En los cuatro años transcurridos desde la muerte de Jordan, Cully se había convertido en el brazo derecho de Gronevelt. No era ya un artista del cuenteo, salvo en el fondo de su corazón, y raras veces jugaba. La gente le llamaba por su verdadero nombre, Cully Cross. Su clave telefónica era Xanadú Dos. Y, lo más importante de todo, ahora Cully tenía «el lápiz», el más ansiado de los poderes de Las Vegas. Con escribir sus iniciales, podía disponer de habitaciones gratis, comida gratis y bebida gratis para sus clientes favoritos y amigos. No tenía un uso ilimitado de «el lápiz», prerrogativa regia reservada a los propietarios de hoteles y a los encargados de los casinos más poderosos, pero también eso llegaría.
Cuando Merlyn le llamó, Cully estaba en el casino, en el sector del veintiuno, porque la mesa número tres estaba sometida a vigilancia, pues se sospechaba del encargado. Prometió a Merlyn ir a Nueva York y ayudarle. Luego volvió para vigilar la mesa tres.
La mesa llevaba tres semanas perdiendo dinero a diario. Según la ley de porcentajes de Gronevelt, esto era imposible. Tenía que haber algún truco. Cully había estado vigilando por la televisión interior, había repasado las videocintas de control de la mesa, había vigilado personalmente, pero aún no había descubierto qué pasaba. Y no quería comunicárselo a Gronevelt hasta haber resuelto el problema. Tenía la sensación de que se trataba de simple mala suerte, pero sabía que Gronevelt jamás aceptaría tal explicación. Gronevelt creía que la casa no podía perder, a la larga, que las leyes de porcentajes no estaban sometidas al azar. Igual que los jugadores creían místicamente en su suerte, Gronevelt creía en sus porcentajes. Sus mesas jamás podían perder.
Después de atender a la llamada de Merlyn, Cully volvió a la mesa tres. Especialista en todos los trucos, trampas y artimañas, tomó la decisión final de que los porcentajes sencillamente se habían descontrolado. Enviaría un informe completo a Gronevelt y le dejaría tomar a él la decisión de cambiar de sitio a los talladores o despedirles.
Cully dejó el inmenso casino y subió por la escalera de la cafetería hasta la segunda planta que llevaba a las suites de las oficinas ejecutivas. Comprobó en su despacho si había recados para él y luego fue a la oficina de Gronevelt. Gronevelt se había ido a la suite del hotel donde vivía. Cully llamó y le dijeron que bajara.
Siempre le maravillaba el que Gronevelt hubiese instalado su hogar allí mismo, en el hotel Xanadú. En la segunda planta había una enorme suite de esquina, pero para llegar a ella había que pasar por una inmensa terraza exterior que tenía piscina y un césped de hierba artificial de un verde brillante, un verde tan brillante que parecía obvio que no podía durar más de una semana bajo aquel sol del desierto de Las Vegas. Había otra inmensa puerta que daba a la suite propiamente dicha, por la que de nuevo tenían que dejarte pasar. Gronevelt estaba solo. Llevaba pantalones blancos de franela y una camisa abierta. Tenía un aspecto asombrosamente saludable y juvenil para sus setenta años. Había estado leyendo. Tenía el libro abierto en el sofá de terciopelo color tostado.
Gronevelt condujo a Cully hacia el bar y Cully sirvió un whisky con soda para él y otro para Gronevelt. Se sentaron uno frente al otro.
– No puedo descubrir nada en esa sección de veintiuno -dijo Cully-. A mi parecer, todo es correcto.
– Es imposible -dijo Gronevelt-. Has aprendido mucho en estos últimos cuatro años, pero te niegas a aceptar la ley de porcentajes. Es imposible que esa mesa pierda tal cantidad de dinero durante tres semanas sin que pase algo raro.
Cully se encogió de hombros.
– ¿Y qué puedo hacer? -dijo.
– Daré orden al encargado del casino de que despida a los talladores -dijo tranquilamente Gronevelt-. El quiere cambiarlos a otra mesa y ver lo que pasa. Yo sé lo que pasará. Es mejor despedirles así.
– De acuerdo -dijo Cully-. Tú eres el jefe.
Bebió un sorbo de su whisky.
– ¿Recuerdas a mi amigo Merlyn? -añadió-. El que escribe libros.
Gronevelt asintió.
– Un buen chico -dijo.
Cully posó el vaso. En realidad no le gustaba el alcohol, pero Gronevelt no podía soportar beber solo.
– Esa operación de mierda en que está metido ha explotado. Necesita que le ayude. Tengo que ir a Nueva York la semana que viene para ver a la gente de nuestro servicio fiscal, así que he pensado que podría ir antes y salir mañana por la mañana, si no te importa.
– Claro -dijo Gronevelt-. Si puedo hacer algo, dímelo. Es un buen escritor.
Dijo esto como si necesitara una excusa para ayudar. Luego añadió.
– Siempre podemos darle trabajo aquí.
– Gracias -dijo Cully-. Antes de que eches a esos talladores, déjame comprobar un poco más. Si dices que hay algo raro, lo habrá. Me fastidia no poder descubrirlo.
Gronevelt se echó a reír.
– De acuerdo -dijo-. Si tuviese tu edad, también sentiría curiosidad. Te diré lo que tienes que hacer: coge las videocintas, tráelas aquí y las veremos juntos con calma. Y cogerás el avión para Nueva York mañana con la cabeza despejada. ¿De acuerdo? Bastan las cintas de los turnos de noche, de las ocho a las dos, abarcando el período de más juego, cuando termina el espectáculo.
– ¿Por qué te interesa ese período? -preguntó Cully.
– Tiene que ser a esas horas -dijo Gronevelt.
Cuando Cully descolgó el teléfono para pedir las videocintas, Gronevelt añadió:
– Llama al servicio de habitaciones y que nos suban algo de comer.
Al mismo tiempo que comían vieron las cintas de la mesa que perdía. Cully no pudo disfrutar de la comida, tan atento estaba a las imágenes. Pero Gronevelt parecía no mirar apenas a la pantalla. Comió tranquila y lentamente, apurando la media botella de tinto que le trajeron con la carne. De pronto, la filmación se paró. Gronevelt había pulsado el botón de su cuadro de mandos.
– ¿No lo viste? -preguntó.
– No -dijo Cully.
– Te daré una pista -dijo Gronevelt-. El jefe de sector no tiene nada que ver. El culpable es el superintendente de sección. Uno de los talladores de la mesa es inocente, pero no los otros dos. Todo ocurre cuanto termina el espectáculo. Otra cosa: los talladores culpables dan muchas fichas rojas de cinco dólares de cambio o como pago. Muchas veces, cuando podrían dar fichas de veinticinco dólares. ¿Lo ves ahora?
Cully movió la cabeza.
– Ahora lo verás.
Gronevelt se echó hacia atrás y encendió por fin uno de sus habanos. Sólo le permitían uno al día y siempre lo fumaba después de cenar cuando podía.
– No lo veías porque era demasiado simple -dijo.
Gronevelt llamó abajo, al encargado del casino. Luego puso de nuevo la videocinta enfocando la mesa sospechosa del veintiuno en acción. En la pantalla, Cully vio al encargado del casino situarse detrás del tallador. El encargado del casino iba flanqueado por dos agentes de seguridad vestidos de paisano, no por guardias armados.
En la pantalla, el encargado del casino metió la mano en las bandejas de dinero del tallador y cogió una pila de fichas rojas de cinco dólares. Gronevelt apagó la pantalla.
Diez minutos después, el encargado del casino entró en la suite. Dejó una pila de fichas de cinco dólares en la mesa de Gronevelt. Ante la sorpresa de Cully, el montón de fichas no se desmoronó.
– Tenías razón -dijo el encargado del casino a Gronevelt.
Cully cogió el cilindro rojo. Parecía un montón de fichas de cinco dólares, pero en realidad era un cilindro en forma de fichas de cinco dólares con un hueco en el centro. Al fondo, la base se movía hacia el interior sobre muelles. Cully anduvo hurgando en la base y consiguió sacarla con las tijeras que le pasó Gronevelt. El cilindro hueco y rojo, que parecía una pila de fichas rojas de cinco dólares, contenía cinco fichas negras de cien dólares.
– Fíjate cómo funcionan -dijo Gronevelt-. Un tipo llega, se incorpora al juego, entrega esta pila de cinco y le dan cambio. El tallador la coloca en la ranura frente a las fichas de cien, aprieta y el canutillo se traga las fichas de cien. Poco después, le da cambio al mismo tipo y le larga quinientos dólares. Dos veces por noche, son mil pavos diarios libres de impuestos. ¡Y se hacen ricos en la sombra!
– Demonios -dijo Cully-. Nunca acabo de controlar a esta gente.
– No te preocupes por eso -dijo Gronevelt-. Tú vete a Nueva York, ayuda a tu amigo y resuelve nuestros asuntos allí. Tendrás que entregar algún dinero, así que pasa a verme una hora antes de coger el avión. Y luego, cuando vuelvas, tengo buenas noticias para ti. Por fin vas a moverte un poco, vas a conocer a gente importante.
Cully se echó a reír.
– ¿No fui capaz de localizar a esos tramposos de la mesa del veintiuno y van a ascenderme?
– Claro -dijo Gronevelt-. Sólo necesitas un poco más de experiencia y un corazón más duro.
En el avión nocturno a Nueva York, Cully se sentó en la sección de primera clase, bebiendo soda sola. Llevaba sobre las rodillas una cartera metálica revestida de cuero y equipada con un complicado sistema de cierre. Mientras Cully tuviese la cartera, nada podría pasarle al millón de dólares que contenía. Él, por su parte, no podía abrirla.
En Las Vegas, Gronevelt había contado el dinero en presencia de Cully, llenando la cartera antes de cerrarla y de entregársela. La gente de Nueva York nunca sabía cómo ni cuándo llegaba el dinero. Sólo Gronevelt decidía. Pero, aun así, Cully estaba nervioso. Sujetando la cartera a su lado, pensaba en los últimos años. Había recorrido un largo camino, había aprendido mucho e iría más allá y aprendería más. Pero sabía que estaba llevando una vida peligrosa, que estaba jugando fuerte.
¿Por qué le había escogido Gronevelt? ¿Qué había visto en él? ¿Qué tenía previsto? Cully Cross, con la cartera metálica sobre el regazo, intentaba adivinar su destino. Lo mismo que había contabilizado las cartas del zapato del veintiuno, igual que había esperado que la fuerza fluyese de su vigoroso brazo derecho para lanzar innumerables pases con los dados, utilizaba ahora todo el poder de su memoria y de su intuición para leer lo que añadía cada azar de su vida y lo que pudiese quedar en el pasado.
Gronevelt había empezado a convertir a Cully en su brazo derecho casi cuatro años atrás. Cully había sido ya espía suyo en el Hotel Xanadú mucho antes de que llegasen Merlyn y Jordan, y había hecho bien su trabajo. Gronevelt se sintió algo desilusionado con él al ver que se hacía amigo de Merlyn y Jordan y se enfadó cuando Cully se puso de lado de Jordan en la ya famosa noche de la mesa de bacarrá. Cully pensó que su carrera había terminado, pero, incomprensiblemente, después del incidente Gronevelt pasó a darle trabajo en serio. A veces Cully se preguntaba por qué.
Durante el primer año, Gronevelt hizo a Cully tallador del veintiuno, lo cual parecía un magnífico medio de empezar una carrera como brazo derecho. Cully sospechaba que se utilizarían de nuevo sus servicios como espía. Pero Gronevelt tenía un objetivo más concreto. Había elegido a Cully como primer peón en la operación de evasión fiscal del hotel.
Gronevelt pensaba que los propietarios de hoteles que evadían dinero en los departamentos de contabilidad de los casinos eran imbéciles, que tarde o temprano el FBI les cazaría. Era un sistema demasiado obvio. Los propietarios o sus representantes se reunían allí en persona y cada uno cogía un paquete de dinero antes de informar a la comisión de juego de Nevada. Esto a Gronevelt le parecía una estupidez. Sobre todo cuando había cinco o seis propietarios que se ponían a discutir sobre las cantidades. Gronevelt había creado lo que en su opinión era un sistema muy superior. O al menos eso le dijo a Cully.
Él sabía que Cully era un «mecánico». No un mecánico de altos vuelos, sino uno que fácilmente podía dar segundas. Es decir, Cully podía reservarse la carta de arriba y dar la segunda carta. Y así, una hora antes de su turno de medianoche a la mañana, Cully se pasaba por la suite de Gronevelt y recibía instrucciones. A determinada hora, a la una o a las cuatro, un jugador del veintiuno, vestido con un traje de determinado color, haría cierto número de apuestas seguidas, empezando con una de cien dólares, siguiendo con una de quinientos y haciendo luego una de veinticinco. Eso identificaría al cliente privilegiado que ganaría diez o veinte mil dólares en unas horas de juego. El individuo jugaría con las cartas boca arriba, lo cual no era insólito entre los grandes jugadores de veintiuno. Al ver la mano del jugador, Cully podría reservarle una buena carta dando segundas al resto. Cully no sabía cómo volvía por fin el dinero a Gronevelt y a sus socios. Él se limitaba a hacer su trabajo sin preguntar nada. Y nunca abrió la boca.
Pero, igual como podía contabilizar todas las cartas del zapato, también seguía fácilmente el rastro de las ganancias de estos jugadores manufacturados, y al cabo del año calculaba que había perdido como media unos diez mil dólares por semana frente a aquellos jugadores de Gronevelt. En el año que trabajó como tallador, pudo saber con bastante precisión la cifra exacta. Rondaba el medio millón de dólares, diez grandes más o menos. Una magnífica cifra, sin tener que pagar impuestos y sin tener que repartir con los accionistas oficiales del hotel y del casino. Gronevelt burlaba también a algunos de sus socios.
Para impedir que se localizasen las pérdidas, Gronevelt cambiaba a Cully de mesa todas las noches. También le cambiaba a veces el turno. Aun así, a Cully le preocupaba que el encargado del casino pudiese descubrir todo el asunto. Aunque quizá Gronevelt estuviese de acuerdo con el encargado del casino.
Así pues, para cubrir las pérdidas, Cully utilizó su habilidad de mecánico para ganar a los jugadores normales. Lo hizo durante tres semanas aproximadamente y luego, un día, recibió una llamada telefónica citándole en la suite de Gronevelt.
Gronevelt le hizo sentarse como siempre y le sirvió una copa. Luego le dijo:
– Cully, no sigas por ese camino. A los clientes no se les engaña.
– Creí -dijo Cully- que quizá fuese eso lo que querías, sin decírmelo.
Gronevelt sonrió.
– Una idea muy inteligente. Pero no es necesario. Tus pérdidas están cubiertas con papeleo. No te localizarán. Y si te localizasen, intervendré yo -luego hizo una pausa-. Pero con esos mamones tienes que jugar limpio. Si no, puedes meterte en líos que yo no podría resolver.
