JUEVES

2

– Buenos días, señor Gutierres. -El guarda, pies juntos y sosteniendo un subfusil automático, mostraba al sonreír unos grandes incisivos superiores.

– Buenos días, Mike -respondió Gus Gutierres al tiempo que saludaba, con su mano enfundada en guantes de motorista, a los dos hombres que se encontraban en la garita de control.

– A pesar de lo tarde que regresaron anoche, se ha levantado usted antes que el sol. Un sueño muy corto.

– Sí, fue corto. -Su voz sonaba amortiguada por el casco-. Cenamos con el productor y el equipo de élite de una película que mañana inicia rodaje. Esas veladas se hacen interminables.

El gran portón metálico del rancho empezó a abrirse, y Gutierres lanzó una mirada a los monitores del circuito exterior de seguridad, que, a pesar de la distancia de varios metros, se podían ver iluminados en el puesto de guardia. Era un movimiento tan innecesario como reflejo. Sin duda el encargado del acceso había comprobado que nadie merodeara en la parte exterior de la entrada principal.

El faro de la Harley-Davison iluminaba el suficiente espacio para salir, y Gutierres hizo una seña para detener la apertura; no convenía que la entrada estuviera abierta más tiempo de lo necesario.

– Hasta luego -se despidió.

– Que tenga un buen día, señor.

Bajó la visera del casco y, encontrándose alejado del edificio principal de la finca, se concedió el placer de hacer rugir el motor a toda potencia.

Las primeras luces del día aparecieron cuando rodaba con rapidez por el camino flanqueado de eucaliptos y adelfas aún preñadas de tinieblas. Después de la noche de lluvia, la mañana prometía ser espléndida; pero Gus Gutierres no apreciaba la belleza del amanecer. El día empezaba para él con desazón, de forma extraña, e intuía que aquella jornada sería una hoja de calendario más en su purgatorio personal.

Se había despertado de madrugada, con una inquietud recurrente. Sentía la tensión acumulada entre la cruz de su espalda y la nuca en forma de dolor. «Algo va mal», le decía su cuerpo, sin poder precisar el origen de la preocupación. ¿Un presentimiento? ¿Sería el resultado de una pesadilla o simplemente uno de sus frecuentes ataques de perfeccionismo profesional?

Cualquiera que fuera la causa, no pudo conciliar de nuevo el sueño y decidió comprobar físicamente que todo estaba en orden. Sin remordimiento alguno, despertó a Bob para informarle de que debía tomar el mando en el rancho.

El tráfico era escaso y pudo llegar con rapidez a la oficina. De inmediato empezó a repasar la rutina de seguridad. Los controles funcionaban, todo estaba en su sitio. Pero su ansiedad persistía.

– No crees en las intuiciones; eres un profesional -murmuraba.

No obstante, detrás de una premonición podía ocultarse algo concreto. Su entrenamiento le llevaba a grabar en su memoria, en cualquier momento y lugar, la posición que ocupaban personas y objetos. Posteriormente era capaz de recordar las variaciones habidas, evaluando lo que tuviera un aspecto raro; todo lo extraño, cualquier cambio de rutina, era un peligro posible.

Pero a veces el subconsciente registraba detalles que la parte racional de su mente no percibía; aquellas imágenes o palabras se quedaban allí dentro, y la parte incontrolada de su cerebro permanecía funcionando incluso en el sueño. Cuando algo era inusual y no encajaba, rebrotaba en forma de inquietud, de una sensación -como la de aquella mañana- de que había algo fuera de su control. Por lo tanto, y por si acaso, a pesar de luchar contra temores y presentimientos, los tomaba en serio.

En lo concerniente a la seguridad de su jefe, Gutierres no consentía el menor asomo de una broma.

Antiguo guardaespaldas del presidente de Estados Unidos, era ahora mucho más que un experto en protección. Era el jefe de «los Pretorianos» de David Davis. Y ese título comprendía responsabilidades muy amplias y a veces inquietantes.

Mientras el sol se esforzaba en elevarse por encima de los montes San Gabriel, aquel hombre recorría cual alma en pena, encerrada en su castillo, los pasillos solitarios de la Torre Blanca, sede de la Corporación Davis, a la búsqueda del motivo de su insomnio.

– Todo está bien, todo va bien -repetía.

Pero el pertinaz dolorcillo entre espalda y nuca se empeñaba en contradecirle.

3

Demasiado formales. Algún residente del sur de California, con buenas dotes de observación, apostaría a que el conductor y su acompañante eran foráneos; quizá un par de operadores de bolsa procedentes de Nueva York o Chicago. Pero no habría apuestas; los cristales ahumados de la limusina blindada que conducían evitaban que fueran vistos.

Convencionales y holgados, los trajes de aquellos hombres ocultaban razones más convincentes que moda o comodidad; radioteléfonos y armas de fuego.

Solitario en la parte posterior del vehículo, y escondido detrás del Wall Street Journal, viajaba David Davis.

El espacioso compartimiento acentuaba aún más la pequeñez del cuerpo del viejo, que a fuerza de arrugas parecía haber encogido en su interior. De pelo escaso y blanco, sus ojos se movían vivos y oscuros tras la ampliación producida por las gafas.

A pesar de su aspecto frágil y de sus setenta y muchos años, Davis era un hombre presumido; alardeaba de ser el ciudadano de California con el mayor número de amenazas de muerte pendiendo sobre su cabeza. Sus acompañantes sabían que era cierto, y sus estudiadas maneras, más que formales, quizá fueran sólo producto de la tensión.

Cuando el coche giró a la derecha, el sol hacía brillar los penachos de las altas palmeras del bulevar y lanzaba reflejos desde la masa rectilínea del imponente edificio de acero, mármol blanco y cristal situado al fondo de la avenida.

Era la Torre Blanca, sede social de la Davis Communications Corporation, el holding de comunicaciones más poderoso del país, del cual el viejo era presidente ejecutivo y del Consejo de Administración.

Evitando la entrada del aparcamiento general, el vehículo se dirigió a una puerta que se abría en aquel momento.

Otro par de ejecutivos aguardaba en el interior del garaje. El de mayor edad, de anchas espaldas y mirada penetrante, esperó a que la entrada exterior del aparcamiento estuviera completamente cerrada, y sólo entonces abrió la puerta del coche.

– Buenos días, señor Davis.

– Buenos días, Gus. -El viejo descendió del coche-. Veo que hoy te has adelantado.

– Cierto. Quería resolver varios asuntos antes de su llegada.

– Bien, no tengo problema en que trabajes horas extras. Dime, ¿cuándo tengo la primera reunión?

– No tiene visitas en la agenda esta mañana, señor; sólo a las cinco de la tarde la junta con los presidentes.

– Gracias, Gus. -Precedido del conductor y su acompañante, el viejo fue hacia los ascensores.

El hombre les siguió, mirando con recelo a su alrededor. Continuaba sintiendo el dolorcillo de la espalda, cual reumático que, aun luciendo el sol, sabe que se aproxima la tormenta.


