El hombre apoyado en el techo del Ford Ranger estaba empapado. Se llamaba Curtis Roundy, y si alguien agitaba un palo delante de él, podías apostar cinco contra veinte a que Curtis siempre encontraría la manera de agarrarlo por la punta manchada de mierda, o al menos esa impresión tenía él. Por mucho que se esforzara en evitar situaciones en las que debía sacrificar su comodidad y satisfacción personales por el concepto que otro tenía del bien mayor, Curtis acababa inevitablemente con un tenedor en la mano cuando caía sopa del cielo, o experimentando un suave goteo de orina en la espalda mientras le aseguraban que en realidad era lluvia. Al menos eso sí era sólo lluvia, y el poncho lo resguardaba un poco, pensó con los prismáticos ante los ojos y los pies chapoteando dentro de las botas.
Así y todo, no era un gran consuelo. Se habría sentido mucho más a gusto sentado en la cabina en lugar de estar a la intemperie expuesto a los elementos, pero Benton y Quinn no eran la clase de hombres que se atenían a razones o se preocupaban mucho por el bienestar ajeno. No contribuía a mejorar las cosas el hecho de que Curtis fuera quince años menor que ellos y pesara mucho menos que cualquiera de los dos, con lo que no le quedaba más remedio que dejarse mangonear en tales situaciones. Entre todos los hombres con quienes podía haber formado equipo, no había ninguno peor que Benton y Quinn. Eran miserables, mezquinos e imprevisibles en el mejor de los casos, pero Benton, después de sus experiencias en la ciudad y de la reacción del hijo de Leehagen a su regreso, se había convertido en un auténtico animal. Tomaba una pastilla detrás de otra para el dolor del hombro y la mano, y había tenido un desagradable enfrentamiento con el tal Ventura, de resultas del cual lo habían exiliado al monte, viéndose excluido de lo que estaba por venir. Curtis había oído parte de la conversación y visto la mirada que Ventura lanzó a Benton cuando éste salió de la casa hecho una furia. El asunto entre ellos no había quedado zanjado ni remotamente, y si bien Curtis se reservó su opinión, no auguraba a Benton un feliz desenlace en futuros encuentros. Desde entonces Benton hervía en cólera, y Curtis casi oía el borboteo de la lenta ebullición.
Edgar Roundy, el padre de Curtis, había trabajado en la mina de talco del señor Leehagen, y aunque murió infestado de tumores, ni una sola vez echó la culpa de lo ocurrido a su jefe. El señor Leehagen le puso un plato en la mesa, un coche delante de casa y un techo sobre la cabeza. Cuando lo invadió el cáncer, lo atribuyó a la mala suerte. No era tonto. Sabía que el trabajo en una mina, ya fuera de talco, sal o carbón, no iba a proporcionarle una vida larga y feliz. Cuando la gente empezaba a hablar de demandar al señor Leehagen, Edgar Roundy se daba media vuelta y se marchaba. Eso hizo hasta que ya no podía andar, y entonces murió. A cambio de su lealtad, el señor Leehagen dio al hijo de Edgar un empleo que no implicaba la ingesta de amianto para ganarse la vida. Edgar, si aún viviese, se habría conmovido ante semejante gesto.
Curtis tenía inteligencia suficiente para saber que se había librado de una buena cuando la mina cerró y el señor Leehagen consideró oportuno ofrecerle una ocupación alternativa. Eran muchos los que en otro tiempo habían trabajado para los Leehagen y ahora se las arreglaban con la clase de pensiones que los condenaban al menú familiar de Kentucky Fried Chicken y hamburguesas de serrín como base de su dieta. No sabía bien por qué le había sonreído la fortuna a él y no a otros, aunque podía deberse en parte a que el viejo señor Leehagen, cuando gozaba de mucha mejor salud, hacía alguna que otra visita recreativa a la señora Roundy mientras su marido, con un arranque de tos perruna tras otro, sacrificaba la vida en la mina en medio de la mugre y el polvo. El señor Leehagen era el amo y señor de todo lo que se veía hasta donde alcanzaba la vista, y no habría sido impropio de él acogerse a una nueva versión del derecho de pernada, la ancestral prerrogativa de las clases dominantes, si le venía en gana y había a mano una mujer que se prestase. Curtis no se daba por enterado de las antiguas visitas diurnas del señor Leehagen, o al menos se había convencido de que no lo sabía, si bien hombres como Benton y Quinn eran muy capaces de sacarlo a relucir cuando necesitaban un poco de diversión. La primera vez que lo hicieron, Curtis respondió a sus pullas lanzándole un puñetazo a Benton, y casi lo muelen a palos por tomarse la molestia. Curiosamente, Benton empezó a respetarlo un poco más como consecuencia de aquello. Así se lo dijo a Curtis mientras lo golpeaba una y otra vez en la cara.