– ¿Se ve en la filmación lo de la segunda carta? -preguntó Cully.
Gronevelt negó con un gesto.
– No, eres muy bueno. El problema no es ése. Pero los de la comisión de juego de Nevada pueden mandar a un jugador capaz de oír el tic y relacionarlo con tus ganancias. En fin, eso podría pasar cuando estuvieses dando cartas a uno de mis clientes, pero entonces supondrían sólo que tú estabas engañando al hotel. Así pues, yo estoy limpio. Además, siempre sé más o menos cuándo la comisión manda a su gente. Por eso te doy horas especiales para descargar el dinero. Pero cuando operas por tu cuenta, no puedo protegerte. Y además estás engañando al cliente en favor del hotel. Una gran diferencia. Esos tipos de la comisión no se preocupan mucho cuando perdemos nosotros, pero los jugadores normales son otra historia. Tendría que pagarles mucho a los políticos para arreglarlo.
– De acuerdo -dijo Cully-. Pero, ¿cómo lo descubriste?
– Porcentaje -dijo Gronevelt con impaciencia-. Los porcentajes nunca mienten. Construimos todos estos hoteles con los porcentajes. Nos hacemos ricos con el porcentaje. En fin, de pronto tu hoja de tallador indica que estás ganando dinero cuando en realidad estás descargándolo por orden mía. Eso no podría suceder a menos que fueses el tallador de más suerte de la historia de Las Vegas.
Cully siguió las órdenes, pero se preguntaba cómo funcionaba todo aquello. Por qué Gronevelt se tomaba tantas molestias. Sólo más tarde, cuando se convirtió en Xanadú Dos, pudo conocer los detalles. Que Gronevelt había estado evadiendo dinero no sólo para engañar al gobierno sino también a la mayoría de los socios del casino. Años después se enteraría de que aquellos clientes que ganaban los enviaba desde Nueva York el socio secreto de Gronevelt, un hombre llamado Santadio. Que los clientes creían que él, Cully, era un tallador tramposo colocado allí por el socio de Nueva York. Que estos clientes creían que estaban engañando a Gronevelt. Que Gronevelt y su amado hotel estaban cubiertos de una docena de formas distintas.
Gronevelt había iniciado su carrera en el juego en Steubenville, Ohio, bajo la protección de los famosos pandilleros de Cleveland, que controlaban la política local. Había trabajado en los garitos ilegales y luego, por fin, se había abierto paso hasta Nevada. Pero tenía su patriotismo provincial. Todo joven de Steubenville que quería trabajar como tallador o como croupier en Las Vegas, acudía a Gronevelt. Si no podía colocarle en su propio casino, Gronevelt le buscaba trabajo en otro. Podía uno encontrarse gente de Steubenville, Ohio, en Las Bahamas, Puerto Rico, la Riviera francesa e incluso Londres. En Reno y Las Vegas había centenares. Muchos de ellos eran encargados de casino y jefes de sector. Gronevelt era un flautista de Hamelin del tapete verde.
Gronevelt podría haber elegido su espía entre estos centenares; de hecho, el encargado del casino del Xanadú era de Steubenville. ¿Por qué entonces había elegido a Cully, relativamente extraño, procedente de otra región del país? Cully se lo preguntaba a menudo. Y, por supuesto, más tarde, cuando llegó a conocer las intrincadas complicaciones de los numerosos controles, comprendió que el encargado del casino tenía que estar enterado también de todo. Entonces Cully comprendió, de pronto. Le habían elegido porque él era eliminable si algo iba mal. Él pagaría de un modo u otro.
En cuanto a Gronevelt, y pese a sus aficiones intelectuales, había pasado de Cleveland a Las Vegas con una temible reputación. Era un tipo con el que no se podía andar con bromas, a quien no se podía engañar ni amedrentar. Y se lo había demostrado a Cully en los últimos años. Unas veces de forma seria y otras con bromas y buen humor.
Al cabo de un año, Cully recibió la oficina contigua a la de Gronevelt y pasó a ser su ayudante especial. Esto implicaba el llevar en coche a Gronevelt por la ciudad y acompañarle al casino de noche, cuando hacía sus rondas para saludar a viejos amigos y clientes, especialmente los que no eran de la ciudad. Gronevelt convirtió también a Cully en ayudante del encargado del casino para que pudiese ir aprendiendo su funcionamiento. Cully llegó a conocer bastante bien a todos los jefes de turno, a los jefes de sector, a los superintendentes, a los talladores y a los croupiers de todas las secciones.
Cully desayunaba todas las mañanas hacia las diez en la suite de Gronevelt. Antes de subir, recogía las cifras de ganancias y pérdidas del casino en las veinticuatro horas anteriores, que le entregaba el jefe de caja. Le entregaba el papel a Gronevelt y se sentaban a desayunar. Gronevelt estudiaba las cifras mientras cortaba su primer trozo de melón. Las cuentas eran muy simples.
Las máquinas tragaperras sólo se contabilizaban una vez por semana, y esas cifras se las daba a Gronevelt el encargado del casino en un informe especial. Las máquinas tragaperras solían producir unos cien mil dólares semanales. Era un negocio excelente. El casino nunca podía perder con aquellas máquinas. Era dinero seguro porque estaban construidas de modo que sólo entregasen al cliente afortunado determinado porcentaje del dinero total que se metía en ellas. Cuando descendían las cifras de las máquinas tragaperras, sólo podía deberse a un fraude.
No pasaba lo mismo con otros juegos, como los dados, el veintiuno y sobre todo el bacarrá. En ésos, la caja calculaba retener el 16 por ciento de las pérdidas. Pero hasta la casa podía tener mala suerte. Sobre todo en el bacarrá, cuando los que jugaban fuerte conseguían una racha buena.
El bacarrá tenía fluctuaciones incontrolables. Había veces en que la mesa de bacarrá perdía suficiente dinero como para anular los beneficios de todas las otras actividades del casino en el día. Pero también había semanas en que la mesa de bacarrá producía enormes beneficios. Cully estaba seguro de que Gronevelt tenía un sistema montado en la mesa de bacarrá para evadir dinero, pero no podía descubrir cómo funcionaba. Luego, una noche, se dio cuenta de que la mesa de bacarrá dejaba limpios a varios sudamericanos que jugaban fuerte y sin embargo las cifras de la hoja del día siguiente parecían inferiores a lo que debieran.
La pesadilla de todo casino era que los jugadores tuviesen una racha de suerte. Había veces que las mesas de dados se ponían al rojo durante semanas y el casino podía darse por satisfecho con cubrir gastos. A veces, hasta los jugadores de veintiuno se espabilaban y ganaban a la casa tres o cuatro días seguidos. En la ruleta, era sumamente raro que se perdiese un solo día al mes. Y la rueda de la fortuna y el keno eran operaciones absolutamente seguras. Los jugadores eran presas fáciles del casino.
Pero éstas eras las cosas rutinarias que había que saber para dirigir un casino. Cosas que podías aprender en los libros, que podía aprender cualquiera, si se le daba tiempo e información suficiente. Pero con Gronevelt, Cully aprendió bastante más.
Gronevelt explicaba a todo el mundo que él no creía en la suerte. Que su dios veraz e infalible era el porcentaje. Y se mantenía fiel a su creencia. Siempre que el juego de keno del casino adjudicaba el gran premio de veinticinco mil dólares, Gronevelt despedía a todo el personal de la sección de keno.
Dos años después de que el Hotel Xanadú empezase a funcionar, hubo una racha de mala suerte. El casino estuvo tres semanas sin ganar un solo día y perdió casi un millón de dólares. Gronevelt despidió a todo el mundo, salvo al encargado del casino, el que era de Steubenville.
Y pareció dar resultado. Después de despedir al personal, empezó a haber beneficios y se acabó la racha de mala suerte. El casino tenía que ganar una media de cincuenta grandes por día para que el hotel cubriera gastos. Y, que Cully supiese, el Hotel Xanadú no había cerrado un solo año con pérdidas. Pese a las operaciones de evasión de dinero de Gronevelt.
En el año que había estado trabajando en el casino y evadiendo dinero para Gronevelt, Cully nunca se había visto tentado a cometer el error que podía haber cometido cualquier otro hombre en su situación. Evadir por su cuenta. Después de todo, era tan fácil, ¿por qué no podía Cully tener un amigo al que pudiese soltarle unos cuantos pavos? Pero Cully sabía que esto sería fatal. Y estaba jugando fuerte. Percibía que Gronevelt se sentía solo, que necesitaba amistad. Y se la proporcionaba. Y esto compensaba.
Unas dos veces por mes, Gronevelt se llevaba a Cully a Los Angeles a comprar antigüedades. Compraban viejos relojes de oro, fotografías de marco dorado del antiguo Los Angeles y del antiguo Las Vegas. Buscaban viejos molinillos de café, automóviles de juguete antiguos, huchas infantiles que tenían forma de locomotoras y campanarios de iglesias hechos en el siglo pasado, un monedero de oro antiguo, en el que Gronevelt metía dinero de la casa, una ficha negra de cien dólares o una moneda rara. Para meter fajos de billetes elegía pequeñas y exquisitas muñecas hechas en la antigua China, vistosos joyeros Victorianos. Viejos chales de encaje, de seda, grises por el tiempo, antiguas jarras de cerveza nórdicas.
Estos artículos costaban por lo menos cien dólares cada uno pero raras veces más de doscientos. En esos viajes, Gronevelt gastaba unos miles de dólares. Él y Cully cenaban en Los Angeles, dormían en el Hotel Beverly Hills y volvían a Las Vegas en un avión de primera hora de la mañana.
Cully llevaba las antigüedades en su maleta, y una vez en el Xanadú las hacía envolver en papel de regalo y las enviaba al apartamento de Gronevelt. Y Gronevelt, todas las noches, o casi todas, se metía uno de estos objetos en el bolsillo, bajaba al casino y se lo regalaba a uno de sus grandes clientes, un petrolero de Texas, o un industrial de la confección de Nueva York que se dejaban de cincuenta a cien de los grandes por año en las mesas.
A Cully le maravillaba la habilidad de Gronevelt en tales ocasiones. Gronevelt desenvolvía el regalo y sacaba el reloj de oro y se lo regalaba al jugador.
– Estuve en Los Angeles, vi esto y pensé en ti -le decía-. Se ajusta a tu personalidad. He hecho que lo repasaran y lo limpiaran. Funciona perfectamente.
Luego añadía, en tono despectivo:
– Me dijeron que era de 1870, pero ¿quién se fía? Ya se sabe que los anticuarios son unos tramposos.
Daba así la impresión de que había prestado una atención extraordinaria a aquel jugador y que había pensado mucho en él. Insinuaba la idea de que el reloj era sumamente valioso. Y que se había tomado mucho trabajo con el fin de que lo pusieran en perfecto uso. Y había en todo ello una parte de verdad. El reloj funcionaba perfectamente y él había pensado mucho en el jugador. Más que nada era la sensación de amistad personal. Gronevelt tenía el don de transpirar afecto cuando regalaba uno de aquellos presentes, prueba de su estima, y eso hacía que el regalo resultase aún más halagador.
Y Gronevelt utilizaba «el lápiz» liberalmente. Los grandes jugadores disponían, por supuesto, de bebida y comida y habitación gratis. Pero Gronevelt garantizaba también este privilegio a los ricos que jugaban fichas de cinco dólares. Era un maestro en la tarea de convertir a esos clientes en grandes jugadores.
Otra lección que Gronevelt enseñó a Cully fue no aprovecharse de las chicas. Gronevelt se indignaba con esto. Adoctrinó a Cully muy severamente:
– ¿Adónde coño vas a llegar dedicándote a engañar a esas chicas? ¿Quieres convertirte en un ladrón de tres al cuarto? ¿Serías capaz de hurgar en sus bolsos y robarles la calderilla? ¿Qué clase de individuo eres? ¿Les robarías el coche? ¿Entrarías en su casa de invitado y te llevarías los cubiertos de plata? Entonces, ¿adónde esperas llegar robándoles el coño? Es su único capital, especialmente si son guapas. Y recuerda que en cuanto les entregues su billete, quedarás en paz con ellas. Libre. Sin ningún lío de relación. Sin tonterías de matrimonio o de divorciarte de tu mujer. No habrá peticiones de préstamos de mil dólares. Ni obligaciones de fidelidad. Y recuerda que por cinco de esos billetes, siempre estará a tu disposición, hasta el día de su boda.
A Cully le había divertido este exabrupto. Evidentemente, Gronevelt se había enterado de sus actividades con las mujeres, pero era evidente, asimismo, que Gronevelt no entendía tan bien a las mujeres como el propio Cully. Gronevelt no comprendía el masoquismo de las mujeres. Su deseo, su necesidad de depender de un hombre.
Pero no protestó. Dijo irónicamente:
– No es tan fácil como tú lo pintas, ni siquiera siguiendo tu método. Con algunas no serviría ni un millar de billetes.
Y, sorprendentemente, Gronevelt se echó a reír, y dijo que estaba de acuerdo. Incluso contó una curiosa historia que le había sucedido a él mismo. Al principio de la historia del Hotel Xanadú una mujer de Texas se había jugado varios millones en el casino y él le regaló un antiguo abanico japonés que le costó cincuenta dólares. La heredera tejana, una guapa mujer de unos cuarenta años, viuda, se enamoró de él. Gronevelt se asustó muchísimo. Aunque le llevaba diez años a ella, le gustaban las jovencitas. Pero, obligado por los intereses del negocio, la había subido una noche a la suite del hotel y se había acostado con ella. Cuando ella se fue, por costumbre y quizá por estúpida perversidad o quizá con el cruel sentido del humor de Las Vegas, le dio un billete de cien dólares y le dijo que se comprara un regalo. Jamás supo por qué lo hizo.
La heredera tejana contempló el billete y luego se lo guardó en el bolso. Le dio afectuosamente las gracias. Siguió acudiendo al hotel y jugando en el casino, pero no estaba ya enamorada de él.
Tres años después, Gronevelt buscaba inversores para construir habitaciones adicionales en el hotel. Como Gronevelt explicaba, siempre era deseable tener habitaciones extra.
– Los jugadores juegan donde cagan -decía-. No les gusta andar por ahí. Dales una sala de espectáculos, un bar, varios restaurantes. Mantenlos en el hotel las primeras cuarenta y ocho horas. Para entonces ya están liquidados.
Y acudió a la heredera tejana. Ella le dijo que sí, que por supuesto. Extendió inmediatamente un cheque y se lo entregó con una sonrisa de lo más dulce. El cheque era de cien dólares.
– La moraleja de esta historia -dijo Gronevelt- es que nunca debes tratar a una tía rica y lista como a un pobre coño tonto.
