Durante unos días no pasó nada más. La vida volvió a ser poco más o menos como antes. Ángel y Louis regresaron a Nueva York. Yo volví a pasear a Walter, y atendí las llamadas de gente que quería contratar mis servicios. Rechacé todos los casos. Estaba cansado, y me había quedado un mal sabor de boca del que no podía librarme. Incluso la casa estaba en silencio, como si aquellas presencias que lo vigilaban todo aguardaran a ver qué ocurría.
La primera carta no me pilló de sorpresa. Me comunicaba que habían retenido mi pistola como prueba de la comisión de un delito y que posiblemente me sería devuelta al cabo de un tiempo. Me dio igual. No quería recuperarla, no en ese momento.
Las siguientes dos cartas llegaron casi simultáneamente por correo urgente. La primera, de la jefatura de policía del estado, me informaba de que se había presentado ante el Tribunal del Distrito una solicitud para retirarme la licencia de investigador privado con efecto inmediato por fraude y engaño en relación con mi trabajo, así como por hacer declaraciones falsas. La solicitud procedía de la policía del estado. El tribunal había concedido una suspensión temporal y a su debido tiempo se celebraría una vista, en la cual tendría ocasión de defenderme.
La segunda carta también era de la jefatura de policía del estado, en ella se me notificaba que me retiraban el permiso de armas en espera del resultado de la vista, y que debía devolverla, junto con cualquier otra documentación pertinente, a la jefatura. Después de todo lo que me había ocurrido, y de todo lo que yo había hecho, mi mundo se iba a pique al finalizar un caso en el que ni siquiera había disparado un arma.
Me pasé los días posteriores a la recepción de las cartas fuera de casa. Viajé a Vermont con Walter y estuve dos días con Rachel y Sam, alojado en un hotel a unos kilómetros de la casa. La visita transcurrió sin incidentes, y sin una palabra áspera entre nosotros. Era como si las palabras pronunciadas por Rachel en nuestro último encuentro hubiesen despejado el aire. Le conté lo sucedido, incluso que me habían retirado la licencia y el permiso. Me preguntó qué iba a hacer y le contesté que no lo sabía. El dinero no era un problema grave, todavía no. Los pagos de la hipoteca eran módicos, ya que la mayor parte del coste de adquisición se había cubierto con el dinero que había pagado el Servicio de Correos estadounidense por las tierras de mi abuelo y la vieja casa que allí se alzaba. Pero tendría facturas que pagar, y quería seguir ayudando a Rachel con la manutención de Sam. Me dijo que no me preocupara mucho por eso, si bien comprendía por qué era importante para mí. Cuando me disponía a marcharme, Rachel me abrazó y me besó con ternura en los labios, y la saboreé y ella me saboreó a mí.
La noche siguiente tuvo lugar una cena en Natasha's en honor de June Fitzpatrick. Joel Harmon no acudió. Sólo estaban algunos de los amigos de June, y Phil Isaacson, el crítico de arte del Press Herald, y un par de personas a las que conocía de nombre. A mí no me apetecía ir, pero June había insistido, y al final resultó una velada muy agradable. Los dejé allí después de un par de horas, con las botellas de vino aún por terminar y los postres sin pedir.
Soplaba un viento desapacible desde el mar. Me cortó las mejillas y me humedeció los ojos cuando me encaminé hacia el coche. Había aparcado en Middle Street, no muy lejos del ayuntamiento. Había muchos sitios vacíos y me crucé con muy poca gente por la calle.
Vi a un hombre frente a mí, delante de un edificio de apartamentos, cerca de la comisaría del Departamento de Policía de Portland. Fumaba un cigarrillo. Vi resplandecer la punta en la sombra proyectada por el toldo extendido encima de la puerta. Cuando me aproximé, se plantó en mi camino.
– He venido a despedirme -dijo-. Por ahora.
