LUNES

89

La secretaria no había llegado todavía, y Jaime entró en el despacho sin llamar. Andersen se encontraba de pie contemplando las brumas del exterior a través de su ventana.

– ¿Preparado? -preguntó sin más preámbulos al ver a Jaime. Parecía con prisa.

– Sí.

– Pues vamos a ello, y suerte.

Esperaron en los ascensores un tiempo interminable observados por el guarda de seguridad. White acostumbraba llegar pronto en la mañana y tenía su despacho muy cerca; encontrarse con él sería muy violento. Jaime no pensaba darle explicación alguna, y su jefe se pondría en alerta.

El ascensor llegó vacío, Andersen aplicó su tarjeta contra el sensor y al aparecer la señal verde pulsó el botón de la planta trigésimo segunda.

En pocos segundos llegaron y Jaime supo que ya no podía volver atrás. No le importó. No tenía ninguna intención de retroceder. La suerte estaba echada.


Gutierres, con un traje impecable y expresión seria, les esperaba en el área de recepción.

– Buenos días, señor Andersen. -Saludó dándole la mano-. Buenos días, señor Berenguer -le dijo a Jaime repitiendo la misma operación-. ¿Me permite su maletín, por favor?

Fue entonces cuando Jaime advirtió la fuerza con la que había aferrado todo el tiempo aquel portafolios. Allí estaba la información depurada, las pruebas por las que Linda había pagado con su vida y por las que asesinaron al creyente cátaro. Sin duda los Guardianes estarían dispuestos a cometer muchos más crímenes con tal que el maletín no llegara a su destino.

– Pasen, por favor -dijo Gutierres indicándoles con un gesto la dirección de una puerta-detector de metales tipo aeropuerto.

Cumplidos los trámites de seguridad, Gutierres les condujo al salón de conferencias situado en el ala norte del edificio. Una lujosa mesa de caoba y sillas a juego eran los únicos muebles de la estancia, que parecería austera a no ser por los cuadros que decoraban las paredes. Picasso, Matisse, Van Gogh, Miró, Gauguin y algún otro que no pudo identificar.

A Jaime le costaba contener su impaciencia y, luego de unos minutos de espera silenciosa, decidió levantarse para mirar por las ventanas. Pero en aquel lunes lluvioso y oscuro, incluso desde los dominios de Davis tan sólo se podía ver un mundo pequeño y gris.


– Buenos días, señores -dijo Davis con voz firme y, sin dar la mano a sus visitantes, se sentó frente a ellos.

Todos saludaron cortésmente. Gutierres se sentó a su lado y abrió una agenda. Davis no traía papel alguno.

– Andrew, será mejor que merezca la pena. Sabes que no me gusta perder tiempo. -Los ojos del viejo se veían apagados, sin brillo; tenía aspecto cansado.

– Sabes que respeto tu tiempo, pero este asunto requiere tu atención personal. ¿Conoces al señor Berenguer?

– Sí; está a las órdenes de White, ¿cierto?

– Así es.

– Andrew, esto no me gusta. Si vamos a hablar de auditoría, White debe estar aquí para escuchar, dar su versión y, si es necesario, defenderse. No quiero intrigas ni juegos políticos. Lo sabes de sobra. ¡Gus, avisa a White! -Ahora el viejo hablaba con energía y autoridad.

Jaime olvidó rápidamente el tamaño físico del hombre y su aspecto anciano. Era Davis la leyenda; el hombre de hierro que dirigía el conglomerado de empresas de comunicación más poderoso del mundo.

– Espera un momento, David, -lo detuvo Andersen con calma-. Escucha primero de qué se trata. Si pedí una cita urgente es porque el asunto es vital y debes oírlo sin White. Escucha ahora. Luego podrás confrontar a Berenguer y a White para que te aclaren lo que no entiendas.

– De acuerdo -dijo Davis luego de una pausa en la que pareció sopesar lo dicho por Andersen-. Adelante, Berenguer.

– Señor Davis. -Jaime empezó a hablar con voz pausada y firmeza-. Existe un grupo muy poderoso trabajando en secreto para controlar esta Corporación.

– Espero que tenga más novedades, Berenguer -cortó Davis esbozando una sonrisa sarcástica-. Conozco a varios grupos poderosos que intentan controlarnos desde hace mucho tiempo. Y mi juego favorito es evitar que lo consigan.

– Este grupo está muy introducido en la Corporación y algunos de sus afiliados ocupan puestos de mucha responsabilidad en la casa.

– Tampoco es nuevo. -Davis continuaba cortante-. ¿Va a contarme algo que no sepa?

