DOMINGO

20

Los dedos cliquearon en el ordenador en busca del mensaje de la noche.

– «Arkángel.»

Puntual como un centinela, esperaba el informe de Samael.

«Logramos poner al inspector Ramsey sobre una línea de investigación equivocada; no sospecha la presencia de nuestros hermanos en Jericó.

»Continuamos tomando posiciones decisivas a la espera de la caída del muro interior. Dos nuevos ejecutivos claves han sido contactados por nuestros hermanos. Uno ofrece grandes posibilidades de que se una a nuestro pueblo. Samael.»

Arkángel respondió: «Dios nos bendice, hermanos, con estos pequeños triunfos. Mantened la fe en nuestra victoria en el asalto final. Arkángel.»

Con movimientos precisos, Arkángel eliminó cualquier rastro de ambos textos.

21

– ¡No! -gritó Karen-. ¡No! -Se agitaba con angustia intentando escapar de aquella visión y, al fin, cuando pudo abrir los ojos, se dio cuenta de que soñaba.

Se incorporó en la cama jadeando; un sudor frío le cubría la trente y el cuerpo. Lentamente los contornos familiares del dormitorio suavizaron su tensión.

– ¡No! ¡Dios mío! ¡Otra vez no! -exclamó a media voz.

Jaime se había despertado sobresaltado por el primer gritó y le acariciaba las manos.

– Tranquila, mi amor, no es nada. Ya pasó todo. Estás aquí, conmigo.

Abrazando sus hombros, la acunó como a una niña pequeña. Ella se hizo un ovillo acurrucándose contra él.

– ¿Qué ha pasado Karen? ¿Qué era?

– Nada, otra vez ese mal sueño. Me ocurre a veces. La misma pesadilla -murmuró. Pero ella sabía que no se trataba de un sueño.

– Cuéntamelo. ¿Qué pasaba?

– No puedo recordarlo con claridad, pero ahora ya estoy bien. Gracias, cariño.

Karen sí recordaba lo soñado. Demasiado bien. Recordaba a la perfección lo de esa noche y lo recordaba también de antes. Miró el despertador.

– Son sólo las cinco. Duerme.

Pero ella no pudo dormir. La pesadilla se repetía siempre igual, y las imágenes continuaban frescas en su memoria. Incluso la fecha: 1 de marzo del año del Señor de 1244.


Karen se revolvió en su camastro de pieles dispuesto en el suelo. No había dormido mucho. A pesar de su agotamiento, no podía dormir.

¿Era el hambre? No. La sed y el frío lacerante eran mucho peores.

La única luz de la estancia venía de las estrellas y entraba por un ventanuco del que colgaban los carámbanos de hielo. Un tenue arco de luz indicaba a sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, la abertura donde había estado la puerta de la estancia.

Dos días antes arrancaron puerta y ventana para quemar su madera. No para calentar cuerpos y manos, sino para fundir nieve y poder beber agua. El agua tibia era uno de los pocos placeres que les quedaban.

Se estremeció cuando una nueva ráfaga de aire helado cruzó el cuarto. A pesar de la capucha de piel que cubría su cabeza y casi todo su rostro, sintió que éste se cortaba un poco más.

Alguien se revolvió y gimió cerca. ¿Sería su querida Esclaramonda?

No. Lo peor no era la sed o el frío, sino el miedo. El Dios bueno le enviaba el sufrimiento físico para que éste le aliviara el temor penetrante que le encogía las entrañas. ¿O sería el hambre?

El viento traía también los quejidos de los heridos y el llanto de alguno de los pocos niños que sobrevivían. Cuando los lamentos cesaban por un instante, el silencio se hacía absoluto en la helada noche. Luego el aullido del viento iniciaba de nuevo el triste coro del sufrimiento humano. Y otra vez el miedo venía con el viento. Su cuerpo tembló. ¿Miedo o frío?


Sabía que ella, la señora de Montsegur, tenía privilegios. Descansaba sobre un suelo de madera, quizá el último grupo de vigas que quedaban y que no habían sido destinadas aún a la defensa o al fuego. Se levantó a tientas y tocó la pared helada. El frío traspasó su guante de piel.

Allí, a los pies del muro, había estado su último baúl. Ya sólo quedaba un pobre montón de objetos metálicos, su espejo y el vestido del rey.

Habían quemado los baúles y también las ropas más viejas en busca de la vida que daba el calor. Y antes quemaron los muebles. Sus joyas hacía tiempo que habían sido cambiadas por suministros e incluso para el pago de tropas. De nada sirvieron los mercenarios o los aventureros que acudieron para sostener el pueblo fortificado, tocado su corazón por las canciones de gesta del trovador Montahagol y sus amigos. Finalmente unos huyeron y otros murieron.

La cima de la montaña era como el lomo de un dragón gigante dormido y que se extendía de este a oeste, con su parte más baja en el Roc de la Torre y la más alta en el pueblo fortificado de Montsegur.

Dominando la parte alta de la cima de la montaña, el pueblo era inexpugnable, ya que no existía ninguna máquina de guerra que pudiera, desde la base del monte, lanzar piedras ni a una cuarta parte de la altura de donde ellos se encontraban.

Sin embargo, en octubre unos escaladores vascos a sueldo de los franceses lograron subir por la noche los sesenta metros de pared vertical y cogieron por sorpresa a los defensores del Roc.

Y una vez perdido el Roc, el muy superior ejército católico subió y fue conquistando, combate a combate, toda la parte este de la cima de aquel monte situado a mil doscientos metros de altura. Allí montaron sus catapultas y piedra tras piedra machacaban las casas y a sus habitantes encerrados en la fortificación.