El Coleccionista vestía como siempre, con un abrigo oscuro que había conocido tiempos mejores y, debajo, una chaqueta de color azul marino y una camisa anticuada de cuello ancho, abrochada hasta el último botón. Dio una última y larga calada a su cigarrillo y lo tiró.
– He oído que las cosas se le han puesto feas.
No quería hablar con aquel hombre, fuera quien fuese en realidad, pero al parecer no me quedaba otra opción. En cualquier caso, dudé que estuviera allí sólo para decirme adiós. No parecía muy propenso al sentimentalismo.
– Usted me trae mala suerte -dije-. Perdóneme por no derramar una lágrima cuando se vaya.
– Es posible que también usted me traiga mala suerte a mí. He tenido que trasladar parte de mi colección, he perdido una casa que usaba como refugio, y el señor Eldritch se ha visto sometido a cierta publicidad no deseada. Teme que eso acabe con él.
– Desolador. Se le veía siempre tan pletórico de vida.
El Coleccionista sacó el tabaco y el papel de fumar del bolsillo y lió cuidadosamente un cigarrillo, que luego encendió mientras el otro aún humeaba en el albañal. Parecía incapaz de pensar debidamente sin tener algo encendido entre los dedos o en los labios.
– Ya que está aquí, tengo una pregunta que hacerle -dije.
Aspiró hondo y dejó escapar una nube de humo en el aire de la noche. Al mismo tiempo hizo un gesto invitándome a plantear mi pregunta.
– ¿Por qué esos hombres? -pregunté-. ¿A qué se debe su interés en este caso?
– Yo podría preguntarle lo mismo -contestó-. Al fin y al cabo, no le pagaron por buscarlos. Quizá sería más adecuado pensar: ¿por qué no esos hombres? Siempre he pensado que en este mundo hay dos clases de personas: los que, impotentes ante el peso del mal que el mundo contiene, se niegan a actuar porque no le ven el sentido, y los que eligen sus batallas y las libran hasta el final, porque comprenden que no hacer nada es infinitamente peor que hacer algo y fracasar. Al igual que usted, yo decidí seguir con esta investigación y llegar hasta el final.
– Espero que el resultado haya sido más satisfactorio para usted de lo que ha sido para mí.
El Coleccionista se echó a reír.
– No es posible que esté tan sorprendido por lo que le ha pasado -dijo-. Vivía con tiempo prestado, y ni siquiera sus amigos podían seguir protegiéndolo.
– ¿Mis amigos?
– Perdón: sus amigos invisibles, sus amigos secretos. No me refiero a sus colegas letalmente divertidos de Nueva York. Ah, y no se preocupe por ellos. Tengo otros objetos de desafección en los que centrarme. Creo que los dejaré en paz, de momento. Ya están expiando las malas acciones cometidas en el pasado, y no quisiera privarlo a usted de toda ayuda. No, me refiero a los que han seguido su evolución en silencio, los que le han facilitado a usted la labor en todo lo que ha hecho, los que han atenuado los daños que ha dejado usted a su paso, los que se han apoyado suavemente en quienes habrían preferido verlo entre rejas.
– No sé de qué me habla.
– No, supongo que no. Esta vez ha cometido descuidos: ha tropezado con sus propias mentiras. Una fuerza crecía contra usted y ahora las consecuencias son evidentes. Usted es un hombre curioso, con empatía, que se ha visto privado de su licencia para hacer lo que se le da mejor, un individuo violento a quien le han quitado los juguetes. ¿Quién sabe qué será de usted ahora?
– No me diga que es usted uno de esos «amigos secretos», porque si es así tengo más problemas de los que pensaba.
– No, no soy su amigo ni su enemigo, y rindo cuentas a una instancia superior.
– Se engaña.
– ¿Ah, sí? Muy bien, entonces es un engaño que los dos compartimos. Acabo de hacerle un favor del que ni siquiera se ha enterado. Ahora le prestaré un último servicio. Lleva años pasando de la luz a las sombras y de nuevo a la luz, desplazándose entre ellas en su búsqueda de respuestas, pero cuanto más tiempo esté en la oscuridad, mayor es la posibilidad de que la presencia en ella tome conciencia de usted, y actúe contra usted. Pronto llegará.
