20

Aquellos dos hombres se llamaban Willis y Harding. Casualmente, compartían el mismo nombre de pila: Leonard. Ésa era la razón por la que de niños se peleaban como perro y gato en su pueblo, un pueblo pequeño en un estado grande, la clase de sitio donde tenía su importancia quién era Leonard Primero y quién Leonard Segundo.

Con el tiempo, resultó que los dos chicos estaban bastante igualados en todo, y en su momento surgió entre ellos un lazo de amistad, un lazo que se consolidó finalmente cuando mataron a un tal Jessie Birchall a patadas frente a un bar en Homosassa Springs, Florida, por tener la osadía de insinuar que Willis no debería haber tocado el culo a la prometida de Jessie cuando ésta iba al lavabo de mujeres. Al ser interrogada por la policía, la prometida en cuestión declaró que no recordaba nada del aspecto de los dos jóvenes, pese a que uno de ellos le había pegado con fuerza suficiente para romperle el pómulo izquierdo cuando ella intervino en defensa de su prometido. Este olvido no fue del todo ajeno al hecho de que, mientras Jessie Birchall se asfixiaba en una mancha roja entre la basura del suelo de cemento del aparcamiento, Willis, con la sangre del moribundo aún caliente en las manos, le había susurrado algo a la chica al oído durante treinta segundos, tiempo de sobra para que ella supiese qué le ocurriría exactamente si consideraba oportuno compartir con la policía lo que había presenciado. De hecho, Jessie Birchall tampoco le gustaba tanto, o al menos no como para padecer lo que Willis proponía. Ella sólo tenía dieciocho años, y ya encontraría otros prometidos.

Con el tiempo, Willis y Harding acabaron en la nómina de Arthur Leehagen, un hombre cuyos métodos ilegales de ganar dinero corrían, de manera fluida aunque discreta, paralelos a sus negocios más legítimos. Willis y Harding, como varios de los empleados más especializados de Leehagen, contribuían esencialmente en el desarrollo de las primeras de dichas actividades, aunque habían demostrado su utilidad también en las segundas siempre que surgían problemas. Cuando el cáncer empezó a brotar como flores de color rojo oscuro, fue a Willis y Harding a quienes mandaron a hablar con los afectados más iracundos, los que amenazaban en voz alta con entablar demanda o denunciar el hecho a la prensa. Si bien a veces bastaba con una visita, en alguna que otra ocasión se vieron obligados a esperar frente a las puertas de un colegio para sonreír a las madres que recogían a sus hijos, o a sentarse en lo alto de las gradas durante los ensayos de las animadoras, contemplando cómo se levantaban aquellas minifaldas, comiéndose con los ojos aquellos muslos y pechos. Y si el entrenador decidía preguntarles qué se habían creído que hacían allí…, en fin, también él tenía hijos. Como Willis se complacía en decir, había de sobra para todos, chicos y chicas por igual, y él no tenía manías. Y si llamaban a la policía, pues resultaba que Willis y Harding trabajaban para el señor Leehagen, y allí eso equivalía a inmunidad diplomática.

Y si alguien, ya fuera por obstinación o estupidez, desoía esas advertencias, pues…

Willis y Harding casi podrían haber sido de la misma familia, porque guardaban cierto parecido. Los dos eran altos y fibrosos, de pelo rubio pajizo tirando a rojo y tez clara salpicada de pecas que en algunos puntos se agrupaban formando en la cara manchas oscuras como las sombras proyectadas por las nubes. Pero nadie les había preguntado nunca si eran parientes. A decir verdad, nadie les preguntaba gran cosa. Los habían contratado precisamente porque eran hombres a quienes no parecía prudente hacerles preguntas. Rara vez hablaban, y cuando lo hacían, era en susurros y con un tono muy discreto, dando la impresión de que su voz contradecía el contenido de sus palabras, y sin embargo a quienes los oían no les cabía la menor duda acerca de su sinceridad. Corría el rumor de que eran homosexuales, pero en realidad eran omnisexuales. La intimidad entre ellos nunca había llegado a lo físico, aunque por lo demás los dos saciaban de buena gana sus apetitos siempre que surgía la ocasión. Habían compartido hombres y mujeres, a veces juntos, a veces por separado, y los objetos de su atención se habían sometido a veces por propia voluntad, a veces no.