En ese preciso momento Benton y Quinn estaban como cubas. Al señor Leehagen y su hijo no les haría ninguna gracia enterarse de que bebían en horas de trabajo. Michael Leehagen había insistido en la importancia de contener a los dos intrusos. Todos debían permanecer alertas, había dicho, y todos debían obedecer sus órdenes. Una vez concluido el trabajo, habría gratificaciones para todos. Curtis no quería ver peligrar su gratificación. Para él, contaba hasta el último centavo. Tenía que alejarse de todo aquello: de los Leehagen, de hombres como Benton y Quinn, del recuerdo de su padre marchitándose a causa del cáncer y resistiéndose sin embargo a escuchar cualquier crítica contra Leehagen, el hombre que negaba la existencia real de la enfermedad que estaba matándolo. Curtis tenía amigos en Florida que se ganaban un buen dinero como tejadores, a lo que contribuía el hecho de que cada año, debido a los huracanes, volvían a requerirse sus servicios. Le permitirían participar como socio, siempre y cuando aportase algo de capital. Curtis había ahorrado casi cuatro mil dólares, y el señor Leehagen le debía otros mil, sin contar la posible gratificación que recibiría por el trabajo actual. Se había fijado la meta de reunir siete mil: seis mil para entrar en el negocio de tejados, y mil para cubrir gastos una vez en Florida. Ahora ya estaba cerca, muy cerca.
El repiqueteo de la lluvia en la capucha del poncho empezaba a provocarle dolor de cabeza. Se apartó los prismáticos de los ojos para descansar la vista, cambió de posición en un vano esfuerzo por estar más cómodo y reanudó su labor de vigilancia.
Advirtió un movimiento al sur en el linde del bosque: dos hombres. Golpeteó el techo para avisar a Quinn y Benton. La ventanilla del acompañante se abrió, y a Curtis le llegó el olor del alcohol y el humo del tabaco.
– ¿Qué pasa? -Era Benton.
– Los veo.
– ¿Dónde?
– No lejos de la casa de los Brooker, avanzando en dirección oeste.
– Detesto a ese viejo cabrón, a él, a su mujer y al bichejo de su hijo -dijo Benton-. El señor Leehagen tendría que haberlos despachado de sus tierras hace tiempo.
– Seguro que el viejo no los ha ayudado -afirmó Curtis-. Sabe lo que le conviene.
Aunque no tenía tan claro que eso fuera verdad. El señor Brooker era un hombre de mal carácter, y tanto él como su familia evitaban cualquier trato con los hombres que trabajaban para el señor Leehagen. Curtis no entendía por qué el señor Brooker no vendía su propiedad y se marchaba, pero imaginaba que también eso formaba parte de su mal carácter.
– Sí -dijo Benton-. El viejo Brooker puede ser un tocacojones, pero no es tonto.
Asomó una mano por la ventanilla con una botella de aguardiente casero y se la ofreció a Curtis. Aquél era el brebaje elaborado por el propio Benton. Quinn, todo un experto en tales asuntos, opinaba que aquél, para ser un alcohol de grano primitivo, era tan bueno como cualquiera de los que podían comprarse en los alrededores, aunque eso no era mucho decir. No provocaba ceguera, ni hacía orinar sangre, ni causaba ninguno de los desafortunados efectos secundarios que a veces acompañaban el consumo de un matarratas casero, y eso, a juicio de Quinn, lo convertía en una bebida de alta calidad.
