MIÉRCOLES

68

«¡Qué sorpresa, Pedro! ¿Es tu mensaje sólo un manifiesto de intenciones o se trata de una declaración formal de amor? "Creer" no basta, hay que estar seguro. Mejor será que lo especifiques con claridad. Estás tratando con una abogado. Imprimí tu nota y la tendrás que firmar en cuanto llegues. Ven pronto. Muchos besos. Corba.»

La comunicación de Karen llegó otra vez justo cuando Jaime iba a salir del hotel hacia la oficina. ¡La había esperado tanto! Su vida se había convertido en un angustioso continuo teclear en el ordenador en busca de mensajes de ella.

Leyó varias veces la escueta respuesta, típica de Karen. Se comprometía sin comprometerse; aprovechaba la situación de ventaja obtenida gracias a la inusual declaración de amor de Jaime y no contestaba claramente. Jugaba con él usando su habitual sentido del humor. Pero el tono era muy cariñoso, y Jaime pensó que no tenía mal aspecto. Llegaría de nuevo tarde a la primera cita del día en la oficina, pero le importaba un comino. Redactó su respuesta. «Es una declaración formal de amor, señorita abogado, pero no firmo nada hasta leer la letra pequeña. Ahora te toca hablar a ti. Te quiero y quiero una respuesta precisa de tu parte. Ve con cautela, cuídate. Pedro.»

Leyó el par de líneas varias veces e hizo una corrección. Ahora ella debía definirse. Se sentía optimista.


La mañana estaba funcionando bien, y Jaime conservaba el buen humor. Le era mucho más fácil concentrarse en su trabajo que el día anterior.

Sobre las once consultó rutinariamente Internet. ¡Tenía un mensaje de respuesta! Extraño, habría sido enviado lo más pronto a la una de la madrugada de Los Angeles. ¿Se habría quedado Karen junto al PC despierta en la noche esperando a que él le contestara? Jaime se sintió feliz y permaneció mirando el aviso de mensaje sin abrirlo. Unos momentos de agradable suspense. ¿Le diría ella que también lo amaba? Abrió el mensaje.

«Peligro. Un creyente agente doble, nuestro infiltrado entre los Guardianes, desapareció hace dos días. Ha aparecido su cadáver torturado. Le hicieron hablar. Sospecho que habló de nuestro plan en la Corporación. Y de mí. No puedo escribirte más. Ni tú a mí. Hay que proteger tu identidad. Éste es mi último mensaje. Bórralo. Tengo miedo. Muchos besos. Cuídate. Corba.»

Sintió un escalofrío; Karen no hacía referencia a su misiva de la mañana, no la habría leído. Jaime se esforzaba en reconstruir mentalmente lo que había pasado: Karen había leído su comunicación del día anterior, contestándola; serían las once y media o doce de la noche hora de L.A. Después se acostó. Alguna llamada o aviso urgente la tuvo que despertar en plena noche. Ella, sin leer o quizá sin darse cuenta de que el mensaje de Jaime estaba allí esperando, le envió el aviso. Seguramente Karen pasó el resto de la noche avisando a otros creyentes cátaros.

Esperaba que ella leyera su declaración de amor antes de borrar los mensajes comprometedores de la memoria de su PC. ¡Era vital que lo viera!

Seguro que ese pobre desgraciado había hablado, como también lo hizo Linda, y de conocer a Karen la delataría. Karen estaba ahora en un verdadero peligro. Esa gente no se detenía ante nada y menos si sabían que estaban a punto de ser descubiertos y denunciados en la Corporación. Si la localizaban, estaría perdida. Y era muy fácil localizarla. Muchos de los guardas de seguridad del edificio de la Corporación eran de la secta y consultando el directorio oficial de la compañía sabrían su dirección en un par de minutos.

¡Dios, por favor, ayúdala!

Le costó una fracción de segundo tomar su decisión. No dejaría a Karen sola. Sólo le importaba la seguridad de ella. No le pasaría lo que a Linda. No importaba lo buenos que pudieran ser los pistoleros hijos de puta que torturaron a Linda; si se cruzaba con uno de ellos en su camino en busca de Karen, no dudaría en matarlo. Sería un placer. Cogió el teléfono interior de la sala de conferencias donde tenía instalada su oficina entre reunión y reunión v llamó al director europeo de Auditoría.

__Tom, cancela todas mis reuniones. Me acaban de avisar de un problema serio en mi familia, en L.A. Me voy de inmediato. Pídele a tu secretaria que vea alternativas de vuelos y combinaciones para Los Ángeles; ya mismo. La llamaré desde el hotel.


Todo parecía moverse a cámara lenta. El recepcionista al buscar la llave, el ascensor al llegar e incluso él mismo al introducir la llave en la cerradura.

Llamó a la oficina y le habían reservado plaza en el vuelo que salía a las cuatro, llegando a las siete de la tarde, hora de California, del mismo día a Los Ángeles. Debía apresurarse. Llamó a recepción pidiendo que prepararan la cuenta. Empezó a recoger su neceser y las cosas del baño. Karen estaba en peligro. Y tenía miedo.

Había dejado el revólver de Ricardo bajo el asiento de su coche, en los aparcamientos de estancias prolongadas del aeropuerto de Los Angeles.

Cuando llegara localizaría a Karen de inmediato. Pero ¿dónde? Cogió el teléfono para llamarla. No; no debía. El horario de Ricardo era nocturno, a él sí le llamó. La voz de Ricardo sonó mecánica y formal desde el teléfono; era el contestador.

– Ricardo, el baile ha empezado. Mi amiga está en problemas. Y yo estaré con ella. Llego a LA. a las siete de la tarde, deja recado en Ricardo's de dónde encontrarte. Un abrazo hermano.

Asumía que Ricardo le ayudaría cualquiera que fuera el problema. Así había sido siempre. También ahora.


El embarque se produjo una hora más tarde de lo inicialmente previsto. Recuperarían parte del tiempo durante el vuelo si los vientos eran favorables, dijo el capitán al pedir disculpas y culpar a la saturación del aeropuerto.

Jaime había consumido tres horas de interminable espera paseando su angustia, junto con su equipaje, por los pasillos de la terminal. Cogió un carrito y anduvo por la zona de duty free. No podía sentarse. De pronto vio un teléfono. Tenía aún alguna moneda. Las suficientes. Si no, usaría la tarjeta de crédito. Sabía que no debía llamar. Pero necesitaba saber que Karen estaba bien Consultó su reloj. Eran las seis y media de la mañana pasadas en California. ¿Estaría Karen dormida? No; no debía llamar.

Continuó dando vueltas por los pasillos y mirando los escaparates distraídamente. Y esquivando a la multitud. Una joyería tenía una hermosa colección de anillos. Recordó que hacía solo horas le había declarado su amor a Karen. ¿Aceptaría ella comprometerse con él? ¿Llegaría a hacerla su mujer? ¡Dios, cómo deseaba tenerla! Abrazarla. Besarla. La amaba. Como nunca había amado antes. Estaba dispuesto a darlo todo por su amor. A sacrificar cualquier cosa. Por sólo una sonrisa de ella. Por saber que estaba bien. Por estar a su lado. ¡El tiempo pasaba tan lentamente! Volvió su vista a los anillos. Había un par de hermosas piezas de compromiso. ¿Cuál le gustaría a Karen? Uno con un enorme diamante; de eso estaba seguro. Volvió a empujar su carrito y a pasear su ansiedad por los pasillos de aquel aeropuerto. Era como una condena a prisión. Al rato volvió a pasar por delante de los teléfonos. No lo pudo evitar, puso unas monedas, escuchó el tono y marcó el número. La voz de Karen confirmaba que había llamado a su número de teléfono e indicaba que podía dejar un mensaje. Se sintió desilusionado. Por unos segundos la esperanza de que Karen descolgara el aparato había crecido en su interior. Quería decirle que pronto estaría con ella y que él la protegería. Jaime sabía que aquello era una estupidez. Quizá estuviera durmiendo. O con insomnio. O fuera de casa. Pero aun estando en casa, jamás cometería la imprudencia de contestar. Lo más probable era que los Guardianes la hubieran identificado y tuvieran su dirección y número de teléfono. Quizá intervenido. Y deberían actuar pronto para evitar que se descubriera su trama en la Corporación. Además, aquella gente no se andaba con contemplaciones. Jaime estaba seguro de que sólo un tiro en la frente podría frenar a los de la secta. No dejó mensaje.