Esa mañana, cuando clareó y la lluvia cesó por un rato, viajaban en la furgoneta, Willis al volante y Harding vuelto hacia la ventana, lanzando al aire plácidamente el humo de un cigarrillo, vestidos ambos con vaqueros, camisas azules y botas de faena negras. Su función principal en la operación consistía en vigilar el puente del lado norte y sus inmediaciones, así como patrullar por la carretera circular exterior de la finca de Leehagen no fuera que, por algún milagro, los dos hombres atrapados consiguieran atravesar el primer cordón.

Al lado tenían las armas que habían utilizado para matar a Lynott y Marsh. Otros se habían ocupado del segundo par de hombres. Willis había sentido una maligna satisfacción al saber que Benton, pese a sus protestas, había quedado excluido. A Willis no le caía bien Benton: era un lugareño y nunca pasaría de matón de pueblo. Willis opinaba que a Nueva York tendrían que haberlos enviado a Harding y a él, no a Benton y los retrasados mentales de sus colegas, pero Benton era amigo de Michael Leehagen, y el hijo del viejo había decidido darle una oportunidad de demostrar su valía. Y Benton algo sí había demostrado, eso desde luego: había demostrado que era un gilipollas.

Ahora, una vez muertos los hombres apostados en los puentes, Willis y Harding ya no debían preocuparse por nuevas incursiones; aun así, pensaban permanecer en la carretera exterior, por si acaso. Ahora tenían la cabeza en otros asuntos. Al igual que otros empleados de Leehagen, Harding no entendía por qué no les permitían a ellos ocuparse sin más de los dos intrusos restantes. No veía sentido a pagar una suma considerable de dinero a un desconocido para hacerlo por ellos. En ningún momento se les pasó siquiera por la mente que el hombre llegado con la misión de matarlos tal vez tuviese razones personales para hacerlo.

Una palabra de Willis lo distrajo de sus cavilaciones.

– Mira.

Harding miró. En el arcén derecho, de cara hacia ellos, había aparcado un enorme cuatro por cuatro. Flanqueaban la carretera extensos pinares. Vieron a un hombre sentado en un tronco cerca del vehículo. Con las piernas estiradas ante él, se comía una chocolatina. A un lado tenía un cartón de leche. Parecía el hombre más feliz del mundo. Willis y Harding decidieron, los dos a una, que eso no podía seguir así.

– ¿Qué coño hace ése ahí? -dijo Willis.

– Vamos a preguntárselo.

Se detuvieron a unos tres metros del monster truck y salieron de la furgoneta sosteniendo las escopetas relajadamente en los brazos. El hombre los recibió con un gesto cordial.

– ¿Qué tal, chicos? -saludó-. Hace una mañana estupenda en las tierras del Señor.

Willis y Harding se quedaron pensativos por un momento.

– Éstas no son tierras del Señor -contestó Willis-. Son tierras de Arthur Leehagen. Aquí no entra sin permiso ni siquiera el Señor.

– ¿Ah, no? Yo no he visto ningún cartel.

– Pues tendrías que haberte fijado más. Están ahí mismo: en los dos pone «Propiedad privada», claro como el agua. Quizás es que no sabes leer.

El hombre dio otro bocado a su chocolatina.

– Vaya -dijo con la boca llena de cacahuetes y chocolate-, puede que estén y yo no los haya visto. Andaba muy ocupado mirando el cielo, imagino. Está precioso.

Y lo estaba, una sucesión de amarillos y anaranjados en pugna con los nubarrones. Era la clase de cielo matutino que inspiraba poesía incluso en los corazones de los hombres con menos facilidad de palabra, a excepción hecha de Willis y Harding.

– Más te vale mover tu vehículo -advirtió Harding con su voz más baja y amenazadora.

– Imposible, chicos -contestó el hombre.

Harding volvió la cabeza a un lado ligeramente, tal como haría un pájaro al ver forcejear un gusano bajo sus garras.

– Me parece que no te he oído bien -dijo.

– Ah, no te preocupes, también a mí me ha parecido no oírte bien -repuso el hombre-. Hablas muy bajito. Deberías levantar más la voz. Es difícil que te presten atención si vas por ahí hablando en susurros. -Respiró hondo y, con un vozarrón salido de lo más hondo del pecho, declamó-: Tienes que llenar los pulmones de aire, dar a las palabras algo sobre lo que flotar.

Se acabó la chocolatina y a continuación se guardó el envoltorio cuidadosamente en el bolsillo de la cazadora. Alargó el brazo hacia el cartón de leche, pero Harding lo volcó de una patada.