Con la cima, se perdieron los caminos secretos que permitían la comunicación del monte asediado con el exterior. Y con ellos se perdieron los refuerzos, los suministros; la esperanza.

Luego, justo en Navidades, el enemigo logró tomar la barbacana este y los edificios exteriores al recinto central amurallado que contenían casi toda la reserva de leña; vital para sobrevivir al crudo invierno en las montañas.

De su joyero, un tiempo envidiado por todas las damas de Occitania y Provenza, sólo conservó su anillo de marquesa, regalo de su esposo, y el collar de oro con rubíes rojos como la sangre, regalo del rey.

Quitándose un guante tanteó en busca de esas dulces joyas cargadas de recuerdos. Notó el frío del espejo y pensó en su belleza, que antaño los trovadores se complacían en cantar.

El espejo era su amigo íntimo, que le devolvía una seductora sonrisa, por la que los caballeros occitanos competían. Su íntima amistad con el espejo había terminado hacía poco, al perder varios de aquellos dientes perfectos.

Las canciones sobrevivían a la belleza, y en ellas siempre sería bella. Pero la belleza del cuerpo se iba con el tiempo, como todas las ilusiones físicas que el Dios malo y el diablo habían creado. Pero, más que con el tiempo, la belleza se iba con las penas. No usaría nunca más el espejo.

Encontró las dos joyas y se las puso.

Luego bajó la capucha y, quitándose su abrigo de piel de oso, lo dejó caer. Se desnudó rápidamente, sintiendo cómo su cuerpo tiritaba de frío. Vestida sólo con las heladas joyas, tan cálidas en otro tiempo, encontró a tientas el vestido del rey y se lo puso.

A pesar de los treinta años pasados y de haber parido a cinco hijos, el vestido le sentaba bien.

Se arropó con el abrigo y, calzándose los guantes, empezó a andar a tientas hacia la ligera iluminación de la puerta. El suelo de madera crujía con sus pasos.

Llegando al dintel lanzó un beso con su mano a los que dormían en la oscuridad y sintió que las ráfagas de aire eran más fuertes y frías.

Con decisión inició el descenso de las escaleras de piedra, que bajaban desde lo alto del segundo piso del caserón fortificado hasta el nivel de la calle.

Un cielo cubierto de estrellas rutilantes se extendía sobre su cabeza, y abajo el pueblo herido, amortajado por la nieve, se alargaba hacia el este, rodeado aún de sus maltrechos muros.

En la oscuridad, a su derecha, estaba la cordillera pirenaica, con el macizo de San Barthelemy y Pic Soularac, de más de dos mil metros de altura, y que impedían a los cálidos vientos del sur llegar hasta allí.

Abajo, en el valle, también a la derecha, se distinguían las fogatas de los franceses que, mandados por el senescal de Carcasona, sitiaban la Cabeza del Dragón o la Sinagoga de Satanás, como ellos llamaban a su querida aldea de Montsegur. Allí estaban el arzobispo de Carcasona con sus temidos inquisidores y el obispo Durand, reputado como el mejor experto en máquinas de asalto que existía. Bien que probaba su fama, lanzando a sus cabezas bolas de fuego que prendían hasta en la roca y hundiendo paredes y murallas con las grandes piedras de sus catapultas.

Por la noche Durand detenía sus máquinas y dejaba que la naturaleza aplicara un arma más temible: el frío y la falta de leña.

Al fondo, en la muralla este, se distinguía el gran resplandor de la hoguera que los sitiadores habían encendido bajo el peñón rocoso sobre el que se levantaba, aún fuerte, una de las torres de defensa. Era peor que las máquinas de guerra del obispo.

– ¡Aquí os quemaréis todos, herejes! -gritaba la soldadesca.

Sin embargo, ahora el mayor deseo de los sitiados era acercarse al resplandor de aquel fuego para aliviar el dolor lacerante del viento frío.

Pero sería un suicidio. Poco le duraría el placer del calor a quien asomara la cabeza por el muro este de la fortificación; los hábiles arqueros franceses, emboscados en la oscuridad de la noche, ensartarían al infeliz, como a una paloma, en sólo unos instantes.

Karen bajó por la escalera poco a poco, tanteando los escalones con sus pies enfundados en gruesas botas de cuero y piel. El suelo resbalaba con el hielo, y a su derecha estaba el negro vacío sin barandilla que protegiese.

Cuando logró alcanzar las losas de la calleja, avanzó hacia la plazoleta de casas apiñadas. El resplandor débil del único fuego que ardía dentro del pueblo salía de la casa que cobijaba a los heridos, enfermos y niños. Cruzó la plaza hacia el extremo opuesto con paso resuelto pero cauteloso; la tenue luz del caserón y de las estrellas guiaba sus pasos.

De repente se detuvo sobresaltada. En el centro de la plazuela, insinuada por el resplandor del caserón, había una figura, de pie, inmóvil en medio de su camino.

Sintió un vuelco en su corazón y el miedo le apretó el estómago. Un contorno blanco, casi luminoso, le daba un aire de ultratumba. ¿Será un aparecido? ¡Buen Dios! ¡Habían muerto tantos!

Permaneció quieta, con el vientre encogido, oyendo los murmullos del caserón y sintiendo el viento. Notó la ansiedad crecer en su interior al ver aquello avanzando hacia ella. Su corazón saltaba aterrorizado ante la presencia desconocida y trató de huir, pero no pudo. ¡Sus piernas no se movieron, no le obedecían! Angustiada, quería gritar.