– Se trata de una secta religiosa. -Jaime sentía el apremio de Davis, pero estaba preparado para disimularlo-. Pretende utilizar la Corporación para extender su doctrina fundamentalista e intolerante. -Hizo una pausa, comprobando que Davis y Gutierres escuchaban ahora con atención-. El asesinato del señor Kurth y la persona que usted designe como su sucesor en los estudios Eagle son claves en su estrategia, y el candidato de la secta es, creo, el que tiene mejores posibilidades para el puesto. Si esa gente logra controlar las presidencias claves, con sólo librarse de usted controlarían la Corporación.

– ¿Está diciendo que Cochrane, el vicepresidente de los estudios Eagle, pertenece a esa secta? -Ahora a Davis le brillaban los ojos y todo rastro de cansancio había desaparecido de su faz.

Jaime vaciló ante la pregunta, que implicaba una acusación directa. Miró a Andersen, y éste no dijo nada pero hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Creemos que es una posibilidad.

– ¿Cree, dice? -Davis elevó la voz-. ¿Viene a decirme que sospecha la implicación de uno de los máximos ejecutivos de esta Corporación en el asesinato de Steven Kurth, y que sólo lo cree? Tendrá usted pruebas, espero.

– No acuso a nadie; todavía. Al menos no de asesinato. Permítame exponer lo que conozco, luego veremos lo que puedo probar.

El viejo no respondió, pero lo miraba con sus ojos oscuros emitiendo destellos de acero. Jaime se sentía como si hubiera salvado un primer escollo. A su lado, Gutierres lo contemplaba inexpresivo; no hacía nada para intimidar, pero su aspecto recordaba al de un guerrero arcaico listo para, a un gesto de su jefe, saltar por encima de la mesa, arrancarle el corazón y ofrecérselo, cual antiguo Dios, a Davis.

Ante el silencio, Jaime continuó.

– El objetivo de la secta, como he dicho, es el control de la Corporación, y…

– ¿A qué secta se refiere? ¿A los cátaros? -quiso saber el viejo.

Jaime sintió la pregunta golpeándole como un bofetón. ¿Qué sabía Davis de los cátaros?

– No. Estoy hablando de los Guardianes del Templo. Son una rama fundamentalista de una religión bien implantada en este país. Durante años han sustraído grandes cantidades de dinero de la Corporación, cargando sobrecostos a la producción de un buen número de películas y series televisivas. Dinero que luego invierten en la compra de acciones de la sociedad.

– ¿Nos han robado? -Ahora la expresión de Davis era de una escandalizada incredulidad-. ¿Cómo han podido escapar a nuestros sistemas de control?

– Mediante un acuerdo previo entre ejecutivos de auditoría y ejecutivos encargados de contratar compras. La secta y sus afiliados poseen un entramado de varias compañías que proveen de materiales y servicios para la producción de películas. -Y Jaime le contó los detalles.


– El asunto es grave, y usted auditor -afirmó Davis con dureza al final de la explicación-. Sabe que debe probar lo dicho. ¡Quiero las pruebas ahora!

Jaime colocó, con calma, su maletín encima de la mesa y, disfrutando del momento, empezó a extender los dossiers.

– Ésta es la lista de películas y telefilmes en los que hemos detectado fraude -dijo entregando el documento a Davis a través de la mesa. Esperó unos momentos mientras el viejo, con semblante inexpresivo, recorría la lista. Sin decir palabra, Davis pasó el documento a Gutierres-. Ésta es la lista de compañías que, según hemos comprobado, participan en contratos fraudulentos. Son más de cincuenta, pero sus propietarios, indicados al lado del nombre de la compañía, son siempre los mismos. Quince individuos, testaferros de la secta.

Y así continuó describiendo el funcionamiento de la conjura. Al fin, dejando los papeles en la mesa, Davis se quedó mirando a Jaime; aquellos ojos de viejo cansado al inicio de la entrevista despedían ahora fuego.

– ¿Tiene usted alguna sospecha o indicio de que Bob Cooper, el presidente financiero, esté en el complot? -inquirió.

– No; no la tengo.

– Bien. Entonces él se encargará de verificar estos datos, que, en efecto, sugieren la existencia de un gran fraude. El asunto es muy grave, y usted insinúa que el asesinato de Kurth forma parte de ese complot e implica a altos ejecutivos. Quiero conocer su teoría. Quiero saber cómo ha obtenido usted tanto la información como los documentos de estos asuntos que no pertenecen a su área de responsabilidad.

– Usted recordará a Linda Americo.

– Sí, la recuerdo. Es la chica que fue asesinada en Miami por una banda de sádicos.

