un poco los labios mientras llevaba la cuenta en la cabeza. Cuando acabó, sumó la cantidad al total y luego lo comparó con las ganancias del último año por las mismas fechas. Habían bajado, del mismo modo que el último año habían bajado respecto al anterior. Ahora la gente era más cínica, y tanto ellos como sus hijos estaban menos dispuestos a pararse ante un hombrecillo extraño y su barraca de aspecto primitivo. Se veía obligado a trabajar cada vez más para ganar incluso menos, aunque no tan poco como para plantearse abandonar la profesión que había elegido. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Recoger las mesas en un bufé libre? ¿Trabajar detrás de la barra en un McDonald's, como algunos de los jubilados más desesperados que conocía, reducidos a limpiar lo que ensuciaban niños lloricas y adolescentes descuidados? No, eso no era para el Adivinador. Él había seguido ese camino durante casi cuarenta años y, por cómo se sentía, calculaba que le quedaban todavía unos cuantos, siempre y cuando así lo decidiese el que repartía las cartas allá en el cielo. Conservaba la mente despierta, y los ojos, detrás de las gafas de montura negra, le permitían aún captar todo aquello que necesitaba saber sobre los incautos a fin de seguir ganándose modestamente la vida. Quizás algunos calificarían lo suyo de don, pero él no lo llamaba así. Era una aptitud, un oficio, perfeccionado y desarrollado año tras año, un vestigio de un sexto sentido que fue poderoso en nuestros antepasados pero que ahora se había atrofiado a causa de las comodidades del mundo moderno. Lo que él poseía era algo elemental, como las mareas y las corrientes oceánicas.
Dave Glovsky, alias «el Adivinador», llegó por primera vez a Old Orchard Beach en 1948, cuando tenía treinta y siete años, y desde entonces su fraseología y las herramientas de su oficia apenas habían cambiado. En su pequeña barraca del paseo destacaba una vieja silla de madera que pendía, sujeta mediante cadenas, de una antigua balanza R.H. Forschner. Un letrero amarillo, toscamente pintado a mano con una vacilante caricatura de Dave, anunciaba la actividad a la que se dedicaba y su emplazamiento, para aquellos que, al llegar allí, acaso no estuvieran del todo seguros de dónde se hallaban o qué tenían ante los ojos. El letrero rezaba: EL ADIVINADOR, PALACE PLAYLAND, OLD ORCHARD BEACH, YO.
El Adivinador formaba parte de la decoración de Old Orchard. Estaba tan integrado en aquel centro de veraneo como la arena en los refrescos y los caramelos blandos que provocaban la caída de los empastes de las muelas. Aquél era su sitio, y él lo tenía interiorizado. Llevaba tanto tiempo acudiendo allí, para ejercer su oficio, que percibía todo cambio en su entorno, por intrascendente que pareciese: una mano de pintura aquí, un bigote afeitado allá. Para él, esas cosas tenían su importancia, ya que así era como mantenía alerta la mente, y como, a la vez, llevaba comida a su mesa. El Adivinador reparaba en todo cuanto ocurría alrededor y archivaba los detalles en su fabulosa memoria, a punto para utilizarlos en el momento más oportuno. En cierto modo, su sobrenombre era poco apropiado. Dave Glovsky no adivinaba. Percibía. Calculaba. Evaluaba. Por desgracia, Dave Glovsky el Percibidor no sonaba tan bien. Como tampoco Dave el Calculador, así que era Dave el Adivinador, y con Dave el Adivinador se quedaría.
El Adivinador te adivinaba el peso con un margen de error de un kilo y medio, y si fallaba, ganabas un premio. Aunque igual que había gente que no tenía el menor interés en que se pregonase su peso ante una risueña muchedumbre un radiante día de verano -no, ni hablar, decían, gracias por preguntar pero métase en sus asuntos-, del mismo modo el Adivinador no se moría de ganas por poner a prueba la resistencia de su balanza colgando de ella ciento cincuenta kilos de pura fémina americana sólo para demostrar que acertaba el peso, y en tales casos lo intentaba muy gustosamente con la edad, la fecha de nacimiento, el empleo, la elección de coche (extranjero o nacional), o incluso la marca de tabaco preferida. Si el Adivinador se equivocaba, seguías tan campante por tu camino con una horquilla de plástico o una bolsa de gomas elásticas en la mano, ufanándote de haberle ganado la partida al hombrecillo raro de los letreros torcidos e infantiles -¿acaso no eras tú el listo?-, y tardarías un rato en darte cuenta de que acababas de pagarle cincuenta centavos a un hombre por el placer de saber algo que ya sabías antes de llegar, y que para colmo habías recibido diez gomas elásticas que al por mayor costaban alrededor de un centavo. Y podía ser que te volvieras a mirar al Adivinador, con su camiseta blanca en la que aparecía escrito con letras mayúsculas: DAVE EL ADIVINADOR, y que le habían estampado como un favor, pues todo el mundo conocía a Dave, en la barraca de camisetas situada un poco más allá, y llegaras a la conclusión de que el Adivinador era en realidad un tipo listo.
Porque el Adivinador sí era listo, listo en el sentido en que lo eran Sherlock Holmes, Dupin o Poirot, el pequeño belga. Era un observador, un hombre capaz de determinar las circunstancias de la existencia de otro a partir de su ropa, su calzado, la manera de llevar el dinero, el estado de sus manos y uñas, las cosas que atraían su atención y despertaban su interés mientras recorría el paseo, e incluso las más nimias pausas y vacilaciones, las inflexiones vocales y los gestos inconscientes mediante los cuales se delataba de mil maneras distintas. El Adivinador prestaba atención en el marco de una cultura que ya no atribuía valor alguno a un acto tan simple. La gente no escuchaba ni veía: sólo creía escuchar o ver. Pasaban por alto más cosas de las que percibían. Sus ojos y sus oídos se adaptaban continuamente a lo nuevo, a la última novedad que les arrojaba la televisión, la radio, el cine, y desechaban lo viejo aun antes de empezar a comprender su sentido y su valor. El Adivinador no era como ellos. Pertenecía a un orden distinto, a un sistema organizativo más antiguo. Estaba preparado para identificar imágenes y olores, susurros que llegaban altos y claros a sus oídos, insignificantes aromas que le producían un cosquilleo en el vello de la nariz y se traducían en forma de luces y colores en su mente. La vista era sólo una de las facultades que usaba, y a menudo desempeñaba un papel secundario respecto a las otras. Al igual que el hombre primitivo, no dependía de los ojos como principal fuente de información. Confiaba en todos sus sentidos y los aprovechaba al máximo. Su mente era como una radio, sintonizada siempre para captar incluso las transmisiones más débiles de los demás.
Había una parte fácil, claro: la edad y el peso le resultaban relativamente sencillos. También los coches estaban casi cantados, por lo menos al principio, cuando la mayoría de la gente que iba de vacaciones a Old Orchard tenía coches de fabricación nacional. Sólo más tarde proliferarían los automóviles de importación, pero aun así las probabilidades seguían siendo de un cincuenta por ciento para el Adivinador.
¿Y en cuanto a las profesiones? Bueno, a veces surgían detalles útiles durante la fraseología inicial, mientras el Adivinador escuchaba sus saludos, sus respuestas, la forma en que reaccionaban a ciertas palabras clave. Incluso mientras escuchaba lo que decían, Dave examinaba su ropa y su piel en busca de signos reveladores: el puño de la manga derecha de la camisa gastado o sucio podía ser indicio de alguien con un empleo de oficina, y de poca monta si tenía que llevar la camisa de trabajo en vacaciones, en tanto que un examen más detenido de sus manos podía poner de manifiesto la huella de un bolígrafo en el pulgar y el índice. A veces se advertía un leve achatamiento en las yemas de los dedos en una mano o en las dos: en el primer caso, indicaba tal vez que era una persona habituada a usar una sumadora; en el segundo, casi con toda seguridad se trataba de una mecanógrafa. Los cocineros siempre tenían pequeñas quemaduras en los antebrazos, marcas de la parrilla en las muñecas, callos en el dedo índice de la mano con que cogían el cuchillo, cicatrices o heridas todavía tiernas allí donde se les había ido la hoja, y el Adivinador aún no había conocido a un solo mecánico capaz de limpiarse hasta el último rastro de grasa de las arrugas de la piel. Distinguía a un policía sólo con verlo, y a un militar con igual claridad que si fuera con uniforme de gala.
Pero la observación sin memoria no servía de nada, y el Adivinador se pasaba el día asimilando detalles del gentío que abarrotaba la costa, desde los retazos de una conversación hasta los destellos de algún efecto personal. Si decidías encender un pitillo, Dave recordaría que el tabaco era Marlboro y que llevabas puesta una corbata verde. Si aparcabas el coche a la vista de su barraca, eras «el Ford y los tirantes rojos». Todo se compartimentaba por si acaso llegaba a tener alguna utilidad, ya que si bien el Adivinador, de hecho, nunca perdía en sus apuestas, estaban también la cuestión del orgullo profesional y la necesidad de dar un buen espectáculo a quienes miraban. El Adivinador no había sobrevivido en Old Orchard durante décadas sólo por equivocarse al adivinar y endosar luego gomas elásticas a los turistas a modo de disculpa.
Se metió las ganancias en el bolsillo y echó una última ojeada alrededor antes de prepararse para cerrar. Estaba cansado y le dolía un poco la cabeza, pero echaría de menos todo aquello cuando la gente se marchase. Como el Adivinador sabía, cierta gente lamentaba el estado en que se encontraba Old Orchard y opinaba que esa hermosa playa se había echado a perder debido a un siglo de desarrollo urbanístico, a la llegada de las montañas rusas, las casas de la risa y los tiovivos, al olor a algodón de azúcar y perritos calientes y bronceador. Quizá tuviesen razón, pero quedaban muchos otros sitios adonde podía acudir esa clase de personas, mientras que no había tantos adonde la gente pudiese ir con sus hijos y, por relativamente poco dinero, disfrutar del mar, la arena y el placer de intentar ganarle a hombres como el Adivinador. Old Orchard había cambiado, eso desde luego. Los chicos eran más gallitos, tal vez incluso un poco más peligrosos. El pueblo ofrecía un aspecto más chabacano que antes, y se percibía una sensación de inocencia perdida más que de inocencia recobrada. Ocean Park, el centro turístico religioso orientado a las familias sito en Old Orchard, parecía cada vez más un salto al pasado, a una época en que la educación y la autosuperación formaban parte de las vacaciones en igual medida que el entretenimiento y la relajación. Se preguntaba cuántos de los que iban allí a beber cerveza barata y comer langosta en platos de cartón sabían algo de los metodistas que habían fundado la Asociación de Acampada de Old Orchard allá por 1870, congregando a veces a multitudes de diez mil personas o más para oír cómo los oradores ensalzaban las ventajas de una vida virtuosa y libre de pecado. Difícil lo tendría quien intentase hoy día convencer a los turistas de que renunciasen a tomar el sol una tarde para escuchar las historias de la Biblia. No hacía falta ser Dave el Adivinador para calcular las probabilidades de éxito.
A pesar de todo, al Adivinador le encantaba Old Orchard. Gracias a aquella pequeña barraca había tenido el privilegio de conocer a hombres como Tommy Dorsey y Louis Armstrong, y sus fotos colgaban de la pared para demostrarlo. Pero si bien esos encuentros representaban los grandes hitos de su trayectoria, su trato con personas corrientes le había proporcionado una satisfacción continuada y permitido conservarse joven y despierto por dentro. Sin la gente, Old Orchard habría significado mucho menos para él, con mar o sin mar.
El Adivinador guardaba ya sus letreros y sus balanzas cuando se acercó aquel hombre; o quizá sería más fiel a la verdad decir que el Adivinador percibió que se acercaba incluso antes de verlo, como aquellos remotos antepasados suyos que no habían confiado en sus sentidos para jugar a las adivinanzas en cavernas iluminadas por el fuego. No, habían necesitado esos sentidos para conservar la vida, para prevenirlos de la llegada de depredadores y enemigos, y por tanto su supervivencia había dependido de su compromiso con el mundo que los rodeaba.
De inmediato, el Adivinador se volvió despreocupadamente y empezó a asimilar los rasgos del desconocido: cerca de cuarenta años, pero aparentaba más edad; los vaqueros más holgados de lo que solían llevarse en esos tiempos; la camiseta blanca pero un poco manchada en el vientre; las botas robustas, más aptas para ir en moto que en coche, aunque sin el desgaste en las suelas propio de un motorista; el pelo oscuro, engominado y peinado hacia atrás, terminando en punta sobre la nuca; las facciones rectas, casi delicadas; el mentón pequeño; la cabeza comprimida como si hubiese estado largo tiempo bajo un gran peso; los huesos de la cara con forma de cometa bajo la piel. Tenía una cicatriz bajo el nacimiento del pelo: tres líneas paralelas, como si le hubiesen introducido en la carne las púas de un tenedor y se las hubiesen hundido hasta el puente de la nariz. La boca torcida, con una comisura apuntando permanentemente hacia abajo y la otra un poco levantada, creaba la impresión de que las máscaras simbólicas del teatro se hubiesen bisecado y sus dispares mitades se hubiesen fundido sobre su cráneo. Los labios eran demasiado grandes. Casi podrían haberse calificado de sensuales, pero todo lo demás en él desmentía esa sensación. Tenía los ojos castaños, pero salpicados de pequeñas manchas blancas, como estrellas y planetas suspendidos en la oscuridad de éstos. Olía a colonia y, justo por debajo, se percibía un fétido hedor de grasas animales derretidas, de sangre y descomposición y excrementos evacuados en ese momento final en que la vida se convierte en muerte.
De pronto, Dave el Adivinador lamentó no haber decidido marcharse quince minutos antes, no tener ya la barraca recogida y el cerrojo echado, y no haber puesto ya la máxima distancia posible entre él, un hombre de aquella avanzada edad, y sus queridas balanzas y letreros. Pero a la vez que eludía el contacto visual con el recién llegado, no pudo por menos de analizarlo, extraer información de sus movimientos, su ropa, su olor. El hombre se metió la mano en un bolsillo delantero del pantalón y sacó un peine de acero, que se pasó por el pelo con la mano derecha, seguida por la izquierda para alisarse cualquier cabello suelto. Al hacerlo, ladeó la cabeza un poco a la derecha, como si se mirase en algún espejo visible sólo para él, y el Adivinador tardó un momento en darse cuenta de que el espejo era él mismo. El desconocido lo sabía todo sobre Dave y su «don», y el Adivinador, por más que intentaba contenerse, seguía descomponiendo en sus partes integrantes a aquel hombre mientras se acicalaba, y el hombre lo sabía y disfrutaba viéndose reflejado en las percepciones del viejo.
Vaqueros limpios y planchados, pero con las rodillas sucias. La mancha en la camiseta parecía sangre seca. La tierra bajo las uñas. El olor. Dios santo, qué olor…
Y el desconocido estaba ya delante de él y envainaba de nuevo el peine en la ceñida funda de su bolsillo. Con una sonrisa aún más ancha, toda falsa cordialidad, el hombre habló.