Entonces era cuando despertaba. Deseaba continuar y terminar con aquello, pero despertaba.

Miró a Jaime, que dormía feliz a su lado, y acariciando su ensortijado pelo negro, que ya delataba alguna cana primeriza, y como si de una canción de cuna se tratase, le recitó:

– Quieres saber, querido Jaime, quieres saber, pero lo que aún no sabes es ¡cuánto te va a doler!

22

– ¿Cómo lo pasaste anoche? -preguntó él.

Ella se lo quedó mirando, con una chispa alegre y maliciosa en los ojos, mientras vaciaba el contenido de la boca.

El frío del exterior y los cristales empañados daban sensación de intimidad a aquel restaurancito especializado en desayunos de carretera, cerca de Bakersfield. Era uno de esos lugares cutres, pero llenos de sabor, donde camioneros, policías y vendedores en ruta terminan tomando café juntos.

Ambos estaban hambrientos y pidieron unos grandes zumos de naranja, un par de huevos fritos con jamón y beicon, acompañados de patatas half browns, tostadas con mantequilla y mermelada. La pequeña y gastada mesa de formica estaba abarrotada de platos.

A pesar del aspecto basto del local, para Jaime aquél era el lugar más cercano al paraíso en el que había estado desde hacía muchos años. Unos tazones de café humeante de penetrante aroma completaban la escena. Y por encima de todo, ella. Karen. Tan hermosa. Allí, frente a él, al otro lado de la mesita, con su atrayente personalidad, que llenaba el casi desierto restaurante.

Jaime se sentía feliz, intensamente feliz. Le costaba trabajo convencerse de su suerte, de que aquello era real. Había conseguido a esa mujer de aspecto inalcanzable, y para su mayor felicidad el sexo había sido excelente. Al menos para él.

– No estuvo nada mal -respondió Karen, ya con la boca vacía-. No debes preocuparte, pasaste bien el examen. ¿Cómo le fue a don Jaime? -preguntó alcanzando su café y tomando un sorbo.

– A don Jaime, excelente. Pero su tarjeta de crédito está seriamente dañada.

El eco de la risa de Karen resonó dentro del tazón de café.

– Bueno, te invito yo al desayuno. No quiero que por mi culpa te pongan en la lista de los sin crédito.

– Gracias por preocuparte de mis finanzas.

– Espero que me invites a más cenas y para eso necesitas tu tarjeta de crédito en buen estado.

– Siempre tendré un buen crédito para ti, si hay un final de noche como el de ayer para mí.

Karen soltó una risita.

– Viciosillo -sentenció-. Tú invítame; luego el destino y la suerte dirán.

– Esperaba un compromiso más firme.

– ¿De un abogado? ¡Debes de estar bromeando!

Ahora fue él el que soltó una carcajada. Ambos siguieron comiendo.

«Tendría que haber aprendido más de la vida», pensó Jaime. «Con un divorcio a cuestas y varias relaciones sentimentales antes y después, no debiera estar enamorándome así.» Se sentía como un colegial y más enamorado que la primera vez que amó. Éste debería de ser un mal que, como el sarampión, pasara con la edad, pero ahora, con casi cuarenta años, estaba como loco por esa coqueta que él intuía sumamente peligrosa. Y la sensación de peligro lo enloquecía más.

Pero algo sí había aprendido con los años: una felicidad plena como la que ahora sentía era un regalo de Dios infrecuente, y era pecado desaprovecharla. En aquella mañana él era intensamente feliz, y sabía que debería luchar mucho ere el futuro para conseguir más instantes como aquél.

Pero ahora, y hoy, eran momentos únicos. Miró cómo el primer rayo de sol traspasaba los entelados cristales. Olió el tocino y el café. Se extasiaba con el sonido de la voz de aquella mujer. Su sonrisa, la sonrisa de Karen, era mejor aún que el sol en la fría mañana. Y buscando espacio en la abarrotada mesita, capturó su mano y ella aceptó la caricia. Y al contacto de las manos se unió el de las miradas. Jaime sintió que las puertas del cielo se abrían y que una oleada de esa plena, infrecuente, embriagadora felicidad los envolvía.


Cruzaron Bakersfield y tomaron la 178 hacia Sierra Nevada. Al poco, a la izquierda de la carretera apareció el río Kern; luego los carteles anunciando la entrada del Bosque Nacional de los Secuoyas.

Siguieron un tiempo el curso del río, paralelo a la carretera, y Karen indicó a Jaime una zona de aparcamiento donde ya había un buen número de coches.

– Vamos, hay que andar un poco.

Se pusieron los chaquetones y guantes, y se sumergieron en la fresca mañana. Karen tomó un sendero ancho entre los altos árboles y avanzó como quien conoce bien el camino; Jaime, cogido de su mano, sentía el vértigo de la altura de los gigantes. Los rayos del sol y los ruidosos pajarillos jugaban allá arriba, a cincuenta metros de sus cabezas.

En un recodo tiró de ella hasta detrás de uno de los enormes troncos. Karen se dejó llevar y, abrazados, se besaron sobre el suelo del gran bosque. Lo que apenas hacía catorce horas era una fantasía resultaba ahora fácil. Pero él quería más.

– Vamos, Jaime, llegamos tarde -le cortó ella-. Y no nos van a esperar.

Jadeantes, soltando vapor por la boca al aire cristalino de la sierra y alegres, reanudaron el camino a paso rápido.

