LIBRO OCTAVO

53

Llegué a Las Vegas a última hora de la noche, y Gronevelt me pidió que cenase con él en sus habitaciones. Bebimos algo y los camareros subieron una mesa con la cena que habíamos pedido. Observé que el plato de Gronevelt tenía porciones muy pequeñas. Parecía más viejo y más apagado. Cully me había hablado de su ataque, pero no podía ver ninguna prueba de que lo hubiese tenido, salvo que quizá se movía más lentamente y tardaba más en contestarme cuando hablaba.

Miré el cuadro de mandos que tenía detrás de su escritorio, el que Gronevelt utilizaba para bombear oxígeno puro en el casino.

– ¿Cully te habló de esto? -dijo Gronevelt-. No debía haberlo hecho.

– Algunas cosas son demasiado buenas para no contarlas -dije-. Y, además, Cully sabía que yo guardaría el secreto.

Gronevelt sonrió.

– Lo creas o no, lo utilizo como un acto de bondad. Da a todos los perdedores una pequeña esperanza y un último impulso antes de que se vayan a la cama. Me fastidia imaginar a los perdedores intentando irse a dormir. Los que ganan no me importan. La suerte puedo aceptarla, es la habilidad lo que no puedo permitirme. Mira, nunca pueden con el porcentaje y yo tengo el porcentaje. Eso es tan cierto en la vida como el juego. El porcentaje siempre acabará haciéndote polvo.

Gronevelt divagaba, pensando en su próxima muerte.

– Hay que hacerse rico en la oscuridad -dijo-. Hay que vivir de acuerdo con los porcentajes, olvidarse de la suerte, que es una magia muy traidora.

Asentí con un gesto. Cuando terminamos de cenar, mientras tomábamos coñac, Gronevelt dijo:

– No quiero que te preocupes por Cully, así que te contaré lo que le pasó. ¿Recuerdas aquel viaje que hiciste con él a Tokio y a Hong Kong para traer aquel dinero? Bueno, pues por razones personales, Cully decidió repetir la suerte. Le advertí que no lo hiciese. Le dije que el porcentaje era malo y que había tenido suerte en aquel primer viaje. Pero, por razones personales, que no puedo explicarte, y que al menos para él eran importantes y válidas, decidió ir.

– Pero tú tuviste que darle permiso -dije.

– Sí -dijo Gronevelt-. Yo me beneficiaba con el viaje.

– Bueno, ¿qué le pasó? -pregunté.

– No lo sabemos -dijo Gronevelt-. Metió el dinero en sus maletas y luego, sencillamente, desapareció. Fummiro cree que está en Brasil o en Costa Rica viviendo como un rey. Pero tanto tú como yo conocemos mejor a Cully. Él no podría vivir fuera de Las Vegas.

– ¿Qué crees entonces que le pasó? -pregunté de nuevo a Gronevelt.

Gronevelt me sonrió.

– ¿No conoces ese poema de Yeats? Creo que empieza: «Más de un soldado y marino yacen, lejos del cielo de la patria». Eso es lo que le pasó a Cully. Creo que debe estar en el fondo de uno de esos bellos estanques que hay detrás de las casas de geishas del Japón. Supongo que eso debió fastidiarle mucho. Quería morir en Las Vegas.

– ¿Y qué has hecho? -dije-. ¿Se lo has comunicado a la policía o a las autoridades japonesas?

– No -dijo Gronevelt-. No es posible tal cosa, ni creo que tú debas hacerlo.

– Yo acepto lo que tú digas -contesté-. Quizás Cully aparezca algún día. Puede que entre en el casino con tu dinero como si nada hubiera pasado.

– Puede ser -dijo Gronevelt-. Pero, por favor, no pienses eso. No quiero que albergues ninguna esperanza. Debes aceptarlo tal como te lo digo. Es otro jugador al que ha aplastado el porcentaje, nada más.

Hizo una pausa y luego dijo, suavemente:

– Cometió un error al contabilizar el «zapato».

Sonrió.