Gutierres siempre examinaba con mirada crítica de jefe perfeccionista a aquellos hombres de aspecto atildado. Eran guardaespaldas, pero él sabía bien que muy pocos estaban capacitados para cumplir con las exigencias del trabajo que se les encomendaba a éstos.

Se esperaba de ellos no sólo que fueran capaces de mantener una estricta seguridad en torno a Davis, dentro y fuera de las oficinas, sino también de realizar funciones secretariales y ejecutivas. Conocían a la perfección las relaciones, tanto de trabajo como de amistad, del presidente ejecutivo, identificando a cada persona por su nombre, aspecto e historia.

Universitarios, no desentonaban en la mesa del restaurante más in de Hollywood, siendo capaces de seguir con facilidad una conversación ya fuera de negocios o relativa a los últimos chismorreos sociales.

De hecho, la mayoría de las relaciones de Davis desconocía que aquel simpático individuo que se sentaba junto a ellos en la mesa les podría partir el cuello de un manotazo. Y que no dudaría un instante en hacerlo, de intuir una amenaza por su parte hacia su jefe.

– Les presento a Gus Gutierres, del Departamento Legal -decía Davis a sus interlocutores-. Hoy nos acompañará en nuestra conversación.

A esta guardia personal los empleados de la Torre la denominaban Pretorianos en recuerdo al ejército privado de los césares. Eran independientes del servicio de protección del edificio, que trabajaba uniformado, y cuyo jefe era el responsable de seguridad de la Corporación, Nick Moore.

Los Pretorianos eran respetados físicamente y temidos profesionalmente. En ocasiones, uno de ellos pasaba a ocupar un puesto en algún departamento de la Corporación, donde a partir de entonces progresaba en su trabajo como cualquier otro ejecutivo. En esta «segunda vida corporativa» los Pretorianos eran invitados con mayor frecuencia a reuniones en el exterior del edificio y se sospechaba que formaban un «canal de información» privilegiado.

Se decía que ganaban mucho más dinero por las mismas responsabilidades y que eran ascendidos antes que los demás.

De algo valdría que el presidente ejecutivo les confiara físicamente su vida.


– Buenos días, señor Davis -saludó, dando un respingo, la empleada que ocupaba el ascensor.

– Buenos días -contestó Gutierres en nombre del grupo. Davis se limitó a saludar con la cabeza iniciando una mueca que aspiraba a ser sonrisa.

Gutierres hubiera preferido usar las tarjetas codificadas que permitían bloquear un ascensor para conducirlo directamente a la planta trigésimo segunda, y así lo hacía con las visitas importantes.

Pero Davis se negaba. Era su forma de ojear a las gentes que habitaban las oficinas y husmear el ambiente que se respiraba. Y como Gutierres consideraba que fuera del piso treinta y dos, que él controlaba, el resto del edificio de la Torre no respondía a los requerimientos mínimos para la seguridad del presidente, a cada entrada y salida de éste se veía obligado a montar toda la rutina de protección.

En la planta cero, Davis reconoció, entre los que entraban, a un empleado veterano.

– Buenos días, Paul.

– Buenos días, señor Davis.

– ¿Cómo está la familia? Tenías dos hijas en la universidad, ¿cierto?

– Sí, señor. Ya hace tiempo que terminaron.

– ¿Qué hacen ahora?

– Una trabaja en finanzas en Save-on y la otra en una compañía de seguros.

– ¿Se han casado?

– La mayor sí.

– ¡Bien! Pronto, abuelo.

– Sí, señor, seguramente.

– Cambiaste de departamento hace unos años, ¿verdad?

– Sí, ahora estoy en márketing televisivo.

– Es lo que tenía entendido. ¿Qué rating en Nielsen calculas que Nuestro hombre en Miami va a alcanzar este viernes?

Gutierres pudo ver cómo el empleado se tensaba ante la pregunta.

– Bueno… está sufriendo una fuerte competencia de la nueva serie policíaca que se emite en la misma franja horaria, pero… creo que seremos capaces de mantener al menos un rating de un 8, 5/16.

– Eso estaría bien. Y…

– Esta es mi planta, señor Davis. Un placer haberle saludado. ¡Que tenga un buen día! -El alivio del hombre, cuando salió de allí, era evidente.

– Hasta luego, Paul.

Los empleados odiaban y temían esos interrogatorios. Si la respuesta no era la correcta, o Davis detectaba algo preocupante, en media hora un alud de preguntas y solicitudes de informes caerían como avalancha, aumentando de piso en piso, desde la planta superior, en la que Davis habitaba, hasta la del infeliz protagonista. No existía forma posible de escapar.

Con sus muchos años a cuestas, Davis gozaba de una mente despejada que detectaba cualquier anomalía y de una sorprendente memoria tanto para las cifras como para los pequeños detalles. Y no consentía explicaciones insuficientes.

4

– Desaconsejo la compra. Creo que es un error. -Karen Jansen hablaba con firmeza, enfatizando sus palabras, pero sabía que acababa de meterse en la boca del lobo.

Desde la sala de reuniones del piso trigésimo primero se distinguía aquella mañana el océano Pacífico con gran claridad. Colinas, vegetación y distintas construcciones desdibujaban la línea de la costa, pero un preciso horizonte separaba los azules de cielo y mar contrastando con los verdes y ocres de la tierra. Pero a nadie le importaba el paisaje en lo más mínimo.

El verdadero espectáculo, el drama, tenía lugar por encima de la mesa de caoba cubierta de dossiers, vasos de papel y tazas de café.

– Las leyes europeas -continuó Karen después de una pausa en la que sólo el siseo del aire acondicionado se dejaba oír- son restrictivas en cuanto al control de empresas de comunicación por parte de…

– Tonterías -interrumpió con rudeza Charles White-. Los abogados estáis para aconsejar cómo hacer lo que la ley no te deja hacer y hacerlo legalmente. -El hombre se levantó de la silla imponiendo su metro noventa de estatura y más de cien kilos de peso a los presentes-. Para eso os pagamos. -Y mirando fijamente con ojos inexpresivos y pálidos a Karen, añadió arrastrando las palabras-: Claro que estoy hablando de los buenos abogados.

El combate era desigual, no sólo por peso físico, sino por el poder que cada uno poseía en la Corporación. White ostentaba una de las presidencias -Asuntos Corporativos y Auditoría- más poderosas, y Karen era sólo una abogado, cuyo jefe era un vicepresidente que a su vez recibía órdenes del presidente de Asuntos Legales.

Karen le miró a los ojos. Años antes habría contenido lágrimas de rabia por el tono del individuo y la ofensa de aquel insulto público e intencionado, pero ahora sólo hizo lo que pocos hacían: mantuvo la mirada de White, aunque no pudo evitar morderse los labios. ¿Se habría manchado los dientes de carmín?

Quiso contraatacar y abrió la boca para responder, pero Andrew Andersen, el presidente de Asuntos Legales, acudió en su defensa.