– Eran mucho más que una banda de sádicos. Linda fue amante de Daniel Douglas, mi ex compañero encargado de auditoría de producción. Era también su subordinada. Él la introdujo en la secta de los Guardianes. -Jaime explicó con detalle, pero sin identificar a Karen, cómo Linda obtenía la información y cómo la transmitía a su amiga.


– ¿Cuál es su interés en esto, Berenguer? -inquirió Davis al final del relato-. La secta, de existir, podría tomar represalias contra usted y su amiga. ¿Por qué se arriesga? ¿Cuál es su ganancia? ¿Es usted un justiciero solitario que pretende vengar a Linda? ¿O quiere librarse de White y quedarse con su puesto de presidente?

Jaime detectaba malicia en la última pregunta del viejo.

– Señor Davis, soy auditor y he descubierto un fraude contra la empresa para la que he trabajado durante muchos años. Mi obligación es investigarlo y denunciarlo. ¿Qué tiene de extraño?

– Sí, cierto. Cierto. Es su obligación -contestó Davis con una mueca que quería ser el inicio de una sonrisa-. Pero no es su trabajo habitual, y asume usted riesgos personales.

– Bien. Admito que me encantaría que se hiciera justicia con los asesinos de Linda. -Hizo una pausa y habló con lentitud- Y que no rechazaría un ascenso.

– No corra tanto -le cortó Davis con una sonrisa más lograda que la anterior. Era obvio que la respuesta le gustaba; era el lenguaje que el viejo entendía y al que estaba acostumbrado-. Ahora, basta de ese asunto. Quiero verle a las tres de la tarde. A ti también, Andrew.

Davis se levantó y, seguido por Gutierres, salió de la habitación sin despedirse.

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– ¿Qué tal, forastero? -ironizó Laura al verlo-. Creíamos que te había secuestrado una inglesita.

– Estoy bien. ¿Y tú? -respondió Jaime entrando en su despacho.

Laura le siguió dentro.

– Tienes una larga lista de llamadas pendientes y no has leído los mensajes de tu correo electrónico.

– Sí. Lo sé. He estado muy ocupado.

– Pues tu jefe no ha dejado de preguntar por ti. Quiere que lo llames de inmediato.

– Ya dije que un familiar tuvo un accidente. -A Jaime no le importaba ya demostrar el menosprecio que sentía por White-. ¿No le basta?

– Por lo visto no. Ha telefoneado un montón de veces preguntando dónde estabas. Mejor le llamas.

– No te preocupes, Laura. Le veré muy pronto. -Jaime estaba seguro de que Davis los confrontaría en la reunión de la tarde.

Laura leyó la lista de las llamadas recibidas durante su ausencia, resumió la correspondencia pendiente y otros asuntos menos urgentes. Pero para Jaime nada había más urgente o importante que lo que ocurriría en la tarde.

– Te veo ausente, jefe. ¿Seguro que todo va bien? ¿Te puedo ayudar en algo?

– No, gracias, Laura. De momento todo bien.

– ¿No será de verdad un asunto amoroso? ¿La inglesita? -Laura lo miraba con picardía, levantando su labio superior.

– Bueno. Quizá haya algo de eso y de otras cosas. Pero no me interrogues ahora. Ya te contaré. Debo irme.

– ¿Irte, Jaime? White se pondrá furioso si sabe que te has ido sin hablar con él.

– Pues no le digas que he venido.

– ¿Y si me pregunta? ¡No querrás que mienta!

– Pues sí, miéntele. ¡Hasta luego!


Jaime salió de inmediato del edificio; condujo hasta Ricardo's para comer una pizza de reparto con Karen y Ricardo y relatarles lo ocurrido. Luego regresó directamente al salón donde había estado por la mañana y tuvo que soportar media hora de retraso, una espera interminable, antes del inicio de la reunión.

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– La muestra de información que hemos comprobado es correcta. -Davis hablaba serio, calmado-. Es un caso muy grave de fraude. Usted dijo que hay mucho más. Que se trata de un complot orquestado por una secta y que los asesinatos de Steven y de Linda forman parte de la trama en la que están involucrados altos directivos de la Corporación. ¿Se reafirma en lo dicho?

– Sí, aunque no tengo pruebas directas contra dichos directivos en lo que se refiere a los asesinatos.

– Sin embargo nos dará todos los nombres, ¿verdad? -intervino Gutierres.

– No. No daré nombres de los que no tenga pruebas fehacientes; no quiero demandas por calumnias.

– ¿Qué me dice de su jefe, Charles White? -continuó Gutierres.

– Su implicación en el fraude es evidente, y las pruebas están sobre la mesa.

– Bien. No perdamos más tiempo. Que pase White -dijo Davis.

