Segunda parte

Contorno sin forma, matiz sin color fuerza paralizada,

gesto sin movimiento;

quienes han cruzado,

sin desviar la mirada, hasta el otro reino de la muerte

nos recuerdan -si acaso- no como violentas

almas perdidas, sino sólo

como los hombres huecos…

T.S. Eliot, Los hombres huecos


5

Merrick nos había prometido dos días de paz, pero yo no iba a fiarme de la palabra de un hombre semejante cuando estaba en juego la seguridad de Rebecca. Había visto a otros como él: Merrick era un barril de pólvora, siempre al borde del estallido. Recordé cómo había reaccionado al comentario que hice sobre la niña de la fotografía, y las advertencias de que aquello era un asunto «personal» suyo. Pese a lo que me había asegurado, siempre existía la posibilidad de que fuese a un bar, se tomase un par de copas y decidiese que era el momento de volver a cruzar unas palabras con la hija de Daniel Clay. Por otra parte, no podía dedicarme todo el tiempo a vigilarla. Necesitaba ayuda y no tenía muchas opciones. Estaba Jackie Garner, que era grande, fuerte y bienintencionado, pero le faltaba algún que otro tornillo. Además, allí adonde iba lo acompañaban dos bloques de carne con piernas, los hermanos Fulci; y los Fulci eran a la sutileza lo que un batidor de huevos a un huevo. No sabía muy bien cómo se lo tomaría Rebecca Clay si se los encontraba en su portal. De hecho, ni siquiera sabía cómo se lo tomaría el portal.

Habría preferido a Louis y Ángel, pero se habían ido un par de días a la Costa Oeste para catar vinos en el valle de Napa. Saltaba a la vista que tenía amigos sofisticados, pero no podía dejar a Rebecca sin protección hasta que regresaran. Al parecer, no me quedaba otra alternativa.

Telefoneé a Jackie Garner de mala gana.

Me reuní con él en Sangillo's Tavern, un local pequeño de Hampshire que por dentro siempre estaba iluminado como si fuera Navidad. Jackie tomaba una Bud Light, pero procuré no tenérselo en cuenta. Me reuní con él en la barra y pedí un Sprite sin azúcar. Nadie se rió, lo que fue todo un detalle.

– ¿Estás a dieta? -preguntó Jackie. Llevaba una camiseta de manga larga con el logotipo de un antiguo bar de Portland cerrado desde hacía tanto tiempo que probablemente sus parroquianos pagaban las copas con abalorios. Se había afeitado el cráneo y tenía una descolorida moradura junto al ojo izquierdo. La camiseta se le ceñía al abdomen de tal modo que un observador poco atento lo habría tomado por un gordo más junto a la barra, pero ése no era el caso de Jackie Garner. Desde que lo conocía, nadie lo había ganado en una pelea, y no quería ni pensar en lo que habría sido del culpable del moretón que Jackie tenía en la cara.

– No estoy de humor para cerveza -contesté.

Levantó la botella, entornó los ojos y anunció con voz grave:

– Esto no es cerveza. Es Bud.

Al parecer quedó muy satisfecho de sí mismo.

– Una frase muy pegadiza -comenté.

Desplegó una amplia sonrisa.

– He participado en algún que otro concurso. De esos en los que hay que inventar un eslogan, ya sabes. Como «Esto no es cerveza. Es Bud». -Tomó mi Sprite-. O «Esto no es un refresco. Es Sprite». «Éstos no son frutos secos. Son…» Bueno, sí son frutos secos, pero ya me entiendes.

– Veo la pauta.

– Diría que puede adaptarse a cualquier producto.

– Salvo a los frutos secos en un cuenco -precisé.

– Salvo eso, sí, y poco más.

– Parece infalible, desde luego. ¿Andas muy ocupado últimamente?

Jackie se encogió de hombros. Por lo que yo sabía, nunca estaba ocupado. Vivía con su madre, trabajaba algún rato de camarero un par de días por semana, y dedicaba el resto del tiempo a manufacturar munición casera en un ruinoso cobertizo en medio del bosque detrás de su casa. De vez en cuando alguien comunicaba a la policía local que había oído una explosión. Y muy de vez en cuando la policía enviaba un coche patrulla con la remota esperanza de que Jackie hubiera volado por los aires. Hasta el momento se habían visto amargamente decepcionados.

– ¿Necesitas algo? -preguntó. El brillo de sus ojos se hizo más intenso ante la perspectiva de una posible trifulca.

– Sólo durante un par de días. Cierto individuo anda acechando a una mujer.

– ¿Quieres que le zurremos?

– ¿«Zurremos»? ¿Tú y quién más?

– Ya lo sabes. -Señaló con el pulgar hacia algún sitio indeterminado fuera de los confines del bar. A pesar del frío, sentí cómo me brotaba el sudor en la frente y envejecí alrededor de un año en un instante.

– ¿Se encuentran aquí? ¿Qué os pasa? ¿Acaso estáis unidos por la cadera?

– Les he dicho que esperen fuera. Sé que te ponen nervioso.

– No me ponen nervioso. Me dan un miedo atroz.

– Bueno, en todo caso ya no les dejan entrar aquí. No les dejan entrar en ninguna parte, supongo, no desde…, mmm…, aquello.

Había un «aquello». Cuando se trataba de los Fulci, siempre había un «aquello».

– ¿Aquello? ¿Qué?

– Aquello en el B-Line.

Podía decirse que el B-Line era el tugurio más peligroso de la ciudad, un antro que servía una copa gratis a todo aquel que enseñase un carnet de Alcohólicos Anónimos con más de un mes de antigüedad. Conseguir que a uno le prohibieran la entrada en el B-Line por alterar el orden era como ser expulsado de los boy scouts por hacer demasiado bien los nudos.

– ¿Qué pasó?

– Atizaron a un tipo con una puerta.

En comparación con alguna de las anécdotas que había oído sobre los Fulci, y sobre el B-Line, ésa no era nada del otro mundo.

– Pues tampoco me parece tan grave… tratándose de ellos.

– Bueno, en realidad eran dos tipos. Y dos puertas. Y arrancaron las puertas de las bisagras. Ahora ya no pueden salir tanto. Se picaron un poco. Y siguen picados. Pero aquí no les importa quedarse esperando en el aparcamiento. Las luces les parecen bonitas, y les he comprado un par de menús familiares en Norm's.

Respiré hondo para serenarme.

– No quiero que nadie resulte herido, lo que significa que no sé si quiero a los Fulci metidos en esto.

Jackie arrugó el entrecejo.

– Se llevarán un disgusto. Cuando les he dicho que iba a verte, me han pedido que los dejase venir. Les caes bien.

– ¿Y cómo lo sabes? ¿Porque no me han pegado aún con una puerta?

– No tienen malas intenciones. Es sólo que los médicos les cambian la medicación cada dos por tres y a veces no les hace el efecto que debería.

Apesadumbrado, comenzó a darle vueltas a la botella. No tenía muchos amigos, y por lo visto consideraba que la sociedad había juzgado de forma errónea a los Fulci en muchos sentidos. La sociedad, por el contrario, estaba segura de que tenía a los Fulci perfectamente catalogados y había tomado todas las medidas necesarias para reducir el contacto con ellos al mínimo.

Di una palmada a Jackie en el brazo.

– Ya les encontraremos algo que hacer, ¿vale?

Se le iluminó la cara.

– Son los hombres idóneos para tenerlos cerca cuando las cosas se complican -dijo pasando por alto oportunamente el detalle de que las cosas tendían a complicarse justo porque ellos andaban cerca.

– Oye, Jackie, ese hombre se llama Merrick y sigue a mi clienta desde hace una semana. Ha estado preguntando por su padre, pero su padre desapareció hace mucho tiempo, tanto que lo han declarado legalmente muerto. Ayer acorralé a Merrick y me prometió tomárselo con calma durante un par de días, pero no me fío. Tiene mal genio.

– ¿Llevaba pistola?

– No se la he visto, pero eso no significa nada.

Jackie bebió un sorbo de cerveza.

– ¿Cómo es que aparece precisamente ahora? -preguntó.

– ¿Cómo?

– Si el tipo ese desapareció hace tanto tiempo, ¿cómo es que este otro viene ahora a preguntar por él?

Miré a Jackie. Eso era lo que tenía de bueno. Sin duda le bailaba algo en la cabeza cuando caminaba, pero no era tonto. Yo me había planteado ya por qué Merrick preguntaba ahora por Daniel Clay, pero no qué le había impedido hacerlo antes. Me acordé del tatuaje en el nudillo de su dedo. ¿Habría cumplido condena desde la desaparición de Clay?

– Quizá pueda averiguarlo mientras vigilas a la mujer. Se llama Rebecca Clay. Te la presentaré esta noche. Y escúchame bien: procura que los Fulci no se dejen ver, pero si quieres tenerlos cerca, por mí no hay inconveniente. En realidad, puede que no sea mala idea que los vean echando un ojo a la casa.

Probablemente, ver a aquellos tres hombres corpulentos -dos de los cuales hacían que el tercero pareciera desnutrido a su lado- disuadiría incluso a alguien como Merrick de acercarse a Rebecca.

Di a Jackie una descripción de Merrick y su coche, incluida la matrícula.

– Pero no cuentes con el coche. Ahora que lo hemos relacionado con él, es posible que lo abandone.

– Ciento cincuenta al día -dijo Jackie-. Mantendré a Tony y Paulie a distancia. -Apuró la cerveza-. Ahora ven a saludarlos. Si no, se ofenderán.

– Y eso no nos conviene -respondí, y hablaba en serio.

– Y que lo digas.

Tony y Paulie no habían acudido con su monster truck, y por eso no los había visto al aparcar. Ocupaban los asientos delanteros de una sucia camioneta blanca que Jackie utilizaba a veces para lo que él, en un eufemismo, definía como su «negocio». Cuando me acerqué, los Fulci abrieron las puertas y salieron. No me explicaba cómo había conseguido Jackie meterlos allí dentro. Daba la impresión de que la camioneta hubiese sido montada en torno a ellos. Los Fulci no eran altos, pero eran anchos, hasta diría que extra anchos. Las tiendas donde se compraban la ropa preferían lo práctico a la moda, así que eran visiones gemelas en poliéster y cuero barato. Tony me agarró la mano con una de sus zarpas y me la impregnó de salsa barbacoa, luego oí un crujido. Paulie me dio una suave palmada en la espalda y casi escupí un pulmón.

– Volvemos al trabajo, muchachos -anunció Jackie con orgullo.

Y por un breve momento, antes de que se impusiera el sentido común, me invadió una extraña felicidad.


Fui en coche con Jackie a la casa de Rebecca Clay. Pareció sentir alivio al volver a verme. Los presenté y le dije a Rebecca que Jackie velaría por ella durante los días siguientes, pero que yo tampoco andaría lejos si ocurría algo. Creo que Jackie se ajustaba más que yo a la idea que ella tenía de un guardaespaldas, así que no puso objeción alguna. En honor a la verdad casi absoluta, le dije que habría otros dos hombres cerca por si surgían problemas, y le di una vaga descripción de los Fulci que tendía a ser halagüeña sin caer en la mentira declarada.

– ¿Son realmente necesarios tres hombres? -preguntó.

– No, pero vienen incluidos en el mismo lote. El servicio sale por ciento cincuenta al día, lo que es barato, pero si le preocupa el coste, podemos llegar a un acuerdo.

– No importa. Creo que puedo permitírmelo durante un tiempo.

– Bien. Trataré de averiguar algo más sobre Merrick ahora que nos ha dado un respiro, y hablaré con algunas de las personas de su lista. Si pasado este periodo de gracia de dos días no tenemos una idea más clara de las intenciones de Merrick, y si él sigue sin aceptar que usted no puede ayudarlo, iremos otra vez a la policía e intentaremos que lo detengan antes de acudir al juzgado. Sé que en estos momentos usted preferiría un enfoque más físico, pero antes debemos agotar las otras posibilidades.

– Entiendo.

Le pregunté por su hija, y me contó que lo había organizado todo para que Jenna fuera a pasar una semana a casa de sus abuelos, en Washington D.C. La escuela ya había autorizado su ausencia, y Jenna se marcharía a primera hora de la mañana.

Me acompañó a la puerta y me tocó el brazo.

– ¿Sabe por qué lo he contratado? -preguntó-. Tuve un novio que se llamaba Neil Chambers. Era el padre de Jenna.

Neil Chambers. Su padre, Ellis, se había puesto en contacto conmigo a primeros de año, buscando ayuda para su hijo. Neil debía dinero a unos hombres de Kansas City, y no tenía forma de saldar la deuda. Ellis quería que yo actuase como intermediario, a fin de encontrar alguna solución al problema. No pude ayudarlo, no en ese momento. Propuse a ciertas personas que tal vez serían capaces de hallar una salida, pero para Neil ya era demasiado tarde. Echaron su cadáver a una zanja a modo de advertencia para otros, poco después de mi conversación con Ellis.

– Lo siento -dije.

– No se preocupe. Neil no veía mucho a Jenna; a decir verdad, no la había visto desde hacía años, pero mantengo una buena relación con Ellis. Él y su mujer, Sara, son quienes cuidarán de Jenna esta semana, y fue él quien me habló de usted.

– Rechacé el caso. No pude ayudarlo cuando me lo pidió.

– Lo entendió. No se lo echó en cara, ni entonces ni ahora. Para entonces ya había perdido a Neil. Él lo sabía, pero lo quería igualmente. Cuando le hablé a Ellis de Merrick, me recomendó que acudiera a usted. No es rencoroso. -Me soltó el brazo y preguntó-: ¿Cree que llegarán a coger a los hombres que mataron a Neil?

– Al hombre -corregí-. El responsable fue un solo hombre. Se llamaba Donnie P.

– ¿Se hará algo al respecto?

– Ya se hizo -respondí.

Me miró en silencio por un momento.

– ¿Lo sabe Ellis? -preguntó.

– ¿Le serviría de algo saberlo?

– No, no lo creo. Como le he dicho, no es rencoroso.

Vi un destello en sus ojos, y muy dentro de ella se desenroscó algo y se desplegó sinuosamente, algo de boca blanda y roja.

– Pero usted sí lo es, ¿verdad? -dijo.


Encontramos a la chica en Independence, al este de Kansas City, en un cuchitril con pretensiones y a corta distancia de un pequeño aeropuerto. Nos habían informado bien. La chica no abrió la puerta cuando llamamos. Ángel, bajo y en apariencia inofensivo, estaba a mi lado, y Louis, alto, de piel oscura y muy, muy amenazador, se había apostado en la parte de atrás de la casa por si ella intentaba escapar. Oímos movimiento en el interior. Volví a llamar.

¿Quién es? -preguntó con voz quebrada y tensa.

¿Mia?-dije.

– Aquí no hay nadie que se llame así.

– Queremos ayudarte.

– Ya se lo he dicho: aquí no hay ninguna Mia. Se ha equivocado de dirección.

– Viene a por ti, Mia. No puedes llevarle la delantera eternamente.

– No sé de qué me habla.

– De Donnie, Mia. Se acerca y tú lo sabes.

¿Quiénes son? ¿Polis?

¿Conoces a un tal Neil Chambers?

– No. ¿Por qué tendría que conocerlo?

– Donnie lo mató por una deuda.

¿Y?

– Lo dejó tirado en una zanja. Lo torturó y luego le pegó un tiro. Hará lo mismo contigo, sólo que en tu caso nadie irá después de puerta en puerta para ajustar cuentas. Aunque eso a ti te dará lo mismo. Estarás muerta. Si nosotros te hemos encontrado, él también te encontrará. No te queda mucho tiempo.

Guardó silencio durante tanto rato que pensé que quizá se había alejado de la puerta. Finalmente se oyó cómo desprendía la cadena de seguridad y abría. Entramos en la penumbra. Tenía todas las cortinas echadas y las luces apagadas. La muchacha, Mia, cerró de un portazo detrás de nosotros y retrocedió hacia las sombras para que no le viéramos la cara, la cara que Donnie P. había golpeado por alguna afrenta, real o imaginada.

¿Podemos sentarnos? -pregunté.

– Ustedes pueden sentarse si quieren -contestó-. Yo me quedaré aquí.

¿Te duele?

– No mucho, pero estoy horrible. -Se le quebró aún más la voz-. ¿Quién les ha dicho que estaba aquí?

– Eso da igual.

– A mí no.

– Alguien que se preocupa por ti. Es lo único que necesitas saber.

¿Qué quieren?

– Queremos que nos digas por qué te hizo Donnie esto. Queremos que nos cuentes lo que sabes de él.

¿Por qué creen que sé algo?

– Porque te escondes de él, porque corre el rumor de que quiere encontrarte antes de que hables.

La vista se me fue acostumbrando a la oscuridad. Empezaba a distinguir sus facciones. Las tenía desdibujadas, la nariz deforme y las mejillas hinchadas. Un haz de luz que entraba por debajo de la puerta iluminó las puntas de sus pies descalzos y el dobladillo de una bata larga de color rojo. También la laca de las uñas de los pies era roja. Parecían recién pintadas. Sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la bata, hizo asomar un cigarrillo dando unos golpecitos en la base y lo encendió con un mechero. Mantenía la cabeza gacha, y aunque el pelo le caía ante el rostro, alcancé a ver las cicatrices que le atravesaban el mentón y la mejilla izquierda.

– Debería haber mantenido la boca cerrada -susurró.

¿Por qué?

– Se presentó y me tiró dos de los grandes a la cara. Después de todo lo que me había hecho, dos míseros billetes. Estaba que me subía por las paredes. Le dije a una de las chicas que sabía cómo desquitarme de él. Le conté que había visto algo que no debía. Y al poco tiempo me entero de que ella se acuesta con Donnie. Donnie tenía razón. No soy más que una puta estúpida.

¿Por qué no le has contado a la policía lo que sabes?

Dio una calada. Ya no tenía la cabeza baja. Absorta en los detalles de su historia, se olvidó por un momento de ocultar el rostro. A mi lado, oí cómo Ángel ahogaba un silbido de compasión al ver su cara destrozada.

– Porque no habrían hecho nada.

– Eso no lo sabes.

– Claro que lo sé-contestó. Dio otra calada al cigarrillo y jugueteó con su pelo. Nadie habló. Al final, ella misma rompió el silencio-: Y ahora dicen que me ayudarán.

– Así es.

¿Cómo?

– Mira afuera. Por la ventana de atrás.

Se llevó la mano a la caray, por un momento, me miró con asombro; luego se dirigió a la cocina. Oí un suave roce cuando separó las cortinas. Al regresar, había cambiado de actitud. Louis ejercía ese efecto en las personas, sobre todo si uno tenía la impresión de que podía estar de su lado.

¿Quién es?

– Un amigo.

– Tiene un aspecto… -Buscó la palabra exacta. Por fin dijo-: Intimidador.

– Es intimidador.

Tamborileó en el suelo con el pie.

¿Va a matar a Donnie?

– Esperábamos encontrar otra manera de tratar con él. Hemos pensado que podrías ayudarnos.

Esperamos a que se decidiera. Había un televisor en otra habitación, probablemente su dormitorio. De pronto pensé que quizá no estaba sola, y que deberíamos haber registrado la casa nada más llegar, pero ya era tarde. Al final, Mia se llevó la mano al bolsillo de la bata y sacó el teléfono móvil. Me lo lanzó. Lo cogí.

– Abra el archivo de imágenes -dijo-. A usted le interesarán varias fotos a partir de la quinta o la sexta.

Pasé sucesivas imágenes de jóvenes sonrientes en torno a una mesa de comedor, un perro negro en un jardín y un bebé en una sillita, hasta que llegué a las fotos de Donnie. En la primera aparecía de pie en un aparcamiento con otro hombre, más alto que él y con traje gris. La segunda y la tercera eran instantáneas de la misma escena, pero en éstas las caras de los dos hombres se veían con mayor nitidez. Las fotos debían de haberse tomado desde dentro de un coche, porque en dos de ellas se veían el marco de una puerta y un retrovisor lateral.

¿Quién es el otro hombre? -pregunté.

– No lo sé -respondió Mia-. Seguí a Donnie porque pensé que me engañaba. ¡Qué digo! No, no lo pensé: lo sabía. Es un canalla. Sólo quería averiguar con quién me engañaba.

Sonrió, y el dolor se reflejó en su rostro a causa del esfuerzo.

– Entiéndalo, creía que lo amaba. ¿Le parece muy estúpido?

Cabeceó. Me di cuenta de que lloraba.

¿Y esto es lo que tienes de él? ¿Por esto quiere encontrarte? ¿Porque tienes en el móvil unas fotos de él con un hombre cuyo nombre no conoces?

– No sé cómo se llama, pero sé dónde trabaja. Cuando Donnie lo dejó, otras dos personas se reunieron con ese individuo, una mujer y un hombre. Salen en la foto siguiente.

Salté a la otra imagen y vi al trío. Iban todos trajeados.

– Por su aspecto, pensé que eran policías -dijo Mia-. Se subieron al coche y se alejaron. Los seguí.

¿Adónde fueron?

– Al número mil trescientos de Summit.

Y entonces supe por qué Donnie quería encontrar a Mia, y por qué ella no podía acudir a la policía: el número 1300 de Summit era la delegación del FBI en Kansas City.

Donnie P. era un informante.


En un campo contiguo a una carretera desierta del condado de Clay, donde apenas pasaban coches y sólo los pájaros se mantenían alertas, Donnie P., el hombre que mató a Neil Chambers por una deuda insignificante, yacía ahora enterrado en una tumba poco profunda. Había bastado con una llamada a sus jefes, una llamada y un puñado de fotos borrosas enviadas desde una cuenta de correo electrónico ilocalizable.

Fue una venganza, una venganza por un chico al que yo apenas conocía. Su padre no se enteró de lo sucedido, y yo no pensaba contárselo, lo que planteaba la duda de por qué lo había hecho. A Neil Chambers ya no le importaba, y tampoco se lo devolvería a su padre. Supongo que lo hice porque necesitaba arremeter contra algo, contra alguien. Elegí a Donnie P., y él murió por ello.

Como dijo Rebecca Clay, yo era rencoroso.


Esa noche me senté en el porche con Walter dormido a mis pies. Llevaba un jersey debajo de la chaqueta y bebía café de una taza metálica con el emblema de Mustang que me había regalado Ángel para mi cumpleaños. A cada sorbo, las nubes de mi aliento condensado se fundían con el vapor que se elevaba del café. El cielo estaba oscuro, y no había luna que alumbrase el camino a través de la marisma, ni luz alguna que convirtiera en plata sus canales. No se movía el aire, pero en aquella quietud no se respiraba paz, y una vez más percibí un tenue olor a quemado a lo lejos.

Y de repente todo cambió. No sabría decir cómo, ni por qué, pero sentí que, por unos segundos, la vida dormida en torno a mí se despertaba; una nueva presencia había alterado el mundo natural, que, sin embargo, permanecía inmóvil por miedo a atraer la atención sobre sí mismo. Los pájaros batieron las alas en un revuelo de inquietud, y los roedores quedaron paralizados en las sombras proyectadas por los troncos de los árboles. Walter abrió los ojos y contrajo el hocico en actitud alerta. Agitó nerviosamente el rabo contra las tablas, pero dejó de hacerlo de pronto, ya que incluso esa leve perturbación en la noche parecía excesiva.

Me puse en pie, y Walter gimió. Me acerqué a la barandilla del porche y noté cómo se levantaba una brisa desde el este que soplaba a través de las marismas, sacudía los árboles y alisaba un poco la hierba al pasar sobre ella. Debería haber llegado impregnada de olor a mar, pero no fue así. En ese momento sólo olía a quemado, con mayor intensidad que antes, y poco después ese tufillo se desvaneció para dar paso a un hedor seco, como el de un hoyo recién abierto en la tierra donde hubiese aparecido, muerta, una criatura encorvada y patética. Acudieron a mi memoria sueños que había tenido, sueños de una muchedumbre de almas siguiendo los resplandecientes caminos de las marismas para perderse por fin en el mar, como las moléculas de agua de un río arrastradas inexorablemente al lugar donde todo había nacido.

Pero de pronto había aflorado algo, algo que no iba hacia el mundo aquel, sino que se alejaba de él y venía hacia éste. El viento pareció disgregarse, como si, al topar con un obstáculo, se viera obligado a buscar caminos alternativos alrededor, pero no volviese a juntarse. Sus partes integrantes avanzaron en distintas direcciones y, poco después, con la misma celeridad con que se había levantado amainó, y únicamente quedó ese olor residual como prueba de su existencia. Sólo por un instante creí adivinar una presencia entre los árboles, al este, la figura de un hombre con un viejo abrigo de color tostado, los detalles de su rostro quedaban desdibujados en la oscuridad, y los ojos y la boca semejaban manchas oscuras en contraste con la palidez de su piel. Desapareció como por ensalmo y me pregunté si realmente había visto algo.

Walter se levantó, se acercó a la puerta del porche y, tras abrirla con la pata, se refugió en la casa. Me quedé allí fuera, aguardando a que las criaturas de la noche se apaciguaran de nuevo. Tomé un sorbo de café, que ahora tenía un sabor amargo. Bajé al jardín y vacié la taza en la hierba. Por encima de mí, la ventana del desván en lo alto de la casa se movió un poco dentro del marco que la sujetaba, y el ruido me impulsó a volverme. Puede que sólo fuese la casa al asentarse, que la estructura se reacomodara después de la repentina brisa, pero cuando alcé la vista hacia la ventana, las nubes se separaron por un momento y un rayo de luna alumbró el cristal y creó la impresión de que algo se movía dentro de la habitación. Las nubes volvieron a juntarse, y el movimiento cesó una décima de segundo después.

Sólo una décima de segundo.

Regresé a la casa y tomé la linterna de la cocina. Comprobé las pilas y subí por la escalera a la parte de arriba. Usando un palo con un gancho en un extremo, tiré de la escalera del desván para bajarla. La luz del pasillo se coló remisamente en el interior y reveló los contornos de objetos olvidados. Subí.

El desván sólo se empleaba como trastero. Aún contenía parte de las cosas de Rachel, guardadas en un par de maletas viejas. Tenía previsto enviárselas, o llevárselas cuando fuese a verlas a ella y a Sam, pero hacerlo sería reconocer, finalmente, que no iban a volver. Había dejado la cuna de Sam en su habitación por el mismo motivo, otro lazo con ellas que no deseaba ver desaparecer.

Pero allí también había otros objetos, pertenecientes a quienes precedieron a Rachel y a Sam: ropa y juguetes, fotografías y dibujos, bisutería de plástico barata, incluso oro y diamantes. No había conservado muchas cosas, pero lo que guardaba estaba allí.

miedo

Casi podía oír la palabra, como si una voz infantil me la hubiese susurrado al oído, con temor a ser oída pero con la apremiante necesidad de comunicarse. Algo pequeño correteó en la oscuridad, perturbado por la entrada de luz.

No eran reales. Eso me dije una vez más. Un fragmento de mi cordura se desgajó la noche en que las encontré, la noche en que me las arrebataron. Mi mente sufrió una sacudida brutal y nunca volvería a ser la misma. No eran reales. Yo las creé. Las evoqué a partir del dolor y la pérdida.

No eran reales.

Pero no podía convencerme, porque no creía que fuera verdad. Sabía que aquél era su lugar, el refugio de la esposa perdida y la hija perdida. Cualquier rastro de ellas que existiera en este mundo se aferraba obstinadamente a las pertenencias guardadas entre el polvo y las telarañas, los fragmentos y las reliquias de vidas que casi habían abandonado este mundo.

El haz de luz de la linterna persiguió las sombras a lo largo de la pared y el suelo. Una fina capa de polvo lo cubría todo: cajones y maletas, cajas de embalaje y libros viejos. Me escocían la nariz y la garganta, y empezaron a llorarme los ojos.

miedo

La pátina de polvo se extendía también por el cristal de la ventana, pero no permanecía intacta. Cuando me acerqué, la linterna iluminó unos trazos en el polvo, un dibujo que, al mirarlo con atención, cobró forma de mensaje, escrito cuidadosamente con lo que podía ser la letra de un niño.

échalas

Toqué el cristal con los dedos, resiguiendo los trazos rectos y curvos, la forma de las letras. Tenía lágrimas en los ojos, pero no supe si era por el polvo o por la posibilidad de que allí, en esa habitación llena de pesar y pérdida, hubiese encontrado el rastro de una niña desaparecida hacía tiempo, de que su dedo hubiese dibujado esas letras y de que yo, al tocarlas, pudiese tocar, a la vez, algo de ella.

por favor, papá

Retrocedí. A la luz de la linterna vi la suciedad en mis dedos, y volvieron a asaltarme todas las dudas. ¿Realmente estaban allí esas letras antes de subir yo, escritas por otro que vivió en ese lugar oscuro? ¿O había atribuido un significado más hondo a unos trazos aleatorios en el polvo, dejados quizá por Rachel o por mí, y, al mover el dedo sobre ellos, hubiese de algún modo encontrado la manera de comunicar algo de lo que temía, de dar forma e identidad a un temor antes innombrable? Mi lado racional se reafirmó, levantó barricadas y aportó explicaciones, por insatisfactorias que fuesen, a todo lo ocurrido: los olores en la brisa, una silueta pálida al borde del bosque, el movimiento en el desván y las palabras escritas en el polvo.

El haz de la linterna se posó en el mensaje, y vi mi cara reflejada en el cristal, flotando en la noche como si yo fuera el elemento irreal, el ser perdido, y las palabras estuvieran trazadas sobre mis facciones.

tanto miedo

Se leía:

HOMBRES HUECOS

6

Esa noche dormí mal, y mis sueños se vieron salpicados de imágenes recurrentes de hombres sin ojos que, a pesar de ello, veían, y una niña sin rostro hecha un ovillo en un desván a oscuras, susurrando para sí sólo la palabra «miedo», una y otra vez. Nada más levantarme, llamé a Jackie Garner. La noche en Willard había transcurrido sin incidentes, y di gracias por ello. Jenna había partido hacia Washington con sus abuelos poco después de las siete, y Jackie los había seguido en su coche hasta Portsmouth, mientras los Fulci se quedaban con Rebecca. Merrick no había dado la menor señal de vida, ni nadie había mostrado un interés malsano en la familia Clay.

Fui a hacer jogging a Prouts Neck, Walter corría veloz delante de mí en el aire quieto de la mañana. Esa zona de Scarborough aún era relativamente rural, gracias a la presencia del club náutico y el club de campo quedaba garantizado cierto aire de exclusividad, pero el resto del pueblo cambiaba deprisa. El proceso se había iniciado allá por 1992, cuando Wal-Mart se estableció cerca del centro comercial Maine Mall, y trajo consigo molestias menores como las caravanas, autorizadas a pasar la noche en el aparcamiento de la tienda. Pronto, otras cadenas de minoristas siguieron los pasos de Wal-Mart, y Scarborough empezó a parecerse a tantas otras poblaciones satélite en la periferia de ciudades más grandes. Ahora los residentes de Eight Corners vendían sus propiedades a Wal-Mart para una nueva ampliación, y pese a las restricciones de permisos para la construcción de viviendas, cada vez se trasladaban más familias a la zona para aprovechar los colegios y las posibilidades recreativas del pueblo, hecho que provocaba la subida de los precios de la propiedad inmobiliaria y aumentaba los impuestos destinados a pagar las infraestructuras necesarias para sostener la incorporación de los recién llegados, que fijaban su residencia allí a un ritmo cuatro veces superior a la media en el resto del condado. En mis momentos de pesimismo, a veces veía lo que en otro tiempo fue un municipio de ciento cuarenta kilómetros cuadrados que abarcaba seis pueblos distintos, cada uno con su propia identidad característica, así como la mayor marisma del estado, convertirse en una única extensión homogénea poblada casi íntegramente por personas sin la menor noción de la historia local ni respeto por su pasado.