Cuando empezaron a servir la cena en el avión, se dio cuenta de que no había comido desde el desayuno. La tarde, la noche, el cambio horario de ocho horas; el vuelo sería interminable.

Acabados la cena y el coñac, Jaime cerró la persianilla de la ventana y también las luces de su zona. Cubriéndose con una manta empujó el apoyapiés de su asiento y el respaldo hacia atrás para intentar dormir. Cerró los ojos respirando hondo. En el viaje de ida había penetrado en su interior profundo y revivido un peligro pasado, interpretándolo como una advertencia de un peligro en el presente. Algo pasaría. Y pronto. ¡Vaya si ocurrió! No debiera haber abandonado Los Angeles, debía haber permanecido junto a Karen, debía haber mandado a White a la mierda. Volvió a respirar hondo tratando de soltar la tensión acumulada; notaba los miembros rígidos. Estiró brazos y piernas tensando los músculos para luego destensarlos del todo. Hizo un esfuerzo de voluntad para relajar su cuerpo al ritmo de su respiración y trató de recordar las imágenes de la ida. Poco a poco se calmó, y allí estaban: las recordaba. Volvían las imágenes. Otra vez. Sólo que distintas. ¡Era otro momento! ¡Regresaba al pasado!

69

Pedro, de pie, apoyado en su espada, portaba cota de malla, casco de hierro y vestía encima su túnica de combate, decorada con barras rojas sobre fondo amarillo. Era el antiguo símbolo del conde de Barcelona y ahora el escudo de la corona catalano-aragonesa. A su derecha estaban el conde de Tolosa, Ramón VI, y su hijo, con sus escudos de la cruz tolosana en gualda sobre fondo rojo y terminada en tres puntas, redondeadas en borla, en cada extremo de la cruz. A su izquierda el conde de Foix, con su divisa también en barras rojas y amarillas, y el de Cominges, con sus tres toros. Detrás un gran grupo de nobles y caballeros, todos preparados para el combate. En su gran mayoría eran occitanos, casi todos de Tolosa, y algunos de Foix y Cominges. También había un buen numero de aragoneses con Miguel de Luisián, el alférez del rey al frente, y muchos catalanes, entre ellos Hug de Mataplana, el mujeriego trovador de sonrisa irónica. Completaban el grupo de caballeros, los faidits, nobles occitanos despojados de sus tierras y castillos por los cruzados, muchos de los cuales vendieron sus últimos bienes para conseguir un caballo y equipo de combate para enfrentarse a los que todo les habían arrebatado.

Más atrás estaban los escuderos, los capitanes y sargentos de las tropas de a pie, también arqueros, ballesteros, honderos, tropas de espada corta y lanceros. Provenían tanto de las mesnadas reales y condales como de tropas voluntarias reclutadas en Tolosa, Foix y Cominges. Había también muchos mercenarios, que se contrataban por cierto tiempo por una paga estipulada y que a veces luchaban en la campaña siguiente a favor del enemigo de la temporada anterior. Eran los primeros en huir cuando el signo de la batalla se tornaba desfavorable para su bando.

Las luces del alba habían empezado a iluminar el cielo unos momentos antes, y el ejército asistía a la misa católica de antes del combate. Ya no llovía, y cuando el sacerdote empezó el Evangelio de entre las nubes se escapaba un rojizo rayo de sol. Los hombres mantenían un completo silencio, sólo roto por el sordo ruido de hierros, y miraban el amanecer sabiendo que sería el último para muchos.

Como venidos de otro mundo, los trinos de los pájaros daban el contrapunto a la oración que en latín y en voz potente el sacerdote recitaba.

Un beso, un abrazo y un «te quiero» fue su despedida para Corba, que encomendándole a su Dios bueno se había quedado rezando en la tienda.

Pedro pasó gran parte de la noche velando sus armas en oración, pero al fin le venció el cansancio y había dormido una hora, quizá menos, cuando Corba y su escudero le despertaron.

Ahora se sentía cansado, muy cansado, y seguía rezando. Luego de la noche de oración, esperaba encontrar la paz interior que durante tantos meses Dios le había negado, e ir a la batalla y hacia su destino con el espíritu tranquilo. Pero no era así.

Mi Señor Dios y Jesucristo vuestro hijo, empezaba de nuevo a rezar en su interior. De repente sintió que las palabras del oficiante sonaban lejos, que su casco era pesadísimo y que se desplomaba. ¡Caía al suelo! Apretó con toda la fuerza de su mano derecha la espada, que se hundió más en la tierra y buscó apoyo con la izquierda.

Notaba cómo el conde de Foix le sujetaba por el brazo y el de Cominges la espalda. Respiró con fuerza y la sangre pareció agolparse en su cabeza. Había estado a punto de desmayarse allí, delante de su ejército. El cansancio de los días de largas galopadas, el desesperado amor con Corba y el resto de la noche velando sus armas a Dios. Quizá había sobrestimado sus fuerzas. Al poco, la presión de la sangre en las sienes cedió, recuperándose. El sacerdote había detenido su rezo y la tropa soltaba un murmullo.

– Continuad -ordenó el rey Pedro con su poderosa voz habitual. Luego se sacudió de los brazos a los condes-. Gracias, señores -les dijo en voz baja.

Percibió que el conde de Tolosa, a su derecha, no había hecho movimiento alguno de ayuda sino que, al contrario, se había apartado de él con rechazo.

La ceremonia estaba llegando a su fin. El sacerdote empezó a rezar el Pater noster, formándose un murmullo que se convirtió en un grito descompasado de súplica conforme se incorporaban en distintos momentos los hombres al rezo. Unos en latín, muchos en su lengua materna y un buen grupo dándole al rezo pocas pero significativas variaciones. Un inquisidor reconocería de inmediato las variaciones como las del padrenuestro de los herejes. El padre nuestro cátaro.

Con el clamor, el ruido de galope de un caballo pasó inadvertido. Dándole las riendas del corcel a uno de los escuderos, un jinete se adelantó hacia Pedro e, hincando una rodilla en el suelo, dio la noticia:

– Mi señor don Pedro, los franceses acaban de salir de Muret y avanzan hacia nosotros.

– ¿Con qué tropas?

– La caballería, mi señor. Han formado dos grupos de caballeros y saliendo por la puerta este están bordeando el río Garona por detrás de las murallas. Les siguen algunos infantes con lanzas. Van a cruzar el puente sobre el río Loja para atacar a los tolosanos que con sus máquinas de guerra sitian Muret.

– ¿Cuántos son?

– Unos mil caballeros, mi señor, más unos pocos infantes con lanzas.

– Bien, saldremos a su encuentro, también sólo con nuestros caballeros. -Decidió que no quería tener ventaja en el juicio de Dios y que habría paridad en el campo de batalla.

– Don Pedro. -El conde de Tolosa alzó su voz-. Debemos hacernos fuertes en el campamento y esperar allí su ataque como os dije; salir a su encuentro es una locura.

– Tonterías -contestó Pedro-. Lucharemos en igualdad de condiciones y en campo abierto.

– No sería en igualdad de condiciones, don Pedro. Sus caballeros casi nos igualan en número, pero los nuestros están más cansados por la marcha de ayer. Creedme, señor, ellos son veteranos de años de batallas, muy duchos en las cargas y disciplinados. Los conozco bien, son la mejor caballería del mundo. Además, sus tropas han luchado juntas muchas veces, aquí, en Occitania, y las nuestras se juntaron ayer, son de distintas procedencias y hablan lenguas distintas. Lo más probable es que se comporten en desorden en un campo de batalla abierto.

– No, mis caballeros son más valientes y mucho mejores que ellos. ¡Somos mejores que los cruzados! ¡Vamos a destrozarlos!

