VIERNES

41

Por un lado la avenida está bordeada por edificios de los años veinte y treinta, en tonos pastel, que convertidos en hotelitos se ofrecen como restaurantes y lugares de copas y que, gracias a la personalidad del art déco, hicieron de la zona el emblema de Miami. La otra acera da a una ancha playa que limita la isla con el océano Atlántico.

Una multitud variopinta de turistas procedentes de todo el mundo, en mezcla dinámica con la fauna local, abarrotaba el paseo mientras un guitarrista callejero cantaba el ya clásico de Gloria Estefan De mi tierra bella. Aunque invierno, en aquella noche de viernes el clima era suave, invitaba a caminar, y la calle estaba atestada de coches circulando lentamente con sus luces puestas. La gente, a pie o en automóvil, era la protagonista de un variado espectáculo donde cada cual oficiaba a la vez de actor y de mirón.

Linda Americo y su equipo de auditores salían del restaurante cubano situado en el Ocean Drive de Miami Beach donde habían cenado. Se sentían relajados ya que por fin habían terminado su auditoría de la serie televisiva que los estudios Eagle rodaba en Miami y volvían, al día siguiente, a casa. Al viejo LA.

– Es un completo desperdicio meterse en el hotel con este ambiente. ¿Qué tal si vamos a tomar unas copas donde podamos mover un poco el cuerpo? -propuso Frank.

– Buena idea -aprobó de inmediato John-. Ya dormiremos mañana en el avión de regreso. Me han recomendado un par de lugares que están aquí mismo. ¿Os apuntáis, chicas?

– ¿Por qué no? -dijo Dana-. Hemos trabajado todas las horas que tiene el reloj y el informe está casi listo. Nos merecemos saborear un poquito de Miami Beach. ¿No crees, Linda?

Linda había anticipado que esto ocurriría la última noche en Miami y también su respuesta.

– Desde luego que nos lo merecemos, Dana, se ha hecho un gran trabajo. Pero lo siento, yo he de ir al hotel -contestó con una amplia sonrisa.

– Vamos, jefa, no seas aguafiestas -repuso Frank-. Todo está bajo control, relájate. Danos un descanso.

– Vente con nosotros -le dijo Dana cogiéndola del brazo cariñosamente-. O vamos todos o ninguno. No me dejes sola con este par de pesados.

Linda rió con una alegre carcajada.

– Dana -repuso-, estoy segura de que no sólo lo vas a pasar en grande con ellos, sino de que vas a evitar que este par de brutos se metan en líos por acosar a alguna chica latina. Anda, ve y diviértete.

Linda tenía buenas razones para no quedarse. A pesar de que era un par de años mayor que Frank y de ser su jefe, éste se mostraba más cariñoso de lo normal y quizá intentara una aproximación en el plano personal. No quería quedarse en una situación de «dos parejas». Frank era un chico atractivo y simpático con el cual, en otra situación, a Linda no le hubiera importado incluso salir pero, luego de su affaire con Douglas, su nombre estaba por razones obvias en boca de mucha gente, y no podía permitirse ni siquiera el menor comentario que fomentara en la Corporación su fama de promiscua.

– Además -añadió-, me encuentro un poco cansada y aún tengo que trabajar aquí mañana. Tengo cita con el productor de la serie para que dé su versión, para el informe de auditoría, sobre las irregularidades que aparecen en la contabilidad y el sistema de decisión de proveedores. Y ya sabéis la fama de hijoputa que tiene el individuo; no será una entrevista fácil. Os deseo un buen viaje de regreso.

– Vamos, jefa. -Ahora Frank le cogía también del otro brazo-. No seas estirada y ven un ratito con nosotros. Sólo una copa. Media horita.

A Linda no le apetecía nada ir al hotel y la forma en la que Frank le había cogido el brazo le produjo un agradable estremecimiento; pero respondió:

– No, Frank. Ya sabéis que no soy estirada. Pero hoy no puedo, de verdad. Id y divertíos. Yo cojo un taxi y me voy al hotel.