A veces, en Los Angeles, Gronevelt iba a comprar libros antiguos. Pero normalmente, cuando estaba de humor, iba en avión a Chicago a subastas de libros raros. Tenía una magnífica colección guardada en una biblioteca cerrada con paneles de cristal en su habitación. Cuando Cully se trasladó a su nueva oficina, encontró un regalo de Gronevelt: una primera edición de un libro sobre juego publicado en 1847. Cully lo leyó con interés y lo dejó un tiempo en su mesa. Luego, sin saber qué hacer con él, lo llevó al apartamento de Gronevelt y se lo devolvió.
– Aprecio el regalo, pero en mis manos es un desperdicio.
Gronevelt cabeceó y no dijo nada. Cully pensó que le había decepcionado, pero, curiosamente, eso ayudó a cimentar su relación. Unos días después vio el libro en la biblioteca especial de Gronevelt. Se dio cuenta entonces de que no había cometido un error y le complació mucho que Gronevelt le hubiese dado una prueba tan genuina de afecto, aunque no hubiese acertado.
Pero luego vio otro aspecto de Gronevelt que siempre había sabido que tenía que existir. Cully había convertido en costumbre estar presente las tres veces al día que se contaban las fichas del casino. Acompañaba a los jefes de sección cuando contaban las fichas de todas las mesas, de veintiuno, de la ruleta, de los dados y la caja del bacarrá. Incluso iba a la caja del casino a contar allí las fichas. El encargado de caja se ponía siempre un poco nervioso, a criterio de Cully, pero Cully lo atribuyó a su carácter suspicaz, porque las liquidaciones y las cuentas eran siempre correctas. Y el encargado de caja del casino era un veterano en quien Gronevelt confiaba plenamente.
Pero un día, movido por un impulso extraño, Cully decidió sacar las bandejas de fichas de la caja. Nunca pudo entender más tarde el motivo de este impulso. Pero al sacar las bandejas de fichas de la oscuridad de la caja de caudales e inspeccionarlas detenidamente descubrió que dos bandejas de fichas negras de cien dólares eran falsas. Eran cilindros negros vacíos. En la oscuridad de la caja de caudales, allí metidas, al fondo, sin que nunca se utilizaran, habían pasado por legítimas en los cuenteos diarios. El encargado de caja del casino fingió horror y asombro, pero los dos sabían que el fraude no se habría intentado siquiera sin su consentimiento. Cully cogió el teléfono y llamó a Gronevelt. Gronevelt bajó inmediatamente a caja e inspeccionó las fichas. Las dos bandejas totalizaban cien mil dólares. Gronevelt señaló al encargado de caja. Fue un momento terrible. El rostro rojizo y tostado de Gronevelt estaba blanco, pero su voz era controlada y medida:
– Lárgate de esta caja -dijo; luego, se volvió a Cully y añadió-: Que te entregue todas las llaves. Y luego que vengan todos los jefes de sección de los tres turnos a mi oficina inmediatamente. Me importa un carajo dónde estén. Los que estén de vacaciones que vuelvan de inmediato en avión a Las Vegas y pasen a verme nada más llegar.
Luego Gronevelt salió de la sección de caja y desapareció.
Mientras Cully y el encargado de caja del casino cumplimentaban los trámites de entrega de las llaves, entraron dos hombres que Cully no había visto nunca. El encargado de caja del casino les conocía, porque se puso muy pálido y empezaron a temblarle las manos.
Los dos hombres le saludaron con un gesto y él contestó también con un gesto. Uno de ellos dijo:
– Cuando acabes, el jefe quiere verte, arriba en su oficina.
Hablaban con el encargado de caja e ignoraban a Cully. Cully cogió el teléfono y llamó a la oficina de Gronevelt.
– Han llegado aquí dos tipos que dicen que los mandaste tú -le dijo a Gronevelt.
– Yo les mandé, sí -dijo él. Su voz era como hielo.
– Sólo quería comprobarlo -dijo Cully.
Gronevelt suavizó la voz:
– Buena idea -dijo-. Hiciste un buen trabajo además. Hubo una breve pausa.
– Pero esto no es asunto tuyo, Cully. Olvídalo. ¿Entendido?
Su voz era casi suave ya, y había en ella, incluso, un matiz de cansina tristeza.
El encargado de caja anduvo unos cuantos días más por Las Vegas y luego desapareció. Al cabo de un mes, Cully se enteró de que su mujer había pedido información sobre él a la sección de personas desaparecidas. Al principio, no podía creer lo que implícitamente pudiese significar aquello, junto con los chismes que oía en la ciudad sobre un encargado de caja que estaba enterrado en el desierto. Ni siquiera se atrevió a mencionárselo nunca a Gronevelt y Gronevelt jamás habló con él del asunto. Ni siquiera para felicitarle por su buen trabajo. Lo cual era justo, además. Cully no quería pensar que su buen trabajo hubiese tenido como consecuencia que el encargado de caja acabase enterrado en el desierto.
Pero en los últimos meses Gronevelt había mostrado su temple de un modo menos macabro. Con la típica agilidad y agudeza de ingenio de Las Vegas.
Todos los propietarios de casinos de Las Vegas andaban a la caza de jugadores extranjeros. Los ingleses estaban descartados, pese a su fama de ser los mayores perdedores del siglo xix. El final del Imperio Británico había significado el final de sus grandes jugadores. Los millones de hindúes, australianos, isleños del Pacífico y canadienses no vertían dinero en los cofres de los milords jugadores. Inglaterra era ahora un país pobre, cuyos ricos se esforzaban por evadir impuestos y por mantener en pie sus propiedades. Los pocos que podían permitirse jugar preferían los aristocráticos y elegantes clubs de Francia y Alemania y de su propio Londres.
Los franceses quedaban también descartados. Los franceses no viajaban y jamás aceptarían el doble cero extra de la casa de las ruletas de Las Vegas.
Pero se perseguía a los italianos y a los alemanes. Alemania, con su economía de postguerra en expansión, tenía muchos millonarios, y a los alemanes les encantaba viajar, les encantaba jugar y les encantaban las mujeres de Las Vegas. Había algo en el estilo de Las Vegas que atraía al espíritu teutónico. Los alemanes eran, además, jugadores de buen carácter y más hábiles que la mayoría.
Los millonarios italianos eran premios muy apreciados en Las Vegas. Jugaban sin control en cuanto se emborrachaban; dejaban que las hábiles busconas empleadas por los casinos les retuviesen en la ciudad seis o siete días suicidas. Parecían tener inagotables sumas de dinero porque ninguno de ellos pagaba impuestos. Lo que debería haber ido a las arcas públicas de Roma, pasaba a las cajas de los casinos de aire acondicionado. A las chicas de Las Vegas les encantaban los millonarios italianos por sus regalos generosos y porque en aquellos seis o siete días se enamoraban con el mismo abandono con que se lanzaban a las absurdas y cuantiosas apuestas que hacían en las mesas de dados.
Los jugadores mexicanos y sudamericanos eran más estimados aún. Nadie sabía lo que pasaba realmente allá abajo en Sudamérica, pero se enviaban allí aviones especiales para traer a Las Vegas a los millonarios de las pampas. Todo era gratis para aquellos caballeros que dejaban las pieles de millones de reses en las mesas de bacarrá. Venían con sus mujeres y con sus amantes, con sus hijos adolescentes ansiosos de convertirse en jugadores. Estos clientes eran también los favoritos de las chicas de Las Vegas. Eran menos sinceros que los italianos, quizás algo menos corteses en sus galanteos según algunos informes, pero, desde luego, mucho más voraces. Cully estaba un día en la oficina de Gronevelt y llegó el encargado del casino con un problema especial. Un jugador sudamericano, un jugador de primera fila, había pedido que le enviasen ocho chicas a su suite, rubias, pelirrojas, pero no de pelo oscuro y ninguna más baja del uno sesenta y cinco que medía él.
Gronevelt recibió la petición con frialdad.
– ¿Y a qué hora quiere que suceda ese milagro? -preguntó Gronevelt.
– Sobre las cinco -dijo el encargado del casino-. Quiere llevarlas a todas a cenar después y quedarse con ellas toda la noche.
Gronevelt esbozó una sonrisa.
– ¿Qué costará?
– Unos tres grandes -dijo el encargado del casino-. Las chicas saben que él les dará dinero para jugar a la ruleta y al bacarrá.
– De acuerdo. Hazlo -dijo Gronevelt-. Pero diles a las chicas que le retengan en el hotel todo lo que puedan. No quiero que ande perdiendo la pasta en otros locales.
Cuando el encargado del casino se iba ya, Gronevelt dijo:
– ¿Y qué demonios va a hacer con ocho mujeres?
El encargado se encogió de hombros.
– Eso le pregunté yo. Dice que tiene con él a su hijo.
Por primera vez en la conversación, Gronevelt sonrió abiertamente.
– Eso es lo que se llama verdadero orgullo paterno.
Luego, cuando el encargado del casino se fue, Gronevelt sacudió la cabeza y le dijo a Cully:
– Recuérdalo, juegan donde cagan y donde joden. Cuando el padre muera, el hijo seguirá viniendo aquí. Por tres grandes tendrá una noche que no olvidará en su vida. Le dará al Hotel Xanadú un beneficio de un millón de pavos si no hay una revolución en su país.
Pero el primer premio, los campeones, la perla de valor incalculable que los propietarios de casinos anhelaban eran los japoneses. Eran unos jugadores que ponían los pelos de punta. Y siempre llegaban a Las Vegas en grupo. La alta dirección de un complejo industrial llegaba a jugar dólares libres de impuestos, y sus pérdidas en una estancia de cuatro días superaban muchas veces el millón de dólares. Y fue Cully quien cazó al primer premio absoluto de los jugadores japoneses para el Hotel Xanadú y para Gronevelt.
Cully había tenido una relación amorosa y de amistad del tipo «ir al cine y joder luego» con una bailarina del Follies Oriental que actuaba en un hotel del Strip. La chica se llamaba Daisy porque su nombre japonés era impronunciable. Sólo tenía unos veinte años, pero llevaba en Las Vegas casi cinco. Era una magnífica bailarina, linda como una perla en su concha, pero estaba pensando operarse para occidentalizar sus ojos e hincharse los pechos al nivel de las norteamericanas alimentadas con trigo y maíz. A Cully esto le pareció horrible y le dijo que si lo hacía destrozaría su atractivo. Daisy hizo caso del consejo sólo cuando él fingió un éxtasis mayor del que sentía por sus pechos como capullitos.
Tan amigos se hicieron, que ella le daba clases de japonés cuando se acostaban y él se quedaba toda la noche. Por las mañanas ella le servía sopa de desayuno y cuando protestaba le decía que en Japón todo el mundo comía sopa para desayunar y que ella hacía la mejor sopa de su pueblo, que quedaba cerca de Tokio. Cully se quedó asombrado al descubrir que la sopa era deliciosa y fuerte y que sentaba muy bien al estómago después de una fatigosa noche de beber y hacer el amor. Fue Daisy quien le avisó que un gran gerifalte japonés de los negocios pensaba visitar Las Vegas. Daisy recibía por avión periódicos japoneses que le enviaba su familia. Sentía nostalgia y disfrutaba leyendo cosas del Japón. Le contó a Cully que un millonario de Tokio, un tal señor Fummiro, había concedido una entrevista diciendo que iría a Norteamérica a abrir sucursales ultramarinas de su empresa, que fabricaba televisores. Daisy dijo que el señor Fummiro tenía fama en el Japón de ser un terrible jugador y que iría sin duda a Las Vegas. Le dijo también que el señor Fummiro era un pianista de mucho talento, que había estudiado en Europa y se habría convertido sin lugar a dudas en músico profesional si su padre no le hubiese ordenado hacerse cargo del negocio de la familia.
Ese día, Cully se llevó a Daisy a su oficina del Xanadú y dictó una carta que ella escribió con papel especial del hotel. Siguiendo los consejos de Daisy, procuró respetar las, para los occidentales, sutiles normas de etiqueta niponas y no ofender al señor Fummiro.
La carta invitaba al señor Fummiro a ser huésped de honor del Hotel Xanadú por el tiempo que desease y en cualquier momento que quisiese. Invitaba también al señor Fummiro a llevar cuantos invitados quisiera, todo su séquito, incluyendo a sus colegas de los Estados Unidos. Con lenguaje delicado, Daisy comunicó al señor Fummiro que esto no le costaría un céntimo, que ni siquiera los espectáculos le costarían un céntimo. Todo sería gratis. Antes de enviar la carta, Cully obtuvo autorización de Gronevelt, pues aún no tenía autoridad suficiente para disponer a su gusto de «el lápiz». Cully tenía miedo de que Gronevelt quisiese firmar la carta, pero no lo hizo. Así pues, aquellos japoneses, si es que aparecían, serían clientes de Cully. Él sería su anfitrión.
Pasaron tres semanas sin que hubiese respuesta. Durante ese tiempo, Cully consagró más horas a estudiar con Daisy. Aprendió que debía sonreír siempre mientras hablase con un cliente japonés. Que él siempre tenía que mostrar la máxima cortesía en la voz y en los gestos. Ella le indicó que cuando percibiese un leve silbido en la conversación con un japonés, era señal de irritación, señal de peligro. Era como el silbido de las serpientes. Cully recordaba ese silbido de los parlamentos de los japoneses en las películas de la segunda guerra mundial. Había creído que se trataba sólo de una peculiaridad del actor.
Cuando llegó la respuesta, llegó en la forma de una llamada telefónica del señor Fummiro desde su oficina de Los Angeles. ¿Tendría el Hotel Xanadú dos suites listas para el señor Fummiro, el presidente de la Compañía de Ventas Internacional Japonesa y su vicepresidente ejecutivo, el señor Niigeta? ¿Y diez habitaciones más para los otros miembros del séquito del señor Fummiro?
Pasaron la llamada a Cully porque habían preguntado concretamente por él y él contestó que sí. Luego, loco de alegría, llamó inmediatamente a Daisy y le dijo que la llevaría de compras durante los días siguientes. Le dijo que dispondría diez suites para el señor Fummiro con el fin de que todos los miembros de su séquito estuviesen cómodos. Ella le dijo que no hiciese tal cosa, que el señor Fummiro se sentiría rebajado si el resto de la expedición tenía alojamientos iguales a los suyos. Luego Cully le pidió a Daisy que fuese aquel mismo día en avión a Los Angeles a comprar kimonos que pudiese ponerse el señor Fummiro en la intimidad de su suite. Ella le dijo que también esto ofendería al señor Fummiro, que se ufanaba de estar occidentalizado, aunque probablemente llevase las cómodas prendas tradicionales japonesas en la intimidad de su hogar. Cully, buscando desesperadamente cubrir todos los detalles, le sugirió a Daisy que acudiese también a recibir al señor Fummiro y que actuase como intérprete y compañera de mesa. Daisy se echó a reír y dijo que eso sería lo último que podía desear el señor Fummiro. Se sentiría sumamente incómodo con aquella japonesa occidentalizada observándole en un país extranjero.