– Eh, me apetecía mucho terminármela -protestó el hombre-. Me la estaba reservando para el final.

– He dicho que más te vale mover tu vehículo -repitió Harding.

– Y yo te he dicho que es imposible.

Willis y Harding se acercaron al cuatro por cuatro. El hombre no se movió. Empuñando la escopeta por el cañón, Willis rompió el faro derecho de un culatazo.

– Eh, tú… -dijo el hombre.

Indiferente a él, Willis procedió a hacer añicos también el faro izquierdo.

– Mueve el vehículo -ordenó Harding.

– Ya me gustaría, de verdad, pero no puedo complaceros.

Harding accionó el mecanismo de la escopeta para colocar un cartucho en la recámara, se la llevó al hombro y disparó. El parabrisas estalló en pedazos y en la tapicería de piel quedaron incrustados balines y cristales rotos.

El hombre levantó las manos. No era un gesto de rendición, sino simplemente de decepción e incredulidad.

– Vaya, vaya, chicos -dijo-. No había necesidad de hacer eso, ninguna necesidad. Ése es un buen cuatro por cuatro. Esas cosas no se hacen con un buen cuatro por cuatro. Es… -buscó las palabras exactas-… una cuestión de estética.

– Tú no escuchas.

– Yo sí escucho; sois vosotros los que no me escucháis a mí. Ya os lo he dicho: me gustaría moverlo, pero me es imposible.

Harding lo apuntó con la escopeta. Cuando volvió a hablar, bajó aún más la voz si cabe.

– Te lo repito por última vez. Mueve… tu… vehículo.

– Y yo te repito por última vez que es imposible.

– ¿Por qué?

– Porque no es mío -contestó el hombre, señalando detrás de Harding-. Es de ellos.

Harding se dio media vuelta. Fue la penúltima cosa que hizo en esta vida.

La última fue morir.


Los hermanos Fulci, Tony y Paulie, no eran malas personas. De hecho, tenían un sentido del bien y del mal muy claramente desarrollado, aunque simple. Las cosas que estaban mal sin lugar a dudas incluían: hacer daño a mujeres y niños; hacer daño a cualquier miembro del muy reducido círculo de amigos de los Fulci; hacer daño a cualquiera que no lo mereciese (lo cual, debe reconocerse, se prestaba a interpretaciones divergentes, sobre todo por parte de las víctimas de una paliza de los Fulci por lo que parecía, a ojos de los apalizados, una infracción relativamente menor); y ofender de cualquier manera a Louisa Fulci, su querida madre, lo cual era un pecado mortal y no admitía discusión.

Las cosas que estaban bien incluían hacer daño a todo aquel que incumpliese las normas antes enumeradas y…, en fin, eso era todo. Había criaturas nadando en estanques con una concepción moral más compleja que la de los Fulci.

Se habían trasladado a Maine en plena pubertad, después de morir su padre asesinado en una reyerta por la ruta de recogida de basura en Irvington, Nueva Jersey. Louisa Fulci quería algo mejor para sus hijos que la vida que les esperaba si se veían atraídos inevitablemente a la delincuencia a la que había estado vinculado su difunto esposo. Incluso a las edades de trece y catorce años respectivamente, Tony y Paulie parecían candidatos idóneos para usarse como instrumentos de fuerza bruta. Entonces medían apenas un metro setenta pero cada uno pesaba tanto como dos chicos de su edad juntos, y su proporción de grasa corporal era tan baja que una modelo anoréxica habría llorado por ella.

Por desgracia, hay individuos cuyo físico los condena a cierto camino en la vida. Los Fulci tenían aspecto de delincuentes, y parecía inevitable que se convirtieran en delincuentes. La posibilidad de que engañaran al destino se vio más dificultada aún por su constitución emocional y psicológica, que, siendo muy generosos, podría describirse como inflamable. Los Fulci tenían la mecha tan corta que apenas existía. Con el paso del tiempo, muchos profesionales médicos, varios vinculados a los servicios de libertad condicional y bienestar carcelario inclusive, intentaron en vano equilibrar los temperamentos de los Fulci mediante tratamientos farmacológicos. Lo que descubrieron con ello fue fascinante, y habría podido dar lugar a interesantes artículos para el estudio profesional y académico si los Fulci hubiesen estado dispuestos a cooperar en su elaboración quedándose quietos el tiempo suficiente.