Gutierres salió y entró al poco con White, y le indicó que se sentara a uno de los extremos de la mesa.

White, pálido, miraba en silencio a los presentes con sus ojos azules desvaídos, inexpresivos y que ahora parecían muertos, opacos. Cuando vio a Jaime, no dijo nada.

– Charles -empezó Davis-, Berenguer ha presentado documentos que prueban un fraude en los estudios Eagle por el que me han robado millones de dólares. Daniel Douglas, tu director de auditoría, al que despedimos por acoso sexual, está implicado, y Linda Americo, la chica que lo denunció, fue asesinada en Miami cuando recopilaba las pruebas. Todo apunta a tu implicación en el robo, ya sea de forma directa o encubriéndolo. Quiero escuchar tu versión.

– En mi vida he participado en fraude alguno -repuso White aparentemente tranquilo-. Te están engañando. Linda, junto con Berenguer, pertenecía a una secta llamada los cátaros. Otros empleados como Karen Jansen y su jefe, aquí presente, Andersen, también son cátaros. Quieren tomar el control de esta compañía. Pretenden hundirme con calumnias y que Berenguer sea ascendido para así ganar mayor control sobre la Corporación. Este hombre -señaló a Jaime con su dedo índice- desapareció hace unos días, supongo que para preparar esta falsedad. Si aquí hay una víctima de un complot, soy yo. Pregúntale a Berenguer, y que niegue, si se atreve, que pertenece a la secta cátara.

– Es una defensa absurda -afirmó Jaime, sintiendo cómo ahora todas las miradas recaían en él-. Las irregularidades ocurrieron en producción, donde yo no tengo responsabilidad ni acceso. Si yo hubiera participado en el complot, éste afectaría a las áreas de distribución.

– Estabas de acuerdo con Linda -repuso, rápido, White elevando la voz-. Ella sí tenía acceso a producción y te tenía a ti de maestro. Vosotros organizasteis el fraude y ahora me acusáis a mi. Ése es el complot. ¡Responde! ¿Era Linda cátara? ¿Lo eres tú? Responde: sí o no.

– ¡Qué tontería! -repuso Jaime logrando mantener la calma a pesar del ataque-. Linda fue asesinada por investigar el fraude, y las pruebas que obtuvo son concluyentes: te implican a ti y a los de tu secta de los Guardianes del Templo. No te pongas en ridículo defendiéndote como gato panza arriba. Esto ha terminado.

– No quiere contestar -dijo White mirando a Davis-. Pertenece a una secta que busca controlar la Corporación -luego miro a Jaime-. ¡Responde de una vez! Di, si te atreves, que no eres de la secta de esos cátaros que fueron quemados por herejes en la Edad Media. ¡Reconócelo!

– No estamos en la Europa de la Edad Media, sino en Estados Unidos de América y en el siglo XX. No tengo por qué responder a esa pregunta ni lo haré.

– ¿Lo ves, David? Tiene mucho que ocultar. -Y volviéndose acusador hacia Jaime añadió-: Lo preparaste todo durante esos días que no viniste a la oficina, ¿verdad?

Jaime lanzó una mirada a Davis, que observaba el enfrentamiento con ojos chispeantes. No contaba ni con un contraataque tan enérgico ni con el aplomo mostrado por White, pero cuando se disponía a replicar Davis cortó con voz potente:

– Basta ya de mierda, Charles. Llegas tarde; Andersen me lo ha contado todo y Berenguer ha traído las pruebas: tú y los tuyos sois culpables de robo, encubrimiento y seguramente de asesinato. No me importa la religión de los que trabajan conmigo; cátaros, judíos, budistas o católicos, mientras no se asocien para cometer delitos, tienen derecho a juntarse entre ellos cuando quieran.

Jaime miró aliviado a Andersen; le había dado la impresión de que se estaba escondiendo, dejándole a él solo para que diera la cara y corriera los riesgos. Ahora comprendía que, después de la reunión de la mañana, había hablado a solas con Davis y le había contado lo suficiente sobre los cátaros para prevenir el tipo de ataque que White intentaba a la desesperada.

– Pero, David… -masculló White, notando ahora que todas las miradas que convergían en él se habían tornado hostiles.

– Pero nada, cabrón de mierda -interrumpió Davis, que aguardaba a que White hablara para cortarle, con el gesto sádico del gato que juega con su presa indefensa, esperando un movimiento para asestarle el siguiente zarpazo-. Me has traicionado, hijo de puta. Me has robado. Y habéis matado a mi mejor amigo. -Davis guardó silencio.