– Charly, nuestros abogados franceses opinan que el intento de…

– Al diablo con tus abogados franceses. La Davis Communications tendrá canales de televisión propios en Europa y vamos a empezar ahora -cortó White-. Tenemos el dinero para controlar una participación mayoritaria en una importante televisión europea y no vamos a esperar a que cambie la legislación o la situación política. -White mantenía los ojos clavados en Karen y ni siquiera había mirado a Andersen cuando éste habló-. ¿No es así, Bob? Explícaselo, que lo entiendan de una puta vez. Lo tenemos, ¿verdad? -dijo White dirigiéndose a Bob Cooper, el presidente de Finanzas, que no contestó.

– Señor White -continuó Karen con voz firme-, no importa el dinero que tenga si no se usa de la forma adecuada a la situación legal de cada país. Europa no es América.

White se dirigió a una ventana y quedó con los brazos en jarras, aparentemente absorto en el paisaje. Karen se encontró hablando al cogote del hombretón.

– El camino más productivo, rápido, legal y políticamente menos complicado es introducir nuestros «contenidos» a través de las plataformas de televisión digital que se consolidan en Europa. Esta estrategia ofrece la ventaja de invertir lo mínimo, estableciendo alianzas a largo plazo con los grandes operadores europeos…

– No sirve. Mala idea -dijo White, aún de espaldas al grupo, moviendo la mano en un gesto de descalificación-. Nosotros queremos el control de una parte significativa del medio. Éste es el objetivo por el que todo el mundo debe trabajar. Control es la consigna. ¡Control!

– Pero ¿para qué necesitamos el control? ¿Por qué tenemos que lanzarnos a batallas innecesarias? -insistió Karen-. En Europa, encontraremos actitudes políticamente muy hostiles a que nuestra compañía controle medios locales de comunicación. Debemos concentrarnos en vender nuestros productos sacando el mejor precio y todo lo más…

– Andrew -interrumpió otra vez White girándose en redondo hacia Andersen-, dile a esta señorita que debe hacer el trabajo que se le pide. Se le paga para eso, no para que piense tanto. No precisamos de su pensamiento estratégico.

– Charly -repuso Andersen-, creo que lo que expone la señorita Jansen tiene sentido y…

La puerta se abrió violentamente lanzando una nube de polvo dentro de la sala. El estruendo parecía anunciar el hundimiento del edificio. La mesa saltó derribando vasos y tazas, mientras los dossiers se esparcían por la habitación. White se apoyó contra uno de los pilares de la ventana para no ser derribado, mientras el resto de los reunidos intentaba sujetarse a las sillas o a la mesa.

Un grito agudo ahogó las maldiciones. Karen nunca supo si fue ella la que gritó o fue Dana, la secretaria de Andersen, que tomaba las minutas de la reunión en un ordenador portátil.

The Big One, el terremoto gigante que arrasará California según predicciones agoreras, acudió a su mente, encogiéndole el pecho.

Al cesar la vibración, se hizo un silencio total en la sala, aunque desde el pasillo llegaba el ruido de objetos cayendo. Todos quedaron callados e inmóviles mirando como hipnotizados a la puerta abierta. Al cabo de unos segundos se oyeron gritos distantes.

White avanzó, primero vacilante y luego a largas zancadas, hasta la entrada, miró al exterior y, sin decir nada, salió de la sala perdiéndose en la polvareda.

Los demás se miraron entre sí y comprobaron que nadie estaba herido. Después, entre murmullos, empezaron a salir de la habitación para averiguar qué había ocurrido.

5

– Su café, señor. -Los ojos verdes de la chica brillaban con intención y cierto descaro.

El toque sordo en la puerta había hecho que Jaime levantara la vista del correo de la mañana, que amenazaba con tomar posesión permanente de su mesa. Conocía a la perfección aquel sonido discreto pero decidido. Sin esperar respuesta, Laura había entrado con el tazón de café humeante de media mañana.

– Muchas gracias. -Intentaba ser prudente, pero al ver la expresión de ella y la forma en que depositó la taza en la mesa supo lo que venía a continuación.

– Tienes suerte de tenerme a mí. Otra no te traería el café.

Él la miró resignado y esperó a que continuara. Con su cabellera roja, y el labio superior deliciosamente voluminoso y respingón, Laura podría provocarle a algo más que a la discusión festiva que ella buscaba. La chica se había colocado al frente de la mesa, brazos en jarras, evidenciando la sangre irlandesa que bullía en sus venas.

– Las secretarias a la antigua ya han pasado a la historia; hoy se llevan los asistentes. Y los asistentes no traen el café al jefe.

– Pero nuestra relación es antigua, Laura. Después de siete años no pretenderás cambiarme. -Aceptó la discusión; a él también le divertía.

– ¿Y por qué no? La tuya es la posición cómoda del macho típico. Sentado en el sillón, viendo béisbol y esperando que su mujer le traiga las cervezas.

– ¡Ah, no! No voy a ceder en lo negociado con anterioridad. Desde un principio acordamos lo del café, y no estoy dispuesto a cambiar ahora.

– No negociamos ni acordamos nada. Lo hice por simple amabilidad.

– Y yo te lo agradezco infinitamente.

– Los tiempos cambian, Jaime. Tienes que ponerte al día.

– No en eso.

– ¡Vaya egoísta! No me extraña que tu mujer se divorciara de ti.

Aquello le hizo daño, y Jaime deseó vengarse acusándola de feminista solterona. A pesar del tiempo que se conocían y de lo mucho que hablaban, Jaime no sabía de una relación masculina que le hubiera durado a Laura más de seis meses; sorprendente para una mujer joven y con el atractivo de la señorita Kennedy. Quizá las ideas que ella compartía con sus padres no encajaban bien en la relajada California e intimidaban a los hombres.

Nacida en el Medio Oeste, pertenecía a una familia estrictamente conservadora y cristiana radical; aun así, pensaba Jaime, debería encontrar sin problemas un esposo en el seno de su Iglesia. Luego, al verla, se convencía de que ese tipo de hombre sería demasiado aburrido para ella. Con humor, se decía que la chica necesitaba un marido y lo había escogido a él como sucedáneo para los reproches conyugales. Pero no para lo otro. Quienquiera que fuese -si lo había-, el otro medio marido se llevaba la mejor parte.

Decidió encajar el golpe sin devolverlo, ella no sabía que la herida estaba abierta aún y que dolía. Así que moderó el tono.

– Precisamente porque soy un pobre divorciado deberías tratarme con cariño.

– ¿Más? ¡Si te tengo malcriado!

– Y yo te lo agradezco tratándote como a una reina. -La discusión se agotaba y ambos sonreían.

– Estoy segura de que puedes mejorar. Bueno, regreso al trabajo.

– Trabaja mucho.

Laura ejecutó una airosa media vuelta de camino a la puerta, mientras él tomaba el primer sorbo de café y admiraba su silueta absolutamente femenina.


Se levantó de la mesa, colocándose frente a los ventanales de cristal tintado que no impedían la invasión de un sol risueño.

En el horizonte los montes de San Gabriel mostraban nieve decorando los puntos más altos, en un divertido contraste con las palmeras, que abajo, en el bulevar, resistían el impetuoso viento.