Al rato, tomando un caminito estrecho, llegaron a un claro entre los árboles más altos y allí se encontraron con unas cincuenta personas. El grupo charlaba, reía y tomaba café de varios termos gigantes. Mas allá se veían los todoterreno que sin duda habrían acarreado los suministros.

Karen fue recibida con numerosos y cálidos saludos, y empezó la sesión de presentaciones. A Jaime le ofrecieron un café, y un hombre llamado Tim le empezó a hablar sobre aquellos maravillosos árboles, mientras Karen entraba en una animadísima conversación con un grupo de tres mujeres que la acogieron con grandes muestras de entusiasmo y exclamaciones. Pasados unos minutos, Karen dejó de hablar y, acercándose a Jaime, le señaló a un hombre que, sentado y apoyado contra uno de los árboles, se dirigía a un grupo de unas diez personas que escuchaban con atención.

Era Peter Dubois, y parecía como si sólo hablara para los que estaban alrededor, pero en pocos momentos las conversaciones se apagaron y todo el grupo escuchaba.

– Es Peter, algunos le llaman «Perfecto» -le dijo Karen en voz baja-. Pero él prefiere que se le llame «Buen Hombre» o «Buen Cristiano». Así es como nosotros llamamos a los que tienen los conocimientos para enseñar y ayudar a los demás.

– A pesar de que alguno de estos gigantes que nos rodean tiene más de dos mil años, nuestra tradición es más antigua -decía Dubois-. Arranca de los tiempos bíblicos, pero casi la totalidad viene de las enseñanzas de Cristo, de la sabiduría del Cristianismo primero, del aprendido de la fuente original y transmitido en el Evangelio de san Juan. Las palabras de Cristo fueron mutiladas con el paso del tiempo, escondidas y censuradas por los que han usado la religión como una forma de someter al individuo. Somos depositarios directos de la herencia de los buenos cristianos. De aquellos que en el siglo XIII querían leer directamente de la Biblia y de los Evangelios para conocer la palabra primera y rechazaban las versiones oficiales. De los que no aceptaron los poderes y posesiones terrenales de la Iglesia por creerlos fuente de corrupción y de interpretación interesada de la palabra divina en favor de los poderosos de la tierra. De aquellos cristianos a los que los inquisidores católicos llamaron cátaros. De los que creían en la igualdad de la mujer frente al hombre y de unos hombres frente a los otros. De aquellos cristianos que creían en la reencarnación múltiple del individuo hasta que éste aprendía a vencer sus debilidades, venciendo así al Dios malo y al demonio.

Su voz se alzaba entre los árboles y subía al cielo. A Jaime, el bosque se le antojó una enorme catedral gótica. Dubois era un Predicador medieval. Estaban en otro tiempo, en otro lugar.

– Contra ellos se inventó la Inquisición y las Cruzadas de unos cristianos contra otros cristianos. Y fueron quemados en hogueras, exterminados. Sus posesiones fueron para otros. Sus patrias invadidas. La libertad murió entonces. Hará ochocientos años.

»Pero ellos sabían que volverían, y que serían mejores cuando volvieran, porque las almas evolucionan con el tiempo en su camino hacia la perfección.

»Nosotros somos sus descendientes espirituales y, aunque nuestras creencias hayan evolucionado, continuamos por su mismo camino.

»Amigos que os reunís con nosotros por primera vez, os invitamos a andar juntos el camino. El de la verdadera libertad. La libertad de la mente. Y la del espíritu.

Dubois calló, y por un momento el único discurso fue el del viento y los pájaros.

Luego otra voz se levantó en el claro. Era Kevin Kepler, al que Jaime no había visto antes. Estaba sentado a unos metros de Dubois.

– Lo que sí te pedimos es tu compromiso inmediato por la lucha hacia nuestro objetivo y la aceptación de nuestras normas. Y esa aceptación requiere una disciplina. Somos muchos y comprometidos. Tenemos algún poder ya, y el deber de usarlo para luchar por la libertad de la mayoría. Sí, por la libertad última, la libertad de pensamiento. Esa libertad se ve continuamente amenazada por grupos integristas de distintas tendencias que quieren imponer su creencia por la fuerza.

»A nosotros no nos importa qué religión defiendan, si siguen a Cristo, a Mahoma o a Confucio. Todos los que quieren imponer su credo como único válido, sin darle al individuo el derecho a comparar con ideas contrarias, son iguales, dañan a la persona robándole su libertad y retrasan su evolución hacia un ser mejor. -Kevin hizo una pausa y el grupo continuó silencioso-. Bienvenidos los que no nos conocíais; os invito a quedaros en nuestro grupo. Muchos lo haréis, porque los amigos que os invitaron saben que buscáis algo y que es muy probable que hoy lo encontréis. Si así es, estamos muy felices con vuestra llegada y os acogemos con alegría.

»Si no es así, también nos alegramos de que hayáis venido y os deseamos un feliz día de excursión. Sabed que cuando el camino de la vida os lleve a pensar de forma parecida a la nuestra, continuaréis siendo bienvenidos. -Hizo una pausa y sonrió-. No más sermones por hoy, sólo charlas de amigos. Y ahora, la comida.

23

– Ella miente, Andy -repitió Daniel Douglas.

– Puede ser, no dudo de tu palabra, pero ¿qué pruebas tienes?

– Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales de la Corporación, sentado detrás de su mesa de escritorio, se apoyó en su sillón mientras alisaba su pelo rubio canoso con la mano.

El hombre vestía pantalón blanco, zapatos náuticos y jersey azul marino; parecía que iba o venía de una regata.