– Te han engañado. -Los ojos de White estaban desorbitados-. Quieren hundirme. Tienes que darme la oportunidad de defenderme…

– ¡Defenderte! -gritó Davis-. ¡Aquí tienes las pruebas! ¡Defiéndete si puedes! -Y arrojó en la mesa los dossiers mientras nombraba los casos de fraude más importantes y las compañías implicadas.

– Si ha habido un fraude, yo no tengo nada que ver. -El hombre hablaba ya sin convicción.

– Es imposible que esto haya ocurrido sin que tú lo supieras ¡Completamente imposible! -Ahora el viejo bajó la voz a un susurro-. Tú me tomas por tonto, y yo estoy mirando a un muerto. Ya huelo tu cadáver.

Jaime pudo ver cómo, antes de responder, su jefe lanzaba una mirada temerosa a Gutierres, que lo contemplaba con rostro impasible.

– Por favor, David. Te equivocas. -Con los ojos húmedos tembloroso, White había perdido su seguridad de repente, parecía presa del pánico, a punto de derrumbarse. Su mirada, baja, no resistía la de Davis y su vista se perdía en algún punto de la mesa.

Jaime, que siempre lo había visto frío y seguro de sí mismo, estaba desconcertado, sorprendido. Había oído historias de lo duro que podía ser Davis, pero jamás antes, tuvo ocasión de presenciarlo: el viejo mostraba sus dientes y los ojos le brillaban con alegría siniestra. De pronto a Jaime se le antojó un monstruo antiguo y amenazante salido de un pasado de hacía ocho siglos.

– No me equivoco, cabrón, no me equivoco. Pero seré generoso: te ofrezco un trato para que salves tu piel.

White levantó sus ojos diluidos y miró a Davis con esperanza.

– Si me cuentas todos los detalles de la conspiración y me das los nombres de mis empleados infieles, indicando su nivel de responsabilidad, irás a la cárcel, pero al menos salvarás el pellejo.

– No puedo -dijo White, con voz tenue, al cabo de unos instantes.

Jaime sabía que no podría denunciar a la secta. Davis no perdonaba, pero los Guardianes tampoco.

– Sí puedes. -El instinto negociador de Davis afloraba-. Si la información es correcta y de calidad, quizá te consiga un pasaje para el extranjero; te librarías de la policía y de tus propios amigos.

White no respondió. Su cabeza estaba baja y hacía leves movimientos negativos con ella.

– Bien. Tienes veinticuatro horas para pensarlo -le dijo el viejo al cabo de un rato-. Quiero verte aquí mañana a las cuatro y media. Ve a tu casa y no salgas de ella hasta que vayamos por ti. Deja tus llaves, tarjetas y códigos. No pases por tu despacho ni cojas el coche de la compañía. Obviamente estás despedido. Gus. -Gutierres se incorporó-. Llévatelo fuera y que dos de tus hombres lo conduzcan a su casa. -Davis se dirigió de nuevo a White, que se levantaba-. Te quiero mañana aquí con toda la información. Ahora sal de mi vista.

– David -le dijo Andersen cuando hubieron salido-, creo que lo más prudente es entregarlo ahora mismo a la policía. Nos evitaríamos complicaciones.

– Sí, pero nunca jamás tendríamos la lista de todos los implicados en el asunto. Quiero saber quiénes son. No, Andrew; lo haremos a mi manera.

– Corremos el riesgo de que se fugue, que invente algo nuevo, que se comunique con los suyos -intervino Jaime, al que no le hacía ninguna gracia que White anduviera suelto por ahí.

– No se preocupe, Berenguer. -Davis sonrió enseñando unos dientes amenazadores-. No podrá escapar. No se atreverá siquiera a salir de su casa.

– Bueno -contestó Jaime imaginando lo que eso podría implicar.

– Ahora hablemos de usted -continuó Davis-. Tengo aquí la hoja de la última evaluación que White le hizo. Es francamente buena. He decidido que efectivo de inmediato ocupe usted su puesto. De momento no habrá ningún anuncio oficial y su prioridad será obtener toda la información posible sobre el complot. Póngase en marcha ahora mismo. Cooper y los de finanzas le ayudarán en todo lo que necesite.

»Usted y Andersen se coordinarán con el inspector Ramsey; cuéntenle lo que sepan que pueda ayudar en la investigación del asesinato de Steven. Estoy seguro de que Beck, el agente especial del FBI, acudirá a verlo tan pronto como se entere del asunto. Trátelo con cortesía, pero no le dé muchos detalles. Washington sabe de inmediato lo que éste sabe y no quiero a Washington sabiendo demasiado. -Davis se levantó, dirigiéndose a la puerta sin esperar respuesta de Jaime a su nombramiento.