Ahora sabía cuál era mi respuesta. Lo que en realidad estaba diciéndome Gronevelt era que Cully había sido enviado a una misión que Gronevelt había planeado, y que había sido Gronevelt quien había decidido aquel final. Y mirando a aquel hombre, me di cuenta de que no lo había hecho por malévola crueldad, ni por deseo de venganza, sino por lo que para él eran buenas y sólidas razones. Para él aquello era sencillamente un aspecto de su negocio.

Así, nos dimos la mano y Gronevelt dijo:

– Quédate todo el tiempo que quieras. Eres mi invitado.

– Gracias -dije-. Pero creo que me iré mañana.

– ¿Jugarás esta noche? -preguntó Gronevelt.

– Creo que sí -dije-. Pero sólo un poco.

– Bueno, ojalá tengas suerte -dijo Gronevelt.

Me acompañó hasta la puerta y me puso en la mano un paquete de fichas negras de cien dólares.

– Estaban en la mesa de Cully -dijo Gronevelt-. Estoy seguro de que le hubiese gustado que las jugases tú. Quizás este dinero te traiga suerte.

Hizo una breve pausa.

– Siento lo de Cully, le echo de menos -dijo.

– También yo -dije.

Y me fui.

54

Gronevelt me había dado una suite con el salón decorado en cálidos tonos marrones, una combinación muy acorde con el estilo habitual de Las Vegas. Yo no tenía ganas de jugar y estaba demasiado cansado para ir al cine. Conté las fichas negras, lo que heredaba de Cully. Eran diez; mil dólares. Imaginé lo feliz que se habría sentido si yo hubiese metido las fichas en mi maleta y hubiese dejado Las Vegas sin perderlas. Pensé que podría hacerlo.

No me sorprendía lo que le había pasado a Cully. Estaba casi en la esencia de su carácter el que al final jugase contra el porcentaje. En su interior, pese a ser un estafador nato, Cully era un jugador. Creía en su capacidad para contabilizar el «zapato»; por tanto, nunca podría ser rival de Gronevelt. Gronevelt podía aplastarlo todo con sus implacables porcentajes.

Intenté dormir, pero sin suerte. Era demasiado tarde para llamar a Valerie. Debía ser por lo menos la una de la madrugada en Nueva York. Cogí el periódico de Las Vegas que había comprado en el aeropuerto y, ojeándolo, vi el anuncio de una película, la última de Janelle. Interpretaba el segundo papel femenino, un papel de complemento, pero lo había hecho tan bien que había sido seleccionada para el premio de la Academia. La película se había estrenado en Nueva York hacía exactamente un mes y me había propuesto verla, así que decidí ir entonces. Aunque no había vuelto a ver a Janelle ni a hablar con ella desde aquella noche que me había dejado en la habitación del hotel.


Era una buena película. Contemplé a Janelle en la pantalla y le vi hacer todas las cosas que había hecho conmigo. En aquella pantalla inmensa, su rostro expresaba toda la ternura, todo el afecto, todo el anhelo sensual que había mostrado cuando nos acostábamos juntos. Mientras la veía, me preguntaba qué era la realidad. ¿Cómo se había sentido ella en realidad en la cama conmigo, cómo se había sentido en realidad allá arriba en la pantalla? En una parte de la película en que ella quedaba hundida por el rechazo de su amante, tenía la misma expresión desconsolada que me destrozaba el corazón cuando ella creía que la había tratado con crueldad. Me asombraba lo estrictamente que su actuación seguía nuestras pasiones más profundas y secretas. ¿Habría estado actuando conmigo, preparándose para aquel papel, o su actuación brotaba del dolor que habíamos compartido? No obstante, casi volví a enamorarme de ella sólo con verla en la pantalla, y me alegré de que, a fin de cuentas, todo le hubiese salido bien; que estuviese convirtiéndose en actriz de tanto éxito, que estuviese logrando todo lo que quería o creía querer de la vida. Y pensé: éste es el final de la historia. Aquí estoy yo, el pobre y desdichado amante, muy lejos, contemplando el éxito de su amada. Y pensé que todo el mundo sentiría lástima de mí. Yo sería el héroe por lo sensible que era, y ahora podría sufrir y vivir solo. El escritor solitario haciendo libros, mientras ella resplandecía en el mundo luminoso del cine. Y así es como me hubiese gustado dejar la historia. Le había prometido a Janelle que si escribía acerca de ella, nunca la mostraría como alguien derrotado o alguien de quien hubiese que compadecerse. Una noche que fuimos a ver Love Story ella se puso furiosa.