Tras una semana de días brumosos, la lluvia del martes dio paso a un espléndido miércoles y a una cristalina mañana de jueves. El planeta había dejado de ser viejo, y parecía un niño pequeño listo para dar sus primeros pasos. Todo un mundo reluciente, listo para ser estrenado.

Encontrar un momento para sí mismo, sin teléfono, reuniones o un quehacer urgente, y mirar a través de las ventanas era un lujo que se permitía con poca frecuencia.

Una mañana radiante, se dijo. Y para colmo de venturas el calorcillo del sol y del café. ¿Qué más necesito para redescubrir la belleza que existe fuera de estos muros de vidrio, acero y mármol?

Pero algo iba mal.

Tenía todos los motivos para sentirse eufórico y feliz. ¿De dónde salía, pues, ese sabor amargo? ¿Era su vida personal? Seguramente.

En el bulevar, el movimiento de vehículos alrededor del centro comercial crecía con un suave ronroneo, y en el cielo unas nubecillas perezosas se desplazaban sobre un azul intenso.

– Tan lentas como mis pensamientos -murmuró siguiéndolas con la vista y admirando su blanco brillante al tiempo que levantaba la taza en busca de otro reconfortante sorbo de café.

De pronto ocurrió. Un fuerte temblor estremeció el edificio.

Jaime sintió el corazón en la garganta y el café en la camisa. Sus pensamientos empezaron a sucederse a tal velocidad que tuvo la sensación de que el tiempo se había detenido. El ruido siguiente pareció engullirlo todo.

¡Dios mío, un terremoto! ¡Un gran terremoto! Volvió la vista en busca de refugio en la habitación. Los cristales vibraban violentamente.

El edificio está preparado, aguantará, tiene que aguantar. ¡Los cristales!

Maldijo su elegante mesa de vidrio de diseño y deseó ardientemente una sólida mesa de madera bajo la cual encontrar seguridad cuando las ventanas se rompieran.

Inició un paso hacia el centro de la habitación, mientras los libros caían de las estanterías del armario. ¡También de cristal!

Su mirada encontró los arbolitos densamente poblados de hojas verdes que decoraban la sala. En su loco temblor perdían hojas.

De repente todo paró. Y como si el mundo se hubiera detenido en su giro, se hizo el silencio.

¡No puede ser un terremoto! ¡Demasiado corto!

Algo atrajo su mirada a las ventanas.

Una lluvia de cristales, brillando alegres al sol, caía en el exterior. Una sombra cruzó.

¡Dios, es un cuerpo! ¡Es un hombre!

Creyó haber visto un pantalón gris y una camisa. ¿Blanca?

Se acercó con reparos a la ventana de cristales ahora quietos y silenciosos. El ángulo de visión y la altura le impedían ver qué ocurría abajo.

Afuera flotaban como a cámara lenta un sinfín de papeles.

Las nubes estaban en el mismo lugar, y él continuaba con la taza de café en la mano.

Lentamente apareció el sonido. Primero eran murmullos, luego gritos lejanos. Ahora sirenas.

Jaime dejó la taza de café sobre la maldita mesa de diseño cristalino y se dirigió a la puerta.

– ¡Laura! ¿Estás bien?

6

El grupo se dirigió hacia la zona central del edificio cruzando la puerta de una de las escaleras de emergencia. Algunos empleados salían de los despachos preguntándose qué había ocurrido. No se veía a White.

– Definitivamente no es un terremoto -comentó Karen a Dana, que la seguía vacilante.

Al llegar a la zona de los ascensores, algunos parpadeaban sus luces anunciando su llegada, y un guarda de seguridad hablaba por su teléfono móvil. La lujosa moqueta se encontraba cubierta de papeles y algunos cascotes de yeso. De uno de los ascensores salió Nick Moore, el jefe de seguridad del edificio, acompañado por un guarda portando un extintor. De otro ascensor salieron un par más.

– ¡Una explosión en el ala norte! -les gritó Moore-. ¡Seguidme! ¡Jim, consigue otro extintor!

Y los cinco corrieron en la dirección contraria a la del grupo.

Los despachos de White y de Steven Kurth, el presidente de la Eagle Motion Pictures y el hombre más poderoso de la Davis Communications después del propio Davis, estaban ubicados en el extremo norte.

Los ascensores parpadearon de nuevo, y apareció un pretoriano, que, sujetando del brazo a uno de los guardas recién llegados en otro ascensor, preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Una explosión ha destrozado el ala norte del piso.

El pretoriano se puso a hablar por su móvil, mientras el guarda se incorporaba a sus compañeros.

La mayoría de los del grupo de Karen se detuvo al llegar allí, dudando entre la huida o la satisfacción de su curiosidad. Extrañamente las alarmas de evacuación no habían sonado aún y los ascensores continuaban funcionando. Karen se dijo que la explosión debía de haber destruido los sensores de alarma.

Andersen se lanzó detrás de los guardas, y Karen siguió a su jefe. «Hay una escalera de seguridad más adelante», se dijo.

Conforme avanzaban, más cascotes y papeles cubrían los suelos. Los pósters originales de algunas de las películas más famosas de la historia del cine que, lujosamente enmarcados, adornaban el corredor estaban inclinados o caídos.

La planta al final del pasillo tenía un aspecto desolador, distinto por completo de como Karen recordaba la zona. Excepto el extremo nordeste del piso, donde aún se alzaban algunas paredes, el resto estaba arrasado. Los despachos de White y Kurth ya no existían.

A la altura de la vista quedaba una enorme área diáfana, y en el suelo se amontonaban mesas, sillas, restos de armarios, escombros y papeles, muchos papeles.

Karen notó que faltaban los cristales tintados de la esquina noroeste y que el sol parecía mucho más agresivo que de costumbre. Allí ocurrió. En el despacho de Steven Kurth.

El falso techo había desaparecido, descubriendo la estructura interior del edificio. Los cables colgaban, y desde varios puntos del techo caían grandes chorros de agua, seguramente del sistema antiincendios.

Un sonido de sirenas empezó a llegar desde la calle.

Moore recuperaba, junto a dos guardas, un cuerpo de los escombros. Otro guarda pedía ayuda médica por teléfono y los demás removían los restos buscando víctimas.

Karen reconoció a la mujer que sacaban de entre un armario caído y una mesa.

– ¡Sara! -gritó acercándose a ella. Tenía el pelo lleno de polvo y una herida en la frente que sangraba. Moore le tomaba el pulso.

– Sara, ¿cómo está? -preguntaba Andersen.

La mujer entreabrió los ojos y los cerró de nuevo.

– El señor Kurth -dijo a media voz, esforzándose-. El señor Kurth está en su despacho.

– Ya no hay despacho -dijo Andersen alzando la vista hacia donde unos minutos antes se alzaba la lujosa oficina del segundo ejecutivo más poderoso de la Corporación.

Allí, en una zona extrañamente limpia de cascotes, de espaldas y alzando su amplio cuerpo contra el sol que entraba a raudales por la apertura provocada por la explosión, estaba Charles White.