Cuando volví, tenía dos mensajes en el contestador. Uno era de un hombre del Departamento de Vehículos Motorizados que me cobraba cincuenta dólares cada vez que le encargaba la búsqueda de una matrícula. Según él, el coche de Merrick era un automóvil de empresa registrado recientemente a nombre de un bufete de Lynn, Massachusetts. No reconocí el nombre del bufete, Eldritch y Asociados. Anoté los detalles en un bloc. Merrick podría haber robado el coche de un abogado -y una llamada al bufete confirmaría de inmediato si se había producido o no un robo-, o podría haber sido contratado por un abogado o abogados, cosa que no parecía muy probable. Existía una tercera opción: que el bufete hubiese proporcionado a Merrick un coche, ya fuera por su propia elección o a instancias de un cliente, lo cual ofrecía cierto grado de protección si se presentaba alguien haciendo preguntas sobre las actividades de Merrick, ya que el bufete podía aducir secreto profesional como defensa. Por desgracia, si ése era el caso, el individuo en cuestión había infravalorado la aptitud de Merrick para crear problemas, o sencillamente no le importaba.

Volví a pensar en la repentina aparición de Merrick tantos años después de que Daniel Clay se esfumara. O bien alguna prueba nueva había persuadido a Merrick de que Clay seguía con vida, o bien Merrick había estado fuera de circulación durante mucho tiempo y acababa de asomar para resolver un asunto pendiente. Cada vez me convencía más la idea de que Merrick pudiera haber estado en la cárcel, pero desconocía su nombre de pila, en el supuesto de que Merrick fuese su verdadero apellido. Si lo hubiese sabido, habría podido buscar en la base de datos de las penitenciarías con la esperanza de encontrar una fecha de puesta en libertad. Aun así, podía hacer unas cuantas llamadas y ver si a alguien le sonaba el nombre, y siempre estaban Eldritch y Asociados, aunque sabía por experiencia que los abogados cooperaban poco en estas situaciones. Ni siquiera tenía muy claro si el hecho de que Merrick siguiera a Rebecca Clay y hubiese roto el cristal de la ventana bastaría para sonsacarles información.

El segundo mensaje era de June Fitzpatrick, confirmaba nuestra cena en casa de Joel Harmon al día siguiente por la noche. Casi me había olvidado de Harmon. Podía ser una noche perdida. Por otro lado, apenas sabía algo de Daniel Clay, a excepción de lo que me había contado su hija y lo poco que yo había averiguado a través de June. Me acercaría a Massachusetts a primera hora de la mañana siguiente para ver qué podía arrancarles a Eldritch y Asociados e intentaría encajar una conversación con el ex marido de Rebecca Clay antes de la cena de Harmon. En todo momento recordaba que un reloj marcaba lentamente los minutos de la cuenta atrás hasta el anunciado retorno de Merrick y lo que con toda seguridad sería una escalada de su campaña intimidatoria con la hija de Daniel Clay.


Sentada en el lavabo de su oficina, Rebecca Clay se enjugó las lágrimas. Acababa de hablar con su hija por teléfono. Jenna le había dicho que ya la echaba de menos. Rebecca le había contestado que ella también la echaba de menos, pero sabía que había hecho bien en enviarla fuera.

La noche anterior había entrado en la habitación de Jenna para comprobar que llevaba en la maleta todo lo necesario para el viaje. Jenna estaba abajo leyendo. Desde la ventana de la habitación de su hija, Rebecca vio al tal Jackie sentado en su coche, probablemente escuchando la radio, ya que un tenue resplandor procedente del salpicadero le iluminaba el rostro. Teniéndolo allí se sentía un poco mejor. También había visto durante un instante a los otros dos hombres, los descomunales hermanos que miraban a Jackie con cara de adoración, pendientes de cada una de sus palabras. Pese a su corpulencia, no le transmitían la misma tranquilidad que Jackie. Aunque sin duda intimidaban, eso debía reconocerlo. Una vecina, alarmada por su presencia, había avisado a la policía. El agente que pasó por allí en respuesta a la llamada echó un vistazo al par, los reconoció y se marchó de inmediato sin cruzar una sola palabra con ninguno de los dos. Nadie había visto a más policías en las inmediaciones desde entonces.

Jenna, como era propio de ella, tenía la habitación perfectamente ordenada y limpia. Rebecca bajó la vista y miró el pequeño escritorio donde Jenna hacía sus tareas y pintaba y dibujaba. Era obvio que había estado trabajando en algo muy recientemente, algún esbozo, porque continuaba allí la caja de lápices de colores abierta al lado de un par de hojas. Rebecca alcanzó una de las hojas. Era un dibujo de la casa, con dos figuras al lado. Vestían abrigos largos de color tostado y tenían la cara pálida, tan pálida que su hija había usado una cera blanca para realzarla, como si el papel no bastara para transmitir la intensidad de su palidez. Los ojos y la boca, igual que unos círculos negros, absorbían la luz y el aire del mundo. Las mismas figuras aparecían en el otro dibujo. Eran como sombras provistas de forma, y ante el hecho de que su hija imaginara seres así, Rebecca se estremeció. Quizá las acciones de aquel tal Merrick habían perturbado a Jenna más de lo que aparentaba, y los dibujos eran una manifestación de ese miedo.

Rebecca bajó y le enseñó a Jenna los dibujos.

– Cariño, ¿quiénes son éstos? -preguntó.

Jenna se encogió de hombros.

– No lo sé.

– Quiero saber si son fantasmas. Es lo que parecen.

Jenna negó con la cabeza.

– No, los he visto.

– ¿Los has visto? ¿Cómo? ¿Cómo has podido ver algo así?

Muy preocupada por lo que oía, se arrodilló junto a su hija.

– Porque son reales -contestó Jenna. Por un momento pareció desconcertada y luego rectificó-: Mejor dicho, creo que son reales. Es difícil de explicar. Es como cuando hay un poco de niebla y se ve todo borroso pero no sabes por qué se ve borroso, ¿entiendes? Esta tarde, después de preparar la maleta, me he echado la siesta, y me ha dado la impresión de que soñaba con ellos, pero estaba despierta, porque los dibujaba al mismo tiempo que los veía. Ha sido como si, al despertarme, siguieran en mi cabeza y yo tuviera que dibujarlos en el papel, y cuando he mirado por la ventana, estaban allí, salvo que… -Se interrumpió.

– ¿Qué? Dímelo, Jenna.

La niña parecía incómoda.

– Salvo que sólo podía verlos si no los miraba directamente. Ya sé que es absurdo, mamá, pero estaban y no estaban. -Tomó el dibujo de la mano de su madre-. A mí me molan.

– ¿Estaban aquí, Jenna?

Jenna asintió con la cabeza.

– Fuera. ¿A qué crees que me refería?

Rebecca se llevó la mano a la boca. Le asaltó una sensación de vértigo. Jenna se levantó, la abrazó y le dio un beso en la mejilla.

– No te preocupes, mamá. Seguramente ha sido sólo una de esas cosas raras de la cabeza. Por si te sirve de algo, no he tenido miedo ni nada parecido. No quieren hacernos daño.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé. Es como si los hubiera oído, dentro de la cabeza, mientras dormía o estaba despierta o lo que sea. No les interesamos.

De pronto Jenna, por primera vez, adoptó un aire pensativo, como si sólo entonces cayera en la cuenta de lo extrañas que sonaban sus palabras.

– Cariño, ¿quiénes son? -dijo Rebecca procurando contener el temblor de la voz.

La pregunta arrancó a Jenna de su ensimismamiento. Se echó a reír.

– Eso es lo más extraño de todo. Al despertarme sabía quiénes eran, igual que a veces tengo un dibujo y un título en la cabeza, los dos al mismo tiempo, y no sé de dónde han salido. Primero he hecho este dibujo, y he sabido quiénes eran esas figuras casi antes de que el lápiz tocara el papel.

Sostuvo el dibujo en alto ante sí, admirándolo y a la vez un tanto preocupada por su creación.

– Son los hombres huecos.

7

Desayuné fresas y café. En el aparato de música tenía puesto un cedé de los Delgados, Universal Audio, y lo dejé sonar un rato. Walter jugueteó en el jardín, orinó entre los arbustos y luego volvió a entrar y se quedó dormido en su canasto.

Cuando acabé de comer, extendí la lista de los antiguos conocidos de Daniel Clay en la mesa de la cocina y añadí «Eldritch» al pie. A continuación establecí un orden aproximado para dirigirme a ellos, empezando por los que, pese a residir en la zona, vivían más lejos de la ciudad. Comencé a hacer llamadas para concertar las entrevistas, pero las tres primeras no me llevaron a ninguna parte. De las personas en cuestión, una se había mudado, otra había muerto, y el tercero, un antiguo profesor de Clay que se había trasladado a Bar Harbor después de jubilarse, sufría de Alzheimer en una fase tan avanzada que, según su nuera, ya no reconocía ni a sus propios hijos.

Tuve más suerte, por así decirlo, con el cuarto nombre, un contable llamado Edward Haver. Había fallecido hacía una década, pero su mujer, Celine, se mostró más que dispuesta a hablar de Clay, aunque fuera por teléfono, en particular cuando le expliqué que me había contratado la hija de éste. Me dijo que Dan siempre le había caído bien y lo había considerado una buena compañía. Su marido y ella habían asistido al funeral de su esposa cuando Rebecca tenía sólo cuatro o cinco años. La mujer de Clay había muerto de cáncer. Veinte años después, el marido de Celine sucumbió también a otra forma de esa misma enfermedad, y Daniel Clay asistió a su vez a ese funeral. Como la propia Celine admitió, durante un tiempo albergó la esperanza de que los dos acabaran juntos, porque tenían gustos parecidos y ella apreciaba a Rebecca, pero por lo visto Clay se había habituado a vivir sin pareja.

– Y de pronto desapareció -concluyó.

Me disponía a interrogarla sobre las circunstancias de su desaparición, pero al final no fue necesario.

– Sé lo que la gente decía de él, pero Dan no era así, no el Dan que yo conocía -declaró-. Le preocupaban los niños que trataba, quizá demasiado. Se le veía en la cara cuando hablaba de ellos.

– ¿Comentaba sus casos con usted?

– Nunca daba nombres, pero a veces me contaba por lo que había pasado algún niño: palizas, abandono y…, en fin, ya sabe, también otras cosas. Era evidente que le importaban. No soportaba ver el sufrimiento de un niño. Creo que eso, a veces, lo ponía en conflicto con la gente.

– ¿Con qué gente?

– Otros profesionales, médicos que no siempre veían las cosas como él. Había un hombre…, ¿cómo se llamaba? He leído su nombre hace poco en algún sitio… ¡Ah, sí! ¡Christian! Eso es: el doctor Robert Christian, del Centro Midlake. Dan y él siempre discrepaban sobre detalles de los artículos que escribían, o en los congresos. Trabajaban en un ámbito reducido, supongo, así que se encontraban a menudo y discutían sobre la mejor manera de tratar a los niños que acudían a ellos.

– Parece que tiene buena memoria para hechos del pasado, señora Haver. -Procuré no dar la impresión de que dudaba de su palabra o recelaba de ella, pese a que, en cierta medida, así era.

– Dan me caía muy bien, y compartimos momentos de nuestra vida a lo largo de los años -continuó. Casi la vi sonreír con tristeza-. Rara vez se enfadaba, pero todavía recuerdo la expresión de su cara cuando salía a relucir el tema de Robert Christian. Competían, por así decirlo. Dan y el doctor Christian peritaban denuncias de abusos deshonestos a menores, pero cada uno lo hacía a su manera. Creo que Dan era un poco menos cauto que el doctor Christian, sólo eso. Tendía a creer al niño desde el principio, partiendo de que su prioridad era proteger a los menores de cualquier daño. Yo admiraba eso en él. Tenía alma de paladín, y hoy día no se ve muy a menudo esa clase de entrega. El doctor Christian no vivía su vocación de la misma manera. Según Dan, Robert Christian era demasiado escéptico, confundía la objetividad con la desconfianza. Y un día Dan sufrió un grave revés. Se equivocó en un peritaje y murió un hombre, pero seguramente eso usted ya lo sabe. A partir de entonces, creo, le pidieron cada vez menos peritajes, o quizá ninguno más.

– ¿Recuerda cómo se llamaba el hombre que murió?

– Era un apellido alemán, si no recuerdo mal. ¿Muller, tal vez? Sí, casi seguro que se llamaba así. Diría que el niño implicado rondará ahora los veinte años. No puedo imaginarme siquiera cómo habrá sido su vida, consciente de que sus acusaciones llevaron a su padre a la muerte.

Anoté el apellido Muller y tracé una línea para enlazarlo con el doctor Robert Christian.

– Entonces empezaron a correr los rumores -dijo Celine.

– ¿Rumores de abusos deshonestos?

– Sí.

– ¿Habló de eso con usted?

– No, por esas fechas no nos veíamos mucho. Después de la muerte del señor Muller, Daniel se volvió menos sociable. No me malinterprete: nunca fue lo que se dice un parrandero, pero asistía a cenas, y a veces venía a casa a tomar un café o una copa de vino. Todo eso se acabó después de lo sucedido con Muller. Perdió aplomo, y supongo que las acusaciones de abusos acabaron de hundirlo.

– ¿Usted no las creyó?

– Yo veía lo comprometido que estaba con su trabajo. Nunca creí lo que la gente contaba de Dan. Suena a tópico, pero su problema era que se preocupaba demasiado. Quería protegerlos a todos, pero al final no pudo.

Le di las gracias, y me dijo que podía telefonearla cuando quisiera. Antes de colgar me facilitó los nombres de otras personas con quienes podría hablar, pero ya estaban todos en la lista de Rebecca. Aun así, su colaboración fue útil, que es más de lo que puede decirse de las dos siguientes personas a las que llamé. Uno era un tal Elwin Stark, el abogado que actuó en defensa de Clay y también amigo suyo. Yo conocía a Stark de verlo por la ciudad. Era alto y afectado, y mostraba cierta preferencia por los trajes oscuros de rayas que tanto gustaban a los mafiosos de los viejos tiempos y a los anticuarios de alto nivel. Podía decirse que en cuestiones jurídicas no hacía nada por amor al arte, y por lo visto aplicaba el mismo principio a las conversaciones telefónicas por las que no cobraba. El propio Stark había tramitado la solicitud del certificado de defunción de Clay.

– Ha muerto -me dijo Stark. Antes de eso, su secretaria me había dejado suspendido en el limbo durante un cuarto de hora largo, para comunicarme al fin que Stark no podía verme en persona, pero quizá, sólo quizá, dispondría de dos minutos durante los que encajar una breve conversación por teléfono-. No hay nada más que decir al respecto.

– Su hija tiene problemas con alguien que no opina lo mismo: no parece dispuesto a aceptar que Clay ha muerto.

– Pues su hija tiene un papel donde dice lo contrario. ¿Qué quiere que le diga? Conocía a Daniel. Iba a pescar con él un par de veces al año. Era un buen hombre. Un poco intenso, quizá, pero nadie es perfecto.

– ¿Alguna vez le habló de su trabajo?

– No. Soy abogado mercantil. Ese rollo de los niños me deprime.

– ¿Sigue representando a Rebecca Clay?

– Me ocupé de ese trámite como favor personal a ella. Pero no pensé que un detective privado me perseguiría por ello. Ahora puede estar seguro de que no voy a hacerle más favores a esa mujer. Mire, lo sé todo sobre usted, Parker. El mero hecho de dirigirle la palabra me pone nervioso. De una conversación larga con usted no saldría nada bueno, así que voy a colgar ya.

Y eso hizo.

La siguiente conversación, con un médico llamado Philip Caussure, fue aún más breve. Caussure había sido el médico de Clay. Al parecer, Clay tenía muchas relaciones en las que se mezclaban lo personal y lo profesional.

– No tengo nada que decir -respondió Caussure-. Por favor, no vuelva a molestarme.

Acto seguido, también me colgó. Parecía una señal. Hice una llamada más, pero esta vez fue para concertar una cita con el doctor Robert Christian.


El Centro Midlake se hallaba a poca distancia en coche de donde yo vivía antes, muy cerca de Gorham Road. Sito en un recinto arbolado, no se diferenciaba en nada de cualquier bloque de oficinas anónimo. Podría haber alojado un bufete o una agencia inmobiliaria. En lugar de eso, era un centro para niños víctimas de malos tratos o abandono, o que habían formulado acusaciones de esa índole, bien ellos mismos, bien por mediación de otros. A la entrada había una sala de espera pintada de alegres colores amarillo y naranja, con libros para niños de varias edades sobre la mesa y una zona de juegos en un rincón que tenía camiones, muñecas y cajas de ceras tiradas en la colchoneta de goma espuma. También había un estante con folletos informativos en la pared, un poco por encima de la altura a la que podía acceder un niño pequeño; contenían los datos para poder entrar en contacto con el Equipo de Intervención contra la Agresión Sexual y varios servicios sociales.

La secretaria, detrás del escritorio, anotó mi nombre e hizo una llamada. Al cabo de un par de minutos, un hombre menudo y dinámico de cabello blanco y barba bien recortada apareció en la puerta que comunicaba la recepción con la consulta. De unos cincuenta años, vestía unos chinos y camisa con el cuello desabrochado. Me dio un firme apretón de manos, pero percibí en él una actitud un tanto cauta. Me guió a su despacho, forrado de madera de pino amarilla y lleno de estanterías con libros e informes. Le di las gracias por recibirme pese a llamar con tan poco tiempo de antelación, y él se encogió de hombros.

– Simple curiosidad -dijo-. Hace tiempo que nadie me menciona a Daniel Clay, al menos fuera del ámbito de la comunidad médica. -Se inclinó en la silla-. Dejemos las cosas claras de buen comienzo: yo seré sincero con usted si usted lo es conmigo. Clay y yo discrepamos en ciertos asuntos. Creo que él no me apreciaba mucho. Yo tampoco lo apreciaba mucho a él. En el ámbito profesional, la mayoría de la gente lo consideraba una persona de buen corazón, si es que eso sirve de algo, al menos hasta que empezaron a circular los rumores; pero el buen corazón debe compensarse con la objetividad, y a este respecto Daniel Clay tenía tales carencias que sus opiniones no podían tomarse en serio.

– He oído decir que se enfrentaron ustedes en más de una ocasión -comenté-. Por eso he venido. Me ha contratado su hija. Alguien ha preguntado a Rebecca Clay por su padre. Y está preocupada.

– Así que ahora usted sigue otra vez el rastro, para averiguar a qué se debe este repentino interés por él tantos años después de su desaparición.

– Algo por el estilo.

– ¿Estoy bajo sospecha? -Sonrió.

– ¿Debería estarlo?

– Hubo momentos en que lo habría estrangulado de buena gana. Sabía sacarme de quicio, tanto profesional como personalmente.

– ¿Le importaría explicarse?

– Bueno, supongo que para entenderlo a él, y lo que sucedió antes de su desaparición, conviene que sepa qué hacemos aquí. Llevamos a cabo reconocimientos médicos y peritajes psicológicos de casos donde existen acusaciones de malos tratos a menores, ya sean abusos deshonestos, agresiones físicas o emocionales, o el resultado de un abandono. Llega una llamada al Centro Asistencial de Augusta. El caso se remite a un supervisor, se somete a estudio, y luego se decide si es necesario o no enviar a un asistente social. A veces el aviso procede de la policía local, o de los Servicios de Protección a la Infancia. O proviene de la escuela, de un progenitor, de un vecino, o incluso del propio niño. Luego nos envían al niño para evaluarlo. Nosotros somos el principal proveedor de ese servicio en el estado. Cuando Daniel Clay empezó a realizar peritajes, aún estábamos en mantillas. Bueno, como todo el mundo. Ahora las cosas se han organizado un poco mejor. En este edificio podemos hacerlo todo: el reconocimiento, el peritaje, el tratamiento psicológico inicial, las entrevistas al niño y al supuesto perpetrador. Podemos ocuparnos de todo aquí mismo.

– ¿Y antes de abrirse el centro?

– El niño podía ser examinado por un médico, y luego enviado a otra parte para la entrevista y el peritaje.

– Y ahí intervenía Clay -apunté.

– Sí, pero, insisto, no creo que Daniel Clay actuase con suficiente cautela. Es una cuestión delicada, la actividad que ejercemos, y no hay respuestas fáciles. Todo el mundo quiere un sí o un no rotundo…, los fiscales, los jueces, y también, lógicamente, los implicados directos, como los padres o los custodios… Y como no siempre podemos ofrecérselo, quedan defraudados.

– No sé si he entendido bien -dije-. ¿No están aquí para eso?

Christian se echó adelante en la silla y abrió las manos. Las tenía muy limpias, con las uñas tan cortas que se le veía la carne blanda y pálida de las puntas de los dedos.

– Verá, tenemos entre ochocientos y novecientos casos al año. En cuanto a abusos deshonestos, quizás el cinco por ciento de los niños presenta pruebas físicas concluyentes: por ejemplo, pequeños desgarrones en el himen o el recto. En su mayoría son adolescentes, y aunque haya indicios de actividad sexual, es difícil determinar si ha habido consentimiento o no. Por lo que se refiere a las chicas, en muchos casos, pese a haber sido penetradas, el examen médico puede revelar un himen intacto. Si llega a establecerse que ha habido relación sexual sin consentimiento, a menudo es imposible saber quién lo ha hecho o cuándo. Lo único que podemos decir es que se ha producido contacto sexual. Incluso en un niño de muy corta edad, las pruebas pueden ser pocas o ninguna, sobre todo si tenemos en cuenta las variaciones anatómicas normales en los cuerpos de los niños. Detalles físicos que antes se consideraban anormales ahora se clasifican como no determinantes. La única manera infalible de establecer la existencia de abusos deshonestos es mediante un análisis de enfermedades de transmisión sexual, pero para eso el perpetrador tiene que estar infectado. Si la prueba da positivo, no cabe duda de que ha habido abusos deshonestos. Aun así, no resulta más fácil identificar al culpable, no a menos que dispongamos de muestras de ADN. Si el perpetrador no tenía ninguna enfermedad de transmisión sexual, no hay nada que hacer.

– Pero ¿y el comportamiento del niño? ¿No se vería alterado después de sufrir abusos?

– Los efectos varían, y no hay indicadores de comportamiento específicos que permitan deducir que un niño ha sido víctima de abusos. Pueden detectarse ansiedad, trastornos del sueño, a veces terrores nocturnos tras los que el niño se despierta gritando, inconsolable, y sin embargo no conserva el menor recuerdo del episodio a la mañana siguiente. Pueden morderse las uñas, tirarse del pelo, negarse a ir al colegio, insistir en dormir con un progenitor en quien confían. Los varones tienden a exteriorizar las emociones, se vuelven más agresivos, en tanto que las niñas tienden a la interiorización y se vuelven más retraídas y depresivas. Pero esos tipos de conducta también pueden producirse si, pongamos, los padres atraviesan un divorcio y el niño se ve sometido a tensiones. En sí mismos, no son prueba en ningún caso de abusos deshonestos. Al menos un tercio de los niños que han sufrido abusos no presenta ningún síntoma.

Me quité la chaqueta y seguí tomando notas. Christian sonrió.

– Es más complicado de lo que pensaba, ¿verdad?

– Un poco -contesté.

– Por eso son tan importantes el proceso de peritaje y las técnicas empleadas en la entrevista. El profesional no puede dirigir al niño, cosa que, a mi entender, hizo Clay en varios de sus casos.

– ¿Como el caso Muller?

Christian asintió con la cabeza.

– El caso Muller debería presentarse como ejemplo de manual de todo aquello que puede torcerse durante la investigación de presuntos abusos deshonestos a un menor: un niño manipulado por un progenitor, un profesional que deja de lado la objetividad como parte de una errónea actitud de paladín, un juez que prefiere el blanco y el negro a los distintos tonos de gris. Hay quienes creen que la gran mayoría de las acusaciones de abusos deshonestos surgidas durante los juicios por la custodia de los hijos en los casos de divorcio son inventados. Existe incluso un término para el comportamiento del niño en tales disputas: síndrome de enajenación parental, en que el niño se identifica con el padre o la madre y al hacerlo se enajena del otro progenitor. El comportamiento negativo hacia el progenitor enajenado es un reflejo de los propios sentimientos y percepciones del progenitor enajenador, no del niño. Es una teoría, y no todo el mundo la acepta, pero viendo el caso Muller en retrospectiva, Clay debería haberse dado cuenta de que la madre era hostil, y si hubiese indagado más sobre el historial médico de ella, habría descubierto que existían indicios de trastorno de la personalidad. En lugar de eso, se puso del lado de la madre y pareció aceptar la versión de los hechos del niño sin cuestionar nada. El asunto fue un desastre para todos los involucrados, y un desprestigio para quienes trabajan en este campo. Pero lo peor de todo es que un hombre perdió no sólo a su familia, sino también la vida.

Christian tomó conciencia de su creciente crispación. Se desperezó y dijo:

– Disculpe, me he ido un poco por las ramas.

– Nada de eso -respondí-. He sido yo quien le ha preguntado por los Muller. Antes me hablaba de las técnicas empleadas en las entrevistas.

– Verá, es muy sencillo, en cierto sentido. No pueden hacerse preguntas como: «¿Te ha pasado algo?», o «¿Fulano te ha tocado en algún sitio especial o íntimo?». Y menos aún cuando tratamos a niños de muy corta edad. Es posible que intenten complacer al perito dando la respuesta esperada para poder marcharse. También se da el caso de lo que se conoce como «atribución errónea de las causas», donde un niño puede haber oído algo y aplicárselo a sí mismo, quizá para llamar la atención. A veces uno encuentra al niño muy receptivo en un primer momento, pero luego descubre que se retracta bajo la presión de, pongamos, algún familiar. Ocurre también con los adolescentes, cuando la madre tiene un novio nuevo que empieza a abusar de la hija, pero la madre se niega a creerlo, porque no quiere perder al hombre que la mantiene y prefiere acusar a la niña de mentirosa. En general, los adolescentes traen consigo sus propios desafíos. Pueden mentir en cuanto a los abusos deshonestos para obtener alguna ventaja, pero en general son bastante inmunes a la sugestión. Con ellos el problema es que, si han sufrido abusos, pueden ser necesarias varias sesiones completas sólo para sonsacarles los detalles. No querrán hablar de ello, quizá por sentimiento de culpa o vergüenza, y nada desearán menos que explicar la experiencia a un desconocido si los abusos han incluido prácticas orales o anales.

»De modo que el peritaje debe llevarse a cabo con todos estos factores en mente. Mi postura es que no creo a nadie. Sólo creo en los datos. Eso es lo que presento a la policía, a los fiscales y a los jueces si el caso llega a los tribunales. ¿Y sabe qué? Se sienten frustrados conmigo. Como he dicho, quieren respuestas concretas, pero muchas veces no puedo dárselas.

»Es ahí donde Daniel Clay y yo discrepábamos. Algunos peritos adoptan una postura casi política respecto a los abusos deshonestos. Creen que están proliferando, y entrevistan a los niños partiendo del supuesto de que ha habido abusos. Eso influye en todo lo que sucede a continuación. Clay se convirtió en el hombre al que acudir para confirmar acusaciones de abusos deshonestos, ya fuera en primera instancia, o cuando un abogado decidía buscar una segunda opinión en un caso de abusos. Ésa fue la raíz de sus problemas.

– Bien, ¿podemos volver un momento al caso Muller?

– Claro. Erik Muller. Está todo documentado. En su día la prensa informó detalladamente. Fue un divorcio conflictivo, y la mujer quería la custodia. Cabe pensar que, mediante presiones, indujo al hijo, que entonces tenía doce años, a presentar acusaciones contra su padre. El padre las negó, pero Clay hizo un peritaje muy condenatorio. Como eso no bastaba para que el fiscal lo llevara ante los tribunales, el caso fue al Juzgado de Familia, donde el peso de las pruebas es menor que en las causas penales. El padre perdió la custodia y se suicidó al cabo de un mes. Entonces el niño se retractó ante un sacerdote, y todo salió a la luz. Clay fue emplazado por el colegio de médicos. Al final no fue sancionado, pero su imagen se deterioró mucho como consecuencia de todo lo sucedido, y poco después dejó de hacer peritajes judiciales.

– ¿Eso fue decisión de Clay o se vio obligado?

– Las dos cosas. Decidió no hacer más peritajes, pero si hubiese optado por continuar, tampoco se los habrían ofrecido. Por entonces, este centro ya llevaba un tiempo en activo, así que empezó a recaer en nosotros el peso de la mayor parte de los peritajes. Bueno, digo «peso», pero estábamos más que dispuestos a asumirlo. Nos hemos comprometido con el bienestar infantil tanto como Daniel Clay, pero nunca hemos perdido de vista nuestras responsabilidades para con todas las partes implicadas, y en particular para con la verdad.

– ¿Sabe qué fue del niño, el hijo de Muller?

– Murió.

– ¿Cómo?

– Era drogadicto y murió de una sobredosis de heroína, en Fort Kent. De eso hace…, mmm…, unos tres años. No sé cómo acabó la madre. La última vez que supe de ella vivía en Oregón. Volvió a casarse, y creo que ahora tiene otro hijo. Espero que con éste haga mejor papel que con el primero.

Al parecer el enfoque Muller no iba a llevarme a ninguna parte. Pasé al tema de los abusos deshonestos padecidos por algunos de los pacientes de Clay. Por lo visto, Christian conocía los detalles al dedillo. Quizás había repasado el caso antes de mi llegada, o tal vez fuera simplemente uno de esos casos que nadie podía olvidar.

– Nos presentaron dos casos de supuestos abusos deshonestos en un periodo de tres meses -explicó Christian-, ambos con elementos parecidos: supuestos abusos cometidos por un desconocido, o por alguien a quien el niño en principio no conocía, y la utilización de máscaras.

– ¿Máscaras?