– Malditos escritores, siempre hacéis que la chica muera al final -dijo-. ¿Sabes por qué? Porque es el modo más fácil de librarse de ella. Te cansas de ella, y tú no quieres ser el malo, así que la liquidas y luego lloras y eres el héroe de mierda. Qué hipócritas asquerosos sois todos. Siempre queréis enterrar a las mujeres.

Se volvió hacia mí, con sus inmensos ojos castaño dorado oscureciéndose de cólera.

– No me mates nunca a mí, pedazo de cabrón.

– Lo prometo -dije-. Pero, ¿por qué andas tú diciéndome siempre que no quieres llegar a los cuarenta? Que procurarás quemarte antes.

A veces, me salía con este cuento. Le encantaba mostrarse lo más dramática posible.

– Eso no es asunto tuyo -dijo-. Para entonces, tú y yo ni siquiera nos hablaremos.

Salí del cine e inicié el largo paseo de vuelta al Xanadú. Era un largo paseo. Enfilé el principio del Strip y pasé hotel tras hotel, crucé ante sus fuentes de luz de neón y seguí caminando hacia las oscuras montañas del desierto que hacían guardia al final del Strip. Y pensé en Janelle. Le había prometido que si escribía sobre nosotros nunca la pintaría como a alguien derrotado, alguien a quien hubiese que compadecer. Ni siquiera alguien por quien hubiese que afligirse. Me había pedido que se lo prometiera y yo se lo había prometido, todo en broma.

Pero la verdad era distinta. Ella se negaba a quedar en las sombras de mi mente como hacían decentemente Artie y Osano y Malomar. Mi magia no funcionaba ya.

Porque cuando la vi en la pantalla, tan viva y llena de pasión, y volví a enamorarme de ella, ella ya estaba muerta.


Janelle, preparándose para la fiesta de Nochevieja, se maquillaba lenta y minuciosamente. Ladeó su espejo de aumento e inició el pintado de los ojos. La esquina superior del espejo reflejaba el apartamento que había tras ella. Era, desde luego, un desastre: ropas tiradas, zapatos por en medio, platos y tazas sucios en la mesita, la cama sin hacer. Recibiría a Joel en la puerta y no le dejaría entrar. El hombre del Rolls Royce, como le había llamado siempre Merlyn. Se acostaba con Joel de cuando en cuando, aunque no con excesiva frecuencia, y sabía que aquella noche tendría que hacerlo. Después de todo, era Nochevieja. Así que ya se había bañado, se había perfumado, había utilizado su desodorante vaginal; estaba preparada. Pensó en Merlyn y se preguntó si la llamaría. Llevaba dos años sin llamarla, pero muy bien podría llamarla aquel día o al día siguiente. Janelle sabía que no la llamaría de noche. Pensó un momento en llamarle, pero él se asustaría, el muy cobarde. Le daba tanto miedo estropear su vida familiar. Toda aquella estructura falsa que había construido a lo largo de los años y que utilizaba como soporte. Pero en realidad, no le echaba de menos. Sabía que él contemplaba su pasado con desprecio por haberse enamorado, y que ella miraba hacia atrás con una radiante alegría de que hubiese sucedido. A ella no le importaba que se hubiesen herido tanto recíprocamente. Ella le había perdonado hacía mucho. Pero sabía que él no, sabía que él había pensado tontamente que había perdido algo de sí mismo, y ella sabía que esto no era cierto, ni en su caso ni en el de él.