Curtis alcanzó la botella y se la llevó a la boca. Sólo de olerlo le dio vueltas la cabeza y al instante pareció exacerbarse el dolor dentro de su cráneo, pero de todos modos bebió. Tenía frío y estaba empapado. El aguardiente no podía empeorar las cosas. Por desgracia, sí las empeoró. Fue como tragar fragmentos de cristal caliente que habían estado largo tiempo en un viejo depósito de gasolina. En un arranque de tos escupió la mayor parte sobre el metal a sus pies, donde el agua de lluvia hizo lo posible por diluirlo y llevárselo.
– A la mierda -dijo Benton. El motor se puso en marcha-. Entra aquí, Curtis.
Curtis bajó de un salto y abrió la puerta del acompañante. Quinn mantenía la mirada fija al frente, con un cigarrillo colgando de los labios. Medía por encima del metro ochenta, unos diez centímetros más que Curtis, y tenía el pelo negro y corto con la consistencia del alambre de fusible. Quinn era el mejor amigo de Benton desde el colegio. Hablaba poco, y prácticamente no decía más que tacos. Parecía haber aprendido todo su vocabulario en las paredes de los lavabos de hombres. Cuando abría la boca, hablaba deprisa, brotándole las palabras en sartas de amenazas y obscenidades ininterrumpidas, sin el menor respiro. Mientras Benton cumplía condena en la Penitenciaría de Ogdensburg, Quinn estaba internado en el Psiquiátrico de Ogdensburg, a la vuelta de la esquina. Ésa era la diferencia entre ellos dos. Benton era malévolo, pero Quinn estaba como un cencerro. Curtis le tenía un miedo atroz.
– Eh, apártate -dijo Curtis. Se subió a la cabina, esperando que Quinn se corriese, pero no lo hizo.
– ¿Quécoñotecreesqueestáshaciendo? -preguntó Quinn. Pronunció las palabras tan atropelladamente que Curtis tardó unos segundos en entenderlo.
– Pretendo subirme a la cabina.
– Siéntateenelmediojoderyonomemuevogilipollasdemierda.
– Vale ya de chorradas, tío -terció Benton-. Deja pasar al chico.
Quinn apartó las rodillas un milímetro a la izquierda y dejó a Curtis el espacio justo para pasar apretujándose.
– Jodermehaspuestoperdidodeaguatevoyadarunapatadaenelculo.
– Lo siento -se disculpó Curtis.
– Másvalequelosientasovasasentirlapatadaquetevoyadarenelculo.
«Ya, lo que tú digas, chiflado», pensó Curtis. Se imaginó por un instante dándole él una patada a Quinn en el culo, pero se quitó la imagen de la mente en el acto al volverse y ver que Quinn lo observaba sin pestañear con sus ojos castaños salpicados de puntos negros como tumores en las retinas. Curtis no creía que Quinn tuviera telepatía, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.
– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Curtis.
– Lo que deberíamos haber hecho después de inutilizarles el coche -contestó Benton-. Vamos a liquidarlos.
Curtis se estremeció. Recordó la imagen de la mujer muerta y lo que pesaba en el momento en que Quinn y él la metían en el maletero, mientras Benton y Quinn se reían por el pequeño detalle que habían añadido al trabajo. Willis y Harding los habían matado por la noche, y a Benton le tocaba enterrar los cuerpos, otro castigo por sus fracasos al principio de la semana. En lugar de eso, decidió meterlos en el maletero del coche, y ahora Curtis tenía la sensación de no poder quitarse el olor del perfume de la mujer de las manos y la ropa, ni siquiera con la lluvia.
– Nos han dicho que no intervengamos -recordó Curtis-. Son órdenes, órdenes del hijo del señor Leehagen.
– Ya, bueno, pero a esos dos gilipollas no se lo ha dicho nadie. ¿Y si Brooker los ha ayudado, o les ha dejado llamar por teléfono? ¿Y si ahora mismo hay gente viniendo hacia aquí? Joder, incluso es posible que hayan matado al viejo y su familia, y eso sí sería una auténtica tragedia. Son asesinos, ¿no? A eso se dedica esa clase de individuos. Mientras esperamos a que llegue un fantasma para hacer un trabajo que podríamos haber hecho nosotros de balde, esos dos andan por ahí sueltos. Mientras acaben muertos en sus tierras, Leehagen no pondrá ninguna pega.