En la mayoría de los trastornos psicológicos, la conducta aberrante podía moderarse o controlarse por medio de la aplicación acertada de un cóctel de diversos medicamentos. Todo se reducía a encontrar la combinación correcta de fármacos y alentar al paciente a tomarla de manera regular y continuada. En cambio, por lo que se refería a los Fulci, se descubrió que dichos fármacos sólo surtían efecto durante un breve periodo de tiempo una vez en el organismo, a menudo un mes o menos. Después de eso, la eficacia decrecía, y al aumentar la dosis, la conducta psicótica no disminuía de manera proporcional. Los profesionales médicos partían otra vez de cero, desarrollaban otra posible combinación ganadora de píldoras azules, rojas y verdes, sólo para descubrir que, una vez más, las inclinaciones naturales de los Fulci parecían reafirmarse. Eran como receptores de órganos que rechazaban el riñón del donante, o ratas de laboratorio cautivas que, al verse ante un obstáculo en el camino hacia su comida, poco a poco encontraban la manera de sortearlo.

Uno de los psiquiatras incluso llegó al punto de poner título a un posible artículo sobre los Fulci. Se llamaba «Psicosis viral: un nuevo enfoque de la conducta psicótica en los adultos», pues su teoría era que la psicosis de los Fulci guardaba cierta semejanza con la manera de mutar de determinados virus en respuesta a los intentos médicos de contrarrestarlos. Los Fulci eran psicóticos de un modo que iba mucho más allá de cualquier concepción normal del término. El artículo no se publicó porque el psiquiatra temió tanto las burlas de sus colegas como los posibles daños físicos a su persona si los Fulci llegaban a enterarse de que los habían llamado psicóticos, aun bajo el disfraz de seudónimos protectores. Los Fulci no eran tontos. Un veterano de las fuerzas del orden había afirmado en cierta ocasión que los Fulci «ni siquiera sabían cómo se escribía la palabra rehabilitación». Eso era falso. Los Fulci sí sabían escribirla. Sencillamente no concebían cómo podía aplicarse el término a su propia situación, porque no tenían la menor conciencia de su propia psicosis. Ellos eran felices. Querían a su madre. Sabían valorar a sus amigos. Estaba todo muy claro. Por lo que atañía a los Fulci, la rehabilitación era para delincuentes, y ellos no eran delincuentes. Sólo lo parecían, y eso no era lo mismo ni mucho menos.

A lo largo de los años, ciertas ramas de la ley y el orden habían encontrado motivos para diferir de la interpretación de los Fulci respecto a su estado. Los hermanos habían sido encarcelados en Seattle, acusados de robar vodka ruso en el puerto por valor de 150.000 dólares, pese a que sólo los habían contratado para conducir los camiones. No obstante, fue a ellos a quienes encontraron en posesión de las botellas, y pagaron el pato. También habían cumplido condena en Maine, Vermont, New Hampshire y la provincia marítima canadiense de New Brunswick, en esencia por delitos relacionados con lo que su buen amigo Jackie Garner llamaba «traspasos de propiedad», que en ocasiones conllevaban cierto grado de violencia si alguien, intencionadamente o sin darse cuenta, incumplía una de sus normas. La ignorancia de éstas no eximía de su cumplimiento, como ocurre con la ley.

Pero el momento culminante de sus vidas tuvo lugar cuando los detuvieron por asesinato en Connecticut. La víctima fue un corredor de apuestas llamado Benny «el Jadeante», que había empezado a practicar la contabilidad creativa sin la aprobación de sus jefes. Dichos jefes eran parientes lejanos de algunos de los individuos implicados en la reyerta por la retirada de basuras que había puesto fin a la vida del padre de los Fulci. Benny el Jadeante debía su apodo a una condena por hacer llamadas telefónicas obscenas y lascivas a diversas mujeres que no se habían sentido ni mucho menos halagadas por sus atenciones. Como Benny había hecho todas las llamadas desde la comodidad de su propia cama, la policía no había tenido grandes dificultades para localizarlo. En el transcurso de su detención, Benny tropezó de mala manera en la escalera de su edificio, debido a que una de las mujeres a quienes había llamado era la esposa de un sargento de la comisaría del barrio. Esta caída dejó a Benny con una leve cojera, y por eso a veces lo llamaban también Benny «el Rengo». A Benny no le hacía mucha gracia ninguno de sus apodos, y había protestado airadamente por el uso de cualquiera de ellos, pero la certera penetración de una bala en su cabeza había resuelto el problema para todos los interesados.