– ¡A por ellos! -gritó el conde de Foix, y los caballeros y la tropa de atrás levantaron las espadas con gran griterío.

– Esperad un momento, señor -insistió Ramón VI cogiendo a Pedro por el brazo-. Escuchadme, organicemos la defensa aquí. Estamos en terreno elevado y ellos tendrán que cargar cuesta arriba. Una primera línea de arqueros, ballestas y honderos con bolas de plomo; luego los lanceros a pie, y atrás la tropa a espada y otra línea de arqueros y honderos. La línea adelantada dispara y tendrá tiempo de correr tras los lanceros y prepararse. Cuando ellos carguen contra las lanzas, la segunda de arqueros dispara. Luego los primeros arqueros, colocados atrás, disparan de nuevo y, mientras, con las máquinas de guerra, los machacamos con grandes piedras.

»Un grupo de caballeros en retaguardia con mi hijo al frente acabará con los enemigos que consigan romper las líneas. Y el grueso de la caballería en tres columnas: el conde de Cominges y yo cargamos por la derecha; el conde de Foix con los suyos y algunos caballeros vuestros por la izquierda. Nosotros los cercaremos, y entonces vos y los vuestros, que estaréis en la retaguardia, atacáis y los destrozaremos aquí mismo. Los que escapen y se refugien en Muret se rendirán junto con la ciudad sitiada.

– No, conde Ramón. El rey de Aragón no se quedará en la retaguardia. ¡Luchará el primero!

– ¿Vos en primera fila? Pero, Pedro, ¿estáis loco? -clamó Ramón-. No sois joven, tenéis ya casi cuarenta años. Y si vos caéis, la moral de los caballeros se hundirá, las tropas de a pie huirán, seremos derrotados y los supervivientes perseguidos y asesinados. Aragón perderá Occitania, y los franceses se la quedaran para siempre.

– Será lo que Dios quiera. Y Dios estará con nosotros.

– Dios estará con el más inteligente, el que mantenga la cabeza más fría y use la mejor táctica. Pedro, no metáis a Dios en vuestra equivocaciones -dijo Ramón alterado.

– ¿Cómo os atrevéis Ramón? -dijo Pedro sintiendo las mejillas rojas de indignación-. ¿A qué llamáis táctica y cabeza fría? ¿A huir? ¿Inteligencia? ¿A esconderos y que otro luche por vos? Me dan tentaciones de cortaros el pescuezo aquí mismo.

– Calmaos señor, pero ¿qué queréis? ¿Suicidaros? ¿Llevarnos a la muerte? -insistió Ramón-. Forzasteis una marcha infernal para la tropa anteayer, y los vuestros no descansaron. Os negasteis a fortificar este campamento como os pedí, no quisisteis formalizar el sitio de Muret y dejamos que las tropas de Montfort entraran ayer en la ciudad. Los obispos cruzados vinieron a parlamentar, a proponeros tregua y quizá a rendir la ciudad, y los echasteis sin miramientos, sin hablar con ellos.

»No queréis esperar a vuestras tropas de Provenza, las de Bearn y a los demás nobles catalanes y aragoneses que las acompañan con sus mesnadas. ¿Y ahora queréis luchar vos personalmente en primera línea contra la caballería de los cruzados? ¡Es un suicidio, Pedro!

– Dejaos de tonterías, Ramón. Es momento de luchar, no de hablar o pelearnos. Venid conmigo y luchad a mi derecha. Como el marido de mi hermana que sois. Como caballero valiente y de honor. Vamos a liberar Occitania de esos franceses. Vamos a terminar con las hogueras que queman a buenas gentes sólo porque piensan distinto o critican al Papa. Daremos libertad a los cristianos para comerciar como lo hacen los judíos. Las mujeres no serán violadas, y los niños tendrán comida. Tu pueblo será más libre, próspero y feliz.

– O causaréis todo lo contrario con vuestra temeridad -repuso Ramón-. No me puedo unir a esta insensatez. Conozco bien al enemigo desde hace muchos años. Es audaz, disciplinado, hábil y cruel. Muy cruel. Queréis suicidaros. Y si vos morís aquí, atraeréis todos los males a mis tierras y a mis vasallos.

– Vuestras tierras y vasallos ya tienen el peor mal que pueden tener -intervino, rugiendo cual león, Miguel de Luisián, que hasta el momento había escuchado en silencio-. ¡Tienen un conde cobarde!

– ¿Cómo os atrevéis? -dijo Ramón, haciendo gesto de llevar su mano a la empuñadura de la espada.

Miguel, que parecía esperarlo, fue más rápido y en un segundo sacó con su mano izquierda la daga del cinto y se la puso a Ramón en la garganta. Hug de Mataplana repitió la acción con el hijo del conde. Ambos estaban inmovilizados, y los caballeros del rey vigilaban a los del conde.

– ¡Soltadlo Miguel! -ordenó Pedro, que también había llevado, instintivamente, su mano a la espada-. Vos también, Hug ¡De inmediato! Fuimos enemigos en el pasado pero ahora estamos en el mismo bando.

Hug y Miguel guardaron sus dagas de mala gana.

– Id a esconderos a vuestra tienda y lamentaros como una vieja sin dientes, si tenéis miedo -espetó Miguel a Ramón casi escupiendo en su cara-. Si por el contrario sois valiente, en el campo de batalla os espero y allí rectificaré mis palabras y os he de devolver vuestro honor.

– ¿Qué tenéis que decir a eso, don Pedro? -le interrogó Ramón con semblante pálido-. Os pido que hagáis que Miguel de Luisián retire sus palabras y se disculpe ahora.

– En tiempo de batalla el rey cede su estandarte y su palabra al alférez del reino. No desautorizaré a Miguel. Venid conmigo y él retirará sus palabras.

– Loco -masculló Ramón-. Si así lo queréis, haceos matar, junto a esos bravucones aragoneses. Vamos hijo. -El conde de Tolosa y su hijo abandonaron el grupo y se dirigieron a sus tiendas. Los caballeros de Tolosa les siguieron.

Pedro les vio alejarse. Le hubiera gustado poderle contestar que no era un suicidio; el rey de Aragón se iba a someter al juicio de Dios. Y que si sobrevivía ya no temería la excomunión del Papa, con la que los obispos que apoyaban a Simón de Montfort habían pretendido amenazarle el día anterior. Por esa razón no los recibió.

Si ganaba, estaría legitimado para acabar con los cruzados y sus obispos. Quizá también con el Papa. Se lo jugaba todo a aquella carta. Si vencía, crearía un imperio. En todo caso, venciera o muriera, salvaría su alma del infierno.

– Formaremos en tres grupos. No vamos a dejar que escapen. Los rodearemos en el campo -dijo Pedro a los condes-. Dos de los grupos saldremos a enfrentarnos con los franceses, y el de la retaguardia atacará cuando tengamos a los otros dos rodeados. El conde Ramón y su hijo mandarán el tercer grupo, compuesto por la caballería tolosana. Capellán Arnau -dijo dirigiéndose al cura que había oficiado la misa-, vos seréis el encargado de acercaros a la tienda del conde de Tolosa y comunicarle su posición en el combate, convencedle. -Pensó que debía intentar recuperar a Ramón VI, aunque sabía que sería difícil que decidiera incorporarse al combate luego de la agria disputa. Estaba dispuesto a ganar la batalla sin él.

»El conde de Foix y su hijo comandarán la primera columna. Estará formada por los caballeros de Foix y el primer grupo de caballeros aragoneses; saldréis por la derecha los primeros para apoyar al grupo de infantería tolosana que se encuentra con las máquinas de asalto frente a las murallas de Muret. Deberéis evitar que los cruzados escapen por el flanco derecho. Rápido, Ramón Roger, salid antes de que acaben con los tolosanos y puedan huir.

– Sí, don Pedro. -Gritó el conde de Foix. Y salió hacia los caballos gritando-: ¡Aquí Foix!

– Miguel -continuó Pedro dirigiéndose a su alférez-, asignadle un refuerzo de caballeros al de Foix.