– ¡Por favor, Linda! -intervino ahora John-. No nos dejes solos. ¿Qué haremos sin jefa?

Linda soltó otra carcajada.

– Os vais a divertir como nunca, seguro. Ahora me voy. Pasadlo bien, os veo en Los Ángeles.

– Espera Linda -intervino de nuevo Frank-. Te acompaño. Que se queden éstos a tomar su copa.

Linda se dijo que bajo ningún concepto regresaría al hotel sola con Frank. No importaba en absoluto lo que pasara después; lo que importaba eran los sabrosos comentarios que la noticia generaría.

– No, Frank, de ninguna forma. Es tu última noche en Miami, diviértete. Te lo has ganado.

– No te dejaremos ir sola a estas horas de la noche -insistió Frank-. Me siento obligado a acompañarte. A mí no me importa tomar una copa solo en el hotel.

– ¡Voy a volver sola, Frank! -aclaró Linda con tono enérgico, para luego suavizarlo con una sonrisa-. Si os sentís mejor, me podéis acompañar hasta el taxi.

42

– ¿Puedo ayudarla en algo, señorita? -El recepcionista mostraba su mejor sonrisa de dentífrico.

– Despiérteme mañana a las siete, por favor. Habitación 511.

– Desde luego, señorita Americo -convino el hombre, una vez tecleado el ordenador y consultada la pantalla-. ¿Desea mañana el Wall Street Journal como de costumbre?

– Sí. Muchas gracias.

– Que tenga muy buenas noches, señorita Americo.

– Gracias, usted también.

El hall estaba concurrido en aquel momento; visitantes orientales, una pareja esperando el ascensor. Unos turistas de la tercera edad, ellos con pantalones claros de cuadros y ellas con una adaptación oxigenada de un peinado de los sesenta, salieron riendo del restaurante para dirigirse al bar. ¿Dakota del Norte o Dakota del Sur?, se preguntó Linda. Un hombre sentado en una de las butacas art déco color naranja pastel hablaba por un teléfono móvil v a través de los cristales biselados con cenefas del bar, que aparentaba lleno, un grupo parecía celebrar algo con grandes carcajadas.

Linda apresuró el paso al oír la campanilla del ascensor abriendo su puerta y se unió a la pareja que entraba; latinoamericanos identificó, y seguramente de luna de miel, dedujo por el aspecto acaramelado.

– Buenas noches -les deseó al detenerse el ascensor en la planta quinta, teniendo la seguridad de que realmente iban a disfrutar de una gran noche.

– Gracias -respondió la chica.

Linda empezó a andar sobre la moqueta de suave color verde pastel con ribetes naranja. ¿Dónde habría metido la tarjeta magnética que daba acceso a la habitación? Sí, la encontró allí, en el bolso. Un hombre joven, alto, rubio y vestido con traje y corbata venía por el pasillo en dirección contraria; se encontrarían a sólo unos pasos de la habitación de ella.

No le daba tiempo a entrar en la pieza y no quería tener la puerta abierta cuando el chico se cruzara con ella. Como no veía motivos para retroceder hacia el ascensor, continuaría por el pasillo para luego regresar a la habitación. Linda mantuvo la tarjeta en la mano, avanzando con paso decidido; al cruzarse con el hombre, apreció sus ojos azules y facciones regulares a pesar de una nariz algo aplastada. Le saludó con un breve «hola».

El hombre hizo un gesto de saludo con la cabeza mientras esbozaba una sonrisa torcida. Justo lo había rebasado cuando sintió un violento tirón; el individuo la cogía por atrás cubriéndole la boca con la mano. Y en el cuello, Linda sintió la mordedura fría de una hoja de acero.

– Pórtate bien y no te pasará nada -le dijo aquel individuo con una voz levemente ronca pero agradable. Acento de Nueva York. Fue el primer estúpido pensamiento que le vino a la cabeza-. Vamos a tu habitación -ordenó el hombre.

Linda intentó calmarse y pensar fríamente. El corazón le saltaba alocadamente en el pecho. No. La habitación no. Sería lo último que haría.