Por desgracia, un buen ciudadano había presenciado el crimen y ofrecido una descripción de los responsables, que casualmente concordaba con la de los hermanos Fulci. Fueron llevados a comisaría, reconocidos en una rueda de identificación y procesados por asesinato. Se encontraron pruebas circunstanciales que confirmaban su presencia en el lugar de los hechos, lo cual casi sorprendió tanto a los Fulci como su identificación inicial en la rueda, dado que ellos no habían matado a nadie, y desde luego no a Benny el Jadeante, alias Benny el Rengo.

El juez, teniendo en cuenta los informes psiquiátricos, los condenó a cadena perpetua, y los mandaron a instituciones distintas: a Paulie a la Penitenciaría Corrigan de Nivel Cuatro, en Uncasville; a Tony a la Penitenciaría Norte de Nivel Cinco, en Somers. Esta última estaba concebida básicamente para el control de los reclusos que habían demostrado ser incapaces de adaptarse al aislamiento y planteaban una amenaza para la comunidad, el personal y los otros reclusos.

Se ordenó la encarcelación inmediata de Tony en ese lugar -ya no pasas más por la casilla de SALIDA ni vuelves a cobrar doscientos dólares- porque su cabeza empezó a liberarse de los grilletes de la medicación en pleno juicio, dando lugar a un altercado en el que un policía del calabozo acabó con una fractura de mandíbula.

Y allí se habrían quedado los hermanos -perplejos, dolidos e inocentes- si los hombres que habían ordenado la muerte de Benny el Jadeante/Rengo no hubieran sentido una punzada de mala conciencia al ver a dos italoamericanos condenados injustamente por asesinato, en especial aquellos dos italoamericanos cuyo padre había muerto en interés del bien criminal, dejando a una viuda considerada por todos un modelo de maternidad étnica. Se hicieron llamadas, y se dio a entender a un abogado de causas perdidas que las sentencias en cuestión no eran sólidas. La acusación contra los Fulci se debilitó más aún cuando en New Haven se detuvo a dos caballeros igual de corpulentos, en posesión del arma que había matado a Benny, después de atentar contra la vida del dueño de un club nocturno. Por lo visto, la pistola tenía un valor sentimental para uno de los dos y se había resistido a desprenderse de ella.

De resultas, los Fulci fueron indultados y puestos en libertad después de treinta y siete meses en la cárcel, además de obtener una sustanciosa indemnización del estado de Connecticut por las molestias. Destinaron esa cantidad a asegurarse de que su madre viviera con comodidad y con elegancia por el resto de sus días. Louisa, a su vez, daba a los hermanos una asignación semanal para gastarla a su antojo. Ellos optaron por destinarla básicamente a la compra de cerveza y chuletas, y un monster truck, un Dodge cuatro por cuatro que habían adaptado hasta el último detalle. Era su bien más preciado en el mundo, después de su madre, y de ellos mismos, el uno para el otro.

Ése era el vehículo que Willis y Harding acababan de destrozar con sus escopetas.

– Joder -exclamó Jackie Garner, ya que era él quien estaba sentado junto a la carretera esperando pacientemente a que los Fulci terminaran de hacer sus cosas en el bosque-, ahora sí que la habéis liado.

Fue en éstas que Harding se dio media vuelta y vio salir del bosque a dos hombres muy corpulentos y muy airados. Uno se cerraba apresuradamente la bragueta. El otro miraba el cuatro por cuatro con expresión de disgusto. Sus rostros, que tendían a la rojez incluso en momentos de calma relativa, habían adquirido el color de un par de ciruelas mutantes. A ojos de Harding, parecían trols con ropa de poliéster, frigoríficos gemelos vestidos con enormes pantalones y cazadoras. Tan anchos eran que ni siquiera podían caminar con normalidad: arrastraban los pies y se tambaleaban como robots. Verlos avanzar torpemente en dirección a ellos desconcertó tanto a Harding y Willis que tardaron un momento en reaccionar, y Harding estaba aún levantando la escopeta cuando el puño de Tony Fulci lo alcanzó en la cara, fracturándole varios huesos simultáneamente y lanzándolo de espaldas contra Willis, que acababa de alzar su propia arma y se disponía a disparar. La descarga atravesó a Harding y lo mató en el acto, al mismo tiempo que Jackie Garner se levantaba y asestaba un golpe en la nuca a Willis con la empuñadura de una pistola. Paulie remató la faena dando algún que otro puñetazo más a Willis, hasta que éste se halló a un paso de abandonar esta vida y seguir a su compañero en busca de la recompensa final, momento en que Paulie desistió porque le dolía la mano.

