Seguían vivos.
Eso fue lo primero que pensó Ángel en cuanto llegaron a los árboles: no habían muerto. La carrera a través del claro entre el granero y el bosque había sido una de las experiencias más aterradoras de su vida. Esperaba en todo momento el impacto, el instante en que su cuerpo se sacudiría alcanzado por el primer balazo, una sensación parecida a un golpe de puño de un avezado luchador, seguida de un dolor intenso y después…, ¿qué? La muerte, instantánea o lenta. Otra herida, Louis arrastrándolo por la hierba húmeda mientras se desangraba a borbotones, dejando un rastro oscuro conforme lo abandonaba la vida, sabiendo que esta vez no habría una segunda oportunidad, que moriría allí, y que quizá Louis moriría con él.
Así que había corrido con todas sus fuerzas, resistiendo la reacción instintiva de encogerse lo máximo posible, consciente de que si lo hacía perdería velocidad. Encogerse o ir más deprisa, ésa era la alternativa. Al final optó por la velocidad, tensando todos los músculos del cuerpo, contrayendo el rostro en espera de las balas que de un momento a otro empezarían a volar inevitablemente. Sabía que la bala lo alcanzaría antes de oír la detonación, por lo que el silencio, tan sólo roto por los sonidos de la respiración y las pisadas, no le servía de consuelo.
Los dos atravesaron en zigzag la franja de campo abierto, cambiando con brusquedad de ritmo y dirección para confundir a cualquiera a punto de disparar. La hilera de árboles estaba cada vez más cerca, tan cerca que, incluso en la penumbra, Ángel distinguía detalles de la corteza y las hojas. Más allá, el bosque se desdibujaba entre las sombras y la oscuridad. Allí podía haber ocultos un sinfín de hombres, siguiendo con la mira el blanco móvil o manteniéndola fija en un punto en espera de que el blanco se aproximara. Quizás Ángel vería el fogonazo entre las sombras antes de morir, el último destello de luz antes de sobrevenirle las tinieblas finales.
Cinco metros. Tres. Uno. De pronto se hallaban en el bosque. Se echaron cuerpo a tierra entre los arbustos y, despacio, se alejaron a rastras del lugar donde habían caído, procurando hacer el menor ruido posible, eludiendo los matorrales que podían moverse y delatar su posición. Ángel lanzó una mirada a Louis, que estaba a unos tres metros a su derecha. Louis levantó la palma de la mano para indicarle que debían detenerse. Algo voló a gran altura por encima de sus cabezas en la oscuridad, pero ninguno de los dos alzó la vista para seguir su trayectoria. Simplemente esperaron, con la atención puesta en el bosque que se extendía ante ellos, los ojos adaptados ya a la escasa luz.
– No han disparado -dijo Ángel-. ¿Cómo es que no han disparado?
– No lo sé.
Louis escudriñó el bosque en busca de algún movimiento, cualquier señal de que los observaban. No vio nada, pero sabía que en algún sitio había hombres. Estaban jugando con ellos.
Indicó a Ángel con una seña que debían seguir adelante. Al amparo de los árboles avanzaron despacio y con cautela, moviéndose cada uno por turno y deteniéndose luego para cubrir al otro, conscientes de que no sólo debían permanecer atentos a lo que tenían delante sino también a lo que podía aparecer por detrás. No vieron nada. Daba la impresión de que en el bosque no había nadie, pero ninguno de los dos se engañó con la idea de que su presencia había pasado inadvertida. Habían dejado los cadáveres en el maletero de su coche para que ellos los encontraran, y habían inutilizado el coche. Eso era un mensaje. Estaban vivos pero sólo al arbitrio de otros.
Louis volvió a pensar en la mujer tras la ventana. ¿Fue demasiada coincidencia que se asomara justo en el momento en que Ángel y él miraban la casa? Quizá les habían permitido verla, y ellos habían reaccionado tal como los otros habían previsto: habían abortado el plan y regresado a su vehículo, pero para entonces ya se había activado la trampa. Ahora no les quedaba más remedio que seguir moviéndose y esperar a ver cómo se desarrollaban los acontecimientos. Por tanto, continuaron a través del bosque sin bajar la guardia en ningún momento, volviéndose una y otra vez, vigilando, aguzando el oído. Cuando apenas habían recorrido un kilómetro, estaban agotados, pero para entonces el bosque ya era menos espeso, y frente a ellos veían un espacio abierto. Un terraplén ascendía hacia la carretera interior de circunvalación. Al otro lado había más bosque.