Curtis no estaba tan seguro de que eso fuera una buena idea. Tendía a interpretar las órdenes del señor Leehagen al pie de la letra, aunque ahora que el señor Leehagen ya no podía moverse con facilidad, esas órdenes procedían casi siempre de su hijo, y éste les había dejado bien claro que debían abstenerse de actuar por lo que se refería a los dos hombres a quienes esperaban. Debían evitar los enfrentamientos, al menos los que pudieran tener consecuencias fatales. Debían quedarse sentados y esperar. En cuanto los dos hombres entrasen en las tierras de Leehagen debían contenerlos, nada más. En total habían asignado a quince hombres la misión de impedir que escaparan en cuanto cayeran en la trampa. Ahora Benton se proponía infringir las normas. Tenía el orgullo herido por los acontecimientos recientes, como Curtis sabía. Quería reparar el daño ante los Leehagen y, de paso, recobrar la seguridad en sí mismo.
Benton bebía un poco, eso era verdad, pero en general tenía más aciertos que errores, con o sin alcohol. Cuantas más vueltas le daba, más coincidía con Benton en que era absurdo esperar a que Ventura eliminara a los dos hombres. Pero la voluntad de Curtis siempre se tambaleaba al oír la voz que tenía más cerca y hablaba más alto. Si era cierto que el carácter de una persona poseía cualidades camaleónicas y cambiaba para adaptarse al entorno moral, sin duda ése era el caso de Curtis. Su opinión se tambaleaba con un estornudo.
Y así fue como Quinn, Curtis y Benton abandonaron la carretera y fueron en busca de los dos asesinos que pronto ya no asesinarían a nadie más. Hicieron un alto en el camino: en casa de Brooker para ver qué contaba. Curtis vio que el señor Brooker tenía tan buen concepto de Benton como Benton de él, pero, en comparación con la de su mujer, la opinión del señor Brooker en cuanto a Benton era muy generosa. Ella ni siquiera mostraba un asomo de elemental cortesía, y el hecho de que se presentaran armados no pareció amilanarla en absoluto. Era una mujer de cuidado, de eso no cabía duda.
Su hijo, Luke, apoyado en la pared, apenas parpadeaba. Curtis no sabía si veía con el ojo lechoso. Quizá sí veía, y el mundo aparecía ante él como si estuviera cubierto por un manto de muselina, con las calles pobladas de fantasmas. Curtis ni siquiera recordaba haber oído hablar una sola vez al hijo del señor Brooker. No había ido al colegio, al menos a un colegio normal y corriente, y la única vez que Curtis lo vio fuera de la casa de los Brooker fue en el pueblo con su padre, cuando el viejo los invitó a los dos a un helado en la heladería de Tasker. En cuanto a la niña, Curtis no sabía de dónde había salido. Quizá Luke había tenido suerte, por una vez en su vida, aunque era poco probable. Follar con Luke Brooker habría sido como follar con un zombi.
El señor Brooker les enseñó las armas que había arrebatado a los dos hombres, y a Benton se le iluminaron los ojos ante la perspectiva de una cacería fácil. Dio una palmada a Brooker en la espalda y le dijo que informaría al señor Leehagen de su actuación.
Cuando los tres se fueron, Brooker, sentado en silencio a la mesa de la cocina mientras su esposa amasaba detrás de él, intentó sobrellevar con indiferencia las olas de desaprobación que rompían contra su espalda.
Ángel y Louis oyeron la furgoneta antes de verla. Se hallaban en una hondonada entre dos elevaciones de campo abierto, uno de los pastizales, y tardaron un momento en establecer la dirección de donde llegaba el sonido. Louis trepó por la corta pendiente y, al mirar al este, vio avanzar a toda velocidad hacia ellos la Ranger por un camino de tierra que salía del bosque, procedente de la casa del viejo. Estaba aún demasiado lejos para identificar a los hombres de la cabina, pero Louis tenía la certeza de que sus intenciones no eran amistosas. Y de que Ventura no estaba entre ellos. No era su estilo. Por lo visto, las normas habían cambiado. Ya no se trataba de simple contención. Se preguntó si Thomas habría hecho una llamada, temeroso de lo que pudiesen hacer los intrusos aun desarmados. Quizá la noticia de que ya no llevaban armas había decantado la balanza contra ellos.