– ¿Es usted el que adivina? -preguntó. En su voz, junto a un dejo sureño, se advertía también un ligero acento del nordeste. Pretendía disimularlo, pero Dave tenía el oído muy fino.
Sin embargo, ese tonillo de Maine no era autóctono. No, aquél era un hombre capaz de integrarse a voluntad, un hombre que adquiría la forma de hablar y las particularidades de quienes lo rodeaban, camuflándose igual que…
Igual que los depredadores.
– Ya he acabado por hoy -dijo el Adivinador-. No puedo con mi alma. No me queda nada.
– Vamos, sí que tiene tiempo para uno más -fue la respuesta, y el Adivinador supo que aquello no era un intento de engatusarlo. Era una orden.
Miró alrededor en busca de algo con que distraer la atención, un pretexto para marcharse, pero era como si el desconocido hubiese creado un espacio para sí, ya que nadie más lo oía y era obvio que los transeúntes tenían la atención en otra parte. Miraban las otras barracas, el mar, la arena cambiante. Miraban los coches lejanos y los rostros desconocidos de quienes pasaban junto a ellos. Miraban el entarimado y sus propios pies, y clavaban la vista en los ojos de sus respectivos maridos y esposas, a quienes habían dejado de considerar interesantes hacía mucho tiempo pero que sin embargo, de pronto, ejercían en ellos una insospechada, aunque pasajera, fascinación. Y si alguien les hubiese insinuado que, de algún modo, habían decidido desviar su atención del pequeño Adivinador y el hombre que ahora se hallaba ante él, habrían rechazado la idea sin pensárselo dos veces. Pero al contestar habría asomado a sus caras una fugaz expresión de inquietud, y eso, para una persona observadora -para alguien como Dave el Adivinador-, habría bastado para desmentir sus respuestas. En ese momento se parecían en algo al Adivinador; esa despejada tarde de verano, cuando se ponía aquel sol de color rojo sangre, se había despertado en ellos un instinto primario, ancestral, hasta entonces en estado latente. Quizá realmente no se daban cuenta de que lo hacían, o quizá, por respeto a sí mismos o por instinto de supervivencia, no lo reconocían, ni siquiera para sí, pero le cedían espacio al hombre del pelo engomina-do. Irradiaba amenaza y daño, y el mero hecho de reconocer su existencia entrañaba el riesgo de atraer su atención. Mejor, pues, desviar la mirada. Mejor que no se interesara en los asuntos de uno, mejor que sufriera otro, que un desconocido fuera blanco de su desagrado. Mejor seguir andando, meterse en el coche, alejarse sin mirar una sola vez atrás por miedo a descubrir que él clavaba la vista en nuestros ojos, que se ensanchaba lentamente su indolente media sonrisa mientras memo-rizaba las caras, los números de matrícula, el color de la pintura, el cabello oscuro de una esposa, el cuerpo en flor de una hija adolescente. Mejor fingir, pues. Mejor no fijarse. Mejor eso que despertarse una noche y encontrar a un hombre así mirándote, manchado de sangre caliente, y ver una luz reveladora en la habitación contigua, mientras dentro hay algo que gotea en el parquet desnudo, algo que antes estaba vivo y ahora ya no lo está…
Dave supo entonces que ese hombre no se diferenciaba tanto de él. Era un observador, un catalogador de características humanas, pero en el caso del desconocido la observación era el preludio del daño. Y en ese momento sólo se oía el sonido de las olas al romper, y voces que se alejaban, y los ruidos de las atracciones de la feria, amortiguados mientras el desconocido hablaba con un tono insistente para captar la atención de su interlocutor hasta el punto de excluir todo lo demás.
– Quiero que adivine algo sobre mí -dijo.
– ¿Qué quiere saber? -preguntó el Adivinador, y toda apariencia de buena voluntad abandonó su voz. Dadas las circunstancias, no servía de nada fingir. En cierto modo eran iguales.
El hombre apretó el puño de la mano derecha. Dos monedas de veinticinco centavos asomaban entre sus dedos contraídos. Levantó la mano hacia Dave, y éste retiró las monedas con sus dedos apenas temblorosos.
– Dígame cómo me gano la vida -exigió el desconocido-. Y quiero que intente acertar. Intente acertar.
Dave percibió la advertencia. Podría haber inventado algo inocuo, algo inocente. Abre zanjas en la construcción de carreteras, quizá. Trabaja de jardinero. Trabaja…
Trabaja en un matadero.
No, demasiado cerca. No debo decirlo.
Desgarra cosas. Cosas vivas. Hace daño y mata y entierra las pruebas. Y a veces se defienden. Veo las cicatrices en torno a sus ojos, y en la carne blanda bajo la mandíbula. Tiene unos cuantos mechones ralos justo encima de la frente, y una porción de piel inflamada en torno a las raíces allí donde el pelo no ha vuelto a crecer como es debido. ¿Qué ocurrió? ¿Liberó la víctima una mano? ¿Lo agarró desesperadamente con los dedos y le arrancó un trozo de cuero cabelludo? E incluso en pleno dolor, ¿no se deleitó una parte de usted con la lucha, no disfrutó por tener que esforzarse para conseguir su premio? ¿Y qué me dice de esas incisiones bajo el nacimiento del pelo? ¿Qué me dice? Es usted un hombre violento, y ha padecido también la violencia. Ha sido marcado para advertir a otros, de manera que incluso los tontos y los despistados lo conozcan cuando se acerca. Demasiado tarde para el que lo hizo, quizá, pero no obstante una advertencia.
Una mentira podía costarle la vida. Tal vez no en ese momento, tal vez ni siquiera al cabo de una semana, pero ese hombre se acordaría y regresaría. Una noche, Dave el Adivinador volvería a su habitación y el desconocido estaría sentado en un sillón en la oscuridad, delante de la ventana, dando largas caladas a un cigarrillo que sostendría con la mano izquierda mientras, con la derecha, juguetearía con una navaja.
Me alegro de que haya llegado por fin. He estado esperándole. ¿Se acuerda de mí? Le pedí que adivinase algo sobre mí, pero no acertó. De premio me dio un juguete, de premio por ganar al Adivinador; pero para mí ése no es premio suficiente, e hizo usted mal en pensarlo. Me parece que debería sacarlo de su error. Me parece que debería saber cómo me gano la vida realmente. Venga, permítame enseñárselo…
– Dígamelo, pues -insistió-. Dígame la verdad.
Dave lo miró a los ojos.
– Usted causa dolor -dijo.
Al parecer, el desconocido lo encontró gracioso.
– ¿Usted cree?
– Hace daño a la gente.
– ¿Sí?
– Ha matado. -Y en el momento en que se oía pronunciar estas palabras, Dave se veía desde fuera. Flotando, se apartaba de la escena que se desarrollaba ante él; su alma se anticipaba ya a la separación de esta vida que iba a producirse.
El desconocido movió la cabeza en un gesto de incredulidad y se miró las manos, como si hubiera quedado mudo de asombro ante tal revelación.
– Bueno -dijo por fin-, supongo que eso vale cincuenta centavos del dinero de cualquier hombre, las cosas como son. Tal cual. Tal cual. -Y asintió, ensimismado-. Ajá -susurró-. Ajá.
– ¿Quiere reclamar el premio? -preguntó Dave-. Tiene derecho a un premio si no he acertado.
Señaló hacia atrás, en dirección a las gomas elásticas, las horquillas, los paquetes de globos.
Llévese uno. Llévese uno, por favor. Lléveselos todos, lo que quiera, pero aléjese de mí. Váyase por donde ha venido, sin detenerse, y no vuelva nunca por aquí, jamás. Y si le sirve de consuelo, sepa que nunca olvidaré su olor o su aspecto. Nunca. Los grabaré en mi memoria, y permaneceré siempre atento por si vuelve a aparecer.
– No -dijo el desconocido-. Quédeselos. Me he entretenido. Usted me ha entretenido.
Se apartó de Dave el Adivinador, aún asintiendo, aún repitiendo «ajá» una y otra vez.
En el preciso momento en que el Adivinador tenía la certeza de que iba a librarse de él, el desconocido se detuvo.
– Orgullo profesional -dijo de pronto.
– ¿Disculpe? -preguntó el Adivinador.
– Creo que es eso lo que tenemos en común: estamos orgullosos de lo que hacemos. Usted podría haberme mentido, pero no lo ha hecho. Y yo podría haberle mentido a usted y llevarme esos globos de mierda, pero tampoco lo he hecho. Usted me ha respetado a mí, y a cambio yo lo he respetado a usted.
El Adivinador no contestó. No había nada que decir. Notó un sabor en la boca. Era agrio y desagradable. Deseó abrir la boca y aspirar una bocanada de aire salitroso, pero aún no, no mientras el desconocido estuviese cerca. Antes quería deshacerse de él, por temor a que algo de su esencia penetrase en su cuerpo con esa única bocanada y corrompiese su ser.
– Puede hablarle a la gente de mí si quiere -dijo el desconocido-. Tanto me da. Pasará mucho tiempo antes de que alguien se plantee ir en mi busca, e incluso si me encuentran, ¿qué van a decir? ¿Que un charlatán de feria con una camiseta barata los ha mandado por mí, que quizá tengo algo que esconder o una historia que contar?
Se entretuvo con las manos en recuperar del vaquero el paquete de tabaco, manoseado y un poco chafado. Sacó de dentro un estilizado mechero metálico y a continuación un cigarrillo. Hizo rodar el cigarrillo entre el dedo medio y el pulgar antes de encenderlo, y luego el mechero y el paquete volvieron a desaparecer en el bolsillo.
– Puede que algún día me pase otra vez por aquí -dijo-. Lo buscaré.
– Aquí estaré -respondió el Adivinador.
Vuelva si quiere, animal. No me malinterprete: le tengo miedo, y creo que no me falta razón para ello, pero no piense que voy a exteriorizarlo. De mí no recibirá esa satisfacción.
– Eso espero -dijo el desconocido-. Eso espero, no le quepa duda.
Pero el Adivinador nunca volvió a verlo, aunque pensó en él a menudo, y una o dos veces en los años que le quedaron de vida, mientras estaba en el paseo y evaluaba a los transeúntes, se sintió observado y tuvo la certeza de que, en algún lugar cercano, el desconocido lo miraba; quizá por diversión o quizá, como con frecuencia temía el Adivinador, arrepentido de permitir que la verdad sobre él se hubiera revelado de ese modo, y deseando enmendar el error.
Dave Glovsky el Adivinador murió en 1997, casi cincuenta años después de llegar por primera vez a Old Orchard Beach. Les habló del desconocido a quienes estuvieron dispuestos a escucharle, les habló del hedor a grasa que despedía, de la mugre bajo las uñas y de las manchas de color cobre en la camiseta. La mayoría de quienes le prestaron oídos se limitaron a menear la cabeza ante lo que, creían, era sólo un intento más por parte de un feriante de alimentar su leyenda; pero algunos lo escucharon con atención y encomendaron sus palabras a la memoria, y las hicieron correr para que otros estuvieran alerta por si regresaba aquel hombre.
El Adivinador, claro está, tenía razón: el hombre volvió años después, en efecto, a veces por iniciativa propia y a veces por órdenes de otros, y quitó vidas pero también creó una. Sin embargo, cuando regresó por última vez, atrajo las nubes y se envolvió en ellas a modo de capa, oscureciendo el cielo a su paso, buscando la muerte y el recuerdo de una muerte en los rostros de los demás. Era un hombre roto y, en su cólera, rompería a otros.
Era Merrick, el vengador.
Era una mañana encapotada de finales de noviembre, la hierba se quebraba a causa de la escarcha, y el invierno sonreía por los huecos entre las nubes igual que un mal payaso que escudriña desde detrás del telón antes de empezar el espectáculo. La ciudad se ralentizaba. Pronto arreciaría el frío, y Portland, como un animal, había acumulado grasas para los largos meses venideros. En el banco se hallaban los dólares del turismo; suficientes, cabía esperar, para llegar hasta el 30 de mayo, día de los Caídos. En las calles se respiraba una mayor tranquilidad que tiempo atrás. Los lugareños, que a veces no coexistían cómodamente con el ecoturismo otoñal y los buscadores de gangas, ahora tenían la ciudad casi para ellos solos una vez más. Reclamaban sus mesas habituales en los restaurantes, bares y cafeterías. Disponían de tiempo para la conversación ociosa con camareras y cocineros, los profesionales ya no sudaban tinta por las exigencias de clientes cuyos nombres desconocían. En esa época del año era posible sentir el verdadero ritmo de la pequeña ciudad, el lento palpitar de su corazón sin los agobios del falso estímulo de aquellos que venían de otras partes.
Yo, sentado a una mesa en un rincón del Porthole, comía beicon y patatas fritas, sin mirar a Kathleen Kennedy y Stephen Frazier mientras charlaban de la visita sorpresa a Irak de la secretaria de Estado. Como el televisor estaba sin sonido, era mucho más fácil no prestarle atención. Una estufa eléctrica con fuego de imitación ardía al lado de la ventana que daba al mar; los mástiles de los barcos de pesca oscilaban en la brisa matutina, y unas cuantas personas ocupaban las otras mesas, no muchas, las justas para crear el acogedor ambiente que requería una cafetería durante el desayuno, ya que tales cosas se basan en un sutil equilibrio.
El Porthole seguía igual que cuando yo era niño, quizás incluso igual que cuando abrió sus puertas por vez primera en 1929. Placas de linóleo marmolado verde, agrietado aquí y allá pero inmaculadamente limpio, cubrían el suelo. Una larga barra de madera con superficie de cobre recorría el local casi de punta a punta, salpicada de vasos, condimentos y dos bandejas de cristal con bollos recién hechos, y los taburetes estaban sujetos al suelo. Las paredes eran de color verde claro, y bastaba con ponerse en pie para ver el interior de la cocina a través de las dos ventanillas de servir idénticas, separadas por un letrero donde se leía: VIEIRAS. Una pizarra anunciaba los platos del día, y había cinco surtidores de cerveza, que servían Guinness, alguna que otra Allagash y Shipyard, y para quienes no conocían nada mejor, o sí conocían pero les importaba un carajo, Coors Light. De las paredes colgaban boyas, lo que en cualquier otra casa de comidas del Puerto Antiguo habría resultado kitsch pero allí reflejaba la simple circunstancia de que aquél era un lugar frecuentado por lugareños que pescaban. Una pared era casi por entero de cristal, así que incluso en las mañanas más grises el Porthole parecía inundado de luz.