Al otro lado de la mesa, en pantalones vaqueros y jersey, se sentaban Douglas y Charles White, el presidente de Auditoría y Asuntos Corporativos.

La tercera silla, ahora vacía, había estado ocupada hasta unos minutos antes por Linda Americo.

Por alguna razón Andersen había querido poner su mesa como barrera, distanciándose de sus interlocutores, cuando generalmente usaba una mesa de cristal redonda situada en la otra sección de su despacho, donde las conversaciones tenían un aire más informal e igualitario.

– ¡Por favor, Andy! He trabajado para la Corporación, con total fidelidad, durante quince años. No ha habido ninguna queja de mí, ni en lo profesional ni en lo personal. -Douglas estaba sentado en el borde' de su silla y miraba alternativamente a los otros dos-. Al contrario, hasta el momento todo han sido elogios y ascensos, y desempeño mi trabajo como vicepresidente a total satisfacción de mi jefe. ¿No es así, Charles?

White asintió con la cabeza, pero no abrió la boca.

– Creo que merezco alguna credibilidad frente a esa chica, que no es más que jefe de Auditoría y que lleva poco tiempo en la Corporación. Es mi palabra frente a la suya.

– No importa lo que nosotros creamos, Daniel -dijo lentamente Andersen-. Lo que cuenta es lo que un jurado decidiría si Linda nos llevara a juicio. Y siempre le darían la razón a ella. No es como ella lo ha contado.

– Lo siento, no podemos permitir el escándalo de que la Corporación vaya a los tribunales por acoso sexual.

– Charles, dijiste que hablarías con Davis. Él conoce mi trabajo y mi fidelidad de todos estos años.

– Lo he hecho -dijo moviendo la cabeza negativamente.

– Quiero hablar personalmente con él.

– Ya está todo hablado -repuso Andersen-. Ha dado instrucciones muy claras. No quiere saber más y no te va a ver.

– ¿Qué quieres decir con eso? -La alarma sonaba en su voz.

– A estas alturas debieras saberlo tan bien como nosotros. -Andersen bajó la voz-. Tu relación con la Corporación ha terminado.

– ¿Así, sin más? Hace sólo tres días que Linda entró en tu despacho con esa historia y hoy, domingo, me echáis -exclamó subiendo la voz.

– ¡Daniel, por Dios! -repuso Andersen elevando también su voz al tiempo que daba una palmada encima de la mesa-. Se ha llevado a cabo una investigación a fondo e imparcial. Tú has expuesto tus puntos y ella los suyos. Hemos entrevistado a testigos. Dime ¿puedes negar que te has acostado con ella?

Douglas permaneció callado.

– Claro que no puedes negarlo -continuó Andersen-. Ella tiene todas las pruebas posibles de vuestra relación y testigos que declaran que tú la presionabas continuamente. Y mantiene que has forzado su voluntad gracias a tu posición jerárquica.

– Pero Charly -dijo Douglas dirigiéndose al otro hombre-, tiene que haber otra solución. Lo nuestro fue una relación entre adultos, libremente consentida por ambos. Completamente libre. Lo juro. Además, tengo una familia con cuatro hijos, que no van aún a la universidad, y necesito el dinero.

– Lo siento, Daniel -repuso Andersen-. No lo pongas más difícil. Yo no puedo hacer nada, y Charles tampoco. Tú sabías los riesgos que tomabas. Participas en el plan de acciones de la compañía, y su valor ha subido mucho últimamente; podemos recomprar tus acciones a precio de mercado. Además, a ti no te interesa el escándalo, ya que vamos a dar buenas referencias tuyas en cuanto al desempeño de tu trabajo y te será fácil encontrar otro empleo.

Daniel bajó la cabeza, abatido. Los otros dos hombres intercambiaron una mirada en silencio y luego volvieron su atención hacia él.

– Es injusto -se lamentó al cabo de un rato-. ¿Qué va a ocurrir con ella?

– Va a mantener su empleo.

– Pero ¿por qué esa discriminación? Ella continúa tan feliz, y yo, en la calle. Es totalmente injusto.

– Te voy a decir el porqué, aunque ya debieras saberlo -repuso fríamente Andersen-. Si la despedimos, ella será la víctima de un complot y de una venganza sexista. Mala publicidad para la Corporación. Además, tú eras su jefe, tenías poder sobre ella a causa de tu posición y, por lo tanto, eres el responsable. -Abrió las manos y las dejó caer sobre la mesa como dando por terminada la conversación-. Lo siento, Daniel, pero es así.

– Pero ese tipo de cosas ocurren cada día en los propios estudios Eagle y en las demás agencias y estudios que trabajan para ellos; es algo normal en el show business.

– Puede ser. Quizá vaya con los artistas, su glamour, sus ambiciones y lo que pagan por ellas. Los productores sabrán cómo manejan esas situaciones para protegerse de acciones legales contra el estudio. Aquí, en este edificio y en la Corporación, ésta es nuestra política, no sólo como protección legal, sino porque Davis lo quiere así. -Andersen se levantó de la silla y miró su reloj para dejar claro que la entrevista había terminado-. Tengo que irme. -Y señaló en dirección a la puerta-. Buena suerte. Fuera os espera un guarda de seguridad que os acompañará.


Los dos hombres anduvieron en silencio por los deshabitados pasillos de la planta vigésimo primera hacia el ascensor.