Louis sopesó las opciones. Ya no contaban con la protección del bosque. Sin embargo, al sudoeste se veía algo parecido a un viejo granero y, junto a él, la estructura abovedada de un montacargas de grano, con más bosque por detrás. Aquello era una incógnita.
Ángel se acercó a él.
– Vienen a por nosotros -dijo Louis. -¿Hacia dónde vamos? Louis señaló el granero. -Hacia allí. Y deprisa.
Benton llegó a lo alto de una pequeña colina. Casi justo enfrente, y a la misma altura, vio correr a sus presas. Uno de ellos, el negro alto, se detuvo por un segundo para volverse y mirarlos. Benton pisó el freno y, saltando de la cabina, agarró su rifle de caza Marlin del armero situado detrás del asiento. Hincó una rodilla en tierra, apuntó y disparó a la silueta, pero el hombre desaparecía ya al otro lado del promontorio, y la bala se perdió en el aire. Para entonces, Quinn y Curtis estaban detrás de él, aunque ninguno de los dos se había molestado en levantar su arma, Quinn porque llevaba una escopeta y Curtis porque su trabajo no consistía en matar a nadie, aunque llevase la pistola vieja de su padre, tal como le había ordenado el hijo del señor Leehagen.
– Maldita sea -se lamentó Benton, pero lo dijo riéndose-. Me juego cualquier cosa a que en su familia nadie ha corrido tanto desde que le enseñaron una soga con un lazo allá en el viejo sur.
– ¿Cómo sabes que es del sur? -quiso saber Curtis. Parecía la pregunta lógica.
– Es un presentimiento que tengo -contestó Benton-. Un negro no elige un oficio así si no arrastra un resentimiento que viene de lejos. Ése busca la manera de devolvérsela al hombre blanco.
Curtis no le llevó la contraria, pero aquello se le antojó una soberana gilipollez. Quizá Benton tenía razón, pero incluso si no la tenía, lo más sensato era seguirle la corriente. La maldad se extendía por todo su ser como la grasa en la carne entreverada. Habría sido muy capaz de dejar a Curtis allí bajo la lluvia, y encima con la nariz rota -otra vez- o las costillas molidas como recordatorio para que en el futuro mantuviera la boca cerrada.
– Vamos -ordenó Benton, y los obligó a volver a la furgoneta al trote.
– Aquí hay mucha pendiente -observó Curtis mientras Benton descendía por una ladera con un ángulo muy pronunciado.
– Esto es un V-6 de cuatro litros -dijo Benton-. Esta ricura podría bajar por aquí con sólo dos ruedas.
Curtis no contestó. La Ranger tenía ya doce años, las bandas de rodadura estaban al sesenta por ciento, y cuatro litros no la convertían en un monster truck. Curtis se apuntaló en el salpicadero.
Ya en el fondo de la hondonada, la Ranger habría podido seguir en suelo seco, pero Benton no había contado con que la tierra se había embebido de agua. Estaba todo embarrado y, cuando llegaron abajo, las ruedas perdieron agarre, pese a que ya habían iniciado el ascenso por la ladera opuesta. Benton revolucionó el motor y por un momento saltaron hacia delante antes de quedar clavados, con las ruedas girando inútilmente en el terreno blando.
Quinn dijo algo, y en medio de la sarta de palabras Curtis sólo distinguió «tontodelculo» y «comemierda». Benton volvió a acelerar, y esta vez la Ranger avanzó medio metro más antes de resbalar hacia atrás y perder las ruedas traseras en el barrizal.
Benton golpeó el salpicadero con la palma de la mano en un gesto de frustración y abrió la puerta para evaluar los daños. Estaban atascados del todo, hundidos en el fango casi hasta los bajos.
– Mierda -exclamó-. Bueno, supongo que tendremos que ir a por ellos a pie.