– Hay que encontrar a Kurth -gritó Andersen a los que buscaban entre los escombros.

White se giró lentamente, apartándose del lado de la calle, y dio varios pasos hacia lo que había sido el centro del despacho.

– No hace falta que busquen a Kurth. -Su vozarrón se impuso al revuelo de los que se afanaban, y todos se detuvieron para mirarle-. Lo he encontrado. -White hizo una pausa-. Está treinta y un pisos más abajo, en la calle. -Y añadió-: Que Dios se apiade de su alma.

Sara sollozó, y varios corrieron a mirar hacia abajo a través de los ventanales rotos. Las sirenas se oían más fuerte.

– ¡Oh, Dios mío! -Oyó exclamar Karen a su espalda-. ¡Señor Kurth!

Volvió la cabeza y vio a Dana, que finalmente se había decidido a ver lo ocurrido. La tomó de un brazo como para consolarla y luego la miró. Los ojos azul intenso de Karen brillaban más que de costumbre cuando le dijo:

– El príncipe ha muerto. -Lanzó una mirada resentida en dirección a White, que continuaba alzando su mole en el centro de lo que había sido el despacho del difunto, como cazador fotografiado sobre la pieza cobrada-. Y ése quiere su corona -murmuró entre dientes.

7

El amplio salón situado en el ala norte del piso treinta y dos estaba adornado con cuadros y esculturas de conocidos artistas modernos. Los ventanales mostraban aún una brillante mañana, como si la tragedia ocurrida minutos antes hubiera sucedido en otro planeta.

Silenciosos, sentados alrededor de la gran mesa de raíz de nogal, estaban los presidentes de las distintas funciones de la Corporación, con las únicas ausencias de un viajero, de los responsables de las divisiones de Música y Editorial, con oficina en Nueva York, y del presidente de la Prensa Internacional, con base en Londres. Davis había requerido la presencia del jefe de seguridad del edificio, Nick Moore, un extraño en aquellas reuniones. Un pretoriano lo había acompañado, ya que, a pesar de su cargo, Moore no tenía tarjeta de acceso a la planta.

La breve agenda que les habían entregado descansaba sobre la mesa. «Desaparición de Steve. Acciones a tomar.»

– El viejo es increíble -comentó Andersen a Bob Cooper, presidente de Finanzas-. Acaban de matar a su mejor amigo, y colaborador durante más de cuarenta años, y aquí le tienes, dictando agendas para reuniones.

Un sillón vacío, colocado en el centro de la mesa, esperaba al presidente ejecutivo, y justo a su hora entró Davis, con semblante serio pero firme. A su lado, el inseparable Gutierres.

– Buenos días -dijo mientras andaba hasta su lugar.

– Buenos días -contestaron los demás a media voz.

– Bien -comenzó una vez acomodado, recorriendo con la mirada los semblantes de los presentes-, ya sabéis por qué nos reunimos. -Hizo una pausa-. Vamos a discutir la situación y a establecer la estrategia adecuada.

Se interrumpió de nuevo y nadie hizo un solo movimiento. La atención de todos se centraba en su rostro.

– Hemos localizado a Alexander, que está de viaje, y a Chris y a Peter en sus oficinas de Nueva York. También a Arthur, en Londres -continuó después de unos segundos-. Les he comunicado personalmente lo ocurrido. -Davis hizo una tercera pausa y contempló otra vez el semblante de cada uno. Parecía como si le costara trabajo continuar con su explicación-. Dada la situación, he invitado al señor Moore, ya que la seguridad es el tema a tratar. Empecemos.

– David -dijo Andersen con voz solemne-, estoy seguro de que hablo en nombre de todos al expresar nuestro gran dolor e indignación por lo ocurrido a Steve. Era un caballero, un gran amigo y una persona muy querida por todos. Deseamos expresarte a ti en particular nuestra más sentida condolencia por la íntima amistad que sabemos os unía.

– Gracias, Andrew, y gracias a todos -repuso quedamente Davis. Luego, alzando la voz y mirando a Moore con dureza, dijo-: Señor Moore, explíquenos lo ocurrido.

La cara habitualmente roja de Moore palideció. El hombre, ex policía de gran tamaño, andares chulescos y voz autoritaria, estaba ahora sentado en el extremo de su silla y obviamente nervioso. La situación y el lugar parecían intimidarlo.

– Una bomba, señor Davis -farfulló-. Creemos que ha sido una bomba.

– ¿Quién diablos ha podido entrar y poner una bomba en pleno piso treinta y uno? -preguntó White-. Poca gente tiene acceso a esa planta, y todos son empleados.

– Y los de mantenimiento y limpieza son estrictamente controlados a la entrada y a la salida, señor -añadió Moore.

– ¿Quiere decir que lo hizo un empleado de la Corporación? -interrogó Davis, arqueando las cejas incrédulo.

– La policía iniciará la investigación de inmediato, señor, pero lo más probable es que haya sido un paquete o carta bomba exterior.

– Entonces ¿qué demonios hacía su gente? -saltó Davis-. ¡Les pagamos para que nos protejan!

– No lo sé, señor -balbuceó Moore-. Lo siento, señor, es sólo la teoría más probable. Tendremos que esperar a preguntar a Sara cuando esté en condiciones. Al señor Kurth le llegaban muchas cartas y paquetes con libros o posibles guiones para películas. Le aseguro que jamás se entregaba un paquete sospechoso y sólo los de remitente identificado y aceptado por Sara entraban en su oficina.

Se hizo el silencio. La furia de Davis parecía haber remitido y quedó como deshinchado. Su avanzada edad se manifestaba ahora como nunca antes, haciéndole parecer más pequeño.

– David -intervino White-, los empleados están muy excitados y no creo que nadie esté haciendo otra cosa que hablar de esta desgracia. Propongo que, en honor de Steve, los enviemos a casa y se cierre el edificio durante el resto del día en señal de duelo.

– Si me permite, señor -dijo Moore-. Es una buena idea. Deberíamos desalojar el edificio por si hay más bombas. Además, la policía está insistiendo en ello.

– ¡Y una mierda! ¡No vamos a desalojar el edificio! -repuso Davis golpeando la mesa con la palma de la mano. La súbita elevación de su voz sobresaltó a los concurrentes-. ¡Eso es lo que quiere el hijo de puta de la bomba! -El viejo se interrumpió un momento y, uno a uno, buscó con su mirada los ojos de los reunidos-. ¡Quieren intimidarnos, asustarnos, doblegarnos! ¡Ah no, David Davis no les dará ese placer!

– Perdona, David, pero algunos empleados están al borde del pánico por temor a otra bomba. No les podemos pedir que sean héroes -habló Andersen-. Creo que es buena idea cerrar hoy el edificio.

– Esta Corporación, como otras del país, está permanentemente amenazada -contestó con calma Davis- y algunos de nosotros mucho más. ¿Cuántas amenazas recibes a la semana, Tom?

– Bastantes -afirmó el presidente del grupo televisivo.

– Señor Moore, ¿cuántas amenazas, insultos y bromas de mal gusto reciben nuestras centralitas?