Un soleado domingo por la mañana como éste mantenía el edificio prácticamente desierto. Sólo empleados con asuntos urgentes o de alta motivación y ambiciones acudían a trabajar en un día festivo. Los que lo hacían vestían informalmente, nada que ver con el estricto código de trajes de los días laborables. Parecía que querían autoconvencerse: «Será sólo un ratito y luego iré a disfrutar del fin de semana.» En algunos casos el ratito se convertía en todo el día.

Daniel llevaba bajo el brazo unas cajas de cartón recogidas en el despacho de Andersen para transportar sus efectos personales. Ambos conocían el ritual.

Hasta hacía unos minutos Douglas era un alto ejecutivo y merecía toda confianza. En su despacho había horas y horas de, datos en papel y disquetes. Información confidencial, vital.

De repente, después de quince años de trabajo para la Corporación, se había convertido en un individuo sospechoso que podía ofrecer sus secretos a competidores o a personas aún más peligrosas.

Allí estaba su ex jefe, White, con un guarda de seguridad esperando en el pasillo para vigilar que lo que se llevara en las cajas fueran efectos estrictamente personales. Después de muchos años trabajando juntos, de salir de la oficina ya entrada la noche, de compartir problemas y confidencias, la situación era difícil para ambos y muy violenta para White.

– Ella es una vulgar puta, Charles -dijo una vez depositados los marcos de las sonrientes fotos de su esposa e hijos en una caja-. Es una vulgar puta, que me buscó y me provocó. No lo pude evitar, fui un estúpido. Y merezco este castigo de Dios por haber caído en la tentación y haber usado su maldito coño. -Continuó recogiendo sus cosas y al cabo de un rato prosiguió-. Espero que Dios y mi esposa me perdonen -dijo deteniendo su trabajo y mirando de frente a White. Luego levantó la voz-. En cuanto a la Corporación, que me debe tanto tiempo trabajado extra y jamás pagado, desvelos, preocupaciones y horas perdidas de sueño, ¡que la jodan!

– Vamos, Daniel, cálmate. -White se alegraba de que el asunto se resolviera en domingo, evitando así un posible escándalo público.

– Y a ti y a Andersen, que también os jodan -exclamó Douglas con crispación-. No me habéis ayudado para nada. Yo esperaba de ti y de los demás amigos un apoyo que no he recibido. -Se estaba encarando a su ex jefe, apuntándole con el dedo índice entre los ojos.

White se puso rígido, irguió su enorme cuerpo y respondió con firmeza, arrastrando las palabras, mirándole a los ojos y elevando su fuerte voz:

– Daniel, contrólate. Sé lo difícil que es para ti, pero has jugado a un juego peligroso y has perdido. Compórtate ahora como un hombre. Tú tenías poder sobre ella y ella denuncia que tú has usado tu poder para obtener sus favores sexuales. Los conseguiste, engañando a tu mujer y cometiendo pecado de adulterio. -Luego hizo una pausa y evaluó la actitud hostil de Douglas-. He hablado con Davis, he hecho todo lo posible. Sabes bien que bajo ningún concepto deseo que te vayas, pero Andersen ha presentado a Davis mil y un argumento legales. Él es el responsable de tu despido. Él y tu propio pecado. Cálmate y asúmelo. El guarda de seguridad que nos espera en el pasillo tiene instrucciones de Andersen de echarte sin más del edificio si causas problemas. Imagino que quieres salir dignamente por la puerta. -Hizo una pausa y añadió-: Además, tus amigos no te abandonaremos.

Douglas no dijo nada y continuó llenando las cajas. Cuando terminó, preguntó:

– ¿Cómo me despido de mis subordinados y compañeros?

– Les diré que has presentado tu renuncia, si alguien quiere saber más, que te llame. Es lo recomendado por Andersen y lo que Davis ordena. Tú les puedes dar la versión que quieras. La Corporación no dará ningún detalle. Seguridad no te dejará pasar si vienes sin que alguien autorizado te cite. Esperamos que no llames por teléfono a nadie, salvo a mí o Andersen.

– ¿Qué más falta por hacer? -preguntó Daniel con sequedad.

– Necesito la tarjeta de seguridad de acceso al edificio, la de crédito de la Corporación, tu última nota de gastos y las llaves del coche de la compañía. ¿Está aparcado en tu plaza de garaje?

– Sí -contestó abriendo su billetera y lanzando encima de la mesa las tarjetas. Luego hizo lo mismo con las llaves del coche-. La nota de gastos te la mandaré por correo.

– De acuerdo. Una vez comprobados los gastos, se te enviará un cheque a casa por lo que se te debe. ¿Alguna pregunta?

– Ninguna.

24

De regreso de los secuoyas, Karen dormía apoyando su cabeza sobre el hombro de Jaime. En algún recodo de la carretera el sol, de camino al ocaso, lo deslumbraba a pesar de la protección de sus gafas. El paisaje era hermoso, pero sus inquietos pensamientos le impedían apreciarlo con plenitud. ¿Qué significaba lo vivido en las últimas horas? ¿Por qué aquellas ideas lanzadas por los cátaros al aire transparente del bosque se clavaron en su mente como flechas en un blanco?

Aquellas gentes no eran lo que querían aparentar. ¿Cuál sería el papel de Karen en el grupo?

El coche, de cambios automáticos, y la carretera sin curvas cerradas le permitieron apoyar su mano derecha en la rodilla de su compañera. Agitándose un poco, ella puso su mano sobre la de él.

– ¿Cómo estás, Jaime? -preguntó.

– Bien, cariño. ¿Y tú?

– Excelente. Me había quedado dormida.

– Lo he notado. Y con mi hombro de almohada.

– Me gusta. Dime, ¿cómo has pasado el día?