Dejó de maquillarse. Estaba cansada y tenía jaqueca. Se sentía también muy deprimida, pero eso le pasaba siempre en Nochevieja. Había pasado otro año, era un año más vieja, y ella temía la vejez. Pensó en llamar a Alice, que estaba pasando las fiestas con sus padres en San Francisco. Si Alice viese cómo estaba el apartamento, se horrorizaría; pero Janelle sabía que aun así se pondría a limpiarlo y no le haría ningún reproche. Sonrió pensando en lo que decía Merlyn, que ella utilizaba a sus amantes femeninas explotándolas brutalmente de un modo que sólo los maridos más machistas se atrevían a utilizar. Comprendió entonces que en parte era cierto. Sacó de un cajón los pendientes de rubíes, primer regalo que le hizo Merlyn, y se los puso. Verdaderamente le sentaban muy bien. Le encantaban.

Luego, sonó el timbre con insistencia y fue a abrir. Dejó pasar a Joel. Le importaba un pito que viese o no el desorden del apartamento. La jaqueca aumentaba por momentos, así que entró en el baño y tomó unos cuantos Percodan antes de salir. Joel estaba tan amable y encantador como de costumbre. Le abrió la puerta del coche para que entrase y dio la vuelta hasta el otro lado. Janelle pensó en Merlyn. A él siempre se le olvidaba tener un detalle como aquél, y cuando se acordaba se ponía nervioso. Hasta que, por fin, ella le dijo que no se molestase, que se olvidase por completo de aquello, abandonando así sus hábitos de beldad sureña.

Era la fiesta habitual de Nochevieja en una gran casa llena de gente. El aparcamiento estaba lleno de criados de chaqueta roja que se hacían cargo de los Mercedes, los Rolls Royce, los Bentley, los Porsche. Janelle conocía a muchos de los asistentes. Y hubo mucho galanteo y muchas insinuaciones, que ella cortó alegremente bromeando sobre su decisión para el nuevo año de mantenerse pura por lo menos un mes. Al aproximarse la medianoche, se sintió realmente deprimida y Joel se dio cuenta de ello. La metió en uno de los dormitorios y le dio un poco de cocaína. Janelle se sintió mejor y se animó inmediatamente. Pasó la prueba de la medianoche, el beso de todos sus amigos, los tanteos, y luego, de pronto, se dio cuenta de que su jaqueca volvía. Nunca en su vida había tenido una jaqueca tan fuerte y comprendió que debía volver a casa. Buscó a Joel y le dijo que estaba enferma. Él la miró y comprendió que sí lo estaba.

– No es más que dolor de cabeza -dijo Janelle-. Se me pasará, pero llévame a casa.

Joel la acompañó en coche y quiso entrar con ella. Ella se dio cuenta de que lo que él quería era quedarse, con la esperanza de que la jaqueca se esfumase y poder pasarlo bien al menos al día siguiente, en la cama con ella. Pero Janelle se sentía realmente mal. Le besó y dijo:

– No entres, por favor. De veras siento decepcionarte, pero me encuentro muy mal, en serio. Terriblemente mal.

Le alivió ver que Joel la creía.

– ¿Quieres que llame a un médico? -preguntó.

– No -dijo ella-. Tomaré unas pastillas y se me pasará.

Esperó a que él se fuera.

Luego, inmediatamente, entró en el, baño a tomar más Percodan; mojó una toalla y se la enrolló en la cabeza a modo de turbante. Iba camino del dormitorio cuando, al cruzar la puerta, sintió un terrible dolor en la nuca. Estuvo a punto de desplomarse. Por un momento pensó que alguien oculto en la habitación la había atacado, y luego pensó que se había dado en la cabeza con algo que sobresalía de la pared. Pero luego, otro golpe aplastante la hizo caer de rodillas. Entonces se dio cuenta de que estaba sucediéndole algo terrible. Consiguió arrastrarse hasta el teléfono que había junto a la cama y apenas pudo distinguir la etiqueta roja en la que estaba escrito el número de los servicios médicos; Alice lo había pegado allí cuando había estado visitándolas el hijo de Janelle, sólo por si acaso. Marcó el número y contestó una voz de mujer.

– Me siento muy mal -dijo Janelle-. No sé lo que me pasa, pero estoy muy enferma.