– Docenas al día, señor.

– Charly, ¿cuántas cartas recibimos con comentarios negativos sobre nuestros programas de televisión o películas, que van desde un desacuerdo razonado hasta el insulto o incluso la amenaza de muerte?

– Incontables, David -contestó White.

– ¡Incontables, ésta es la palabra! -continuó Davis subiendo de nuevo el tono-. ¡Steve había recibido incontables coacciones y amenazas de muerte! ¡Yo recibo incontables coacciones y amenazas de muerte! ¿Sabéis qué hago con ellas?

La mayoría de los asistentes movió ligeramente la cabeza afirmando conforme Davis les miraba.

La costumbre del presidente ejecutivo de seleccionar y coleccionar las cartas amenazantes más originales y violentas, o las escritas por alguien importante, para luego enmarcarlas y colgarlas en todos los aseos de la planta trigésimo segunda era casi de dominio público. Las paredes de los aseos estaban materialmente cubiertas de tales cuadros de techo a suelo, y los más intimidantes se ubicaban en los excusados.

– ¡Me cago en ellas! -añadió después de la pausa-. ¡Yo no sólo luché por este país y contra los nazis, sino también por la libertad! ¡Incluida la libertad de expresar ideas!

Todos sabían que Davis había combatido voluntario como piloto de caza en Europa durante la Segunda Guerra Mundial y que poseía la medalla al valor.

– Steve no es el primer amigo que he visto morir a mi lado. -Su voz se quebró.

Los demás le miraban consternados y con el corazón en un puño. Sus ojos estaban brillantes por las lágrimas. ¿Iba David Davis, leyenda de duro entre los duros de Hollywood, a llorar?

– En la época del senador McCarthy y su caza de brujas conseguimos sobrevivir con dignidad -continuó con voz más firme-. Directores, guionistas, actores, todo el mundo lo sabe y se nos respeta por ello.

»¿Con qué frecuencia los defensores de la mayoría moral bloquean las centralitas, mandan toneladas de cartas, presionan a los anunciantes de nuestras televisiones porque en un talk show se habló a favor del aborto, o porque en tal película se hace apología de las madres solteras o por lo que llaman lenguaje obsceno? Cualquier pretexto es bueno.

»¿Con qué frecuencia hacen lo mismo desde el otro extremo? Alegan que damos papeles «indignos» en nuestras producciones a hispanos y a negros, o que pagamos menos por el mismo trabajo a las actrices que a los actores, o que no les gusta la cara de alguien. También bloquean centralitas, amenazan, y presionan a los anunciantes.

»Cada día aparecen nuevos grupos de radicales. Incluso una organización extremista hebrea nos acusó de apoyar la causa árabe contra los judíos. ¡Y promovió un boicot! ¡Diablos! Steve era judío, yo soy judío, y desde esta casa hemos apoyado activamente la justicia y el derecho del estado de Israel. Pero no somos fanáticos y los árabes también son seres humanos.

»Siempre hemos seguido lo que nuestra conciencia dice que es lo correcto y no nos dejamos intimidar. Lo hicimos cuando Steve vivía y lo haremos ahora que uno de esos locos hijos de puta lo ha matado. -Se encaró a Charles White-. Y al contrario de lo que tú propones, en señal de respeto a Steve, hoy se trabajará normalmente.

– David, como presidente del Departamento Legal -dijo con sumo cuidado Andrew Andersen- debo insistir en la recomendación de cerrar las oficinas de inmediato como sugiere la policía. De existir otra bomba y resultar alguien herido o muerto, los juicios y las demandas por imprudencia temeraria no sólo costarían fortunas en indemnizaciones, sino que es probable se resolvieran en condenas de cárcel para alguno de nosotros.

– ¿Y darle el placer que busca al asesino? ¿Y enseñarle el camino para futuros chantajes? ¡No, absolutamente no!

– David, por favor, considéralo de nuevo -insistió Andersen-. Nadie pensará en ningún tipo de debilidad, sino en una señal de duelo lógica y natural.

– ¡Ya basta, Andy! He oído tu consejo y el de los otros. Has hecho tu trabajo y has puesto a salvo tu bonito culo de abogado. La decisión es mía y asumo personalmente toda la responsabilidad; no estaría yo en el negocio de hacer películas si no supiera asumir riesgos.

El silencio se hizo denso. Al cabo de unos momentos Tom Palmer se atrevió a hablar.

– ¿Cómo manejaremos la noticia ante los periodistas?

– Debiéramos minimizar su impacto -recomendó Cooper-. El asunto será muy negativo para nuestra cotización en bolsa. El valor de nuestras acciones se va a resentir. No sólo hemos perdido a un ejecutivo clave, sino que ha sido asesinado por una bomba instalada en el corazón de la oficina central de nuestra Corporación. Si Wall Street considera que la David Communications es el objetivo de un grupo terrorista, los inversores huirán de nuestros valores.

– Desde luego que vamos a minimizar el impacto de la noticia -admitió Davis-, pero no por la maldita jodida bolsa. Los criminales deben disfrutar lo menos posible de su crimen.

– Podríamos referirnos a lo sucedido como un «accidente» -propuso Andersen-, como una explosión de gas o algo así.

– Difícil, porque el edificio no tiene gas en esa planta, pero no imposible. -Intervino Palmer.

– Eso sería aceptable, pero como último recurso -dijo Davis-. Simplemente quiero que no se hable del suceso. Tom, encárgate de contactar personalmente con los directores de las demás cadenas de televisión. Charles, a través de nuestra agencia de relaciones públicas, controla las radios y los periódicos. Aquí no ha pasado nada, ¿entendido?

Todos asintieron con la cabeza.

– Me temo que habrá dos o tres difíciles de convencer -anunció Palmer.

– En ese caso diles que voy a hablar con sus jefes -contestó Davis-. Con bomba o sin ella aún puedo patear unos cuantos culos. Y quiero hablar en persona con el policía a cargo de este asunto.

– Sí, señor. ¿Cuándo quiere verlo? -se apresuró Moore.

– Quizá hoy por la tarde, o mañana. Ahora tengo otras prioridades.

– ¿Anna? -preguntó Andersen.

– Sí, precisamente. -Davis parecía de pronto fatigado-. Ya he hablado con su hijo. Iremos con el doctor de la familia para darle la desgraciada noticia.

»Es probable que las honras fúnebres sean el sábado y se restrinjan a la familia y los amigos íntimos.

»Mañana, a partir de las doce, no trabajaremos en señal de luto. Se comunicará mi agradecimiento personal a los empleados, que se dirijan a su iglesia, sinagoga o templo para rezar por Steve.

» La Torre permanecerá abierta, pero se cancelarán las visitas programadas para la tarde. Sólo se atenderá a las personas que hayan hecho largos desplazamientos y no puedan cambiar su cita. Se hará por respeto a ellas; no por negocio. Las entrevistas serán breves. Al final de la tarde los empleados volverán al edificio, donde los jefes de departamento o sección leerán una nota en honor de Steve antes de la salida. ¿Queda claro?