– No sé si es muy buena idea -observó Curtis.
– No van armados -repuso Benton-. ¿Te dan miedo dos hombres desarmados?
– No -contestó Curtis, pero tuvo la sensación de que se engañó a sí mismo.
– Vamos, pues. No van a matarse ellos solos.
Benton se rió de su propio chiste. Quinn lo imitó, intercalando palabras malsonantes en su risa de hiena. Acto seguido se pusieron en marcha, trepando por la pendiente con las botas hundidas en el barro.
Como no tenía más remedio, Curtis los siguió.
El granero, grande y amenazador, se recortaba contra el cielo oscuro, con el montacargas a la izquierda. Medía casi quince metros de altura y no era tan moderno como el que se hallaba al lado de las vaquerizas cerca de la casa de Leehagen. Aquí no habría bolsas de silo, ni recubrimiento de cristal fundido en las planchas de acero para permitir que el grano se deslizara fácilmente y prevenir los ácidos de la fermentación, ni ventilación a presión. Esto era un simple almacén de grano.
Louis respiraba con un jadeo ronco y entrecortado, y a Ángel le faltaba claramente el aire. Ateridos de frío y mojados, sabían que se les agotaban las fuerzas y las opciones por momentos. Louis sujetó a Ángel por el brazo y tiró de él al mismo tiempo que volvía la vista atrás. La Ranger no asomaba aún por lo alto de la pendiente. Tanto la bajada como la subida le habían parecido muy empinadas, quizá demasiado para la furgoneta con aquella lluvia. Habían ganado un poco de tiempo, pero no mucho. Aquellos hombres seguirían persiguiéndolos a pie, y tenían armas, en tanto que Ángel y él iban desarmados. Si los alcanzaban en campo abierto, cansados como estaban, los abatirían sin más. Aun cuando Ángel y él llegaran al granero, sus problemas no habrían acabado. Quedarían atrapados allí dentro y, si sus perseguidores llamaban a otros, todo habría terminado.
Pero Louis contaba con que no llamarían a nadie. Si era verdad lo que había dicho el viejo de la granja, Ventura estaba de camino, y Ventura trabajaba solo. Los que en ese momento iban tras sus pasos actuaban por iniciativa propia. Si aún pensaban que Ángel y él estaban armados, obrarían con cautela al llegar al almacén de grano, y esa cautela les proporcionaría un respiro, pero Louis sospechaba que habían hablado con el viejo antes de iniciar la cacería. Ya sabían que se enfrentaban a hombres desarmados.
Con todo, una de las primeras lecciones que había recibido Louis en su largo aprendizaje como portador de la muerte era que en todo espacio cerrado había un arma, aunque esa arma fuera uno mismo. Sólo era cuestión de identificarla y usarla. Hacía muchos años que no ponía los pies en un granero, pero se representó por adelantado lo que encontraría en su interior: herramientas, sacos, material contra incendios…
Empezó a asociar ideas.
Material contra incendios.
Fuego.
Grano.
Ya tenía la primera de sus armas.
Quinn llegó a lo alto antes que los otros y le pareció ver desaparecer a uno de los dos hombres detrás del granero. En la finca de Leehagen había dos unidades de almacenamiento de grano. La principal estaba junto a las vaquerizas nuevas, cerca de la forrajería, mientras que esta otra unidad era una reliquia de los primeros tiempos del rebaño y originalmente había sido un silo de forraje. Ahora se empleaba para guardar la reserva de grano, por si ocurría algo con el granero principal, o si en época de nieve el ganado quedaba disgregado. De hecho, una de las tareas de Benton, cuando no se dedicaba a cazar seres vivos o a intimidar a aquellos más pequeños que él, había sido supervisar el almacén de grano secundario, controlando la humedad, la presencia de roedores u otras plagas. Al no ser objeto de gran interés para nadie más, para Benton representaba un sitio útil donde cultivar sus diversos pasatiempos, entre ellos tirarse a las jóvenes extranjeras, con o sin su consentimiento, que de vez en cuando eran transportadas desde Canadá a través de la granja.
Benton y Curtis se reunieron con él.