Le dio su número y la dirección, y dejó caer el teléfono. Consiguió subirse a la cama y, sorprendentemente, de pronto se sintió mejor. Se avergonzaba casi de haber llamado, porque en realidad no le pasaba nada grave. Luego, sintió otro terrible golpe que pareció estremecer todo su cuerpo. Su visión disminuyó y se redujo a un foco único. De nuevo se quedó atónita sin poder creer lo que le estaba pasando. Apenas podía ver los extremos de la habitación. Recordó que Joel le había dado un poco de cocaína y que aún la tenía en el bolso y salió tambaleándose hasta la sala para deshacerse de ella, pero en mitad de la sala su cuerpo se estremeció de dolor. Se le aflojó el esfínter y, a través de la niebla de una semiinconsciencia, comprendió que se había hecho encima. Con un gran esfuerzo, se quitó las bragas, limpió el suelo, las metió bajo el sofá, y luego se dio cuenta de que llevaba los pendientes; no quería que nadie se los robase. Le llevó lo que parecía muchísimo tiempo quitárselos; luego entró tambaleándose en la cocina y los echó al fondo de la parte superior del armario, que estaba cubierta de polvo, donde nadie miraría nunca.

Aún estaba consciente cuando llegaron los del servicio médico, percibió más o menos que la examinaban y que uno de los médicos miraba en su bolso y encontraba la cocaína. Creyeron que se trataba de un caso de sobredosis. Uno de los recién llegados la interrogó.

– ¿Cuántas drogas ha tomado usted esta noche?

– Ninguna -dijo ella desafiante.

– Vamos -dijo el médico-, intentamos salvarle la vida.

Y fue esa frase lo que salvó realmente a Janelle. Pasó a interpretar un papel que había interpretado ya. Utilizó una frase que utilizaba siempre para burlarse de lo que otros estimaban en mucho.

– Oh, por favor -dijo.

El Oh, por favor con un tono despectivo para demostrar que el que le salvasen la vida era la menor de sus preocupaciones y, en realidad, algo que ni siquiera debía tomarse en consideración.

No se desmayó en el viaje en ambulancia, y percibió claramente que la metían en la cama de la blanca habitación del hospital, pero por entonces todo aquello no le estaba pasando a ella. Estaba pasándole a alguien que ella había creado y que no era verdad. Podía salirse de aquello siempre que quisiese. Ahora estaba segura. En aquel momento sintió otro terrible golpe y perdió el conocimiento.


Al día siguiente de Año Nuevo recibí una llamada de Alice. Me sorprendió un poco oír su voz. En realidad, no la reconocí hasta que me dijo su nombre. Lo primero que relampagueó en mi mente fue que Janelle necesitaba ayuda en algún sentido.

– Merlyn, pensé que te importaría saberlo -dijo Alice-. Hace mucho tiempo que no nos vemos, pero pensé que debía decirte lo que ha sucedido.

Hizo una pausa, su voz era vacilante. Yo no dije nada, así que siguió:

– Tengo malas noticias sobre Janelle. Está en el hospital. Tuvo un derrame cerebral.

No capté lo que me decía, o mi mente se limitó a rechazar los hechos. Los registró sólo como una enfermedad.

– ¿Cómo está? -pregunté-. ¿Fue muy grave?

De nuevo aquella pausa y luego Alice dijo:

– Vive mecánicamente. Los análisis no muestran ninguna actividad cerebral.

Yo estaba muy tranquilo, pero aun así no lo captaba realmente.

– ¿Quieres decir que va a morir? -dije-. ¿Es eso lo que me dices?

– No, no es eso lo que te digo -dijo Alice-. Quizá se recupere, quizá puedan mantenerla viva. Ha venido su familia y serán ellos los que tomen las decisiones. ¿Quieres venir? Puedes estar en mi casa.

– No -dije yo-. No puedo.

No podía realmente.

– ¿Me llamarás mañana y me dirás lo que sucede? -añadí-. Iré si puedo ayudar en algo, pero en otro caso no.

Hubo un largo silencio, y luego Alice dijo con voz quebrada:

– Merlyn, me senté a su lado y está tan guapa como si no le hubiese pasado nada. Le cogí una mano y estaba caliente. Parece como si estuviese durmiendo. Pero los médicos dicen que no le funciona el cerebro. Merlyn, ¿se equivocarán? ¿Podrá mejorar?

