Se retiraron de la carretera igual que se habían acercado a ella: con un avance uniforme, cubriéndose tras los árboles, moviéndose uno mientras el otro vigilaba, los dos siempre alertas, aguzando la vista y el oído. Esperaban que las figuras encapuchadas se abalanzaran sobre ellos desde la carretera, calculando la distancia a la que quedarían al alcance de las Steyr, pero no apareció nadie.
Daba la impresión de que la lluvia no amainaría a corto plazo, y ya estaban calados hasta los huesos. Ángel tiritaba y le dolía la espalda. En general, el dolor de sus viejas heridas iba y venía, pero la exposición al frío o la humedad, o correr y las largas caminatas, lo exacerbaban. Ahora notaba tirantez allí donde le habían extraído tejido para los injertos, como si tuviera la piel demasiado tensa en la espalda.
Louis, por su parte, seguía dando vueltas al enfrentamiento en la carretera. Estaba claro que los hombres de Leehagen pretendían contenerlos, y matarlos sólo como último recurso. Sin embargo, no veía ninguna posibilidad de que les permitiesen salir vivos de allí. Los habían atraído al norte con un objetivo, y el objetivo era borrarlos de la faz de la tierra. Habían matado a los Endall, y Louis daba por supuesto que también a los otros equipos. Todos eran buenos en lo suyo, pero no se esperaban que alguien conociese por adelantado cada uno de sus pasos. Leehagen se les había anticipado en todo momento, había previsto su llegada, y la presencia de Loretta Hoyle en la casa inducía a pensar que su padre había participado en la traición.
Pero la tarea de acabar con ellos dos no se había asignado a los hombres de la carretera, ni a ninguno de su clase. Parecía reservada a otro; faltaba por ver quién sería, pero Louis tenía sus sospechas.
Al sudoeste estaban las vaquerizas, el granero con su coche y la casa de Leehagen. ¿Era allí donde se suponía que deberían haber muerto, pillados por sorpresa al entrar en la finca, creyendo que quienes dormían dentro desconocían su presencia? En tal caso, su verdugo habría estado esperándolos allí, y al final tendría que salir a por ellos si ellos no iban a por él. Louis casi había abandonado toda intención de llegar a Leehagen. Estaría protegido, y ya no contaban con el factor sorpresa, y menos pensando que en realidad no había existido ni siquiera al comienzo. Pero ahora había empezado a replanteárselo. Ahora atacar a Leehagen sería al menos una acción inesperada. Los estaban conteniendo esencialmente en la sección este, por donde pasaba la carretera principal, con la idea de que intentarían abrirse paso hasta ella y desde allí buscarían una vía de escape. Louis no sabía hasta qué punto eran realistas sus probabilidades por ese lado. Había una gran distancia que cubrir a pie, e incluso si encontraban un coche y trataban de romper el cordón, se las verían con una persecución motorizada por parte de hombres bien armados y con tramos de carretera elevada, fáciles de bloquear. En cuanto al transporte, su mejor opción era apoderarse del vehículo de alguno de los equipos y contar con que el sistema de comunicaciones no fuese tan rígido como para que cualquier ruptura en el protocolo o la rutina se advirtiesen de inmediato.
Pero si iban al oeste, hacia Leehagen, quedarían atrapados entre dos líneas: los hombres al este y la protección que Leehagen mantuviese cerca de la casa. Y más allá, el lago impedía la retirada, a menos que robaran un bote, cosa que les sería útil sólo en el supuesto de que lograran abrirse camino entre las rocas que Leehagen había plantado en el lecho del río, y en el supuesto también de que pudieran repeler a los hombres de Leehagen, porque lo que sí estaba claro era que serían incapaces de matarlos a todos.
La granja en medio del bosque, que Louis recordaba de las imágenes por vía satélite, ofrecía otra opción. Podían pedir ayuda por teléfono y parapetarse dentro con la esperanza de mantener a raya a sus perseguidores hasta el momento del rescate. Le debían favores: podía contar con la llegada de un helicóptero en menos de una hora. Sería un aterrizaje complicado, pero los hombres a quienes Louis llamaría estaban habituados a eso.