Todos asintieron.

– David -dijo Andersen-, es inevitable que los empleados hablen entre sí y que el rumor de lo que ocurrió en realidad se extienda.

– No importa. Si los medios de comunicación no hablan de ello, la noticia no existe. No ha pasado nada. Aun así espero que hables tú personalmente con los que vivieron la explosión en la planta treinta y una y con los que vieron el cuerpo en la calle. Agradeceré su discreción.

– ¿Alguna nota oficial para el exterior de la compañía? -preguntó Palmer.

– No, y en cualquier caso nos referiremos a lo ocurrido siempre como «el fallecimiento de Steve», ¿entendido?

Más asentimientos.

– Andrew.

– Sí, David.

– Habla tú ahora con ese policía. Dile que le hago responsable directo de que su gente tenga la boca cerrada cuando salgan de este edificio. Dile que se juega el culo. Que sepa que el alcalde de la ciudad está siempre sentado al lado del teléfono esperando a que yo le llame.

Davis calló un momento, y el silencio fue general. Luego continuó con lentitud premeditada y arrastrando las palabras.

– Dile que espero que encuentre pronto a los culpables. Dile que lo tomaré como un favor personal y yo siempre recuerdo los favores. Dile que si encuentra a diez de esos fanáticos responsables del asesinato, mejor que si es sólo uno. Que no se preocupe, que por muy buenos abogados que tengan, se hará justicia. La piel de esos miserables no vale nada. Yo sé lo que hay que hacer.

»Gracias. Esta reunión ha terminado. -Sin decir más, salió.

Todos sabían lo que sus palabras significaban.

Levantándose de inmediato, Andersen se dirigió al extremo de la mesa donde un pretoriano tomaba notas.

– Fred, no incluyas los últimos comentarios de Davis en la minuta de la reunión -le dijo.

8

Hacía frío en la calle; la radiante mañana había terminado en una tarde deslucida y ligeramente brumosa.

El sol se había ocultado en algún punto del Pacífico, los automóviles tenían los faros prendidos y en la San Diego Freeway el tráfico era denso. Las luces formaban dos enormes serpientes luminosas y gemelas, roja hacia el sur, blanca hacia el norte, moviéndose lentas y sinuosas.

En la radio sonaba una melancólica música country de amores no correspondidos.

No; no podía ir a su apartamento ahora. Le estaba esperando allí, acurrucada entre sus muebles. Era ella otra vez. La maldita soledad.

Jaime tomó la siguiente salida, condujo su BMW por una avenida pobremente iluminada y aparcó frente a un edificio de una sola planta y exterior decorado en madera. Un gran rótulo luminoso donde se leía «Ricardo's» dominaba las últimas luces del día.

Al empujar la puerta, un aroma de brandy, ron y tabaco, junto a un cálido ritmo caribeño, le saludó.

El establecimiento lucía una barra de madera larga y lustrosa, con dorados metálicos y altos taburetes a juego. El interior, amueblado con mesas bajas y unos sofás, estaba ocupado por unas parejas medio escondidas en la zona menos iluminada. Dos mujeres y un hombre bailaban salsa en la pista, bajo un pequeño escenario para música en vivo.

Jaime se sentó en uno de los taburetes. Una hermosa rubia de falda ajustada se encontraba varios metros más allá en la barra, y sus miradas se cruzaron. Pudo ver su sonrisa, dientes blancos, generosos labios rojos y brillantes ojos azules. Ella mantuvo la mirada unos momentos, mientras Jaime le devolvía la sonrisa, para luego atender a las evoluciones de los danzarines.

¿Era una sonrisa de invitación o un simple saludo? ¿O quizá se reía de su camisa manchada de café? Deseó tener algo en sus manos, una copa o un cigarrillo. Pero había dejado de fumar cinco años atrás.

– ¡Bienvenido, hermanito! ¿Cómo te va? ¡Qué gusto verte de nuevo! -Ricardo apareció detrás del mostrador, sonriente y secándose las manos con un paño blanco.

Los dos hombres se estrecharon con fuerza ambas manos por encima de la barra.

– Bien, ¿y tú?

– Bien, hombre, pero con malas noticias para ti. -Ricardo mostraba grandes dientes blancos bajo su recto y poblado bigote negro.

– ¿Cómo?

– Sí -dijo bajando la voz al tiempo que hacía un gesto con la cabeza en dirección a la chica-. La rubita estará acompañada. ¡Chin, mano! Lo siento. -Sus ojos brillaban con malicia.

Jaime se sintió más aliviado que apenado, como si su amigo le hubiera solucionado un dilema.

– Ricardo, debes promocionar mejor tu maldito local entre las señoritas solitarias.

– ¡Sí, señor! Voy a hacer lo posible. ¿Cubalibre?

– No, hoy no. Tráeme un brandy.

Mientras Ricardo se alejaba, Jaime giró en dirección a la pista. Las dos muchachas movían las caderas al ritmo cálido de la música. Detuvo la mirada en el sensual movimiento de curvas y empezó a seguir el ritmo con los pies.

El hombre, vestido con chaqueta y corbata, bailaba erguido con movimientos austeros y dirigiendo su mirada y sonrisa alternativamente a ambas mujeres.

Más allá la rubia recibía con un largo beso en la boca a un muchacho moreno. Al finalizar el beso lanzó una nueva mirada y media sonrisa a Jaime antes de empezar a hablar con el chico.

Jaime se giró hacia la barra buscando a Ricardo con la vista.

– Mierda, ¿dónde se ha metido? -murmuró entre dientes. Sus pies habían perdido el ritmo de la música.

Pero allí apareció Ricardo con unas copas, la botella de brandy y su sonrisa.

– ¡Eh, Jaime! ¿Qué le pasó a tu camisa?

– El café, esta mañana.

– ¡Bonita mancha, amigo! -Ricardo tenía poco trabajo y ganas de hablar-. Cuéntame cómo le hiciste para ensuciarte así la camisa sin manchar tu elegante corbata de al menos ochenta dólares.

– El día que tú me cuentes cómo mantienes el bigote tan negro a pesar de tu edad.

– Bien, hombre, ¿cómo está tu hija? -Ricardo desvió la conversación-. ¿Qué edad tiene ya?

– Jenny tiene ocho niños. Está muy bien. La veré este fin de semana.

– ¿Continúa Delores con el gringo?

– Sí, y el gringo es un buen hombre. Trata muy bien a la niña.

– Bueno, pero nunca entenderé cómo una mujer tan hermosa puede tener el mal gusto de irse con un tipo como ése. Perdona, ahora vuelvo.

Con su mejor sonrisa, Ricardo se fue a atender al chico que continuaba hablando animadamente con la rubia.

Sí, Delores y él venían frecuentemente aquí cuando estaban enamorados. Parecía haber pasado tanto tiempo que le resultaba difícil pensar qué ocurrió en esta vida. Había conocido a bastantes mujeres en los últimos años, pero no logró sentir aquello por ninguna. La vida es corta, se dijo, y por eso los juramentos eternos tienen un plazo aún más corto.