En aquel momento, tuve la seguridad de que todo era un error, de que Janelle se recuperaría. Cully había dicho una vez que un hombre podía convencerse de cualquier cosa que desease y eso fue lo que hice.

– Alice, a veces los médicos se equivocan. Puede mejorar. No hay que perder las esperanzas.

– Está bien -dijo Alice; ahora estaba llorando-. Oh, Merlyn, es tan terrible. Está allí en la cama tendida, durmiendo, como una princesa encantada, y yo sigo pensando que puede suceder algo mágico, que se pondrá bien. No soporto la idea de vivir sin ella. Y no puedo dejarla así. Ella no soportaría vivir de ese modo. Si ellos no quisieran poner fin a esto, yo lo haré. No la dejaré vivir así.

Oh, qué oportunidad tan magnífica de convertirme en un héroe. Una princesa de cuento de hadas muerta en un encantamiento, y Merlin el Mago que sabía cómo despertarla. Pero ni siquiera me ofrecí a ayudarla en su propósito.

– Hay que esperar y ver lo que pasa -dije-. Llámame, ¿de acuerdo?

– Bien -dijo Alice-. Simplemente pensé que te importaría saberlo. Pensé que quizás quisieras venir.

– En realidad, hace mucho tiempo que no la he visto ni hablado con ella -dije; luego recordé a Janelle preguntando: «¿Me negarías?» y yo diciendo entre risas: «Con todo el corazón».

– Te quería más que a ningún otro hombre -dijo Alice.

Pero no dijo «más que a nadie», pensé. Dejaba a las mujeres.

– Quizás se ponga bien -dije-. ¿Volverás a llamarme?

– Sí -dijo Alice.

Su voz estaba más calmada ya. Había empezado a percibir mi rechazo y esto la desconcertaba.

– Te llamaré en cuanto pase algo -dijo. Luego colgó.

Y yo me eché a reír. No sé por qué me reía, sencillamente me reía. No podía creerlo. Debía ser una de las bromas de Janelle. Era demasiado ofensivamente dramático, algo sobre lo que yo sabía que ella había fantaseado; sin duda había montado ella aquella pequeña comedia. Y sabía algo: nunca miraría su rostro vacío, su belleza abandonada por el cerebro que había tras ella. Nunca jamás contemplaría aquello, porque me volvería de piedra. No sentía ningún dolor, ninguna sensación de pérdida. Era demasiado cauto para eso. Demasiado astuto. Estuve paseando el resto del día, cavilando. De cuando en cuando me reía, y luego me sorprendía con la cara contraída en una especie de mueca, como alguien que tuviera un secreto deseo culpable que se hubiese cumplido, o alguien que por fin está atrapado para siempre.

Alice me llamó al día siguiente, tarde ya.

– Ahora está perfectamente -dijo.

Por un momento, pensé que lo decía en serio, que Janelle se había recuperado, que todo había sido un error. Pero luego añadió:

– Desconectamos. Le retiramos las máquinas y ha muerto.

Los dos guardamos un largo silencio. Luego, me preguntó:

– ¿Vendrás al funeral? Se hará un homenaje póstumo en el cine. Vendrán todos sus amigos. Habrá una fiesta con champán y todos sus amigos pronunciarán discursos hablando de ella. ¿Vendrás?

– No -dije-. Iré dentro de un par de semanas a verte, si no te importa, pero ahora no puedo.

Hubo otro largo silencio, como si ella intentase controlar su cólera, y luego dijo:

– Janelle me dijo una vez que confiase en ti, así que lo hago. Siempre que quieras venir, te veré.

Y luego colgó.


El Hotel Xanadú se alzaba ante mí, su marquesina de un millón de dólares de luces brillantes ahogaba las solitarias montañas que quedaban tras él. Entré, soñando con aquellos días y meses y años felices que había pasado viendo a Janelle. Desde su muerte había pensado en ella casi todos los días. Algunas mañanas me despertaba pensando en ella, imaginando su aspecto, lo afectuosa que podía ser a veces y lo irascible que podía ser al mismo tiempo.