– Máscaras de ave. Los autores de los abusos, tres en un caso y cuatro en el otro, ocultaron sus rostros con máscaras de ave. Los niños, el primero una niña de doce años, el segundo un niño de catorce, fueron secuestrados, una camino de su casa al salir de la escuela, el otro mientras bebía cerveza junto a una vía de ferrocarril abandonada. Luego los llevaron a un lugar desconocido, los sometieron a abusos sistemáticamente durante horas y al final los dejaron cerca de donde los habían secuestrado. Los supuestos abusos se habían producido unos años antes, uno a mediados de los ochenta y el otro a principios de los noventa. El primer caso salió a la luz cuando la niña intentó suicidarse poco antes de su inminente boda a la tierna edad de dieciocho años. El segundo se descubrió cuando el chico compareció ante el juez por diversos delitos menores y el abogado decidió utilizar los supuestos abusos como atenuante. El juez se mostró poco predispuesto a creerlo, pero cuando nos llegaron los dos casos, fue imposible pasar por alto las similitudes. Esos dos chicos no se conocían; vivían en pueblos distintos, a ochenta kilómetros de distancia. Sin embargo, los detalles de sus historias coincidían plenamente, incluso los detalles de las máscaras empleadas.

»¿Y sabe qué más tenían en común? Los dos habían sido tratados por Daniel Clay. La chica había presentado una acusación de abusos contra un profesor y resultó ser falsa, motivada por la convicción de que el profesor se sentía atraído en secreto por una de sus amigas. Fue uno de los raros casos en que Clay, en su peritaje, consideró infundadas las acusaciones. El chico fue remitido a Clay después de mantener contactos sexuales indebidos con una niña de diez años de su clase. En su peritaje, Clay apuntaba posibles indicios de abusos en el pasado del chico, pero ahí quedó todo. Desde entonces hemos descubierto otros seis casos en los que está presente el elemento de las aves: tres fueron antiguos pacientes de Daniel Clay, pero ninguno de los casos tuvo lugar después de su desaparición. En otras palabras, no se ha conocido ningún incidente análogo desde finales de 1999. Eso no excluye la posibilidad de que hayan ocurrido y nosotros no nos hayamos enterado. La mayoría de los chicos implicados eran…, mmm…, un poco conflictivos en ciertos sentidos, y por eso las acusaciones tardaron tanto en salir a la luz.

– ¿Conflictivos?

– Tenían una conducta antisocial. Algunos ya habían presentado antes acusaciones de abusos, que podían ser ciertas o no. Otros habían delinquido, o sencillamente tenían progenitores o padres adoptivos negligentes que no los controlaban. Por la imagen que daban en conjunto, es posible que las autoridades tendieran a no creerles, aunque hubieran hecho el esfuerzo de hablar de lo ocurrido; y en cualquier caso, los agentes de policía, en especial los hombres, son reacios en general a creer las acusaciones de abusos deshonestos presentadas por chicas adolescentes. Por esa misma razón, porque nadie se interesaba por ellos, eran chicos más vulnerables.

– Por tanto, Clay desapareció antes de que pudieran interrogarlo detenidamente sobre esos hechos, ¿no es así?

– Bueno, la mayoría de los casos se dieron a conocer después de su desaparición, pero más o menos sí, así es -respondió Christian-. Para nosotros el problema es que, como no estamos capacitados para salir a buscar a las posibles víctimas, hemos tenido que esperar a que surgieran indicios de abusos similares. Están en juego cuestiones como el secreto profesional, historiales cerrados, incluso la dispersión natural de las familias y los hijos que se produce con el paso del tiempo. Todos los niños que padecieron abusos semejantes a los que le he descrito rondarán ahora los veinte años como mínimo, dado que las víctimas que conocemos oscilaban entre los nueve y quince años cuando presuntamente se produjeron los abusos. En otras palabras, no podemos publicar un anuncio en los periódicos preguntando por personas que hayan sufrido abusos a manos de hombres con máscaras de ave. Las cosas no se hacen así.

– ¿Existe algún motivo para pensar que Clay pudo ser uno de los autores de los abusos?

Christian dejó escapar un largo suspiro.

– Ésa es la pregunta clave, ¿no? Corrieron rumores, eso por descontado, pero ¿llegó usted a conocer a Daniel Clay?

– No.

– Era un hombre alto, muy alto, de un metro noventa y cinco por lo menos. Y muy delgado. En conjunto tenía un aspecto muy característico. Cuando volvimos a repasar esos casos, las descripciones de los supuestos autores ofrecidas por los chicos implicados no correspondían a Daniel Clay.

– ¿Podría ser, pues, una coincidencia que algunos de esos niños fueran pacientes suyos?

– Es posible, sin duda. Se lo conocía por tratar a supuestas víctimas de abusos. Si alguien disponía de información suficiente, quizá seleccionó a los niños por ser pacientes suyos. También cabe la posibilidad de que algún profesional de las distintas áreas centradas en el trabajo con menores filtrara detalles, ya fuera intencionadamente o sin querer, si bien nuestras propias indagaciones en esa dirección no han dado fruto. Pero todo esto son simples conjeturas.

– ¿Tiene idea de dónde están ahora esos niños?

– Algunos, sí. Pero no puedo darle esa información. Lo siento. Podría, quizás, enseñarle los textos de sus acusaciones tachando los nombres, pero con eso no averiguará mucho más de lo que ya sabe.

– Se lo agradecería, si es tan amable.

Me acompañó a la recepción y luego volvió a su despacho. Al cabo de veinte minutos regresó con un fajo de hojas impresas.

– Me temo que esto es todo lo que puedo ofrecerle.

Le di las gracias por los documentos y por el tiempo. Me dijo que me pusiera en contacto con él si necesitaba algo más y me facilitó su número particular.

– ¿Cree que Daniel Clay está muerto, doctor Christian? -pregunté.

– Si tuvo algo que ver, y no estoy diciendo que así fuera, no habría querido hacer frente a la ruina, la deshonra y la cárcel. Puede que discrepáramos en casi todo, pero era un hombre orgulloso y culto. En tales circunstancias es posible que se quitara la vida. Si no tuvo nada que ver…, en fin, ¿por qué huir? Tal vez los dos hechos, las revelaciones de posibles abusos y la desaparición de Clay, no guarden ninguna relación y estemos manchando la reputación de un hombre inocente. La verdad es que no lo sé. Sin embargo, es raro que no se haya encontrado el menor rastro de Daniel Clay. Yo trabajo con los datos disponibles, y nada más, pero a juzgar por los datos que tengo ante mí, diría que Clay está muerto. La pregunta es: ¿se suicidó o alguien le quitó la vida?


Me marché del Centro Midlake y volví a casa. Sentado a la mesa de la cocina leí los fragmentos de los historiales que Christian me había dado. Como me había anunciado, añadieron poco a lo que ya sabía, salvo cierto sentimiento de desesperación, si es que necesitaba que me lo recordasen, por lo que los adultos eran capaces de hacer a los niños. Los detalles acerca de la apariencia física de los autores de los abusos eran vagos o imprecisos, pues, en varios casos, los niños habían tenido los ojos vendados mientras padecían los abusos, o estaban tan traumatizados que no recordaban nada sobre los propios hombres, pero Christian tenía razón: ninguna de las descripciones disponibles coincidía con el aspecto de Daniel Clay.

Cuando acabé, saqué a Walter a pasear. Había madurado mucho en el último año, incluso para un perro joven. Estaba más tranquilo y menos excitable, aunque no era más que una sombra de sus antepasados, los grandes perros cazadores que habían tenido los colonos y los dueños de las plantaciones originales de Scarborough. Mi abuelo me habló una vez de un feriante que pasó una noche en casa del barquero del pueblo. El feriante llevaba un león al este y un cazador, tras beber unas copas, apostó un barril de ron a que uno de sus perros vencía al león. El feriante aceptó y, ante un grupo de lugareños, metieron al perro en la jaula del león. El perro echó un vistazo al león, le saltó a la garganta, lo derribó y se dispuso a matarlo. El feriante intervino y pagó al cazador el barril de ron y cincuenta dólares por permitirle matar al perro de un tiro antes de que destrozara al león en la jaula. Walter no era de los que mataban leones, pero era mi perro, y yo lo quería de todos modos. Si me iba unos días, me lo cuidaban mis vecinos, Bob y Shirley Johnson, y lo mimaban. Estaban jubilados y no tenían perro propio, así que Bob siempre se ofrecía de buena gana a sacar a pasear a Walter. Era un buen arreglo para todos.

Ya habíamos llegado a Ferry Beach. Era tarde, pero yo necesitaba aire. Vi a Walter hundir vacilante una pata en el agua y retirarla rápidamente. Ladró una vez a modo de reproche y luego me miró como si yo pudiera hacer algo para aumentar la temperatura del mar y permitirle así chapotear. Meneó el rabo y, de pronto, todo el pelo del lomo pareció erizársele a la vez. Se quedó muy quieto, mirando más allá de donde yo me encontraba. Con los labios separados, enseñó los dientes, afilados y blancos. Dejó escapar un gruñido gutural.

Me volví. Creí distinguir a un hombre entre los árboles. Si miraba directamente hacia él, veía sólo ramas y manchas de luz de luna donde me parecía haberlo localizado, pero cuando lo miraba de reojo, con la visión periférica, o si no fijaba la vista en él, se perfilaba con mayor claridad. En todo caso, allí estaba. Prueba de ello era la reacción de Walter, y yo todavía recordaba lo sucedido la noche anterior: lo que había vislumbrado al borde del bosque hasta que se desvaneció; la voz susurrante de un niño entre las sombras; unas palabras garabateadas en un cristal polvoriento.

Hombres huecos.

Yo no iba armado. Me había dejado la 9 milímetros en el coche cuando fui a hablar con el doctor Christian y no la había cogido antes de sacar a Walter, y la Smith 10 estaba en mi habitación. En ese momento deseé tener una de las dos, o quizá las dos.

– ¡Eh! ¡Hola! -grité, y levanté la mano para saludar.

El hombre no se movió. El abrigo, de un color tostado sucio, se confundía con la penumbra y la tierra arenosa. Sólo se veía parte de su cara: el asomo de una mejilla pálida, la frente y el mentón blancos. La boca y los ojos eran manchas negras, se veían finas arrugas donde debían estar los labios y en los contornos de las oscuras cuencas de sus ojos, como si la piel se hubiese contraído y secado. Acompañado por Walter, me acerqué con la esperanza de verlo mejor. Él retrocedió entre los árboles y entonces lo envolvió la oscuridad.

Al cabo de un momento desapareció. Los gruñidos de Walter cesaron. Con cautela, se aproximó al lugar donde había estado la silueta del hombre y olfateó el suelo. Fue evidente que no le gustó lo que olió, porque arrugó el hocico y se pasó la lengua por los dientes como si intentara librarse de un mal sabor de boca. Avancé entre los árboles hasta llegar al linde de la playa, pero allí no había el menor rastro de nadie. No oí arrancar ningún coche. Todo parecía quieto y tranquilo. Nos fuimos de la playa y volvimos a casa, pero Walter permaneció cerca de mí todo el camino, deteniéndose sólo de vez en cuando para mirar hacia los árboles a nuestra izquierda, enseñando un poco los dientes como si aguardase alguna amenaza aún desconocida.

8

A la mañana siguiente fui a Lynn. El cielo estaba despejado y azul, del color del verano, pero los árboles de hoja caduca seguían desnudos y los obreros que trabajaban en la inacabable ampliación de la autopista llevaban jerséis con capucha y gruesos guantes para protegerse del frío. En el camino bebí café y escuché un disco de canción protesta norteafricana. Atrajo miradas de desaprobación cuando me detuve para llenar el depósito en New Hampshire, donde las letras del grupo Clash, bramadas en árabe, se consideraban una clara prueba de tendencias antipatrióticas. Las canciones me permitían mantener alejada de mi pensamiento la figura que atisbé entre los árboles en Ferry Beach la noche anterior. Al recordarla tuve una reacción peculiar, como si hubiese presenciado algo que en realidad no debería haber visto o hubiese quebrantado algún tabú. Lo más extraño era que la figura casi me había parecido familiar, como si viese por fin a un pariente lejano de quien hubiera oído hablar mucho pero no conociese aún en persona.

Salí de la interestatal por la Carretera 1, un tramo de urbanismo comercial incontrolado tan feo como el que más en la zona nordeste; luego seguí por la 107 en dirección norte, que no era mucho mejor, y atravesé Revere y Saugus hacia Lynn. Pasé por delante de la gran planta de tratamiento de residuos Wheelabrator, a mi derecha, y luego por GE-Aviation, la fábrica que creaba más puestos de trabajo en la región. Cuando entré en Lynn, el paisaje estaba salpicado de concesionarios de coches de segunda mano y solares vacíos. Farolas adornadas con banderas nacionales daban la bienvenida a los recién llegados, cada una patrocinada por un comercio local. Eldritch y Asociados no se contaba entre ellos y, cuando llegué a sus oficinas, me fue fácil entender la razón. No parecía una empresa especialmente próspera. Ocupaba las dos plantas superiores de un edificio gris y feo, desafiante como un perro callejero en medio de la manzana. Tenía las ventanas mugrientas y desde hacía mucho, mucho tiempo, nadie había renovado el letrero dorado que anunciaba que allí había un abogado. Estaba encajonado entre el bar de Tulley, a la derecha -un establecimiento bastante austero ya de por sí, que parecía construido para repeler un asedio-, y un bloque de apartamentos gris verdoso con locales comerciales en los bajos: un salón de manicura, una tienda llamada Multiservicios Angkor con carteles en camboyano y un restaurante mexicano que anunciaba pupusas, tortas y tacos. En la esquina había otro bar al lado del cual el Tulley parecía diseñado por Gaudí. Era poco más que una puerta y un par de ventanas; encima de la entrada aparecía el nombre en letras blancas y desiguales, que habría escrito alguien que posiblemente padecía en ese momento un grave acceso de delirium tremens y se había ofrecido a hacer la tarea a cambio de una copa con la que quitarse el temblor de las manos. Se llamaba Eddys, sin apóstrofe. Tal vez si lo hubiesen llamado Eddys «el Sereno», el cartel habría podido salir del paso aduciéndose una intención irónica.

Cuando aparqué delante del Tulley, no era muy optimista respecto a Eldritch y Asociados. Según mi experiencia, los abogados tendían a ser más bien reservados con los investigadores privados, y la conversación del día anterior con Stark había contribuido poco a hacerme cambiar de opinión. De hecho, si me paraba a pensar, mis encuentros con abogados habían sido casi todos igual de negativos. Tal vez no había conocido a suficientes. O también podía ser que estuviese conociendo a demasiados.

La puerta de la planta baja del edificio de Eldritch no estaba cerrada, y una estrecha escalera de desportillados peldaños llevaba a los pisos superiores. La pared amarilla a la derecha de la escalera tenía una amplia mancha de grasa a la altura de mi brazo derecho, donde un sinfín de mangas de abrigo la habían rozado a lo largo de los años. Se percibía un olor a moho, cada vez más intenso a medida que subía. Era el olor del viejo papel pintado en lenta descomposición, del polvo apilado sobre el polvo, de la moqueta podrida y de causas legales arrastradas durante décadas. Era material apto para Dickens. Si los problemas de Jarndyce y Jarndyce hubiesen atravesado el Atlántico, habrían encontrado un entorno familiar en el bufete de Eldritch y Asociados.

Llegué a una puerta con el rótulo ASEOS en el primer rellano. Frente a mí, en la segunda planta, apareció una puerta de cristal esmerilado con el nombre del bufete grabado. Seguí subiendo, sin depositar demasiada confianza en la moqueta que pisaba, fatalmente minada por la ausencia de clavos suficientes para mantenerla en su sitio. A mi derecha, otro tramo de escalera ascendía hacia la penumbra de la última planta. Allí la moqueta no estaba tan gastada, lo que no era mucho decir.

Por educación, llamé a la puerta de cristal antes de entrar. Se me antojó lo propio en el Viejo Mundo. Como no contestó nadie, abrí la puerta y entré. A mi izquierda se extendía un mostrador bajo de madera. Más allá había un gran escritorio y, detrás de éste, una mujer corpulenta con una mata de pelo negro en precario equilibrio sobre la cabeza, como un helado sucio en lo alto de un cucurucho. Vestía una blusa de color verde chillón con volantes en el cuello y un amarillento collar de perlas de imitación. Como todo lo demás allí, parecía vieja, pero la edad no había apagado su afición por los cosméticos o el tinte, pese a que sí la había privado de algunas de las aptitudes necesarias para aplicarse lo uno y lo otro sin que el resultado final semejase, más que un acto de vanidad, un acto vandálico. Fumaba. En vista de la cantidad de papel que la rodeaba, eso casi parecía una valentonada suicida, además de indicar una admirable falta de respeto por la ley, incluso para alguien que trabajaba al servicio de un abogado.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó. Tenía una voz aguda y ahogada como la de un cachorro en el momento de estrangularlo.

– Me gustaría ver al señor Eldritch -contesté.

– ¿Padre o hijo?

– Cualquiera.

– El padre está muerto.

– Pues entonces tendrá que ser el hijo.

– Está ocupado. No acepta clientes nuevos. Andamos de cabeza.

Intenté imaginarla no ya andando de cabeza, sino aunque fuese con los pies, y me resultó imposible. Había un cuadro en la pared detrás de ella, pero la luz del sol se había comido el color hasta tal punto que sólo se veía una insinuación de un árbol en una esquina del lienzo. Las paredes eran amarillas, igual que la de la escalera, pero décadas de acumulación de nicotina les habían conferido una inquietante pátina marrón. El techo acaso hubiese sido de color blanco en otro tiempo, pero sólo un necio habría apostado por ello. Y había papel por todas partes: en la moqueta, en la mesa de la mujer, en una segunda mesa desocupada cerca de ella, en el mostrador, en un par de sillas viejas de respaldo recto que posiblemente se ofrecieran en su día a los clientes pero que ahora se asignaban a necesidades de almacenamiento más acuciantes, y en los estantes de pared a pared. Si hubiesen encontrado la manera de amontonar papel en el techo, probablemente también lo habrían cubierto. No parecía que ninguno de los documentos se hubiese movido mucho desde que las plumas de oca pasaron de moda como artículo de escritorio.

– Tiene que ver con alguien que quizás ya es cliente -expliqué-. Se llama Merrick.

Me miró con los ojos entornados a través de un penacho de humo de tabaco.

– ¿Merrick? No me suena de nada.

– Conduce un coche que está a nombre de este bufete.

– ¿Cómo sabe que es uno de los nuestros? -preguntó la mujer.

– Bueno, al principio fue difícil saberlo porque no estaba lleno a rebosar de papeles, pero al final salió a la luz.

Entornó aún más los ojos. Le di la matrícula.

– Merrick -repetí. Señalé el teléfono en la mesa-. Quizá quiera avisar a alguien que no esté muerto.

– Tome asiento -dijo ella.

Miré alrededor.

– No veo dónde.

Estuvo a punto de sonreír, pero cambió de idea por miedo a agrietarse el maquillaje.

– Pues entonces tendrá que esperar de pie.

Dejé escapar un suspiro. Ésa era una prueba más, si hacía falta alguna prueba, de que no todos los gordos eran felices. Papá Noel tenía muchas explicaciones que dar.

Cogió el auricular y pulsó unas teclas en el aparato de color crema.

– ¿Nombre?

– Parker. Charlie Parker.

– ¿Como el cantante?

– El saxofonista.

– Lo que sea. ¿Puede identificarse?

Le enseñé mi carnet. Lo miró con desagrado, como si acabara de sacarme la pilila y hubiera empezado a hacer travesuras con ella.

– La foto es antigua -dijo.

– Muchas cosas son antiguas -repliqué-. Uno no puede permanecer joven y guapo eternamente.

Tamborileó con los dedos en la mesa mientras aguardaba respuesta al otro lado de la línea. Llevaba las uñas pintadas de rosa. Al ver el color me chirriaron los dientes.

– ¿Seguro que no cantaba?

– Casi seguro.

– Ya. ¿Quién era el que cantaba, pues? El que se cayó por una ventana.

– Chet Baker.

– Ya. Siguió tamborileando con las uñas.

– ¿Le gusta Chet Baker? -pregunté. Estábamos entablando una relación.

– No.

O quizá no. Por suerte, en algún lugar por encima de nosotros alguien descolgó el teléfono.

– Señor Eldritch, hay aquí un… -hizo una pausa teatral-, un caballero que desea verlo. Pregunta por un tal señor Merrick.

Escuchó la respuesta asintiendo. Cuando colgó, parecía aún más disgustada que antes. Creo que esperaba orden de echarme los perros.

– Puede subir. La segunda puerta en el último piso.

– Ha sido un grandísimo placer -dije.

– Sí, ya. No tarde en volver.

Allí la dejé, como a una Juana de Arco obesa esperando a que se prendiese la hoguera, y subí al último piso. La segunda puerta ya estaba abierta y un anciano menudo, de setenta o más años, me aguardaba de pie en el umbral. Conservaba aún casi todo el pelo, o casi todo el pelo de alguien. Vestía un pantalón gris milrayas y chaqueta negra encima de una camisa blanca y un chaleco milrayas. La corbata era de seda negra. Se le veía vagamente mohíno, como un empleado de pompas fúnebres al que se le hubiese extraviado un cadáver. Parecía haberse posado sobre él una ligera pátina de polvo, una mezcla de caspa y trocitos de papel, sobre todo papel. Arrugado y marchito como estaba, daba la impresión de que él mismo fuese de papel y se desintegrase lentamente junto con los desechos acumulados de una vida entera al servicio de la ley.

Me tendió la mano para saludarme y evocó una sonrisa. En comparación con el trato dispensado por su secretaria, fue como si me recibieran haciéndome entrega de las llaves de la ciudad.

– Soy Thomas Eldritch -dijo-. Pase, por favor.

Su despacho era pequeño. Allí también había papeles, pero menos. Incluso parecía que habían movido algunos recientemente, y los estantes contenían cajas archivadoras dispuestas en orden cronológico, todas identificadas con sus correspondientes fechas. Se remontaban a un pasado muy lejano. Cerró la puerta a mis espaldas y esperó a que me sentase antes de tomar asiento al otro lado de su mesa.

– Y bien -dijo acodándose en la mesa y juntando las palmas de las manos en alto-. ¿Qué pasa con el señor Merrick?

– ¿Lo conoce?

– Sé de su existencia. Le proporcionamos un coche a petición de uno de nuestros clientes.

– ¿Puedo saber el nombre del cliente?

– Lamentablemente, no puedo decírselo. ¿Se ha metido el señor Merrick en algún lío?

– Va camino de ello. Me ha contratado una mujer que parece haber atraído las atenciones de Merrick. Está acechándola. Rompió una ventana de su casa.

Eldritch chasqueó la lengua en señal de desaprobación y preguntó:

– ¿Ha informado esa mujer a la policía?

– Sí.

– No se han puesto en contacto con nosotros. Sin duda a estas alturas ya habríamos tenido noticia de una denuncia así, ¿no cree?

– La policía no llegó a hablar con él. Yo anoté el número de matrícula de su coche, y es así como he dado con ustedes.

– Muy emprendedor por su parte. Y ahora, en lugar de informar a la policía, ha venido aquí. ¿Puede explicarme por qué?

– La mujer en cuestión no tiene muy claro que la policía pueda ayudarla -respondí.

– Y usted sí puede.

Más que preguntarlo lo afirmó, y me asaltó la inquietante sensación de que Eldritch ya sabía quién era yo antes de que llegara. Aun así, me lo planteé como una pregunta.

– Eso me propongo. Si esta situación se alarga, es posible que tenga que intervenir la policía, lo que, imagino, podría resultar molesto, o algo peor, para ustedes y su cliente.

– Ni nosotros ni nuestro cliente somos responsables del comportamiento del señor Merrick, aun cuando lo que usted dice sea verdad.

– Puede que la policía no opine lo mismo si actúan ustedes como su agencia de alquiler de coches particular.

– Y entonces recibirán la misma respuesta que acabo de darle a usted. Nosotros nos limitamos a proporcionarle un coche a petición de un cliente. Nada más.

– ¿Y no puede decirme nada en absoluto acerca de Merrick?

– No. Como ya le he dicho, sé muy poco sobre él.

– ¿Ni siquiera conoce su nombre de pila?

Eldritch se paró a pensar. Advertí un destello de astucia en sus ojos. Tuve la impresión de que se lo estaba pasando bien.

– Me parece que se llama Frank.

– ¿Considera posible que «Frank» haya cumplido condena en algún momento?

– No sabría decirle.

– Por lo visto, es muy poco lo que puede decir.

– Soy abogado, y por tanto mis clientes esperan de mí cierto grado de discreción. De lo contrario, no habría seguido en esta profesión tanto tiempo. Si lo que usted dice es verdad, las acciones del señor Merrick son muy de lamentar. Quizá si su clienta se sentara a hablar con él, la situación se resolvería a plena satisfacción de todos, ya que, según deduzco, el señor Merrick cree que ella puede serle de ayuda.

– En otras palabras, si ella le dice lo que él quiere saber, se marchará.

– Sería lo lógico. ¿Y ella sabe algo?

La pregunta quedó en el aire. Me estaba poniendo un cebo, y todo cebo suele esconder un anzuelo.

– Eso piensa él, por lo visto.

– Siendo así, ésa parece la solución natural. Estoy seguro de que el señor Merrick es un hombre razonable.

Eldritch permaneció asombrosamente quieto durante toda la conversación. Sólo movía los labios. Incluso los ojos parecían reacios a parpadear. Sin embargo esbozó una sonrisa al pronunciar la palabra «razonable», atribuyéndole una connotación que era todo lo contrario de su significado aparente.

– ¿Conoce personalmente a Merrick, señor Eldritch?

– He tenido el placer, sí.

– Parece un hombre con mucha rabia contenida.

– Es posible que tenga una buena razón para ello.

– No me ha preguntado cómo se llama la mujer para quien trabajo -observé-, lo que me induce a pensar que ya lo sabe, y eso a su vez parecería indicar que el señor Merrick ha estado en contacto con usted.

– He hablado con el señor Merrick, sí.

– ¿También es cliente suyo?

– Digamos que lo fue. Lo representamos en cierto asunto. Ya no es cliente nuestro.

– Y ahora lo ayuda porque se lo ha pedido otro cliente.

– Exacto.

– ¿Qué interés tiene su cliente en Daniel Clay, señor Eldritch?

– Mi cliente no tiene el menor interés en Daniel Clay.

– No le creo.

– No voy a mentirle, señor Parker. Si, por la razón que sea, no puedo contestar a una pregunta, se lo diré, pero no voy a mentirle. Se lo repetiré: por lo que yo sé, mi cliente no tiene el menor interés en Daniel Clay. Las indagaciones del señor Merrick son a título personal.

– ¿Y su hija? ¿Tiene su cliente algún interés en ella?

Eldritch pareció contemplar la posibilidad de admitirlo, y finalmente decidió no hacerlo, pero bastó con su silencio.

– No sabría decir. Eso es algo que tendrá que tratar usted mismo con el señor Merrick.

Me picaba la nariz. Sentía dentro de ella las moléculas de papel y polvo, como si gradualmente yo empezase a formar parte del despacho de Eldritch, hasta que un día, al cabo de unos años, entrase un desconocido y nos encontrase allí, a Eldritch y a mí, intercambiando aún interminables preguntas y respuestas, los dos cubiertos de una fina capa de materia blanca mientras nos reducíamos a polvo.

– ¿Quiere saber lo que pienso, señor Eldritch?

– ¿Qué, señor Parker?

– Pienso que Merrick es un hombre peligroso, y pienso que alguien lo ha contratado para intimidar a mi cliente. Usted sabe quién es esa persona, así que tal vez tenga a bien transmitirle este mensaje: dígale que hago muy bien mi trabajo, y que si le pasa algo a la mujer que está bajo mi protección, volveré aquí y alguien tendrá que rendir cuentas. ¿He hablado claro?

Eldritch no se inmutó. Aún sonreía benévolamente como un Buda pequeño y arrugado.

– Clarísimo, señor Parker -contestó-. No es más que una simple observación, pero diría que ha adoptado usted una actitud hostil hacia el señor Merrick. Quizá, si se mostrase un poco conciliador, descubriría que usted y él tienen más cosas en común de lo que cree. Es posible que ambos compartan ciertos objetivos.

– Yo no tengo ningún objetivo, aparte de garantizar que la mujer a mi cargo no sufra ningún daño.

– Dudo mucho que eso sea así, señor Parker. Usted piensa en lo concreto, no en lo general. Puede que el señor Merrick, al igual que usted, esté interesado en cierta forma de justicia.

– ¿Para él o para otra persona?

– ¿Se lo ha preguntado?

– No nos entendimos muy bien.

– Quizá si lo intentase sin una pistola al cinto.

De ahí se deducía que Merrick había hablado con él recientemente. ¿Cómo, si no, iba a enterarse Eldritch de la confrontación que tuve con él y de la presencia del arma?

– Para serle franco -contesté-, dudo mucho que me convenga encontrarme con Merrick sin una pistola a mano.

– Eso es decisión suya, por supuesto. Y ahora, si no tiene nada más…

Se puso en pie, se acercó a la puerta y la abrió. Era obvio que la reunión había terminado. De nuevo me tendió la mano.

– Ha sido un placer -dijo con expresión grave. Curiosamente, parecía sincero-. Me alegro de haber tenido por fin ocasión de conocerlo. Había oído hablar mucho de usted.

– ¿También de boca de su cliente? -pregunté, y por un instante la sonrisa casi desapareció, frágil como una copa de cristal tambaleándose en el borde de una mesa. La rescató, pero yo ya tenía suficiente. Cuando parecía a punto de contestar, me adelanté a él-. A ver si adivino la respuesta: no sabría decir.

– Exacto -confirmó-. Pero si le sirve de consuelo, cuento con que usted y él se reúnan otra vez, a su debido tiempo.

– ¿Otra vez?

Pero la puerta ya se había cerrado, y dejaba fuera de mi alcance a Thomas Eldritch y su información con la misma rotundidad que si la losa de una tumba se hubiese cerrado sobre él, dejándolo allí sin más compañía que sus papeles y su polvo y sus secretos.

9

A pesar de que mi visita a Thomas Eldritch no contribuyó de manera significativa a mi sensación de bienestar interior, sí me permitió al menos averiguar el nombre de pila de Merrick. Asimismo, Eldritch se había cuidado mucho de negar que Merrick hubiese cumplido condena, lo que implicaba que en algún lugar de la base de datos del sistema penitenciario tenía que haber un armario lleno de huesos esperando a que los sacudieran. Pero la insinuación de que yo conocía al cliente de Eldritch me inquietó. Ya tenía fantasmas más que suficientes en mi pasado, y la idea de que alguno de ellos reapareciera no me hacía ninguna gracia.

Me detuve a tomar café y un bocadillo en la cafetería Bel Aire de la Carretera 1. (Una cosa debía reconocerse con respecto a la Carretera 1: sitios donde parar a comer no faltaban.) La cafetería Bel Aire había sobrevivido en su actual emplazamiento durante más de medio siglo. Un letrero enorme y viejo, con el nombre escrito en la letra caligráfica original de los años cincuenta, anunciaba su presencia desde lo alto de un poste de doce metros. El dueño del Bel Aire, según mis últimas noticias, era un tal Harry Kallas, que lo había heredado de su padre. Dentro había reservados de vinilo de color burdeos y taburetes a juego ante la barra, y el suelo de baldosas grises y blancas exhibía la clase de desgaste propio del paso de generaciones de clientes. Corrían rumores de que estaba previsto el cierre para su redecoración, lo que, supuse, era necesario aunque un tanto triste. En un extremo tenía un televisor empotrado en la pared, pero nadie le prestaba atención. La cocina era ruidosa, las camareras eran ruidosas, y ruidosos eran también los obreros de la construcción y los lugareños que pedían los platos del día.