– Mis amigos de la policía me contaron que hubo una explosión donde trabajas, en la Torre Blanca, pero no lo he podido ver en la tele. -Ricardo interrumpió sus pensamientos.

– Sí, y un pez gordo voló por una ventana.

– Bueno, entonces quizá fuera un gran pajarraco. -Ricardo rió-. O quizá un pez volador.

– Muy gracioso, Ricardo. El hombre no era un mal tipo.

– Bien, lo siento. ¿Qué te pasa? Estás bastante chingado.

– Hay días mejores y otros peores, eso es todo.

– ¡Vamos, hombre! -dijo Ricardo sirviendo un brandy a ambos-. Un cubano de pura cepa como tú no se raja por tontadas. Sean tiros o bombas.

– No es eso. O al menos es sólo una parte. A veces te aburre lo que haces. No ves que vayas a ningún lugar, pasan los años y te das cuenta de que has dejado por el camino lo mejor de ti mismo.

– ¡Pero si estás hecho un jovencito!

– Treinta y nueve, amigo. Pero no es eso. ¿Dónde está aquello con lo que yo soñaba a los diecinueve? ¿Te acuerdas de cómo veíamos tú y yo la vida a los veinte? El mundo era romántico y estaba lleno de ideales.

– ¡Pero qué mala onda traes hoy, Jaime! ¡Pero si te has convertido en un exitoso alto ejecutivo de una de las mayores corporaciones de América! Manejas un gran coche de importación, tienes tu velero en Newport y si vives en un departamento en lugar de en una casa es porque quieres. ¿Qué más puede pedir un hispano en América? ¿Quieres ser el presidente del país? ¿Es eso lo que deseas?

– No. Ni quiero eso y tampoco quiero lo que tengo. Un yuppie. Me he convertido en un yuppie y, para mayor desgracia, cuando los yuppies ya están pasados de moda.

– Ahora me dirás que añoras tu tiempo de flores, pelo largo y guitarra, cuando andábamos sucios y con hambre. Éramos unos hippies de mierda.

– Sí, lo añoro. Pero no añoro tanto la estética como la ética. ¿Dónde están el idealismo, la poesía, la búsqueda de la libertad? Me niego a aceptar que todo lo compre el dólar. Que llegue el final y seamos sólo una cuenta bancaria a repartir.

– Jaime, no hay más brandy para ti -le dijo muy serio Ricardo llevándose la botella-. Te sienta mal.

9

Paró como en otras ocasiones en Roco, hamburguesería casera regentada por una familia griega, donde se podía comer una de las hamburguesas americanas más auténticas. Pidió ensalada, patatas fritas y, cómo no, hamburguesa y cerveza.

Su humor no había mejorado mucho en el trayecto desde Ricardo's y, como no tenía mucho apetito, se dedicó a contemplar al resto de comensales. Varias mesas estaban ocupadas por jóvenes, quizá se preparaban para una fiesta. Bromeaban y reían. Unas parejas de mediana edad y tres mesas de un solo comensal. Dos hombres y una mujer cercana a la treintena componían el club de los solitarios.

¿Qué finalidad buscarían en su vida? ¿Sobrevivir lo mejor posible? ¿Qué ilusiones tendrían? ¿Cómo saberlo con el muro que les separaba? Podría llamar a Mary-Anne y contarle cómo se sentía. Estaban saliendo, sin mucho entusiasmo, desde hacía unas semanas, pero era una relación superficial, vacía. No le apetecía abrirse tanto con ella. Aún no. Debería ir a algún lugar, buscar alguien nuevo con quien poder comunicarse, compartir su angustia, relacionarse. Intentarlo.

Pero no; decidió ir a casa sin terminar la comida. Hoy no lo intentaría. Una noche de más o de menos en una vida no tenía mayor importancia.

Un pensamiento le asaltó. ¿Y si fuera la noche en que estaba destinado a conocer a esa persona maravillosa, ese lugar inolvidable o vivir esa experiencia única?

Sacudiendo la cabeza, se dijo que no había demasiadas probabilidades.

– Tiempo sin verte, amiga -le dijo con una sonrisa a una guitarra clásica, en bastante buen estado, que recuperó del fondo de un armario.

Desde el ventanal del salón podía ver la calle. Más allá las luces de un restaurante mejicano en una construcción de estilo español. A pesar de la oscuridad adivinaba el bonito jardín.

Y aún más allá sabía que estaba el océano.

Afinó su guitarra y ensayó unos acordes. Era su máquina personal del tiempo.

Y fue, poco a poco, viajando a un tiempo pasado de ilusiones, ideales de libertad y esperanzas conforme los viejos acordes venían a su mente. Tarareó un poco, tomó un sorbo de brandy y empezó a cantar suavemente para sí mismo: The answer my friend is blowing in the wind. The answer is blowing in the wind.

Era un tiempo en que existían motivos para luchar. Continuó cantando y tomando brandy. A través de su ventana fue capaz de distinguir una estrella que ganó su propia guerra a la oscuridad de la noche y a las luces de la ciudad.

– ¡Bienvenida, bonita!

Le dedicó una canción. Poco a poco se dio cuenta de que tenía un público de estrellas. Bellas, frías e inmutables. ¿Cuánta gente y en cuántos lugares verían las mismas estrellas?

Quizá las estaría viendo esa mujer. La mujer con la que él soñaba. Esa que posiblemente no existía. O quizá sí. Viajó más allá en el tiempo y cambió de lugar y de lengua.

Cuando salí de Cuba, dejé mi vida dejé mi amor.

Cantaba suavemente, sintiendo la letra.

Cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón…

Y así, en español, continuó cantando a una tierra donde había estado poco tiempo físicamente pero mucho en pensamiento. Y a unas raíces que eran suyas pero estaban muy lejanas en el tiempo y el espacio.

Una luna cuarto creciente vino a sumarse al público de las estrellas.

Luna que te quiebras sobre las tinieblas…, le cantó como bienvenida.

De pronto se fue más lejos en el tiempo. Cuando cantaba con su padre canciones de una tierra más lejana y de un tiempo mucho más lejano. Y cambió a una lengua antigua que aprendió de su padre y que sólo con él hablaba. Cantó viejas canciones heredadas de los trovadores medievales, de las olas del Mediterráneo, del olivo y del naranjo.

A la vora de la mar hi ha una donzella… Veu venir un mariner que una nau mena.

Y así, convertido en viejo juglar, cantó canciones de caballeros y damas. De amores, guerras y nobles malvados condenados al infierno. Tierras y tiempos de leyenda donde el hombre luchaba contra el demonio y contra los dragones. Y donde los ideales y su dama eran el estandarte de los caballeros.

Mientras, poco a poco, empujada por la música, la luna iba subiendo en el oscuro cielo.


Cuando el despertador sonó el día siguiente, Jaime se sentía espeso. Junto a su guitarra se amontonaba la ropa de la noche anterior. Más allá, vio la botella de brandy vacía, una camisa que lucía un gran lamparón de café y su flamante corbata yuppie de cien dólares. Manchada de brandy.

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