En aquellos primeros minutos del despertar, siempre creía que aún seguía viva. Imaginaba escenas de cuando nos encontrásemos de nuevo. Tardaba cinco o diez minutos en recordar que había muerto. No me había pasado aquello con Osano ni con Artie. En realidad, pensaba en ellos muy pocas veces. ¿Me preocupaba más por ella? Pero, entonces, si sentía eso hacia Janelle, ¿por qué aquella risa nerviosa cuando Alice me comunicó la noticia por teléfono? ¿Por qué el día en que me había enterado de su muerte me había reído solo tres o cuatro veces? Y ahora comprendo que quizás fuese porque estaba furioso con ella por morirse. A su tiempo, si ella hubiese vivido, la hubiese olvidado. Pero su artimaña le permitiría acosarme toda la vida.

Cuando vi a Alice unas semanas después de la muerte de Janelle, me enteré de que el derrame cerebral se debía a un defecto congénito del que Janelle quizás no estuviese enterada.

Recordé lo furioso que me ponía cuando ella llegaba tarde, o las pocas veces que se olvidó del día en que habíamos quedado en vernos. Yo estaba absolutamente seguro de que se trataba de olvidos freudianos, de que su inconsciente deseaba rechazarme. Pero Alice me explicó que esto le sucedía muy a menudo a Janelle, y que poco antes de su muerte, la cosa había empeorado. Se relacionaba sin duda con el aneurisma progresivo, con el fatal deterioro de su cerebro. Y luego recordé aquella última noche que había pasado con ella, en la que me había preguntado si la amaba y yo le había contestado con tanta insolencia. Y pensé que si pudiese preguntármelo ahora, habría reaccionado de un modo muy distinto. Que ella podía ser y decir y hacer lo que desease, que yo aceptaría cualquier cosa que ella quisiese ser. Que sólo la idea de poder verla, de que estuviese en algún sitio al que yo pudiese ir, que pudiese oír su voz o su risa podría hacerme feliz. «Oh, vamos, entonces», pude oírle preguntar, satisfecha pero furiosa también, «dime, ¿es lo más importante para ti?» Ella quería ser lo más importante para mí, y para todas aquellas personas a las que conocía, a ser posible para el mundo entero. Tenía una inmensa sed de afecto. Pensé en acres comentarios para que ella me los hiciese tumbada en la cama, con el cerebro destrozado mientras yo la contemplaba afligido. Ella diría: «¿No es así como me querías? ¿No es así como quieren los hombres a las mujeres? Creí que esto sería lo ideal para ti». Pero luego comprendí que ella jamás habría sido tan cruel, ni tan vulgar. Y luego comprendí algo extraño: mis recuerdos de ella nunca tenían que ver con nuestras relaciones sexuales.

Sé que sueño con ella muchas veces de noche, pero nunca recuerdo tales sueños. Sólo me despierto pensando en ella como si aún siguiese viva.


Estaba al final mismo del Strip, a la sombra de las montañas de Nevada, contemplando el inmenso nido de resplandeciente neón que era el corazón de Las Vegas. Jugaría aquella noche, y por la mañana temprano cogería el avión a Nueva York. La noche siguiente dormiría con mi familia, en mi casa, y trabajaría en mis libros en mi habitación solitaria. Estaría seguro.


Crucé las puertas del casino del Xanadú. Estaba helado por el aire frío. Dos putas negras pasaron deslizándose cogidas del brazo, sus enmarañadas pelucas resplandecientes; una chocolate oscuro, la otra de un castaño claro. Luego putas blancas de botas y pantalones cortos, ofreciendo sus muslos de un blanco opalino, pero con rostros espectrales y huesudos, deslustrados por la luz de los candelabros y los años de cocaína. En las mesas de fieltro verde del veintiuno, una larga hilera de talladores alzaron las manos y las mostraron en el aire.

Crucé el casino hacia el sector de bacarrá. Cuando me aproximaba al recinto cerrado por la baranda gris, la multitud que había frente a mí se dispersó para extenderse por el sector de dados, y vi despejada la zona de bacarrá.