– Sí, mi señor. -Y Miguel de Luisián empezó a gritar nombres con su vozarrón de montañés del Pirineo.

– Los demás caballeros de mis mesnadas y los faidits occitanos vendrán en mi grupo. Yo marcharé al frente.

– Señor don Pedro. -Era Guillem de Montgrony, un joven caballero que se había distinguido por su valor-. Concededme el honor de luchar con vuestras insignias.

– Os lo prometí en las Navas de Tolosa y os lo concedo ahora -contestó Pedro despojándose de la túnica que cubría su malla de hierro y cambiándola por la de Guillem. Luego cambiaron los escudos. Era tradición, cuando el rey entraba en batalla, que un joven caballero de mérito llevara los signos reales. Así protegía al rey de ser identificado y fácilmente asesinado.

El grupo del conde de Foix ya estaba saliendo, y Pedro se dirigió hacia los caballos para formar su grupo. Por precaución, detrás iría parte de la tropa de a pie con lanzas. Los arqueros, lanceros y el resto de tropa se quedarían en retaguardia.

Levantando la espada Pedro gritó a sus gentes:

– ¡Por Occitania! ¡Por Cataluña y Aragón!

Un gran clamor se elevó del ejército; caballeros y escuderos se apresuraron a las monturas, mientras capitanes y sargentos de tropa gritaban órdenes. Pedro montó en su corcel, y sus caballeros lo rodearon.

– Adelante -dijo conduciendo su caballo hacia el campo de batalla.

No es un suicidio. Es el juicio de Dios, se repetía a sí mismo.

– Señor buen Dios, me someto ahora a vuestro juicio. Tened piedad -murmuró.

Y el rey don Pedro II de Aragón marchó al frente de los suyos para encontrarse con su destino.

70

Las imágenes del ejército en marcha, los gritos, el rumor de cascos de caballos y el estruendo de hierros se fundieron con el sordo zumbido de motores y la visión confortable del interior de la sección business.

La batalla era inminente. Pero ¿en qué se relacionaba ese aviso con su vida actual? Quizá se trataba de la misma situación repetida; quizá también habría que luchar a muerte. Jaime estaba dispuesto a hacerlo. Después de todo, ¿qué sentido tendría para él continuar con su vida si Karen era asesinada? Ninguno.

Entendía a aquel loco legendario, que aun siendo uno de los reyes más poderosos de su tiempo, con miles de caballeros a sus órdenes, quería ser el primero en la batalla.

Lo que hasta el momento parecía absurdo era ahora obvio; Pedro debía vencer o morir al frente de sus tropas. Prefería la muerte a no conseguir lo que él amaba. Pedro amaba a Corba y debía tomar el partido de los cátaros y demostrar que Dios estaba con ellos o perderla para siempre. Su amor, bajo el signo de la Inquisición, era imposible.

Jaime volvió su pensamiento al presente. Karen estaba jugando con él el mismo juego que Corba con Pedro, y él sentía la misma pasión que Pedro sentía ocho siglos antes. Las similitudes eran increíbles. ¿Qué pasaba? ¿Estaban condenados a repetir la misma escena con vestuarios distintos? Sacudió la cabeza para expulsar aquellos pensamientos. Eran de demente.

¿Sería víctima de una manipulación psicológica en la que Dubois y los suyos le inducían recuerdos falsos? Pero ¿y si todo fuera real? No; no iba a darle más vueltas; aunque tuviera pruebas de que todo era un engaño, no tenía otra alternativa. Engañado o no, lucharía por Karen y por su amor. Como Pedro en el siglo XIII, e, Jaime, no tenía otra posibilidad.

En Los Angeles le esperaba su propia batalla de Muret.

71

Llegaron con retraso. Jaime, que no había facturado para evitar perder tiempo, cargó con el equipaje y anduvo rápido en dirección a la salida. Tomaría el autobús hasta el gigantesco párking al aire libre de estancias largas; en el coche guardaba su teléfono móvil y el revólver que le dio Ricardo. Tenía prisa. Mucha prisa. Quería ver a Karen, saber que se encontraba bien. Abrazarla.

Un grupo de gente esperaba a los que llegaban. Caras anónimas, sonrientes, expectantes, anticipando el placer de ver a su amigo, familiar o amante. Jaime sintió envidia de los que se encontrarían dé inmediato con la persona querida.

De pronto reconoció una cara; con ancha y cálida sonrisa bajo su espeso bigote negro, Ricardo le observaba con una chispa de ironía en los ojos. Le saludó con la mano y Jaime sintió alivio; cualquiera que fuera la situación a afrontar, mejoraría con él a su lado. Ricardo se puso a andar esquivando a los que esperaban, y ambos se encontraron donde la multitud era menos densa. Se dieron un abrazo y Ricardo le palmeó ruidosamente la espalda.

– Bienvenido, hermano. ¿Cómo te fue?

– Bien. ¡Cuánto me alegra verte! Gracias por venir.

– Para eso estamos los amigos -contestó Ricardo cogiendo el portatrajes y cargándolo él, mientras andaban hacia la salida-. Alguien dejó un mensaje curioso en mi contestador; Julieta se ha metido en líos, ¿verdad? Y aquí viene Romeo para salvar a su dama en apuros. ¿Va por ahí el asunto?

– Es una larga historia, Ricardo. Pero sí, es cierto. Karen está amenazada por un serio peligro. Una amiga suya murió torturada nace poco, y yo no dejaré que le ocurra a ella.

– No tienes que contarme mucho más por el momento; sólo dime antes de la pelea a quién le pego yo.

– Será peligroso.

– Mejor.

– Karen pertenece a un grupo religioso que, entre otras cosas, detesta la violencia. Sus sacerdotes no pueden ni tocar un arma. Y están enfrentados a una secta que considera la violencia un buen método para obtener sus fines; usan armas y explosivos como profesionales. Quiero que sepas que no es una pelea de taberna. Es algo serio. Y si aparecen pistolas, si hay tiros, estaremos tú y yo solos.

Cruzaron las dos secciones de la calle que separaba las terminales del párking. Era un verdadero río de vehículos y luces a distintas velocidades. Multitud de taxis, coches privados e hileras de pequeños autobuses; un aparente caos donde al final, sorprendentemente, todo el mundo encontraba su destino.

– Avisa a la policía -sugirió Ricardo.

– No podemos aún. Karen y otros están recogiendo pruebas para denunciarlos. Necesito encontrarla con urgencia, saber que está bien, protegerla y decidir luego qué hacemos. Conoce información y tiene documentos que los de la secta quieren destruir peligra.

Llegaron al coche de Ricardo. Un lujoso Corvette de color rojo y tapicería de cuero negro.

– Bueno, pues si no puedes llamar a la policía has hecho bien en llamarme a mí. Si necesitamos refuerzos, tengo un par de amigos que se unirán a la fiesta. Y si queremos más, sé dónde contratarlos -dijo cuando ya salían del aparcamiento. Y haciendo sonar el motor Ricardo se dirigió hacia Century Boulevard.

– ¿Me prestas tu móvil?

Ricardo pulsó los códigos de acceso a su teléfono y se lo pasó. Jaime sólo quería oír su voz, saber que estaba bien y que supiera que él había llegado. Marcó el número del teléfono móvil de Karen. Oyó el mensaje de la operadora indicando que el teléfono estaba desconectado.

Volvió a marcar, esta vez al teléfono de casa. La voz de Karen sonó automática desde su contestador. Colgó. Era lógico que, aun estando en casa, no contestara. Volvió a llamar. De nuevo el contestador.

Bien, pensó, haré otro intento. Si Karen está allí, será difícil que se resista a la tercera. Pulsó el remarcador automático y oyó la señal de llamada.

– Dígame. -Una voz masculina sonaba al otro extremo de la línea. Jaime quedó unos segundos mudo de sorpresa.

– Hola. Quisiera hablar con Karen Jansen. -Un presentimiento le hizo responder a pesar de su propósito de no hablar.

– ¿De parte de quién? -preguntó el hombre, con marca acento neoyorquino.