– ¿Has visto adónde han ido? -preguntó Benton.
Quinn señaló hacia el granero con la escopeta.
– Más allá hay campo abierto, sin un solo árbol en trescientos o cuatrocientos metros -comentó Benton-. Si se echan a correr, ya los tenemos. Si se quedan dentro, también los tenemos.
Benton había aconsejado al señor Leehagen demoler el granero y el silo, pero tras el sacrificio del rebaño (ya de por sí un capricho estúpido propio de un rico), no era necesario. El silo había sufrido daños porque estaba provisto de una tolva lateral para descarga por gravedad, lo cual provocó el hundimiento hacia dentro de una pared. Una segunda salida, abierta contra los consejos de Benton, daba directamente al interior del propio granero, una medida de emergencia por si fuera necesario alojar y dar de comer al ganado allí en invierno. Benton se alegraba de no haber tenido que usarla nunca. El viejo Leehagen era muy propenso a buscar soluciones de ese tipo. Ahora parecía que el granero por fin tendría una utilidad: serviría para atrapar a los dos hombres a quienes perseguían.
Dio una fuerte palmada a Curtis en la espalda.
– Vamos, chico. ¡Aún tendrás aquí tu bautismo de sangre!
Y con el rifle en alto condujo a los otros dos hacia el almacén de grano.
El granero no estaba cerrado con llave. Louis supuso que nadie iba a provocar a Leehagen robándole, y ni siquiera la rata más lista habría aprendido a abrir una puerta usando el picaporte. Entró. El granero era pequeño, con pesebres improvisados dispuestos paralelamente a las paredes. Lo iluminaban tres claraboyas, y justo debajo de éstas estaban las rejillas de ventilación.
– Echa un vistazo -dijo a Ángel-. A ver si encuentras gasolina, alcohol de quemar, cualquier cosa que arda.
Las posibilidades eran mínimas. Mientras Ángel buscaba, Louis examinó la abertura por la que entraba el grano. Era poco más que una tubería metálica que comunicaba el silo con la pared del granero, provista de una válvula en su extremo para dispensar el grano. La abertura, a tres metros del suelo, tenía acoplada a un lado una tolva metálica movediza con un contenedor de plástico debajo. Louis se detuvo junto al contenedor y accionó la válvula. Estaba un poco oxidada y tuvo que empujar con fuerza para moverla, pero vio con alivio que el grano empezaba a derramarse por el suelo. Tomó un poco entre las manos y lo frotó entre los dedos. Estaba muy seco. Abrió más la válvula para aumentar el flujo. Al cabo de un par de minutos, el aire se había llenado ya de partículas de grano y un polvo asfixiante.
Ángel apareció junto a él.
– No he encontrado nada -dijo.
– No importa. Ve a ver a qué distancia están.
Ángel se tapó la nariz y la boca con la cazadora mientras atravesaba rápidamente el almacén hasta llegar a la puerta corredera principal en la parte delantera del granero. A ambos lados había ventanas, cubiertas de polvo. Con cautela, miró por el cristal y vio avanzar tres siluetas bajo la lluvia. Estaban a unos sesenta metros y se disponían a dispersarse. Uno iría por la parte de atrás; los otros dos entrarían por delante. Era la única manera de registrar el granero sin peligro y asegurarse a la vez de que sus presas no escapaban por la puerta de atrás.
– Cerca -gritó Ángel-. Un par de minutos como mucho. -Tosió con fuerza al penetrarle el polvo en los pulmones. Ya apenas veía a Louis junto a la pared opuesta.
– Deja que te vean -dijo Louis.
– ¿Cómo?
– Que te vean. Abre la puerta y vuelve a cerrarla.
– Quizá debería salir con una manzana en la cabeza, ya puestos, o disfrazarme de pato.
– Tú haz lo que te digo.
Ángel retiró el cerrojo de la puerta corredera y la deslizó alrededor de un metro y medio. Empezaron a disparar. Ángel se apresuró a cerrar y se volvió hacia Louis.
– ¿Contento? -preguntó mientras corría hacia Louis.
– Eufórico. Es hora de irse. -Louis tenía en las manos unas sacas viejas de grano y el cargador de repuesto de la Glock. Envolvió el cargador con una saca, sosteniendo su Zippo entre los dientes.