Cuando tomaba mi segundo café, recibí la llamada. Era Merrick. Reconocí su voz en cuanto la oí, pero en el visor de mi móvil no salió ningún número.

– Eres un listillo, pedazo de cabrón -dijo.

– ¿He de suponer que es un cumplido? Porque si lo es, te conviene trabajar más la técnica. Después de tanto tiempo en el trullo debes de haberte oxidado.

– Hablas a bulto. El abogado no te ha dicho una mierda.

No me sorprendió que Eldritch hubiese hecho unas cuantas llamadas. Sólo me pregunté quién se habría puesto en contacto con Merrick, el abogado o su cliente.

– ¿Estás diciéndome que si te busco en la base de datos no encontraré tus antecedentes?

– Ya puedes buscar. En cualquier caso, no voy a ponértelo fácil.

Aguardé unas décimas de segundo antes de pasar a la siguiente pregunta. Fue una corazonada, nada más.

– ¿Cómo se llama la niña de la foto, Frank?

No contestó.

– Ella es la razón por la que estás aquí, ¿no? Fue una de las niñas que trató Daniel Clay. ¿Es tu hija? Dime cómo se llama, Frank. Dime cómo se llama y quizá pueda ayudarte.

Cuando Merrick volvió a hablar, le había cambiado la voz. El tono de amenaza, sereno pero letal, era claramente perceptible, y supe con certeza que aquél no sólo era un hombre capaz de matar, sino que ya había matado, y que yo, al mencionar a la niña, había traspasado cierta barrera.

– Escúchame bien -respondió-. Ya te lo he dicho una vez: mis asuntos son cosa mía. Si te concedí un tiempo, fue para convencer a esa señoritinga de que le conviene desembuchar, no para que anduvieras husmeando en cuestiones que no son de tu incumbencia. Vale más que vuelvas al punto de partida y la hagas entrar en razón.

– O si no, ¿qué? Seguro que quienquiera que sea el que te ha llamado para informarte de mi visita a Eldritch te ha aconsejado que no te pases de rosca. Si sigues acosando a Rebecca Clay, tus amigos van a desentenderse de ti. Acabarás otra vez en el trullo, Frank, y entonces no le servirás de nada a nadie.

– Pierdes el tiempo -dijo-. Según parece, piensas que cuando te di un plazo hablaba en broma.

– Estoy acercándome -mentí-. Mañana tendré algo para ti.

– Veinticuatro horas -recordó-. Sólo te queda eso, y estoy siendo generoso contigo. Permíteme que te diga otra cosa: si los otros se desentienden de mí, más vale que tú y esa señoritinga empecéis a preocuparos. Hoy por hoy, ésa es la única razón por la que me contengo, aparte de mi buen carácter.

Colgó. Pagué la cuenta y dejé allí la taza llena, enfriándose. De pronto tenía la sensación de que no me sobraba el tiempo para entretenerme con un café.


A continuación visité a Jerry Legere, el ex marido de Rebecca Clay. Me puse en contacto con A-Secure y me informaron de que Legere había salido a ocuparse de un trabajo en Westbrook, acompañado de Raymon Lang, y no tuve que engatusar demasiado a la recepcionista para que me diera la dirección.

Encontré la furgoneta de la empresa aparcada en un polígono industrial abandonado lleno de barro y naves aparentemente vacías, entre las cuales había un camino surcado de roderas. No quedaba claro si el lugar estaba a medio edificar o en su declive final. Las obras de construcción se habían interrumpido hacía tiempo en un par de estructuras inacabadas, y los extremos de los montantes de acero sobresalían del hormigón como huesos en los muñones de miembros amputados. Los charcos de agua sucia apestaban a desechos y gasolina, y volcada entre los hierbajos una pequeña hormigonera amarilla sucumbía lentamente a la herrumbre.

Sólo había un almacén abierto, y dentro, en la planta baja del interior vacío dividido en dos pisos, encontré a dos hombres, arrodillados ante un plano extendido en el suelo. Al menos ese edificio estaba acabado, y tenía las ventanas cubiertas con tela metálica para proteger los cristales de las piedras que pudieran lanzarse desde el exterior. Llamé a la puerta de acero con los nudillos, y los dos hombres levantaron la mirada.

– ¿Podemos ayudarle en algo? -preguntó uno. Tenía unos cinco años más que yo. Grande y de aspecto fuerte, llevaba el pelo muy corto para disimular una avanzada calvicie.

Es ridículo e infantil por mi parte, lo sé, pero siempre siento una breve oleada de calor cuando conozco a alguien aproximadamente de mi edad que ha perdido más pelo que yo. El pobre, aunque sea el rey del mundo y dueño de diez o doce empresas, al mirarse en el espejo por la mañana pensará: «Maldita sea, ojalá conservara el pelo».

– Busco a Jerry Legere -anuncié.

Quien contestó fue el otro, un hombre de pelo blanco y mejillas rubicundas. Rebecca era cinco o seis años más joven que yo, calculaba, y ese hombre me llevaba diez o quince. Le sobraban unos kilos y le colgaba la piel en la papada. Su cabeza, grande y cuadrada, parecía pesar demasiado para el cuerpo, y una mueca crónica se dibujaba en sus labios, como si siempre estuviera a punto de manifestar su irritación por algo: las mujeres, los niños, la música moderna, el tiempo. Vestía una camisa de cuadros de leñador remetida en unos vaqueros viejos y calzaba unas botas de faena llenas de lodo y con un cordón distinto en cada una. Rebecca era una mujer atractiva. Lo cierto es que no siempre podemos elegir a aquellos de quienes nos enamoramos, y yo sabía que la belleza no lo era todo, pero la unión de las casas de Clay y Legere, por temporal que hubiese sido, inducía a pensar que a veces la belleza podía ser en realidad una auténtica desventaja.

– Me llamo Charlie Parker -dije-. Soy investigador privado. Me gustaría hablar con usted si dispone de unos minutos.

– ¿Lo ha contratado ella?

A juzgar por el tono de voz, ese «ella» no hacía referencia a alguien por quien conservara un gran afecto.

– Trabajo para su ex esposa, si se refiere a eso -contesté.

Su expresión se relajó, aunque sólo un poco, o al menos la mueca de irritación se atenuó ligeramente. Por lo visto, Legere tenía problemas con otra que no era Rebecca. Pero el efecto no duró mucho. Si algo podía decirse de Jerry Legere, es que parecía incapaz de poner cara de póquer y mantener ocultos sus pensamientos. Pasó de la preocupación al alivio, y luego se sumió en una inquietud que rayaba en el pánico. Cada transición se traducía con toda nitidez en sus facciones. Era como un personaje de dibujos animados: su rostro perseguía continuamente a sus emociones para no quedarse a la zaga.

– ¿Para qué. necesita mi ex mujer a un detective? -preguntó.

– Por eso he venido a hablar con usted. ¿Podemos salir un momento?

Legere dirigió una mirada al hombre de menor edad, quien asintió con la cabeza y volvió a examinar el plano. En el cielo, despejado y azul, un sol radiante daba luz pero no calor.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Su ex mujer me ha contratado porque un hombre ha estado molestándola.

Aguardé a que una expresión de sorpresa asomara como por arte de magia en el semblante de Legere, pero me defraudó. Se contentó con esbozar una sonrisa lasciva propia del villano de un melodrama Victoriano.

– ¿Alguno de sus novios? -inquirió.

– ¿Tiene novios?

Legere se encogió de hombros.

– Es una zorra. No sé cómo los llaman las zorras: polvos, quizá.

– ¿Por qué la considera una zorra?

– Porque lo es. Me engañó cuando estábamos casados, y luego encima me mintió al respecto. Miente en todo. En cuanto al hombre del que me habla, probablemente sea un mamón al que le prometió un buen rato y luego se puso nervioso al ver que no llegaba. Fui un idiota al casarme con una mujer que era mercancía usada, pero me dio pena. No cometeré ese error dos veces. Ahora me las folio pero no me caso con ellas.

En sus labios se dibujó otra sonrisa lasciva. Esperé a que me diera un codazo de complicidad en las costillas, o me saliera con uno de esos guiños que insinúan «¿No somos hombres de mundo?», como en el sketch de Monty Python. «Así que es tu mujer, ¿eh? Es una mentirosa y una zorra, ¿verdad? Todas lo son.» Dicho así, no tenía tanta gracia. Recordé la pregunta anterior de Legere: «¿Lo ha contratado ella?», y el alivio en su cara cuando le dije que trabajaba para su ex mujer. ¿Qué habrás hecho, Jerry? ¿A quién habrás irritado tanto como para que pueda necesitar los servicios de un detective?

– No creo que se trate de un pretendiente rechazado -dije.

Legere parecía a punto de preguntar qué significaba «pretendiente», pero finalmente se tomó la molestia de deducirlo por su cuenta.

– Ha estado preguntando por el padre de Rebecca -proseguí-. Cree que Daniel Clay quizás esté vivo todavía.

Un breve destello apareció en los ojos de Legere. Fue como si un genio intentase escapar del interior de su botella y, en el último momento, viera que alguien encaja el corcho enérgicamente y le corta el paso.

– Eso es una estupidez -respondió Legere-. Su padre ha muerto. Todo el mundo lo sabe.

– ¿Todo el mundo?

Legere desvió la mirada.

– Ya sabe a qué me refiero.

– Está desaparecido, no muerto -recordé.

– Ella solicitó la declaración de defunción. Aunque para mí ya es demasiado tarde. Hay dinero en el banco, pero no veré ni un centavo. Ahora mismo no me vendría mal.

– ¿Corren tiempos difíciles?

– Siempre corren tiempos difíciles para los trabajadores.

– A eso debería ponerle música.

– Imagino que ya se la ha puesto alguien. No es ninguna novedad.

Se dio media vuelta y dirigió la mirada hacia el almacén, a todas luces impaciente por deshacerse de mí y volver a su trabajo. Yo no podía reprochárselo.

– ¿Y por qué está tan seguro de que Daniel Clay ha muerto?

– Me parece que no me gusta ese tono -repuso. Apretó los puños involuntariamente. Tomó conciencia del acto reflejo y los relajó de nuevo. Luego se enjugó las palmas de las manos en las costuras de los vaqueros.

– ¿Qué tono? No hay ningún tono. Sólo quería decir que parece usted muy convencido de que Daniel Clay no va a volver.

– Bueno, lleva desaparecido mucho tiempo, ¿no? Nadie lo ha visto en seis años y, por lo que sé, se marchó con lo puesto. Ni siquiera se llevó una bolsa con una muda.

– ¿Eso se lo contó su ex mujer?

– Si no me lo contó ella, lo leí en los periódicos. No es ningún secreto.

– ¿Ya se conocían cuando desapareció su padre?

– No, nos liamos más tarde, pero no duró más de seis meses. Me enteré de que se veía con otros hombres a mis espaldas, la muy cabrona, y la dejé.

No parecía incomodarle contarme aquello. Por lo general, cuando un hombre habla de las infidelidades de sus mujeres o novias, muestra un mayor grado de vergüenza que Legere, y el recuerdo que se tiene de la relación queda marcado por una permanente sensación de traición. Además, no le cuentan sus secretos a cualquiera, porque lo que más temen es que, por algún motivo, los demás los consideren responsables a ellos y lleguen a pensar que sus propias carencias han obligado a sus mujeres a buscar placer en otra parte, que no han sido capaces de satisfacerlas. Estas cuestiones, los hombres tienden a verlas distorsionadas a través del prisma del sexo. Yo había conocido a mujeres que se descarriaban por el deseo, pero había conocido a muchas más que engañaban porque así recibían el afecto y las atenciones que se les negaban en casa. Los hombres, en su gran mayoría, buscan sexo. Las mujeres lo canjean.

– Supongo que yo tampoco era inocente -dijo-, pero los hombres somos así. A ella no le faltaba de nada. No tenía por qué hacer lo que hizo. Me echó de casa cuando puse reparos a su comportamiento. Ya se lo he dicho: es una puta. En cuanto llegan a determinada edad, ya está. Se convierten en zorras. Pero ella, en lugar de admitirlo, me lo echó a mí en cara. Dijo que el que había actuado mal era yo, no ella. La muy cabrona.

No sabía muy bien en qué medida eso era asunto mío, pero las explicaciones de Rebecca Clay sobre sus dificultades conyugales eran muy distintas de las de su ex marido. Ahora Legere afirmaba que él era la parte agraviada, y si bien la versión de Rebecca sonaba más verosímil, quizás eso se debía sencillamente a que Jerry Legere me ponía los pelos de punta. Pero yo no veía qué razón podía tener para mentir. Su propia imagen no quedaba muy bien parada, y el resentimiento de fondo era inconfundible. Había algo de verdad en su historia, por muy distorsionada que estuviera al contarla.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un tal Frank Merrick? -pregunté.

– No, yo diría que no -contestó-. ¿Merrick? No, no me suena. ¿Es el hombre que la ha estado molestando?

– Sí.

Legere volvió a desviar la mirada. No le veía la cara, pero había cambiado de postura, como si de pronto se hubiese puesto tenso para esquivar un golpe.

– No -repitió-. No sé de quién me habla.

– Es curioso -comenté.

– ¿Qué?

– Según parece, él lo conoce a usted.

En ese momento me concedió toda su atención. Ni siquiera se molestó en ocultar la alarma que aquello le causaba.

– ¿Qué quiere decir?

– Fue él quien me aconsejó que hablase con usted. Dijo que quizás usted sabía por qué él andaba buscando a Daniel Clay.

– Eso es falso. Ya se lo he dicho: Clay está muerto. Los hombres como él no se esfuman de la faz de la tierra para volver a aparecer más tarde en otro sitio con un nombre distinto. Está muerto. Aunque no lo estuviera, nunca se pondría en contacto conmigo. Yo ni siquiera lo conocí.

– En opinión de ese Merrick, su ex mujer pudo contarle a usted cosas que les escondió a las autoridades.

– Se equivoca -se apresuró a decir-. No me contó nada. Ni siquiera hablaba mucho de él.

– ¿Eso no le extrañó?

– No. ¿Qué iba a decir? Ella lo que quería era olvidarlo. No servía de nada hablar de él.

– ¿Habría podido estar en contacto con él sin que usted se enterara, en el supuesto de que siguiera vivo?

– Mire, no creo que sea tan lista -respondió Legere-. Si ve a ese hombre otra vez, dígaselo.

– Por cómo habló de usted, no me extrañaría que tuviese ocasión de decírselo usted mismo.

La perspectiva no pareció agradarle mucho. Escupió al suelo y luego restregó el salivazo en la tierra con la suela del zapato sólo por hacer algo.

– Una última pregunta, señor Legere: ¿qué era el Proyecto?

Si se podía paralizar a un hombre con una palabra, eso fue lo que le sucedió a Jerry Legere.

– ¿Y eso de dónde lo ha sacado?

Pronunció la frase casi antes de tomar conciencia de ello, y al instante vi que se arrepentía. Ya no se percibía ira en su voz. Había desaparecido por completo, barrida por lo que quizá fuese asombro. Movía la cabeza en un gesto de aparente incredulidad.

– Da igual de dónde lo haya sacado. Sólo me gustaría saber qué es, o era.

– Se ha enterado por ese fulano, ¿no? Por ese Merrick. -Estaba recobrando en parte la hostilidad-. Se presenta aquí lanzando acusaciones, hablándome de gente que no conozco, dando crédito a las mentiras de un desconocido y a las de esa cabrona con la que me casé. Hace falta valor.

Me empujó bruscamente en el pecho con la mano derecha. Di un paso atrás y él avanzó hacia mí. Vi que se preparaba para asestarme otro golpe, más fuerte y a más altura que el primero. Levanté las manos en un gesto apaciguador y fijé los pies en el suelo, el derecho un poco por delante del izquierdo.

– Te voy a enseñar yo… -dijo.

Impulsándome con todo el peso del cuerpo lancé el pie izquierdo al frente y le golpeé en el estómago como quien intenta abrir una puerta de una patada. Con la respiración cortada por el impacto cayó de espaldas al suelo. Sin aliento, se llevó las manos al vientre. Tenía el rostro contraído de dolor.

– Hijo de puta -exclamó-. Te mataré por esto.

Me planté ante él.

– El Proyecto, señor Legere. ¿Qué era?

– Vete a la mierda. No tengo ni idea de qué me hablas.

Pronunció aquellas palabras apretando los dientes. Saqué una tarjeta de mi cartera y la dejé caer sobre él. El otro hombre apareció en la puerta del almacén. Tenía una palanca en la mano. Levanté un dedo en señal de advertencia, y se detuvo.

– Volveremos a hablar. Quizá quiera reflexionar un poco sobre Merrick y lo que dijo. Le guste o no, acabará tratando este asunto con uno de nosotros dos.

Me dirigí hacia el coche. Oí cómo se ponía en pie. Reclamó mi atención. Me volví. Lang, aún en la entrada del almacén, le preguntó a Legere si estaba bien, pero Legere no le hizo caso. La expresión de su rostro había vuelto a cambiar. Seguía enrojecido y le costaba respirar, pero ahora se advertía malevolencia en su semblante.

– ¿Te crees muy listo? -preguntó-. ¿Te crees muy duro? Tal vez te convenga hacer unas cuantas averiguaciones para saber qué le pasó al último que empezó a preguntar sobre Daniel Clay. También era detective, como tú. -Puso especial énfasis en la palabra «detective»-. ¿Y sabes dónde está? -prosiguió Legere-. En el mismo sitio que Daniel Clay, ni más ni menos. En algún lugar hay un hoyo en la puta tierra, y dentro está Daniel Clay, y justo al lado hay otro hoyo con un puto fisgón pudriéndose dentro. Así que adelante, sigue preguntando sobre Daniel Clay y los «proyectos». Siempre queda sitio para otro más. No cuesta mucho cavar un hoyo, y cuesta aún menos llenarlo cuando dentro hay un cadáver.

Me acerqué a él, satisfecho de ver que daba un paso atrás.

– Ahí tiene otra vez -dije-. Habla convencido de que Daniel Clay ha muerto.

– No tengo nada más que hablar.

– ¿Quién era el detective? -pregunté-. ¿Quién lo contrató?

– Vete a la mierda -contestó Legere, pero de pronto cambió de idea. Su rostro se contrajo en una amplia y rencorosa sonrisa-. ¿Quieres saber quién lo contrató? Fue esa cabrona, igual que te contrató a ti. También se lo follaba. Yo me di cuenta. Ella olía a él. Seguro que también a ti te paga así, pero no te creas que eres el primero.

»E hizo las mismas preguntas que tú, sobre Clay y los "proyectos" y lo que ella me dijo o dejó de decirme, y tú vas a seguir sus pasos. Porque así terminan quienes andan preguntando por Daniel Clay. -Chasqueó los dedos -. Desaparecen.

Se sacudió el polvo de los vaqueros. Parte de su falso valor empezó a disiparse a medida que la adrenalina lo abandonaba, y por un momento parecía que acababa de entrever su propio futuro, y que lo que veía lo asustaba.

– Desaparecen.

10

Cuando llegué a casa, me puse en contacto con Jackie Garner. Me dijo que seguía todo en orden. Lo noté un tanto decepcionado. Telefoneé luego a Rebecca Clay, y me confirmó que Merrick no había dado señales de vida. Por lo visto mantenía su palabra, y las distancias, salvo por la llamada que me había hecho.

Rebecca estaba trabajando en su despacho, así que me acerqué a hablar con ella; saludé a Jackie con un leve gesto en reconocimiento de su presencia. Pedimos café en un puesto del pequeño mercado contiguo a la inmobiliaria y nos sentamos a tomarlo en la única mesa de la calle. Los automovilistas nos miraban con curiosidad al pasar. Hacía demasiado frío para tomar algo al aire libre, pero yo deseaba hablar con ella mientras tenía aún fresca en la cabeza la conversación con su ex marido. Era hora de aclarar las cosas.

– ¿Eso le ha dicho? -Rebecca Clay pareció sinceramente sorprendida cuando le conté lo sucedido entre Jerry y yo-. ¡Pero si es todo mentira! Yo nunca le fui infiel, jamás. No rompimos por eso.

– No digo que su versión sea verdad, pero sus palabras escondían rencor auténtico.

– Quería dinero. No lo consiguió.

– ¿Por eso cree que se casó con usted? ¿Por dinero?

– Por amor no fue, desde luego.

– ¿Y usted? ¿Usted por qué se casó?

Cambió de posición en el asiento, y al hacerlo quedó patente el malestar que le causaba hablar del asunto. Se la veía aún más exhausta y demacrada que el día que la conocí. Dudaba que fuese capaz de soportar la tensión durante mucho más tiempo sin venirse abajo de un modo u otro.

– En parte, ya se lo conté -respondió-. Al desaparecer mi padre me sentí muy sola. Me convertí en una especie de paria por los rumores que corrían sobre él. Conocí a Jerry por mediación de Raymon, que instaló el sistema de alarma en casa de mi padre. Vienen una vez al año para comprobar que todo funciona bien, y fue Jerry quien se ocupó del mantenimiento unos meses después de irse mi padre. Supongo que me sentía sola, y una cosa llevó a la otra. Al principio me pareció aceptable. Es decir, nunca fue precisamente un encanto de hombre, pero se portaba bien con Jenna y no era un vago. En ciertos aspectos también me sorprendía. Leía mucho y entendía de música y de cine antiguo. Me enseñó cosas. -Dejó escapar una risa forzada-. Volviendo la vista atrás, supongo que sustituí a una figura paterna por otra.

– ¿Y después?

– Nos casamos un tanto deprisa, y él se instaló conmigo en casa de mi padre. Las cosas fueron bien durante un par de meses. Pero a Jerry la obsesionaba el dinero. Siempre le concedió mucha importancia. Según él, la vida nunca le había dado una oportunidad justa. Tenía grandes planes de todo tipo, y hasta que me conoció a mí nunca dispuso de medios para llevarlos a cabo. Olió la pasta, pero no la había, o si la había, no estaba a su alcance. Empezó a ponerse pesado, y eso provocó discusiones.

»Una noche, al llegar a casa, lo encontré bañando a Jenna. Ella tenía por entonces seis o siete años. Jerry nunca la había bañado. No es que yo le hubiese dicho explícitamente que no debía hacerlo ni nada por el estilo, pero en cierto modo yo había supuesto que no lo haría. La niña estaba desnuda en el agua, y él, de rodillas junto a la bañera. Iba descalzo. Ésa fue la causa de mi sobresalto: los pies descalzos. Absurdo, ¿no? El caso es que le grité. Jenna se echó a llorar, y Jerry se marchó hecho una furia y no volvió hasta muy tarde. Entonces intenté hablar con él de lo ocurrido, pero a esas alturas, estimulado por la bebida, había acumulado dentro de sí tal presión que me abofeteó. No fue una bofetada fuerte ni dolorosa, pero no estaba dispuesta a aguantar que un hombre me pegara. Le pedí que se marchara, y se fue. Regresó al cabo de uno o dos días y se disculpó, e hicimos las paces, supongo. A partir de entonces nos trató a Jenna y a mí con todo el cuidado del mundo, pero yo no pude quitarme de la cabeza la imagen de Jerry con mi hija desnuda a su lado. Él tenía un ordenador que en ocasiones usaba para el trabajo, y yo conocía su contraseña. Una vez que le enseñaba algo a Jenna en Internet vi cómo la introducía. Entré en sus documentos y…, en fin, tenía muchísima pornografía. Sé que los hombres miran esas cosas, e imagino que también algunas mujeres, pero en el ordenador de Jerry había tanta, tanta…

– ¿Con adultos o niños? -pregunté.

– Adultos -contestó-. Todos adultos. Procuré callármelo, pero no pude. Le dije lo que había hecho y lo que había visto. Le pregunté si tenía algún problema. Al principio se avergonzó; luego se enfadó, se puso hecho una fiera. Empezó a tirar cosas. Empezó a insultarme con palabras como las que usted le ha oído decir. Dijo que yo estaba «sucia», que tenía suerte de que alguien quisiera tocarme. Dijo más cosas, cosas sobre Jenna. Que acabaría como yo, que de tal palo, tal astilla. Por lo que a mí se refería, eso fue la gota que colmó el vaso. Se marchó esa misma noche, y todo acabó. Se puso en manos de un abogado durante un tiempo e intentó conseguir una orden para acceder a mis bienes, pero en realidad no había tales bienes. Al final, la cosa quedó en nada, y no volví a saber de él ni del abogado. No se opuso al divorcio. Más bien pareció alegrarse de deshacerse de mí.

Apuré el café. Soplaba el viento, y las hojas secas correteaban como niños huyendo de la lluvia inminente. Me constaba que no me lo había contado todo, que ciertos aspectos de lo sucedido seguirían siendo privados, pero parte de lo que había dicho explicaba la animadversión de Jerry Legere hacia su ex mujer, sobre todo si él no se consideraba del todo culpable de lo ocurrido. Pero había verdades y mentiras que se entrelazaban en las versiones de ambos, y Rebecca Clay no había sido del todo sincera conmigo desde el principio. Insistí:

– He mencionado a su ex marido el Proyecto del que Merrick habló. Por lo visto, no lo ha cogido de nuevas.

– Quizá fuera un asunto privado de mi padre; siempre investigaba y leía revistas especializadas para mantenerse al día en su profesión. Pero no le veo ninguna lógica a que Jerry estuviera al corriente. No se conocían, y Jerry, que yo recuerde, no vino ni una sola vez a revisar el sistema de seguridad antes de la muerte de mi padre. No existió el menor contacto entre ellos.

Pero la mención del Proyecto me llevó a una última pregunta, la que más me inquietaba.

– Jerry me ha contado otra cosa -dije-. Ha afirmado que usted ya había contratado antes a un investigador privado para indagar sobre la desaparición de su padre. Según Jerry, el hombre a quien usted contrató desapareció también. ¿Es eso verdad?

Rebecca Clay se mordió un repelón de piel seca del labio inferior.

– Cree que le he mentido, ¿no?

– Por omisión. No la culpo, pero me gustaría saber la razón.

– Elwin Stark me aconsejó que contratara a alguien. Fue unos dieciocho meses después de marcharse mi padre, y la policía parecía haber decidido que ya no podía hacer nada más. Hablé con Elwin porque el abogado de Jeny me tenía preocupada, y no sabía cómo proteger el patrimonio de mi padre. No había testamento, así que en cualquier caso sería complicado, pero Elwin dijo que un primer paso, si mi padre no volvía, era tramitar la solicitud para declararlo legalmente muerto pasados cinco años. En opinión de Elwin, sería útil contratar a alguien para investigar el asunto, ya que quizás un juez lo tuviese en cuenta llegado el momento de la declaración. Pero a mí no me sobraba el dinero. Justo empezaba a abrirme paso en el negocio inmobiliario. Supongo que eso determinó la clase de persona que podía contratar.

– ¿Quién era? -pregunté.

– Se llamaba Jim Poole. También él estaba empezando. Había trabajado para una conocida mía…, mi amiga April, usted se cruzó con ella en casa. Sospechaba que su marido la engañaba. Resultó que no. En realidad se dedicaba al juego, aunque no sé si eso fue mejor o peor para ella; en cualquier caso, quedó satisfecha con el trabajo de Jim. Así que lo contraté y le pedí que echara un vistazo a los datos que teníamos, e incluso que tratara de descubrir algo nuevo. Habló con algunas de las personas con las que usted ha hablado, pero no averiguó nada que no supiéramos ya. Es posible que Jim hubiera mencionado algo sobre un proyecto en algún momento, pero probablemente no le presté mucha atención. La verdad es que mi padre siempre tenía en preparación algún artículo o ensayo. Nunca le faltaban ideas para temas sobre los que escribir e investigar.

»Al cabo de un par de semanas, Jim me telefoneó para decirme que se marchaba de la ciudad un par de días y que tal vez regresaría con alguna novedad. En fin, esperé su llamada, pero ya no volví a saber de él. Al cabo de una semana vino a verme la policía. La novia de Jim había denunciado su desaparición, y estaban hablando con los amigos y clientes de él, aunque Jim no andaba sobrado de lo uno ni de lo otro. Encontraron mi caso entre las carpetas de su apartamento, pero yo no pude ayudarles. Jim no me había dicho adónde iba. No se quedaron muy satisfechos, pero ¿qué más podía decirles yo? El coche de Jim apareció en Boston poco después, en uno de los aparcamientos para largas estancias cerca de Logan. Encontraron drogas en el coche…, una bolsa de coca, creo…, cantidad suficiente para inducir a pensar que tal vez se dedicaba al trapicheo. Dedujeron, creo, que se había metido en un lío por un asunto de drogas, quizá con un proveedor, y que debido a eso había muerto asesinado o huido. Su novia dijo a la policía que él no era de ésos, y que habría encontrado la manera de ponerse en contacto con ella aunque hubiera tenido que escapar, pero no lo hizo.

– ¿Y usted qué piensa?

Movió la cabeza en un gesto de negación. -Después de eso dejé de buscar a mi padre -se limitó a contestar-. ¿Le basta con esta respuesta?

– ¿Y no me habló de Poole porque temió que me disuadiría de ayudarla?

– Sí.

– ¿Fue su relación con Jim Poole exclusivamente profesional?

Se levantó de inmediato, casi volcando la taza. Parte del café se derramó entre nosotros, se filtró por los agujeros de la mesa y manchó el suelo.

– ¿Eso a qué viene? Seguro que también ha salido de Jerry.

– Sí, pero no es el momento de andarse con moralismos.

– Jim me caía bien -dijo, como si eso respondiese a la pregunta-. Tenía problemas con su novia. Hablamos, salimos un par de veces a tomar una copa. Jerry nos vio en un bar…; a veces, cuando bebía, venía a verme para pedirme otra oportunidad… y decidió que Jim se interponía, pero Jim era más joven y más fuerte que él. Cruzaron unas palabras a gritos y se rompió una botella, pero nadie salió herido. Supongo que Jerry aún se la tiene guardada pese al tiempo que ha pasado. -Se arregló la falda del traje chaqueta-. Mire, le agradezco lo que ha hecho, pero esto no puede alargarse mucho más. -Señaló a Jackie, como si él simbolizara todo lo que iba mal en su vida-. Quiero tener a mi hija en casa, y quiero quitarme a Merrick de encima. Ahora que sabe usted lo de Jim Poole, no sé si quiero que siga haciendo preguntas por ahí sobre mi padre. No necesito sentirme culpable por nadie más, y cada día que pasa tiene un precio, como mínimo el coste de los honorarios. Le agradecería que diéramos esto por concluido lo más pronto posible, aunque eso implique llevar el asunto ante un juez.