En el Porthole siempre te envolvía el reconfortante zumbido de la conversación, pero nunca llegabas a oír con claridad todo lo que decían los otros clientes que había sentados cerca. Esa mañana unas veinte personas comían, bebían y empezaban el día con parsimonia, como suelen hacer las gentes de Maine. Sentados en fila ante la barra, cinco trabajadores del Mercado de Pescado del Puerto, todos vestidos idénticamente con vaqueros, sudaderas con capucha y gorras de béisbol, reían y se desperezaban en el calor, sus caras enrojecidas por la intemperie. A mi lado, cuatro hombres de negocios, con teléfonos móviles y blocs entre las tazas blancas de café, hacían ver que trabajaban, pero a juzgar por las ocasionales ráfagas de conversación que me llegaban, y alcanzaba a comprender, estaban más interesados, aparentemente, en elogiar al entrenador de los Pirates, Kevin Dineen. Más allá, dos mujeres, madre e hija, sostenían una de esas conversaciones que exigen mucha gesticulación y caras de asombro. Daba la impresión de que se lo pasaban en grande.
Me gusta el Porthole. Aquí los turistas apenas vienen, y menos en invierno, e incluso en verano tendían a perturbar poco el equilibrio hasta que alguien colocó una pancarta sobre Wharf Street en la que se anunciaba que esa porción de puerto tan poco prometedora tenía más interés del que aparentaba: la marisquería Boone's, el Mercado de Pescado, la sala Comedy Connection y el propio Porthole. Pero ni siquiera eso había dado pie a una multitudinaria concurrencia. Con o sin pancarta, el Porthole no pregonaba a voces su existencia, y un maltrecho letrero con el nombre de un refresco y un ondeante banderín eran las únicas verdaderas señales de su presencia visibles desde Commercial, una de las principales arterias de la ciudad. En cierto modo, uno necesita saber que está allí para verlo, sobre todo en las oscuras mañanas de invierno, y a cualquier turista rezagado que pudiera pasear por Commercial a comienzos del crudo invierno de Maine le convenía tener ya una idea muy aproximada de adónde dirigía sus pasos si pretendía llegar a la primavera con la salud intacta. Con un vigorizante viento del nordeste de cara, pocos tenían el tiempo o el deseo de explorar los rincones ocultos de la ciudad.
Aun así, a veces los viajeros de temporada baja pasaban por delante del Mercado de Pescado y la sala Comedy Connection, mientras sus pasos resonaban nítidamente en la madera vieja del paseo entarimado que bordeaba el muelle por su lado izquierdo, e iban a dar a la puerta del Porthole, y existían muchas probabilidades de que, en su siguiente visita a Portland, fuesen derechos al Porthole; pero quizá no se lo contaban a mucha gente, porque era la clase de sitio que uno se reservaba para sí. Fuera tenía una terraza con vistas al puerto donde, en verano, la gente podía sentarse y comer, pero en invierno retiraban las mesas y dejaban la terraza vacía. Creo que a mí me gustaba más en invierno. Podía coger un café y marcharme afuera, sabiendo que la mayoría de los parroquianos preferían tomarse el café dentro, donde se estaba caliente, y que, por tanto, difícilmente me molestaría nadie. Allí olía el salitre y sentía la brisa marina en la piel, y si hacía buen día y no soplaba mucho el viento, el olor me acompañaba el resto de la mañana. Me gustaba, sobre todo, el olor. A veces, si me sentía mal, allí podía quitarle importancia, porque el salitre en los labios me recordaba el sabor de las lágrimas, como si recientemente hubiese intentado alejar el dolor de otro con un beso. Cuando eso ocurría, me acordaba de Rachel y Sam, mi hija. También me acordaba a menudo de la mujer y la hija que ya había perdido antes.
En días así reinaba el silencio.
Pero ese día yo estaba dentro, y llevaba chaqueta y corbata. La corbata era de Hugo Boss, de color rojo intenso, y la chaqueta de Armani, aunque en Maine nadie le prestaba mucha atención a las marcas. Todo el mundo pensaba que, si llevabas puesta esa ropa, la habías comprado en las rebajas, y si de verdad habías pagado el precio que marcaba la etiqueta, eras imbécil.
Yo no había pagado el precio de la etiqueta.
Se abrió la puerta delantera y entró una mujer. Vestía traje pantalón negro y un abrigo que probablemente le había costado un dineral cuando lo compró, pero al que ya se le notaban los años. Tenía el pelo negro, teñido con algo que le daba un tono rojizo. Pareció sorprenderse un poco por el aspecto del local, como si, después de abrirse paso entre los ruinosos edificios de los muelles, esperase que fueran a raptarla unos piratas. Posó la mirada en mí y ladeó la cabeza con expresión de duda. Levanté un dedo, y se acercó hacia mí por entre las mesas. Me levanté para recibirla, y nos estrechamos la mano.
– ¿Señor Parker?
– Señora Clay.
– Disculpe que llegue tarde. Ha habido un accidente en el puente. La cola de coches era interminable.
Rebecca Clay me había telefoneado el día anterior para preguntarme si podía ayudarla con cierto problema. La acechaba un hombre, y como es lógico, no le divertía. La policía no había podido hacer nada. Daba la impresión, dijo, de que el hombre presentía la llegada de los agentes, porque cuando éstos, alertados, se acercaban a la casa, por grande que fuera su sigilo, él siempre se había ido ya.
Yo iba haciendo todo el trabajo corriente que podía, en parte para apartar de mi cabeza la ausencia de Rachel y Sam. Llevábamos separados unos nueve meses, con algún que otro reencuentro entremedias. Ni siquiera sé muy bien cómo se habían deteriorado las cosas hasta ese punto, y tan deprisa. Fue como si de pronto estuviesen allí las dos, llenando la casa con sus aromas y sus sonidos, y al cabo de un instante se marchasen a vivir con los padres de Rachel, pero naturalmente no había sido así ni mucho menos. Volviendo la vista atrás, veía todas las curvas de la carretera, los recodos y las hondonadas, que nos habían conducido hasta donde ahora estábamos. En teoría era una solución temporal, un periodo de reflexión, para que, alejados durante un tiempo, intentásemos recordar cuáles eran esos aspectos de la otra persona tan importantes para nosotros que no podíamos vivir sin ellos. Pero estas situaciones nunca son temporales, en realidad no. Se produce una ruptura, un distanciamiento, y aun cuando se llegue a un acuerdo, y a la decisión de intentarlo de nuevo, el hecho de que una persona haya dejado a la otra nunca se olvida, ni se perdona. Planteado así, parece que la culpa fuera de ella, y no lo fue. Tampoco estoy muy seguro de que fuera mía, o al menos no del todo. Ella tenía que tomar una decisión, y yo también, pero la suya dependía de la que tomase yo. Al final las dejé ir, pero con la esperanza de que regresaran al cabo de un tiempo. Seguíamos hablando, y yo podía ver a Sam siempre que quisiera, pero como vivían en Vermont, resultaba un poco difícil. Distancias aparte, yo era cauto en mis visitas, y no sólo porque no quería complicar una situación ya de por sí difícil. Me andaba con cuidado porque aún creía que había gente dispuesta a hacerles daño a ellas con tal de llegar hasta mí. Por eso las dejé marchar, creo. Los recuerdos eran dolorosos. El último año había sido… difícil. Las echaba mucho de menos, pero no sabía cómo recuperarlas, ni cómo convivir con su ausencia. Habían dejado un vacío en mi existencia, y otras, las que aguardaban en las sombras, habían tratado de ocupar su lugar.
La primera mujer y la primera hija.
Pedí un café para Rebecca Clay. Un haz de sol matutino la iluminó sin clemencia poniendo de relieve las arrugas de su cara, las canas que se filtraban en su pelo a pesar del tinte, las oscuras ojeras. Algo de eso se debía tal vez al hombre que, según ella, la molestaba, pero saltaba a la vista que en gran medida tenía un origen más profundo. Las tribulaciones de la vida la habían envejecido prematuramente. A juzgar por cómo se había maquillado, deprisa y en exceso, se deducía que era una mujer a quien no le gustaba mirarse en el espejo mucho rato, y a quien no le gustaba la imagen que veía reflejada.
– Creo que nunca había estado aquí -comentó-. Portland ha cambiado tanto en los últimos años que resulta asombroso que un sitio así haya sobrevivido.
Tenía razón, supuse. La ciudad estaba cambiando, pero algunos de los vestigios más singulares y antiguos de su pasado perduraban: librerías de viejo, barberías y bares donde el menú nunca variaba porque la comida siempre había sido buena, desde el primer día. Por eso mismo había sobrevivido el Porthole. Quienes lo conocían lo valoraban, y procuraban generarle un ingreso siempre que les era posible.
Llegó el café de Rebecca Clay. Echó azúcar y lo removió demasiado tiempo.
– ¿Qué puedo hacer por usted, señora Clay?
Dejó de remover el café, contenta de empezar a hablar ahora que la conversación ya estaba en marcha.
– Es lo que le dije por teléfono. Un hombre ha estado molestándome.
– Molestándola, ¿cómo?
– Ronda por delante de mi casa. Vivo en Willard Beach. También lo he visto en Freeport, o al ir de compras al centro comercial.
– ¿Iba en coche o a pie?
– A pie.
– ¿Ha entrado en su propiedad?
– No.
– ¿La ha amenazado o agredido físicamente de algún modo?
– No.
– ¿Cuándo empezó?
– Hace poco más de una semana.
– El hombre ese, ¿le ha dirigido la palabra?
– Sólo una vez, hace dos días.
– ¿Qué le dijo?
– Que buscaba a mi padre. Mi hija y yo vivimos ahora en la que fue la casa de mi padre. Según me dijo el hombre, tenía negocios con él.
– ¿Qué le respondió usted a eso?
– Pues que no veía a mi padre desde hacía años y que, por lo que yo sabía, estaba muerto. De hecho, este mismo año lo han declarado legalmente muerto. Me ocupé de todo el papeleo. No quería, pero supongo que era importante para mí, y para mi hija, poner fin de algún modo a esa situación.
– Hábleme de su padre.
– Era psiquiatra infantil, de los buenos. A veces también trabajaba con adultos, pero normalmente eran personas que habían sufrido algún trauma en la infancia y pensaban que mi padre podía ayudarlos. Un día las cosas empezaron a torcerse para él. Tuvo un caso difícil: un hombre fue acusado de abusos deshonestos por su propio hijo en el transcurso de una disputa por la custodia. Mi padre consideró que las imputaciones eran fundadas, y, gracias a sus averiguaciones, se concedió la custodia a la madre, pero después el hijo se retractó y declaró que su madre lo había convencido para que dijese aquello. Entonces era ya demasiado tarde para el padre. De algún modo, probablemente a través de la madre, la acusación se había filtrado a la prensa. El padre perdió el empleo, y unos hombres le dieron una paliza en un bar. Acabó pegándose un tiro en su habitación. Mi padre lo encajó mal, y se presentaron quejas sobre la manera en que llevó las entrevistas iniciales con el niño. El colegio de médicos las desestimó, pero a mi padre no volvieron a pedirle nunca más un peritaje en casos de abusos deshonestos. Perdió la seguridad en sí mismo, creo.
– ¿Eso cuándo ocurrió?
– Más o menos en 1998, quizás un poco antes. Después las cosas empeoraron. -Movió la cabeza en un gesto de incredulidad ante el recuerdo-. Incluso hablando de ello, me doy cuenta de lo descabellado que suena. Fue un desastre. -Echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba y a continuación bajó un poco la voz-. Se supo que algunos pacientes de mi padre habían sufrido abusos deshonestos a manos de un grupo de hombres, y los métodos y la fiabilidad de mi padre volvieron a ponerse en tela de juicio. Él se sintió culpable de lo ocurrido; también otros lo consideraron culpable. El colegio de médicos lo convocó a una primera reunión informal para hablar de lo ocurrido, pero él no llegó a presentarse. Se dirigió al norte, hasta el límite de los bosques, abandonó su coche y ya no volvió a saberse de él. La policía lo buscó, pero no encontraron el menor rastro. Eso ocurrió a finales de septiembre de 1999.
Clay. Rebecca Clay.
– ¿Es usted la hija de Daniel Clay?
Asintió con la cabeza. Algo asomó fugazmente a su cara. Fue un espasmo involuntario, una especie de mueca. Yo sabía alguna que otra cosa sobre Daniel Clay. Portland es un lugar pequeño, una ciudad sólo de nombre. Historias como la de Daniel Clay tendían a quedarse en la memoria colectiva. No conocía los detalles, pero, como todo el mundo, había oído las habladurías. Rebecca Clay había resumido las circunstancias de la desaparición de su padre muy por encima, y no la culpé por omitir el resto: los rumores de que quizás el doctor Daniel Clay estaba enterado de lo que les ocurría a algunos de los niños a quienes trataba, la posibilidad de que él hubiese actuado en connivencia, de que acaso hubiese participado él mismo en los abusos. Se llevó a cabo cierta investigación, pero faltaban expedientes de su consulta, y era difícil seguir pistas debido al carácter confidencial de su profesión. A eso se sumaba que no existía ninguna prueba concluyen-te contra él. No obstante, eso no impidió que la gente hablara y extrajera sus propias conclusiones.
Miré a Rebecca Clay con mayor detenimiento. Conociendo la identidad de su padre, me resultaba un poco más fácil explicarme su aparición. Me imaginé que era una mujer reservada. Debía de tener amigos, pero no muchos. Daniel Clay había proyectado una sombra sobre la vida de su hija, y ella se había marchitado bajo la influencia de ésta.
– Así pues, usted dijo a ese hombre, el que ha estado acechándola, que no ve a su padre desde hace mucho tiempo. ¿Cómo reaccionó él?
– Se tocó un lado de la nariz y me guiñó un ojo. -Repitió el gesto para mí-. Luego dijo: «Embustera, embustera, perderás la cartera». Añadió que me concedía un tiempo para pensar en lo que decía. Después, se fue sin más.
– ¿Por qué la llamó embustera? ¿Dio señal de conocer algo más sobre la desaparición de su padre?
– No, nada en absoluto.
– ¿Y la policía no ha podido localizarlo?
– No, es como si se lo hubiera tragado la tierra. Me parece que creen que me lo invento para llamar la atención, pero no es verdad. Yo no haría una cosa así. Yo…
Esperé.
– Ya sabe usted lo de mi padre. Hay quienes opinan que obró mal; entre ellos, creo, la policía. Y a veces me pregunto si piensan que sé más de lo que he dicho sobre lo ocurrido, y que he estado protegiendo a mi padre todo este tiempo. Cuando vinieron a casa, les leí el pensamiento: sospechan que yo sé dónde está mi padre y que, de algún modo, me he mantenido en contacto con él durante estos años.
– ¿Y ha sido así?
Parpadeó ostensiblemente, pero no desvió la mirada.
– No.
– Pero ahora, por lo que se ve, la policía no es la única que pone en duda su historia. ¿Cómo es ese hombre?