Llegaron a la granja. Era una casa de dos plantas pintada de rojo, aunque con el tiempo había perdido color y ahora era de un marrón desvaído, de manera que parecía de hierro oxidado, como un fragmento de barco desgajado de la estructura principal y abandonado allí, cerca del agua, para que se pudriera. Se accedía a ella por un camino de tierra cuya existencia Louis había dado por supuesto pese a quedar oculto entre los árboles en las fotografías vía satélite. En el jardín, convertido en huerto, no había césped. A su derecha, las gallinas cloqueaban invisiblemente en su gallinero, rodeado de una alambrada para impedir el paso a los depredadores. A su izquierda se alzaba una vieja leñera, con la puerta abierta y los troncos ya amontonados y tapados dentro en previsión del invierno. Detrás, salía humo blanco a ráfagas de una caldera verde de leña.
Dentro de la casa se veía luz y la chimenea también humeaba. Junto a la puerta trasera había aparcada una furgoneta vieja con una jaula de madera en la caja. Apestaba a excremento animal.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Ángel, pero la pregunta se contestó por sí sola. Se abrió la puerta trasera y apareció una mujer en el porche cubierto. Aparentaba algo más de cuarenta años, pero vestía como si fuera mucho mayor y tenía demasiadas canas para su edad. En su rostro se traslucía una vida dura, decepciones, esperanzas y sueños que se le habían escurrido como polvo entre las manos.
Al mirar a los dos hombres, vio sus armas y habló.
– ¿Qué quieren? -preguntó.
– Refugio, señora -contestó Louis-. Usar el teléfono. Ayuda.
– ¿Tienen por costumbre pedir ayuda con armas en la mano?
– No, señora.
– Podría decirse que somos víctimas de las circunstancias -intervino Ángel.
– Pues yo no puedo ayudarlos. Váyanse, más les vale que sigan su camino.
Louis no pudo por menos de admirar su valor. Pocas mujeres se habrían atrevido a mandar a paseo a dos hombres armados.
– Disculpe, señora -dijo-. Me temo que no entiende la situación.
– La entendemos perfectamente -dijo una voz detrás de él. Louis no se movió. Sabía lo que vendría a continuación. Al cabo de un momento sintió en la espalda el contacto del doble cañón-. ¿Sabes qué es esto, hijo?
– Sí.
– Bien. Pues suelta el arma. Tu amigo puede hacer lo mismo.
Louis obedeció, dejó caer la Steyr pero acercó la mano derecha a la Glock que llevaba al cinto. Aparecieron unos dedos pequeños que se llevaron la Steyr, y acto seguido hicieron lo mismo con el arma de Ángel.
– Como muevas la mano un centímetro más, hijo, te aseguro que no vivirás para sentir la próxima gota de lluvia en la cara.
Louis detuvo la mano en el acto. Lo cachearon bruscamente y le quitaron la Glock. La misma voz preguntó a Ángel dónde tenía la pistola, y él contestó enseguida y sin mentir. Mirando de reojo a su izquierda, Louis vio a un joven alto registrar a Ángel y retirar la pistola de su cintura. Habían quedado desarmados.
Oyó unas pisadas que retrocedían detrás de él. Se volvió despacio. Ángel miraba ya a los dos hombres que habían salido de detrás de la leñera. Uno de ellos, sesentón, se protegía de la lluvia con un sombrero de piel de ala ancha. El más joven, el que los había cacheado, rondaba los treinta años y tenía la cabeza al descubierto. Llevaba el pelo al cepillo y la lluvia resbalaba como lágrimas por su rostro intensamente pálido y surcado de venas azules. Parecía no tener retina en el ojo izquierdo, que era todo blanco, igual que su piel, como si algo venenoso se hubiese filtrado desde ésta en el globo ocular, despojándolo de color. Los dos iban armados, el mayor con una escopeta de cartuchos, el más joven con una carabina de aire comprimido. Entre los dos había una niña de no más de siete u ocho años con un impermeable de Mickey Mouse y unas botas de vivo color rojo, atuendo que en ese contexto quedaba fuera de lugar. A sus pies se hallaban las armas que acababan de quitarles a Ángel y Louis. No parecía alarmada por las armas, ni por el hecho de que los dos hombres que la acompañaban tuviesen encañonados a los visitantes.
– Deberíais haberos quedado en Nueva York -dijo el viejo.
– ¿Cómo sabe usted que venimos de Nueva York? -preguntó Ángel.
– Rumores. Esperaban vuestra visita. La única duda era cuándo.