– ¿Todavía tienes el tuyo? -preguntó con el encendedor de metal aún en la boca.
Ángel sacó el cargador del bolsillo y se lo entregó. Louis repitió la maniobra, con lo que añadió más peso a la saca.
– De acuerdo -dijo. Señaló la puerta trasera. Se abría hacia la izquierda. Nada más salir, a su derecha, vieron aparecer a un joven por la esquina. Era menudo y llevaba una pistola. Se quedó mirándolos y al cabo de un instante levantó el arma con poca convicción. Le temblaba la mano.
– No os mováis -ordenó, pero Ángel ya estaba en movimiento. Agarró la pistola y la apartó a la izquierda a la vez que asestaba un cabezazo al muchacho en la cara con todas sus fuerzas. El joven se desplomó, y Ángel se quedó con la pistola. En ese mismo momento oyó abrirse la puerta corredera del lado opuesto del granero.
Ángel percibió una llamarada a sus espaldas. Se volvió a tiempo de ver a Louis encender la saca.
– Corre -dijo Louis.
Y Ángel corrió. Al cabo de unos segundos, Louis, ya junto a él, apoyaba la mano en su espalda dolorida y lo obligaba a echarse cuerpo a tierra. Ángel empezó a rezar.
Benton y Quinn oyeron las detonaciones al entrar en el granero. Dentro, en el otro extremo, flotaba una densa nube de polvo y no se veía la pared opuesta. Quinn ya había agarrado a Benton por el hombro y lo obligaba a retroceder cuando la saca en llamas entró volando por la puerta de atrás en el aire cargado de polvo del granero.
– Joder -exclamó Benton-. Joder…
Y de pronto el fuego se propagó por el granero y el mundo se convirtió en infierno.
Jackie Garner estaba harto de mojarse.
– No podemos quedarnos aquí parados bajo la lluvia -dijo-. Tenemos que ponernos en marcha.
– Podríamos separarnos -sugirió Paulie-. Cada grupo toma por una carretera y a ver qué pasa.
«Lo que pasará es que acabaremos muertos», pensó Willie. A los Fulci y a su amigo obviamente les faltaba un tornillo, pero al menos no les faltaban armas. Los cinco juntos tenían más posibilidades que dos, o tres.
– Aun así, hay mucho terreno que cubrir -observó Jackie-. Podrían estar en cualquier sitio.
De repente, al sur, el paisaje se vio alterado por una enorme bola de humo, madera y polvo que se alzaba desde una colina hacia el cielo gris, y en sus oídos resonó una explosión.
– ¿Sabéis qué os digo? -comentó Jackie-. Son sólo suposiciones, pero…
Louis y Ángel se levantaron. Estaban rodeados de escombros: madera, tela de sacas, grano ardiendo. El abrigo de Louis se había prendido. Se lo quitó en el acto y lo tiró a un lado antes de empezar a arder también él. Ángel tenía el pelo chamuscado y una ligera quemadura roja en la mejilla izquierda. Evaluaron los daños. Medio granero había desaparecido y el silo se había derrumbado. En medio de los restos, Ángel distinguió el cuerpo del joven que por un instante los había encañonado.
– Al menos tenemos una pistola -dijo.
Louis se la quitó.
– Yo tengo una pistola -corrigió-. ¿Qué prefieres? ¿Tener tú una pistola o tenerme a mí con una pistola a tu lado?
– Tener yo una pistola.
– Pues no puede ser.
Ángel dirigió la mirada por encima de lo que quedaba del granero.
– Ahora van a venir todos.
– Supongo.
– Al menos así traerán más armas.
– Te conseguiré una cuando lleguen.
– ¿De verdad?
– Sí.
– Gracias.
– No hay de qué.
– También vendrá Ventura.
– Sí, eso seguro.
– ¿Sigue en pie el plan de visitar a Leehagen?
– Así es.
– Bien.
– Me parece bien.
Se echaron a caminar.
– Tengo los zapatos mojados, ¿sabes? -se quejó Ángel.
– Pero al menos ahora has entrado en calor…