– Pasa de los sesenta años, calculo. Se peina con una especie de tupé, como el de los roqueros de los años cincuenta, y tiene el pelo negro, aunque parece teñido. Ojos castaños. Aquí -se señaló la frente, justo bajo el nacimiento del pelo- se le ve una cicatriz; son tres marcas paralelas, como si le hubiesen clavado un tenedor en la piel y hubiesen tirado de él hacia abajo. Es bajo, un metro sesenta ó poco más, pero robusto, con unos brazos enormes y los pliegues de los músculos muy marcados en la parte de atrás del cuello. Va casi siempre con la misma ropa: vaqueros y camiseta, a veces con una americana negra, otras con una cazadora vieja de cuero, también negra. Tiene barriga, pero no está gordo, no, yo no diría que está gordo. Lleva las uñas muy cortas y va muy limpio, sólo que…
Se interrumpió. Preferí callar para dejarla buscar la mejor manera de expresarse.
– Usa alguna colonia de un olor muy fuerte, espantoso, pero mientras me hablaba me llegó un tufillo de lo que se escondía detrás. Apestaba, era una especie de hedor animal. Al notarlo, deseé escapar de él de inmediato.
– ¿Le dijo cómo se llamaba?
– No. Sólo dijo que tenía negocios con mi padre. Insistí en que mi padre había muerto, pero él negaba con la cabeza y sonreía. Dijo que no creía que un hombre estuviera muerto hasta que olía el cadáver.
– ¿Tiene alguna idea de por qué se ha presentado ese hombre justo ahora, tantos años después de la desaparición de su padre?
– No lo dijo. Quizá se haya enterado de que mi padre ha sido declarado legalmente muerto.
Con fines testamentarios, bajo la ley de Maine, se daba por muerta a una persona después de una ausencia continuada de cinco años durante los que no se había tenido noticia de ella ni existía una explicación satisfactoria de su desaparición. En algunos casos, el juzgado ordenaba una búsqueda «razonablemente diligente», la notificación a las fuerzas del orden y los funcionarios de asistencia social de los detalles del caso, y la solicitud de información a través de la prensa. Según Rebecca Clay, había cumplido todos los requisitos exigidos por el juzgado, pero no se había obtenido más información sobre su padre.
– También se publicó un artículo sobre mi padre en una revista de arte hace unos meses, este mismo año, después de vender yo un par de cuadros suyos. Necesitaba el dinero. Mi padre era un artista con cierto talento. Pasaba mucho tiempo en el bosque, pintando y dibujando. Su obra no es nada extraordinario si se juzga con criterios modernos… Lo más que he sacado por un cuadro son mil dólares…, pero he podido vender alguno que otro cuando el dinero escaseaba. Mi padre nunca expuso, y dejó una obra relativamente pequeña. Su nombre circulaba de boca en boca; así es como vendía, y siempre eran coleccionistas que conocían ya su obra los que buscaban sus pinturas. Hacia el final de su vida recibía ofertas de compra por cuadros que aún ni siquiera existían.
– ¿De qué clase de pinturas se trata?
– Paisajes, en su mayoría. Puedo enseñarle fotografías si le interesa. Excepto una, las he vendido ya todas.
Conocía a gente del mundillo artístico de Portland. Pensé que podría pedirles información sobre Daniel Clay. Entretanto, estaba el asunto del hombre que molestaba a su hija.
– No sólo me preocupo por mí -dijo-. Mi hija, Jenna, tiene once años. Ahora me da miedo dejarla salir de casa sola. He intentado explicarle un poco lo que está ocurriendo, pero tampoco quiero asustarla demasiado.
– ¿Qué quiere que haga yo respecto a ese hombre? -dije. Parecía una pregunta extraña, lo sabía, pero era necesaria. Rebecca Clay tenía que comprender en qué estaba metiéndose.
– Quiero que hable con él. Quiero que lo obligue a marcharse.
– Son dos cosas distintas.
– ¿Qué cosas?
– Hablar con él y obligarlo a marcharse.
Pareció desconcertada.
– Tendrá que disculparme, pero no le sigo -dijo.
– Es necesario poner los puntos sobre las íes antes de empezar. Puedo abordarlo en nombre de usted, y podemos intentar aclarar todo esto sin mayor problema. Es posible que él entre en razón y se vaya por donde ha venido, pero, por lo que me ha contado, da la impresión de que es un hombre de ideas fijas, lo que significa que tal vez no esté dispuesto a irse sin plantar cara. En ese caso, o bien podemos intentar que la policía lo detenga y solicitar una orden judicial que le prohíba acercarse a usted, lo cual puede ser difícil de conseguir e incluso más difícil de aplicar, o podemos encontrar otra manera de convencerlo para que la deje en paz.
– ¿Se refiere a amenazarlo o hacerle daño?
No pareció desagradarle la idea. No me extrañó. Conocía a personas que habían sufrido acoso durante años, y los había visto desmoronarse por la tensión y la angustia. Al final, algunos habían recurrido a la violencia, pero eso, por lo general, agravaba el problema. Una pareja incluso había sido demandada por la mujer del acechador después de darle el hombre un puñetazo, en un gesto de frustración, al tipo que les molestaba; con lo que las vidas de unos y otro quedaron aún más trabadas.
– Son opciones -dije-, pero nos dejan a merced de una posible acusación por agresión o conducta amenazadora. Peor aún, si la situación no se trata con cuidado, el asunto podría complicarse mucho. Hasta ahora ese hombre no ha hecho más que inquietarla, lo cual ya es bastante malo. Si nosotros lo atacamos, quizás él decida contraatacar. Eso podría ponerla en verdadero peligro.
Casi se desplomó en el asiento a causa de la frustración.
– ¿Y qué puedo hacer?
– Mire -dije-. No pretendo insinuar que no haya ninguna manera indolora de resolver esto. Sólo quiero que entienda que si él decide quedarse, no hay soluciones fáciles.
Se animó un poco.
– ¿Acepta el trabajo, pues?
La informé de mis honorarios. Aclaré que, como agencia unipersonal que era, no asumiría ningún otro encargo que pudiese entrar en conflicto con mi trabajo para ella. Si surgía la necesidad de contratar ayuda externa, le comunicaría previamente cualquier gasto adicional. Estaba en su derecho a dar por concluido nuestro acuerdo en cualquier momento, y yo procuraría ayudarla a encontrar alguna otra solución al problema antes de dejar el trabajo. Pareció darse por satisfecha con las condiciones. Recibí el pago de la primera semana por adelantado. No necesitaba el dinero para mí exactamente -mi forma de vida era muy elemental-, pero me había propuesto enviar cierta cantidad a Rachel cada mes, pese a que ella dijo que no era necesario.
Accedí a empezar al día siguiente. Permanecería cerca de Rebecca Clay cuando saliera camino del trabajo por las mañanas. Ella me informaría del momento en que tenía previsto dejar el despacho para almorzar, cuando tuviera reuniones o para volver a casa por las tardes. Su casa contaba con un sistema de alarma, pero mandé a alguien para que le echase un vistazo y, si convenía, colocar más cerrojos y cadenas. Yo estaría frente a la casa antes de que ella saliese por la mañana y me quedaría cerca hasta que ella se acostase. Podía ponerse en contacto conmigo en todo momento, y yo me reuniría con ella en veinte minutos.
Le pregunté si, por casualidad, conservaba alguna fotografía de su padre que pudiese darme. Aunque había previsto esa petición, pareció un poco reacia a entregármela después de sacarla del bolso. Mostraba a un hombre alto y desgarbado con un traje de tweed verde. Tenía el cabello blanco como la nieve y cejas muy pobladas. Llevaba unas gafas de montura metálica y se revestía de un anticuado y severo aire de académico. Ofrecía el aspecto de un hombre cuyo lugar estaba entre pipas de cerámica y tomos encuadernados en piel.
– Haré copias y se la devolveré -dije.
– Tengo más -contestó-. Quédesela mientras la necesite.
Me preguntó si podía vigilarla ese mismo día hasta que se marchase de la ciudad. Trabajaba en el sector inmobiliario y tenía asuntos que atender durante un par de horas. Le preocupaba que el hombre pudiera acercarse mientras estaba allí. Me ofreció un pago extra, pero lo rechacé. En todo caso, no tenía nada mejor que hacer.
Así pues, permanecí cerca de ella durante el resto del día. No ocurrió nada y tampoco el hombre del tupé pasado de moda y la cicatriz en la cara dio señales de vida. Fue tedioso y agotador, pero al menos evitaba con ello regresar a casa, mi casa no del todo vacía. Le seguí los pasos para que mis fantasmas no me los siguieran a mí.
El vengador recorrió el paseo entarimado hasta Old Orchard, cerca de donde antes estuvo, un verano tras otro, la barraca del Adivinador. El anciano ya había desaparecido, y el vengador supuso que había muerto; había muerto, o ya no podía realizar las hazañas de otros tiempos, incapacitados sus ojos para ver con la misma claridad que antes, apagado su oído, demasiado fragmentaria su memoria para registrar y ordenar la información que le llegaba. El vengador se preguntó si el feriante se habría acordado de él hasta el final. Pensó que probablemente sí, pues, ¿acaso no era ésa una de sus cualidades esenciales: olvidar poco, no descartar nada que pudiera ser útil?
Le había fascinado el talento del Adivinador. Aquella noche fresca, cerca ya de finales del verano, lo había observado discretamente durante una hora o más antes de aproximarse por fin a él. Resultaba asombroso encontrar un talento tan extraordinario en aquel hombre tan menudo y estrafalario, rodeado de baratijas en una sencilla caseta de feria: ser capaz de decir tanto a simple vista, de deconstruir a un individuo casi sin pensar y de formarse una imagen de la vida que llevaba en poquísimo tiempo, el que la mayoría de la gente necesitaría para consultar la hora en su reloj de pulsera. Había vuelto allí de vez en cuando y, oculto entre el gentío, había observado al Adivinador de lejos. (¿Y acaso el hombrecillo no era consciente de su presencia incluso entonces? ¿No lo había visto el vengador escudriñar intranquilo la multitud, buscar los ojos que lo examinaban con demasiada atención?) Quizá por eso él mismo había regresado a ese lugar, como atraído por la remota posibilidad de que el Adivinador hubiese decidido quedarse allí, pasar el invierno junto al mar en lugar de huir en busca de climas más templados.
Si el vengador lo hubiese encontrado allí, ¿qué habría dicho? Enséñeme. Dígame cómo puedo reconocer al hombre que busco. Me mentirán.
Quiero aprender a reconocer la mentira cuando llegue. ¿Le habría explicado por qué había vuelto?, y, en todo caso, ¿le habría creído el hombrecillo? Claro que le habría creído, porque a él no se le escaparía una mentira.
Pero el Adivinador se había ido hacía mucho tiempo, y al vengador le quedaba sólo el recuerdo de aquel único encuentro. Aquel día tenía las manos manchadas de sangre. Había sido una tarea relativamente sencilla: eliminar a un hombre vulnerable, un hombre que podría haber sentido la tentación de contar lo que sabía a cambio de la protección de aquellos que lo buscaban. Desde el momento en que empezó a huir, el tiempo que le quedaba sobre la faz de la tierra se medía en segundos y minutos, en horas y días, y no más. Cuando los cinco días se acercaban ya a seis, fue localizado y eliminado. Al final sintió miedo, pero poco dolor. Merrick no torturaba ni atormentaba, aunque no dudaba de que, en esos instantes finales, cuando la víctima tomaba conciencia de la implacabilidad del hombre que iba a por ella, ya experimentaba tormento suficiente. Era un profesional, no un sádico.
Merrick. Ése era por aquel entonces su nombre. Era el nombre en su ficha, el nombre que le habían puesto al nacer, pero ya no significaba nada para él. Merrick era un asesino, pero mataba para otros, no por voluntad propia. Era una diferencia importante. Cuando un hombre mataba para llevar a cabo sus propios objetivos, sus propios fines, era un hombre a merced de las emociones, y esos hombres cometían errores. En su día, Merrick fue un profesional. Se distanciaba, eludía toda implicación personal, o eso se decía él, aunque en la paz posterior al crimen a veces se permitía reconocer el placer que le producía.
Pero el antiguo Merrick, Merrick el asesino, ya no existía. Otro hombre había ocupado su lugar y, al hacerlo, se había condenado a sí mismo, pero ¿qué otra opción tenía? Quizás el antiguo Merrick empezó a morir en el instante mismo en que nació su hija, su voluntad se vio debilitada y, en último extremo, quebrantada al tomar conciencia de que ella estaba en el mundo. El vengador se acordó otra vez del Adivinador y los momentos que habían pasado juntos en ese lugar.
Si me mirases ahora, viejo, ¿qué verías? Verías a un hombre sin nombre, un padre sin su hija, y verías el fuego de su ira, que lo consume por dentro.
El vengador volvió la espalda al mar, porque tenía una tarea pendiente.
Aparte de los ladridos de Walter, mi perro, al darme una breve bienvenida, la casa estaba en silencio cuando regresé, y lo agradecí. Desde que Rachel y Sam se habían marchado, parecía que aquellas otras presencias, negadas durante tanto tiempo, habían encontrado la manera de colonizar los espacios que antes ocuparon las otras dos que las habían sustituido. Yo había aprendido a no contestar a su llamada; a pasar por alto los crujidos en las tablas o los pasos en el techo del dormitorio, como si las presencias se paseasen por el desván buscando entre las cajas y maletas lo que antiguamente fue suyo; a permanecer ajeno al golpeteo en las ventanas cuando oscurecía, optando por pensar que era algo distinto de lo que en realidad era. Sonaba igual que el susurro de las ramas agitadas por el viento, como si sus puntas rozasen el cristal, sólo que no había ningún árbol cerca de las ventanas, y una rama jamás golpetearía con tal regularidad o tal insistencia. A veces me despertaba en la oscuridad sin saber bien qué había perturbado mi descanso, consciente sólo de que se había oído un sonido donde no debería haber sonido alguno, y quizá con la vaga sensación de percibir un murmullo, que iba apagándose a medida que mi conciencia volvía a levantar las barreras que el sueño había bajado temporalmente.
La casa nunca estaba del todo vacía. Algo se había instalado allí.
Debería haberle hablado a Rachel de ello mucho antes de que ella se marchase, lo sé. Debería haber sido sincero con ella y haberle dicho que mi esposa muerta y la hija que había perdido -o unos fantasmas que no eran exactamente ellas- no me dejaban en paz. Rachel era psicóloga. Lo habría entendido. Me quería y habría intentado ayudarme. Puede que hubiera hablado de culpa residual, del delicado equilibrio de la mente, de que ciertos sufrimientos son tan grandes y tan horrendos que una recuperación completa no está al alcance de un ser humano. Y yo habría asentido con la cabeza y dicho sí, sí, sí, así es, sabiendo que había parte de verdad en lo que ella decía y que, a la vez, no bastaba para explicar la naturaleza de lo que había ocurrido en mi vida desde que me arrebataron a mi mujer y a mi hija. Pero no hablé, por miedo a que pronunciar esas palabras en voz alta equivaliese a otorgar a ese fenómeno un rango de realidad que no deseaba reconocer. Negué su presencia y, al hacerlo, ellas tuvieron un mayor control sobre mí.