Le dije que lo entendía y me comprometí a telefonearla para ponerla al corriente en cuanto hablase con ciertas personas acerca de las opciones que tenía. Volvió a la oficina a recoger sus cosas. Me puse en contacto con Jackie Garner y le conté lo de la llamada de Merrick.

– ¿Qué pasará cuando se nos acabe el tiempo? -preguntó Jackie-. ¿Esperaremos a que actúe y ya está?

Le aseguré que no llegaríamos a ese punto. Añadí que seguramente Rebecca Clay no seguiría pagándonos durante mucho más tiempo y que iba a incorporar un poco más de ayuda.

– ¿La clase de ayuda que viene de Nueva York? -preguntó Jackie.

– Es posible -respondí.

– Si la mujer no quiere pagarte, ¿por qué quieres seguir con el trabajo?

– Porque Merrick no va a marcharse, obtenga lo que quiere de Rebecca o no. Además, en los próximos días voy a hurgar bastante en sus asuntos, y eso a él no va a gustarle.

A Jackie, por lo visto, le divirtió la perspectiva.

– Pues si necesitas una mano, ya avisarás. Sólo tienes que pagar por el trabajo aburrido. Lo interesante lo hago gratis.


Cuando llegué a casa, Walter seguía mojado después de bañarse en el mar mientras le paseaba Bob Jhonson, y se echó a dormir de buena gana en su canasta a resguardo del frío. Como me quedaban un par de horas libres antes de reunirme con June Fitzpatrick para cenar, visité la página web del Press Herald y rastreé la base de datos en busca de información sobre la desaparición de Daniel Clay. Según los archivos, las acusaciones de abusos deshonestos procedían de varios niños que habían sido pacientes del doctor Clay. En ningún momento se insinuaba que él hubiera estado implicado, pero sí se planteaba claramente la duda de cómo había podido pasar por alto el hecho de que los niños a quienes trataba, todos víctimas de abusos deshonestos en el pasado, volvían a serlo en esos momentos. Clay había rehusado hacer comentarios, salvo para decir que se sentía «muy afectado» por las acusaciones, que haría una declaración completa a su debido tiempo y que su máxima prioridad era colaborar con la policía y los servicios sociales en las investigaciones encaminadas a descubrir a los culpables. Un par de expertos habían salido, sin mucha convicción, en defensa de Clay señalando que en ocasiones podían tardarse meses o años en inducir a una víctima de abusos deshonestos a revelar en toda su magnitud lo que había padecido. Incluso la policía se cuidó mucho de atribuir la culpa a Clay, pero, leyendo entre líneas, saltaba a la vista que, a pesar de todo, éste se sentía culpable en cierta medida. Estaba cociéndose tal escándalo que resultaba más que dudoso que Clay, al margen de cuál fuese el resultado de las investigaciones, pudiese continuar ejerciendo. Un artículo lo describía con términos como hombre de «rostro ceniciento», «ojos hundidos», «demacrado» y «al borde del llanto». Junto al texto aparecía una fotografía suya, tomada frente a su casa. Se lo veía flaco y encorvado, como una cigüeña herida.

El inspector citado en los artículos de prensa era Bobby O'Rourke. Seguía en el Departamento de Policía de Portland, aunque actualmente asignado a Asuntos Internos. Cuando lo telefoneé estaba en su escritorio a punto de dar por concluida la jornada, y accedió a tomar una cerveza conmigo en Geary's una hora más tarde. Aparqué en Commercial y lo encontré sentado en un rincón del establecimiento, hojeando unas fotocopias y comiendo una hamburguesa. Ya nos habíamos visto un par de veces, y yo lo había ayudado años atrás a llenar las lagunas de un caso relacionado con un poli de Portland llamado Barron que había muerto en «circunstancias misteriosas», como se describieron eufemísticamente los hechos. Yo no envidiaba a O'Rourke su puesto. Si estaba en Asuntos Internos era porque hacía bien su trabajo. Por desgracia, dada la naturaleza de su cometido, algunos de sus compañeros habrían preferido que lo hiciese peor.

Se limpió con una servilleta y nos dimos la mano.

– ¿Vas a comer? -preguntó.

– No. He quedado para cenar dentro de un par de horas.

– ¿En algún sitio interesante?

– En casa de Joel Harmon.

– Me dejas impresionado. Pronto te veremos en los ecos de sociedad.

Hablamos brevemente sobre el informe anual de Asuntos Internos, a punto de publicarse. Era lo de siempre: en esencia acusaciones de abuso de autoridad y denuncias por utilizar los vehículos de la policía. Las pautas eran siempre las mismas. El denunciante acostumbraba ser un varón joven, y los incidentes de abuso de autoridad se daban sobre todo al disolver reyertas. Los policías sólo habían empleado las manos para reducir a los contendientes, y los implicados eran en su gran mayoría blancos y menores de treinta años, así que no podía decirse que los agentes sacudieran a ancianos o a los Globetrotters de Harlem. Nadie había sido suspendido de empleo y sueldo durante más de dos días como resultado de las denuncias. Así las cosas, en conjunto no había sido un mal año para Asuntos Internos. Entretanto, el Departamento de Policía de Portland tenía un nuevo jefe. El anterior lo había dejado ese mismo año, y el consejo municipal había estudiado las peticiones de dos candidatos: uno blanco y natural de la ciudad; otro negro y de origen sureño. Si el consejo hubiese optado por el candidato negro, habría aumentado en un ciento por ciento el número de policías negros en Portland; sin embargo, se inclinaron por la experiencia local. No fue una mala decisión, pero los líderes de ciertas minorías seguían molestos. Mientras tanto, se rumoreaba que el antiguo jefe se planteaba presentarse a las elecciones para gobernador.

O'Rourke se acabó la hamburguesa y tomó un sorbo de cerveza. Era un hombre delgado y en forma, y no daba la impresión de que las hamburguesas y la cerveza fueran su principal aporte de calorías.

– Así que Daniel Clay -dijo.

– ¿Te acuerdas de él?

– Recuerdo el caso, y lo que no recordaba lo he consultado antes de venir. Sólo vi a Clay dos veces antes de su desaparición, de modo que no tengo mucho que decirte.

– ¿Qué impresión te causó?

– Lo vi sinceramente afectado por lo sucedido. Parecía en estado de shock. Siempre hablaba de ellos como sus «niños». Empezamos a investigar junto con la policía del estado, los sheriffs, la policía municipal, los servicios sociales. El resto es probable que ya lo sepas: surgieron coincidencias con otros casos que sucedieron por la misma época, y varios de ellos se relacionaron con Clay.

– ¿Crees que fue casualidad que Clay hubiera trabajado con los niños?

– No hay nada que indique lo contrario. Algunos de esos niños eran especialmente vulnerables. Ya habían sido víctimas de abusos deshonestos antes, y en su mayoría estaban en las etapas iniciales de la terapia. Ni siquiera habían llegado a hablar de la primera serie de abusos cuando ya se había iniciado la siguiente.

– ¿Os llegasteis a plantear la detención de alguien?

– No. Apareció una chica de trece años vagando por los campos a las afueras de Skowhegan a las tres de la madrugada. Descalza, con la ropa rota, sangrando, sin ropa interior. Estaba histérica, balbuceaba cosas sobre hombres y pájaros. Desorientada, no parecía saber dónde la

habían retenido ni de dónde venía, pero recordaba claramente los detalles: tres hombres, enmascarados, turnándosela en lo que parecía una habitación sin muebles de una casa. Le extrajimos muestras de ADN, pero eran poco fiables. Sólo un par resultaron útiles, y no encontramos ninguna coincidencia en la base de datos. Hará aproximadamente un año volvimos a intentarlo cuando revisamos los casos aparcados, pero tampoco salió nada. Mal asunto. Deberíamos haber llegado más lejos, pero no se me ocurre cómo.

– ¿Y los niños?

– No les he seguido el rastro. Algunos han vuelto a aparecer en el radar. Eran niños echados a perder y se convirtieron en adultos echados a perder. Al ver sus nombres, siempre he sentido lástima por ellos. ¿Qué oportunidades iban a quedarles después de lo que padecieron?

– ¿Y Clay?

– Se esfumó literalmente. Nos llamó su hija, nos dijo que estaba preocupada por él, que llevaba dos días sin presentarse en casa. Encontraron su coche en las afueras de Jackman, cerca de la frontera con Canadá. Pensamos que quizá se había escapado de su jurisdicción, pero no tenía ninguna razón para hacerlo, aparte de la vergüenza. No se le ha vuelto a ver.

Me recosté en la silla. Por lo que a información se refería, me había quedado igual que al principio. O'Rourke advirtió mi insatisfacción.

– Lo siento -se disculpó-. Supongo que esperabas una revelación.

– Sí, un rayo de luz cegadora.

– ¿Y a qué se debe tu interés?

– Me ha contratado la hija de Clay. Alguien ha estado haciendo preguntas sobre su padre. La ha puesto nerviosa. ¿Sabes algo de un tal Frank Merrick?

Premio. El rostro de O'Rourke se iluminó como la noche del Cuatro de Julio.

– Frank Merrick -repitió-. Por supuesto. Lo sé todo sobre Frank. Frank «el Fatídico», lo llamaban. ¿Es él quien anda asustando a la hija de Clay?

Asentí con la cabeza.

– Tiene su lógica, en cierto modo -comentó O'Rourke.

Le pregunté por qué.

– Porque la hija de Merrick también fue paciente de Daniel Clay, sólo que ella siguió el mismo camino que él. Se llamaba Lucy Merrick, aunque él nunca se casó con su madre.

– ¿La hija desapareció?

– Denunciaron el hecho dos días después de marcharse Clay, pero por lo visto llevaba más tiempo desaparecida. Sus padres adoptivos eran unos cafres. Dijeron a los asistentes sociales que siempre andaba escapándose de casa, y sencillamente se habían cansado de perseguirla. Por lo que recordaban, la habían visto por última vez hacía cuatro o cinco días. Tenía catorce años. Sin duda la chica se las traía, pero, aun así, no era más que una criatura. Se habló de presentar cargos contra los padres adoptivos, pero la cosa no prosperó.

– ¿Y dónde estaba Merrick cuando pasó todo eso?

– En la cárcel. Te diré una cosa: Frank Merrick es un tipo interesante. -Se aflojó el nudo de la corbata-. Pídeme otra cerveza. Y te aconsejo que tú también te pidas algo. Es una de esas historias que…


Frank Merrick era un asesino.

La palabra se había desvirtuado tanto por exceso de uso que cualquier chico malo con una navaja al que en una reyerta de bar se le iba la mano y destripaba a un compañero de copas por una chica que llevaba un vestido demasiado ceñido, o cualquier parado sin futuro que atracaba una licorería y le pegaba un tiro al dependiente que ganaba siete pavos la hora, ya fuera por pánico o por aburrimiento o simplemente porque llevaba una pistola y le parecía una lástima no comprobar lo que era capaz de hacer, cualquiera de ellos recibía el título de «asesino». En los periódicos se utilizaba la palabra para aumentar las ventas, en los juzgados para aumentar las condenas, en las prisiones para granjearse una reputación y disponer de un poco de espacio libre de agresiones y amenazas. Pero no significaba nada; en realidad, no. Matar a alguien no lo convertía a uno en asesino, no en el mundo donde se movía Frank Merrick. En el mundo de éste no era algo que se hiciese una sola vez, ya fuera por accidente o de manera intencionada; ni siquiera era una forma de vida elegida, como el nihilismo o el vegetarianismo. Era un comportamiento que residía en las células y esperaba el momento de despertar, de revelarse. En ese sentido, era posible ser un asesino incluso antes de haber arrebatado la primera vida. Formaba parte de la naturaleza de uno y salía a la luz a su debido tiempo. Sólo necesitaba un catalizador.

Frank Merrick había llevado en apariencia una vida corriente durante veinticinco años, poco más o menos. Se había criado en una zona peligrosa de Charlotte, en Carolina del Norte, y de niño anduvo con malas compañías, pero se enderezó. Estudió para mecánico, y ninguna nube se cernió sobre él ni sombra alguna siguió sus pasos, aunque se decía que permaneció en contacto con elementos de su pasado y que era un hombre en quien podía confiarse a la hora de conseguir un coche o deshacerse de él en poco tiempo. Sólo más tarde, cuando empezó a aflorar su verdadera identidad, su identidad secreta, la gente se acordó de hombres que se habían cruzado con Frank Merrick y que desaparecieron entre las grietas de la acera sin que nadie volviera a verlos ni a tener noticia de ellos. Corrieron rumores de llamadas telefónicas, de viajes a Florida y Atlanta y Nueva Orleans, de armas usadas una sola vez y luego desmontadas y arrojadas a canales y pantanos.

Pero eran sólo rumores, y la gente siempre habla…

Se casó con una chica corriente, y habría seguido casado con ella de no ser por el accidente que alteró de manera radical la vida de Frank Merrick, o quizá simplemente le permitió despojarse de la apariencia de hombre callado e introvertido, hábil con las manos y buen conocedor de la mecánica de un coche, para convertirse en algo mucho más extraño y aterrador.

Una noche, cuando cruzaba una calle en las afueras de Charlotte, donde vivía, Frank Merrick fue atropellado por una moto. Llevaba una tarrina de helado que había comprado para su mujer. Tenía que haber esperado a que cambiara el semáforo, pero le preocupaba que el helado se derritiese antes de llegar a casa. El motorista, que no llevaba casco, había bebido pero no estaba borracho. También había fumado algún porro, pero no estaba colocado. El propio Peter Cash pensó esas dos cosas al montar en la moto después de despedirse de sus amigos y dejarlos viendo un vídeo porno.

Para Cash fue como si Frank Merrick hubiera salido de la nada, cobrando forma de pronto en la calle vacía, materializándose a partir de los átomos de la noche. La moto embistió a Merrick de pleno, rompió huesos y desgarró carne; y con el impacto, el motorista salió catapultado y fue a caer sobre el capó de un coche aparcado. Cash tuvo la suerte de salir del paso con sólo una fractura de pelvis, y si hubiese ido a estrellarse contra el parabrisas del coche con la cabeza desprotegida, y no con el trasero, casi con toda seguridad habría muerto en el acto. En lugar de eso conservó el conocimiento el tiempo suficiente para ver el cuerpo desmadejado de Merrick sacudirse en la calzada como un pez fuera del agua.

Merrick fue dado de alta dos meses después, cuando sus huesos rotos se recuperaron lo suficiente y se consideró que sus órganos internos ya no estaban en peligro inminente de sufrir un fallo o colapso. Apenas habló con su mujer y aún menos con sus amigos, hasta que por fin esos amigos dejaron de importunarle con su presencia. Dormía poco, y rara vez se aventuraba a acostarse en el lecho conyugal, pero cuando lo hacía, se abalanzaba sobre su mujer con tal ferocidad que ella empezó a temer sus acercamientos y el dolor que los acompañaba. Al final, ella huyó de la casa y, pasados uno o dos años, solicitó el divorcio. Merrick firmó todos los papeles sin el menor comentario ni queja, satisfecho al parecer de dejar atrás todos los aspectos de su vida anterior, mientras algo anidaba dentro de él y se metamorfoseaba. Más tarde su mujer cambió de nombre y volvió a casarse en California, y nunca le contó a su nuevo marido la verdad sobre el hombre con quien en otro tiempo había compartido la vida.

¿Y Merrick? Pues se creía que Cash fue la primera víctima del hombre transformado, aunque nunca se encontró prueba alguna que lo vinculase con el crimen. Cash murió apuñalado en su cama, pero Merrick tenía coartada, respaldada por cuatro hombres de Filadelfia que, según se dijo, obtuvieron ciertos servicios de Merrick a cambio. En los años posteriores recibió varios encargos de distintos grupos, sobre todo en la Costa Este, y poco a poco se convirtió en el hombre a quien acudir cuando alguien necesitaba una última y fatídica lección, y cuando la necesidad de negar cualquier participación en el hecho exigía que el trabajo se encargase fuera. La cantidad de cadáveres caídos a manos de él empezó a crecer. Por fin desarrolló su innata aptitud para el asesinato, y para él fue un cambio provechoso.

Mientras tanto, colmó otros apetitos. Le gustaban las mujeres, y una de ellas, una camarera de Pittsfield, Maine, quedó en estado después de una noche en compañía de él. Tenía cerca de cuarenta años y estaba desesperada por encontrar a un hombre, o tener un hijo propio. No contempló siquiera la posibilidad de abortar, pero no tenía forma de ponerse en contacto con el hombre que la había dejado embarazada, y al final dio a luz a una niña aparentemente normal. Frank Merrick volvió después a Maine y buscó a la camarera, y ella temió su reacción cuando le diera la noticia de que era padre, pero él tomó a la niña en brazos y preguntó su nombre («Lucy, como mi madre», le dijo ella), y él, sonriendo, contestó que Lucy era un nombre bonito, y dejó dinero en la cuna de la niña. A partir de entonces llegaba dinero con regularidad, a veces entregado en persona por Merrick, otras veces en forma de giro. La madre de la niña se dio cuenta de que en aquel hombre había algo peligroso, algo que debía quedar inexplorado, y siempre le sorprendió ver la devoción que demostraba hacia la pequeña, pese a que nunca se quedó mucho tiempo con ella. Al hacerse mayor, la niña empezó a tener pesadillas, sólo eso. Pero los sueños de la pequeña empezaron a filtrarse en su vigilia. Se convirtió en una niña difícil, incluso trastornada. Se hacía daño a sí misma e intentaba hacer daño a los demás. Cuando su madre murió -una embolia pulmonar fulminante se la llevó mientras nadaba en el mar, de modo que su cuerpo fue arrastrado mar adentro por la marea y hallado días después en la playa, abotargado y medio devorado por los carroñeros-, Lucy Merrick quedó en manos de la asistencia social. Al cabo de un tiempo la enviaron a Daniel Clay para que la ayudara a refrenar su agresividad y su tendencia a autolesionarse, y ella pareció hacer progresos con él, hasta que ambos desaparecieron.

Por entonces, su padre llevaba cuatro años en la cárcel. Se le acabó la suerte al caerle cinco por conducta temeraria con un arma peligrosa, otros cinco por amenazas con el uso de un arma peligrosa y diez por agresión con agravantes, que debían cumplirse simultáneamente. Todo sucedió cuando una de sus víctimas potenciales escapó repeliéndolo a tiros en su propia casa y Merrick lo acorraló con una navaja; al final la víctima fue atropellada por un coche patrulla mientras huía. Merrick se libró de otra pena de entre cuarenta años y cadena perpetua sólo porque la fiscalía no consiguió demostrar la premeditación del hecho, y porque no tenía antecedentes de delitos con intenciones homicidas. Fue en esa etapa cuando desapareció su hija. No cumplió toda la condena entre la población reclusa corriente. Gran parte, según O'Rourke, la pasó en Supermax, una cárcel de máxima seguridad, y eso no fue coser y cantar.

Tras su puesta en libertad lo enviaron a Virginia para ser juzgado por el asesinato de un contable llamado Barton Riddick, que en 1993 recibió un disparo en la cabeza con una 44 milímetros. A Merrick se le acusó sin más indicio que el análisis balístico, realizado por el FBI, del plomo de unas balas halladas en su coche después de su detención en Maine. No existía la menor prueba de que hubiese estado en el lugar del asesinato en Virginia, ni nada que lo relacionase físicamente con Riddick, pero la composición química del proyectil que había traspasado a la víctima, llevándose consigo una porción de cráneo y masa encefálica, coincidía con la de las balas de la caja de munición descubierta en el maletero de Merrick. Éste se enfrentaba a la posibilidad de pasar el resto de su vida en la cárcel, quizás incluso a la pena de muerte, pero su caso fue uno de los varios elegidos por ciertos bufetes que consideraban que los analistas del FBI habían atribuido en diversas ocasiones un valor excesivo a los resultados de los análisis balísticos del plomo. La acusación contra Merrick se debilitó aún más cuando el arma utilizada en el asesinato se usó también posteriormente para matar a un abogado en Baton Rouge. Muy a su pesar, el fiscal de Virginia decidió no mantener los cargos contra Merrick, y para entonces el FBI ya había anunciado que abandonaba el análisis balístico del plomo. Salió de la cárcel en octubre, y ahora era, a todos los efectos, un hombre libre, ya que había cumplido toda su condena en el estado de Maine, y lo habían puesto en libertad sin condiciones partiendo del supuesto de que los cargos por el asesinato de Riddick bastaban para garantizar que nunca más volvería a pisar la calle como hombre libre.

– Y ahora lo tenemos aquí otra vez -concluyó O'Rourke.

– Preguntando por el médico que trató a su hija -añadí.

– Parece un hombre rencoroso. ¿Qué vas a hacer?

Saqué la cartera y dejé unos billetes en la mesa para pagar la cuenta.

– Voy a hacer que lo detengan -contesté.

– ¿Presentará cargos esa Clay?

– Hablaré con ella. Aunque no lo haga, es posible que la amenaza de prisión baste para quitarle de encima a Merrick. No deseará volver a la cárcel. ¿Quién sabe? Incluso puede que la policía encuentre algo en su coche.

– ¿La ha amenazado de algún modo?

– Sólo de palabra, y muy vagamente. Aunque rompió una ventana de la casa de Rebecca, por lo tanto es capaz de más.

– ¿Alguna señal de que fuera armado?

– Ninguna.

– Frank es la clase de hombre que se sentiría un poco desnudo sin un arma.

– Cuando nos vimos, me dijo que iba desarmado.

– ¿Le creíste?

– Pienso que es demasiado inteligente para ir armado. Como ex presidiario, no pueden sorprenderlo con armas en su poder, y ya está atrayendo atención más que suficiente. Si vuelven a encerrarlo, no podrá averiguar qué le pasó a su hija.

– En fin, es posible, pero no pondría las manos en el fuego. ¿Esa Clay aún vive en la ciudad? -preguntó O'Rourke.

– En South Portland.

– Si quieres, puedo hacer unas llamadas.

– Todo ayudará. No estaría mal tener lista una orden provisional cuando se detenga a Merrick.

O'Rourke dijo que eso seguramente no sería problema. Casi me había olvidado de Jim Poole. Le pregunté por él.

– Recuerdo algo de eso. Era un aficionado. Un detective que había estudiado por correspondencia. Le gustaba la hierba, creo. La policía de Boston pensó que quizá su muerte guardase alguna relación con las drogas, y supongo que para los de aquí fue cómodo suscribir esa teoría.

– Cuando desapareció, trabajaba para Rebecca Clay -dije.

– No lo sabía. Ese caso no lo llevé yo. Por lo que parece, esa mujer trae mala suerte. A su lado la gente desaparece con más facilidad que en el circo mágico.

– Dudo que la gente con suerte atraiga el interés de hombres como Frank Merrick.

– Si lo atraen, la suerte no les dura mucho. Me gustaría estar presente cuando lo encierren. He oído hablar mucho de él, pero nunca lo he tenido cara a cara.

Su jarra de cerveza había dejado un cerco de humedad en la mesa. Trazó formas en él con el dedo índice.

– ¿En qué piensas? -pregunté.

– Pienso que es una lástima que tengas una clienta que se cree en peligro.

– ¿Por qué?

– No me gustan las coincidencias. Algunos de los pacientes de Clay sufrieron abusos deshonestos. La hija de Merrick fue una de sus pacientes.

– ¿Se desprende de ahí que la hija de Merrick sufrió abusos deshonestos? Es posible, pero no tiene por qué ser así necesariamente.

– Y de pronto Clay desaparece y la niña también -continuó diciendo O'Rourke.

– Y no se encuentra a los culpables.

Se encogió de hombros.

– Sólo quiero decir que el hecho de que un hombre como Merrick ande haciendo preguntas sobre viejos delitos podría preocupar a determinadas personas.

– Como, por ejemplo, a los autores de esos viejos delitos.

– Exacto. Tal vez fuese útil. Nunca se sabe quién podría darse por ofendido y, de paso, delatarse.

– El problema es que Merrick no es como un perro sujeto con una correa. Es imposible controlarlo. Así las cosas, tengo a tres hombres vigilando a mi clienta. Para mí, su seguridad es prioritaria.

O'Rourke se puso en pie.

– Bueno, habla con ella. Explícale lo que te propones. Luego solicitemos la detención de Merrick y veamos qué ocurre.

Volvimos a estrecharnos la mano y le di las gracias por su ayuda.

– No te dejes llevar -recomendó-. Yo estoy en esto por los niños. Ah, y perdona que sea así de claro, pero si el barco se va a pique, y me entero de que has sido tú quien ha abierto la vía de agua, te detendré yo mismo.


Era la hora de ir a casa de Joel Harmon. Por el camino llamé a Rebecca y le conté la mayor parte de lo que O'Rourke me había dicho sobre Merrick, así como mis planes para el día siguiente. Si bien parecía haberse calmado un poco desde nuestra última conversación, seguía resuelta a dar por concluido nuestro trato lo antes posible.

– Quedaré en reunirme con él y haré que lo detenga la policía -expliqué-. Según la ley de protección contra el acoso de este estado, si una persona intimida o se enfrenta a otra tres o más veces, la policía debe intervenir. Supongo que el incidente de la ventana puede considerarse un acto intimidatorio, y además lo sorprendí vigilándola aquel día en Longfellow Square, así que también podemos acusarlo de acecho. Cualquiera de los dos delitos nos bastaría para solicitar el amparo de la ley.

– ¿Significa eso que tendré que ir a juicio? -preguntó.

– Debe presentar la denuncia de acoso mañana a primera hora. En cualquier caso, la denuncia es un paso previo para la posterior demanda judicial. A continuación, después de presentar la demanda, podemos acudir al tribunal del distrito y pedir una orden provisional de protección con carácter de urgencia. A este respecto ya he hablado con alguien, y mañana por la tarde deberían tenérselo todo preparado. -Le di el nombre y el número de O'Rourke-. Se fijará fecha y hora para la vista, y habrá que entregar a Merrick las citaciones y la demanda. Puedo ocuparme yo, o si lo prefiere, podemos dejarlo en manos de la oficina del sheriff. Si Merrick volviera a abordarla una vez entregada la orden, cometería un delito de clase D, que conllevaría una pena de hasta un año de prisión y una multa máxima de mil dólares. Con tres condenas a las espaldas, podrían caerle cinco años.

– Aun así, no me quedo del todo tranquila -dijo ella-. ¿No podrían encerrarlo de inmediato?

– Es un equilibrio delicado -contesté-. Se ha pasado de la raya, pero no tanto como para justificar una condena a prisión. La cuestión es que, si no me equivoco, el último de sus deseos es arriesgarse a volver a la cárcel. Es un hombre peligroso, pero ha tenido varios años para pensar en su hija. Le falló a ella, pero quiere culpar a otro, y al parecer ha decidido empezar por su padre, porque ha oído rumores y se pregunta si algo así podría haberle ocurrido a su hija mientras estaba en tratamiento con él.

– Y como mi padre no está, ha acudido a mí. -Suspiró-. De acuerdo. ¿Tendré que estar presente cuando lo detengan?

– No. Pero es posible que la policía quiera hablar con usted después. Por si acaso, Jackie andará cerca.

– ¿Por si acaso las cosas no salen como usted ha planeado?

– Por si acaso -repetí, sin comprometerme a nada. Tenía la sensación de que la había dejado en la estacada, pero no se me ocurría qué más podría haber hecho. Con la ayuda de Jackie Garner y los Fulci podría haber molido a palos a Merrick, pero eso habría sido rebajarnos a su nivel. Y ahora, después de mi conversación con O'Rourke, tenía una razón más para no usar la fuerza contra Merrick.

Extrañamente, lo compadecía.

11

Esa noche se hicieron llamadas. Tal vez fuera eso lo que deseaba Merrick desde el principio. Por eso había dejado notar tanto su presencia en casa de Rebecca Clay, por eso había dejado su sangre en la ventana, y por eso me había puesto a mí sobre el rastro de Jerry Legere. Asimismo, se habían producido otros incidentes que yo todavía ignoraba. La noche anterior alguien había colgado cuatro cuervos muertos, atados juntos, frente a la oficina del antiguo abogado de Rebecca, Elwin Stark. En algún momento de esa misma noche habían allanado el Centro Midlake. No habían robado nada, pero alguien debía de haberse pasado horas revisando todos los expedientes allí guardados, y se tardaría mucho tiempo en averiguar qué documentos se habían llevado, si es que se habían llevado alguno. Cuando el antiguo médico de Clay, el doctor Caussure, iba camino de un torneo de bridge, lo había abordado un individuo que coincidía con la descripción de Merrick. El hombre, tras cortarle el paso al coche de Caussure, había bajado la ventanilla de su Ford rojo y había preguntado al médico si le gustaban los pájaros y si estaba enterado de que su difunto paciente y amigo el doctor Daniel Clay tenía trato con pederastas y desviados.

A Merrick le traía sin cuidado si esa gente estaba implicada o no. Su. propósito era crear un clima de miedo e incertidumbre. Quería entrar y salir de las vidas, propagar rumores y medias verdades, consciente de que, en una ciudad pequeña como Portland, correría la voz y los hombres a quienes buscaba pronto zumbarían como abejas en tomo a su colmena ante el peligro de una amenaza inminente. Merrick pensaba que lo tenía todo bajo control o que podía hacer frente a cualquier situación que surgiera, pero se equivocaba. Lo estaban manipulando, igual que a mí, y en realidad nadie tenía las cosas bajo control, ni siquiera el misterioso cliente de Eldritch.

Pronto empezaría a morir gente.


Joel Harmon vivía en una gran casa de Bayshore Drive, en Falmouth, con embarcadero privado y un yate blanco atracado muy cerca de allí. Antiguamente, Portland se llamó Falmouth, desde finales del siglo XVII, cuando el barón De Saint Castin, vascofrancés, capitaneó a los nativos en una serie de ataques contra los asentamientos ingleses que acabaron con la quema de la ciudad, hasta finales del siglo XVIII, cuando la población adquirió rango de urbe. Ahora la zona que antes se llamaba Falmouth es uno de los barrios residenciales más acomodados de Portland y el centro de la actividad náutica. El club de vela de Portland, uno de los más antiguos del país, se encuentra en Falmouth Foreside, al abrigo de la isla de Clapboard, una franja de tierra larga y estrecha dividida en dos fincas privadas, vestigios del siglo XIX, cuando el magnate de los ferrocarriles Henry Houston construyó en la isla una cabaña de veraneo de mil metros cuadrados, su particular aportación a la pérdida de significado de la palabra «cabaña» en esta parte del mundo.

La casa de Harmon se alzaba en lo alto de un promontorio. Una pendiente cubierta de césped descendía hasta la orilla del mar, con tapias a ambos lados para preservar la intimidad y muchos rosales en arriates cuidadosamente ordenados y resguardados. June me había contado que Harmon, fascinado por la hibridación, se dedicaba de manera obsesiva al cultivo de las rosas, y que la tierra de su jardín se supervisaba y reajustaba sin cesar para facilitarle la labor. Se decía que las rosas de sus arriates no existían en ninguna otra parte, y Harmon, a diferencia de otros entusiastas de la jardinería, no veía razón alguna para compartir sus descubrimientos. Las rosas eran para su exclusivo disfrute, y de nadie más.