– ¿Con quién hablo? ¿Quién es usted? -Justo entonces Jaime oyó de fondo el reloj de péndulo de Karen, que empezaba a campanear las ocho de la tarde.

– No le interesa. Se ha equivocado de número.

Sintió un escalofrío.

– Me ha preguntado usted quién era yo. ¿Cómo alega ahora que me he equivocado?

– Número incorrecto. Aquí no vive ninguna Karen.

– Pero…

El otro colgó. Jaime se quedó mirando el teléfono, con mil pensamientos cruzando su mente. Alguien hostil estaba en casa de Karen. Con toda seguridad no se había equivocado de número; había pulsado la remarcación como hizo en la segunda llamada. En las dos anteriores oyó la voz de Karen desde el contestador y luego el reloj de péndulo del apartamento. ¿Qué ocurría?

Si Karen estaba en casa, se encontraba en apuros muy serios; quizá la torturaban como hicieron con Linda. ¡Dios, no lo permitas, por favor!

– ¿Problemas? -preguntó Ricardo.

– Sí. Hay alguien en casa de Karen, y no es amigo.

– Pues vamos allá.

– ¿Vas armado? Tengo tu pistola en mi coche.

– No importa, llevo la mía y otra de repuesto.

Ricardo lanzó su automóvil a una carrera desesperada por el denso tráfico de Los Ángeles. Las luces de la noche cruzaban velozmente, y Jaime sentía su ansiedad crecer.

El presagio que intuyó en su ensoñación era ahora evidente. Llegaba el momento de enfrentarse a unos enemigos de los que tan sólo semanas antes desconocía incluso su existencia. Sólo esperaba no llegar demasiado tarde. Se imaginó entrando en el apartamento para encontrar el cuerpo desnudo de Karen, ensangrentado y sin vida. Apretó los puños con fuerza. No, no podía ocurrirle aquello. Amaba con desesperación a aquella mujer, que en poquísimo tiempo se había convertido en centro y razón de su vida.

72

Llegaron a la garita de la entrada sin que la policía los detuviera por exceso de velocidad o conducción temeraria. Was estaba de guardia y sonrió al ver a Jaime.

– Viene a ver a la señorita Jansen, ¿verdad? -dijo tomando el teléfono para llamarla.

– Sí, Was, pero no hace falta que llame. Nadie contestará. ¿Ha visto salir o entrar a Karen?

– No. No la he visto hoy. Y no sé si está. Lo compruebo en un segundo. -Cogió de nuevo el teléfono.

– ¡No llame! Si Karen está en su apartamento, se encuentra en grave peligro. Alguien lo está asaltando en estos momentos. Denos su copia de llaves, abra la barrera y llame a la policía. Las llaves. ¡Ahora mismo!

El guarda se quedó mirándolos atónito.

– ¡Las llaves de una maldita vez! ¿Quiere que la maten? -le gritó Ricardo.

Was reaccionó como un marine a la orden del sargento, pasándole, tras una breve búsqueda, unas llaves a Ricardo mientras empezaba a abrir la barrera. Éste las lanzó a Jaime, que pudo ver en la etiqueta que, efectivamente, eran las de la puerta del edificio y del apartamento de Karen.

El coche pegó un salto hacia adelante tan pronto como pudo pasar, y al llegar a la zona de párking ambos salieron sin preocuparse de cerrar las puertas.

– Ricardo, tú subes en el ascensor y yo por la escalera.

– Bien -dijo Ricardo sacando su revólver de la chaqueta. Jaime ya llevaba otro en la mano.

Llegó al tercer piso sin aliento justo cuando Ricardo salía del ascensor. No había signos de violencia en la puerta y estaba cerrada; si habían abierto sin llaves, se trataba de profesionales expertos. Puso la llave en la cerradura intentando no hacer ruido y la puerta se abrió en silencio. Jaime pasó delante, cerrando Ricardo la puerta con cuidado para cubrir la espalda. Estaban en un pequeño recibidor que conducía a través de un corto pasillo al salón del reloj de péndulo. A ambos lados, puertas: una del baño y la otra conducía a una cocina que comunicaba con el salón. La casa estaba silenciosa y desde su posición no veían a nadie en la sala.

– Tú cubre el pasillo -le dijo Ricardo en un susurro al oído disponiéndose a abrir la puerta de la cocina.

Jaime hizo un gesto negativo, señalando el aseo. Mientras Ricardo revisaba el baño, Jaime cubría el pasillo y la parte visible del salón. La puerta hizo un pequeño ruido que en el silencio sonó como un disparo. Ricardo salió en unos segundos negando con la cabeza.

– La puerta da a la cocina y una barra la separa del salón -susurró Jaime-. Los dos a la vez.

Levantó un dedo, dos y tres. Jaime entró en el salón pistola en ristre, mientras Ricardo entraba por la cocina. Ambos quedaron apuntando al extremo opuesto. No había nadie. La puerta que daba a la habitación de Karen estaba cerrada mientras que el salón era un caos: cuadros movidos, los sofás blancos destripados, muebles abiertos y cajones fuera de lugar. La cocina conseguía empeorar el estado del salón. Hasta la basura había sido desparramada por el suelo. Alguien había registrado a conciencia.

Quedaba el dormitorio donde Karen tenía su pequeño despacho y baño. Ricardo se colocó en silencio frente a la puerta y Jaime detrás. Ricardo abrió la puerta de golpe y saltó a un lado, mientras Jaime daba un paso dentro de la habitación al lado contrario de donde estaba Ricardo, para dificultar el blanco a un posible tirador. Tampoco había nadie. La puerta del baño estaba abierta y en tres zancadas Ricardo entró.

– No hay nadie. Los pájaros han volado -constató.

Tampoco había nadie en los armarios y era obvio que la terraza estaba vacía. El aspecto del dormitorio era lamentable; el colchón estaba rajado y en el área de despacho había papeles por doquier. El ordenador de Karen tenía la pantalla conectada al e-mail. Alguien lo había manipulado. ¿Cómo habrían entrado en el ordenador? O eran asombrosos expertos en informática o Karen les dio las claves de acceso, y seguro que no de buen grado.

¿Podían haber sacado a Karen del edificio sin que se enterara el guarda? Si aquellos individuos encontraron una buena excusa para entrar, salir era más fácil. Claro que pudieron entrar por otro lugar. Si lo había. Jaime se puso a buscar entre las sábanas, en la habitación, en los sofás blancos y el suelo del salón.

– ¿Qué buscas? -preguntó Ricardo.

– Rastros de sangre. Y no veo ninguno, gracias a Dios.

– ¿Crees que se la han llevado?

– Tengo que creerlo hasta que no la encuentre. Pero sé dónde puede estar.

– Pues vayamos de inmediato. Si llega la policía antes de que salgamos, pasaremos horas dando explicaciones que tú no quieres dar.

Jaime reaccionó. Era cierto. Si los pillaban allí querrían hacer un atestado y llevarlos a comisaría, y él no podría buscar a Karen. Sería insoportable.

– Vayámonos.

73

– En efecto, el apartamento ha sido asaltado. Han estado buscando algo y lo han dejado hecho un desastre. La señorita Jansen no está. Nos vamos -informó Jaime.

– Aquí van las llaves. -Y Ricardo se las lanzó a Was.

– Un momento. -El hombre les detuvo-. No les puedo dejar ir; la policía me ha dicho que les retenga aquí.

– Was, tenemos mucha prisa. La vida de Karen está en peligro. Abra la barrera.

– Lo siento pero no.

– Was ¿tienes hijos? -preguntó Ricardo.

– Sí, pero…

– Pues tu mujer va a tener huérfanos como no abras de inmediato -amenazó sacando su revólver por la ventanilla y poniéndoselo a la altura de la cara-. ¡Abre la puta barrera!

Was se le quedó mirando con ojos desorbitados.

– Haga lo que dice, Was -le aconsejó Jaime-. No está bromeando.

La barrera empezó a abrirse lentamente mientras Ricardo continuaba apuntando a Was entre las cejas. Sólo cuando la barrera estuvo bien abierta y el coche salió, guardó el arma.