Rachel era preciosa. Tenía el pelo rojo, la piel clara. En Sam, nuestra hija, había mucho de ella y sólo un poco de mí. La última vez que hablamos, Rachel me dijo que Sam, nuestra hija, ya dormía mejor. Hubo momentos, cuando vivíamos juntos bajo el mismo techo, en que su sueño se veía perturbado, en que Rachel o yo nos despertábamos al oír su risa y, a veces, su llanto. Uno de los dos iba a ver cómo estaba la niña y observábamos cómo tendía las manitas, intentando agarrar cosas invisibles en el aire, o cómo volvía la cabeza para seguir el movimiento de figuras que sólo ella veía, y yo me fijaba en que la habitación estaba fría, más fría de lo que debiera.
Y Rachel, pensé, aunque no decía nada, también lo advertía.
Tres meses antes yo había asistido a una charla en la Biblioteca Pública de Portland. Dos personas, un médico y una vidente, habían debatido sobre la existencia de fenómenos sobrenaturales. Para ser sincero, reconozco que, allí, me sentí un tanto abochornado. Me pareció estar en compañía de personas que no se lavaban con la suficiente frecuencia y que, a juzgar por las preguntas planteadas después de la sesión, tenían una clara predisposición a aceptar como verdad toda clase de supercherías, entre las cuales el mundo espiritual no parecía ser más que una pequeña parte, al lado de los ángeles con aspecto de hadas, los ovnis y los lagartos alienígenas de forma humana.
El médico habló de alucinaciones auditivas que, según él, eran las que experimentaban más comúnmente aquellos que hablaban de fantasmas. Los ancianos, en especial los enfermos de Parkinson, sufrían a veces de una dolencia conocida como demencia con cuerpos de Lewy, debido a la cual veían figuras de tamaño reducido. Eso explicaba la preponderancia de historias en las que los espíritus presuntamente vistos aparecían cortados por las rodillas. Habló de otros posibles desencadenantes, de lesiones en el lóbulo temporal, de tumores y esquizofrenia, y de depresión. Describió los sueños hipnagógicos, esas vividas imágenes que nos asaltan en los espacios entre la vigilia y el momento de dormirnos; y sin embargo, concluyó, la ciencia por sí sola no podía explicar plenamente todas las experiencias sobrenaturales descritas. Eran muchas las cosas que no conocíamos, dijo, sobre el funcionamiento del cerebro, sobre el estrés y la depresión, sobre la enfermedad mental y la naturaleza del dolor.
La vidente, en contraste, era una vieja farsante y soltó una sarta de estupideces que por lo visto son propias de lo peor de su especie. Habló de seres con tareas inacabadas, de sesiones de espiritismo y mensajes del «más allá». Tenía un programa en la televisión por cable y una línea telefónica de alta tarificación, y actuaba para los pobres y los crédulos en pabellones deportivos y albergues en toda la zona nordeste.
Aseguró que los fantasmas rondan lugares, no a personas. Creo que eso es mentira. Alguien me dijo una vez que nosotros creamos nuestros propios fantasmas, y que, como en los sueños, cada uno de esos fantasmas es una faceta de nosotros mismos: nuestra culpabilidad, nuestros remordimientos, nuestro dolor. Quizás ésa sea una respuesta, más o menos. Todos tenemos nuestros fantasmas. No todos ellos son creación nuestra, y, sin embargo, al final nos encuentran.
Rebecca Clay estaba sentada en la cocina de su casa, con todas las luces apagadas. Tenía delante un vaso de vino tinto, aunque seguía intacto.
Debería haberle pedido al detective que se quedara. El hombre nunca se había acercado a la casa, y ella confiaba en la seguridad de sus puertas y ventanas y en la eficacia del sistema de alarma que tenía, en especial después de comprobarlas un asesor recomendado por el detective; pero al caer la noche, tales precauciones empezaron a parecerle insuficientes, y en ese momento percibía todos los ruidos de la vieja casa, cada crujido de las tablas al asentarse y la vibración de los armarios cuando el viento jugueteaba por las habitaciones como un niño descarriado.
La ventana sobre el fregadero estaba muy oscura, dividida en cuarterones por peinazos blancos, y no se veía nada más allá. Rebecca habría podido estar flotando a través de la negrura del espacio, separada del vacío exterior sólo por una finísima barrera, si no fuera por la suave exclamación de las olas invisibles que rompían en la playa. A falta de algo mejor que hacer se llevó el vaso a los labios, tomó un sorbo con cuidado y percibió, demasiado tarde, el tufillo avinagrado que despedía el vino. Hizo una mueca, luego escupió en el vaso y se levantó de la mesa. Se acercó al fregadero y vació el vaso antes de abrir el grifo para limpiar las manchas rojas del metal. Se agachó, bebió agua directamente del chorro y se enjuagó la boca para quitarse el sabor. Le recordó, incómodamente, al sabor de su ex marido, y la fetidez de sus besos por la noche cuando el matrimonio entró en su declive último y definitivo. Rebecca sabía que él la detestaba entonces tanto como ella lo detestaba en esos momentos, y que él deseaba librarse de la carga que compartían. Rebecca ya no deseaba ofrecerle su cuerpo, y no le quedaba el menor resto de la atracción que había sentido en otro tiempo, pero había encontrado la manera de separar el amor de la necesidad. En ocasiones se preguntaba con quién fantaseaba él cuando se movía encima de ella. A veces él se quedaba con la mirada en blanco, y ella sabía que a pesar de que su cuerpo se hallaba ligado al de ella, su verdadero ser estaba muy lejos. En otros momentos, en cambio, tenía una intensidad en la mirada, una expresión de desprecio o algo parecido, que convertía el acto sexual en una especie de violación. Entonces no había amor en el acto, y cuando ella recordaba esos años, no sabía decir si de verdad hubo alguna vez amor entre ellos.
Rebecca había intentado hacer lo mismo, claro está, evocar imágenes de amantes pasados o potenciales para que la experiencia fuera menos desagradable, pero eran muy pocos, y todos traían consigo sus propios problemas, y al final se había rendido sin más. Su apetito sexual se había apagado hasta tal punto que era más fácil pensar sencillamente en otras cosas, o esperar a que llegara el momento en que ese hombre desapareciera de su vida. Ni siquiera recordaba por qué en un principio quiso estar con él, y él con ella. Suponía que, con una hija pequeña y todo lo que había sucedido con su padre, aspiraba sólo a un poco de estabilidad, pero él no era el hombre capaz de dársela. Había cierta depravación en su atracción por Rebecca, como si viera algo dentro de ella que estaba corrupto y gozase tocándolo al penetrarla.
Él ni siquiera sentía el menor aprecio por su hija, fruto de una relación iniciada antes de estar Rebecca plenamente preparada para tenerla. (¿Y quién sabía? Quizá nunca tendría una relación como era debido, no realmente.) El padre de Jenna se había esfumado. Había visto a su hija sólo unas cuantas veces, y únicamente en los primeros años de su vida. Ahora ni siquiera la reconocería, pensó Rebecca, y de pronto cayó en la cuenta de que pensaba en él como si estuviera vivo. Intentó sentir algo por él, pero no pudo. La vida de ese hombre se truncó de forma prematura en una oscura carretera secundaria lejos de casa: su cuerpo abandonado en una zanja, sus manos toscamente atadas a la espalda con cable, la sangre empapando la tierra blanda para alimentar a los pequeños seres que, reptando, se abrían paso hasta él para hurgar en su carne. Él no le había hecho ningún bien. Probablemente no le había hecho bien a nadie, y por eso había acabado así. Nunca había cumplido sus promesas, ni mantenido sus compromisos. Era inevitable, supuso Rebecca, que un día se encontrase con alguien que no perdonara sus desmanes y, en represalia, exigiera un último y macabro pago.
Durante un tiempo, Jenna había hecho muchas preguntas sobre él, pero con los años fueron cada vez menos, hasta que al final las olvidó o bien optó por callárselas. Rebecca aún no sabía cómo decirle a
Jenna que su padre había muerto. Lo habían matado meses antes ese mismo año, y no había encontrado el momento oportuno para hablar con Jenna de su muerte. Lo aplazaba a propósito, era consciente de ello y, aun así, esperaba. Entonces, en la oscuridad de su cocina, decidió que cuando Jenna volviese a plantear el tema de su padre, le contaría la verdad.
Volvió a pensar en el detective privado. En cierto modo, el padre de Jenna era el motivo por el que había acudido a él. Fue el abuelo paterno de Jenna quien le había hablado de Parker. Tiempo atrás le había pedido que buscara a su hijo, pero el detective no aceptó el caso. Rebecca pensó que quizás el viejo estaría resentido con el detective, sobre todo después de cómo habían acabado las cosas, pero no era así. Quizá comprendió que su hijo ya era una causa perdida, estaba convencido de ello aun cuando no quisiera rendirse a las consecuencias que eso supondría. Si no tenía fe en su hijo, ¿cómo podía esperar que otro creyera en él? No culpó, pues, al detective por rehusar ayudarlo, y Rebecca recordó su nombre cuando el desconocido se presentó y le preguntó por su propio padre.
El grifo seguía abierto, y empezó a vaciar el resto de la botella en el fregadero. El agua formaba círculos en torno al desagüe, manchado de rojo. Jenna dormía en el piso de arriba. Rebecca estaba planeando enviarla fuera si el detective no lograba librarla pronto de las atenciones del desconocido. De momento, el hombre no se había acercado a Jenna, pero Rebecca temía que eso no tardara en ocurrir, y que el hombre usara a la hija para acceder a la madre. Diría en el colegio que Jenna estaba enferma, y ya haría frente a las repercusiones cuando llegara el momento. Por otra parte, quizá bastaba con que les dijera la verdad: que un hombre la acechaba, que Jenna podía estar en peligro si se quedaba en Portland. Sin duda lo comprenderían.
¿Por qué ahora?, se preguntó. Era la misma duda que le había planteado el detective. ¿Por qué, después de tantos años, acudía alguien a preguntar por su padre? ¿Qué sabía ese hombre de las circunstancias de su desaparición? Había intentado preguntárselo, pero él se había limitado a tocarse la nariz con el dedo índice en un gesto de suficiencia antes de contestar: «No es su desaparición lo que me interesa, señora. Es la de otro. Aunque él lo sabrá. Él lo sabrá».
El desconocido había hablado de su padre como si tuviese la certeza de que seguía con vida. Más aún, parecía creer que también ella tenía la certeza. Quería respuestas que ella no pudo darle.
Levantó la cabeza y se vio reflejada en la ventana. Al verse, se sobresaltó y dio un ligero respingo, y la cara ante ella pasó de ser una única imagen a duplicarse por efecto de una tara en el cristal. Pero cuando recobró la calma, la segunda imagen seguía allí. Se parecía a ella y, sin embargo, no era igual que ella, como si de algún modo hubiera mudado la piel tal como haría una serpiente, y la membrana desechada se hubiera depositado sobre las facciones de otra persona. A continuación, la figura exterior se acercó, y Rebecca ya no tuvo la impresión de estar ante un doble: era el desconocido con su cazadora de cuero y el pelo engominado. Oyó su voz, distorsionada por el grosor del cristal, pero no entendió lo que dijo.
El hombre apretó las manos en el cristal, luego deslizó las palmas hacia abajo hasta apoyar los dedos en el marco de la ventana. Empujó, pero el cierre interior no cedió. Contrajo el rostro en una mueca de ira y enseñó los dientes.
– Aléjese de mí -dijo ella-. Aléjese ahora mismo o le juro que…
El hombre retiró las manos y, acto seguido, Rebecca vio cómo un puño traspasaba el cristal, sacudía el marco y proyectaba una lluvia de esquirlas sobre el fregadero. Rebecca gritó, pero el sonido quedó ahogado por el chirriante timbre de la alarma. La sangre corrió por el vidrio hecho añicos cuando el desconocido retiró la mano a través del cristal, sin intentar evitar siquiera el contacto con los bordes astillados que le desgarraron la piel, a la vez que le abrían vías rojas en las palmas de las manos y le cercenaban las venas. Se miró el puño herido, como si fuera algo que escapara a su control, sorprendido de sus propios actos. Rebecca oyó el teléfono y supo que era la compañía de seguridad. Si no contestaba, avisarían a la policía. Acabarían mandando a alguien a ver qué le pasaba.
– No debería haberlo hecho -dijo el hombre-. Lo siento.
Pero ella apenas lo oyó por encima del ruido de la alarma. Él inclinó la cabeza. Fue un gesto extrañamente respetuoso, casi de una cortesía anticuada. Ella contuvo el impulso de soltar una carcajada, temiendo que si empezaba a reír ya no podría parar, que se sumiría en la histeria y nunca más saldría de ese estado.
El teléfono dejó de sonar, y empezó otra vez. No hizo ademán de cogerlo. En lugar de eso, observó cómo retrocedía el desconocido y dejaba el fregadero cubierto de sangre. La olió mientras, lentamente, se mezclaba con el hedor del vino picado para crear algo nuevo y terrible; sólo faltaba un cáliz con el que beberlo.
Sentado a la mesa de la cocina en casa de Rebecca Clay, la observé mientras limpiaba con un cepillo y un recogedor los cristales rotos caídos en el fregadero. Aún quedaba sangre en el vidrio de la ventana. Había avisado a la policía justo después de telefonearme y un coche patrulla de South Portland había llegado poco antes que yo. Me había identificado al agente y escuchado la declaración de Rebecca, pero, por lo demás, no me había inmiscuido en modo alguno. Su hija, Jenna, sentada en el sofá del salón, abrazaba a una muñeca de porcelana que, por el aspecto, debía de haber sido de su madre. La muñeca tenía el pelo rojo y llevaba un vestido azul. Obviamente era una posesión antigua y preciada. El simple hecho de que la niña buscara consuelo en ella en una ocasión así daba fe de su valor. Menos alterada que su madre, parecía más desconcertada que inquieta. También me dio la impresión de que aparentaba más años de los que tenía y a la vez menos -más por su presencia física y menos, sin embargo, por su actitud-, y me pregunté si acaso su madre la amparaba y protegía demasiado.
Había otra mujer sentada al lado de Jenna. Rebecca la presentó como April, una amiga que vivía cerca. Me estrechó la mano y dijo que, como yo estaba allí y Jenna parecía tranquila, regresaba a su casa para no estorbar. Rebecca le dio un beso en la mejilla y se abrazaron; luego April se echó atrás y, sin soltarla, la miró a un paso de distancia. Cruzaron una mirada, que revelaba complicidad, años de amistad y lealtad.
– Llámame -dijo April-. A cualquier hora.
– Lo haré. Gracias, cariño.
April dio un beso de despedida a Jenna y se marchó.
Observé a Jenna mientras Rebecca acompañaba afuera al policía y le indicaba el lugar donde había visto al desconocido. La niña, de mayor, sería una mujer hermosa. Tenía algo de su madre, pero en ella esas mismas facciones se veían realzadas por una estilizada y aquilina gracia que surgía de otra parte. Me pareció ver también un poco de su abuelo en ella.