– Será mejor que obedezcas o te corto el cuello -le apremio con voz suave pero decidida-. Como grites, estás muerta. ¿Te portarás bien? -le dijo ahora como si ella fuera un niño pequeño.

Linda decidió aparentar que le obedecería y dijo sí con la cabeza.

– Así me gusta -aprobó el muchacho satisfecho-. Vamos, muévete.

Linda se dirigió a la habitación 515. Simularía que no funcionaba la tarjeta.

– Eso es un error, bonita. -La navaja le pinchó el cuello y ella echó hacia atrás para evitar la hoja; estaba segura de que le había hecho un corte. Al retroceder se encontró a sus espaldas, fuerte como un muro, el pecho del hombre-. Tu habitación es la 511.

¿Cómo sabe el número? ¿Qué querrá?, se preguntaba Linda, aún más asustada, mientras el hombre la conducía a su habitación.

– Ábrela-dijo.

En aquel momento Linda oyó la campanilla del ascensor. Pudo ver de reojo cómo alguien entraba por el pasillo. ¡Quizá fuera aquélla su única posibilidad! Fingió abrir la puerta colocando la tarjeta en la ranura y golpeó, con todas sus fuerzas, con el codo hacia atrás. Al dar en lo que calculaba era la boca del estómago del hombre, la navaja se separó de su cuello, y soltándose de una sacudida salió corriendo hacia la persona que llegaba.

– ¡Ayúdeme! -le gritó.

Ella había visto aquella cara antes. ¡Era el hombre del teléfono móvil del hall! Se quedó quieto, como sorprendido. Luego, al llegar ella a su altura y antes de que Linda pudiera reaccionar, el individuo le propinó un fuerte bofetón que la hizo caer al suelo. Linda intentaba entender la nueva situación cuando sintió que con una cinta adhesiva la amordazaban y en unos segundos le sujetaron las manos a la espalda. Era algo frío. ¿Unas esposas?

A pesar de medir más de metro setenta y estar proporcionada en peso, la levantaron como a una pluma. El chico abrió la habitación con la tarjeta, y sin conectar las luces la empujaron hacia dentro. Linda tropezó, cayendo al suelo boca abajo. Al mirar hacia las ventanas vio una hermosa luna cuarto creciente que, en camino a su plenitud, lanzaba sus misteriosos rayos dentro de la habitación oscura. Las ventanas. Quizá su última posibilidad de escapar. Pero desde un quinto piso eso equivalía al suicidio. Y Linda quería vivir.

Al no poder escapar, sus mejores posibilidades de supervivencia estaban ahora en no enojar a aquellos individuos. Claro, se dijo, el tipo del hall había avisado al otro que ella subía. ¿Habría oído allí el número de su habitación? O lo sabían previamente. La respuesta era clave para saber si continuaría viva por la mañana.

Oyó un ruido como de goma a su espalda y se preguntó qué sería. Uno de los tipos se acercó a las ventanas, y después de correr los cortinajes el otro abrió las luces. A Linda le dolía la cara y se sentía desprotegida y vulnerable. El más joven puso la televisión y empezó a hacer zapping hasta encontrar algo que le satisfizo; eran las noticias de la CNN. Dejó el televisor a un volumen alto pero no tan excesivo como para que llamara la atención.

Linda oyó que a sus espaldas el otro abría un armario.

– ¿Te cuelgo la chaqueta? -preguntó.

– Sí, gracias.

Con toda tranquilidad y como si estuvieran en su propia habitación colgaron sus chaquetas. Luego tirándole de los cabellos la hicieron incorporar.

– Te has portado mal. Me has engañado dos veces. Y estoy a punto de enfadarme mucho. -Era el joven, que de pie frente a ella y a una distancia de veinte centímetros escasos de su cara le hablaba con su voz ronca y tono amenazante-. Quiero oír tu voz y quiero que me pidas perdón. Te voy a quitar la mordaza. Si chillas lo vas a pasar muy mal y luego te cortaré el cuello. ¿Me entiendes?

Linda afirmó con la cabeza.

– ¿Vas a chillar?

Hizo gesto de negación.