Jaime pensó rápido. Aquel final era mucho mejor de lo que él había podido imaginar. ¡La batalla estaba ganada! Sintió el dulce sabor de la victoria. Pero múltiples pensamientos le asaltaban.

– Señor Davis.

– ¿Qué? -Davis estaba ya en la puerta y se giró.

– Deseo conservar a mi secretaria.

Davis lo miraba como si hubiera dicho una gran tontería.

– Berenguer, en su nueva posición debe aprender a no importunarme con detalles obvios. Háblelo con Andrew Andersen. -Y salió.

Jaime se quedó mirando la espalda de Davis mientras Andersen y Cooper le tendían la mano felicitándolo. Viejo, encogido y aferrado desesperadamente al poder como un heroinómano a su droga, pensó. De pronto algo se le hizo evidente.

– Pero yo te conozco -murmuró entre dientes-. De hace mucho, mucho tiempo.

92

– ¡Padrísimo! ¡Ganamos! -El júbilo de Ricardo se transmitía a la perfección a través del hilo telefónico, y Jaime pensó que hacía siglos que le debía una victoria-. Esta noche lo celebraremos en grande; le pediré a Karen que invite a algunos de esos cátaros cantamañanas para una fiesta.

– De acuerdo, Ricardo, pero no hasta tarde. No quiero empezar mi nuevo empleo con mal pie.

– Felicidades, don Jaime. -La voz de Karen sonaba cálida y en español-. Te quiero.

– Y yo a ti. Muchísimo -contestó Jaime, sorprendido, en inglés-. No sabía que hablaras español. ¿Dónde lo has aprendido?

– Con Ricardo, esperando tu llamada.

– Gracias por el detalle, pero no confíes en Ricardo como maestro. Si quieres conocer mi lengua materna, mejor te la enseño yo personalmente.

Karen rió.


– ¡Bromeas! -exclamó Laura.

– No. Acaba de ocurrir hace unos minutos allí arriba, en el Olimpo donde habita Davis.

– ¡Qué mal nacido ese White! ¡Pobre Linda!

– Por el momento guárdalo como la confidencia de una secretaria. ¿OK? No tenemos aún pruebas que relacionen a White con el asesinato.

– Pero al menos podré contar lo de tu ascenso.

– Lo mío sí, aunque no es oficial aún. Y lo tuyo también. Te vienes conmigo.

– ¿De verdad?

– Absolutamente. Tú y yo somos un equipo.

– ¡Fabuloso, jefe! ¡Gracias por la promoción! -gritó Laura cogiéndole del cuello y dándole un beso en cada mejilla. El tercero fue largo y en los labios. Luego se separó de él mirándolo con sonrisa pícara-. Bien, ahora hablemos de temas serios. Más responsabilidad, más dinero. ¿En cuánto me vas a subir el sueldo?

– ¡Serás materialista! -le reprochó Jaime frunciendo el ceño pero sonriente-. Suerte tendrás si no te denuncio por acoso sexual.

– ¡Vaya un puritano! -Laura, brazos en jarras, lo miró desafiante-. Si no te ha gustado el beso, me lo devuelves y estamos en paz.

Ambos bromeaban con frecuencia, pero él jamás había percibido aquella provocación; había electricidad entre ambos. Sintió un estremecimiento al notar la feminidad de ella manifestarse así, de repente.

Pero ahora él amaba con locura a Karen y la reacción de su secretaria lo intimidaba. ¿Qué habría ocurrido si ella se hubiese expresado así antes de que él conociera a Karen? Desechó la idea, no era el momento de hacer romance-ficción. Decidió desactivar la tensión de forma elegante.

– Ha sido un beso maravilloso. Me lo quedo para siempre. -Luego cambió el tono-. Esta noche mi novia y yo celebramos mi ascenso con unos amigos. Me encantaría que vinieras.

– Muchas gracias. No sé si podré, tengo un compromiso -repuso Laura luego de una larga pausa, vacilante, sorprendida por la revelación de la «novia». El momento mágico se había esfumado-. Luego te confirmo si voy -añadió con mirada triste.

93

Ricardo había encargado ceviche, burritos, fajitas, quesadillas, guacamole con snacks de maíz, unas enormes ensaladas multicolores y chile verde en salsa.

– ¡La mejor tortilla de California! -proclamaba ufano mientras organizaba detrás de la barra la distribución de cervezas y margaritas.

– Kevin le felicita -anunció Dubois a Jaime-. Dijo que usted entendería que él no viniese, que disfrutará mejor de la fiesta sin él.

