Ángel necesitó un momento para asimilar lo sucedido. A continuación, su cólera, ya no autoinducida, encontró un blanco idóneo en Louis.
– ¡Gilipollas! -exclamó en cuanto quedó claro que su compañero, amante y ahora objeto de su ira no estaba muerto-. Pedazo de cabrón. -Le dio una patada en las costillas con todas sus fuerzas.
– ¡Estoy herido! -protestó Louis. Se señaló una mancha húmeda en el brazo derecho donde le había rozado la bala, así como el orificio en el abrigo.
– No lo suficiente. Eso es un rasguño.
Ángel tenía la bota en alto para descargar otra patada, pero Louis se levantaba ya con dificultad.
– ¿Por qué no has dicho algo cuando te he llamado?
– Porque no sabía dónde estaba Ventura. Si me oía hablar, o te veía reaccionar a algo que yo decía, habría intentado disparar de lejos. Y yo necesitaba que se acercara.
– ¡Podías haber contestado en voz baja! ¿A ti qué carajo te pasa en la cabeza? Pensaba que estabas muerto.
– Pues no.
– Pues deberías estarlo.
– Bien podrías alegrarte de que siga vivo. Te he dicho que estoy herido.
– Vete a la mierda.
Ángel miró por encima del hombro de Louis y vio al Detective y Willie Brew en lo alto del pequeño promontorio, mirándolos. Arrugó la frente. Louis se volvió. También arrugó la frente.
– ¿Estáis de vacaciones? -preguntó Ángel.
– Hemos venido a buscaros -contestó el Detective.
– ¿Y eso por qué?
– Willie pensaba que podíais estar en apuros.
– ¿Y de dónde habéis sacado semejante idea?
– Bueno, de un granero que ha volado por los aires, y cosas así.
– Estoy herido -dijo Louis.
– Ya lo he oído.
– Pues a nadie parece preocuparle mucho.
– Excepto a ti.
– Y con razón, tío -replicó Louis-. ¿Habéis venido solos?
El Detective, incómodo, desplazó el peso del cuerpo de un pie a otro al contestar.
– No exactamente.
– Oh, no -exclamó Ángel al caer en la cuenta-. ¿No habrás traído a ésos?
– No tenía a nadie más. No había dónde elegir.
– Dios mío. ¿Dónde están?
El Detective señaló en una dirección indeterminada.
– Por ahí. Venían por la carretera, y nosotros a pie.
– Quizá se han perdido -comentó Ángel-. Para siempre.
– Han venido aquí por vosotros. Os veneran.
– Son un par de psicóticos.
– Lo dices como si fuera algo malo. -El Detective señaló a Ventura-. A propósito, ¿y ése quién era?
– Se llamaba Ventura -contestó Louis-. Era un asesino.
– ¿Contratado para matarte?
– Eso parece. Aunque creo que habría aceptado el encargo sin cobrar.
– No le ha salido muy bien.
– Se suponía que era el mejor, en sus tiempos. Todo el mundo creía que se había retirado.
– Más le habría valido quedarse con los jubilados de Florida.
– Puede ser.
Oyeron al este el sonido de un vehículo. Segundos después, por encima de uno de los promontorios, apareció el monster truck de los Fulci en dirección a ellos. Ángel, ya algo disipada su ira, se había dignado examinar la herida de Louis.
– Vivirás -dictaminó.
– Podrías simular que te alegras.
– Gilipollas -repitió Ángel.
El cuatro por cuatro se detuvo cerca de ellos, revolviendo el barro y la hierba, y salieron los Fulci, seguidos de cerca por Jackie Garner. Miraron a Ventura, luego a Louis.
– ¿Quién era? -preguntó Paulie.
– Un asesino -respondió el Detective.
– Ajá. Guau -exclamó Paulie.
Miró tímidamente a Louis, pero Tony, adelantándose, preguntó:
– ¿Está usted bien?
Willie vio que el Detective intentaba disimular la risa. Debían de ser muy pocas las personas a quienes los Fulci trataban de usted. Hablando así, Tony parecía un niño de nueve años.
– Sí. Acaban de herirme.
– Guau -dijo imitando a su hermano. Los dos Fulci parecían profundamente impresionados.
– ¿Y ahora qué? -preguntó el Detective.
– Ahora acabemos lo que hemos venido a hacer -contestó Louis-. No hace falta que nos acompañes si tienes algún reparo -añadió.
– Ya he llegado hasta aquí. No me gustaría marcharme antes del desenlace.
– ¿Y nosotros? -preguntó Tony.
– Las dos carreteras confluyen a un kilómetro de la casa de Leehagen más o menos -informó Louis-. Quedaos allí con Jackie, y si aparece alguien, no lo dejéis pasar.
El Detective se acercó a Willie, que permanecía en actitud vacilante.
– Puedes quedarte con ellos o acompañarnos, Willie -dijo.
A Willie le pareció ver compasión en los ojos del Detective, pero no surtió efecto. Miró a los Fulci y a Jackie Garner. Jackie había sacado unos cilindros de la mochila e intentaba explicar a los Fulci la diferencia entre ellos.
– Éste es de humo -dijo sosteniendo en alto un tubo con los extremos envueltos en cinta aislante verde-. Es verde. Y éste otro explota -añadió, sosteniendo en alto uno con cinta roja-. Es rojo.
Tony Fulci miró con suma atención los dos tubos.
– Ése es verde -dijo, señalando el de gas-. El otro es rojo.
– No -dijo Jackie-. Lo has entendido mal.
– No es verdad. Ése es el rojo, y ése es el verde. Explícaselo tú, Paulie.
Paulie se acercó a ellos.
– No, Jackie tiene razón. Verde y rojo.
– Por Dios, Tony -dijo Jackie-. Eres daltónico. ¿No te lo ha dicho nadie?
Tony se encogió de hombros.
– Simplemente pensaba que a mucha gente le gustaba la comida roja.
– Esto no es normal -dijo Jackie-, aunque supongo que esto explica por qué siempre te saltas los semáforos en rojo.
– Bueno, ahora ya da igual. ¿Así que el verde en realidad es rojo, y el rojo es verde? -preguntó Tony.
– Eso mismo -confirmó Jackie.
– ¿Y cuál decías que era el que explota…?
Remiso, Willie se volvió hacia el Detective.
– Voy con vosotros -dijo.