– Hubiera podido llevarme la puta barrera con el coche, pero hace poco que lo pinté de este hermoso rojo. No iba a rayarlo por culpa de ese idiota.

Jaime no contestó. Sabía que ahora les podían acusar de asalto a mano armada. Pero importaba poco. Ojalá Karen estuviera libre y se hubiera refugiado en Montsegur. Era su única esperanza y la única forma de contactar con los cátaros. Irían allí.

Oyeron las sirenas de la policía, y pronto los brillantes destellos rompieron la discreta luz nocturna de las calles. Los coches cruzaron en dirección opuesta a la suya dirigiéndose a los apartamentos.

– Por poco -murmuró Jaime.

– Cuando el guarda le cuente a la policía lo ocurrido, vamos a tener a todos los polis de la maldita ciudad cazándonos -dijo Ricardo-. Mi coche es demasiado llamativo. No necesitan ni siquiera matrícula, sólo la marca y el color.

– Vamos al aeropuerto a por el mío.

– Nos pillarán antes de llegar.

– ¿Cuál es el hotel más cercano? -preguntó Jaime.


El valet del hotel le dio a Ricardo el resguardo del coche, y de inmediato tomaron un taxi para el aeropuerto. En el trayecto, Jaime trató de nuevo de contactar con Karen, pero su teléfono móvil seguía desconectado.

– Vamos, hombre, no te preocupes -le animó su amigo-. Tu chica se encontrará a las mil maravillas.

Jaime conocía la ubicación del coche gracias a las coordenadas que había memorizado; olvidarse de ellas representaría horas y horas de búsqueda. Sin embargo le dio al taxista un número cercano pero distinto; no quería que en el peor de los casos, de localizar la policía el Corvette y si el taxista regresaba al hotel, éste fuera interrogado y que así localizaran su propio coche.

74

– Fíjate en si hay algún vehículo a la vista -avisó Jaime al llegar a Montsegur-. Sería señal de peligro, pero incluso si no vemos a nadie, los Guardianes del Templo podrían estar acechando en la oscuridad.

Pasaron lentamente por delante de la casa sin ver nada sospechoso en sus alrededores. El jardín estaba iluminado pero no había luz en el edificio. Era posible que Dubois se hubiera escondido en una de las casas cercanas pertenecientes a fieles cátaros.

– Hay alguien en la casa -observó Ricardo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Fácil. A pesar de la oscuridad, el humo de la chimenea destaca contra las estrellas.

Jaime continuó con cuidado unos cientos de metros más allá, Pudo ver a su izquierda la pequeña carretera asfaltada y, entrando en ella, bajó por la pronunciada pendiente vigilando por el retrovisor la posible aparición de alguna luz que los siguiera. Nadie los seguía. Luego de un trecho vio la bifurcación y tomaron el camino de la izquierda. Los faros del coche iluminaban la escarpada Pared rocosa y la densa masa de árboles y matas a la derecha.

Continuó lentamente un trecho, descubriendo un coche aparcado entre los árboles. Su corazón dio un brinco cuando reconoció el vehículo.

– ¡El coche de Karen! ¡Está aquí!

Pronto la podría abrazar. Deseaba con toda su alma que estuviera bien. Le diría en persona cuánto la amaba. Aparcó su coche justo al Mazda de Karen e hizo un último intento infructuoso de contactar con ella por teléfono. Luego sacó una linterna de la guantera.

– Sígueme, Ricardo. Vayamos con cautela; no sabemos si los de la secta han entrado aquí como hicieron en casa de Karen y si permanecen en el interior. Lo que sí parece seguro es que ella está adentro.

– ¡Ándale pues!

Y saliendo a la oscuridad empezaron a andar por el pasillo que la pared de roca y la vegetación formaban. Poco después se enfrentaron a la entrada de la cueva, y Jaime iluminó el interior. Allí estaba la primera puerta metálica y, una vez localizado el cuadro numérico, tecleó el código aprendido de Karen y se oyó el pitido de desactivación del sistema de alarma. La llave que Dubois le había dado para la cerradura de seguridad abrió la puerta sin ningún ruido.

«La tienen bien engrasada», se dijo mientras cerraba la puerta detrás de Ricardo.

Al fondo del estrecho pasillo encontraron la escalera metálica de caracol y luego la repisa donde se abrían los dos túneles.

– El pasillo de la derecha lleva a las celdas de los Buenos Hombres; yo no tengo llave para la puerta -le susurró a Ricardo-, así que vamos a entrar por el salón principal, donde está la chimenea que humeaba. Allí deben de estar Karen y los de la secta, si se confirman mis peores temores. Entraremos por sorpresa; tú controla el lado derecho, y yo el izquierdo. Si alguien lleva armas, seguro que es enemigo.

Penetraron en el túnel y al final encontraron la segunda puerta metálica.

Jaime sentía su corazón acelerado. Detrás de aquella puerta estaba su amor, y quizá en peligro; dentro de unos segundos podría tener lugar la batalla que el recuerdo del avión le había augurado. El ganarla separaba la vida de la muerte. Respiró hondo y aplicó el oído a la puerta para detectar algo que le permitiera conocer cuántas personas estaban allí y cuál era su situación. Nada. No oyó nada. ¿Qué estaría ocurriendo? ¿Era la puerta la que no permitía oír o quizá estuviera el salón vacío? ¡Karen debía de estar allí!

Dios mío, se sorprendió a sí mismo rezando de nuevo, haz que ella esté aquí y que esté bien.

– No oigo nada, Ricardo -le dijo luego a su amigo-. No sé qué puede estar pasando. ¿Estás listo para entrar?

– Sí.. Vamos allá.

Jaime puso la llave en la cerradura y marcó el código en el pequeño panel del sistema. Pulsó el botón enter, pero el suave pitido anunciando la desactivación de la alarma no sonaba.

– Extraño -murmuró-. Juraría que el código que he introducido es el correcto.

Repitió la operación una y otra vez. Sin resultados. Pensó un momento. Creía estar seguro de que la vez anterior el pitido de desconexión había sonado.

– Ricardo, prepárate. Alguien ha cambiado el código de acceso. -Jaime sacó su revólver de la chaqueta-. Cuando entremos, la alarma sonará. No sé si de inmediato o si nos dará algunos segundos de margen. ¿Estás preparado?

– Sí -respondió Ricardo escueto, blandiendo también su arma.

Jaime dio la vuelta a la llave en la cerradura y, empujando la puerta, ésta se abrió sin dificultad, silenciosa. Entró rápidamente en el salón, sujetando su revólver con las dos manos, y se colocó al lado izquierdo para dejar paso a Ricardo.

75

La estancia se encontraba tenuemente iluminada por el fuego que ardía en la chimenea y por dos lámparas de mesa. Al principio Jaime creyó que no había nadie en el gran salón.

Luego vio ropa esparcida por el suelo, por encima de un sofá y de uno de los sillones. Unos zapatos de mujer. Una blusa. Un sujetador, unas bragas. ¡Y unos pantalones de hombre!

Buscó con la mirada y vio, medio iluminados por la luz del fuego y de las lámparas, dos cuerpos desnudos, uno encima del otro en un tresillo. ¡Hacían el amor!

Quedó paralizado por la sorpresa; era lo último que esperaba encontrarse. La pareja no se había apercibido aún de su presencia, y Jaime no podía verles la cara desde donde se encontraba, pero el hombre lucía melena oscura y la mujer pelo rubio. Sintió como si un puño de hierro le apretara el estómago y los intestinos. El hombre la penetraba con lentitud, jadeando de pasión. Jaime se sintió ridículo con el revólver apuntando; bajó su brazo y entonces la alarma empezó a sonar. Era un tono bajo y zumbón, sólo para alertar al interior de la casa.

Habían pasado unos segundos escasos, pero a Jaime le parecieron horas. El hombre se incorporó ligeramente y, al girarse hacia la puerta secreta, su mirada se cruzó con la de Jaime. ¡Era Kevin Kepler! ¡Dios mío, que no sea lo que me temo! ¡No! ¡Por favor que no sea; que no sea ella!