Hacía una noche anormalmente cálida, una trampa de la estación para inducir al incauto a una falsa sensación de seguridad, y mientras June y yo estábamos en el jardín con los demás invitados, tomando el aperitivo, observé con atención la casa de Harmon, su yate, sus rosas y a su mujer, que nos había recibido al llegar, ya que su marido estaba ocupado en otra parte de la casa. Tenía ya sesenta años cumplidos, poco más o menos la misma edad que Harmon, y en su cabello cano se veían mechas rubias teñidas con esmero. De cerca, su piel parecía plástico moldeado. Por lo visto le costaba desplegarla para formar algo parecido a una expresión, pese a que su cirujano, previendo el problema, le había labrado una media sonrisa permanente en la boca, de modo que uno podía estar hablándole del ahogamiento de las crías de gatos y perros y ella escucharlo todo con semblante vagamente risueño. Se advertían en su rostro vestigios de la belleza que acaso poseyó en otro tiempo, pero degradados por su sombría determinación de aferrarse a ella. Tenía los ojos apagados y vidriosos, y tan escasas dotes para la conversación que a su lado cualquier niño que pasara por allí habría parecido Oscar Wilde.

En contraste, su marido era el perfecto anfitrión, vestido con ropa informal pero cara: una chaqueta blazer de lana azul y pantalón gris, con un fular rojo para añadir al conjunto un toque de excentricidad cultivada a conciencia. Mientras estrechaba manos e intercambiaba chismes, lo eclipsaba una hermosa muchacha de origen asiático, joven y esbelta, con la clase de figura ante la que las mandíbulas de los hombres se desencajan espontáneamente. Aunque, según la versión oficial, era su secretaria particular, June sostenía que era el último lío de Harmon. Éste tenía el hábito de ligarse a jovencitas, a las que deslumbraba con su fortuna y dejaba luego tiradas tan pronto como una nueva candidata asomaba en el horizonte.

– No parece que su mujer ponga demasiados reparos a su presencia -comenté-. Aunque, la verdad, da la impresión de que lo único que sabe es cuándo le toca la próxima dosis de medicación.

La señora Harmon paseaba a intervalos regulares una mirada vacía por los invitados sin posarla en ninguno de ellos, simplemente los bañaba con la luz mortecina de sus ojos, como el haz de un faro al iluminar a los barcos en su recorrido. Ni siquiera cuando nos recibió en la puerta tendiéndonos la mano, que al contacto parecía el cuerpo frío y disecado de un ave muerta hacía mucho tiempo, nos miró apenas a los ojos.

– Me da pena -dijo June-. Lawrie siempre fue la clase de mujer destinada a casarse con un hombre poderoso y darle hijos, pero no tenía vida interior, o si la tenía, pasaba inadvertida. Ahora sus hijos se han hecho mayores y llena el tiempo como puede. De joven era guapísima, pero ahí se acababan sus méritos. Lo único que hace es asistir, como un pasmarote, a las reuniones del consejo de dirección de varias organizaciones benéficas y gastar el dinero de su marido, y él no se opone, a condición de que ella no se entrometa en su vida.

Me pareció adivinar de qué pie calzaba Harmon: un hombre caprichoso, con dinero suficiente para entregarse a sus apetitos y saciarlos, mientras sus necesidades iban a más a cada bocado que daba. Procedía de una familia bien relacionada en el ámbito político y su padre había sido asesor del Partido Demócrata, aunque, debido al fracaso de varios de sus negocios, emanaba un tufo a escándalo que le había impedido acercarse al plato donde comían los perros grandes. El propio Harmon había desarrollado una gran actividad política durante una época colaborando de joven, allá por 1971, en la campaña de Ed Muskie; gracias a los esfuerzos de su padre llegó a viajar con Muskie cuando éste visitó Moscú, hasta que quedó claro que Muskie no sólo no iba a salir nominado, sino que probablemente convenía que McGovern le ganara la partida en las primarias. Muskie perdía los estribos con facilidad. Despotricaba contra los periodistas y sus colaboradores, y lo hacía en público. Si hubiese salido nominado, esa faceta suya no habría tardado en darse a conocer a los votantes. Así que Joel Harmon y su familia abandonaron a Muskie de forma rápida y discreta, y él dejó de lado cualquier forma de idealismo político que pudiera haber albergado para concentrarse en la apremiante tarea de amasar fortuna y compensar los fracasos de su padre en los negocios.

Pero, según June, Harmon era un hombre mucho más complejo de lo que aparentaba: hacía generosas donaciones para obras benéficas, no sólo públicamente, sino también en privado. Sus opiniones acerca de la asistencia y el bienestar sociales lo convertían casi en un socialista para lo que corría por Estados Unidos, y a ese respecto seguía siendo una voz poderosa aunque discreta, y gozaba del crédito de sucesivos gobernadores y representantes del estado. Era un apasionado defensor de la ciudad y el estado donde vivía, y se decía que sus hijos estaban un tanto consternados por la facilidad con que dilapidaba lo que consideraban su herencia, ya que tenían la conciencia social mucho menos desarrollada que su padre.

Como quería mantener la mente despejada, tomé zumo de naranja mientras los otros invitados bebían champán. Reconocí a uno o dos de los presentes. Había un escritor, un tal Jon Lee Jacobs, que publicaba novelas y poemas sobre pescadores de langostas y la llamada del mar. Tenía una gran barba roja y vestía como los hombres de sus libros, sólo que procedía de una familia de contables natural de Massachusetts y, según rumores, se mareaba en cuanto pisaba un charco. La otra cara conocida era el doctor Byron Russell, un joven psiquiatra que salía en la Radio Pública de Maine y en las cadenas de televisión locales cada vez que se necesitaba un busto parlante para abordar temas relacionados con la salud mental. En honor de Russell había que admitir que, cuando participaba, tendía a actuar como la voz de la razón, a menudo a costa de alguna mujer de hablar meloso que tenía un falso título de psicología, emitido por una universidad con sede en una caravana, y que creía en la clase de tópicos sensibleros ante los que la depresión y el suicidio parecían opciones más atractivas que escucharla a ella. Curiosamente, también estaba allí Elwin Stark, el abogado que se había mostrado tan reacio a hablar conmigo esa misma semana. De buena gana le habría mencionado a Eldritch, que me había dedicado mucho más rato, aunque sin decirme en realidad gran cosa más de lo que había averiguado en una milésima parte del tiempo que conversé con Stark. Pero a Stark, al principio, la perspectiva de tener que tratar conmigo en persona no le puso de mejor humor que cuando hablamos por teléfono. No obstante, al final consiguió mostrarse cortés durante un par de minutos. Incluso se disculpó, en cierto modo, por su anterior brusquedad. Pese a que tenía una copa de champán en la mano, el aliento le olía a whisky. Era obvio que había empezado a beber antes que los demás invitados.

– Me llamó usted en muy mal día -dijo-. No fue el momento más oportuno.

– Por lo general, no tengo el don de la oportunidad -contesté-. Y es un don de vital importancia.

– Veo que lo ha entendido. ¿Sigue husmeando en lo de Clay?

Respondí que sí. Hizo una mueca, como si alguien acabara de ofrecerle un trozo de pescado pasado. Fue entonces cuando me contó lo de los cuervos.

– Mi secretaria se llevó un susto de muerte -dijo-. Pensó que era obra de una secta satánica.

– ¿Y usted?

– En fin, fue un suceso atípico, eso debo admitirlo. Hasta ese momento mi peor experiencia había sido un golpe que me dieron en el parabrisas del Lexus con un palo de golf.

– ¿Tiene idea de quién lo hizo?

– Puedo adivinar quién cree usted que lo hizo: el mismo que ha estado haciéndole pasar algún que otro mal rato a Rebecca Clay. Yo ya supe que usted traería mala suerte en cuanto oí su voz. -Intentó reírse de sus propias palabras, pero era obvio que lo pensaba en serio.

– ¿Y por qué lo eligió a usted?

– Porque está desesperado, y mi nombre aparecía por todas partes en la documentación relacionada con el padre de Rebecca. Aunque no quise ocuparme de la validación del testamento. Ya tenía bastante.

– ¿Está preocupado?

– No. Yo ya he nadado otras veces entre tiburones y he sobrevivido. Conozco a gente a la que puedo recurrir si es necesario. Rebecca, en cambio, sólo dispone de gente si paga. Debería dejarlo correr, Parker. Removiendo el lodo del fondo del estanque no consigue más que empeorar las cosas.

– ¿No le interesa la verdad?

– Soy abogado -contestó-. ¿Qué importa la verdad? A mí lo que me preocupa es proteger los intereses de mis clientes. A veces la verdad es un estorbo.

– Tiene usted un punto de vista muy… pragmático.

– Soy realista. No me dedico a lo penal, pero si tuviera que defenderle a usted de una acusación de asesinato y decidiese declararse inocente, ¿qué esperaría de mí? ¿Que en atención a la verdad le dijera al juez que, bien mirado, lo consideraba a usted culpable? Un poco de seriedad. En derecho no es necesario que algo sea verdad, sino sólo que lo parezca. La mayoría de los casos se reduce a encontrar una versión de la verdad aceptable para ambas partes. ¿Quiere saber cuál es la única verdad? Todo el mundo miente. Ésa es. Ésa es la verdad. Eso va a misa.

– Así pues, ¿está protegiendo los intereses de un cliente en relación con el caso de Daniel Clay?

Blandió un dedo en dirección a mí. No me gustó el gesto, como tampoco me había hecho ninguna gracia que me llamara por el apellido.

– Es usted un caso -repuso-. Daniel fue cliente mío. También lo fue, por poco tiempo, su hija. Ahora Daniel está muerto. Eso ya no tiene vuelta de hoja. Descanse en paz, esté donde esté.

Nos dejó para acercarse a hablar con el escritor Jacobs. June imitó el gesto de Stark con el dedo.

– Tiene razón -dijo-. Eres un caso. ¿Alguna de tus conversaciones acaba bien?

– Sólo contigo -contesté.

– Eso es porque no te escucho.

– Será por eso -admití al mismo tiempo que un camarero tocaba una campanilla para llamarnos a la mesa.


En total éramos doce, incluidos Harmon y su mujer. Completaban el grupo una artista de collages a quien June no conocía y tres banqueros, viejos amigos de Harmon. Éste habló con nosotros por primera vez cuando nos dirigíamos al comedor y se disculpó por haber tardado tanto en atendernos.

– Vaya, June -dijo-. Empezaba a pensar que nunca te vería en una de mis veladas. Temía haberte ofendido de alguna manera.

June rechazó la insinuación con una sonrisa.

– Te conozco demasiado bien para ofenderme por algo que venga de ti, salvo tu ocasional mal gusto -respondió ella.

Se apartó para que Harmon y yo pudiéramos estrecharnos la mano. Era un gesto que él había convertido en arte. Podía haber dado clases sobre la duración adecuada, la fuerza del apretón y la amplitud de la sonrisa que lo acompañaba.

– Señor Parker, he oído hablar mucho de usted. Lleva una vida interesante.

– No es tan productiva como la suya. Tiene usted una casa preciosa y una colección fascinante.

Una extraordinaria diversidad de cuadros decoraba las paredes, y la colocación de cada pieza había sido obviamente fruto de profundas reflexiones, de modo que las pinturas y los dibujos parecían complementarse y hacerse eco unos de otros, incluso discordando allí donde su yuxtaposición podía ejercer un especial impacto en el observador. En la pared a nuestra derecha, un desnudo de una joven en una cama, hermoso aunque un poco siniestro, colgaba frente a un cuadro mucho más antiguo de un anciano a punto de expirar en una cama muy parecida y cuyos postreros momentos eran presenciados por un médico y un grupo de parientes y amigos, algunos afligidos, algunos compasivos y otros simplemente avariciosos. Entre ellos se encontraba una joven cuyo rostro presentaba una asombrosa semejanza con la cara del desnudo colocado enfrente. Camas parecidas, mujeres parecidas, separadas por siglos pero ahora parte de la misma narración debido a la proximidad de las dos imágenes.

Harmon desplegó una radiante sonrisa de gratitud.

– Si le apetece, se la enseñaré encantado después de la cena. Una de las ventajas de tener un gusto un tanto ecléctico, sea cual sea la opinión de June respecto a la dirección que éste toma a veces, es que todo aquel que contempla la colección encuentra algo que lo satisface dentro de su amplio espectro. Me interesará mucho ver qué atrae su atención, señor Parker; realmente me interesará mucho. Y ahora vamos, están a punto de servir la cena.

Tomamos asiento en torno a la mesa. Yo me senté entre la amiga de Harmon, que se llamaba Nyoko, y la artista de collages. La artista, con mechas verdes en el pelo rubio, era esbelta y atractiva de un modo vagamente inquietante. Parecía la clase de chica capaz de cortarse las venas, y quizá no sólo las suyas. Me dijo que se llamaba Summer.

– Summer. ¿Así tal cual, como «verano»?

Frunció el entrecejo. Acababa de sentarme y ya había alguien molesto conmigo.

– Es mi verdadero nombre -aclaró-. El nombre que me pusieron al nacer fue una imposición. Desecharlo en favor de mi auténtica identidad me liberó para consagrarme a mi arte.

– Ajá -asentí. Un bicho raro.

Nyoko estaba un poco más en contacto con la realidad objetiva. Era licenciada en historia del arte y había regresado a Maine recientemente después de trabajar dos años en Australia. Al preguntarle desde cuándo conocía a Harmon se sonrojó un poco, demostrando que era consciente de la imagen que ofrecía.

– Nos conocimos en la inauguración de una exposición hace unos meses. Y ya sé qué está pensando.

– ¿Ah, sí?

– Bueno, sé qué pensaría yo si se invirtieran nuestros papeles.

– ¿Se refiere a si yo saliera con Joe Harmon? La verdad es que no es mi tipo.

Ahogó una risa.

– Ya sabe a qué me refiero. Es mayor que yo. Está casado, o algo así. Es rico y mi coche probablemente cuesta menos que el coñac que Joel servirá después de la cena. Pero me cae bien: es divertido, tiene buen gusto y ha vivido lo suyo. Me da igual lo que piense la gente.

– ¿Incluso su mujer?

– No se anda con rodeos, ¿eh?

– Compréndalo: estoy sentado a su lado, y si la señora Harmon empieza a lanzar cuchillos después de la segunda copa de vino, me gustaría tener la seguridad de que apunta hacia usted, no hacia mí.

– A ella la trae sin cuidado lo que haga Joel. Ni siquiera sé si se da cuenta.

Como si obedeciese a una señal, Lawrie Harmon miró en dirección a nosotros y consiguió ensanchar cinco milímetros más su sonrisa. Su marido, sentado a la cabecera de la mesa, le dio unas palmadas en la mano izquierda con actitud pensativa, tal como habría podido acariciar a un perro. Pero me pareció advertir que la mortecina expresión desaparecía momentáneamente de los ojos de Lawrie y algo traspasaba la bruma, como si la lente de una cámara se fijara en el instante perfecto de luz previo a la exposición. Por primera vez esa noche su mirada se posó en alguien, pero sólo en Nyoko. A continuación, desdibujándose un poco su sonrisa, centró la atención en otra cosa. Nyoko no se había dado cuenta, distraída como estaba por algo que le había dicho Summer, aunque me pregunté si, en caso de haber estado mirando, habría percibido el cambio.

Harmon le hizo una señal con la cabeza a uno de los camareros, dispuestos en círculo alrededor de la mesa como los puntos cardinales, y los platos comenzaron a aparecer ante nosotros con silenciosa eficiencia. Quedaban dos sillas desocupadas en el extremo de la mesa.

– ¿Falta alguien, Joel? -preguntó Jacobs. Tenía fama de ser un hombre que, a la menor oportunidad, declamaba interminablemente sobre su condición de visionario, un hombre en contacto con la grandeza del ciudadano de a pie y con la naturaleza. Saltaba a la vista que nos había evaluado a los demás y llegado a la conclusión de que, para él, no éramos rivales, pero le preocupaba que pudiesen aparecer aún unos desconocidos y quitarle protagonismo. Le tembló la barba, como si una criatura que habitara dentro de ella hubiese cambiado de postura. Entonces lo distrajo la llegada de su tarrina de pato y, dejando de lado la curiosidad, empezó a comer.

Harmon dirigió la mirada hacia las sillas, como si las viera por primera vez.

– Nuestros hijos -contestó-. Esperábamos que cenaran con nosotros, pero ya sabéis cómo son los chicos. Hay una fiesta en el club náutico. Por lo que se ve, y sin el menor ánimo de ofender a ninguno de los presentes, han decidido que allí tendrían más oportunidades de hacer travesuras que en una cena con sus padres y sus invitados. Y ahora, por favor, podéis empezar a comer.

Sus palabras llegaron un poco tarde para Jacobs, que tenía ya la tarrina a medias. En honor suyo debe decirse que, incómodo, dejó de comer por un momento y, después de un gesto de indiferencia, volvió al ataque. La comida estuvo bien, aunque en general las tarrinas, sean de lo que sean, no me impresionan. El segundo plato, navarin de venado con bayas de enebro, era excelente, eso sí. De postre había mousse de chocolate y lima, y para acabar café con petit fours. El vino era un Duhart-Milon del 98, que Harmon definió como costaud, o con mucho cuerpo, de uno de los viñedos menores de Lafitte. Jacobs asintió con la cabeza sabiamente como si entendiera de qué hablaba Harmon. Tomé un sorbo de mi copa por cortesía. Lo encontré un poco excesivo, en todos los sentidos.

La conversación pasó de la política local al arte e, inevitablemente, a la literatura. Este giro fue fruto en gran medida de la intervención de Jacobs, y a partir de ese momento empezó a desplegar las plumas como un pavo real en espera de que alguien le preguntase por su última obra magna. Por lo visto nadie estaba muy dispuesto a abrir las compuertas, pero al final Harmon preguntó, aparentemente más por obligación que por verdadero interés. A juzgar por el resumen que siguió, Jacobs no se había cansado aún de mitificar al ciudadano de a pie, aun cuando todavía no hubiese conseguido comprenderlo ni apreciarlo.

– Ese hombre es un plasta inaguantable -susurró June mientras recogían los platos y los invitados empezaban a salir por una puerta de dos hojas a un salón provisto de cómodos sofás y sillones.

– Una vez me regalaron uno de sus libros -contesté.

– ¿Lo has leído?

– Lo empecé y luego pensé que en mi lecho de muerte querría recuperar el tiempo perdido y ya no me sería posible. Así que, en lugar de leerlo, me las ingenié para perder el libro. Creo que se me cayó al mar.

– Una sabia decisión.

Harmon apareció a mi lado.

– ¿Le apetece ahora la visita guiada, señor Parker? June, ¿nos acompañas?

June declinó el ofrecimiento.

– Acabaríamos peleándonos, Joel. Dejaré que el nuevo invitado disfrute de tu colección sin importunarlo con mis prejuicios.

Él respondió con una inclinación de cabeza y se volvió otra vez hacia mí.

– ¿Puedo ofrecerle otra copa, señor Parker?

Levanté mi copa a medio acabar.

– Estoy servido, gracias.

– En ese caso, empecemos.

De habitación en habitación, Harmon fue señalándome las piezas de las que se sentía más orgulloso. No reconocí muchos de los nombres, pero probablemente se debía más a mi ignorancia que a otra cosa. En todo caso, no podía decir que la mayor parte de la colección de Harmon fuera de mi agrado, y casi oía las expresiones de consternación de June ante algunas de las obras más estrafalarias.

– He oído decir que tiene varios cuadros de Daniel Clay -comenté mientras contemplábamos algo que habría podido ser una puesta de sol o una sutura.

Harmon sonrió.

– Ya me advirtió June de que posiblemente me preguntaría por ellos -contestó-. Tengo dos en un despacho de la parte de atrás. Varios de los otros están guardados. Ésta es una colección rotatoria, podríamos decir. Demasiadas piezas y poco espacio, incluso para una casa de este tamaño.

– ¿Lo conoció bien?

– Fuimos a la universidad juntos y mantuvimos el contacto después de licenciarnos. Estuvo aquí como invitado muchas veces. Me caía muy bien. Era un hombre sensible. Lo que ocurrió fue espantoso, tanto para él como para los niños afectados.

Me llevó a una habitación situada al fondo de la casa. Con ventanas altas en saliente y vistas al mar, era una combinación de despacho y pequeña biblioteca, provista de estantes de roble desde el suelo hasta el techo y un enorme escritorio a juego. Harmon me explicó que Nyoko lo usaba los días que trabajaba en la casa. Sólo había dos cuadros en las paredes, uno de alrededor de medio metro por uno y medio, y el otro mucho menor. Éste mostraba el campanario de una iglesia recortándose contra un fondo de pinos que se alejaban hacia el horizonte. Era un paisaje brumoso, de contornos desdibujados, como si toda la escena se filtrase a través de una lente impregnada de vaselina. En la pintura de mayor tamaño se veían cuerpos de hombres y mujeres retorcidos y entrelazados, todo el lienzo representaba una masa de carne sombría y contorsionada. Resultaba asombrosamente desagradable, tanto más por el grado de destreza artística desplegado en su creación.

– Creo que prefiero el paisaje -comenté.

– Como casi todo el mundo. El paisaje es una obra posterior, creado dos décadas después de la otra. Ninguno de los dos tiene título, pero el lienzo más grande es característico de la primera etapa de Daniel.

Volví a centrar mi atención en el paisaje. Percibí algo casi familiar en la forma del campanario.

– ¿Existe este lugar? -pregunté.

– Es Galaad -contestó.

– ¿Como en los «hijos de Galaad»?

Harmon asintió.

– Otro de los puntos oscuros de la historia de nuestro estado. Por eso lo tengo aquí. Supongo que lo conservo básicamente como homenaje al recuerdo de Daniel y por el hecho de que me lo regaló, pero no lo expondría en las zonas más públicas de la casa.

La comunidad de Galaad, así llamada por una de las ciudades bíblicas convertidas en refugio, había sido fundada en los años cincuenta por un pequeño magnate de la madera llamado Bennet Lumley. Lumley era un hombre temeroso de Dios y le preocupaba el bienestar espiritual de los hombres que trabajaban en los bosques por debajo de la frontera canadiense. Creyó que si lograba fundar un pueblo donde pudieran vivir con sus familias, un pueblo sin las distracciones del alcohol y las prostitutas, los haría ir por el buen camino. Estableció un programa de desarrollo urbanístico, cuyo elemento más destacado era una descomunal iglesia de piedra concebida como eje central del asentamiento, símbolo de la devoción de sus habitantes al Señor. Poco a poco, las casas construidas por Lumley empezaron a llenarse de leñadores y sus familias, algunos de los cuales quizá se sentían sinceramente comprometidos con aquella comunidad basada en principios cristianos.

Por desgracia, no todos pensaban lo mismo. Empezaron a correr rumores sobre Galaad, y sobre algunas de las cosas que ocurrían allí al amparo de la noche, pero eran otros tiempos y la policía poco podía hacer, y menos si consideramos que Lumley obstaculizaba toda investigación, preocupado por salvar las apariencias de su comunidad ideal.

Hasta que en 1959 un cazador que seguía el rastro de unos ciervos por el bosque cercano a Galaad se topó con una tumba de escasa profundidad, parcialmente escarbada por los animales. Se descubrió el cadáver de un recién nacido: un niño, muerto con apenas un día de vida. Como después se supo, lo habían herido repetidas veces con una aguja de punto. Más tarde encontraron cerca de allí otras dos tumbas similares, cada una con un pequeño cadáver, en un caso un niño y en el otro una niña. Esta vez tuvo lugar un gran despliegue policial. Se hicieron preguntas; se llevaron a cabo interrogatorios cordiales y no tan cordiales, pero a esas alturas ya habían huido muchos de los adultos que vivían en el asentamiento. Al someterse a examen médico a tres chicas, una de catorce años y dos de quince, se descubrió que habían dado a luz en los últimos doce meses. Lumley se vio obligado a tomar medidas. Se celebraron reuniones y, en los rincones de los clubes, mantuvieron conversaciones hombres influyentes. Discretamente, y sin el menor revuelo, Galaad fue abandonado y los edificios se demolieron o empezaron a deteriorarse, todos menos la gran iglesia inacabada, que fue colonizada paulatinamente por el bosque, cuyo campanario se convirtió en una columna verde bajo capas de hiedra enmarañada. Sólo se encarceló a una persona en relación con lo ocurrido: un hombre llamado Mason Dubus y a quien se consideraba la figura principal de la comunidad. Cumplió condena por secuestro de niños y abusos deshonestos a una menor cuando una de las chicas que había dado a luz declaró a la policía que Dubus y su mujer la habían tenido prisionera durante siete años después de raptarla cerca de la casa de sus padres en Virginia Occidental mientras recogía moras. La mujer de Dubus se libró de la cárcel aduciendo que había actuado coaccionada por su marido, y su declaración sirvió para asegurar la condena de Dubus. No quiso o no pudo contar a la policía nada más de lo sucedido en Galaad, pero por el testimonio de algunos de los niños, de ambos sexos, era evidente que habían sido sometidos a abusos continuos, tanto antes de la fundación de Galaad como una vez establecida la comunidad. Como Harmon había dicho, fue un episodio oscuro en la historia del estado.

– ¿Pintó Clay muchos cuadros como éste? -pregunté.

– Clay no pintó muchos cuadros, y punto -respondió Harmon-, pero de los que yo he visto, unos cuantos contienen imágenes de Galaad.

Galaad se hallaba a las afueras de Jackman, y Jackman era el lugar donde se encontró abandonado el coche de Clay. Le recordé ese dato a Harmon.

– Creo que Daniel tenía, desde luego, interés en Galaad -dijo con cautela.

– ¿Interés o algo más que eso?

– ¿Me pregunta si Daniel estaba obsesionado con Galaad? No lo creo, pero considerando el carácter de su trabajo, no es de extrañar que sintiera curiosidad por la historia del asentamiento. Entrevistó a Dubus. Él me lo contó. Daniel tenía en mente un proyecto relacionado con Galaad, me parece.

– ¿Un proyecto?

– Sí, un libro sobre Galaad.

– ¿Fue ésa la palabra que empleó? ¿«Proyecto»?

Harmon se detuvo a pensar un momento.

– No podría decirlo con seguridad, pero es posible. -Apuró el coñac y dejó la copa en el escritorio-. Me temo que estoy desatendiendo a mis otros invitados. Deberíamos volver a la carga.

Abrió la puerta, me cedió el paso y luego cerró y echó la llave.

– ¿Qué cree que le pasó a Daniel Clay? -pregunté mientras el murmullo de las conversaciones de los otros invitados aumentaba de volumen conforme nos acercábamos al salón donde estaban reunidos.

Harmon se detuvo en la puerta.

– No lo sé -contestó-. Pero sí puedo decirle una cosa: Daniel no era la clase de hombre que se suicidaría. Puede que se culpara por lo que les sucedió a esos niños, pero no se habría quitado la vida por eso. Aun así, si estuviera vivo, creo que se habría puesto en contacto con alguien desde su desaparición, ya fuera conmigo, con su hija, o con algún colega. Y sin embargo no lo ha hecho ni una sola vez.

– ¿Cree, pues, que está muerto?

– Estoy convencido de que lo mataron -me corrigió Harmon-. Pero ignoro por qué.

12

La fiesta, si podía llamarse así, acabó poco después de las diez. Me pasé gran parte del tiempo en compañía de June, Summer y Nyoko, intentando aparentar en vano que entendía un poco de arte; mucho menos tiempo lo pasé con Jacobs y dos de los banqueros, intentando aparentar, también en vano, que entendía un poco de finanzas. Jacobs, el escritor del pueblo, sabía mucho de bonos de alto riesgo y especulación monetaria para ir por ahí dándoselas de persona sencilla. Su hipocresía era tan flagrante que casi resultaba admirable.

Lentamente, los invitados empezaron a dispersarse hacia sus coches. De pie en el porche a pesar de que había refrescado de repente, Harmon nos agradeció la visita uno por uno. Su mujer había desaparecido después de darnos educadamente las buenas noches. Nyoko quedó excluida de las despedidas, y una vez más me di cuenta de que, pese a las apariencias, Lawrie Harmon no estaba tan desconectada del mundo real como creía la joven norteamericana de origen asiático.

Cuando me llegó el turno de marcharme, Harmon apoyó su mano izquierda en la parte superior de mi brazo mientras me estrechaba la mano con la derecha.

– Dígale a Rebecca que, si puedo hacer algo por ella, ya sabe dónde encontrarme. Mucha gente desearía averiguar qué fue de Daniel. -Se le ensombreció el rostro y, bajando la voz, añadió-: Y no sólo sus amigos.

Aguardé a que continuase. Sentía debilidad por lo enigmático.

– Al final, antes de su desaparición, Daniel cambió -prosiguió Harmon-. No fue sólo por los problemas que tenía: el caso Muller, el descubrimiento de los abusos deshonestos… Había algo más. La última vez que lo vi estaba claramente preocupado. Puede que fuera lo que estaba investigando, pero ¿qué clase de investigación habría podido alterarlo así?

– ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Más o menos una semana antes de desaparecer.

– ¿Y no le dio la menor indicación de lo que le inquietaba, aparte de las dificultades ya conocidas?

– Ni la más mínima. Fue sólo una impresión mía.

– ¿Por qué no me lo ha mencionado antes en su despacho?

Harmon me lanzó una mirada dando a entender que no estaba acostumbrado a que se cuestionaran sus decisiones.

– Soy un hombre cauto, señor Parker. Juego al ajedrez, y se me da bastante bien. Probablemente también por eso he sido un buen hombre de negocios. He aprendido que siempre compensa dedicar un poco de tiempo a pensar antes de mover una pieza. En el despacho, parte de mí no quería saber nada más de Daniel Clay. Fue amigo mío, pero después de lo ocurrido, después de los rumores y las acusaciones a sus espaldas, pensé que lo mejor era distanciarme de él.

– Pero ahora ha cambiado de idea.

– No. Parte de mí piensa que no puede salir nada bueno de las indagaciones que está usted realizando en este asunto, pero si revelan la verdad sobre Daniel y ponen fin a las sospechas, y proporcionan de paso cierta paz de espíritu a su hija, quizá me demuestre que estoy equivocado.

Me soltó la mano y el brazo. Al parecer habíamos acabado. Harmon observaba cómo el coche del escritor abandonaba la plaza de aparcamiento y salía al camino. Era una vieja furgoneta Dodge -se decía que en Massachusetts, donde tenía un apartamento cerca de Harvard, conducía un Mercedes-, y Jacobs maniobraba como si estuviera al volante de un Panzer. Harmon cabeceó con una sonrisa de desconcierto.

– Usted ha comentado que tal vez otras personas estén interesadas en lo que le haya podido ocurrir a Clay, otras personas aparte de sus amigos y conocidos.

Harmon no me miró.