– Ya he encontrado cosas en la oscuridad antes. Se han ido, y yo estoy aquí.
– Esto no es una «cosa» en la oscuridad -contestó-. Esto es la propia oscuridad. Y ahora hemos acabado.
Se dio media vuelta para marcharse, lanzando otro cigarrillo moribundo detrás del primero. Hice ademán de detenerlo. Quería más. Le agarré del hombro y rocé su piel con la mano…
Y tuve una visión de figuras retorciéndose en su tormento, de otras solas en lugares desiertos llorando por aquello que las había abandonado. Y vi a los Hombres Huecos, y en ese instante supe qué eran realmente.
El Coleccionista hizo una pirueta propia de un bailarín. Sé zafó de mi mano con un movimiento del brazo, y de pronto me encontré contra la pared, con sus dedos en mi cuello y mis pies elevándose lentamente del suelo por efecto de su fuerza. Intenté asestarle un puntapié y él redujo la distancia entre nosotros a la vez que aumentaba la presión en mi cuello asfixiándome.
– No me toque nunca -dijo-. A mí nadie me toca.
Me soltó, y resbalé por la pared hasta caer de rodillas, aspirando dolorosamente bocanadas de aire entre los labios separados. Me escocía y picaba la piel allí donde sus dedos me habían apretado, y percibía en mí el olor a nicotina y descomposición.
– Mírese -dijo, y sus palabras rezumaron lástima y desprecio-. Un hombre atormentado por preguntas sin respuesta, un hombre sin padre, sin madre, un hombre que ha permitido que dos familias se le escurran entre los dedos.
– Tuve un padre -dije-. Tuve una madre, y todavía tengo a mi familia.
– ¿Ah, sí? No por mucho tiempo. -Una mueca cruel transformó sus facciones, como si fuera un niño que ve la oportunidad de seguir atormentando a un animal estúpido-. Y en cuanto al padre y la madre, contésteme a esto: su tipo sanguíneo es B. ¿Ve qué cosas sé sobre usted? Ahora bien, hay un problema. -Se inclinó hacia mí-. ¿Cómo es posible que un niño con sangre del tipo B tenga un padre que era de tipo A y una madre que era de tipo O? Es todo un misterio.
– Miente.
– ¿Usted cree? Será eso.
Se alejó de mí.
– Pero tal vez tenga otras cosas de las que ocuparse: cosas medio vistas, cosas muertas, una niña que susurra en la noche y una madre que enloquece de rabia en la oscuridad. Quédese con ellas si lo desea. Viva con ellas en el lugar donde esperan.
– ¿Dónde están mi mujer y mi hija? -Las palabras me despellejaron la garganta dolorida, y me odié a mí mismo por buscar respuestas en aquella criatura vil-. Ha hablado de seres apartados de la divinidad. Sabía lo de las letras trazadas en el polvo. Usted lo sabe. Dígame, ¿son eso almas perdidas? ¿Eso soy yo?
– ¿Acaso tiene usted alma? -susurró-. En cuanto al paradero de su mujer y su hija, están allí donde usted las deja.
Se agachó ante mí y me envolvió con su hedor al pronunciar sus palabras finales.
– Lo eliminé mientras usted estaba en la cena para que tuviese una coartada. Ése es mi último regalo a usted, señor Parker, y mi última indulgencia.
Se levantó y se marchó, y cuando yo me puse en pie, él ya no estaba. Me fui a mi coche y volví a casa, y pensé en lo que había dicho.
Joel Harmon desapareció esa noche. Todd estaba enfermo y Harmon había ido solo en coche a una reunión municipal en Falmouth, donde entregó un talón por veinticinco mil dólares como parte de una campaña destinada a comprar minibuses para una escuela local. Su coche apareció abandonado en Wildwood Park, y nunca se le volvió a ver.