Tony se volvió hacia Jackie Garner.

– Se suponía que tenías que vigilar el puto cuatro por cuatro, Jackie -dijo.

– Y lo estaba vigilando. Me han pedido que lo moviera, pero las llaves las teníais vosotros. ¿Cómo iba a saber que se liarían a tiros con él?

– Aun así, tenías que haberles dicho algo.

– Lo he intentado.

– ¿Ah, sí? Pues no has dicho lo que debías. -Tony alargó el brazo hacia el bolsillo de Jackie y sacó de un tirón el envoltorio de la choco-latina-. ¿Y cómo has tenido tiempo de acabarte una tableta de Three Musketeers y no has tenido tiempo de vigilar el cuatro por cuatro? ¿No puedes hacer las dos cosas a la vez? O sea, joder, Jackie…, ya me entiendes, era sólo…, joder.

Jackie adoptó una actitud y un tono conciliatorios.

– Lo siento, Tony -dijo-. Creo que no eran personas razonables. No hay manera de hablar con personas poco razonables.

– Pues entonces no tendrías que haber hablado con ellos. Tendrías que haberlos matado.

– No ando matando a gente por un cuatro por cuatro.

– No era un cuatro por cuatro cualquiera. Era nuestro cuatro por cuatro.

Su hermano acariciaba tiernamente el capó del cuatro por cuatro y cabeceaba. Tras una última mirada de desesperación a Jackie, Tony se acercó a él.

– ¿Ha quedado muy mal?

– La tapicería está hecha trizas, Tony. También la chapa tiene algún que otro agujero. Los faros están rotos. Es un desastre. -Estaba al borde del llanto.

Tony dio a su hermano unas palmadas en el hombro.

– Ya lo arreglaremos. No te preocupes. Lo dejaremos como nuevo.

– ¿Sí? -Paulie levantó la vista esperanzado.

– Mejor que nuevo. ¿Verdad, Jackie?

Jackie, presintiendo que la tormenta empezaba a amainar, suscribió la opinión.

– Si alguien puede hacerlo, sois vosotros.

Después de retirar cuidadosamente los cristales, Paulie se subió a la cabina y arrancó el motor. Lo dejó encendido durante un minuto hasta asegurarse de que no había sufrido daños. Tony se quedó junto a Jackie. Willis aún respiraba, pero a duras penas. Tony lo miró. Jackie tuvo la impresión de que quería terminar el trabajo.

– ¿Crees que Parker se cabreará con nosotros? -preguntó.

Los Fulci admiraban a Parker. No querían que se enfadara.

– No -contestó Jackie-. Ni siquiera creo que se sorprenda.

Tony se animó. Paulie y él echaron el cuerpo de Harding a la caja de la furgoneta del muerto; luego ataron las manos y las piernas a Willis con alambre de embalar que encontraron en la cabina y lo dejaron allí, inconsciente, junto al cadáver. A continuación, Jackie se adentró en el bosque con la furgoneta y la dejó allí, donde no se veía desde la carretera.

– ¿Crees que esos dos eran parientes? -preguntó Paulie a su hermano mientras esperaban a Jackie-. Parecían parientes.

– Quizá -respondió Tony.

– Es una pena que fueran tan gilipollas -dijo Paulie.

– Sí -coincidió Tony-. Una pena.


Había una radio en el salpicadero de la furgoneta. Cobró vida cuando Jackie Garner acababa de esconder el vehículo en el bosque. -Willis -dijo una voz-. Willis, ¿estás ahí? Corto. Por un momento Jackie pensó no contestar, pero de pronto se dijo: «Bah, ¿y por qué no?». Había visto en alguna película que el protagonista descubría los planes de los malos haciéndose pasar por otro al teléfono o por la radio. No vio por qué no iba a darle resultado a él.

– Aquí Willis. Corto.

Un silencio precedió a la respuesta.

– ¿Willis?

– Sí, soy yo. Corto.

– ¿Quién habla?

«Maldita sea», pensó Jackie, «esto es más difícil de lo que parece en las películas. Tendría que aprender a no meterme donde no me llaman.»

– Lo siento -dijo-. Se ha equivocado de número.

Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía decir? Apagó la radio y corrió a reunirse con los Fulci. Éstos alzaron la vista, sorprendidos al ver correr a Jackie.

– Hora de marcharse -anunció Jackie-. Llegan visitas.

Загрузка...