– ¿Quiénes?
– El señor Leehagen y sus hombres.
– ¿Trabaja usted para Leehagen?
– Por aquí todo el mundo trabaja para el señor Leehagen, de una manera o de otra. Si no te paga él directamente, vives de lo que paga a otros. -Miró a la niña-. Vete con la abuela, cariño.
La niña sorteó las piernas del más joven y fue a buscar refugio en la casa, brincando y chapoteando en los charcos que se formaban en el suelo irregular. Subió por los peldaños del porche y se quedó junto a su abuela, que le rodeó los hombros con mano protectora. La pequeña sonrió a la mujer y luego batió palmas en un gesto de placer y emoción. Ángel se preguntó quién sería el padre. No creía que fuera el más joven de los dos hombres, el individuo pálido del ojo descolorido. Era demasiado guapa para ser de él, demasiado vivaz. Él parecía un cadáver que aún no se había dado cuenta de que estaba muerto.
– Thomas -dijo la mujer al hombre mayor desde la puerta. En su voz se advertía un tono acaso suplicante. Ángel tuvo la impresión de que no intervino porque le preocuparan los dos intrusos. Simplemente no quería que su marido se metiese en líos por derramar sangre.
– Llévatela adentro -ordenó Thomas-. Ya nos ocuparemos nosotros de esto.
La mujer agarró a la niña de la mano y la arrastró al interior de la casa. La pequeña no pareció muy contenta de perderse el espectáculo, y fue necesario otro tirón del brazo para que cruzase el umbral antes de cerrarse la puerta. Aun entonces, Ángel la vio mirarlo con expresión anhelante, el rostro contraído en una mueca de decepción.
– No buscamos problemas -dijo Ángel.
– ¿En serio? -respondió el tal Thomas en tono escéptico y hastiado-. Ya es un poco tarde para eso, ¿no crees?
– Sólo queremos salir de aquí vivos -continuó Ángel.
– Eso no lo dudo, hijo. Aunque mucho me temo que no va a ser nada fácil.
– Usted podría ayudarnos.
– Podría, eso es verdad. Podría, pero no voy a hacerlo.
– ¿Por qué no?
– Porque entonces moriría yo en lugar de vosotros, suponiendo que consiguierais salir del lío en el que estáis metidos, cosa que dudo. El señor Leehagen le concede mucho valor a la lealtad.
– Esos hombres van a matarnos.
– Se recoge lo que se siembra. Seguro que eso está en la Biblia, en algún sitio. Mi mujer podría confirmárselo. A veces la lee, cuando le da por ahí. A mí nunca me ha interesado mucho.
Desplazó la mano con que sostenía el cañón de la escopeta, y Louis se tensó. Ángel lo notó listo para saltar, y al parecer Thomas también lo percibió. Las dos bocas idénticas de la escopeta apuntaron a Louis sin vacilar. El viento cambió de dirección, arrastrando hacia Ángel el hedor de los animales transportados por Thomas en la furgoneta a su destino final, el olor de las deposiciones causadas por el miedo ante la inminencia de la muerte.
– No -se limitó a decir Thomas-. Como lo intentes, echaré tu cuerpo a los cerdos antes de que acabe el día.
Cerdos. De pronto Ángel los oyó resoplar y gruñir en algún lugar detrás de la casa.
– Usted los ayudó a hacer la película -dijo.
Thomas se movió inquieto.
– No sé nada de eso.
– ¿Cómo lo hicieron? ¿Con un maniquí? ¿O una mujer se tumbó en el barro y fingió que se la comían, y el resto de la escena fue efecto del montaje? Diga: ¿cómo lo hicieron?
– Ni lo sé ni me importa -contestó Thomas-. Yo no tengo nada personal contra vosotros, y no quiero mataros aquí. Al señor Leehagen no le gustaría. Tiene otros planes para vosotros, imagino. Y ahora, largo de aquí. Marchaos y no volváis. Vuestras armas pueden quedarse. No me fio de vosotros: no sé si cumpliréis vuestra palabra cuando os deje ir.
– Sin armas, no tenemos ninguna oportunidad -protestó Louis.
– No tenéis ninguna oportunidad en ningún caso.
– Parece muy informado.
El viejo sonrió. No era una sonrisa maliciosa. Más bien denotaba cierta lástima.