Poco después de las nueve de la mañana del día siguiente recibí una llamada. La persona al otro lado de la línea no se identificó, pero me comunicó que el juez Hight acababa de firmar una orden de registro de mi propiedad, que autorizaba a la policía del estado a buscar cualquier arma de fuego sin licencia. Llegarían a mi casa en menos de una hora.
Cuando llegaron, con Hansen al frente, recorrieron todas las habitaciones. Consiguieron abrir el panel en la pared detrás del que antes guardaba las armas que había conservado a pesar de la retirada del permiso, pero las había envuelto en hule y plástico y echado en el estanque al fondo de mi propiedad, sujetas con una cuerda a una roca de la orilla, así que sólo encontraron polvo. Incluso buscaron en el desván, pero no se quedaron allí mucho rato, y cuando los hombres uniformados descendieron de allí, vi en sus rostros que agradecían abandonar aquel espacio frío y oscuro. Hansen no me dirigió la palabra desde el momento en que me entregó la orden hasta el momento en que el registro se dio por concluido. Sus últimas palabras fueron:
– Esto no ha terminado.
Cuando se marcharon, empecé a vaciar el desván. Retiré cajas y maletas sin mirar siquiera el contenido y las arrojé al rellano antes de bajarlas hasta el trozo de tierra desnuda y piedras en el extremo de mi jardín. Abrí la ventana del desván y dejé entrar a raudales el aire frío, y quité el polvo del cristal eliminando las palabras que seguían allí. Luego continué con el resto de la casa, limpiando todas las superficies, abriendo los armarios y aireando las habitaciones, hasta que todo estuvo en orden y dentro hacía tanto frío como fuera.
Están allí donde usted las deja.
Me pareció sentir su indignación y su rabia, o quizá todo estuviera dentro de mí, e incluso mientras lo purgaba luchaba por sobrevivir. Al ponerse el sol encendí una hoguera, y observé cómo el dolor y los recuerdos se elevaban hacia el cielo formando humo gris y fragmentos carbonizados que se convertían en polvo cuando se los llevaba el viento.
– Lo siento -susurré-. Siento haberos fallado de tantas maneras. Siento no haber estado allí para salvaros, o morir con vosotras. Siento haberos retenido junto a mí durante tanto tiempo, atrapadas en mi corazón, atadas por la pena y el remordimiento. También yo os perdono. Os perdono por abandonarme, y os perdono por volver. Perdono vuestra ira y vuestra aflicción. Que esto sea el final. Que esto sea el final de todo.
»Ahora tenéis que iros -dije en voz alta a las sombras-. Es hora de marcharos.
Y a través de las llamas vi resplandecer la marisma, y el claro de luna iluminó dos siluetas sobre el agua rielando en el calor del fuego. Después se volvieron y otras se unieron a ellas, una hueste viajando hacia delante, un alma tras otra, hasta que se perdieron por fin en el triunfal embate de las olas.
Esa noche, como invocada por el fuego, Rachel llamó a la puerta de la casa que en otro tiempo compartimos, y Walter enloqueció al reconocerla. Dijo que estaba preocupada por mí. Conversamos y comimos, y bebimos un poco demasiado vino. Cuando desperté a la mañana siguiente, ella dormía junto a mí. Yo no sabía si eso era un principio o un final, y el miedo me impedía preguntarlo. Se marchó antes del mediodía, con sólo un beso y palabras sin decir en los labios.
Y lejos de allí, un coche se detuvo frente a una casa anodina en una tranquila carretera comarcal. Se abrió el maletero y de dentro sacaron a un hombre, que cayó al suelo antes de que lo pusieran en pie de un tirón, con los ojos vendados, amordazado, maniatado con un alambre que se le había hincado en las muñecas, con las manos manchadas por la sangre de las heridas, las piernas atadas del mismo modo por encima de los tobillos. Intentó permanecer de pie, pero casi se desplomó cuando la sangre empezó a correr por sus miembros débiles y acalambrados. Notó unas manos en las piernas, y que le cortaban el alambre para permitirle andar. De pronto se echó a correr, pero lo zancadillearon y una voz le dijo al oído una única palabra con olor a nicotina:
– No.