Me esperaban cuatro «santos» de corbata negra. El croupier que dirigía el juego alzó la mano derecha para detener al banquero que tenía el «zapato». Me miró rápidamente, y sonrió al reconocerme. Luego, sin bajar la mano, entonó:

– Una carta para jugador.

Los supervisores, dos pálidos Jehovás, se inclinaron hacia adelante.

Me alejé a echar un vistazo al casino. Sentí una oleada de aire oxigenado y me pregunté si el senil y tullido Gronevelt, desde sus solitarias habitaciones de arriba, habría pulsado sus botones mágicos para mantener despierta a toda aquella gente. ¿Y si hubiese pulsado el botón para que Cully y todos los demás murieran?

Allí de pie, absolutamente inmóvil, en el centro del casino, busqué con la mirada, para empezar a jugar, una mesa que me trajese suerte.

55

«Sufro, pero aun así no vivo. Soy una X de una ecuación indeterminada. Soy una especie de fantasma en vida que ha perdido todo principio y todo fin».

Leí esto en el orfanato cuando tenía quince o dieciséis años, y creo que Dostoievski lo escribió para mostrar la ilimitada desesperación de la humanidad y quizás para infundir terror en los corazones de todos y moverles a creer en Dios. Pero entonces, de niño, cuando lo leí, fue un rayo de luz. Me confortó. Si era un fantasma, no podía asustarme. Pensé que aquella X y su ecuación indeterminada eran un escudo mágico. Y ahora, tras permanecer tan cautamente vivo, tras superar todos los peligros y los sufrimientos, no podía utilizar ya mi viejo truco de proyectarme hacia adelante en el tiempo. Mi propia vida ya no era tan dolorosa y el futuro no podía salvarme. Estaba rodeado de innumerables mesas de azar y no me hacía ya ninguna ilusión. Ahora ya conocía el hecho elemental de que pese a los cuidadosos planes que hiciera, por muy astuto que fuese, pese a mis mentiras o a mis buenas acciones, no podía ganar en realidad.

Aceptaba por fin el hecho de que ya no era un mago. Pero, qué demonios, aún seguía vivo y no podía decir lo mismo de mi hermano Artie ni de Janelle ni de Osano. Ni de Cully ni de Malomar ni del pobre Jordan. Ahora comprendía a Jordan. Era muy simple: la vida era demasiado para él. Pero no para mí. Sólo se mueren los tontos.

¿Era yo un monstruo por no lamentarme, por desear tanto seguir vivo? ¿Hasta el punto de poder sacrificar a mi único hermano, mi único principio, y luego a Osano y a Janelle y a Cully, y nunca sufrir por ellos y sólo llorar por uno? ¿Hasta el punto de que el mundo que yo mismo había construido pudiese consolarme?

Cómo nos reímos del hombre primitivo por su inquietud y su terror ante todos esos trucos de charlatán de la naturaleza, y cómo nos aterran, sin embargo, a nosotros los miedos y los sentimientos de culpabilidad que rugen en nuestras propias cabezas. Lo que consideramos nuestra sensibilidad no es más que una etapa evolutiva superior del terror de un pobre y torpe animal. Sufrimos por nada. Nuestro propio deseo de muerte es nuestra única tragedia verdadera.

Merlin, Merlin. Sin duda han pasado ya mil años y al fin debes despertar en tu cueva, ponerte tu gorro cónico tachonado de estrellas y salir a un mundo nuevo y extraño. Y, pobre cabrón, con tu astuta magia, ¿te sirvió de algo dormir esos mil años, con tu hechicera en su tumba, y nuestros dos Arturos convertidos en polvo?

¿O tienes aún un último encantamiento que pueda funcionar? Una apuesta arriesgada; pero ¿qué es eso para un tahúr? Yo aún tengo un montón de fichas negras y un anhelo de terror.

Sufro, pero aún vivo. Es cierto que quizá sea un fantasma en vida, pero conozco mi principio y conozco mi fin. Es cierto que soy una X en una ecuación indeterminada, la X que aterrará a la humanidad en su viaje a través de un millón de galaxias. Pero no importa. Esa X es la roca en la que me apoyo.

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