Cully aceptó todos los consejos de Daisy. Pero insistió en una cosa. Le dijo a Daisy que preparase sopa japonesa los tres días que duraría la estancia del señor Fummiro. Cully se pasaría por su apartamento todas las mañanas temprano para recoger la sopa y haría que se llevase a la suite del señor Fummiro cuando éste pidiese el desayuno. Daisy gruñó un poco pero prometió hacerlo.
Aquella tarde, Cully recibió una llamada de Gronevelt.
– ¿Qué demonios hace un piano en la suite cuatro diez? -dijo Gronevelt-. Acaba de llamarme el encargado del hotel. Dice que no respetas los canales establecidos y que has organizado un lío tremendo.
Cully le comunicó la llegada de señor Fummiro y sus gustos especiales. Gronevelt rió entre dientes y dijo:
– Lleva mi Rolls cuando vayas a recogerle al aeropuerto.
Era un coche que sólo usaba para los millonarios tejanos más ricos o para sus clientes favoritos, a quienes agasajaba él personalmente.
Al día siguiente, Cully estaba en el aeropuerto con tres botones del hotel, el Rolls con chófer y dos limusinas Cadillac. Dispuso lo necesario para que el Rolls y las limusinas pudiesen pasar directamente al campo de aterrizaje y sus clientes no tuviesen que someterse a toda la rutina del aeropuerto. Saludó al señor Fummiro tan pronto como éste bajó las escaleras del avión.
El grupo de japoneses era inconfundible, no sólo por sus rasgos sino por cómo iban vestidos. Todos llevaban el típico traje negro de hombre de negocios, mal cortado para criterios occidentales, con camisas blancas y corbatas negras. Los diez parecían un grupo de animosos dependientes en vez del consejo de dirección del conglomerado comercial más rico y poderoso del Japón.
El señor Fummiro era además fácil de identificar. Era el más alto del grupo, muy alto en relación con los demás. Por lo menos uno setenta y cinco. Y era guapo, con rasgos marcados y firmes, ancho de hombros y pelo negro azabache. Podría haber pasado por un famoso actor de Hollywood interpretando un papel exótico que le hacía parecer falsamente oriental. Durante un breve segundo cruzó por el pensamiento de Cully la idea de que todo aquello pudiese ser una estafa muy bien preparada.
De los otros, sólo uno se aproximaba a la estatura de Cully. Era algo más bajo que él y mucho más delgado. Y tenía los dientes saltones del japonés de caricatura. Los demás eran pequeños y pasaban desapercibidos. Todos ellos llevaban elegantes carteras negras de imitación.
Cully tendió la mano con absoluta seguridad hacia Fummiro y dijo:
– Soy Cully Cross del Hotel Xanadú. Bienvenidos a Las Vegas.
El señor Fummiro esbozó una sonrisa de lo más cortés. Mostró unos blancos dientes, grandes y perfectos, y dijo, en un inglés con ligero acento:
– Encantado de conocerle.
Luego presentó al individuo de los dientes saltones como el señor Niigeta, su vicepresidente ejecutivo. Murmuró luego los nombres de los otros, y todos estrecharon ceremoniosamente la mano de Cully. Éste cogió los resguardos de su equipaje y les aseguró que ya trasladarían todas sus cosas a sus habitaciones del hotel. Luego les acomodó en los coches. Él, Fummiro y Niigeta en el Rolls, los demás en los Cadillacs. Camino del hotel explicó a sus pasajeros que tendrían a su disposición el crédito necesario. Fummiro dio una palmada a la cartera de Niigeta y dijo, con su inglés ligeramente imperfecto:
– Le hemos traído dinero en efectivo.
Los dos sonrieron a Cully. Cully les sonrió también. Procuraba no olvidar que tenía que sonreír siempre que hablase, al explicarles todos los servicios del hotel y todos los espectáculos que podían ver en Las Vegas. Por una fracción de segundo pensó en mencionar la compañía de mujeres, pero cierto instinto le hizo contenerse.
En el hotel, les condujo directamente a sus habitaciones e hizo que un empleado les llevase las hojas de inscripción para que las firmaran. Estaban todos en la misma planta, Fummiro y Niigeta tenían suites contiguas con una puerta de comunicación. Fummiro inspeccionó las habitaciones de todo su grupo, y Cully vio el brillo de satisfacción que se pintaba en sus ojos al ver que su suite era con mucho la mejor. Pero los ojos de Fummiro se iluminaron aún más cuando vio el pequeño piano que había en su suite. Se sentó inmediatamente y se puso a teclear, escuchando. Cully deseó que estuviera bien afinado. Él no podía determinarlo, pero Fummiro asintió vigorosamente y, con una amplia sonrisa y la cara iluminada de satisfacción, dijo:
– Muy bien, muy amables.
Luego estrechó efusivamente la mano de Cully.
Después, Fummiro indicó a Niigeta que abriese la cartera que traía. Cully enarcó las cejas, con asombro mal contenido. La cartera estaba llena de billetes. No tenía idea de cuánto podía ser.
– Nos gustaría dejar esto en depósito en la caja de su casino -dijo el señor Fummiro-. Luego podemos ir sacando el dinero que necesitamos para nuestras breves vacaciones.
– Por supuesto -dijo Cully.
Niigeta cerró la cartera y los dos bajaron al casino, dejando descansar a Fummiro a solas en su suite.
Fueron a la oficina del encargado, y contaron allí el dinero. Había quinientos mil dólares. Cully se aseguró de que le daban a Niigeta el recibo correspondiente y que se realizaban los trámites burocráticos necesarios para que pudiesen disponer del dinero cuando lo deseasen. El propio encargado del casino estaría con Cully para conocer a Fummiro y Niigeta y mostrárselos a los jefes de sección y a los superintendentes. Así los dos japoneses no tendrían más que alzar un dedo y les darían fichas; luego, firmarían un comprobante. Sin ningún alboroto, sin necesidad de identificarse. Y recibirían tratamiento regio, el máximo respeto. Un respeto especialmente puro porque sólo se relacionaba con el dinero.
Durante los tres días siguientes, Cully aparecía en el hotel a primera hora de la mañana con la sopa de desayuno de Daisy. Los encargados del servicio de habitaciones tenían orden de notificarle que el señor Fummiro había pedido su desayuno en cuanto éste lo hiciese. Cully le concedía una hora para comer y luego llamaba a la puerta para darle los buenos días. Se encontraba a Fummiro ya al piano, tocando con mucho sentimiento, el cuenco de sopa vacío, en la mesa, tras él. En esas reuniones matutinas, Cully proporcionaba al señor Fummiro y a sus amigos entradas para los espectáculos y pases para las giras por la ciudad. El señor Fummiro sonreía constantemente, cortés y agradecido, y el señor Niigeta cruzaba la puerta que comunicaba su suite con la del señor Fummiro para saludar a Cully y darle las gracias por la sopa del desayuno, que evidentemente habían compartido. Cully tenía siempre presente lo de sonreír y cabecear cuando ellos lo hacían.
Entretanto, en sus tres días de juego en Las Vegas, el grupo de diez japoneses aterrorizó a los casinos. Andaban siempre juntos y jugaban en la misma mesa de bacarrá. Cuando Fummiro tenía el zapato todos apostaban al límite por él con la banca. Tuvieron varias rachas de suerte, pero por fortuna no en el Xanadú. Sólo jugaban al bacarrá y lo hacían con una alegría y una despreocupación más italianas que orientales. Fummiro daba palmadas al «zapato» y aporreaba la mesa cuando se daba a sí mismo un ocho natural o un nueve. Era un jugador apasionado y se entusiasmaba si conseguía ganar una puesta de dos mil dólares. Esto asombraba a Cully. Sabía que Fummiro tenía por lo menos medio millón de dólares. ¿Por qué una apuesta tan insignificante (aunque fuese el límite de Las Vegas) le emocionaba tanto?
Sólo en una ocasión vio brillar el acero detrás de la sonriente fachada de Fummiro. Una noche, Niigeta hizo una apuesta al jugador cuando Fummiro tenía el «zapato». Fummiro le lanzó una mirada, arqueando las cejas, y dijo algo en japonés. Cully captó por primera vez el sonido ligeramente silbante contra el que Daisy le había advertido. Niigeta tartamudeó algo disculpándose e inmediatamente cambió la apuesta a la banca.
El viaje fue un inmenso éxito para todos. Fummiro y su grupo volvieron al Japón con unas ganancias de cien mil dólares, pero había perdido doscientos mil en el Xanadú. Habían compensado esas pérdidas en los otros casinos. Y habían creado toda una leyenda en Las Vegas. El grupo de diez hombres con sus relumbrantes trajes negros yendo de un casino a otro por el Strip. Resultaban una visión aterradora, entrando los diez en pelotón en el local, como enterradores que fuesen a recoger el cadáver de los fondos de la casa. El jefe de sector de bacarrá se enteraba por el conductor del Rolls adónde se proponían ir y llamaba por teléfono para que les esperasen y les diesen tratamiento especial. Los jefes de sección compartían todos la información. Fue así como Cully se enteró de que Niigeta era un oriental lujurioso y le gustaba acostarse con putas de clase en los otros hoteles. Lo cual significaba que, por alguna razón, no quería que Fummiro supiese que prefería joder a jugar.
Cully les acompañó al aeropuerto cuando se fueron, camino de Los Angeles. Cogió uno de los relojes antiguos de oro de Gronevelt y se lo regaló a Fummiro con saludos de éste. El propio Gronevelt se había detenido brevemente en la mesa donde cenaban los japoneses para presentarse y presentarles sus respetos en nombre de la casa.
Fummiro fue sinceramente efusivo en sus palabras de agradecimiento y Cully hubo de pasar por las series habituales de saludos y sonrisas antes de que subieran al avión. Luego regresó rápidamente al hotel, hizo una llamada telefónica para que retiraran el piano de la suite de Fummiro y luego fue a la oficina de Gronevelt. Gronevelt le dio un cálido apretón de manos y un fuerte abrazo de felicitación.
– Uno de los mejores trabajos de anfitrión que he visto en los años que llevo en Las Vegas -dijo-. ¿Dónde descubriste ese asunto de la sopa?
– Una muchachita que se llama Daisy -dijo Cully-. ¿Puedo hacerle un regalo en nombre del hotel?
– Puedes llegar hasta mil dólares -dijo Gronevelt-. Es un contacto magnífico el de esos japoneses. No les pierdas de vista. No se te olviden los regalos de Navidad y las invitaciones. Ese Fummiro es uno de los jugadores más interesantes que he visto en mi vida.
Cully frunció el ceño.
– No me atreví a plantear la cuestión de las tías -dijo-. En fin, Fummiro es un tipo la mar de amable, y no quise mostrarme demasiado familiar la primera vez.
Gronevelt asintió.
– Hiciste bien. No te preocupes, volverá. Y si quiere una tía, ya te la pedirá. No se hace tanto dinero si se tiene miedo a pedir.
Gronevelt tenía razón, como siempre. Tres meses después, Fummiro estaba de vuelta y, mientras veía el espectáculo del hotel, preguntó sobre una de las bailarinas, rubia y de largas piernas. Cully sabía que estaba disponible, pese a estar casada con un tallador del Sands. Después del espectáculo llamó al director de escena y preguntó si la chica quería tomar un trago con Fummiro y con él. No hubo problema, y Fummiro le pidió a la chica que cenase con él a última hora de la noche. La chica miró inquisitivamente a Cully y éste asintió. Luego les dejó solos. Se fue a su oficina y llamó al director de escena para decirle que buscase una sustituta en el espectáculo de medianoche. A la mañana siguiente, Cully no subió a las habitaciones de Fummiro después del desayuno. Más tarde, aquel mismo día, llamó a la chica a su casa y le preguntó si podía prescindir de sus actuaciones mientras Fummiro estuviese en la ciudad.
En los viajes que siguieron, la norma fue la misma. Daisy había enseñado ya a uno de los cocineros del Xanadú a hacer la sopa japonesa, que se incluyó oficialmente en el menú del desayuno. Cully advirtió que Fummiro siempre veía las reposiciones de cierto programa de televisión del Oeste de larga duración. Le encantaba. Sobre todo la rubia ingenua que hacia el papel de una intrépida, pero muy femenina, aunque inocente, chica de salón de baile. Cully se puso inmediatamente en movimiento. A través de sus contactos con el mundo del cine, consiguió localizar a la ingenua, que se llamaba Linda Parsons. Cogió un avión para Los Angeles, comió con la actriz y le habló de la pasión de Fummiro por ella y por su programa. Las historias de Cully sobre la afición al juego de Fummiro la fascinaron. Y lo de que llegase al Xanadú con un millón de dólares en efectivo que a veces perdía en tres días de bacarrá. Cully se dio cuenta de que los ojos de Linda brillaban con codicia infantil e inocente. Le dijo a Cully que le encantaría ir a Las Vegas en la próxima visita de Fummiro.
Un mes después, Fummiro y Niigeta llegaron al Xanadú para una estancia de cuatro días. Cully habló inmediatamente a Fummiro de Linda Parsons y de sus deseos de conocerle. A Fummiro se le iluminaron los ojos. Pese a andar por la cuarentena, era guapo, de una belleza increíblemente juvenil, que su carácter alegre y expansivo hacía aún más atractiva. Pidió a Cully que avisase en seguida a la chica y Cully le dijo que así lo haría, sin mencionar que ya había hablado con ella y le había prometido estar en Las Vegas a la tarde siguiente. Fummiro se emocionó tanto que jugó como un loco aquella noche y perdió más de trescientos mil dólares.
Y a la mañana siguiente, Fummiro fue a comprarse un traje azul. Por alguna razón, creía que los trajes azules eran la máxima elegancia norteamericana y Cully dispuso lo necesario para que la gente de Sy Devore, del Hotel Sands, le tomase medidas y le tuviesen dispuesto un traje aquel mismo día. Cully envió a uno de sus empleados encargados de recibir a los enviados del hotel Xanadú con Fummiro para asegurarse de que no había ningún problema.
Pero Linda Parsons cogió temprano el avión y llegó a Las Vegas antes del mediodía. Cully fue a esperarla y la llevó al hotel. Quiso refrescarse y descansar antes de la llegada de Fummiro, por lo que Cully, suponiendo que Niigeta estaba con su jefe, la instaló en la suite de éste. Resultó ser un error casi fatal.
Dejándola en la suite, Cully volvió a su oficina e intentó localizar a Fummiro. Pero éste había salido ya de la sastrería y debía haberse detenido en uno de los casinos que quedaban de paso. No podían localizarle. Después de más o menos una hora, recibió una llamada telefónica de la suite de Fummiro. Era Linda Parsons. Parecía un poco alterada:
– ¿Podrías bajar aquí? -dijo-. Tengo un problema idiomático con tu amigo.