– Contigo, estupendo.

– ¿Y qué opinas de mis amigos?

– Sorprendentes.

– ¿Por qué?

– Porque son algo más que un grupo de amigos. ¿De qué se trata? ¿Una secta religiosa? ¿Qué pretenden? ¿Por qué me invitaste a la reunión?

– Son mis amigos, Jaime, y tú también. He querido que los conocieras. ¿No es lo normal? -Karen se había incorporado y ahora le miraba al hablar.

– Sí, pero ellos no son unos amigos normales. Tienen una forma común de ver la vida. Y parece que un programa. Y una religión. No es lo que uno espera de un grupo de amigos.

– ¿Y por qué no? Tenemos creencias comunes y eso nos hace ser afines en muchas cosas, luego somos un grupo de gente unida y, por lo tanto, amigos.

– Bien, ¿y qué me dices de los discursos de vuestros gurús? Kevin Kepler ha hablado de disciplina. ¿Era eso una reunión de amigos o la promoción de una secta?

– Los que tú llamas «nuestros gurús» son gente que tiene cosas que decir que interesan al resto. Y se les escucha con respeto. ¿Qué problema hay en compartir principios y creencias? ¿Es que es mejor que nos reunamos para comentar el último partido de béisbol o el último modelo de coche de importación? ¿O que nos citemos en el bar de moda para hablar de cuánto hemos ganado en la bolsa? Creí que te interesaban temas más profundos, Jaime; por eso te invité. Parece que me he equivocado. Si es así, lo siento. -Con expresión seria Karen apartó su mano de la de Jaime.

Él se alarmó, no quería estropear el día con una discusión; su mano abandonó la rodilla de ella para regresar al volante. Tardó unos minutos en contestar.

– No; no te has equivocado, y te agradezco que me presentaras a tus amigos y la oportunidad que me ofreces de saber más de ti. Sólo que no es lo que yo esperaba.

– Por lo que tú me contaste, creí que te interesaría.

– Algo de lo tratado me interesa, y lo cierto es que siento un vacío que no puedo llenar. -Jaime decidió desactivar el conflicto y confiarse-. He renunciado a mis utopías de juventud, sin tener nada que las reemplace. Y también siento como si traicionara la tradición que te conté de mi familia.

– ¿La historia de tu abuelo y de tu padre? ¡Cuéntame algo más de ellos!

Jaime se sintió aliviado al ver de nuevo la sonrisa de Karen. Era como si, al iniciarse el ocaso de aquella tarde de invierno, estuviera amaneciendo un sol mucho más bello.

– La historia es larga.

– También el camino a casa es largo.

– Intentaré resumir.

Karen se acomodó en el asiento, mirándolo como el niño pequeño al que le van a contar un cuento maravilloso.


– Mi abuelo paterno luchó en una vieja guerra civil europea por su libertad, la de sus hijos y la de su pequeña patria. Murio sin conseguir nada de ello. Lo único que logró fue dar su ejemplo a su hijo, mi padre. Le hizo prometer que sería un hombre libre, que no se dejaría pisar y que siempre lucharía por sus ideales.

»Mi padre, Joan, emigró a Cuba, donde durante muchos años trabajó para su tío, instalado en La Habana, y con su ayuda fundó un comercio floreciente. Pasado el tiempo, ya con un buen patrimonio, se casó con una señorita de la sociedad. Allí nací yo. Mi padre simpatizaba con la revolución de Castro e incluso la ayudó clandestinamente.

»En la Nochevieja de 1959 los revolucionarios entraban en La Habana, y Batista y los suyos huyeron. A pesar de la consternación del resto de la familia, en casa de mis padres se brindó alegremente por el futuro y por la nueva vida en libertad.

»Muy pronto mi padre se desencantó. El nuevo año trajo una nueva forma de dictadura. Las tensiones con los norteamericanos llevaron a Castro a apoyarse en los rusos, y pronto se prohibió el comercio con Estados Unidos.

»Eso arruinó a mi padre económicamente. Y fue también un gran golpe moral, ya que él había puesto su pequeña aportación para aquel cambio. Había creído en el mensaje de libertad, y ahora perdía gran parte de la suya. Mi madre le dijo: "Joan, esto va de mal en peor. Ese Castro nos hace comunistas a todos. Vayámonos mi amor, antes de que la situación se estropee más."

»Vendieron lo que pudieron y con algún dinero ahorrado embarcaron hacia Estados Unidos. Podíamos haber ido a España, donde la familia de mi padre nos ofrecía su ayuda para instalarnos, pero Joan proclamó que no viviría más en una dictadura y que escogíamos la libertad. Y de nuevo se confió al mar como el ancho camino hacia su utopía.

»Desde el barco vimos la estatua de la Libertad al entrar en el puerto de Nueva York. Yo era demasiado joven para recordarlo, pero mi madre lo cuenta. Mi padre me cogió en brazos y, sujetándome con su brazo derecho, puso el izquierdo en los hombros de mi madre. Luego desde la cubierta del barco, contemplando aquel maravilloso símbolo, nos dijo solemnemente: "Ésta es la patria de los libres. Llegamos a la libertad."

»El inicio de la nueva vida fue durísimo. Los amigos que por negocios tenía mi padre en Nueva York sólo le consiguieron un trabajo como vendedor comisionista. Su zona era la que nadie quería. Comprendía Harlem y otros barrios pobres. Con su deficiente inglés y una familia a la que alimentar, Joan no podía escoger.