– ¿Estás bien? -le pregunté.
Ella asintió con la cabeza.
– Cuando pasa algo así, puede dar miedo -continué-. A mí me pasó y tuve miedo.
– Yo no he tenido miedo -contestó, y lo dijo con tal naturalidad que supe que no mentía.
– ¿Por qué no?
– Ese hombre no quería hacernos daño. Sólo está triste.
– ¿Y eso cómo lo sabes?
Sonrió y movió la cabeza en un gesto de negación.
– Da igual.
– ¿Has hablado con él?
– No.
– Entonces, ¿cómo sabes que no quiere haceros daño?
Desvió la mirada, con la sonrisa casi beatífica aún en la cara. Era evidente que la conversación había terminado. Su madre volvió a entrar con el policía, y Jenna anunció que se iba a la cama. Rebecca la abrazó y le dijo que después iría a ver cómo estaba. La niña se despidió del policía y de mí y subió a su habitación.
Rebecca Clay vivía en una zona conocida como Willard. Su casa, una construcción compacta pero imponente del siglo XIX, se hallaba en Willard Haven Park, una calle sin salida perpendicular a Willard Beach, a un paso de Willard Haven Road; allí se había criado y, tras la desaparición de su padre, había vuelto a ocuparla. Cuando finalmente se fue el policía, tras prometer que más tarde esa misma noche o a la mañana siguiente pasaría por allí un inspector, salí a echar una ojeada y repetí el recorrido del agente, pero saltaba a la vista que el hombre que había roto el cristal se había marchado hacía rato. Seguí el rastro de sangre hasta Deake Street, paralela a Willard Haven Park por el lado derecho, y lo perdí allí donde el hombre se había subido a un coche y se había marchado. Telefoneé a Rebecca Clay desde la acera, y me dio los nombres de algunos de los vecinos desde cuyas casas se veía el lugar donde había estado aparcado el coche. Sólo uno de ellos había visto algo, una mujer de mediana edad llamada Lisa Hulmer, cuya mirada inducía a pensar que tal vez considerase un cumplido el apelativo «fulana», y ni siquiera su declaración me fue de gran ayuda. Recordaba un coche de color rojo oscuro aparcado al otro lado de la calle, pero no supo decirme la marca ni la matrícula. No obstante, me invitó a entrar en su casa e insinuó que quizá me apeteciera tomar una copa. Era evidente que la había sorprendido tras haberse bebido ya media jarra de algo afrutado y alcohólico. Cuando entré y cerró la puerta a mis espaldas, me recordó, con una incómoda sensación, el portazo de la celda de un condenado.
– Es un poco pronto para mí -dije.
– ¡Pero si son las diez y media pasadas!
– Me acuesto tarde.
– Yo también. -Sonrió y enarcó una ceja en un gesto que sólo si uno era especialmente susceptible a la insinuación, como un perro o un niño pequeño, podría considerarse insinuante-. En cuanto me meten en la cama, ya no hay quien me saque.
– Eso…, eso está muy bien -dije, a falta de algo mejor.
– Usted está muy bien -replicó ella. Se contoneó un poco y jugueteó con un collar de conchas que le colgaba entre los pechos, pero para entonces yo ya había abierto la puerta, decidido a salir antes de que me lanzara un dardo y me encadenara a una pared en el sótano.
– ¿Ha averiguado algo? -me preguntó Rebecca cuando regresé a su casa.
– No gran cosa, salvo que una de sus vecinas está en celo.
– ¿Lisa? -Sonrió por primera vez desde mi llegada-. Siempre está en celo. Incluso a mí me hizo proposiciones una vez.
– Sabiendo eso, me siento menos especial -contesté.
– Supongo que debería haberle prevenido al respecto, pero… -Señaló la ventana rota con la mano.
– Es la única que ha visto algo. Según dice, un coche rojo estuvo aparcado delante de su casa durante un rato, pero allí la iluminación no es muy buena. Quizás esté equivocada.
Rebecca tiró los últimos fragmentos de cristal al cubo de la basura y guardó el cepillo y el recogedor en un armario. A continuación telefoneó a un cristalero, que prometió pasarse por allí a primera hora de la mañana. La ayudé a pegar un plástico sobre el vidrio roto, y, al acabar, preparó café y sirvió una taza para cada uno. Lo tomamos de pie.
– Dudo mucho que la policía haga algo al respecto -dijo.
– ¿Puedo preguntar por qué?
– Hasta ahora no han podido hacer nada con ese hombre. ¿Por qué habría de ser distinto esta vez?
– Esta vez ha roto una ventana. Eso es un delito de daños contra la propiedad. La cosa ya es más grave. Hay sangre, y la sangre podría serle útil a la policía.
– ¿Cómo? ¿Para identificarlo si me mata? Entonces ya sería un poco tarde para mí. Ese hombre no le tiene miedo a la policía. He estado pensando en lo que me dijo usted la primera vez que nos vimos, sobre cómo obligar a ese hombre a dejarme en paz. Quiero que lo haga. No me importa cuánto cueste. Tengo algo de dinero. Puedo pagarle el servicio, a usted y a quien necesite contratar para ayudarlo. Fíjese en lo que ha hecho. No va a marcharse, no a menos que alguien lo obligue. Tengo miedo por mí y por Jenna.
– Jenna parece una niña muy serena -comenté con la esperanza de desviarla del tema hasta que se tranquilizase.
– ¿A qué se refiere?
– Me refiero a que no se la veía especialmente asustada ni nerviosa por lo ocurrido.
Rebecca arrugó la frente.
– Supongo que siempre ha sido así. Pero ya hablaré con ella. No quiero que se guarde las cosas sólo para no disgustarme.
– ¿Puedo preguntarle dónde está el padre de la niña?
– Su padre murió.
– Lo siento.
– Descuide. Apenas tuvo relación con ella, y no estábamos casados. Pero lo he dicho en serio: quiero que ese hombre desaparezca, cueste lo que cueste.
No contesté. Rebecca estaba furiosa y asustada. Todavía le temblaban las manos por el incidente. Ya habría tiempo para hablar por la mañana. Le dije que me quedaría si así se sentía mejor. Me dio las gracias y preparó el sofá cama en el salón.
– ¿Va armado? -preguntó cuando se disponía a subir a su habitación.
– Sí.
– Bien. Si vuelve, mátelo.
– Para eso hay que pagar un suplemento.
Me miró, y por un momento vi que se preguntaba si hablaba en serio. Alarmado, pensé que tal vez estaba dispuesta a pagarlo.
El cristalero llegó poco después de las siete para cambiar el vidrio roto. Echó una mirada al sofá cama, a la ventana rota y a mí, y sin duda llegó a la conclusión de que estaba presenciando las secuelas de una disputa doméstica.
– Estas cosas pasan -me susurró con tono de complicidad-. Las mujeres tiran cosas, pero no con la intención de darte, no, eso no. Aun así, siempre conviene esquivarlas.
Le di las gracias. En todo caso, seguramente era un buen consejo. Dirigió un afable gesto de asentimiento a Rebecca y se puso manos a la obra.
Cuando acabó, seguí al Hyundai de Rebecca mientras ésta llevaba a Jenna al colegio y permanecí detrás de ella todo el camino hasta su oficina. Trabajaba a un paso de su casa, en Willard Square, junto al cruce de Pillsbury y Preble. Me había dicho que pensaba quedarse en el despacho hasta la hora del almuerzo y luego, por la tarde, tenía que visitar inmuebles. La vi entrar. Había procurado mantenerme a una distancia discreta de su coche. Aún no había advertido la menor señal del hombre que la seguía, pero prefería que no me viera con ella, todavía no. Quería que intentara acercarse a Rebecca otra vez, para estar esperándolo. No obstante, si ese individuo sabía lo que se traía entre manos, me descubriría fácilmente, y ya me había resignado al hecho de que necesitaría a más hombres si quería hacer bien las cosas.
Mientras Rebecca trabajaba en su despacho, volví a Scarborough, paseé a Walter y le di de comer; después me duché y me cambié de ropa. Dejé el Mustang y cogí un Saturn cupé verde, me compré un café y un bollo en la panadería Foley's, en la Carretera 1, y volví a Willard. El taller de Willie Brew, en Queens, me había localizado y vendido el cupé después por un precio inferior al que deberían haber costado sólo los neumáticos. Era útil como coche de reserva en ocasiones como aquélla, pero al conducirlo me sentía como un pueblerino.
– ¿Ha muerto alguien en él? -pregunté a Willie cuando me lo enseñó como posible segundo coche.
Willie simuló olfatear el interior.
– Creo que está húmedo -me contestó-. Es probable. Podría ser. En cualquier caso, por el dinero que te pido, sería una ganga aunque el cadáver estuviera pegado al asiento.
Tenía razón. Aun así, me daba un poco de vergüenza conducirlo. De todos modos, no era fácil pasar inadvertido en un Mustang Boss 302 de 1969. Hasta el delincuente más tonto miraría en algún momento por el retrovisor y pensaría: «¿No es ése el mismo Mustang del 69 con adhesivos de coche de carreras que ya iba detrás de mí antes? Oye, ¿no será que me están siguiendo?».
Telefoneé a Rebecca para saber si todo estaba en orden y luego di un paseo por Willard para despejarme un poco más y matar el tiempo. Pasar la noche en un sofá con un viento frío silbando a través de una ventana rota no era lo más idóneo para dormir bien. Incluso después de la ducha me sentía fuera de órbita.
La gente de Portland, al otro lado de la bahía, tendía a mirar un poco por encima del hombro a South Portland, una población con sólo cien años de antigüedad, cosa que en Maine la convertía en una recién nacida. Con la edificación del Puente del Millón de Dólares, la construcción de la Interestatal 295 y la apertura de las galerías Maine Mall, los pequeños comercios se habían visto obligados a cerrar y la ciudad había perdido parte de su encanto; conservaba, no obstante, su personalidad característica. La zona donde vivía Rebecca Clay se llamaba antes Point Village, pero eso fue a principios del siglo XIX; y cuando South Portland se escindió de Cape Elizabeth en 1895, pasó a conocerse como Willard. Acogió a capitanes de barco y pescadores, cuyos descendientes aún viven allí hoy día. Durante el siglo pasado, gran parte de las tierras de la zona eran propiedad de un hombre llamado Daniel Cobb. Cultivaba tabaco, manzanas y apio. Se decía asimismo que fue la primera persona que plantó la lechuga iceberg en la Costa Este.
Recorrí Willard Street hasta la playa. La marea estaba baja, y la arena cambiaba de color espectacularmente, pasando del blanco al marrón oscuro allí donde se había interrumpido el avance del mar. A la izquierda, la playa se extendía formando una media luna y terminaba en el faro de Spring Point, que señalaba el peligroso saliente en el lado oeste del principal canal navegable hacia el puerto de Portland. Más allá se encontraban las dos islas de Cushing y Peaks, y la fachada veteada de herrumbre de Fort Gorges. A la derecha, una escalera de hormigón daba acceso a un camino que discurría por un promontorio y acababa en un pequeño parque.
Antes, una línea de tranvía bajaba por Willard Street hasta la playa en verano. Aun después de dejar de circular por allí el tranvía, siguió habiendo un antiguo puesto de refrescos cerca de lo que en su día fue el final de la línea. Se remontaba a la década de 1930, y todavía vendía comida en los años setenta, cuando se llamaba Dory y la familia Carmody servía perritos calientes y patatas fritas a los bañistas por la ventanilla. A veces mi abuelo me llevaba allí de niño, y me contó que el puesto había formado parte en otro tiempo del imperio de Sam Silverman, que en su época fue una especie de leyenda. Según contaban, tenía un mono y un oso en una jaula a fin de atraer a la gente a sus establecimientos comerciales, que incluían la casa de baños de Willard Beach y el tenderete Sam's Lunch. Los perritos calientes de los Carmody eran bastante buenos, pero desde luego no podían competir con un oso en una jaula. Después de pasar un rato en la playa, mi abuelo siempre me llevaba a la tienda de los señores B, el Supermercado Bathras, en Preble Street, donde pedía bocadillos italianos para llevarlos a casa de cena y el señor B consignaba meticulosamente la cantidad adeudada en la cuenta de mi abuelo. La familia Bathras era famosa en South Portland por su costumbre de vender a crédito; tanto es así que, al parecer, casi todos los clientes abrían una cuenta allí para saldar la deuda con pagos semanales o quincenales, y rara vez se intercambiaba dinero en efectivo por pequeñas compras.
Me pregunté si fue la nostalgia lo que me llevó a reflexionar con afecto sobre algo tan elemental como una tienda de comestibles o un viejo puesto de refrescos. En parte sí, supuse. Mi abuelo había compartido aquellos sitios conmigo, pero ahora tanto él como los propios lugares habían desaparecido, y yo ya no tendría ocasión de compartirlos con nadie. Aun así, había otros sitios y otras personas. Jennifer, mi primera hija, nunca había tenido la oportunidad de verlos, no realmente. Era demasiado pequeña cuando su madre y ella vinieron aquí conmigo, y murió cuando aún no tenía edad para valorar el mundo en que daba sus primeros pasos. Pero me quedaba Sam. Su vida estaba empezando. Si yo conseguía protegerla de todo mal, llegaría un día en que podríamos pasear juntos por la arena, o a lo largo de una apacible calle transitada antes por ruidosos tranvías, o junto a un río o por un camino de montaña. Yo podría transmitirle algunos de estos secretos, y ella podría conservarlos y saber que pasado y presente formaban un todo moteado de resplandor, y que en este mundo había tanto luz como sombra, en este mundo semejante a una colmena.
Cruzando la playa por el entarimado volví hacia Willard Haven Road y de pronto me detuve. Más adelante, hacia la mitad de Willard Street, había un coche rojo al ralentí junto a la acera. El parabrisas era casi reflectante, de modo que cuando lo miré, sólo vi el cielo. Al acercarme, el conductor retrocedió despacio Willard arriba, manteniendo la distancia entre nosotros; cuando encontró un hueco donde cambiar de sentido, se dirigió hacia Preble. Era un Ford Contour, probablemente un modelo de mediados de los años noventa. No vi el número de la matrícula; ni siquiera podía saber con certeza que el ocupante fuese el hombre que acechaba a Rebecca Clay, pero tuve el presentimiento de que era él. Supongo que habría sido mucho esperar que aún no me hubiese relacionado con ella, pero tampoco era una catástrofe. Tal vez mi sola presencia bastase para provocarlo. No para ahuyentarlo, pero sí, quizá, para que él intentara ahuyentarme a mí. Quería verlo cara a cara. Quería oír qué tenía que decir. Hasta que no lo hiciera, no podría empezar a resolver el problema de Rebecca Clay.