– ¿Me lo prometes?

Linda afirmó; no creía que aquel tipo bromeara. Sintió un fuerte tirón en los labios y las mejillas cuando el hombre le arrancó la cinta que le cubría la boca. Entonces se dio cuenta de que aquellos individuos se habían puesto unos guantes de goma como los de los cirujanos. No quieren dejar huellas, pensó. No parecía que hicieran aquello por primera vez.

– Bien, bonita, pídeme perdón. Dime: «Perdóname, Danny, no lo haré más.»

– ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué me hacéis esto?

– Primero pídele perdón -le dijo el otro cogiéndola de una mejilla en un pellizco-. Di: «Perdóname, Danny, no lo haré más.» Y díselo con tono cariñoso.

– Perdóname, Danny, no lo haré más.

– Buena chica. Paul, ¿qué quieres tú de esta monada? Díselo, no seas tímido. Cuéntale ahora lo que queremos.

Linda miró al otro hombre. Se había sentado en un sofá y los contemplaba con una sonrisa de satisfacción. De tez clara, aparentaba tener más de treinta años y era más grueso que el joven.

– Danny y yo somos ejecutivos como tú, tenemos que viajar y estar fuera de casa. Y nos hemos dicho: ¿Dejaremos que una preciosidad como ésa se aburra? ¡Tenerse que meter en la cama a las ¡hez de la noche! ¡Y solita! -El tipo disfrutaba-. Hemos pensado que te apetecería divertirte con nosotros un rato.

– Buena idea -convino Linda tratando de controlar algo de la situación-. Divirtámonos. Pero tener las manos atadas no me divierte nada. ¿Por qué no me soltáis y vamos a tomar unas copas por ahí? Invito yo. Nos divertiremos sin que vosotros os metáis en líos de los que luego os tengáis que arrepentir. ¿Qué os parece?

– ¡Qué buena idea! -dijo el grueso con tono burlón-. A mí me apetece. ¿Qué opinas, Danny?

– Sí, es una buena idea, pero hoy he llegado cansado de la oficina y me apetece quedarme en casa con mi mujercita. Y… hacerle el amor como se merece -añadió con una amplia sonrisa dirigiéndose a Linda-. ¿Qué te parece mi programa, cariño? ¿Te apetece hacer el amor conmigo esta noche?

– No en estas circunstancias. -Sospechaba que estaban jugando con ella, pero tenía que intentar reconducir la situación-. Desatadme, salgamos a tomar unas copas y seguro que luego también me apetece a mí.

– Lo siento, cariño -le respondió Danny poniéndole las manos en los pechos-. Mañana tengo que madrugar y será mejor que lo hagamos ahora.

Linda retrocedió un paso, pero él continuó acariciándole los pechos por encima del sujetador. Ella dio otro paso hacia atrás y le advirtió:

– Mira, Danny, lo que pretendes hacer es una violación, y te puedes pudrir en la cárcel por eso. Vamos a tomar una copa fuera, Eres un chico guapo y no necesitas meterte en líos para hacerle el amor a una chica. Luego lo hacemos con mi consentimiento, ¿de acuerdo?

– Mira, bonita -respondió ahora Danny con dureza-, ¿te crees que soy tonto? Claro que vamos a hacerlo con tu consentimiento. Y me demostrarás que eres una amante excelente, porque si no te corto el cuello. ¿Has entendido bien? Ahora te desnudaré, y tu colaborarás en todo si quieres salir viva de aquí. ¿Está claro?

– Sin darle tiempo a responder, el otro se levantó y le puso de nuevo la mordaza.

– No me fío de esta puta -dijo-. Es muy probable que muerda. Será menos divertido pero más seguro.

Danny empezó a desabrochar la blusa blanca que Linda llevaba bajo la chaqueta.

– Ahora me vas a demostrar lo bien que te portas, nenita -Luego, acariciándole la piel pasó las dos manos hacia atrás y le desabrochó el sujetador.

El contacto de la goma de los guantes era desagradable. Linda intentaba pensar. No podía hacer nada, salvo tratar de salvar la vida. El chico empezó a acariciarle los pechos y a morderle los pezones.