– Sí. Es una conclusión lógica. Cierta gente cree que Daniel actuó en complicidad con los culpables de los abusos a menores. Tengo dos hijos. Sé lo que le haría a cualquiera que les causase algún daño, o a cualquiera que permitiese a otros causárselo.

– ¿Y qué haría, señor Harmon?

De repente apartó la atención de los intentos cada vez más desesperados de Jacobs por girar sin dirección asistida.

– Lo mataría -contestó, y lo dijo de una manera tan natural que no dudé de su palabra ni por un instante. En ese momento supe que, pese a toda la cordialidad, a todos los excelentes vinos y los cuadros bonitos, Joel Harmon era un hombre que no vacilaría en aplastar a quienes lo contrariasen, y por un momento me pregunté si acaso Daniel Clay había incurrido en ese error, y si el interés de Joel Harmon por él no era del todo bienintencionado. Apenas había tenido tiempo de analizar esa posibilidad cuando Nyoko se acercó y le susurró algo al oído.

– ¿Estás segura? -preguntó Harmon.

Ella asintió.

Acto seguido, Harmon, levantando la voz, pidió a quienes habían llegado a sus coches que se detuvieran. Russell, el psiquiatra, golpeó con la palma de la mano varias veces en el capó de la furgoneta de Jacobs para indicarle que apagara el motor. Dio la impresión de que Jacobs casi sentía alivio al hacerlo.

– Parece que hay un intruso en el jardín -anunció Harmon-. Quizá convenga que entréis todos en casa un momento, sólo para mayor seguridad.

Todos obedecieron, aunque no sin algún que otro gruñido de protesta por parte de Jacobs, quien obviamente tenía un poema en la punta de la lengua y estaba impaciente por plasmarlo en el papel antes de que se perdiera para la posteridad; eso, o intentaba disimular, sin más, el bochorno por su torpeza para realizar un simple giro. Volvimos todos a la biblioteca. Jacobs y Summer se aproximaron a una de las ventanas y miraron la extensión de césped perfectamente cortado en la parte de atrás de la casa.

– No veo a nadie -dijo Jacobs. -Tal vez no debamos acercarnos a las ventanas -observó Summer.

– Es un intruso, no un francotirador -aclaró Russell.

Summer no pareció muy convencida. Para tranquilizarla, Jacobs le rodeó los hombros con un brazo, y allí lo dejó. Ella no protestó. ¿Qué tenían los poetas?, me pregunté. Por lo visto, ciertas mujeres brincaban ante la sola insinuación de una rima interna.

El chófer, el ama de llaves y la sirvienta de Harmon vivían en un anexo de la casa principal. Los camareros, apiñados como palomas asustadas, habían sido contratados para la cena, y la cocinera vivía en Portland y acudía a la casa a diario. El chófer, llamado Todd, se reunió con nosotros en el vestíbulo. Vestía ropa informal -vaquero, camisa y cazadora de cuero- e iba armado. Era una Smith & Wesson de 9 milímetros con acabado brillante, pero por cómo la empuñaba cabía pensar que sabía utilizarla.

– ¿Le importa que los acompañe? -pregunté.

– No me importa en absoluto -contestó-. No creo que sea nada, pero más vale asegurarse.

Pasamos por la cocina, donde la cocinera y la sirvienta, de pie junto al fregadero, escrutaban el jardín por la pequeña ventana de encima.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Harmon.

– María ha visto a alguien -dijo la cocinera. Era una mujer de cierta edad, atractiva, de cuerpo esbelto y atlético, con el pelo oscuro recogido por detrás bajo un gorro blanco. La sirvienta, también delgada y guapa, era mexicana. Saltaba a la vista que Joel Harmon se dejaba influir por la estética en su selección de personal.

María señaló hacia el jardín.

– Allí, junto a los árboles, en la tapia del lado este -explicó-. Un hombre, creo.

Parecía más asustada aún que Summer. Le temblaban las manos.

– ¿Tú has visto a alguien? -preguntó Harmon a la cocinera.

– No. Yo estaba trabajando. María me ha pedido que me acercara a la ventana. Ese hombre podría haberse marchado antes de llegar yo.

– Si hubiese entrado alguien ahí, se habrían activado los sensores de movimiento -observó Harmon. Se volvió otra vez hacia María-. ¿Se han encendido las luces?

Ella negó con la cabeza.

– Ahí fuera está muy oscuro -intervino Todd-. ¿Seguro que no te has confundido?

– Seguro -contestó-. Lo he visto.

Todd dirigió a Harmon una mirada de resignación más que de inquietud.

– Aquí dentro no vamos a averiguar nada -sugerí.

– Enciende todas las luces -ordenó Harmon a Todd. Éste se acercó a una caja de interruptores en la pared de la cocina y accionó toda una hilera. El jardín se iluminó al instante. Todd salió el primero. Yo lo seguí tras coger una linterna de un estante en la pared. Harmon se quedó dentro. Al fin y al cabo, no iba armado. Lamentablemente, yo tampoco. Me había parecido una grosería acudir a una cena en casa de un desconocido con una pistola.

Las luces disiparon casi todas las sombras del jardín, pero aún quedaban manchas oscuras bajo los árboles cerca de las paredes. Las sondeé con la linterna, pero allí no había nada. El suelo, pese a estar blando, no presentaba el menor indicio de huellas. La tapia exterior, cubierta de hiedra, era más o menos de dos metros de altura. Si alguien hubiera saltado la tapia, habría dañado la hiedra, y sin embargo ésta permanecía intacta. Llevamos a cabo una rápida inspección del resto del jardín, pero era obvio que Todd pensaba que María se había equivocado.

– Es de las que se ponen nerviosas a la que salta -comentó mientras regresábamos a donde nos esperaba Harmon-. Se pasa el día que si «Jesús» y «Madre de Dios». Está de muy buen ver, eso lo reconozco, pero sería más fácil tirarse a un autobús lleno de monjas.

Harmon levantó las manos en un gesto interrogativo.

– Nada -respondió Todd-. Ni la menor señal.

– Tanto jaleo para nada -dijo Harmon. Volvió a la cocina, lanzó una mirada de desaprobación a María y después fue a dejar en libertad a sus invitados. Todd lo siguió. Yo me quedé. María metía los platos en un enorme lavavajillas. Le temblaba un poco el mentón.

– ¿Puedes decirme qué has visto? -pregunté.

Ella se encogió de hombros.

– A lo mejor el señor Harmon tiene razón. A lo mejor no he visto nada -contestó. Aunque por la expresión de su cara supe que no se creía sus propias palabras.

– Prueba conmigo -insistí.

Interrumpió lo que estaba haciendo. Una lágrima quedó prendida en sus pestañas, y se la enjugó.

– Era un hombre. Iba vestido. De color marrón, creo. Muy sucio. ¿Y la cara? Blanca. Pálida, ¿cómo se dice?

– Pálida. -Pues eso, pálida. También…

La noté otra vez asustada. Se llevó las manos a la cara y la boca.

– Aquí y aquí, nada. Vacío. Hueco.

¿Hueco? No entiendo.

María miró por encima de mi hombro. Al volverme, vi que la cocinera nos observaba.

– Della, ayúdame a explicarle lo que quiere decir hueco -pidió María en español.

– ¿Habla español? -pregunté.

– Un poco -respondió ella.

– ¿Y sabe qué quiere decir hueco?

– Pues no estoy muy segura. Puedo intentar averiguarlo.

Della cruzó unas palabras con María, que se ayudó con gestos y señas. Al final cogió un huevo de avestruz decorado que se usaba para dejar bolígrafos y tamborileó suavemente en el cascarón con los dedos.

– Hueco -repitió María, y a la cocinera se le iluminó la cara por un instante antes de asomar a su semblante una expresión de inquietud, como si no hubiera entendido bien de qué estaba hablando.

– Significa «hueco» -aclaró en inglés-. María dice que era un hombre hueco.

June me esperaba en el pasillo. Harmon estaba ahí cerca, al parecer impaciente por librarse de todos nosotros. Todd hablaba por teléfono. Le oí dar las gracias a alguien antes de colgar. Era evidente que deseaba decirle algo a Harmon, pero no sabía si debía esperar a que nos fuéramos. Decidí incitarlo.

– ¿Pasa algo?

Pidió permiso a Harmon con la mirada para hablar en presencia de los demás.

– ¿Y bien? -preguntó su jefe-. ¿Qué han dicho?

– He llamado al Departamento de Policía de Falmouth -respondió Todd, dirigiendo su explicación tanto a Harmon como a mí-. He pensado que valía la pena comprobar si habían visto algo fuera de lo común. Por lo general vigilan atentamente las casas de esta zona -continuó. Al oírlo, deduje que quiso decir que vigilaban atentamente la casa de Joel Harmon. Éste habría podido comprar y vender diez veces a la mayoría de sus vecinos-. Alguien ha informado de la presencia de un coche en los alrededores. Incluso puede que haya estado aparcado durante un rato junto a la tapia este de la finca. El caso es que al final el conductor ha sospechado que ocurría algo, porque cuando ha llegado la policía el coche ya había desaparecido. No obstante, podría estar relacionado con lo que ha visto María.

– ¿Tienen la marca del coche, la matrícula? -le pregunté.

Todd negó con la cabeza.

– Sólo saben que es un coche rojo de tamaño medio -respondió.

Harmon debió de ver algo en mi rostro.

– ¿Le suena de algo? -inquirió.

– Es posible -contesté-. Frank Merrick, el hombre que ha estado molestando a Rebecca Clay, lleva un coche rojo. Si yo encontré la conexión entre usted y Clay, también ha podido descubrirla él.

– Conexión no, amistad -corrigió Harmon-. Daniel Clay era mi amigo. Y si ese tal Merrick quiere hablar conmigo de él, puede decirle lo que acabo de contarle a usted.

Me acerqué a la puerta y miré el camino de gravilla, iluminado por las luces de la casa y los focos que lo bordeaban. Era Merrick, por fuerza. Pero el aspecto de Merrick no coincidía con la descripción ofrecida por María del hombre que había alcanzado a ver en el jardín. Merrick había estado allí, pero no solo.

Hueco.

– Yo me andaría con cuidado durante unos días, señor Harmon -aconsejé-. Si sale, que Todd lo acompañe. También pediría una revisión del sistema de seguridad.

– ¿Y todo por ese hombre? -preguntó Harmon con cierta incredulidad.

– Es peligroso, y puede que no esté solo. Como usted mismo ha dicho, mejor andar sobre seguro.

Dicho esto, June y yo nos marchamos. Conducía yo, y la verja electrónica se abrió en silencio ante nosotros cuando dejamos atrás la casa de Harmon.

– En fin, una vida interesante la tuya -comentó June.

La miré.

– ¿Crees que ha sido obra mía?

– Le has dicho a Joel que tal vez el hombre del coche haya hecho la misma conexión que tú…, o, mejor dicho, que yo hice por ti…, pero existe otra posibilidad.

Se advertía apenas un ligero asomo de reproche en su voz. No necesitaba que me dijera por qué. Lo había deducido yo solo, aunque me sentí reacio a expresarlo en voz alta delante de Harmon y, en lugar de eso, lo había retenido como bilis en la garganta. Del mismo modo que yo le había seguido el rastro a Merrick, quizá Merrick me lo seguía a mí, y lo había llevado derecho a Joel Harmon.

Pero también me preocupaba la aparición del hombre en el jardín de Harmon. Al parecer las indagaciones de Merrick sobre Daniel Clay habían atraído a algo más, habían atraído a un hombre -no, a varios hombres, me corregí al recordar aquella sensación que tuve de que una brisa fétida se disgregaba ante mí, y también las letras garabateadas en el polvo por una mano infantil- que le seguía los pasos. ¿Lo sabía él, o guardaba su presencia alguna relación con el cliente de Eldritch? Sin embargo, costaba imaginarse que hombres poco menos que invisibles subían por la escalera destartalada hasta un antiguo bufete de abogado, o se las veían con la bruja que custodiaba la puerta de acceso a los niveles superiores del despacho de Eldritch. Lo que al principio parecía un simple caso de acecho se había convertido en algo infinitamente más raro y complejo, y me alegraba de poder contar, ya pronto, con la compañía de Ángel y Louis. El plazo concedido por Merrick estaba a punto de expirar, y si bien yo había puesto en marcha un plan para hacerle frente, sabía de sobra que, en cierto sentido, él era la menor de mis preocupaciones. Con Merrick podía enfrentarme. Era peligroso pero previsible. Con los Hombres Huecos no.

13

A primera hora de la mañana siguiente, yo estaba de pie en el aparcamiento del mercado público de Portland. La temperatura había caído en picado por la noche y, según los meteorólogos, probablemente se mantendría así durante todo el tiempo que eran capaces de prever, que en Maine significaba que acaso empezara a mejorar alrededor de abril. Era un frío húmedo, de ese que parecía empapar la ropa, y las ventanas de las cafeterías, los restaurantes e incluso los coches en movimiento estaban empañadas porque el calor evaporaba la humedad y creaba un ambiente desagradablemente claustrofóbico en cualquier parte excepto en los lugares menos concurridos.

Mientras que la mayoría de la gente disponía de la opción de refugiarse bajo techo, los había que no tenían tanta suerte. Ya se había formado una cola frente al Centro de Acogida de Preble Street, donde los más pobres de la ciudad se congregaban a diario para que los voluntarios les sirvieran el desayuno. Algunos albergaban la esperanza de ducharse o hacer la colada mientras estaban allí, o de recoger ropa limpia y usar un teléfono. Los trabajadores pobres que no podían volver al mediodía recibían una bolsa con el almuerzo para no pasar hambre más tarde. Así, el centro y sus entidades asociadas -los comedores de beneficencia de Wayside y Saint Luke- servían más de trescientas mil comidas al año a aquellos que de otro modo se habrían muerto de hambre o se habrían visto obligado a desviar dinero del alquiler o de medicamentos esenciales sólo para mantener unidos el cuerpo y el alma.

Los observé desde donde me hallaba: la cola se componía sobre todo de hombres, unos cuantos obviamente veteranos de la calle, con sus capas de ropa mugrienta y el pelo greñudo, mientras que otros todavía estaban a un par de pasos de la indigencia. Algunas de las mujeres dispersas entre ellos eran corpulentas, de semblante encallecido, con las facciones distorsionadas por el alcohol y la vida difícil, hinchados sus cuerpos por los alimentos grasos y baratos y por la bebida, más barata aún. Resultaba fácil distinguir a los recién llegados, a aquellos que no se habían acostumbrado aún a sobrevivir, ellos y sus familias, a base de limosnas. No hablaban ni se mezclaban con los demás, y mantenían la cabeza gacha o permanecían de cara a la pared, temerosos de cruzar la mirada con quienes los rodeaban, como reclusos nuevos en la galería de una cárcel. Quizá también temieran alzar la vista y encontrarse con un amigo o con un vecino, tal vez incluso con un jefe que acaso decidiera que no era bueno para el negocio dar trabajo a alguien que tenía que mendigar el desayuno. Casi todos los que guardaban cola sobrepasaban los treinta años. Eso daba una idea falsa de las características de la población pobre en una ciudad donde uno de cada cinco menores de dieciocho años vivía por debajo del umbral de la pobreza.

Cerca de allí se hallaban el Centro de Rehabilitación del Ejército de Salvación, el Centro de Vigilancia de la Comunidad de Midtown y el departamento de libertad condicional y libertad bajo fianza de la ciudad. Esta zona era un estrecho canal por el que inevitablemente pasaba la mayoría de las personas que tenían problemas con la ley. Así pues, me quedé allí tomando un café que me compré en el mercado para calentarme y esperé a ver si aparecía un rostro familiar. Nadie se fijó en mí. Al fin y al cabo, hacía demasiado frío para preocuparse por cualquiera que no fuera uno mismo.

Pasados veinte minutos vi al hombre al que buscaba. Se llamaba Abraham Shockley, pero en la calle se lo conocía sólo como «Señor Intermediario» o, para abreviar, «Diario». Era, se mirase por donde se mirase, un delincuente de carrera. El hecho de que no fuera muy competente en la carrera elegida apenas importaba a los tribunales. En su día se le acusó de tenencia de drogas de clase A destinada a la venta, de robo con engaño, de hurto, de conducción bajo los efectos del alcohol y de caza furtiva, entre otros delitos. Diario había tenido la suerte de que la violencia nunca estuviera presente en sus fechorías, de modo que en más de una ocasión se había visto beneficiado por el hecho de que sus infracciones entraran en la categoría de «indefinidos», o transgresiones que la ley no catalogaba como delitos ni como faltas, y por tanto algunas infracciones presentadas como delitos por la fiscalía se reducían después a faltas ante los tribunales. La policía local había mediado también a favor de Diario en caso de necesidad, porque Diario era amigo de todo el mundo. Conocía a gente. Escuchaba. Recordaba. Diario no era un soplón. Tenía su propio código de conducta, sus propios principios, y era fiel a ellos en la medida de lo posible. Y nunca delataría a nadie, pero era a quien había que acudir si uno quería transmitir un mensaje a alguien que prefería no dejarse ver, o si uno buscaba a un individuo de mala fama sin la intención de meterlo entre rejas. Diario actuaba a su vez como intermediario para aquellos que estaban en apuros y aspiraban a llegar a un acuerdo con un policía o con algún asistente social al servicio del departamento de libertad bajo fianza. Era una rueda pequeña pero útil en el engranaje del sistema de justicia extraoficial: los tribunales en la sombra donde se llegaba a acuerdos y se hacía la vista gorda a fin de que el preciado tiempo pudiera dedicarse a asuntos más acuciantes.

Me vio cuando ocupó su puesto en la cola. Le hice una seña con la cabeza y luego me alejé despacio por Portland Street. Al cabo de unos minutos oí acercarse unos pasos detrás de mí, y Diario me alcanzó. Rondaba los cincuenta años y vestía ropa limpia aunque harapienta: zapatillas amarillas, vaqueros, dos jerséis y un abrigo con una abertura posterior que se había extendido limpiamente en forma de raja hasta la mitad de la espalda. Tenía el pelo castaño rojizo, con trasquilones; la gente en la situación de Diario no malgastaba el dinero en peluquería. Vivía en una habitación exenta de alquiler en un sótano de Forest Avenue gracias a un casero absentista que contaba con Diario para vigilar a sus inquilinos más revoltosos y para dar de comer al gato del edificio.

– ¿Quieres desayunar? -pregunté.

– Sólo si es en Blintliff's -contestó-. Me han dicho que preparan unos huevos benedictinos con langosta que están para chuparse los dedos.

– Veo que te gustan las cosas buenas de la vida -observé.

– Nací con una cuchara de plata en la boca.

– Ya, pero se la robaste al niño de la cuna de al lado.

En honor a Blintliff's cabe decir que nadie nos miró dos veces. Ocupamos un reservado en el piso de arriba, y Diario pidió comida suficiente para quedar saciado al menos un día entero: fruta y zumo de naranja para empezar, seguido de tostadas, los huevos benedictinos con langosta de los que tanto había oído hablar, una buena ración de patatas fritas y, para terminar, unos bollos, tres de los cuales los guardó furtivamente en los bolsillos de su abrigo «para los colegas», como explicó. Mientras comíamos hablamos de libros, de noticias locales y casi de cualquier cosa que nos viniera a la cabeza, salvo la razón por la que yo lo había llevado allí. Era la caballerosa manera de plantearse los negocios y Diario siempre había sido un caballero, incluso cuando intentaba robarle a alguien la suela del zapato.

– Bien -dijo cuando acabó el quinto café-, ¿me has traído aquí sólo para disfrutar del placer de mi compañía?

Aparentemente el café no lo había excitado, o al menos no estaba más excitado que al principio. Si uno le ponía a Diario en las manos un tazón de nata, ésta acabaría montada en lo que se tarda en darle cuerda a un reloj de pulsera. Tenía tanta energía nerviosa que resultaba agotador pasar demasiado rato a su lado.

– No es sólo eso -contesté-. Querría que hicieras unas preguntas por ahí, que vieras si encuentras a alguien que pueda haber conocido a un tal Frank Merrick, ya sea en Thomaston o en Supermax. Cumplió diez años de condena, los dos o tres últimos en Max. Luego lo soltaron y lo mandaron a Virginia para comparecer ante los tribunales.

– ¿Tiene algo de especial?

– No es la clase de individuo que se olvida fácilmente. Gozó de cierto reconocimiento como asesino a sueldo.

– ¿Eso es un rumor o un hecho comprobado?

– Tiendo a creer lo que he oído.

– ¿Y ahora dónde está?

– Aquí.

– ¿Reanudando viejas relaciones?

– Podría ser. Si es así, me gustaría conocer los nombres.

– Preguntaré. No debería llevarme mucho tiempo. ¿Puedo llamarte a algún sitio?

Le di mi tarjeta de visita, la calderilla que llevaba en el bolsillo y cincuenta dólares en billetes de diez, de cinco y de uno a fin de que pudiera invitar a cerveza y bocadillos para engrasar la maquinaria. Conocía el método de trabajo de Diario. Ya me había ayudado antes. Cuando encontrara a alguien que pudiera arrojar cierta luz sobre Merrick, como sin duda lo encontraría, me devolvería el cambio y un puñado de recibos, y sólo entonces esperaría un pago. Así actuaba Diario en sus funciones «oficiales», siguiendo una regla muy sencilla: no engañar a quien parecía que podía estar de su lado.


Merrick me llamó al mediodía. Yo me había pasado toda la mañana pendiente de algún indicio de su presencia, pero no vi el menor rastro de él ni de su coche rojo. Si tenía dos dedos de frente, ya habría cambiado de coche, pero eso implicaba que Eldritch y su cliente aún estaban dispuestos a financiar sus actividades. Había tomado todas las precauciones por si Merrick, o algún otro, vigilaba mis movimientos. Me convencí de que no era así, al menos ese día. Por otra parte, Jackie Garner confirmó que todo seguía en orden por lo que se refería a Rebecca Clay. Ahora Merrick estaba al teléfono, amenazando con romper ese silencio.

– Se ha acabado el tiempo -anunció.

– ¿Te has planteado alguna vez que a lo mejor con miel llegarías más lejos que con vinagre?

– Si se le da miel a un hombre, se consigue su amor. Si se le da vinagre, se consigue su atención. También ayuda agarrarlo por los huevos y apretar un poco.

– Un pensamiento muy profundo. ¿Lo aprendiste en la cárcel?

– Espero que no hayas malgastado todo este tiempo haciendo averiguaciones sobre mí, porque si es así vamos a tener un problema.

– No he encontrado gran cosa, ni sobre ti ni sobre Daniel Clay. Su hija no sabe más que tú, pero eso ya te lo ha dicho ella misma. Sencillamente te niegas a escuchar.

Merrick dejó escapar un resoplido nasal, como si le hiciera gracia.

– Pues mala suerte. Dile a esa señoritinga que me ha decepcionado. Mejor aún, ya se lo diré yo mismo.

– Un momento. No he dicho que no haya averiguado nada. -Necesitaba decantar la balanza hacia mí, atraerlo de algún modo-. Tengo una copia del expediente policial de Daniel Clay -mentí.

– ¿Y?

– Menciona a tu hija.

Esta vez Merrick calló.

– Hay ciertos datos que no entiendo, y creo que la policía tampoco.

– ¿Qué? -preguntó con voz ronca, como si de pronto se hubiera atragantado.

Debería haberme sentido mal por mentir. Estaba jugando con los sentimientos de Merrick por su hija perdida. Habría consecuencias cuando averiguase la verdad.

– Espera -dije-. Por teléfono no.

– ¿Y qué propones? -preguntó.

– Que nos veamos. Te enseño el expediente. Te cuento lo que he averiguado. Después tú vas y haces lo que tengas que hacer, siempre y cuando no afecte a Rebecca Clay.

– No me fío de ti. He visto a esos cavernícolas que mandaste para proteger a la mujer. ¿Qué te impide echármelos encima? No tendré el menor problema en matarlos si llega el caso, pero entorpecería mi investigación, por así decirlo.

– Tampoco yo quiero la sangre de esos hombres en mis manos. Nos reuniremos en un lugar público, tú leerás el expediente y nos marcharemos cada uno por su lado. Aunque te lo advierto: esta vez lo dejo correr por tu hija. Si vuelves a acercarte a Rebecca Clay, las cosas se complicarán. Te aseguro que no te gustará lo que pasará entonces.

Merrick dejó escapar un suspiro teatral.

– Ahora que ya hemos jugado a ver quién mea más lejos, quizá quieras decirme dónde quedamos.

Le propuse la bolera Big 20 en la Carretera 1. Incluso le indiqué cómo llegar. Acto seguido empecé a hacer llamadas.


Diario se puso en contacto conmigo a las tres de la tarde.

– Te he encontrado a alguien. Tiene un precio.

– ¿Cuánto?

– Una entrada para el partido de hockey de esta noche y cincuenta pavos. Ya os encontraréis allí.

– Hecho.

– Déjale la entrada en la taquilla dentro de un sobre a mi nombre. Ya me ocuparé yo del resto.

– ¿Cuánto te debo?

– ¿Cien dólares te parece razonable?

– Me parece bien.

– Además tengo que devolverte el cambio. Te lo daré cuando me pagues.

– ¿Tiene nombre el tipo?

– Lo tiene, pero tú puedes llamarlo Bill.

– ¿Es de los nerviosos?

– No lo era hasta que le mencioné a Frank Merrick. Hasta luego.


El candlepin, deporte tradicional de Nueva Inglaterra, es una variante del juego de los bolos. Las bolas son más pequeñas y menos pesadas, y los bolos, más delgados: ocho centímetros en el centro y cuatro en la parte de arriba y en la base. Hacer un pleno es cuestión de suerte más que de habilidad, y se dice que nadie en la historia del candlepin ha conseguido un pleno de diez bolos perfecto. La mejor puntuación registrada en Maine es de 231 frente a los 300 puntos posibles. Yo nunca me he anotado más de cien.

La bolera Big 20 de Scarborough existe desde 1950, cuando la fundó Mike Anton, albanés de nacimiento; en ese momento era la mayor y más moderna, y no parece haber cambiado mucho desde entonces. Me senté en una silla rosa de plástico, bebí un refresco y esperé. Eran las cuatro y media de un viernes por la tarde y no quedaba una sola pista libre. Había jugadores de todas las edades, desde adolescentes hasta ancianos. Se oían risas y el sonido característico de las bolas al deslizarse por la madera. El aire olía a cerveza y fritos. Observé a dos viejos que se acercaban a los doscientos puntos cada uno; apenas cruzaron diez palabras, y uno de ellos, al frustrarse el intento de superar las dos centenas, expresó su decepción con un lacónico «Ay». Allí sentado en silencio, yo era el único varón solo entre grupos de hombres y mujeres, y sabía bien que estaba a punto de traspasar una línea con Merrick.

Mi móvil sonó poco antes de las cinco y una voz informó:

– Ya lo tenemos.


Fuera había dos coches patrulla de la policía de Scarborough, y otros tres sin distintivos, uno del Departamento de Policía de Portland, otro del Departamento de Policía de South Portland y un tercero de la policía municipal de Scarborough. Un corrillo de gente se había congregado para presenciar el espectáculo. Merrick estaba tendido boca abajo en el aparcamiento, con las manos esposadas detrás de la espalda. Alzó la vista para mirarme cuando me acerqué. No parecía colérico, sino sólo defraudado. Cerca vi a O'Rourke, apoyado en un coche. Lo saludé con un gesto e hice una llamada. Contestó Rebecca Clay. Estaba en el juzgado, y el juez se disponía a dictar la orden de protección temporal contra Merrick. Le dije que lo teníamos y que yo estaría en la jefatura de policía de Scarborough por si necesitaba ponerse en contacto conmigo cuando acabara en el juzgado.

– ¿Algún problema? -pregunté a O'Rourke.

Negó con la cabeza.

– Ha caído de plano. Ni siquiera ha abierto la boca para preguntar qué pasaba.

Mientras observábamos, pusieron a Merrick en pie y lo metieron en el asiento de atrás de uno de los coches sin distintivos. Cuando el automóvil arrancó, mantuvo la mirada al frente.

– Se le ve mayor -comentó O'Rourke-. Pero tiene algo. No me gustaría disgustarlo. Y lamento tener que decírtelo, pero me temo que eso es lo que acabas de hacer tú.

– No tenía muchas opciones, diría yo.

– Bueno, al menos podemos retenerlo un tiempo y ver qué le sonsacamos.

El tiempo que podían retener a Merrick dependía de los cargos presentados contra él, si es que se presentaba alguno. El acecho, definido como la conducta capaz de causar en otra persona intimidación, enojo o alarma, o temor a daños físicos, ya fuera en su propia persona o en la de un miembro de su familia inmediata, se consideraba un delito de clase D. Análogamente, aterrorizar pertenecía a la clase D, y el acoso a la clase E. Siempre existía la posibilidad de añadir a la lista entrar sin autorización en propiedad ajena y causar daños materiales contra la misma, pero en resumidas cuentas sólo podían retener a Merrick hasta el martes siguiente, y eso si no se ponía en manos de un abogado, ya que las infracciones de las clases D y E permitían privar de libertad a un sospechoso sólo durante cuarenta y ocho horas sin cargos, excluyendo fines de semana y días festivos.

– ¿Crees que tu clienta querrá llegar hasta el final? -preguntó O'Rourke.

– ¿Es lo que quieres que haga?

– Es un hombre peligroso. Parece un poco desconsiderado encerrarlo sesenta días, que es lo que le caerá si el juez se traga todos los argumentos a favor de apartarlo de la circulación. Incluso podría ser contraproducente, aunque si alguien pregunta, yo nunca he dicho eso.

– Nunca se me habría ocurrido que fueras aficionado a los juegos de azar, ¿sabes?

– No es azar. Es un riesgo calculado.

– ¿Basado en qué?

– Basado en la reticencia de Frank a ser encarcelado y en tu capacidad de proteger a tu clienta.

– ¿Cuál es el trato, pues?

– Le advertimos de las posibles consecuencias, nos aseguramos de que la orden está lista y lo dejamos en libertad. Ésta es una ciudad pequeña. No va a desaparecer. Tendremos a alguien siguiéndole los pasos durante un tiempo, y veremos qué ocurre.

No parecía el plan perfecto. En todo caso, acababan de concederme noventa y seis horas más, a lo sumo, sin tener que preocuparme por Merrick. Era mejor que nada.

– Oigamos primero qué tiene que contar -dije-. ¿Has conseguido permiso para que yo esté presente?

– No ha sido muy difícil. Por lo que se ve, aún tienes amigos en Scarborough. Si detectas algo en lo que dice, avisa. ¿Crees que llamará a un abogado?

Lo pensé. Si decidía ponerse en manos de un abogado, sería Eldritch, en el supuesto de que el viejo tuviese licencia para ejercer en Maine, o conociese a alguien en el estado dispuesto a trabajar quid pro quo cuando fuera necesario. Pero sospechaba que el apoyo de Eldritch siempre había sido condicional, y quizá las recientes acciones de Merrick hubiesen inducido al abogado a reconsiderar su postura.