Subí por Willard Street hasta donde tenía aparcado el coche. Si el tipo me había descubierto, al menos no tendría que seguir conduciendo el Saturn, y eso, ya de por sí, era motivo de celebración. Telefoneé a Rebecca para prevenirla de que quizás el hombre que la molestaba no anduviese lejos. La informé del color y el modelo del coche y le pedí que no saliera de la oficina, ni siquiera un momento. Si de pronto cambiaba de planes, debía avisarme y yo iría a buscarla. Me comunicó que planeaba comer en su despacho, y había llamado al director del colegio de Jenna para pedirle que permitieran que la niña se quedara allí, con la secretaria, hasta que ella fuera a buscarla. Rebecca permanecería en la oficina un rato más, y eso me dejaba una hora libre poco más o menos. Si bien me había contado algunos detalles sobre su padre, yo deseaba más información, y pensé que conocía a alguien que podría proporcionármela.
Fui a Portland y aparqué delante del mercado público. Pasé a buscar dos cafés y unas pastas por la panadería Big Sky, con la idea de que siempre convenía llegar a cualquier sitio con un soborno en mano, y me encaminé hacia la Facultad de Arte de Maine, en Congress. June Fitzpatrick tenía un par de galerías de arte en Portland, y un perro negro que miraba con malos ojos a cualquiera que no fuese June. Encontré a June en el espacio que tenía en la universidad para su galería, preparando una nueva exposición en sus inmaculadas paredes blancas. Era una mujer menuda y entusiasta, que apenas había perdido su acento inglés en los años que llevaba en Maine, y tenía buena memoria para las caras y los nombres del mundo del arte. El perro me ladró desde un rincón y luego se conformó con mantenerme bajo vigilancia por si se me ocurría robar un lienzo.
– Daniel Clay -dijo, y tomó un sorbo de café-. Lo recuerdo, aunque no habré visto más de una o dos muestras de su obra. Entraba en la categoría de amateur con talento. Al principio era todo muy… atormentado, podríamos decir: cuerpos entrelazados, pálidos con estallidos de rojo y negro y azul, y toda clase de iconografía católica en segundo plano. Un buen día abandonó esos temas y empezó a dedicarse a los paisajes. Arboles envueltos en bruma, ruinas en primer plano, esas cosas…
Rebecca me había enseñado unas diapositivas de la obra de su padre ese mismo día, junto con el único cuadro que conservaba. Era una pintura de Rebecca de niña, un poco oscura para mi gusto, donde se la representaba como un borrón pálido entre sombras. Confesé a June que el resto de su obra tampoco me había impresionado.
– No es de mi agrado, debo decir. Siempre pensé que su obra de la segunda etapa estaba apenas un peldaño por encima de los cuadros de alces y yates, pero eso a mí no me atañía. Él vendía por su cuenta y no exponía, así que nunca tuve que buscar la manera cortés de decirle que no. Pero hay un par de coleccionistas en Portland seriamente interesados en su obra, y me consta que regaló muchos de sus cuadros a amigos. Su hija vende de vez en cuando alguno de los que le quedan, y siempre cae del cielo algún comprador potencial. Creo que la mayoría de los coleccionistas de su obra lo conocían personalmente, o les atrae el misterio que lo envolvió, a falta de una palabra mejor. Oí decir que dejó de pintar por completo poco antes de desaparecer, así que poseen cierto valor como rarezas, imagino.
– ¿Recuerdas algo sobre su desaparición?
– Bueno, corrieron rumores. Los periódicos no dieron muchos detalles sobre las circunstancias. La prensa local tiende a ser parca sobre esas cuestiones en el mejor de los casos, pero casi todos sabíamos que algunos de los niños a los que él había intentado ayudar sufrieron abusos posteriormente. Algunos quisieron echarle la culpa, supongo, incluso entre quienes estaban dispuestos a creer que él no había tenido participación directa.
– ¿Tienes alguna opinión al respecto?
– Sólo hay dos puntos de vista: o estuvo implicado, o no. Si lo estuvo, no hay más que decir. Si no lo estuvo…, en fin, no soy una experta, pero ya de entrada no debió de ser fácil hacer hablar a esos niños de lo que les pasó. Quizás el hecho de ser víctimas de abusos por segunda vez los llevó sencillamente a replegarse más en su caparazón. La verdad es que no lo sé.
– ¿Llegaste a conocer a Clay?
– Nos veíamos aquí y allá. Intenté hablar con él durante una cena en la que coincidimos los dos, pero no estuvo muy comunicativo. Era un hombre callado y distante, de voz apagada. Parecía abrumado por la vida. Eso debió de ser poco antes de su desaparición, así que, en ese caso, es posible que las apariencias no engañaran.
Interrumpió nuestra conversación para dar instrucciones a una joven que colgaba un lienzo junto a una ventana.
– ¡No, no, está al revés!
Miré el lienzo, que parecía una pintura de barro, y de un barro no muy bonito. La joven miró el lienzo, luego me miró a mí.
– ¿Cómo lo sabes? -pregunté, y oí el eco de mis palabras. La joven y yo hablamos exactamente al mismo tiempo. Me sonrió y le devolví la sonrisa. A continuación hice un cálculo aproximado de la diferencia de edad entre las dos y decidí que debía limitarme a sonreír a personas nacidas antes de 1980.
– Ignorantes -dijo June.
– ¿Qué se supone que es? -le pregunté.
– Un abstracto sin título.
– ¿Significa eso que el artista tampoco sabe qué es?
– Posiblemente -admitió June.
– Volviendo a Daniel Clay, me has dicho que los coleccionistas de su obra casi seguro que lo conocían en persona. ¿Tienes idea de quiénes podrían ser?
Se acercó al rincón y rascó a su perro detrás de la oreja con expresión ausente. El perro volvió a ladrarme, sólo para quitarme de la cabeza cualquier intención de acercarme.
– Joel Harmon es uno de ellos.
– ¿El banquero?
– Sí. ¿Lo conoces?
– De oídas -respondí.
Joel Harmon era el presidente jubilado del BIP, el Banco de Inversión de Portland. A él, entre otros, se atribuía el mérito de haber renovado el Puerto Antiguo durante los ochenta, y su fotografía aparecía aún en los periódicos siempre que la ciudad celebraba algo, normalmente con su mujer del brazo y una muchedumbre de entusiastas admiradores alrededor, excitados todos por el olor residual de los billetes nuevos. Su popularidad podía achacarse sin duda a su riqueza, a su poder, y la atracción que, por lo común, ejercen esos dos elementos en aquellos que tienen considerablemente menos tanto de lo uno como de lo otro. Se rumoreaba que tenía «ojo para las mujeres», pese a que su aspecto físico ocupaba una posición muy baja en su lista de atributos, probablemente en algún punto entre «es capaz de seguir una melodía» y «sabe preparar espaguetis». Yo lo había visto alguna vez, pero nunca nos habían presentado.
– Daniel Clay y él eran amigos. Es posible que se conocieran en la universidad. Sé que Joel compró un par de cuadros de Clay después de su muerte, y recibió otros como regalo en vida de éste. Supongo que pasó la prueba de idoneidad de Clay. Clay era muy puntilloso con las personas a las que vendía o regalaba su obra. No sé por qué.
– No te gustaban nada sus cuadros, ¿verdad?
– Ni él, supongo. Me ponía nerviosa. Se le notaba una especial falta de alegría. Por cierto, esta semana Joel Harmon da una fiesta en su casa. Las organiza con regularidad, y yo siempre estoy invitada. Le he puesto en contacto con varios artistas interesantes. Es un buen cliente.
– ¿Me estás pidiendo que sea tu acompañante?
– No, me ofrezco a ser yo tu acompañante.
– Eso me halaga.
– Como ha de ser. Quizá puedas ver algún cuadro de Clay. Pero sé bueno y procura no ofender mucho a Joel. Tengo que pagar mis facturas.
Le aseguré a June que me comportaría lo mejor posible. No pareció impresionada.
Volví a Scarborough y me libré del Saturn. Al volante del Mustang me sentí de inmediato diez años más joven, o diez años menos maduro, que no era lo mismo ni remotamente. Telefoneé a Rebecca para confirmar que saldría a la hora acordada y le pedí que buscara a alguien que la acompañara hasta el coche. Tenía que ver un local vacío en Longfellow Square, de modo que la esperé en el aparcamiento detrás del estanco de Joe. Había allí estacionados otros quince o dieciséis coches, ninguno de ellos ocupado. Encontré un sitio desde donde veía Congress y la plaza, me compré un sándwich de pollo a la plancha con pimiento verde en el mostrador que tenía Joe para bocadillos y me lo comí en el coche mientras esperaba a Rebecca. Un par de mendigos con carritos de supermercado fumaban en el callejón junto al aparcamiento. Ninguno de los dos coincidía con la descripción del hombre que seguía a Rebecca.
Ella me llamó cuando pasaba por delante de la estación de autobuses de St. John, y le dije que aparcara frente al edificio que iba a visitar. La mujer que se proponía alquilar el local esperaba en la puerta cuando ella llegó. Las dos entraron juntas y cerraron sin percances. Las cristaleras del escaparate eran amplias y estaban limpias, y yo veía a las dos mujeres claramente desde donde me encontraba.
No me fijé en el hombre bajo y robusto hasta que, con gestos extraños, encendió un cigarrillo. Como salido de la nada, se había acomodado en una de las vallas metálicas de protección, fuera del aparcamiento. Sosteniendo el cigarrillo verticalmente entre el pulgar y el índice de la mano derecha, lo hacía girar con delicadeza, tal vez para aspirar luego el humo con más facilidad, y tenía la atención puesta en las mujeres al otro lado de la calle. Aun así, se advertía cierta sensualidad en el movimiento de sus dedos, fruto, quizá, de la forma en que miraba a Rebecca Clay a través del escaparate de la tienda. Al cabo de un rato se llevó el cigarrillo a la boca lentamente y lo humedeció con los labios un momento antes de acercar la cerilla a la punta. Después, en lugar de tirar la cerilla sin más o apagarla de un soplido, la mantuvo entre el pulgar y el índice y dejó que la llama descendiera hacia las yemas de los dedos. Esperé a que la soltara en cuanto sintiera con mayor intensidad el dolor, pero no lo hizo. Cuando ya no se veía el extremo inferior de la cerilla, la dejó caer en la palma de su mano, donde ardió sobre la piel hasta ennegrecerse. Volvió la mano y la madera chamuscada fue a parar al suelo. Le saqué una foto con la pequeña cámara digital que llevaba en el coche. En ese mismo instante se dio la vuelta, como si hubiera percibido que otro, a su vez, tenía la atención puesta en él. Me hundí más en el asiento, pero alcancé a vislumbrar su rostro, y en concreto las tres cicatrices paralelas en la frente que había mencionado Rebecca. Cuando volví a mirar, me dio la impresión de que se había esfumado, pero intuí que sencillamente había retrocedido para quedar al amparo de la sombra proyectada por el estanco, ya que un soplo de brisa arrastró una voluta de humo hacia la calle.
Rebecca salió de la tienda con unos papeles en las manos. La otra mujer, a su lado, hablaba y sonreía. Llamé a Rebecca al móvil y le dije que siguiera sonriendo mientras me escuchaba.
– Póngase de espaldas al estanco de Joe -indiqué. No quería que el hombre viera su reacción cuando le dijera que lo había localizado-. Su admirador está delante del estanco. No mire en esa dirección. Quiero que cruce la calle y entre en la librería Cunningham. Actúe con naturalidad, como si tuviera un rato libre y quisiera matar el tiempo. Quédese allí hasta que yo vaya a buscarla, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dijo ella.
La noté sólo un poco asustada. En su honor, debo decir que no se detuvo ni se traslució emoción alguna en su semblante. Le estrechó la mano a su clienta, miró a la izquierda, luego a la derecha, y cruzó con toda naturalidad en dirección a la librería. Entró sin vacilar, como si ésa hubiese sido su intención desde el principio. Me apeé del coche y me encaminé rápido hacia el estanco. Fuera no había nadie. Sólo una colilla y los restos disgregados de un fósforo indicaban que el hombre bajo y robusto había estado allí. La punta del cigarrillo estaba aplastada. Algo me dijo que, muy posiblemente, apretó el ascua con los dedos. Casi olí la piel socarrada.
Miré alrededor y lo vi. Había cruzado Congress y se dirigía hacia el centro de la ciudad. Dobló a la derecha por Park y lo perdí de vista. Supuse que tenía el coche allí y esperaría a que Rebecca saliera de la librería para entonces seguirla o volver a abordarla.
Fui hacia la esquina de Park y me arriesgué a mirar de soslayo calle abajo. El hombre se hallaba junto a la puerta de su Ford rojo, con la cabeza inclinada. Agachado tras los coches aparcados, me acerqué a él desde la acera opuesta. Llevaba la calibre 9 milímetros en una funda prendida del cinturón -para un trabajo como aquél, resultaba un poco más discreta que mi enorme Smith calibre 10-, pero me resistía a enseñarla. Si me veía obligado a enfrentarme con el acechador pistola en mano, se desvanecería toda posibilidad de hacerlo entrar en razón y la situación se deterioraría incluso antes de empezar a comprenderla. Tenía la imagen de aquel hombre quemándose, y la aparente tranquilidad con que lo había hecho. Eso indicaba que era un individuo con una notable tolerancia al dolor, y por lo general tal nivel de tolerancia se alcanzaba con grandes sufrimientos. Un cara a cara con él tendría que plantearse con cuidado.
Un Grand Cherokee giró hacia Park, conducido por la arquetípica joven madre que iba a recoger a sus niños al colegio, y cuando pasó, me deslicé detrás de él y me acerqué al Ford por el lado del conductor. Estaba dentro del coche, con el tubo de escape ya humeante, y distinguí el perfil de su tupé y los grandes pliegues de los músculos de los hombros y el cuello. Tenía las manos apoyadas en el volante, y con los dedos de la izquierda tamborileaba en el plástico. Llevaba un torpe vendaje en la derecha. Manchas de sangre traspasaban la gasa. Al final, dejé que viera cómo me acercaba. Mantuve los brazos separados y los dedos ligeramente abiertos, pero estaba preparado para ponerme a cubierto si apartaba las manos del volante. Mi problema era que en cuanto me acercase lo suficiente para hablar con él no tendría hacia dónde correr. Confiaba en el hecho de que había gente alrededor, y esperaba que él no viera ventaja alguna en reaccionar de manera hostil antes de oír lo que yo tenía que decirle.
– ¿Qué tal? -pregunté.
Me miró con desgana, como si sus energías no le permitiesen más reacción que ésa. Tenía otro cigarrillo entre los labios, y un paquete azul de American Spirit en el salpicadero.
– Bien -contestó él-. Muy bien.
Se llevó la mano derecha a la boca, dio una calada, y el ascua resplandeció. Apartó la vista y la fijó al frente a través del parabrisas.
– Suponía que alguien me observaba -comentó-. Veo que va armado.
A menos que uno supiera qué estaba buscando, el bulto de la 9 milímetros pasaba casi inadvertido bajo la chaqueta.
– Toda prudencia es poca -dije.