– No solamente eres guapa, sino que tienes unas tetas estupendas. ¡Qué ganas tengo de verte lo otro!

El hombre se sentó de nuevo en el sillón, acomodándose como quien va a ver un partido de béisbol. Danny tiró hacia atrás la chaqueta y la blusa sobre las manos que Linda tenía esposadas en la espalda, dejándola desnuda de cintura hacia arriba. Luego la empujó hacia atrás, y tropezando con el borde de la cama ella cayó de espaldas. Él encontró la cremallera lateral y bajándola le quitó la falda y las medias panty. Allí se detuvo y empezó a tocarle el cuerpo mordisqueándole de nuevo los senos. Después por encima de las braguitas le fue palpando el sexo. Linda le dejaba hacer sin oponer resistencia. Su objetivo era sobrevivir. La agarró de los brazos para incorporarla y le hizo dar dos o tres vueltas lentamente mientras la contemplaba a su gusto.

– Esto está pero que muy bien -murmuró satisfecho.

Luego la empujó otra vez a la cama.

Aquel sujeto se quitó la corbata y la camisa dejando al descubierto un ancho pecho de deportista, sin pelo. Linda lo pudo ver ahora con más detenimiento. Era guapo. No pudo evitar el pensamiento de que en otras circunstancias quizá le habría gustado hacer el amor con el muchacho. Él continuaba desnudándose. Los pantalones, los calzoncillos, y descubrió su sexo erguido. Se acercó a ella y quitándole los panties le abrió las piernas con las manos. Ella no opuso resistencia.

La penetró con los dedos diciéndole:

– Vamos, cariñito, debes mojarte un poquito más.

Se separó de ella, dejándola allí, abierta, y se puso un preservativo. Linda se sintió aliviada, preguntándose por qué aquella consideración; pero su temor volvió al pensar que lo que aquel tipo pretendía era evitar rastros genéticos en ella que pudieran servir de prueba. El hombre le apartó el vello y los labios con la mano y la penetró. Linda volvió la cara para evitar tenerla junto a la de él. Desde aquel lado veía al otro tipo, que puesto de pie y fumando un cigarrillo contemplaba interesado la acción. Cerró los ojos para no verlo. A pesar del lubricante del preservativo, el roce era doloroso. La tenía cogida por las nalgas y la sacudía con fuerza, pero por suerte parecía que Danny terminaría pronto. Y así fue; al cabo de pocos minutos aquel individuo terminó.

Linda se quedó inmóvil en aquella postura, con los ojos cerrados. Se sentía más humillada que herida físicamente, pero sobre todo sentía crecer en ella una extraña combinación de odio y miedo.

– Lo has hecho bien, putilla -oyó decir a Danny-. Ahora se lo tienes que hacer igual de bien a mi amigo. Y te aviso que él es más exigente.

Abrió los ojos y vio al otro, que venía hacia ella. Se había quitado la parte inferior de sus vestidos y puesto un preservativo. Conservaba la camisa y la corbata. Sin ningún preámbulo la penetró. Pesaba mucho más que el joven. Estuvo penetrándola unos minutos mientras ella sentía que su asco crecía. Olía a tabaco y alcohol. Luego sin llegar al orgasmo el tipo salió.

– Gírate -le dijo.

Como Linda no se movió, le soltó un bofetón. Pronto Linda se encontró boca abajo, con el hombre penetrándola de nuevo y jugando con sus pechos con las manos.

Pareció cansarse y trató de penetrarla por el ano. El intento fue muy doloroso, y ella quiso sacudirse al hombre de encima. Se encontró con la navaja en el cuello y la voz de Danny, que le decía:

– Quedamos en que serías buena con mi amigo, ¿no? Venga, no lo estropees ahora que se acaba. No querrás que nos enfademos, ¿verdad?

Linda se quedó quieta. Sobrevivir. Debía sobrevivir. El hombre estaba hurgando en su ano con los dedos y lo intentó de nuevo. ¡Qué dolor! El dolor espiritual era quizá mayor que el físico. ¡Qué humillación! Si podía salir de aquello con vida, esos individuos lo pagarían muy caro.