Cully no se paró a hacer preguntas. Fummiro hablaba inglés bastante bien. Por alguna razón, fingía no saberlo. Quizá le desilusionase la chica. Cully se había dado cuenta de que la ingenua, en persona, lo era mucho menos de lo que parecía en aquel programa de televisión cuidadosamente montado. O quizá Linda hubiese dicho o hecho algo que hubiese ofendido su delicada sensibilidad oriental.
Pero fue Niigeta quien le abrió la puerta de la suite. Niigeta parecía muy satisfecho de sí mismo, con un orgullo un tanto inconexo. Entonces Cully vio que Linda Parsons salía del baño ataviada con un kimono japonés, adornado con dragones dorados.
– Dios mío -dijo Cully.
Linda le dirigió una lánguida sonrisa.
– No me contaste más que mentiras -dijo-. Ni es tímido ni es guapo ni habla inglés. Espero que por lo menos sea rico.
Niigeta seguía sonriendo muy satisfecho, e incluso le hacía reverencias a Linda mientras ésta hablaba. Evidentemente no entendía nada de lo que decía.
– ¿Te lo jodiste? -preguntó Cully casi desesperado.
Linda hizo un mohín.
– Se puso a perseguirme por la habitación. Creí que por lo menos pasaríamos un velada romántica, con flores y violines, pero no pude contenerle. Así que pensé, qué demonios, si está tan caliente hagámoslo de una vez. Y lo hicimos.
Cully movió la cabeza y dijo:
– Te jodiste al japonés que no era.
Linda le miró un instante con una mezcla de asombro y horror. Luego rompió a reír. Era una risa sincera, muy propia de ella. Se echó en el sofá sin dejar de reír, descubriendo su muslo blanco a través del kimono. En aquel momento, a Cully le pareció encantadora. Pero luego movió la cabeza. Aquello era grave. Cogió el teléfono y llamó al apartamento de Daisy. Lo primero que dijo ella fue: «No tendré que hacer más sopa». Cully le dijo que dejara de bromear y que fuera al hotel. Le dijo que era muy importante y que tenía que darse prisa. Luego llamó a Gronevelt y le explicó la situación. Gronevelt dijo que bajaría inmediatamente. Entretanto, Cully rezaba para que no apareciera Fummiro. Quince minutos después estaban en la suite con ellos Gronevelt y Daisy. Linda había preparado bebida para Cully, Niigeta y ella en el bar de la suite, y aún sonreía. Gronevelt se quedó encantado con ella.
– Lamento que sucediera esto -dijo-. Pero hay que tener un poco de paciencia. Conseguiremos arreglarlo todo.
Luego se volvió a Daisy y le dijo:
– Explica al señor Niigeta lo que pasó exactamente. Que cogió a la mujer del señor Fummiro. Que ella creía que era el señor Fummiro. Explícale que el señor Fummiro estaba loco por ella y salió a comprarse un traje nuevo para el encuentro.
Niigeta escuchaba atentamente con la misma amplia sonrisa de siempre. Pero ahora había un matiz de alarma en sus ojos. Hizo a Daisy una pregunta en japonés, Cully advirtió el silbidito amenazante en su voz. Daisy se puso a hablarle muy deprisa en japonés. Él seguía sonriendo mientras ella hablaba, pero su sonrisa fue desvaneciéndose poco a poco, y cuando Daisy terminó, Niigeta cayó al suelo de la suite desmayado.
Daisy se hizo cargo. Cogió una botella de whisky e hizo beber a Niigeta y luego le ayudó a levantarse y le puso en el sofá.
Linda le miraba con lástima. Niigeta agitaba las manos y hablaba sin parar a Daisy. Gronevelt preguntó qué decía. Daisy se encogió de hombros.
– Dice que esto es el fin de su carrera. Dice que el señor Fummiro se deshará de él. Que le ha humillado demasiado.
Gronevelt cabeceó.
– Dile que lo que tiene que hacer es mantener la boca cerrada. Dile que haré que le ingresen en el hospital durante un día porque se siente mal, y que luego volverá en avión a Los Angeles para el tratamiento. Ya le contaremos alguna historia al señor Fummiro. Que él no le diga nada a nadie, y que procure que el señor Fummiro nunca descubra lo que pasó.
Daisy tradujo y Niigeta asintió. Su cortés sonrisa volvió a asomar, pero era una mueca espectral. Gronevelt se volvió a Cully.
– Tú y la señorita Parsons esperaréis a Fummiro. Hay que actuar como si no hubiera pasado nada. Yo me ocuparé de Niigeta. No podemos dejarle aquí. Volverá a desmayarse en cuanto vea a su jefe. Yo me lo llevaré.
Y así fue como se hizo. Cuando al fin Fummiro apareció una hora después, encontró a Linda Parsons, que se había cambiado de ropa y se había maquillado, esperándole con Cully. Fummiro se quedó inmediatamente embelesado, y Linda Parsons pareció emocionarse también con el apuesto japonés aunque con la inocencia que debía corresponder a la ingenua del telefilme del Oeste.
– Espero que no te importe -dijo-. Ocupé la suite de tu amigo para poder estar junto a ti. Así podremos pasar más tiempo juntos.
Fummiro captó la indirecta. Ella no era simplemente una puta que fuese a ponerse a su disposición de inmediato.
Tendría que enamorarse primero. Fummiro asintió con una amplia sonrisa y dijo:
– Por supuesto, claro.
Cully lanzó un suspiro de alivio. Linda jugaba bien sus cartas. Dijo adiós y se quedó un momento esperando en el pasillo. En seguida oyó a Fummiro tocando el piano y a Linda cantando con él.
Durante los tres días siguientes, Fummiro y Linda Parsons vivieron la clásica aventura amorosa de Las Vegas, casi geométricamente perfecta. Estaban locos el uno por el otro, y no se separaban ni un momento. Ni en la cama, ni en las mesas de juego, tuviesen buena o mala suerte, ni en las excursiones para comprar en las galerías y tiendas de hoteles del Strip. A Linda le encantaba la sopa japonesa del desayuno y también le encantaba oír tocar el piano a Fummiro. A Fummiro le encantaba la blonda palidez de Linda, sus muslos macizos y lechosos, la longitud de sus piernas, la suavidad plena de sus pechos. Pero sobre todo, le encantaba su constante buen humor, su alegría. Le confió a Cully que Linda habría hecho una gran geisha. Daisy le dijo a Cully que era el máximo cumplido que un hombre como Fummiro podía hacer. Fummiro afirmaba también que Linda le daba suerte en el juego. Al finalizar su estancia, había perdido sólo doscientos mil del millón en metálico, dinero norteamericano, que había depositado en la caja del casino. Y eso incluía un abrigo de visón, un anillo de diamantes, un caballo palomino y un Mercedes que le había comprado a Linda Parsons. El viaje le salió barato. Sin Linda, lo más probable hubiera sido que se dejase por lo menos medio millón, o puede que un millón entero, en las mesas de bacarrá. Al principio, Cully consideró a Linda una suave buscona de clase. Pero cuando Fummiro se fue cenó con ella antes de que cogiese el avión de la noche para Los Angeles. Estaba realmente loca con Fummiro.
– Es un tipo tan interesante -dijo-. Me encantaba aquella sopa del desayuno y lo de tocar el piano, y era magnífico en la cama. No me extraña que las mujeres japonesas hagan cualquier cosa por sus hombres.
Cully sonrió.
– No creo que trate a sus mujeres, allá en su país, como te trató a ti.
– Sí, lo sé -dijo Linda con un suspiro-. Aun así, fue magnífico. Me hizo cientos de fotos con su cámara. Era como para cansarse. Pues me encantó que lo hiciera. Yo también le saqué fotos a él. Es un hombre muy guapo.
– Y muy rico -dijo Cully.
Linda se encogió de hombros.
– Ya he estado otras veces con tipos ricos. Y gané buen dinero. Pero él era como un muchachito. Realmente no me gusta cómo juega, sin embargo. ¡Dios mío! ¡Con lo que él pierde en un día podría vivir yo diez años!
Cully pensó: ¿es así? E inmediatamente hizo planes para que Fummiro y Linda Parsons no volvieran a verse. Aunque dijo con una sonrisa irónica:
– Sí, a mí me fastidia también verle perder así. Puede acabar desilusionándose del todo.
Linda le sonrió.
– Sí, estoy segura -dijo-. Gracias por todo. Fueron unos de los días más felices de mi vida. Puede que volvamos a vernos.
Él sabía lo que quería indicar ella, pero, por el contrario, dijo suavemente:
– Siempre que traigas al yen a Las Vegas no tienes más que llamarme. Todo por cuenta de la casa menos las fichas.
Entonces Linda dijo, un tanto pensativa:
– ¿Crees que Fummiro me llamará la próxima vez que venga? Le di mi número de teléfono de Los Angeles. Le dije incluso que iría al Japón de vacaciones cuando acabásemos de filmar y él dijo que le encantaría que fuese, que le avisara cuándo. Pero se puso un poco frío con esto.
Cully movió la cabeza.
– A los japoneses no les gusta que las mujeres sean tan agresivas. Van con mil años de retraso. Especialmente los peces gordos como Fummiro. La mejor jugada es quedarse atrás y jugar frío.
Ella suspiró.
– Supongo que sí.
La acompañó al aeropuerto y la besó en la mejilla antes de que subiera al avión.
– Te llamaré cuando vuelva a venir Fummiro -dijo.
Cuando llegó al Xanadú, subió al apartamento de Gronevelt y dijo burlonamente:
– Hay jugadores demasiado buenos.
– No te desanimes -dijo Gronevelt-. No queríamos todo su millón nada más empezar la partida. Pero tienes razón. Esa actriz no es la chica adecuada para relacionarla con un jugador. Por una parte, no es lo bastante codiciosa. Por otra, es demasiado honrada. Y para colmo, es inteligente.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Cully.
Gronevelt sonrió.
– ¿Tengo razón?
– Claro -dijo Cully-. Ya procuraré apartar a Fummiro de ella cuando vuelva.
– No tendrás necesidad de hacerlo -dijo Gronevelt-. Un tipo como él tiene demasiada fuerza. No necesita lo que ella pueda darle. No más de una vez. Una vez es divertido. Pero nada más. Si significara más, se hubiese ocupado mejor de ella antes de irse.
Cully le miró sorprendido.
– ¿Un Mercedes, un abrigo de visón y un anillo de diamantes no es suficiente prueba de interés por ella?
– Ni mucho menos -dijo Gronevelt.
Y tenía razón. Cuando Fummiro volvió a Las Vegas no preguntó por Linda Parsons. Y perdió el millón en metálico que había depositado en caja.
El avión entró en la luz de la mañana y la azafata distribuyó café y desayunos. Cully siguió con la cartera a su lado mientras comía y bebía, y cuando terminó vio las torres de acero de Nueva York en el horizonte. Aquel paisaje siempre le sobrecogía. Como el desierto que se extendía al terminar Las Vegas, los kilómetros de acero y cristal que se enraizaban y crecían tupidos hacia el cielo parecían no tener límites. Y le producían una sensación de desesperanza.
El avión descendió e hizo una lenta y graciosa inclinación hacia la izquierda al rodear la ciudad, y luego bajó más, del techo blanco al techo azul, para llegar después al aire iluminado por el sol con las pistas gris cemento y esparcidas manchas de verde que formaban la tierra alfombrada. Tocó tierra con un impacto lo bastante fuerte como para despertar a los pasajeros que aún dormían.
Cully se sentía fresco y despejado. Tenía muchas ganas de ver a Merlyn; la sola idea de verle le hacía sentirse feliz. El buen Merlyn, el honrado nato, el único hombre del mundo en quien confiaba.
El mismo día que yo debía comparecer ante el gran jurado, mi hijo se examinaba de noveno curso e ingresaba en el instituto de enseñanza media. Valerie quería que no fuese a trabajar y fuese con ella a los actos de fin de curso. Le dije que no podía porque tenía que asistir a una reunión especial del programa de reclutamiento. Ella no tenía ni idea del lío en que yo estaba metido, y nada le expliqué. No podía ayudarme y no haría más que desesperarse y preocuparse. Si todo iba bien, no se enteraría nunca. Y eso era lo que yo quería. No creía realmente en lo de compartir los problemas en el matrimonio, pues no servía para nada.
Valerie estaba orgullosa del día de la graduación de su hijo. Unos años antes nos dimos cuenta de que no sabía leer, y sin embargo le aprobaban cada semestre. Valerie se enfadó muchísimo y empezó a enseñarle a leer, e hizo un buen trabajo. Ahora tenía notas excelentes. No es que yo me emocionase por ello. Era otra cosa que reprochaba a la ciudad de Nueva York. Vivíamos en una zona pobre, todos eran obreros y negros. Al sistema escolar le importaba un carajo que los niños aprendiesen o no aprendiesen. Se limitaban a aprobarles para librarse de ellos, para echarles de allí sin ningún problema y con el menor esfuerzo posible.
Vallie estaba deseando que nos trasladáramos a nuestra nueva casa. Estaba en un magnífico distrito escolar, una comunidad de Long Island, donde los profesores se esforzaban en que sus alumnos se preparasen para la universidad. Y aunque ella no lo mencionara, apenas había negros. Sus hijos crecerían en el mismo tipo de medio estable en el que ella había vivido como escolar católica. Para mí eso estaba bien. No quería decirle que los problemas de los que yo intentaba escapar estaban enraizados en la enfermedad de nuestra sociedad entera, y que no escaparíamos de ellos entre los árboles y prados de Long Island.
Además tenía otras preocupaciones. Podían muy bien mandarme a la cárcel. Dependía del gran jurado ante el que debía comparecer aquel día. Todo dependía de ello. Me sentí muy mal cuando me levanté de la cama aquella mañana.
Vallie se llevaba a los niños al colegio ella sola y se quedaría allí para los actos de fin de curso. Le dije que iría tarde al trabajo, así que se fueron antes que yo. Me preparé un café, y mientras lo tomaba fui pensando en lo que tenía que hacer ante el gran jurado.
Tenía que negarlo todo. No había modo de que pudiesen localizar el dinero de los sobornos que yo había aceptado. Cully me había asegurado que no habría problema en ese sentido. Pero lo que me preocupaba era que tenía que cumplimentar un cuestionario sobre mis propiedades. Una de las preguntas era si tenía casa propia. Y en esto yo había procurado hilar fino. La verdad era que había hecho un depósito, un compromiso de pago, sobre la casa de Long Island, pero aún no habíamos cerrado la operación. Así que contesté tranquilamente que no. Pensé que aún no era propietario de la casa y que no se decía nada sobre un depósito. Pero me preguntaba si el FBI habría descubierto aquello. Me parecía que era lo más probable.