– Habéis venido aquí con malas intenciones y ahora se han vuelto las tornas. ¿Qué pensabais que pasaría? ¿Que encontraríais a un viejo en una casa grande y lo mataríais sin que nadie moviera un dedo para impedirlo? Oídme bien: no siento ningún aprecio por ese hijo de puta, y creo que el mundo sería mejor si él no hubiera nacido, pero viniendo aquí habéis cometido un error, y del resultado de ese error dependerá vuestra vida. Como he dicho, se recoge lo que se siembra. -Señaló con la escopeta en dirección al bosque por el que habían venido-. Hacia allí está la carretera, y quizá vuestra escapatoria. No volváis por aquí. Si venís, os mataremos. Con Leehagen o sin él, tengo que pensar en mi familia.
– Le creo -dijo Louis.
– Bien.
Sujetando con firmeza sus armas, los dos hombres retrocedieron mientras Ángel y Louis se alejaban. Cuando casi se habían perdido de vista, el viejo gritó:
– Eh.
Se detuvieron.
– Has dicho que estoy muy bien informado. Pues no. Alguien se fue de la lengua en un bar hace un par de noches, y yo lo oí. Luego vinieron a pedirnos que estuviéramos atentos por si aparecían desconocidos. Supuse lo que ocurriría. Esos hombres no quieren mataros. Os reservan para otro.
– ¿Para quién? -preguntó Ángel.
El viejo se encogió de hombros.
– No recuerdo el nombre. Era algo así como «Suerte» o «Felicidad» -contestó-. Eso dijeron.
– ¿Felicidad?
– No, Felicidad exactamente no -dijo Thomas. Frunció el entrecejo intentando recordar la palabra-. Ventura. Eso era. Dijeron que os esperaba la Ventura.
Louis no habló mientras se alejaban. Su arrogancia, su ira, los había llevado hasta ese punto. Ventura. Miró a su compañero, que caminaba con dificultad a su lado, abstraído en su propio dolor. Ángel levantó la vista y sus miradas se cruzaron. En sus ojos no se advertía acusación alguna, ni ira. Habían ido hasta allí por Louis, y Ángel, pese a sus muchas reservas, había permanecido junto a él. Si eso no era amor, ¿qué era? Pero los sentimientos de afecto de Ángel hacia Louis se disiparon de pronto.
– Eres un gilipollas -dijo Ángel-. ¿Lo sabías?
– Sí, ya lo sabía.
– Tanto mejor. Tengo frío y estoy empapado, y va a matarme un hombre que liquida a otros asesinos como quien colecciona cabelleras, y todo por tu culpa.
– Precisamente estaba pensando que no me culpabas de nada, y lo mucho que te admiraba por ello.
– ¿Tú estás mal de la cabeza? Claro que te culpo. Y puedes guardarte tu admiración. Lo escribiría en tu lápida, pero estaré demasiado muerto para poder hacerlo. -Ángel estornudó de forma aparatosa-. Increíble. Esto es increíble.
Louis miró el cielo.
– Tal vez pare de llover.
– La esperanza es lo último que se pierde, supongo.
– Necesitamos armas.
– Tendremos que matar a alguien para conseguirlas.
– Podríamos volver y quitárselas al viejo.
Por unos segundos contemplaron la posibilidad. Sabían cómo acabaría la cosa. Pese a las fanfarronadas y las armas del viejo, su familia y él no eran rivales para ellos. Pero había una niña en la casa, y Louis había visto en los ojos de Thomas que plantaría cara si regresaban. Habría heridos, quizás incluso muertos. No, allí no volverían.
– Esperan que huyamos, que intentemos atravesar el cordón -dijo Louis-. No prevén que hagamos lo que hemos venido a hacer.
– ¿Hablas de ir a casa de Leehagen?
– Sí.
– A falta de otra cosa mejor, eso se acerca a un plan. -Ángel se escurrió el agua de la cazadora-. ¿Qué vamos a hacer? ¿Ahogarlo?
– A falta de otra cosa mejor…
Siguieron caminando.
– ¿De verdad me echas la culpa de todo esto? -preguntó Louis después de unos minutos en silencio.
Ángel reflexionó.
– El culpable soy yo.
Louis se quedó callado por un momento.
– ¿Eso es verdad?
– No -contestó Ángel, y volvió a estornudar-. Te culpo a ti.