Todavía ocultos, se detuvieron. La carretera se elevaba ante ellos como el lomo erizado de un animal. No vieron señales de movimiento. Louis olfateó el aire, intentando detectar el menor olor a humo de tabaco o comida arrastrado por la brisa que delatara la presencia de hombres en las inmediaciones. Nada.
Ángel y él estaban tan cerca que casi podían tocarse.
– Yo voy a la de tres, y tú a la de cuatro -susurró Louis. La pequeña diferencia de tiempo los convertiría en un blanco más difícil si la carretera estaba vigilada, ya que el segundo hombre captaría la atención, apartándola del primero, sembrando confusión suficiente para darles una mínima ventaja. Levantó los dedos índice y medio de la mano derecha, formando una V-. Yo voy por la izquierda, tú por la derecha. No pares hasta llegar a los árboles.
Ángel asintió. Permanecieron agachados hasta el linde del bosque, y entonces Ángel vio a Louis mover los labios al contar. Uno. Dos.
Tres.
Louis echó a correr hacia la carretera. Un segundo después, Ángel estaba también en movimiento, alejándose de su compañero, avanzando de nuevo en zigzag, pero no con la misma intensidad que antes, concentrado en dejar atrás cuanto antes la carretera, donde sería más vulnerable.
Ni siquiera llegaron allí donde el terraplén empezaba a ascender. La primera bala levantó una nube de polvo a escasos centímetros de los pies de Ángel. La segunda y la tercera se incrustaron en la carretera, y después el fuego a discreción se convirtió en una descarga cerrada, obligándolos a retroceder hacia el bosque. Se echaron cuerpo a tierra y devolvieron el fuego con las Steyr, apuntando hacia los fogonazos, en ráfagas breves a fin de ahorrar munición. Louis vio correr una silueta agachada, vestida con una guerrera verde de combate. Disparó, pero el hombre siguió adelante. Estaba fuera del reducido alcance de las Steyr.
– No dispares más -indicó a Ángel cuando los dos agotaron sendos cargadores, y Ángel obedeció al instante, volviendo a cargar con la cara apretada contra el suelo.
El tiroteo desde el otro lado de la carretera no cesó, y sin embargo los disparos no se oían más cerca. Los agresores se contentaban con arrancar corteza de los árboles detrás de ellos -tan alto por encima de sus cabezas que difícilmente causarían el menor daño siempre y cuando Ángel y Louis permaneciesen a ras de suelo-, o con levantar nubes de polvo y grava en la superficie de la carretera. Lentamente, los dos se pusieron a cubierto entre los árboles.
Sólo entonces se interrumpió el fuego, aunque todavía les zumbaban los oídos por el ruido. Ahora ya los veían: una hilera de tres hombres envueltos en ponchos con capucha, apenas visibles en el bosque al otro lado de la carretera. Uno sostenía el fusil cruzado ante el pecho mientras los otros, apoyados contra los árboles a su izquierda y derecha, mantenían los suyos apuntados hacia sus blancos. No parecía preocuparles que Ángel y Louis los viesen. Entonces aparecieron más hombres procedentes del norte y el sur, siguiendo la carretera, y ocuparon posiciones entre los árboles. Algunos incluso parecían sonreír. Era un juego, y estaban ganando. Ángel soltó la Steyr y levantó la Glock, pero Louis tendió la mano para indicarle que no abriera fuego.
– No -dijo.
«Se han apostado a lo largo de la carretera», pensó Louis. «Sabían de dónde veníamos y han deducido por dónde saldríamos. Quizá la línea era más abierta un poco más al este o el oeste, pero sabían que enseguida podían reforzarla.»
En algún lugar al otro lado de la carretera oyó crepitar una radio, pero el sonido quedó ahogado por el ruido de un vehículo que se acercaba, y un camión de plataforma apareció desde el sur y se detuvo a diez o quince metros de donde se hallaban arrodillados Ángel y Louis. Vieron las siluetas de dos hombres en la cabina. El camión permaneció al ralentí. Nadie se movió.
– ¿Qué demonios pasa aquí? -preguntó Ángel.
Pero Louis no contestó. Hacía cálculos mentales: tiempos, distancias, armas. Evaluó las probabilidades de matar a los dos hombres del camión si, al amparo del bosque, se encaminaban hacia el sur. No era imposible, pero las probabilidades de escapar de los perseguidores que de forma ineluctable irían detrás de ellos eran menos favorables: casi nulas, pensó.