Así que una de las preguntas que podía esperar del gran jurado era si había hecho un depósito para comprar una casa. Y tendría que contestar que sí, y me preguntarían por qué no lo había declarado en el cuestionario y tendría que explicarlo. Luego pensaba que Frank Alcore podía desmoronarse, confesarse culpable y hablarles de nuestro trato cuando habíamos sido socios. Yo había tomado la decisión de mentir respecto a eso. Sería la palabra de Frank contra la mía. Él siempre había manejado los tratos solo, nadie podría respaldarle. Y entonces recordé un día en que uno de sus clientes intentó pagarme con un sobre para Frank, porque Frank no estaba en la oficina aquel día. Yo me negué, y había sido una suerte. Porque aquel cliente era uno de los tipos que habían escrito la carta anónima al FBI que inició toda la investigación. Una gran suerte, sí. Rechacé el sobre simplemente porque no me gustaba la cara de aquel tipo. En fin, tendría que declarar que yo no había querido coger el dinero, y eso sería un punto a mi favor.
¿Se desmoronaría Frank y me denunciaría ante el gran jurado? No lo creía. El único medio que tenía de salvarse era aportando pruebas contra alguien que estuviese por encima de él en la cadena del asunto, como el comandante o el coronel. Y el caso era que éstos no tenían nada que ver con la cuestión. Yo estaba convencido de que Frank era un tipo demasiado decente para meterme en líos sólo porque le habían cazado. Además, se jugaba demasiado. Si se declaraba culpable, perdería su puesto en el gobierno, y la pensión y el rango y la pensión de la reserva. Tenía que aguantar.
Mi única preocupación grave era Paul Hemsi. El chico por el que yo más había hecho y cuyo padre me había prometido hacerme feliz el resto de mi vida. Y después de cuidarme de Paul, no volví a saber nada del señor Hemsi. Ni un paquete de calcetines siquiera. Yo esperaba sacar algo más, por lo menos un par de los grandes, pero no hubo más que aquellas primeras cajas de ropa. Eso fue todo. Y yo tampoco había pedido nada más. Después de todo, aquellas cajas de ropa valían miles. No me harían «feliz para toda la vida», pero qué demonios, no me importaba que me engañaran.
Pero cuando el FBI inició la investigación, corrió el rumor de que Paul Hemsi había eludido el reclutamiento y se había alistado en la reserva antes de recibir aviso de incorporación a filas. Yo sabía que la carta del comité de reclutamiento rescindiendo su aviso de incorporación había sido sacada de nuestros archivos y enviada a oficinas superiores. Tenía que suponer que los hombres del FBI habían hablado con el empleado del consejo de reclutamiento, y que éste les habría explicado la historia que yo le había contado. Lo cual no significaría ningún problema. Nada ilegal, en realidad, un pequeño truco administrativo de lo más corriente. Pero corrió la voz de que Paul Hemsi lo había contado todo en el interrogatorio del FBI, había dicho que yo había recibido dinero de otros amigos suyos.
Salí de casa y pasé junto al colegio de mi hijo. El colegio tenía un patio inmenso con cancha de baloncesto de cemento, y toda la zona estaba rodeada de vallas de alambre. Y al pasar, pude ver que habían empezado los actos de fin de curso allí fuera en el patio. Aparqué el coche y me acerqué a la valla.
Había chicos y chicas en ordenadas filas, todos flamantemente vestidos para la ceremonia, bien peinados, las caras muy limpias, esperando con orgullo infantil su paso ceremonial a la siguiente etapa hacia la vida adulta.
Habían colocado gradas para los padres. Y una inmensa plataforma de madera para las personalidades: el director de la escuela, un político del distrito, un tipo viejo de barba que llevaba gorra azul y un uniforme que parecía de 1920 de la legión Norteamericana. Sobre el estrado ondeaba una bandera de los Estados Unidos. Oí que el director decía algo así como que no disponían de tiempo suficiente para dar diplomas y premios por separado, pero que cuando se nombrara cada curso los miembros del mismo deberían volverse y mirar hacia las gradas.
Estuve observándoles así unos minutos. Cuando se leía el nombre de un curso, una hilera de chicos y chicas se giraban para colocarse mirando hacia las madres y los padres y demás parientes para recibir su aplauso. Las caras mostraban orgullo, satisfacción y ansiedad. Aquel día eran héroes. Habían sido elogiados por las personalidades y aplaudidos ahora por sus mayores. Algunos de los pobres cabrones no sabían ni leer. Ninguno de ellos había sido preparado para el mundo ni para los problemas que les aguardaban. Yo me alegraba de no poder ver la cara de mi hijo. Volví al coche y me dirigí a Nueva York, a mi cita con el gran jurado.
Cerca del edificio del juzgado federal, metí el coche en el aparcamiento y entré en los inmensos pasillos de suelo de mármol. Cogí un ascensor que llevaba a la sala del gran jurado. Cuando salí del ascensor quedé asombrado al ver varios bancos ocupados por los jóvenes que habían sido alistados en nuestras unidades de la reserva. Había cien por lo menos. Algunos me saludaron con gestos y unos cuantos me estrecharon la mano y bromeamos sobre todo el asunto. Vi a Frank Alcore de pie, solo, junto a una de las inmensas ventanas. Me acerqué a él y le di la mano. Parecía tranquilo. Pero su expresión era tensa.
– ¿Qué te parece toda esta mierda? -dijo cuando nos dimos la mano.
– Una mierda, sí -dije.
Sólo Frank vestía uniforme. Llevaba todas sus condecoraciones de la segunda guerra mundial y los galones de sargento. Parecía un verdadero militar de carrera. Yo sabía que jugaba la carta de que un gran jurado se negaría a condenar a un patriota que había defendido a su patria. Pensé que ojalá resultara.
– Dios mío -dijo Frank-. Han traído a doscientos de Port Lee. Todo parece un sueño. Sólo porque unos cuantos pijoteros de éstos no fueron capaces de apechugar cuando los reclutaron.
Yo estaba impresionado y sorprendido. Parecía tan poca cosa lo que habíamos hecho. Sólo coger algo de dinero por hacer una cosilla que no perjudicaba a nadie. Ni siquiera parecía un fraude. Sólo un acomodo, un acuerdo de interés entre dos partes distintas, beneficiosa para ambas, que no hacía daño a nadie. En fin, habíamos violado algunas leyes, pero en realidad no habíamos hecho nada malo. Y el gobierno estaba gastando miles de dólares para meternos en la cárcel. No parecía justo. No habíamos matado a nadie, no habíamos asaltado un banco ni hecho un desfalco ni falsificado cheques ni comprado artículos robados; no habíamos violado a una mujer ni habíamos servido como espías a los rusos. ¿A qué tanto alboroto? Me eché a reír. Por alguna razón, de pronto me sentí de buen humor.
– ¿De qué demonios te ríes? -dijo Frank-. Esto es serio.
Había gente a nuestro alrededor, algunos podían oírnos. Entonces le dije a Frank, alegremente:
– ¿De qué coño tenemos que preocuparnos? Somos inocentes y sabemos que todo esto es un cuento. A la mierda con ellos.
Él sonrió también, comprendiendo.
– Sí -dijo-. Pero, aun así, me gustaría matar a unos cuantos pijoteros de esos.
– No digas eso ni en broma -dije yo lanzándole una mirada de advertencia. Podía haber micrófonos ocultos-. Ya sé que no lo dices en serio.
– Sí. Supongo que tienes razón -dijo Frank a regañadientes-. Lo lógico sería pensar que esos chicos estarían orgullosos de servir a su patria. Yo no me quejé y ya he pasado una guerra.
Oímos entonces que voceaban el nombre de Frank. Quien lo hacía era uno de los alguaciles junto a las inmensas puertas con aquel gran letrero de «Sala del Gran Jurado» en blanco y negro.
Al entrar Frank, vi salir a Paul Hemsi. Le abordé y dije:
– Hola, Paul, ¿cómo te va? -y le tendí la mano y él me la estrechó.
Parecía incómodo, pero no culposo.
– ¿Cómo está tu padre? -dije.
– Está muy bien -dijo Paul. Vaciló unos instantes-. Sé que no debo hablar sobre mi declaración. Ya sabes que no puedo hacerlo. Pero mi padre me advirtió que te dijese que no te preocuparas de nada.
Sentí un inmenso alivio. Él había sido mi única preocupación real, pero Cully había dicho que arreglaría las cosas con la familia Hemsi y al parecer lo había hecho. No sabía cómo se las habría arreglado Cully, ni me importaba. Vi a Paul dirigirse hacia los ascensores, y entonces uno de mis clientes, un chaval aprendiz de director de teatro al que yo había alistado gratis, se acercó a mí. Estaba realmente preocupado y me dijo que él y sus amigos declararían que yo nunca les había pedido dinero y que no me lo habían dado. Le di las gracias y le estreché la mano. Hice algunas bromas y sonreí mucho; y no era fingimiento. Interpretaba el papel del tramposo alegre y hábil, proyectando así su inocencia absolutamente norteamericana. Comprendí con cierta sorpresa que estaba disfrutando con todo aquello. De hecho, celebraba consejo con un montón de mis clientes, todos los cuales me decían que aquel asunto era una mierda organizada por unos cuantos resentidos. Y tuve incluso la sensación de que Frank podría superar la prueba. Luego vi salir a Frank de la sala del gran jurado y oí vocear mi nombre. Frank parecía poco ceñudo pero furioso, y me di cuenta de que no se había desmoronado, de que estaba dispuesto a luchar. Crucé las dos inmensas puertas y penetré en la sala del gran jurado. Al cruzar las puertas, se me borró la sonrisa de la cara.
No era como en las películas. El gran jurado parecía ser una masa de gente sentada en hileras de sillas plegables. No había un estrado para el jurado ni nada parecido. El fiscal del distrito estaba de pie junto a una mesa, con unas hojas de papel, de las que leía. Había un taquígrafo con una máquina de estenotipia en una mesita. Me dijeron que me sentara en una silla colocada en una plataforma un poco elevada, de modo que el jurado pudiese verme bien. Parecía casi el supervisor de una sección de bacarrá.
El fiscal del distrito era un tipo joven que vestía un traje negro muy tradicional, con camisa blanca y corbata azul cielo limpiamente anudada. Tenía el pelo negro y tupido y la piel muy pálida. Yo no sabía su nombre, y no llegué a saberlo. Su voz era muy reposada y remota al hacerme las preguntas. Estaba simplemente introduciendo información en el archivo, no intentaba impresionar al jurado. Ni siquiera se acercó a mí al formular las preguntas, no se movió de su mesa. Se cercioró de mi identidad y trabajo.
– Señor Merlyn -dijo-, ¿solicitó usted dinero de alguien por cualquier razón?
– No -dije yo.
Le miré y miré a los miembros del jurado a los ojos, mientras daba mis respuestas. Permanecí muy serio, aunque, por alguna razón, sentía ganas de sonreír. Aún me sentía animado.
El fiscal del distrito dijo:
– ¿Recibió usted dinero de alguien para alistarle en el programa de seis meses del ejército de la Reserva?
– No -dije.
– ¿Tiene usted conocimiento de que alguna otra persona recibiese dinero, contraviniendo la ley, por dar tratamiento preferente en algún sentido?
– No -dije, sin dejar de mirarle y de mirar a todas las personas que tan incómodas parecían allí sentadas en aquellas pequeñas sillas plegables. Era una sala interior y oscura, muy mal iluminada. En realidad, no podía distinguir sus rostros.
– ¿Tiene usted conocimiento de que algún oficial superior o alguna otra persona haya utilizado influencias especiales para meter a alguien en el programa de seis meses sin que su nombre figurase en las listas de espera de su oficina?
Sabía que me haría una pregunta parecida. Y había pensado si debería mencionar o no al congresista que había venido con el heredero de la fortuna del acero y obligado al comandante a incluirle en la lista. O contar cómo el coronel de la reserva y algunos de los otros oficiales de la reserva habían colocado ilegalmente en lista a los hijos de sus amigos. Quizá eso asustase a los investigadores o desviase la atención hacia peces más gordos. Pero luego comprendí que la razón de que el FBI estuviese molestándose tanto era que pretendía descubrir peces gordos, que si eso pasaba, la investigación se intensificaría. Además, el asunto adquiriría más importancia para los periodistas si resultaba complicado un congresista. Por todo esto, decidí mantener la boca cerrada. Si me procesaban y me juzgaban, mi abogado siempre podría utilizar esa información. En fin, moví la cabeza y dije que no.
El fiscal del distrito dejó sus papeles y luego dijo, sin mirarme:
– Eso es todo. Puede irse.
Me levanté de mi silla, bajé de la plataforma y salí de la sala del gran jurado. Y comprendí entonces por qué estaba tan alegre, tan animado, casi entusiasmado.
Realmente había sido un mago. Todos aquellos años en los que todo el mundo seguía viviendo despreocupadamente aceptando sobornos sin preocuparse de nada, yo había mirado hacia el futuro y previsto aquel día, aquellas preguntas, aquel juzgado, el FBI, el espectro de la cárcel. Y había lanzado conjuros contra ellos. Había hecho que Cully me escondiese el dinero. Había procurado cuidadosamente no hacerme enemigos entre las personas con las que había realizado negocios ilegales. Nunca había pedido explícitamente una suma concreta de dinero. Cuando alguno de mis clientes me había engañado, nunca le había acosado. Ni siquiera al señor Hemsi, que me prometió hacerme feliz el resto de mi vida. En fin, me había hecho feliz sólo con conseguir que su hijo no declarara. Quizá fuera eso lo que había resuelto el asunto, no Cully. Salvo que sabía muy bien lo que había pasado. Había sido Cully quien me había sacado del aprieto. Pero en fin, aunque hubiese necesitado una pequeña ayudita, seguía siendo un mago. Todo había sucedido exactamente como yo sabía que iba a suceder. Me sentía muy orgulloso de mí mismo. No me planteaba que quizá sólo fuese un estafador listo que había tomado precauciones inteligentes.
Cuando Cully descendió del avión, tomó un taxi y fue a un famoso banco de Manhattan. Miró el reloj. Eran las diez. Gronevelt haría su llamada en aquel momento al vicepresidente del banco al que Cully iba a entregarle el dinero.
Todo resultaba según lo planeado. Cully fue conducido a la oficina del vicepresidente y, tras puertas cerradas y seguras, entregó la cartera. El vicepresidente la abrió con su llave y contó un millón de dólares delante de Cully. Luego rellenó un impreso de depósito bancario, garrapateó su firma en él y se lo dio a Cully. Se estrecharon la mano y Cully se fue. A una cuadra del banco, sacó un sobre preparado con sello y todo del bolsillo de la chaqueta y metió el impreso dentro y cerró el sobre. Luego lo echó en el buzón que había en la esquina. Se preguntó cómo iría todo el proceso, cómo cubriría el vicepresidente el asunto y quién cogería el dinero. Algún día tendría que saberlo.