– Lo entiendo perfectamente Dubois; agradézcaselo cuando lo vea. Espero que encuentre una chica que lo haga feliz. «Y que sea antes de seis meses», pensó.

– Kevin lleva años enseñando en la UCLA, es bien parecido y carismático. Tiene mujeres en abundancia, le persiguen. Pero parece que sus preferencias iban a Karen.

– ¡Pues qué mala suerte! -se lamentó Jaime.

– No se queje. Él la vio primero. Pero ya ve, quien decide es el destino. Y ahora gana usted.

– ¡Bonito consuelo! Yo necesito a Karen para siempre.

– «Siempre» es un período muy largo. -El viejo le sondeaba con una de sus miradas profundas-. El futuro no existe más que en su mente y es posible que el futuro que imagina sea falso. Lo único real es hoy. Disfrútelo.

Jaime le lanzó una mirada torva; el santón empezaba a irritarle. Decidió cambiar de conversación.

– Hoy he sentido algo raro con David Davis.

– ¿Qué sintió?

– Lo conocí en mi vida del siglo XIII.

– ¿Quién era?

– Alguien también muy poderoso.

– Estoy tratando de recordar su imagen y movimientos en fotos y documentales. -Dubois cerró los ojos y luego de un tiempo empezó a hablar, aún sin abrirlos-. No será… Sería ridículo. Pero tiene que ser…

– ¿Quién, Dubois? ¡Dígame!

– Simón de Montfort. El jefe cruzado.

– ¿Lo es? ¡Entonces estoy en lo cierto!

– Asombroso. Pero tiene sentido; continúa ambicionando el poder.

– ¿Cómo puede ser? Davis es judío.

– ¿Y qué tiene que ver? El alma busca en nuevas vidas caminos que la ayuden a perfeccionarse. Ser judío y tolerante con los demás está tan bien como ser un musulmán, católico o cátaro tolerante.

Jaime aceptó la respuesta de Dubois sin cuestionarla, no tanto por su coherencia como porque tenía otra pregunta más acuciante.

– Estoy reconociendo en mi vida actual a todos los personajes claves de la anterior. ¿Por qué?

– Porque ahora abre los ojos y ve lo que antes tenía delante y no veía; el ciclo se cierra.

– ¿Qué ocurre si no encuentro a una de las personas que más apreciaba en aquel tiempo?

– Nada. Quizá el otro no necesite la reencarnación. O su desarrollo espiritual le lleve por otros caminos. Jamás encontrará a todos.

– Me gustaría reconocer a Miguel de Luisián, el alférez real.

– ¿Verdad que sí? -Aquella sonrisa dulce iluminaba de nuevo la cara de Dubois-. Es como encontrarse con viejos amigos de la infancia que no hemos vuelto a ver. Es estupendo. Pero no se trata de la carta de un restaurante; no ocurre sólo porque se pida. Siga viviendo y mantenga su sensibilidad abierta. Quizá algún día lo encuentre.


Mientras, la celebración se extendía por todo el local. Ricardo proclamó que una fiesta de sólo cinco, y la mayoría hombres, era una chingada. Y como era de esperar, invitó a todos los clientes del establecimiento a comer y tomar unos tragos a la salud de su amigo, al que hoy habían hecho presidente.

– Si invitas a una chica que no conoces, y va acompañada no te queda más remedio que invitar también al tipo -dijo confidencialmente a Jaime con un guiño.

Así que todo el mundo lo felicitaba. Ellos con un apretón de manos y alguna palmada y ellas con un beso. Había música y muchos bailaban. Tim sacó a bailar a Karen, y Jaime se sorprendió de que ella bailara salsa y lo hiciera tan bien. Se movía con ritmo, con sensualidad.

La deseaba; la amaba. No sabía qué iba primero en tal mezcla de sentimientos, si el diablo y el cuerpo, o Dios y el alma. Así es, se dijo, en este mundo entre el cielo y el infierno.

Y Jaime, en aquel momento, entre un pasado muerto y un futuro aún inexistente, era feliz, intensamente feliz.


Sobre las diez de la noche vio aparecer una figura solitaria en la puerta. Era Laura, que acudiendo sin acompañante confirmaba lo que Jaime había sospechado; no tenía pareja y se encontraba ahora tan sola como él lo estaba hacía poco. Laura era una gran chica, con una gran personalidad, y atractiva. A veces la gente se cruza en tiempos desfasados, pensó. Acudió a darle la bienvenida; se dieron un beso. En la mejilla.

– Gracias por venir -dijo Jaime.

– Tenía que celebrar contigo tu ascenso. -Y añadió con una sonrisa-: Además, después de tantos años he de aprovechar cuando al fin te decides a invitarme a algo.