Aun así, esa situación no podía prolongarse indefinidamente. Estaban conteniéndolos con algún fin. Se preguntó si se acercaban ya otros hombres por detrás, atajándoles la huida. Eran como zorros que, al escapar de los cazadores, descubren obstruida la entrada a su guarida y se ven obligados a volverse y plantar cara a los perros.
– Volvemos atrás -dijo.
– ¿Cómo?
– Han cerrado el paso en la carretera, de momento. También saben dónde estamos, y eso no es bueno. Seguiremos en el bosque mientras podamos. Hay una casa al nordeste. Se veía en las fotografías vía satélite. Tal vez allí podamos echarle mano a un coche o una furgoneta, o al menos a un teléfono.
– Podríamos llamar a la policía para que vengan a rescatarnos -dijo Ángel-. Les diremos que hemos venido a matar a alguien por equivocación.
Empezó a llover. Las gruesas gotas producían un ruido sordo en las hojas por encima de ellos. Pese a que el sol ya casi había salido, el cielo seguía nublado y oscuro. La lluvia arreció y enseguida quedaron calados, pero los hombres que vigilaban desde el bosque no se movieron. El agua resbalaba sobre sus impermeables y ponchos. Iban preparados para el mal tiempo. Iban preparados para todo.
Poco a poco, Ángel y Louis retrocedieron y se adentraron entre los árboles.
Tenía una hemorragia interna masiva. El cerebro se le había inflamado dentro del cráneo provocándole más pérdida de sangre. Lucharon por él, intentando prevenir una hernia, porque eso habría acabado con su vida. Extrajeron fragmentos de hueso, y un coágulo, y la bala. Al final, todo ese trabajo dejaría sólo una levísima cicatriz, oculta bajo el pelo.
Y mientras hacían lo posible por salvarlo, Louis estaba sentado junto a un lago, rodeado de árboles. En la otra orilla veía la casa donde se había criado. Ahora se hallaba vacía, en estado ruinoso. Aquélla ya no era su casa. No podía volver allí, y por tanto no había vida entre sus paredes. No había vida en ninguna parte. En el bosque reinaba el silencio y ningún pez nadaba en el lago. Permaneció inmóvil en aquel lugar muerto, y esperó.
Al cabo de un rato, un hombre salió de la oscuridad del bosque por el este. Le había desaparecido el rostro, y los dientes quedaban a la vista en su boca sin labios. No tenía ojos con los que ver, pero volvió la cabeza hacia Louis. Debido a las heridas faciales parecía sonreír. Quizá sonreía. Deber siempre sonreía, incluso cuando mató a la madre de Louis.
Por el oeste apareció una luz, y el Hombre Quemado ocupó su lugar junto al agua, formando palabras con los labios, hablando mudamente de la rabia y la cólera a su hijo.
El norte: la casa. El sur: Louis. El este: Deber. El oeste: el Hombre Quemado. Los puntos cardinales.
Pero Louis no era el sur. Oyó pasos a su espalda, y una mano le rozó la nuca con delicadeza. Intentó volverse, pero no pudo.
Y la voz de su abuela le susurró: «Estas no son las únicas opciones». Era el principio del fin, la semilla de la que germinaría el lento florecimiento de la conciencia.
La herida tardó mucho en cicatrizar. La bala había penetrado en el cráneo, pero no había llegado al cerebro. Su madre siempre le había dicho que tenía la cabeza dura. Incluso después de saberse que sobreviviría, tenía problemas para articular ciertas palabras y distinguir los colores, y vio borroso durante meses. Lo atormentaban ciertos sonidos fantasma y dolores en las extremidades. Gabriel estuvo tentado de desprenderse de él, pero Louis era especial. Había sido el más joven entre sus incorporaciones, y aún tenía capacidad para superar sus expectativas. Respondió deprisa al tratamiento, en parte por su propia fortaleza natural, pero también, como Gabriel sabía, por el deseo de venganza. Ventura había desaparecido, pero lo encontrarían. No podía quedar impune después de lo que había hecho.
Tardaron quince años en dar con él. Cuando lo hallaron, Louis recibió la orden de ejecutarlo.