– De todos modos, no creo que diga gran cosa.

O'Rourke se encogió de hombros.

– Podríamos atizarle con un listín telefónico.

– Podríais, pero yo tendría que denunciarte a Asuntos Internos.

– Sí, ése es uno de los problemas. Tendría que traspapelar la documentación sobre mí mismo. Aun así, es territorio de Scarborough y un problema de South Portland. Podemos mantenernos a distancia y ver cómo lo llevan.

Se subió a su coche. Los coches patrulla de Scarborough ya se estaba poniendo en marcha, seguidos por la policía de Portland.

– ¿Vienes? -preguntó. -Iré detrás de ti.

Se fue, la muchedumbre se dispersó, y de pronto en el aparcamiento sólo quedaba yo. Los coches circulaban por la Carretera 1 y el letrero de neón de la bolera Big 20 iluminaba el aparcamiento, pero a mis espaldas se extendía la oscuridad de las marismas. Me volví para escrutarla y no pude quitarme de encima la sensación de que, desde sus confines más profundos, algo me observaba. Me dirigí a mi coche, arranqué e intenté dejar atrás esa sensación.


Merrick estaba sentado en una sala cuadrada y pequeña. Alrededor de una mesa blanca atornillada al suelo había tres sillas azules, y Merrick ocupaba la que miraba hacia la puerta; tenía enfrente las dos sillas vacías. En una pizarra blanca adosada a una pared se veían unos trazos infantiles. Junto a la puerta colgaba un teléfono y en un rincón, a cierta altura, una cámara de vídeo. La sala estaba equipada asimismo para la grabación de sonido.

Merrick tenía una mano esposada, con una manilla en la muñeca y la otra prendida de una argolla sujeta a la mesa. Le habían dado un refresco de la máquina junto al despacho del responsable de la clasificación de pruebas, pero permanecía intacto a su lado. Aunque la sala carecía de espejo unidireccional, podíamos verlo por el monitor de un ordenador en un despacho dividido con mamparas cerca de la sala de interrogatorios. No estábamos solos. Aunque en el compartimento cabían como mucho cuatro personas, se apiñaban al menos doce en torno al monitor, intentando echar una ojeada al nuevo huésped.

El sargento Wallace MacArthur, de la brigada de investigación, era uno de ellos. Yo lo conocía desde hacía mucho tiempo. Por mediación de Rachel le había presentado a su futura mujer, Mary. En cierto modo, también había sido responsable de su muerte, pero Wallace nunca me lo echó en cara, lo cual fue bastante considerado por su parte dadas las circunstancias.

– No solemos tener leyendas vivas por aquí -observó-. Incluso han venido los federales.

Señaló con el pulgar en dirección a la puerta, donde Pender, el nuevo agente especial al frente de la pequeña delegación del FBI en Portland, hablaba con un hombre a quien no reconocí, aunque supuse que era otro agente. Me habían presentado a Pender en una función benéfica de la policía en Portland. Para lo que corría entre los federales no estaba mal. Pender me saludó con la cabeza. Le devolví el saludo. Al menos no había pedido que me echaran, cosa que le agradecía.

MacArthur movió la cabeza en un gesto que podía interpretarse como admiración.

– Merrick es de la vieja escuela -dijo-. Ya no los hacen como él.

O'Rourke esbozó una sonrisa vacía.

– Ya. ¡Qué bajo hemos caído cuando miramos a alguien cómo él y pensamos: «Venga, tampoco es tan malo»! Sólo los liquidaba, limpiamente y sin dolor. Sin tortura. Sin sadismo. Nunca a niños. Sólo hombres que, en opinión de alguien, se lo tenían merecido.

Merrick mantenía la cabeza gacha. Aunque debía de saber que lo observábamos, no miró a la cámara.

Entraron en la sala dos inspectores de Scarborough, un hombre fornido llamado Conlough y una mujer llamada Frederickson, responsables ambos de la detención formal en la Big 20. Tan pronto como empezaron a interrogarlo, Merrick, contra todo pronóstico, alzó la mirada y les contestó con un tono cordial y correcto. Casi parecía que sentía necesidad de justificarse y defenderse. Quizá no le faltaba razón. Había perdido a su hija. Tenía derecho a preguntar dónde estaba.

CONLOUGH: ¿Cuál es el motivo de su interés por Rebecca Clay?

MERRICK: Ninguno, salvo que es hija de su padre.

CONLOUGH: ¿Cuál es su relación con el padre de ella?

MERRICK: Trató a mi niña. Ahora ella ha desaparecido. Quiero averiguar dónde está.

CONLOUGH: ¿Cree que lo conseguirá amenazando a una mujer? Es usted todo un hombre, eh, acechando a una mujer indefensa.

MERRICK: Yo no he amenazado a nadie. No he acechado a nadie. Sólo quería hacerle unas preguntas.

CONLOUGH: ¿Y decide hacerlo entrando por la fuerza en la casa, rompiendo una ventana?

MERRICK: Yo no pretendía entrar por la fuerza en su casa, y lo de la ventana fue un accidente. Pagaré los daños.

CONLOUGH: ¿Quién lo ha metido en esto?

MERRICK: Nadie. No necesito que nadie me diga que lo sucedido está mal.

CONLOUGH: ¿Qué está mal?

MERRICK: Que mi hija desapareciera y a nadie le importara un carajo encontrarla,

FREDERICKSON: Tal vez su hija se escapó de casa. Por lo que sabemos, tenía problemas.

MERRICK: Yo le dije que cuidaría de ella. No tenía ninguna razón para escaparse.

CONLOUGH: Usted estaba en la cárcel. ¿Cómo iba a cuidar de ella desde una celda?

MERRICK: (Silencio.)

FREDERICKSON: ¿Quién le dio el coche?

MERRICK: Un abogado.

FREDERICKSON: ¿Qué abogado?

MERRICK: El abogado Eldritch. De Massachusetts.

FREDERICKSON: ¿Por qué?

MERRICK: Es un buen hombre. Considera que tengo derecho a hacer preguntas. Me sacó de un aprieto en Virginia, y luego, cuando volví aquí, me ayudó.

CONLOUGH: O sea, que le dio un coche por pura bondad. ¿Qué es? ¿El abogado de san Vicente de Paula?

MERRICK: Quizá deba preguntárselo a él.

CONLOUGH: No se preocupe, lo haremos.


– Hablaremos con el abogado -dijo O'Rourke.

– No le sacaréis gran cosa -contesté.

– ¿Lo conoces?

– Huy, sí. También es de la vieja escuela.

– ¿Muy vieja?

– Tan vieja que la hicieron de adobe y cañas.

– ¿Qué te contó?

– Poco más o menos lo que acaba de decir Merrick.

– ¿Le crees?

– ¿Que es un buen hombre que va repartiendo coches para las buenas causas? No. Aun así, dijo que Merrick había sido cliente suyo, y no hay ninguna ley que prohíba prestar un coche a un cliente.

No le conté a O'Rourke que Eldritch tenía otro cliente, uno que al parecer pagaba la minuta de Merrick. Supuse que ya lo averiguaría por su cuenta.

Llegó una llamada del responsable de pruebas. El coche de Merrick estaba limpio. No contenía armas, ni documentos comprometedores, nada. Frederickson abandonó la sala de interrogatorios para consultar con O'Rourke y el hombre del FBI, Pender. El hombre que había estado hablando con Pender escuchó pero no dijo nada. Dirigió la mirada hacia mí, me observó por un momento y luego se volvió otra vez hacia Frederickson. No me gustó la clase de intercambio que se produjo entre nosotros con esa mirada. O'Rourke me preguntó si había algo que, a mi juicio, debíamos plantear a Merrick. Sugerí que le preguntasen si trabajaba solo o si contaba con la ayuda de otros hombres. O'Rourke pareció desconcertado, pero accedió a proponerle la pregunta a Frederickson.


FREDERICKSON: La señora Clay ha obtenido una orden judicial contra usted. ¿Comprende lo que eso significa?

MERRICK: Lo comprendo. Significa que ya no puedo acercarme a ella, o volverán a meterme en la cárcel.

FREDERICKSON: Exacto. ¿Piensa respetar esa orden? Si no piensa hacerlo, puede ahorrarnos a todos mucho tiempo diciéndolo ahora.

MERRICK: La respetaré.

CONLOUGH: Quizá también considere la posibilidad de abandonar el estado. Nos gustaría que lo hiciera.

MERRICK: A ese respecto no puedo prometer nada. Soy un hombre libre. Ya he cumplido mi condena. Tengo derecho a ir a donde yo decida.

CONLOUGH: ¿Eso incluye rondar cerca de alguna casa en Falmouth?

MERRICK: Nunca he estado en Falmouth. Pero me han dicho que es un sitio muy bonito. Me gusta estar cerca del mar.

CONLOUGH: Anoche se vio allí un coche como el suyo.

MERRICK: Hay muchos coches como el mío. El rojo es un color muy extendido.

CONLOUGH: Nadie ha dicho que fuera un coche rojo.

MERRICK: (Silencio.)

CONLOUGH: ¿Me ha oído? ¿Cómo ha sabido que era un coche rojo?

MERRICK: Un coche como el mío, ha dicho. ¿Cómo iba a ser, si no? Si fuera un coche azul o un coche verde, no sería como el mío. Tiene que ser un coche rojo para ser como el mío, tal y como usted ha dicho.

FREDERICKSON: ¿Presta su coche a otras personas, señor Merrick?

MERRICK: No.

FREDERICKSON; Siendo así, si averiguamos que se trataba de su coche…, y podemos averiguarlo, como bien sabe, podemos sacar moldes, buscar testigos…, en ese caso, por fuerza sería usted quien iba al volante, ¿no?

MERRICK: Supongo que sí, pero como yo no estaba allí, es discutible.

FREDERICKSON: ¿Discutible?

MERRICK: Sí, ya sabe lo que quiero decir, agente. No necesito explicárselo.

FREDERICKSON: ¿Quiénes son los otros hombres con los que actúa?

MERRICK: (Confuso.) ¿Los otros hombres? ¿De qué demonios habla?

FREDERICKSON: Sabemos que no está solo en esto. ¿A quién se ha traído? ¿Quién lo ayuda? No está haciendo todo esto sin ayuda de nadie.

MERRICK: Siempre trabajo solo.

CONLOUGH: ¿Y en qué consiste ese trabajo?

MERRICK: (Sonriente.) En resolver problemas. Tiendo al pensamiento divergente.

CONLOUGH: ¿Sabe qué le digo? Me parece que no está cooperando tanto como debiera.

MERRICK: ¿Estoy contestando a sus preguntas o no?

FREDERICKSON: Quizá las conteste mejor después de un par de noches en la cárcel.

MERRICK: Eso no puede hacerlo.

CONLOUGH: ¿Está diciéndonos qué podemos hacer y qué no? Oiga, puede que fuera usted el no va más en su día, pero eso aquí no le valdrá de nada.

MERRICK: No tiene ningún otro motivo para retenerme. Le he dicho que respetaré esa orden.

FREDERICKSON: Creemos que necesita un tiempo para reflexionar sobre lo que ha estado haciendo, para… meditar sobre sus pecados.

MERRICK: Creo que ya no tengo nada más que decirles. Quiero llamar a un abogado.


Eso fue todo. El interrogatorio había terminado. A Merrick se le permitió acceder a un teléfono. Llamó a Eldritch, quien resultó que había superado el examen para ejercer en Maine, junto con sus equivalentes en New Hampshire y Vermont. Aconsejó a Merrick no contestar a ninguna otra pregunta, y se organizó el traslado de Merrick a la cárcel del condado de Cumberland, dado que Scarborough ya no tenía celdas de retención.

– El abogado no podrá sacarlo antes del lunes por la mañana, como muy pronto -dijo O'Rourke-. A los jueces les gusta disfrutar de su fin de semana.

Aun cuando se presentaran cargos contra Merrick, probablemente Eldritch solicitaría la libertad bajo fianza si el otro cliente de Eldritch aún tenía interés en que Merrick siguiera libre, como parecía tenerlo O'Rourke. La única persona a quien no interesaba la libertad de Merrick era Rebecca Clay.

– Tengo a gente vigilando a la señora Clay -informé a O'Rourke-. Ella quiere quitárselos de encima, pero creo que tal vez le convenga replanteárselo, sólo hasta que nos hagamos una idea de cómo reacciona Merrick a todo esto.

– ¿A quiénes has recurrido?

Me revolví incómodo en el asiento.

– A los Fulci y a Jackie Garner.

O'Rourke soltó una carcajada y provocó miradas de sorpresa de quienes lo rodeaban.

– ¡No me digas! Eso es como infiltrar a un par de elefantes y el maestro de ceremonias del circo.

– Bueno, en realidad yo quería que Merrick los viera. El objetivo de la maniobra era mantenerlo a distancia.

– Dios mío, a mí también me mantendrían a distancia. Probablemente mantienen a distancia incluso a los pájaros. Eliges a unos amigos muy divertidos, francamente.

Sí, pensé, pero O'Rourke no sabía ni la mitad de la historia. Los divertidos de verdad aún estaban por llegar.

14

Cuando volví de Scarborough al Centro Cívico del condado de Cumberland, las calles estaban abarrotadas de autobuses: autobuses escolares amarillos, autobuses de la compañía Peter Pan; de hecho, prácticamente cualquier cosa que tuviera ruedas y cabida para más de seis personas. Los Piratas tenía una buena racha. Con el entrenador Kevin Dineen ocupaban el primer puesto de la División Atlántica de la Conferencia Este de la Liga de Hockey. Esa misma semana, días antes, habían derrotado a su rival más inmediato, los Lobos de Hartford, por siete a cuatro. Ahora les tocaba a los Halcones de Springfield y, según parecía, unos cinco mil hinchas habían llegado al Centro Cívico para el partido.

En la pista, el Loro Crackers entretenía al público. Para ser más exactos, distraía a la mayor parte del público. Pues cierta gente no quería que la entretuvieran.

– Éste tiene que ser el deporte más estúpido del mundo -comentó Louis.

Vestía un abrigo gris de cachemir encima de la chaqueta y el pantalón negros, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo y el mentón oculto entre los pliegues de su bufanda roja. Actuaba como si lo hubieran obligado a apearse de un tren en algún paraje perdido en medio de Siberia. Había prescindido de su barba con un vago toque satánico, llevaba el pelo aún más implacablemente corto que de costumbre, y los toques canosos apenas se veían. Ángel y él habían llegado un rato antes. Yo había comprado un par de entradas más por si querían ir al partido, pero Ángel se las había ingeniado para pillar un resfriado en Napa y se había quedado en mi casa compadeciéndose de sí mismo. Así las cosas, Louis era mi único y remiso acompañante para la velada.

La relación entre nosotros había cambiado a lo largo del último año. En cierto modo, siempre me había sentido más cerca de Ángel.

Conocía mejor su pasado y en mi etapa de policía, por breve que fuese, hice cuanto pude por ayudarlo y protegerlo. Había visto algo en él -aun ahora me resultaba difícil explicar qué era exactamente, pero quizá fuese cierta honestidad, una empatía con quienes habían sufrido, aunque pasada por el turbio tamiz de su actividad delictiva- y había respondido a ello. También había visto algo en su compañero, pero era muy distinto. Mucho antes de que yo hubiese disparado un arma en un arrebato de ira, Louis ya había matado. Al principio lo había hecho movido por su propia rabia, pero pronto descubrió que tenía talento para ello, y había quienes estaban dispuestos a pagarle por utilizar esa aptitud en su nombre. Pensé que en otro tiempo no se habría diferenciado mucho de Frank Merrick, aunque su brújula moral se había vuelto más firme de lo que había sido jamás la de Merrick.

Sin embargo Louis, como yo bien sabía, no era muy distinto de mí. Representaba un aspecto de mí que me había costado mucho reconocer -el impulso de atacar, el instinto de la violencia-, y la presencia de Louis en mi vida me había obligado a reconciliarme con ese aspecto y, mediante esa adaptación, a controlarlo. Pensaba que yo, a cambio, le había proporcionado una vía de escape a su propia ira, una manera de interactuar con el mundo y modificarlo que era digna de él como hombre. En el último año habíamos visto cosas que nos habían cambiado a los dos, que confirmaban las sospechas que ambos albergábamos acerca de la naturaleza de la colmena que es este mundo; unas sospechas que rara vez habíamos compartido. No obstante, habíamos encontrado un terreno común, por hueco que sonara bajo nuestros pies.

– ¿Sabes por qué no ves a ningún negro practicar este deporte? -prosiguió-. A, porque es lento. B, porque es tonto. Y C, porque hace frío. En serio, fíjate en estos tipos. -Pasó las hojas del programa oficial-. En su mayor parte ni siquiera son americanos. Son canadienses. Por si no tuvieseis ya aquí bastantes blancos lentos como caracoles, vais y los importáis de Canadá.

– Nos gusta crear empleo para los canadienses -dije-. Así tienen la oportunidad de ganarse unos cuantos dólares auténticos.

– Ya, seguro que se los mandan a sus familias, como en el Tercer Mundo. -Miró con evidente desdén mientras las mascotas retozaban en el hielo-. El loro es más atlético que ellos.

Ocupábamos asientos en el bloque E, justo por encima del círculo central. No había señal de Bill, el hombre que Diario nos enviaba; aunque, por lo que había dicho Diario, estaba claro que se andaría con pies de plomo en todo lo relativo a Merrick. Si era listo, en ese momento ya estaría observándonos. Le tranquilizaría saber que Merrick iba a pasar unos días entre rejas. Eso nos proporcionaba a todos un poco más de tiempo; cosa que yo agradecí, al menos hasta que me vi obligado a explicar los sutiles matices del hockey a un hombre convencido de que el deporte empezaba y acababa en la cancha de baloncesto o la pista de atletismo.

– Vamos -dije-. Eso no es justo. Espera a que salgan al hielo. Algunos de estos hombres son muy rápidos.

– Pero ¿de qué carajo hablas? -exclamó Louis-. Carl Lewis era rápido. Jesse Owens era rápido. Incluso Ben Johnson, bien dopado, era rápido. Los jugadores de hockey, por el contrario, no son rápidos. Son como muñecos de nieve con latas aplastadas en los pies.

Por el sistema de megafonía anunciaron que no se tolerarían «los insultos ni el vocabulario soez».

– ¿No se puede jurar? -preguntó Louis, incrédulo-. ¿Qué mierda de deporte es éste?

– Eso lo dicen sólo para salvar las apariencias -aclaré cuando, desde abajo, un hombre con niños a ambos lados miró a Louis con desaprobación. Estuvo a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y se conformó con calarles a sus hijos las gorras hasta las orejas.

Se oyó We Will Rock You de Queen, seguido de Ready to Go de Republica.

– ¿Por qué será tan mala la música en el mundo del deporte? -preguntó Louis.

– Esto es música de blancos -expliqué-. Se supone que tiene que apestar. Así los negros no pueden exhibirse bailándola.

Los equipos saltaron al hielo. La música siguió. Como siempre, se repartieron premios durante toda la primera parte: hamburguesas gratis y descuentos en el centro comercial, alguna que otra camiseta o gorra.

– Hay que joderse -exclamó Louis-. Tienen que repartir mierda sólo para que la gente se quede en el asiento.

Al acabar la primera parte, los Piratas ganaban por dos a cero, con tantos de Zenon Konopka y Geoff Peters. El tipo enviado por Diario aún no había dado señales de vida.

– Quizá se haya quedado dormido en algún sitio -apuntó Louis-. Como por ejemplo aquí.

Cuando los equipos salieron para iniciar la segunda parte, un hombre de baja estatura y aspecto duro, con una cazadora antigua de los Piratas, entró en nuestra fila desde la derecha. Llevaba perilla y gafas con montura metálica. Tenía la cabeza cubierta con una gorra negra de los Piratas y las manos escondidas en los bolsillos de la chaqueta. Su aspecto era parecido al de cualquiera de los centenares de personas allí reunidas.

– Parker, ¿no? -dijo.

– Exacto. ¿Tú eres Bill?

Asintió, pero no sacó las manos de los bolsillos.

– ¿Cuánto hace que nos vigilas? -pregunté.

– Desde antes de empezar la primera parte -contestó.

– Eres muy precavido.

– Supongo que eso no le hace daño a nadie.

– Frank Merrick está detenido -dije.

– Ah, pero yo eso no lo sabía. ¿Por qué lo han detenido?

– Por acoso.

– ¿Me estás diciendo que van a acusar a Frank Merrick de acoso? -Soltó un resoplido de incredulidad-. No me jodas. ¿Por qué no añaden cruzar la calle sin mirar y llevar un perro sin licencia?

– Queríamos tenerlo encerrado durante unos días -expliqué-. La razón era lo de menos.

Bill miró por encima de mí en dirección a Louis.

– Sin ánimo de ofender, pero choca ver a un negro en un partido de hockey.

– Estamos en Maine. Aquí choca ver a un negro en cualquier sitio.

– Supongo, pero podrías haberlo camuflado un poco.

– ¿Tú te imaginas a un hombre como él con un sombrero de pirata y un alfanje de plástico?… Bill apartó la mirada de Louis.

– Diría que no. Con un alfanje de verdad, puede.

Se reclinó y no volvió a abrir la boca durante un rato. Cuando faltaban tres minutos y dieciocho segundos para concluir la segunda parte, Shane Hynes clavó el disco en el fondo de la red. Al cabo de un minuto y medio, Jordan Smith marcó el cuatro a cero. El partido estaba sentenciado.

Bill se puso en pie.

– Vamos a por una cerveza -propuso-. Son cuatro victorias consecutivas, y nueve en diez partidos. El mejor comienzo de liga desde la temporada noventa y cuatro noventa y cinco, y aquélla tuve que verla desde la cárcel.

– Eso para ti es un castigo cruel e inusual, ¿no? -preguntó Louis.

Bill le lanzó una mirada iracunda.

– No es aficionado -expliqué.

– No me digas.

Salimos y pedimos tres cervezas en vasos de plástico. Un flujo constante de espectadores abandonaba las gradas ahora que aparentemente los Piratas tenían el partido en el saco.

– Por cierto, gracias por la entrada -dijo-. Ya no dispongo siempre de fondos para venir.

– No hay de qué -contesté.

Esperó con cara de expectación y la mirada fija en el bulto de mi chaqueta, donde se veía mi cartera. La saqué y le pagué los cincuenta. Dobló los billetes con cuidado y se los guardó en el bolsillo del vaquero. Me disponía a preguntarle por Merrick cuando, desde las gradas, se oyó la inconfundible reacción al tanto marcado por los Halcones.

– ¡Maldita sea! -exclamó Bill-. Los hemos gafado al marcharnos.

Así que volvimos a nuestros asientos a esperar el comienzo de la tercera parte, pero al menos Bill habló de buen grado durante un rato sobre su etapa en Supermax. El sistema Supermax fue concebido para apartar de la población reclusa común a los presos que se consideraban especialmente violentos, o con riesgo de fuga, o una amenaza para los demás. A menudo se empleaba a modo de castigo para quienes violaban las normas, o para aquellos a quienes descubrían con contrabando. La Supermax de Maine se inauguró en 1992 en Warren. Tenía cien celdas de aislamiento de máxima seguridad. Después de cerrarse la vieja prisión estatal en Thomaston nada más empezar este siglo, se construyó finalmente la nueva cárcel para mil cien reclusos alrededor de la Supermax, como las murallas de una fortaleza en torno a una ciudadela.

– Merrick y yo coincidimos en Max -dijo-. Yo cumplía veinte años por allanamiento de morada. Bueno, allanamientos. ¿Te lo puedes creer? Veinte años. A un puto asesino le caen menos. El caso es que me pillaron con un destornillador y un trozo de alambre en las manos. Era para arreglar mi puta radio. Como me consideraron un preso con alto riesgo de fuga, me mandaron a Max. A partir de ese momento las cosas se complicaron de un modo absurdo. Le aticé a un poli.

Me tenía muy cabreado. Aunque lo pagué con creces. Tuve que cumplir toda la condena en Max. Putos polis. Los odiaba.

Por norma, los reclusos llamaban «polis» a los celadores. Al fin y al cabo, formaban parte del mismo sistema penal que la policía, los fiscales y los jueces.

– Seguro que nunca has visto la Supermax por dentro -comentó Bill.

– No -respondí. El acceso a la Supermax estaba vetado a todo aquel que no fuera recluso o celador, pero había oído hablar más que suficiente para saber que era un sitio donde no deseaba estar.

– Es mal asunto -dijo Bill, y por cómo lo dijo supe que no iba a oír ninguna historia lacrimógena y exagerada de un ex presidiario. No intentaba venderme nada. Sólo quería que alguien lo escuchara-. Apesta: a mierda, sangre, vómitos. La inmundicia está por todo el suelo, por las paredes. En invierno, la nieve entra por debajo de las puertas. Se oye a todas horas el ruido en los respiraderos, y no te imaginas lo que es eso. No puedes abstraerte. Yo me tapaba los oídos con papel higiénico para no oírlo. Pensaba que iba a volverme loco. Eran veintitrés horas de confinamiento al día, y una, cinco días por semana, en la perrera. Así llamaban al patio de ejercicio: mide un metro ochenta de ancho por diez de largo. Bien que lo sé: lo medí durante cinco años. Las luces están encendidas las veinticuatro horas del día, siete días por semana. No hay televisión, ni radio…, sólo ruido y luz blanca. Ni siquiera te dejan entrar un cepillo de dientes. Te dan un puto trozo de plástico que hay que ponerse en el dedo, pero no sirve para una mierda. -Bill abrió la boca y se señaló con el dedo los huecos entre los dientes amarillentos-. Allí perdí cinco dientes. Se me cayeron sin más. Si te paras a pensar, Max es una forma de tortura psicológica. Sabes por qué estás allí, pero no qué puedes hacer para salir. Y eso no es lo peor. Si te pasas de rosca, te mandan a la silla.

Eso ya lo sabía. La «silla» era un artefacto inmovilizador utilizado con quienes conseguían agotar la paciencia de los celadores. Cuatro o cinco celadores con protectores en todo el cuerpo y escudos y gas mostaza irrumpían en la celda de un preso para realizar la «extracción». Lo rociaban de gas, lo tiraban al suelo o al camastro y lo esposaban -las esposas iban unidas a grilletes-, después lo desnudaban cortándole la ropa. A continuación, se lo llevaban, desnudo y gritando, a una sala de observación donde lo sujetaban a una silla con correas y lo dejaban allí durante horas muerto de frío. Asombrosamente, las autoridades penitenciarias sostenían que la silla no se utilizaba como castigo, sino sólo como medio para controlar a los reclusos que eran una amenaza para sí mismos o para los demás. El Phoenix de Portland había conseguido imágenes en vídeo de una extracción, ya que dichas operaciones se grababan en la cárcel, supuestamente para demostrar que los presos no sufrían malos tratos. Según quienes las habían visto, costaba imaginar cómo las extracciones y la silla podían definirse como algo distinto de violencia autorizada y oficial rayana en la tortura.

– A mí me lo hicieron una vez -continuó Bill-, después de tumbar a un poli. Nunca más. Después de eso mantuve la cabeza gacha. Aquello no era manera de tratar a un hombre. A Merrick también se lo hicieron. Más de una vez, pero con Frank no pudieron. Aunque siempre fue por lo mismo. Nunca variaba.

– ¿A qué te refieres?

– A Merrick siempre lo castigaban por lo mismo. Había un chico allí, un tal Kellog, Andy Kellog. Estaba loco, pero no era su culpa. Todo el mundo lo sabía. Se lo habían follado de niño y nunca se recuperó. Se pasaba la vida hablando de pájaros, hombres como pájaros.

Interrumpí a Bill.

– Un momento. ¿Ese Kellog había sufrido abusos?

– Exacto.

– ¿Abusos sexuales?

– Ajá. Supongo que los autores llevaban máscaras o algo así. Yo recordaba a Kellog de su etapa en Thomaston. Otros en Max también lo recordaban, pero al parecer nadie sabía con seguridad qué le había pasado. Lo único que sabíamos era que se lo habían, llevado unos «hombres como pájaros» y no una sola vez, sino un par de veces, y eso después de que otros ya se lo hubieran beneficiado. Lo que quedó cuando acabaron no valía ni cinco centavos. Lo atiborraron de fármacos. La única persona capaz de acceder a él era Merrick, y te aseguro que me costó creerlo. Merrick no era precisamente un asistente social. Era un hombre duro. Pero en el caso de ese chico… Merrick intentó cuidar de él. Y no era un maricón ni mucho menos. El primero que se lo dijo a Merrick fue también el último. Merrick casi le arrancó la cabeza, intentó pasársela por entre los barrotes de la celda. Y a punto estuvo de conseguirlo, pero aparecieron los polis y lo separaron. Luego trasladaron a Kellog a Max por tirar mierda a los celadores, y Merrick encontró la manera de ir también allí.

– ¿Merrick se hizo trasladar a propósito a Supermax?

– Sí, eso dicen. Hasta que se fue Kellog, Merrick había ido a la suya, manteniendo la cabeza gacha, salvo cuando alguien se pasaba de listo y amenazaba al chico o, si era muy tonto, intentaba cambiar la jerarquía desafiando a Merrick. Pero después del traslado de Kellog, Merrick hizo todo lo que pudo para sacar de quicio a los polis, hasta que no les quedó más remedio que mandarlo a Warren. Allí no podía hacer gran cosa por el chico, pero no se rindió. Habló con los polis, intentó convencerlos de que mandaran a un asistente especializado en salud mental para controlarlo, incluso logró calmar al chico un par de veces cuando parecía que iba a conseguir que lo mandaran otra vez a la silla. Los celadores lo sacaron alguna que otra vez de su celda para que hiciera entrar en razón al chico, pero no siempre dio resultado. Kellog se pasaba la vida en esa silla, te lo aseguro. Puede que siga allí, por lo que yo sé.

– ¿Kellog sigue allí?

– Dudo que llegue a salir alguna vez, al menos vivo. Me parece que ese chico quiere morir. Es un milagro que no esté muerto ya.

– ¿Y qué me dices de Merrick? ¿Hablaste con él? ¿Te contó algo de su vida?

– No, era un solitario. Sólo tenía tiempo para Kellog. Hablé con él un poco, cuando nos cruzábamos camino de la enfermería o de la perrera, pero a lo largo de los años hablamos tanto como tú y yo hemos hablado esta noche. Sin embargo, sí que supe lo de su hija. Creo que por eso cuidaba de Kellog.

Empezó la última parte del encuentro. Vi que Bill se concentraba inmediatamente en el hielo.

– No lo entiendo -dije-. ¿Qué tiene que ver la hija de Merrick con Kellog?

A regañadientes, Bill desvió la atención del partido por última vez.

– Bueno, su hija había desaparecido -respondió-. No tenía gran cosa que se la recordase. Sólo un par de fotografías, un dibujo o dos que la niña le había mandado a la cárcel antes de desaparecer. Fueron los dibujos lo que lo acercaron a Kellog, porque éste y la hija de Merrick habían dibujado lo mismo. Los dos habían dibujado hombres con cabeza de pájaro.

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