La mujer echó la cabeza hacia atrás mirando también en dirección a la puerta, y Jaime vio un brillo extraño en los ojos que tanto amaba. ¡Karen! La mirada de uno quedó clavada en la del otro en un segundo que a Jaime le pareció una eternidad de infierno.

Karen empujó a Kevin de encima separando su unión y se giró en el sofá dándole la espalda y acurrucándose en posición fetal. El fuego de la chimenea y la tenue luz iluminaban el oro de sus cabellos, la blanca piel de su espalda y la redondez de sus caderas y nalgas. Jaime sintió el mundo hundiéndose alrededor. Kevin se había quedado de pie, completamente desnudo, mirándole, con su pene aún indecentemente erguido. No hizo ningún movimiento para cubrirse con la ropa esparcida por el suelo.

– Jaime, qué inoportuno. No te esperábamos. -Su voz sonaba confiada, arrogante, y su cara dibujaba una sonrisa de triunfo.

Jaime se quedó mudo. Por un brevísimo momento le pasó por la mente pedir disculpas por la interrupción. Lo rechazó de inmediato. Aquel hombre que le miraba con sonrisa cínica le estaba robando. Le estaba robando lo que más quería en el mundo. Le robaba a Karen y, con ella, también le arrebataba sus ilusiones, su futuro, su nueva vida. Sintió una oleada de sangre que le subía a la cabeza. Allí estaba el maldito con su asqueroso miembro elevado, brillante a la luz de las lámparas, todavía húmedo, como quien enarbola un trofeo de victoria.

– Gracias por la visita -continuó Kevin ante su silencio-, pero por hoy la sesión de trabajo ha terminado ya y todos los demás se han ido. Si no te importa, vuelve mañana; ahora molestas.

– ¡Hijoputa! -La expresión le salió a Jaime de las entrañas. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? Sentía cómo el odio le hacía hervir la sangre y cómo su brazo derecho se levantaba, apuntando con su revólver al centro de la frente de aquel miserable. La sonrisa triunfal de Kevin se quebró ligeramente, pero continuo allí. Jaime tuvo la absoluta seguridad de que le dispararía. Pero había algo que odiaba mucho más que aquella sonrisa arrogante de vencedor. Apuntó al pene. Y con cierto regocijo comprobó que ya no estaba tan erguido como hacía un momento. Deseó que Kevin tuviera miedo, mucho miedo, que sufriera sólo un poco de lo que él estaba sufriendo, antes de recibir los disparos en el sexo. Que sufriera. Y que doliera, que le doliera mucho. Tanto como a él le dolía su corazón desgarrado.

– Jaime, déjalo -oyó, muy distante, la voz de Ricardo-. No le dispares. Te condenan a muerte si lo matas.

¿Qué importa?, pensó. Ya estoy muerto.

Y apretó el gatillo.

76

– Los americanos creemos mucho en Dios, poco en los hombres y nada en el estado. -Davis miró los reflejos ámbares y tostados que el reserva de malta puro, en vaso de cristal tallado, producía contra el fuego de la chimenea.

Gutierres se arrellanó en su sillón, tomó un sorbo de whisky, no dijo nada y esperó mirándolo con atención. Pequeño, arrugado, hundido en su enorme sillón de cuero, el viejo mantenía su mente aguda como cuchillo afilado, rápida como lengua de camaleón. Gus disfrutaba de aquellas sesiones donde ambos compartían soledad; miró las estanterías de nogal y caoba, cubiertas de libros difuminados en la penumbra de la sala, y se aprestó a saborear el momento junto con el malta. Sabía que Davis no esperaba su comentario, que sólo pensaba en voz alta, y por lo tanto guardó silencio.

– Casi el 90 por ciento creemos en Dios y casi el 75 estamos convencidos de que nuestros gobernantes son una pandilla de tramposos y conspiradores. En cambio en Europa creen poco en Dios y mucho en el estado; esperan que éste les solucione sus necesidades. Pero después de la caída de los regímenes comunistas, sumiendo en la miseria a los que confiaban en sus gobiernos, millones se sienten engañados, y la espiritualidad, la necesidad de creer en Dios, resurge con fuerza.

»Es lógico; cuando te das cuenta de que el estado ya no va a pagar a tus médicos y que no hay dinero para tu pensión de vejez, es cuando empiezas a rezar con fervor. -Los dientes de Davis brillaron en una corta sonrisa-. Y la desconfianza se traslada a la Europa occidental y a su estado de bienestar. El humanismo está naufragando en su propia cuna, Europa, y lo lamento, amigo Gus, lo lamento.

– No puedo creer que lamente de verdad la caída del comunismo. -El tono de Gutierres mostraba su sorpresa.

– En algo sí. Por una parte, porque nos quedamos sin enemigos, y sin ellos la vida es más aburrida; luego de muchos años de lucha, te encariñas con tu rival pero, claro, esto sólo ocurre cuando ganas o, a lo sumo, cuando empatas. -Davis declamaba con su vaso alzado-. Si durante muchos años te has definido como antialgo y pierdes ese algo, pierdes parte de ti mismo. Además, a mí siempre se me antojó la creencia socialista en el hombre, en oposición a Dios, como algo de un gran atractivo romántico. -Davis hizo una pausa y, ante el silencio de Gutierres, continuó-: El tiempo ha demostrado que estaban equivocados, pero es lógico, el hombre es imperfecto y Dios es perfecto por definición. Es una batalla desigual. Es difícil confiar ciegamente en el vecino al que ves cada día, y muy fácil confiar en un Dios al que no ves.

– No ocurre así con los cátaros. -Gutierres decidió retar la dialéctica de su jefe-. Ellos sí tienen un Dios imperfecto.

– ¡Ah, sí! Porque son maniqueos; dualistas, pero incompletos -repuso Davis, encantado de encontrar oposición a su discurso-. De ser dualistas plenos, con todas sus consecuencias, creerían que el principio del mal es tan poderoso como el del bien. Pero los maniqueos perfectos no pueden funcionar en este tiempo en que vivimos, donde el blanco y el negro son casi inexistentes y los grises dominan el mundo.

– Sí, es cierto. Los nuevos cátaros ya no llaman al antiguo Dios malo por su nombre, sino «principio creador» o «naturaleza» -confirmó el guardaespaldas.

– Claro, las nuevas religiones tienen que hacer buen márketing y, por lo que me has contado, ésta se ha adaptado bien a los nuevos tiempos y triunfará; al menos aquí, en California. ¡Cristianismo original y reencarnación! ¡La mejor combinación desde el descubrimiento del ron con Coca-Cola!

Davis quedó en silencio, mirando el contenido de su vaso como esperando encontrar dentro la respuesta. Gutierres paladeó su whisky, disfrutando del doble lenguaje cargado de intención del viejo.

– Dime, ¿qué más ha descubierto tu infiltrado en el Club Cátaro? -inquirió el viejo al rato.

– Poco más. La estructura religiosa comandada por Peter Dubois está clara, y también la ideológica liderada por Kevin Kepler, el profesor de la UCLA. -El tono de Gutierres pasó a ser más formal. Simplemente estaba informando-. Pero estamos seguros de que existe una parte hermética exclusiva para iniciados, una estructura de poder, donde nuestro hombre no ha podido infiltrarse. Parece como si Dubois y Kepler siguieran las instrucciones de un líder oculto. No sabemos quién es, y tampoco las identidades de la mayoría de sus fieles. La gente que se puede ver en el club son simples creyentes o simpatizantes sin mayor relevancia.

– ¿Dónde los posicionarías políticamente?

– Por lo que hablan, estarían en el lado izquierdo del partido demócrata. Y salvando las distancias, me recuerdan mucho a los masones de obediencia francesa.

– Interesante. Ellos también son humanistas, aunque laicos, y creen que el hombre nace bueno.

– Sí, pero también tienen su parte hermética, y algunas coincidencias notables con los cátaros.

– ¿Cuáles?