– Malvada -le reconvino él con una sonrisa-. Tú siempre igual.

Karen se acercó a saludarla, se conocían de haber hablado un par de veces, y la tomó bajo su protección, empezando a presentarle a quienes conocía. Cuando llegó el turno de Ricardo, éste se quedó mirando tiernamente a los ojos de Laura y con un gesto teatral le besó la mano.

– ¿Dónde has estado, mi amor? ¡Te he esperado toda la noche! -Y tomándola delicadamente por el codo la llevó a tomar una copa.

Karen, asombrada ante el rapto, comentó divertida a Jaime:

– Ricardo es un galán a la antigua.

– Sí, pero que tenga cuidado.

– ¿Por qué?

– Creo que Laura es un corazón solitario en busca de amor.

– Pues me temo que Ricardo tiene intención de sacar ventaja de ello.

– Claro. Como con todas. Pero Ricardo es justo. También da algo a cambio.

– No, no si lo que buscan es amor de verdad.

– Bueno. El camino en busca del verdadero amor no tiene por qué ser aburrido.

– No me quieres entender.

– Sí te entiendo, pero lo que digo es que Ricardo puede llevarse una sorpresa; Laura es peligrosa.

La noche y la fiesta continuaron y, llegado un momento, la música calló y las luces del pequeño escenario se encendieron. Apareció Ricardo con dos guitarras anunciando:

– Reclamo en este prestigioso escenario al mejor presidente del mundo. ¡Jaime Berenguer!

La sala se llenó de aplausos y Jaime fue empujado al escenario. Cuando subió, Ricardo dijo:

– Y uno de los peores cantantes.

– Todos rieron.

– ¡Comemierdas! -le insultó Jaime por lo bajo.

Cantaron el antiguo repertorio. Desde Simón y Garfunkel: Cecilia. You are breaking my heart… hasta La mujer que a mí me quiera ha de quererme de veras… ¡Ay! Corazón…

Para Jaime volvía el pasado brillante y romántico. Se sentía como entonces. No; mejor, mucho mejor. Pero lo que deseaba de verdad ahora era tener a Karen en sus brazos.

Cuando terminaron de cantar y los aplausos cesaron, sonó música romántica. Ricardo, rompiendo la costumbre que tenía en su local, invitó a Laura a bailar. Ambos se miraban a los ojos con ternura y una sonrisa.

– El maldito Ricardo se va a acostar con mi secretaria para celebrar mi promoción -murmuró Jaime al oído de Karen.

Ésta soltó una risa cristalina.

– No seas envidioso y sácame a bailar a mí.

Y bailaron. Y Jaime sintió todo su cuerpo deseando el cuerpo de ella. Y sintió que su alma quería unirse a la de ella. Aquello había ocurrido antes. Y volvería a ocurrir después.

Se miraron a los ojos, y brotaron toda la pasión y el amor del mundo. Y una fuerza irresistible hizo que sus labios se unieran.

Jaime notó cómo el mundo giraba alrededor de ellos, mientras un torbellino interior mezclaba pasado y futuro. Y lo mejor del infierno unió sus cuerpos. Y lo mejor del cielo unió sus almas.

En el único espacio que existía. El que ellos ocupaban ahora.

Y en el único momento que existía. Ese mismo instante. Su presente.

94

Las pantallas del ordenador portátil fluían veloces, palpitando al ritmo impuesto por las hábiles manos.

Llamaron a «mensaje nuevo» para luego introducir una lista de unas diez direcciones. Sonaron las teclas al escribir el texto:

«A todos los hermanos Guardianes del Templo, código A, sur de California:

»Sachiel, uno de nuestros bastiones claves para el asalto de Jericó ha sido neutralizado en un movimiento sorpresa. Nuestros enemigos cátaros se han aliado con Davis; la toma de Jericó peligra y también peligran algunos de nuestros hermanos. Activamos el plan de emergencia de asalto.

»Todos los hermanos de código A deben contactar de inmediato con sus líderes y alertar a los hermanos de código B que tienen a sus órdenes. Ha llegado el momento.

»Mañana las trompetas de los elegidos sonarán. La última muralla caerá y ejecutaremos la justicia de Dios entre los infieles.»

Los dedos martillearon la caja del ordenador mientras con un murmullo Arkángel revisaba el texto. Hizo dos pequeños cambios y firmó: «Arkángel.» Golpeó enter y envió el mensaje, borrando todo rastro en su máquina. Luego juntó, en actitud de rezo, sus perfectas manos, en las que desentonaba, extraña, la cicatriz de la uña del dedo índice.

El murmullo de una oración llenó el silencio de la noche.

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