– Por mí, no se preocupe. No voy armado. No lo necesito.
– Es un alma bendita, pues.
– No, tampoco diría tanto. ¿Lo ha contratado esa mujer?
– Está preocupada.
– No tiene por qué. Si me dice lo que quiero saber, seguiré mi camino.
– ¿Y si no lo hace, o si no puede?
– Bueno, eso son dos cosas distintas, ¿no? Una no puede evitarse; la otra, sí.
Apartó los dedos del volante. Al instante me llevé la mano al cinto en busca de la pistola.
– ¡Eh, eh! -exclamó. Levantó las manos en un fingido gesto de sometimiento-. No voy armado, ya se lo he dicho.
Mantuve la mano cerca de la culata de la pistola.
– Aun así, preferiría que pusiera las manos donde pueda verlas.
Se encogió de hombros en un gesto exagerado y volvió a posar las manos en lo alto del volante.
– ¿Tiene usted algún nombre? -pregunté.
– Tengo muchos nombres.
– Eso es muy misterioso. Probemos con uno y veamos qué tal le queda.
Pareció pensárselo.
– Merrick -dijo por fin, y algo en su cara y en su voz me reveló que eso era lo máximo que iba a recibir de él por lo que se refería a nombres.
– ¿Por qué está acosando a Rebecca Clay?
– No estoy acosándola. Sólo quiero que me hable claro.
– ¿Sobre qué?
– Sobre su padre.
– Su padre está muerto.
– No está muerto. Ella consiguió que lo declarasen muerto, pero eso no significa nada. Muéstreme los gusanos en las cuencas de sus ojos y entonces me creeré que ha muerto.
– ¿Por qué está tan interesado en él?
– Tengo mis razones.
– Intente compartirlas.
Apretó los dedos en torno al volante. Tenía un pequeño tatuaje en tinta china en el nudillo del dedo corazón de la mano izquierda. Era una burda cruz azul, un símbolo carcelario.
– No, prefiero guardármelas. Me molesta que un desconocido venga y me interrogue sobre algo que es asunto mío.
– Entenderá, pues, cómo se siente la señora Clay.
Se mordió la cara interna del labio inferior. Mantuvo la mirada fija al frente. Percibí cómo crecía la tensión dentro de él. Tras deslizar la mano hasta la culata de la pistola, extendí el índice sobre la guarda, listo para introducirlo en su sitio si era necesario. De pronto, la tensión abandonó el cuerpo de Merrick. Lo oí exhalar y pareció menguar y volverse menos amenazador.
– Pregúntele por el Proyecto -sugirió en voz baja-. Ya verá lo que dice.
– ¿Qué es el Proyecto?
Movió la cabeza en un gesto de negación.
– Pregúntele y luego venga a verme. Tal vez, ya puestos, debería hablar también con su ex marido.
Ni siquiera sabía que Rebecca Clay hubiese estado casada. Sólo me constaba que no se había casado con el padre de su hija. ¡Vaya un investigador estaba yo hecho!
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Un marido y una mujer… comparten cosas. Secretos. Hable con él, y puede que me ahorre la molestia de hablar con él yo mismo. No andaré lejos. No tendrá que buscarme, porque yo lo encontraré a usted. Convénzala para que me diga lo que sabe. Le doy dos días; luego perderé la paciencia con todos ustedes.
Señalé su mano herida.
– Me da la impresión de que ya ha perdido la paciencia una vez.
Se miró la venda y estiró los dedos, como si comprobase el dolor de las heridas.
– Fue un error -respondió con voz queda-. No era mi intención. Esa mujer me está poniendo a prueba, pero no pretendo causarle ningún daño.
Quizás él se lo creyera, pero yo no. Merrick destilaba rabia. La ira palpitaba al rojo vivo dentro de él, dando vida a sus ojos y tensando de emoción contenida cada músculo y cada tendón de su cuerpo. Tal vez Merrick no pretendiera hacer daño a una mujer; tal vez no lo intentara, pero la sangre en su mano ponía de manifiesto que su capacidad para controlar sus impulsos dejaba mucho que desear.
– Perdí los estribos, sólo eso -prosiguió-. Necesito que me diga lo que sabe. Es importante para mí. -Dio otra calada al cigarrillo-. Y ahora que ya somos tan amigos, ¿por qué no me dice cómo se llama usted?
– Parker.
– ¿Qué es? ¿Detective privado?
– ¿Quiere ver mi licencia?
– No, un papel no me aclarará nada que no sepa ya. Oiga, no quiero problemas con usted. He venido aquí para ocuparme de un asunto, un asunto personal. A lo mejor hace entrar en razón a esa mujer para que yo pueda resolverlo y seguir con lo mío. Espero que así sea, sinceramente, porque si no lo consigue, usted no nos servirá de nada ni a ella ni a mí. No será más que un obstáculo en mi camino, y quizá me vea obligado a tomar medidas.
No había vuelto a mirarme. Tenía la vista fija en una pequeña fotografía colgada del espejo retrovisor, protegida con una funda de plástico. Era el retrato de una niña de pelo moreno, de la edad de Jenna Clay o un poco mayor. Un crucifijo barato pendía al lado.
– ¿Quién es esa niña? -pregunté.
– Eso no le incumbe.
– Es una monada. ¿Qué edad tiene?
No contestó, pero era evidente que yo había puesto el dedo en la llaga. Sin embargo, esa vez no reaccionó con ira, sino con cierto distanciamiento.
– Si me explicara mínimamente el motivo que lo ha traído hasta aquí, quizás yo podría ayudarlo -insistí.
– Oiga, como ya le he dicho, es un asunto personal.
– Si es así, supongo que ya no tenemos nada más de que hablar -dije-. Pero no se acerque a mi cliente. -La advertencia sonaba vacía e innecesaria. De algún modo, la balanza se había inclinado del otro lado.
– No volveré a causar ninguna molestia a esa mujer, ninguna en absoluto, no hasta que vuelva usted a hablar conmigo. -Bajó la mano e hizo girar la llave de contacto, sin dejarse ya intimidar por la pistola, si es que realmente lo había intimidado en algún momento-. Pero a cambio le haré dos advertencias. La primera es que, cuando empiece a preguntar por el Proyecto, más vale que se ande con ojo, porque los demás se enterarán y no les gustará saber que hay alguien husmeando por ahí. No les gustará ni un pelo.
– ¿Los demás?
El motor rugió cuando apretó el acelerador.
– Pronto lo averiguará -contestó.
– ¿Y la segunda advertencia?
Levantó la mano izquierda y cerró el puño, de tal forma que el tatuaje contrastó marcadamente con la palidez del nudillo.
– No se entrometa. Hágalo, y será hombre muerto. Tome buena nota, muchacho.
Se apartó del bordillo, y el tubo de escape expulsó una espesa nube de humo azul en el aire transparente de otoño. Antes de que desapareciera por completo entre los gases alcancé a ver la matrícula.
«Merrick. Ahora veamos», pensé, «qué puedo averiguar de ti en los próximos dos días.»
Volví a la librería. Rebecca Clay, sentada en un rincón, hojeaba una revista vieja.
– ¿Lo ha encontrado? -preguntó ella.
– Sí.
Rebecca dio un respingo.
– ¿Qué ha ocurrido?
– Hemos hablado y se ha ido. De momento.
– ¿Qué significa «de momento»? Le he contratado para librarme de él, para que me deje en paz de una vez por todas -dijo levantando la voz gradualmente, aunque en segundo plano se percibía un temblor.
La acompañé a la calle.
– Señorita Clay, ya le dije que quizá no bastaría con una advertencia. Ese hombre ha accedido a mantenerse alejado de usted hasta que yo haga ciertas averiguaciones. No lo conozco tanto como para confiar plenamente en él, así que le sugiero que, por ahora, sigamos extremando las precauciones. Si ha de quedarse más tranquila, dispongo de personas dispuestas a colaborar para tenerla bajo vigilancia las veinticuatro horas del día mientras intento indagar sobre él.
– Bien. Pero creo que voy a mandar a Jenna fuera durante un tiempo, hasta que todo esto acabe.
– Me parece buena idea. ¿Le suena de algo el nombre de Merrick, señorita Clay?
Habíamos llegado a su coche.
– No, no lo creo -contestó.
– Así es como se llama nuestro amigo, o al menos eso me ha dicho. Tenía en el coche una fotografía de una niña, tal vez su hija. Me pregunto si no sería paciente de su padre, y si hay alguna manera de saberlo, en el supuesto de que la niña llevase el apellido de Merrick.
– Mi padre no hablaba de sus pacientes conmigo. O al menos no por su nombre. Si se la mandó una institución estatal, podría haber un historial suyo en algún sitio, supongo, pero no le resultará fácil conseguir que alguien lo confirme. Sería una violación del secreto profesional.
– ¿Y los archivos de los pacientes de su padre?
– Los archivos de mi padre pasaron a disposición judicial tras su desaparición. Recuerdo que alguien intentó solicitar autorización para que algunos de sus colegas los examinasen, pero la denegaron. Sólo se puede tener acceso mediante una inspección a puerta cerrada, y eso es poco habitual. Los jueces son reacios a concederla para proteger la intimidad de los pacientes.
Consideré que había llegado el momento de abordar la cuestión de su padre y las acusaciones presentadas contra él.
– Tengo que hacerle una pregunta delicada, señorita Clay -empecé a decir.
Esperó. Sabía lo que se avecinaba, pero quería oírmelo decir.
– ¿Cree que su padre abusó de los niños a los que atendía?
– No -contestó con firmeza-. Mi padre no abusó de ninguno de esos niños.
– ¿Piensa usted que facilitó las cosas a los autores de los abusos, quizá proporcionándoles información sobre la identidad y el paradero de pacientes vulnerables?
– Mi padre vivía entregado a su trabajo. Cuando dejaron de encargarle peritajes, fue porque empezaron a dudar de su objetividad. Él tendía a creer a los niños desde el principio, y ésa fue la causa de sus problemas. Sabía lo que eran capaces de hacer los adultos.
– ¿Tenía su padre muchos amigos íntimos?
Arrugó la frente.
– Unos cuantos. También trataba con algunos colegas, aunque perdí el contacto con casi todos después de su desaparición. Querían distanciarse al máximo de él. No me extrañó.
– Me gustaría que hiciera una lista: relaciones profesionales, compañeros de estudios, personas de su antiguo barrio. Cualquiera con quien mantuviese un trato regular.
– La haré en cuanto llegue a casa.
– Por cierto, no me había contado que estuvo usted casada.
Se sorprendió.
– ¿Cómo se ha enterado?
– Me lo ha dicho Merrick.
– Dios santo. No me pareció un dato importante. El matrimonio no duró mucho. Ahora ya nunca nos vemos.
– ¿Cómo se llama?
– Jerry. Jerry Legere.
– ¿Y no es el padre de Jenna?
– No.
– ¿Dónde puedo encontrarlo?
– Es electricista. Trabaja por todas partes. ¿Por qué quiere hablar con él?
– Voy a hablar con mucha gente. Así es como funcionan estas cosas.
– Pero así no conseguirá que ese hombre, ese tal Merrick, se marche. -Volvió a levantar la voz-. Yo no le he contratado para eso.
– Él no va a marcharse, señorita Clay, todavía no. Está furioso, y esa ira tiene algo que ver con su padre. Necesito averiguar qué relación existe entre su padre y Merrick. Para eso tendré que hacer muchas preguntas.
Cruzó los brazos sobre el techo del coche y apoyó la frente en ellos.
– No quiero que esto se alargue -dijo con la voz ahogada a causa de la postura-. Quiero que todo vuelva a ser como antes. Haga lo que tenga que hacer, hable con quien sea, pero acabe con esto. Por favor. Ya ni siquiera sé dónde vive mi ex marido, pero antes trabajaba a veces para una empresa llamada A-Secure y quizá todavía colabore con ellos. Instalan sistemas de seguridad en oficinas, tiendas y viviendas. Un amigo de Jerry, Raymon Lang, se dedica al mantenimiento de los sistemas y le pasaba mucho trabajo a Jerry. Seguramente lo encontrará a través de A-Secure.
– Merrick piensa que tal vez usted y su ex marido hablaron de su padre en alguna ocasión.
– Pues claro que sí, pero Jerry no sabe nada de lo que le pasó a mi padre, eso se lo aseguro. Jerry Legere sólo piensa en sí mismo, en nadie más. Esperaba que mi padre apareciese muerto en algún sitio para empezar a gastar el dinero que yo recibiese en herencia.
– ¿Su padre era rico?
– Todavía hay inmovilizada una suma considerable de dinero, pendiente del fallo de validación del testamento, de modo que sí, podría decirse que vivía con holgura. Por otra parte, está la casa. Jerry quería que la vendiese, pero no me era posible, obviamente, porque no era mía. Al final, Jerry se cansó de esperar, y de mí. Aunque el desencanto fue mutuo. No era lo que se dice un marido ideal.
– Una última cosa -dije-. ¿Le oyó hablar a su padre alguna vez de un «proyecto», o de algo llamado «el Proyecto»?
– No, nunca.
– ¿Tiene idea de lo que podría ser?
– Ni la más mínima.
Levantó la cabeza y entró en el coche. La seguí de cerca camino de la oficina y me quedé allí hasta la hora de recoger a Jenna. El director acompañó a la niña a la puerta del colegio, y Rebecca habló con él un momento, para explicarle, supuse, el motivo por el que Jenna se ausentaría durante un tiempo. Luego las seguí hasta su casa. Rebecca aparcó en el camino de acceso y se quedó dentro del coche con el seguro puesto, en tanto que yo inspeccionaba todas las habitaciones. Regresé a la puerta de entrada y le indiqué con una seña que todo estaba en orden. Cuando entró, me senté en la cocina y la observé mientras elaboraba una lista de amigos y colegas de su padre. No era muy larga. Algunos, dijo, habían muerto, y de otros no recordaba el nombre. Le pedí que me avisara si se le ocurría alguno más y me aseguró que así lo haría. Me comprometí a dejar resuelto esa misma noche el asunto de la protección añadida y a llamarla para darle los detalles al respecto antes de que se acostara. Dicho esto, me marché. Oí el cerrojo y luego una serie de pitidos electrónicos cuando introdujo el código de la alarma para activar el sistema de seguridad de la casa.
La luz del día se había desvanecido. Las olas rompían en la orilla cuando me encaminé hacia el coche. Normalmente encontraba relajante ese sonido, pero no aquella tarde. Me faltaba un elemento, había algo fuera de sitio, y el aire vespertino traía un tufillo a quemado. Me volví hacia el agua, ya que el olor procedía del mar, como si se hubiera incendiado un barco lejano. Busqué el resplandor en el horizonte, pero sólo vi la rítmica palpitación del faro, el movimiento de un transbordador en la bahía y las ventanas iluminadas en las casas de las islas. Todo reflejaba calma y rutina, y sin embargo, camino de casa, no pude sacudirme de encima la sensación de inquietud.