– El origen francés. Dubois es descendiente directo de franceses, y los focos históricos más importantes del catarismo se dieron en el sur de Francia. -Se notaba que, como de costumbre, el pretoriano había investigado mucho más de lo que Davis le había pedido-. También coinciden en la aceptación de los plenos derechos de la mujer. Entre los cátaros, la mujer puede alcanzar el máximo nivel de sacerdocio, y entre los masones de obediencia francesa la mujer también puede llegar a ejercer de Gran Maestra.

»Ambos predican la tolerancia, la libertad, la fraternidad, y finalmente los cátaros sólo aceptan el Evangelio de san Juan, y las reuniones masónicas siempre están presididas por la Biblia abierta en el Evangelio de san Juan.

– Interesante. ¿Crees que están relacionados?

– Quizá.

– ¿Podrían los cátaros estar infiltrando sus secuaces en la Corporación tal como insinúa Beck?

– Es muy probable; Kepler mostró un gran interés cuando nuestro hombre comentó que trabajaba para nosotros, interrogándole sobre la naturaleza de su trabajo.

– ¿Ha identificado tu hombre a algún empleado nuestro? -El viejo, evidenciando su interés, se incorporó en su sillón.

– No por ahora, pero recuerde que la gran masa de sus creyentes permanece en el anonimato.

– ¿Crees que podrían estar implicados en el asesinato de Steve?

– Proclaman la no violencia; un asesinato parece contrario a su discurso. Pero no sabemos qué objetivos persigue la parte hermética de su estructura y si está relacionada o no con otras sociedades herméticas progresistas.

»Y si es cierto que sus amigos del gobierno lo consideran a usted incómodo, quizá no quieran usar los servicios secretos para "retirarle", sino a una organización religiosa que ellos controlen, quizá a los cátaros.

Davis miró los reflejos de su vaso, y a Gutierres a través de él.

– No; no lo creo. Si fuera así, Beck no nos hubiera puesto sobre su pista.

– Beck sugiere que hay varias sectas más, presentes y activas en la Corporación. Y por lo que voy investigando sobre él, parece que tiene en su agenda un programa distinto al del senador McAllen.

– Puede ser. No lo pierdas de vista. A pesar de lo que le dije a McAllen, me resisto a creer que desde el gobierno se apoyen acciones en mi contra. Soy amigo. Incómodo pero amigo. Y en cuanto a esos cátaros, no parecen el tipo de gente que pondría bombas. -Al rato murmuró pensativo-: ¿O sí? -Luego, arrastrando las palabras continuó con tono de repente brusco e imperativo-. Mantén a tu hombre vigilante; identifica a toda costa a nuestros empleados cátaros. ¡Quiero saber quiénes son!

Sus miradas se clavaron, intensas, en las pupilas del otro por un largo instante. Luego Gutierres apuró su vaso de un trago.

77

Como si de un espectador externo al drama se tratara, Jaime notó el golpe del retroceso del revólver en su brazo, mientras un gran estampido resonaba en el salón y la maldita sonrisa de Kevin desaparecía.

Pero justo una fracción de segundo antes sintió otro golpe en su mano; Ricardo había desviado el tiro, que impactó en el techo.

Sacudiéndose de encima a Ricardo, que intentaba quitarle el arma, encañonó de nuevo a Kevin. Éste permanecía inmóvil, su pene estaba ahora caído, y verlo así le proporcionó un gran placer.

Ricardo agarró con su mano izquierda la derecha de Jaime, desviando la dirección de la pistola y, guardando con rapidez su propia arma en la chaqueta, le propinó un fuerte puñetazo seco en la boca del estómago.

Jaime se dobló sobre sí mismo, oyendo el ruido de fuelle que emitía el aire saliendo de sus pulmones, y bendijo el dolor físico, que mitigaba la lacerante pena que le comía el alma. Al arrebatarle Ricardo el arma, él no opuso resistencia.

Lo que sintió entonces era imposible de describir; el hundimiento de un mundo, una catástrofe irreparable, un dolor como jamás antes vivió y que le conduciría a la locura. Y a matar a aquel hombre. Pero el odio por su rival se trocaba rápidamente en una pena que le rompía las entrañas.

– Vamos -Ricardo le empujó hacia la entrada secreta, que continuaba entreabierta. Obedeciéndole lanzó un último vistazo a la escena al salir. Nadie se había movido. Karen continuaba acurrucada en el sofá de espaldas, y Kevin de pie, con su insultante pene ya caído, empequeñecido y humillado.


Ricardo lo guió a través del pasadizo hacia el coche; él se dejaba llevar, tropezando, moviéndose como un autómata. Luego su amigo tomó las llaves del vehículo y condujo en silencio por Mulholland Drive hasta la San Diego Freeway.

– ¡Chin, mano! Lo siento, Jaime. -Al fin, luego de un largo silencio, Ricardo habló-. Pero ya sabes, eso pasa a menudo. Las mujeres son así. Y nosotros, peores.

Jaime no contestó. Tenía la vista perdida en las luces de los coches. Todas sus esperanzas, todas sus ilusiones, todo había girado alrededor de esa mujer y nunca podría superar el golpe. Él jamás había amado como amó a Karen. Como la amaba aún. ¡Dios! ¡Ella también debía de amarle a él! Porque su amor había durado siglos; ella era Corba. Su amada y amante en el siglo XIII y él era Pedro, el rey, el amor antiguo de Corba. Ella lo buscó y lo encontró al fin. ¿Cómo podía Karen destruirlo todo; el pasado, el presente y el futuro de un amor intemporal? Era ridículo, impensable.

A no ser que lo de sus vidas anteriores fuera mentira. Una gran patraña, una manipulación, un engaño. Cerró los ojos y se le escapó un suspiro.

– Vamos, hombre. -Ricardo interrumpió sus pensamientos-. Tranquilo; todo parecerá distinto mañana. Hoy es tragedia, mañana será comedia. Vamos a tomar unos tragos y hablamos.

– Es fácil para ti decir eso -dijo Jaime arrastrando las palabras-. Tú hubieras matado a aquel comemierdas.

Ricardo soltó una carcajada.

– No, estás equivocado. Ricardo Ramos jamás mataría a un hombre por una mujer. O mato al hombre porque se lo merece él, o a la mujer porque es ella quien se lo merece. Si ella es la que te traiciona, el otro no tiene la culpa.

»Tampoco merece la pena matarla a ella, ya se morirá por sí sola después de una vida aburrida y miserable lejos de mí. Si tiene tan mal gusto, no es una mujer que me merezca. Pegar tiros y matar gente son cosas muy serias. No soy de los que se echan la soga al cuello por un asunto amoroso.

Jaime sintió de nuevo que Ricardo era Hug de Mataplana, el guerrero, el trovador, el cínico. Su amigo desde hacía cientos de años. Y que su discurso tenía sentido, que le ayudaba a mitigar el dolor, que le salvaba de la desesperación más profunda.

Ricardo continuó con su parloteo, lanzándole preguntas para obligarle a contestar y romper el hilo de su pensamiento. Jaime no respondía la mayor parte de las veces y a su mente acudía una y otra vez la mirada de Karen y la arrogancia de Kevin. Para su sorpresa se dio cuenta de que le dolía mucho más perder a aquella mujer que la ofensa que le había causado. Pensar que nunca más la tendría en sus brazos le producía una angustia extrema.

Al cabo de un rato Jaime sintió que recuperaba algo de su lucidez y se dirigió a su amigo.

– Gracias, Ricardo -dijo casi en un susurro-. Perdí la razón. Ese individuo estaba jodiendo a mi chica y encima me provoco. Quise matarle; gracias por evitarlo, pero me alegro de haberle dado un buen susto y que se arrugara.

Era cerca de la medianoche cuando llegaron al club, y Ricardo insistía en invitarle a unos tragos y hablar; luego le llevaría a casa. Pero después de una larga discusión en la que Jaime le convenció de que no haría ninguna estupidez, Ricardo le dejó ir.

– De acuerdo, si así lo quieres -dijo enseñándole el revólver que le había quitado en Montsegur-. Pero esto no te lo devuelvo hasta que tú y yo hayamos hablado un buen rato. -Ricardo le despidió dándole un abrazo-. Te espero aquí antes de que termine la noche.

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