Lo pusieron en pie una vez más y lo llevaron al interior de la casa. Se abrió una puerta y lo hicieron bajar por unos peldaños de madera. Tocó con los pies un suelo de piedra. Caminó un poco, hasta que la misma voz le ordenó que se detuviera y lo obligó a arrodillarse. Oyó que se movía algo, como si levantaran una tabla delante de él. Le quitaron la venda de los ojos, también la mordaza, y vio que estaba en un sótano vacío, salvo por un viejo armario en un rincón, con las dos puertas abiertas para revelar los objetos del interior, aunque estaban demasiado lejos para que él los distinguiera en la penumbra.
En el suelo ante él había un hoyo, y le pareció que olía a sangre y carne pasada. El hoyo no era profundo, quizá de alrededor de dos metros, y el fondo estaba cubierto de piedras y rocas y fragmentos de pizarra. Parpadeó, y por un momento tuvo la impresión de que el hoyo era más profundo, como si el lecho de piedras de algún modo estuviese suspendido encima de un abismo mucho mayor. Notó unas manos en las muñecas, y le quitaron el reloj, su preciado Patek Philippe.
– ¡Ladrón! -gritó-. Usted no es más que un ladrón.
– No -contestó la voz-. Soy un coleccionista.
– Pues quédeselo -dijo Harmon. Tenía la voz ronca por la sed, y se sentía débil y mareado después del largo viaje en el maletero del coche-. Quédeselo y déjeme ir. También tengo dinero. Puedo pedir que le manden una transferencia a donde usted quiera. Puede retenerme hasta que lo tenga en sus manos, y le prometo que recibirá el doble cuando esté en libertad. Por favor, déjeme ir. No sé qué le he hecho, pero perdóneme.
La voz le habló otra vez junto al oído sano. Aún no había visto a aquel hombre. Había recibido el golpe por detrás cuando se dirigía a su coche y se había despertado después en el maletero. Le pareció que habían viajado muchas, muchas horas, y una sola vez se detuvieron para que el hombre llenara el depósito. Y eso ni siquiera lo habían hecho en una gasolinera, ya que no había oído el sonido del surtidor, ni el ruido de otros coches. Supuso que el secuestrador llevaba latas en el asiento trasero del vehículo para no tener que repostar en un lugar público y arriesgarse a que su cautivo alborotara y atrajera la atención.
Ahora estaba arrodillado en un sótano polvoriento, con la mirada fija en un hoyo en el suelo, que era a la vez poco profundo y muy profundo, y una voz le decía:
– Está condenado.
– No -contestó Harmon-. Se equivoca.
– Se le ha declarado en falta, y tendrá que pagarlo con su vida. Tendrá que pagarlo con su alma.
– No -repitió Harmon con voz más aguda-. ¡Es un error! Está cometiendo un error.
– No hay ningún error. Sé lo que ha hecho. Ellos lo saben.
Harmon fijó la vista en el hoyo y vio a cuatro figuras que lo miraban desde el fondo, sus ojos eran agujeros oscuros en contraste con la piel fina y apergaminada que cubría sus cráneos, sus bocas se veían negras y arrugadas y abiertas. Unos dedos fuertes lo agarraron por el pelo y lo obligaron a echar atrás la cabeza dejando el cuello expuesto. Sintió algo frío en la piel, y a continuación la hoja le cortó la garganta y una lluvia de sangre cayó en el suelo y en el hoyo, salpicando los rostros de los hombres abajo.
Y los Hombres Huecos levantaron los brazos hacia él y lo acogieron entre ellos.