Cully y Merlyn se encontraron en la Sala de Roble del Plaza. No hablaron del problema hasta que terminaron de comer y salieron a dar una vuelta por Central Park. Merlyn le explicó a Cully toda la historia y Cully se limitó a asentir y a hacer algunos comentarios para explicarle que entendía. Por lo que pudo deducir, era estrictamente una operación insignificante en la que el FBI se había colado. Aunque condenasen a Merlyn, sólo sufriría una condena condicional. No era nada de lo que hubiera que preocuparse. Salvo que Merlyn era un tipo tan decente que se sentiría avergonzado de tener aquellos antecedentes. Ésa debía ser la peor de sus preocupaciones, pensaba Cully.
Cuando Merlyn mencionó a Paul Hemsi, el nombre hizo sonar un timbre en la cabeza de Cully. Más tarde, cuando paseaban por Central Park y Merlyn le habló de su entrevista con Hemsi padre, en el centro de confección, todo pareció encajar. Charles Hemsi, uno de los muchos peces gordos del negocio de la confección que iban a Las Vegas a pasar fines de semana largos y Navidades y Año Nuevo. Era gran jugador y aficionado a las mujeres. Aunque iba a Las Vegas con su esposa, Cully siempre tenía que proporcionarle alguna chica, y cuando estaba en el casino con la señora Hemsi jugando a la ruleta, Cully le entregaba furtivamente la llave, con la placa de madera del número de la habitación. Cully le susurraba además a qué hora estaría la chica en la habitación.
Charles Hemsi se iba a la cafetería para escapar de las miradas recelosas de su mujer. De la cafetería pasaba a los largos y laberínticos pasillos del hotel hasta llegar a la habitación que indicaba la placa de la llave. Y allí le esperaba una suculenta chica. El asunto duraba menos de media hora. Charlie daba a la chica una ficha negra de cien dólares y luego, totalmente relajado, volvía a recorrer los pasillos de moqueta azul del casino. Pasaba junto a la mesa de la ruleta y veía jugar a su mujer, le dirigía unas cuantas palabras alentadoras, le daba unas cuantas fichas, nunca negras, y luego volvía a lanzarse alegremente a la disparatada algarabía de las mesas de dados. Era un tipo corpulento, expansivo y cordial, un pésimo jugador que casi siempre perdía, un jugador empedernido que nunca lo dejaba cuando estaba de suerte. Cully no lo recordó inmediatamente, porque Charlie Hemsi había estado intentando curarse.
Hemsi tenía deudas en todo Las Vegas. En la caja del casino del Hotel Xanadú había cincuenta grandes de déficit a nombre de Charlie Hemsi. Algunos casinos habían enviado ya cartas amenazadoras. Gronevelt había dicho a Cully que esperara.
– Puede pagar -dijo Gronevelt-. Y cuando pague recordará que nos portamos bien y vendrá a jugar aquí. Y cuando ese imbécil juega, es dinero seguro para nosotros.
Cully no dudaba.
– Ese imbécil debe unos trescientos grandes en Las Vegas -dijo-. Hace un año que no aparece. Creo que sigue la ruta del agente de reclamaciones.
– Quizá -dijo Gronevelt-. Tiene un buen negocio en Nueva York. Si tiene un buen año, volverá. El juego y las tías es algo ante lo que no puede resistirse. Escucha, lo que le pasa es que ahora está asentado con su mujer y sus hijos y se dedica a ir a las fiestas del vecindario. Quizá tenga aventuras en el centro de confección. Pero eso le pondrá nervioso, se enterarán de ello demasiados amigos suyos. Aquí en Las Vegas es todo mucho más limpio. Y no es de los que dejan la mesa de juego tan fácilmente.
– ¿Y si no tiene un buen año en el negocio? -preguntó Cully.
– Entonces utilizará su dinero de Hitler -dijo Gronevelt.
Se dio cuenta de la expresión cortésmente inquisitiva y sorprendida de Cully.
– Eso es lo que dicen los chicos del centro de confección. Durante la guerra, todos hicieron una fortuna en el mercado negro. Cuando el gobierno racionó los materiales, circuló bajo cuerda muchísimo dinero. Dinero del que no tenían por qué informar a hacienda. No podían. Se hicieron ricos todos. Pero es un dinero que no pueden sacar. Si quieres hacerte rico en este país, tienes que hacerlo en la sombra.
Era la frase que Cully siempre recordaba: «Tienes que hacerte rico en la sombra». El credo de Las Vegas. No sólo de Las Vegas sino de muchos de los hombres de negocios que iban a Las Vegas. Propietarios de supermercados, de máquinas tragaperras, jefes de empresas de la construcción, lúgubres funcionarios eclesiásticos de todos los credos que recogían dinero en cestos sagrados. Grandes empresas con batallones de asesores legales que creaban una llanura de oscuridad dentro de la ley.
Cully escuchaba a Merlyn sólo a medias. Gracias a Dios, Merlyn nunca hablaba mucho. Pronto terminó, y cuando caminaban por el parque en silencio, Cully lo repasó todo mentalmente. Sólo para asegurarse, pidió a Merlyn que le describiese otra vez a Hemsi padre. No, no era Charlie. Debía ser uno de los hermanos, socio en el negocio y, por lo que parecía, el socio principal. A Cully, Charlie nunca le había parecido un gran ejecutivo. Fue recorriendo mentalmente todos los pasos que tenía que dar. El plan era perfecto, y estaba seguro de que Gronevelt lo aprobaría. Sólo quedaban tres días para que Merlyn compareciese ante el gran jurado, pero sería suficiente.
Y entonces, Cully pudo disfrutar el paseo con Merlyn por el parque. Hablaron de los viejos tiempos. Se hicieron las mismas preguntas de siempre sobre Jordan. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué un hombre que acababa de ganar cuatrocientos grandes se volaba los sesos? Los dos eran demasiado jóvenes para imaginar el vacío del éxito, aunque Merlyn hubiese leído sobre el tema en novelas y libros de texto. Cully no se creía aquel cuento. Él sabía lo feliz que podía hacerle «el lápiz» completo. Sería un emperador. Hombres ricos y poderosos, bellas mujeres serían sus huéspedes. Podría traerlos desde cualquier rincón del mundo gratis, pagaría el Hotel Xanadú. Bastaría con que Cully utilizase «el lápiz». Podría disponer de suites lujosas, las mejores comidas, magníficos vinos, bellas mujeres, una cada vez, dos cada vez, tres al mismo tiempo. Y realmente hermosas. Podría trasladar a un mortal ordinario al paraíso durante tres, cuatro, cinco días, e incluso una semana, todo gratis.
Salvo, claro está, que tendrían que comprar fichas, de las verdes y de las negras, y tendrían que jugar. Era un precio bajo. Además podían ganar, si tenían suerte. Si jugaban con inteligencia, no perderían demasiado. Cully pensaba bondadosamente que utilizaría «el lápiz» para Merlyn. Merlyn podría tener lo que quisiera siempre que fuese a Las Vegas.
Y ahora Merlyn se había apartado del buen camino. Sin embargo, Cully veía claramente que era una aberración temporal. Todo el mundo caía por lo menos una vez en la vida. Y Merlyn demostraba sentirse avergonzado, al menos ante Cully. Había perdido parte de su serenidad, parte de su confianza. Y esto conmovía a Cully. Él jamás había sido inocente y estimaba en mucho la inocencia de los demás.
Así que cuando él y Merlyn se despidieron, le dio un abrazo.
– No te preocupes, lo arreglaré. Entra en la sala de ese gran jurado y niégalo todo. ¿Vale?
Merlyn se echó a reír.
– ¿Qué otra cosa puedo hacer? -dijo.
– Y cuando vayas a Las Vegas, todo será por cuenta de la casa -dijo Cully-. Eres mi invitado.
– No tengo mi chaqueta de ganador -dijo Merlyn sonriendo.
– No te preocupes -dijo Cully-. Si te hundes demasiado, yo mismo te serviré personalmente una buena mano al veintiuno.
– Eso es robar, no jugar -dijo Merlyn-. Lo de robar lo dejé desde que me llegó esa notificación del gran jurado.
– Sólo bromeaba -dijo Cully-. No le haría eso a Gronevelt. Si fueses una mujer guapa, quizá, pero eres demasiado feo.
Le sorprendió ver que esto afectaba a Merlyn. Y le sorprendió el que Merlyn fuese una de aquellas personas que se consideraban feas. Les pasaba a muchas mujeres, pero no a los hombres, pensó. Cully dio el último adiós a Merlyn preguntándole si necesitaba algo del dinero que tenía guardado en el hotel, y Merlyn dijo que aún no. Y con esto se separaron.
Cuando volvió a la suite del Hotel Plaza, Cully hizo una serie de llamadas a los casinos de Las Vegas. Sí, las cuentas de Charles Hemsi aún seguían pendientes. Llamó a Gronevelt con intención de delinear su plan y luego cambió de idea. Nadie sabía en Las Vegas cuántas cintas ocultas tenía el FBI en la ciudad. Así que se limitó a mencionar de pasada a Gronevelt que se quedaría en Nueva York unos cuantos días y que reclamaría las deudas atrasadas de los clientes de Nueva York. Gronevelt fue lacónico:
– Reclámalas amablemente -dijo.
Cully contestó que por supuesto, ¿qué otra cosa podía hacer? Los dos comprendieron que hablaban para el archivo del FBI. Pero Gronevelt quedó alertado y esperaría una explicación posterior en Las Vegas. Cully estaría a cubierto, no había intentado en ningún momento engañar a Gronevelt.
Al día siguiente, Cully se puso en contacto con Charles Hemsi, no en su oficina del centro de confección, sino en una pista de golf de Roslyn, Long Island. Cully alquiló una limusina y se fue allí temprano. Pidió una copa en el club y esperó.
Al cabo de dos horas, vio salir a Charles Hemsi de la pista de golf. Se levantó de su silla y fue a su encuentro. Charles estaba hablando con sus compañeros antes de entrar en los vestuarios. Cully le vio entregar dinero a uno de los jugadores. Al muy mamón le engañaban ahora con el golf, perdía en todas partes. Cully fingió tropezar con ellos por casualidad.
– Charlie -dijo con sincera satisfacción de anfitrión de Las Vegas-. Cuánto me alegro de verte.
Le tendió la mano y Hemsi se la estrechó.
Captó la expresión de extrañeza de Hemsi, que significaba que le reconocía pero no era capaz de situarle.
– Del Hotel Xanadú -dijo Cully-. Cully. Cully Cross.
La expresión de Hemsi cambió de nuevo. Miedo mezclado con irritación. Y luego la mueca del vencedor. Cully desplegó su más encantadora sonrisa, y, dando una palmada a Hemsi en la espalda, dijo:
– Te hemos echado de menos. Llevamos mucho tiempo sin verte. Demonios, qué casualidad encontrarme contigo. Como acertar un número a la ruleta a la primera.
Los compañeros de golf de Hemsi se dirigían hacia el club, y Charlie empezó a seguirles. Era un hombre alto, mucho más alto que Cully; se limitó a alejarse bruscamente. Cully le dejó. Luego le llamó:
– Charlie, concédeme un minuto. He venido sólo para ayudarte.
Procuró dar a su voz un tono sincero pero no suplicante. Y, sin embargo, las notas de sus palabras eran fuertes, repiqueteaban como acero.
El otro vaciló y Cully se colocó rápidamente a su altura.
– Escucha, Charlie, esto no te costará nada. Puedo resolver el problema de todas las cuentas que tienes en Las Vegas. Sin que pagues un céntimo. Sólo con que tu hermano me haga un pequeño favor.
La cara grande y tosca de Charlie Hemsi palideció. Sacudió la cabeza:
– No quiero que mi hermano se entere de esas deudas. Es un hombre peligroso. No puedes decírselo a mi hermano.
Entonces Cully dijo en un tono suave, casi quejumbroso.
– Los casinos están cansados de esperar, Charlie. Van a intervenir los recaudadores. Tú ya sabes cómo actúan. Van a tu trabajo, a tu negocio, montan escenas. Piden su dinero a gritos. Cuando veas a dos tipos de más de dos metros y de cientos veinte kilos, reclamando a voces su dinero, verás cómo resulta un poco inquietante.
– No pueden asustar a mi hermano -dijo Charlie Hemsi-. Es un tipo duro y tiene contactos.
– Claro -dijo Cully-. No quiero decirte que puedan obligarte a pagar si tú no quieres. Pero tu hermano se enterará y se verá complicado y todo el asunto será muy desagradable. Mira, te prometo algo: si consigues que tu hermano hable conmigo, resolveré el problema de tus deudas en el Xanadú. Y podrás ir allí y jugar, y todos los gastos serán por cuenta de la casa, igual que antes. Sólo que no se te dará crédito para jugar. Tendrás que pagar en efectivo. Si ganas, puedes hacer un pequeño pago de lo que debes. Es un buen trato, ¿no?
Cully hizo entonces un leve gesto, casi de disculpa.
Pudo ver brillar el interés en los ojos azules de Charlie. El tipo llevaba un año sin ir por Las Vegas. Debía echarlo de menos. Cully recordaba que en Las Vegas nunca había querido ir a las pistas de golf. Lo cual significaba que no le gustaba tanto el golf. Porque a muchos jugadores empedernidos les gustaba pasar una mañana en la gran pista de golf del Hotel Xanadú. No había duda, aquel tipo se aburría. Aún así, Charlie vacilaba.
– Tu hermano lo sabrá de todos modos -dijo Cully-. Mejor que lo sepa por mí que por los recaudadores. Me conoces. Sabes que no me pasaré de la raya.
– ¿Cuál es el pequeño favor? -preguntó Charlie.
– Un favor muy pequeño -dijo Cully-. En cuanto oiga mi proposición la aceptará. Te lo prometo. No le importará. Y le agradará hacerlo.
Charlie esbozó una triste sonrisa.
– No se alegrará -dijo-. Pero vamos al club a tomar algo y a hablar.
Una hora después, Cully volvía hacia Nueva York. Había estado con Charlie mientras éste llamaba por teléfono a su hermano y concertaba la cita. Había engatusado, presionado y seducido a Charlie Hemsi de una docena de modos distintos. Le había dicho que saldaría todas sus deudas en Las Vegas. Que nadie le molestaría nunca por el dinero. Que la próxima vez que Charlie fuese a Las Vegas tendría la mejor suite y todo correría a cargo de la casa. Y también, como regalo, habría una chica alta, de largas piernas, rubia, de Inglaterra, con aquel maravilloso acento inglés, y de lo más atractivo que pudiera imaginarse, la bailarina más bella de la compañía del Hotel Xanadú. Y Charlie podría estar con ella toda la noche. Le encantaría. Y a ella le encantaría Charlie.
Y así, arreglaron todo lo necesario para el viaje de Charlie a Las Vegas, a fin de mes. Cuando Cully terminó con él, Charlie creía estar comiendo miel en vez de tragar aceite de ricino.
Cully volvió primero al Plaza para lavarse y cambiarse. Despidió la limusina. Bajaría andando al centro de confección. Se puso su mejor traje, camisa de seda y una tradicional corbata marrón. Y gemelos. Tenía una imagen bastante precisa de Eli Hemsi a través de su hermano Charlie, y no quería causarle mala impresión.