– Con cuidado, no rompas el condón -le decía Danny al otro.

El tipo lo intentaba una y otra vez, y Linda sintió algo en su cuerpo rompiéndose cuando al fin el individuo lo consiguió. El hombre empezó a moverse hacia dentro y hacia fuera. El dolor era terrible. Linda gritaba con todas sus fuerzas pero la mordaza le impedía proferir un sonido. Se estaba clavando las uñas en la palma de las manos. El tipo paró un momento y le introdujo los dedos en la vagina. Apretando con los dedos por un lado y el pene por el otro hacia su interior, repetía el movimiento. Al cabo de un dolor interminable el tipo eyaculó. Linda quedó desmadejada encima de la cama. El dolor continuaba, pero tan suave en comparación a antes que no parecía dolor. El joven la giró, dejándola boca arriba.

– Buena chica. Te has portado bien, cariñito. ¿Sabes lo que me gusta después de hacer el amor? -No esperó respuesta, ya que Linda continuaba amordazada-. Pues fumar un cigarrito y charlar un poco. Ya ves; no soy uno de esos egoístas que luego de quedarse satisfechos se duermen sin hablar un ratito con su chica. ¿Quieres un cigarrito? -preguntó arrancándole de un tirón la mordaza de la boca. Linda negó con la cabeza-. Yo sí. -Y sacando un cigarrillo de la cajetilla se lo puso en la boca y lo encendió.

– Vamos, Danny, me he portado muy bien -dijo Linda suplicante-. Y me habéis hecho mucho daño. Dejadme ya. En la caja fuerte tengo unos cuatrocientos dólares en efectivo y algunas joyas. Llevaos también las tarjetas de crédito. Dejadme aquí atada y luego, al encontraros lejos y a salvo, llamáis al hotel para que me liberen. -Danny la miraba sonriente-. Encima de diversión, dinero. ¿Qué más queréis?

– Buena idea. Dame la combinación de la caja fuerte.

Ella lo hizo, y el otro tipo, que ya se había vestido, abrió la caja y empezó a vaciar su contenido.

– Esto ha estado bien, cariño, pero no hemos hablado aún suficiente. Hablemos. ¿Cuál es el código de acceso de tu ordenador portátil?

Linda se sobresaltó. Aquellos tipos querían más que robarle o sexo. Vio cómo el grueso se dirigía al ordenador, colocado encima de una mesita, y lo conectaba.

– Pero ¿qué queréis? -preguntó muy asustada.

– Contesta, bonita, ¿cuál es el código de acceso a tu PC? ¿Cual el del e-mail?

Quieren datos de la Corporación, se dijo Linda. Danny se libro del preservativo, que colocó en una bolsa junto al papel con el que se había limpiado. Vistió sus calzoncillos y abriendo las piernas de Linda, que colgaban fuera de la cama, se colocó en medio, amenazador. Chupando el cigarrillo y mostrándoselo le dijo:

– Contesta.

Linda le dio los códigos, y el otro empezó a manipular el PC.

– Bueno. Por el momento lo estás haciendo bien. Ahora dime, ¿a quién informas en la secta de los cátaros?

– ¿De qué me hablas? -Linda estaba aterrorizada pero intentaba disimularlo-. ¿Quiénes son los cátaros?

Danny le puso de nuevo la cinta adhesiva en la boca y chupando el cigarrillo a fondo apretó suavemente, para evitar que se apagara, la punta encendida sobre el pezón derecho de la chica. Linda sintió cómo su espina dorsal se arqueaba mientras un tremendo dolor se expandía por todo el pecho y luego el cuerpo. Gritó como jamás lo había hecho, pero ningún sonido pudo salir de su boca. Cuando el dolor le permitió pensar, tuvo la absoluta seguridad de que iba a morir aquella noche. Ojalá fuera pronto. La ventana estaba demasiado lejos para sus fuerzas.

Empezó a rezar.

– Padre nuestro, que estás en los cielos…

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