Vivía en Amsterdam como súbdito holandés, bajo el nombre de Van Mierlo. Se había sometido a alguna que otra intervención de cirugía plástica, no gran cosa, pero suficiente en la nariz, los ojos y el mentón para asegurarse de que si un antiguo conocido se cruzaba con él, no lo reconocería de inmediato. Todo consistía en ganar tiempo: horas, minutos, incluso segundos. Louis sabía con certeza que, desde lo ocurrido en casa de los Lowein, Ventura vivía preparándose para la posibilidad de que un día lo encontrasen. Estaría listo para huir en cualquier momento. Conocería su entorno a la perfección, de modo que el menor cambio en la rutina lo pondría sobre aviso. Iría siempre armado. Tendría un coche guardado en un garaje privado seguro no lejos de donde vivía, pero apenas lo usaría. Lo reservaría para las emergencias: en caso de cerrársele el paso al aeropuerto o los trenes por la razón que fuera, o de no tener acceso a otras formas de viajar.
Iba en taxi a todas partes, los paraba en la calle en lugar de llamarlos por teléfono antes de salir, y nunca se subía al primero que pasaba, sino que esperaba siempre al segundo, al tercero e incluso al cuarto. Una vez al mes visitaba a su abogado en Rotterdam, tomaba el tren en Centraal, Tenía alquilado un edificio de cuatro plantas en Van Woustraat, pero por lo visto no empleaba la planta baja, sólo ocupaba la primera y la segunda. Louis supuso que tanto en la planta baja como en la tercera habría bombas trampa, y que existía alguna vía de escape en la zona de vivienda de Ventura que le proporcionaría acceso a uno de los edificios contiguos.
Louis se preguntó si Ventura sabría que él aún estaba vivo. Probablemente sí, pensó. En caso de que lo encontraran, Ventura prevería que se presentase el propio Louis. Se esperaría un cuchillo, una pistola en la cabeza, como Deber tantos años atrás. Quizás incluso temía que intentasen capturarlo y devolverlo a Estados Unidos para que Gabriel se ocupase de él como considerase oportuno. Pero Louis estaría presente; de eso a Ventura no le cabía la menor duda, porque Ventura no conocía a Louis, no como lo conocía Gabriel y no como lo había conocido Deber en sus últimos días de agonía.
Louis se marchó de los Países Bajos sin que Ventura lo viera en ningún momento, y otro hombre ocupó su lugar durante los últimos días, pero mientras Louis estuvo allí le siguió el rastro a Ventura, para lo que empleó la ayuda de Gabriel así como su propia iniciativa. Localizaron cuentas bancarias. Registraron el bufete de su abogado. Identificaron intereses comerciales y propiedades. Incluso encontraron su coche.
Al final, los últimos días que pasó Louis en Amsterdam, se deterioraron las relaciones entre el gobierno holandés y los sindicatos del transporte. Se preveía una serie de huelgas. Una semana después Ventura fue al garaje a recoger el coche para viajar a Rotterdam. Tenía un casete en el salpicadero. Encendió el aparato mientras maniobraba para salir de su plaza y el morro del coche se inclinaba hacia arriba por la pendiente, pero en lugar de oír como preveía a los Rolling Stones, sonó una voz de mujer. « Connie Francis», pensó. «Es Connie Francis cantando ¿Y ahora quién va a lamentarlo?
»Pero si yo no tengo ninguna cinta de Connie Francis.»
Vaya, muy listo.
Tenía ya un pie en el suelo cuando se activó el conmutador de mercurio por inclinación y el coche y Ventura se vieron envueltos en llamas.
– Sobrevivió -le comunicó Gabriel a Louis-. Deberías haber buscado otro método.
– Ese me pareció el método apropiado. ¿Seguro que no está muerto?
– No encontraron restos en el coche, pero había fragmentos de piel y ropa adheridos al suelo del garaje.
– ¿Cuánta piel?
– Mucha, por lo visto. Debió de sufrir un dolor considerable. Le seguimos la pista hasta la consulta de un médico en Rokin. El médico estaba muerto cuando lo encontramos, naturalmente.
– Si Ventura vive, volverá por nosotros algún día.
– Quizás. Aunque también es posible que lo único que quede de él sea un cascarón chamuscado con el hombre que conocimos atrapado dentro.
– Podría encontrarlo otra vez.
– No, no lo creo. Tiene dinero y contactos. Esta vez se esconderá mejor. Me temo que tendremos que esperar a que venga por nosotros, si es que viene. Paciencia, Louis, paciencia…