»Cuando cubría los barrios marginales, empezaba a trabajar muy pronto por la mañana. Muchos de sus clientes hablaban español y eran emigrantes recién llegados a la gran urbe de la libertad. No confiaban en los bancos, y mi padre tenía que cobrar las ventas en la trastienda, dólar sobre dólar en efectivo, sabiendo que en aquellos lugares su vida valía mucho menos que el puñado de dólares arrugados cobrados en la última "bodega" que llevaba en el bolsillo.

»Cerca del mediodía Joan intentaba abandonar los barrios peligrosos. Era el momento en que las gangs de muchachos despertaban después de una noche de acción y empezarían a plantearse cómo lograr el dinero para sus necesidades del día.

»Y Joan supo lo que era el miedo. No por su vida, sino por la de mi madre y la mía si él era asesinado. Y supo que mi madre también tenía miedo. Y también supo que no era libre. Que no le alistaba aquel trabajo, pero que era el único que tenía, y él era responsable de una familia. Pero lo peor era el miedo en la mañana, cuando se despedía con un beso, pensando qué sería de nosotros si él no regresaba por la noche. Y aun en las ocasiones en que se enfrentó a una navaja, sabiendo que el sustento de la familia e incluso su trabajo dependían de los dólares que había escondido en su viejo traje de vendedor, su temor era menor que cuando se despedía por la mañana.

»No era libre. No podía ser libre con tal inquietud, nadie podía ser libre de aquella forma.

»Mi padre siempre dice que en Nueva York hay dos estatuas de la Libertad. Una es gigantesca, de expresión seria y distante. Se la puede ver desde muy lejos, pero es inalcanzable, dura y fría como la piedra con que está hecha.

»La otra es pequeña y está escondida. Es amable, fácil, sonriente y cálida. Está cubierta de oro y se ofrece generosa a quien es capaz de encontrarla. Pero sólo la ven los emigrantes escogidos. Los que llegan con mucho dinero.

»Pasaron unos años, y nuestro inglés y la situación económica de la familia mejoraron algo. Pero mi padre no era feliz.

»Un buen día nos fuimos hacia el oeste, de nuevo en busca de la libertad. Y así llegamos al sur de California, donde mi padre montó un pequeño negocio que funcionó bien, pero no tanto como el de La Habana. Aquí es donde nos convertimos en ciudadanos americanos y donde yo crecí.

– Pero si tu padre sintió tal desengaño con este país, ¿por qué se hizo ciudadano?

– No lo sé seguro, pero quizá lo hizo porque este país es lo mas próximo a su sueño que ha podido encontrar. Te invitaré un día comer a casa de mis padres y le haremos la pregunta al propio Joan.

– Estaré encantada. -Sonreía formal-. Pero con respecto a ti, Jaime, ¿qué hay de tu libertad y de tus ideales?

– Los tuve, Karen. Fui por un tiempo un hippy tardío en busca de una libertad idílica. Los ideales se fueron y dejaron un vacío que me hace sentir mal en muchas ocasiones.

– ¿Ves Jaime? Yo sabía que no me equivocaba contigo. -Ella puso ahora su mano en la rodilla de él-. Te dije que éramos iguales, ¿lo recuerdas? Y tú bromeaste sobre ello.

– Sí, lo recuerdo, pero ¿cómo sabías que yo era sensible a esos temas? ¿Cómo sabías que mi primera preocupación no era el béisbol o los coches de carreras?

– Qué importa cómo; quizá fuera el instinto; lo importante es que tú eres uno de los nuestros. Únete a nosotros para luchar por tu libertad y la de los demás.

– Karen, ¿qué papel desempeñas tú en el grupo? -Jaime se sentía inquieto, había algo que no terminaba de encajar.

– Soy una más, como todos. Creo en su lucha y lucho con ellos. El único distinto es Dubois; es un buen cristiano o perfecto que hace las funciones de obispo y tiene a sus asistentes primero y segundo ubicados en San Francisco y San Diego. Su función es puramente espiritual y rechaza cualquier tipo de violencia, aun aceptando que otros luchemos en defensa de nuestros ideales. Pero ¿qué importa ahora? Lo importante eres tú. Encajarás perfectamente. ¿Qué me dices?

– Quisiera saber más sobre el grupo, Karen. En especial sobre su lucha y lo de la obediencia. -Algo en su interior le avisaba que no se comprometiera, pero temía perder a su amiga-. Quizá esa gente tenga algo de lo que voy buscando, y me intrigan. Pero sobre todo me importas tú. Ésa es la razón por la que estoy contigo ahora y por la que estaré con tus amigos para conocerlos mejor.

– ¡Esto es estupendo, Jaime! -dijo ella con un saltito y dándole un beso en la mejilla-. ¡Verás cómo te gustará!

El sol se había ocultado dejando un espectacular resplandor rojizo, en violento contraste con el azul oscuro de las nubes del horizonte.

El tráfico era más intenso, y los coches llevaban las luces encendidas. Continuaron un tiempo en silencio mientras escuchaban la música de la radio y sus propios pensamientos.

– ¡Esto hay que celebrarlo! -Karen rompió el silencio al cabo de un tiempo-. Tengo algo de comida en la nevera y una buena botella de vino. Creo que voy a poder convencer a mi cocinera de que nos prepare una buena cena.

– ¿Te refieres a tu emigrante ilegal rubia y de ojos azules?

– La misma -Karen mantenía su mano en la rodilla de él.

– Acepto encantado.

– Pero antes deberíamos recoger tu pijama.

– ¿Te molesta si duermo sin él? Karen soltó una de sus risas cantarinas.

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