En su paseo hasta el centro de confección, Cully sentía repugnancia por la suciedad de las calles y los rostros atormentados y demacrados de la gente con la que se cruzaba. Carretillas de mano, cargadas con vestidos de brillantes colores colgados de perchas metálicas, empujadas por negros o viejos de rojizos y arrugados rostros de alcohólicos. Empujaban las carretillas por las calles como vaqueros, parando el tráfico, derribando casi a los peatones. Como la arena y las plantas rodadoras de un desierto, la basura de los periódicos tirados, los restos de comida, las botellas vacías destrozadas por las ruedas de las carretillas, salpicaban los zapatos y los pantalones. Las aceras estaban tan atestadas de gente que apenas se podía respirar, ni siquiera al aire libre. Los edificios parecían grises tumores cancerosos creciendo hacia el cielo. Cully lamentó por un momento el afecto que sentía por Merlyn. Odiaba aquella ciudad. Le asombraba que alguien quisiera vivir en ella. Y la gente protestaba de Las Vegas. Y del juego. Mierda. Por lo menos el juego mantenía limpia la ciudad.
La entrada del edificio de Hemsi parecía más limpia que las otras. La alfombra del vestíbulo del ascensor parecía tener una capa más fina de mugre sobre las habituales baldosas blancas. Dios mío, pensó Cully, qué negocio más miserable. Pero cuando salió al rellano de la sexta planta, cambió de opinión. La recepcionista y la secretaria no estaban al nivel de Las Vegas, pero la suite de oficinas de Eli Hemsi sí. Y Eli Hemsi, Cully lo percibió inmediatamente, era un hombre con quien no se podía andar con bromas.
Eli Hemsi vestía su habitual traje de seda oscuro con corbata gris perla asentada en una relumbrante camisa blanca. Su inmensa cabeza se inclinaba atenta y alerta mientras Cully hablaba. Sus ojos profundamente hundidos en las cuencas, parecían tristes. Pero poseía una fuerza y una energía incontenibles. Pobre Merlyn, pensó Cully, relacionándose con este tipo.
Cully fue todo lo breve que podía, dadas las circunstancias. Y habló con la gravedad de un hombre de negocios. Intentar engatusar a Eli Hemsi sería perder el tiempo.
– He venido aquí a ayudar a dos personas -dijo Cully-. A su hermano Charles y a un amigo mío que se llama Merlyn. Créame cuando le digo que es mi único propósito. Para que yo les ayude, tendrá usted que hacerme un pequeño favor. Si me dice que no, asunto zanjado. Y aunque me diga que no, no haré nada por perjudicar a nadie. Todo seguirá igual.
Hizo una momentánea pausa, para dejar que Eli Hemsi dijese algo, pero la gran cabeza bufalesca estaba inmovilizada en tensa atención. Sus ojos sombríos ni siquiera pestañearon.
Cully continuó:
– Su hermano Charles debe a mi hotel de Las Vegas, el Xanadú, cincuenta mil dólares. Debe otros doscientos cincuenta mil por Las Vegas. Quiero decir, ante todo, que mi hotel nunca le presionará. Ha sido demasiado buen cliente y es muy buena persona. Los otros casinos pueden molestarle un poco, aunque en realidad no pueden obligarle a pagar si usted usa sus contactos, que sé que los tiene. Pero en tal caso, les deberá usted a sus contactos un favor que puede costarle luego más de lo que yo pido.
Eli Hemsi suspiró y preguntó, con su voz suave pero potente:
– ¿Es mi hermano un buen jugador?
– No, la verdad -dijo Cully-. Pero eso no significa nada. Todo el mundo pierde.
Hemsi suspiró de nuevo.
– No es mucho mejor en el negocio. Voy a tener que echarle, que librarme de él. Voy a tener que despedir a mi propio hermano. No trae más que problemas, siempre jugando y con esas mujeres. De joven era un gran vendedor, el mejor, pero se ha hecho viejo y no tiene interés. No sé si podré ayudarle. Sé que no voy a pagar sus deudas de juego. Yo no juego, no me permito ese placer. ¿Por qué voy a pagarle eso?
– No le pido que lo haga -dijo Cully-. Pero esto es lo que yo puedo hacer: mi hotel saldará sus deudas en los otros casinos. Él no tendrá que pagarlas a menos que venga y juegue y gane en nuestro casino. No le daremos más crédito. Y haré que ningún otro casino de Las Vegas se lo dé. No podrá perder mucho si sólo juega en efectivo. Será una seguridad. Para él, una ventaja. Lo mismo que dar crédito a determinadas personas es una ventaja para nosotros. Puedo proporcionarle esa protección.
Hemsi aún seguía observándole muy atentamente.
– ¿Pero mi hermano aún sigue jugando?
– Nunca conseguirá usted que deje de hacerlo -dijo Cully-. Hay muchos hombres como él, y muy pocos como usted. La vida real ya no le emociona, ya no le interesa. Es muy corriente.
Eli Hemsi cabeceó, pensando en todo aquello, dándole vueltas en su testa de búfalo.
– Bueno, no hace usted tan mal negocio -le dijo a Cully-. Nadie va a poder cobrar las deudas de mi hermano, como usted mismo dice, así que no da usted nada. Y luego el imbécil de mi hermano llegará con diez, veinte mil dólares en el bolsillo, y usted se los ganará. Por tanto, sale usted ganando, ¿no?
– Podría ser de otro modo -dijo Cully con cautela-. Su hermano podría contraer nuevas deudas y llegar a deber muchísimo dinero. Lo suficiente para que algunas personas considerasen que merecía la pena cobrarlo o esforzarse más por cobrarlo. Quién sabe las tonterías que puede hacer un hombre… Créame cuando le digo que su hermano no podrá pasarse sin ir a Las Vegas. Es algo que lleva en la sangre. Vienen hombres como él de todo el mundo. Tres, cuatro, cinco veces al año. No sé por qué, pero vienen. Para ellos significa algo que ni usted ni yo podemos entender. Y recuerde, tengo que cancelar sus deudas; eso me costará algo.
Al decir esto, se preguntó cómo acogería Gronevelt la proposición. Pero ya se preocuparía de eso más tarde.
– ¿Y cuál es el favor?
La pregunta fue formulada en aquel mismo tono de voz suave pero potente. Era realmente la voz de un santo, parecía desprender serenidad espiritual. Cully quedó impresionado y, por primera vez, se sintió un poco preocupado. Quizás aquello no resultase.
– Se trata de su hijo Paul -dijo Cully-. Hizo una declaración en contra de mi amigo Merlyn. Recordará a Merlyn. Prometió usted hacerle feliz para el resto de su vida.
Cully dejó que el acero tintinease en su voz. Le irritaba la sensación de poder que emanaba de aquel hombre. Un poder nacido de su tremendo éxito con el dinero, del subir de la pobreza a los millones en un mundo adverso, de las batallas victoriosas de su vida mientras arrastraba a un hermano imbécil.
Pero Eli Hemsi no picó el anzuelo del reproche irónico. Ni siquiera sonrió. Seguía escuchando.
– El testimonio de su hijo es la única prueba que hay contra Merlyn. Por supuesto, comprendo muy bien que Paul estuviese asustado.
Captó de pronto un relampagueo peligroso en aquellos ojos oscuros que le miraban. Cólera ante el hecho de que un extraño conociese el nombre de su hijo y lo utilizase con tanta familiaridad y casi despectivamente. Cully esbozó una dulce sonrisa.
– Tiene usted un chico muy majo, señor Hemsi. Todos piensan que le engañaron, que le amenazaron, para que hiciese esa declaración al FBI. He consultado con algunos buenos abogados. Dicen que puede retractarse en la declaración ante el gran jurado. Prestar testimonio de tal modo que no convenza al jurado y sin que por ello tenga problemas con el FBI. Puede también retractarse completamente del testimonio anterior.
Estudió el rostro que tenía ante sí. Era imposible leer nada en él.
– Doy por supuesto que su hijo tendrá inmunidad -dijo Cully-. No podrá ser procesado. Tengo entendido también que usted probablemente tenga las cosas arregladas para que no tenga que hacer el servicio militar. Saldrá de este asunto sin el menor problema. Supongo que usted ya lo tiene todo previsto. Pero si él hace este favor, le prometo que nada cambiará.
Eli Hemsi habló entonces con una voz distinta. Más fuerte, no tan suave; persuasiva, sin embargo. Un vendedor vendiendo.
– Me gustaría poder hacerlo -dijo-. Ese chico, Merlyn, es muy buen muchacho. Me ayudó, le estaré eternamente agradecido.
Cully se dio cuenta de que aquel hombre utilizaba con mucha frecuencia la palabra «eternamente». Para él no había puntos intermedios. Le había prometido a Merlyn que le haría feliz para el resto de su vida. Ahora prometía eterno agradecimiento. Un agente de reclamación astuto y hábil que intentaba eludir sus obligaciones. Por segunda vez, Cully sintió cierta cólera ante el hecho de que aquel tipo estuviese tratando a Merlyn como a un perfecto imbécil. Pero siguió escuchando con una suave sonrisa.
– Nada puedo hacer -dijo Hemsi-. No puedo poner en peligro a mi hijo. Mi esposa jamás me lo perdonaría. Para ella es toda su vida. Mi hermano es un ser adulto. ¿Quién puede ayudarle? ¿Quién puede guiarle, quién puede cambiar su vida ya? Es de mi hijo de quien he de preocuparme. Él es mi primera preocupación. Aparte de eso, créame, haré lo que sea por el señor Merlyn. Dentro de diez, veinte, treinta años. Nunca le olvidaré. Luego, cuando esto acabe, puede pedirme cualquier cosa.
El señor Hemsi se levantó y extendió la mano, inclinando su corpulenta estructura con grata solicitud.
– Ojalá mi hijo tuviese un amigo como usted.
Cully le sonrió, le estrechó la mano.
– No conozco a su hijo, pero su hermano es amigo mío. Irá a visitarme a Las Vegas a fin de mes. Pero no se preocupe, yo me ocuparé de él. No tendrá problemas.
Vio que Eli Hemsi le miraba calculadoramente. Sí, era el momento de contárselo todo.
– Ya que no puede usted ayudarme -dijo Cully-, tendré que proporcionarle a Merlyn un buen abogado. Supongo que el fiscal del distrito le habrá dicho que Merlyn se confesará culpable y obtendrá una condena condicional. Y se descubrirá todo el pastel, con lo que su hijo no sólo obtendrá inmunidad sino que nunca tendrá que volver al ejército. Puede ser que suceda eso. Pero Merlyn no se declarará culpable. Habrá un juicio. Su hijo deberá comparecer ante un tribunal público. Y tendrá que declarar. Habrá mucha publicidad. Sé que eso a usted no le molesta, pero los periódicos querrán saber dónde está su hijo Paul y qué hace. Me da igual quién le haya prometido lo que le hayan prometido, su hijo tendrá que ir al ejército. La prensa presionará demasiado. Y luego, además de todo eso, usted y su hijo tendrán enemigos. Utilizando su propia frase: «Le haré a usted desgraciado el resto de su vida».
Una vez expuesta abiertamente la amenaza, Hemsi se retrepó en la silla y miró fijamente a Cully. Su rostro macizo y arrugado revelaba más tristeza que cólera. Así que Cully insistió:
– Usted tiene contactos. Hable con ellos y escuche sus consejos. Infórmese sobre mí. Dígales que trabajo para Gronevelt, del Hotel Xanadú. Si ellos están de acuerdo con usted y llaman a Gronevelt, nada podré hacer yo, pero estará en deuda con ellos.
– ¿Dice usted que todo irá bien si mi hijo hace lo que usted pide?
– Se lo garantizo -dijo Cully.
– ¿No tendrá que volver al ejército? -volvió a preguntar Hemsi.
– Le garantizo también eso -dijo Cully-. Tengo amigos en Washington, igual que usted. Pero mis amigos pueden hacer cosas que los suyos no pueden hacer. Aunque sólo fuese porque no pueden tener contactos con usted.
Eli Hemsi acompañó a Cully hasta la puerta.
– Gracias -dijo-. Muchísimas gracias. Tengo que pensar detenidamente todo lo que me ha dicho. Le tendré informado.
Volvieron a estrecharse la mano.
– Estoy en el Plaza -dijo Cully-. Y salgo para Las Vegas mañana por la mañana. Le agradecería que me dijese algo esta noche.
Pero fue Charlie Hemsi quien le llamó. Estaba borracho y muy contento.
– Cully, viejo cabrón. No sé cómo te las arreglaste, pero mi hermano me ha dicho que te diga que no habrá problema. Está totalmente de acuerdo contigo.
Cully se tranquilizó. Eli Hemsi había hecho sus llamadas telefónicas para comprobar. Gronevelt debía haber respaldado la operación. Sintió gran afecto y gratitud hacia Gronevelt.
– Eso está muy bien -le dijo a Charlie-. Te veré en Las Vegas a fin de mes, Charlie. Lo pasarás como nunca.
– No me lo perderé -dijo Charlie Hemsi-. Y no te olvides de esa bailarina.
– No me olvidaré -dijo Cully.
Tras esto, se vistió y salió a cenar. Llamó a Merlyn desde el teléfono automático del vestíbulo del restaurante.
– Todo está resuelto, no era más que un mal entendido. No te preocupes de nada, no habrá ningún problema.
La voz de Merlyn parecía muy lejana, remota, y no había en ella el agradecimiento que a Cully le hubiese gustado percibir.
– Gracias -dijo Merlyn-. Te veré pronto en Las Vegas. Y luego colgó.
Cully Cross me resolvió todos los problemas, pero el pobre Frank Alcore, pese a su patriotismo, fue procesado, condenado, retirado del servicio activo y expulsado del ejército y condenado a un año de cárcel. Una semana después, el comandante me llamó. No estaba enfadado conmigo, ni indignado; en realidad, sonreía burlón.
– No sé cómo lo hiciste, Merlyn -me dijo-. Pero conseguiste librarte. Te felicito. Y no me importa nada todo este asunto, es como un chiste. Deberían haber metido a aquellos chicos en la cárcel. Me alegro por ti, pero he recibido órdenes de controlar este asunto y de cerciorarme de que lo ocurrido no se repita. Te hablo como amigo. No quiero presionarte. Pero te aconsejo que dimitas de tu cargo en el gobierno. Inmediatamente.
Esto me sorprendió y me conmovió un poco. Creí que no tendría ya ningún problema y de pronto me veía sin trabajo. ¿Cómo demonios iba a pagar todas mis facturas? ¿Cómo iba a mantener a mi mujer y a mis hijos? ¿Cómo iba a pagar la hipoteca de la nueva casa de Long Island, a la que me iba a trasladar en unos meses?
Procuré mantenerme impasible cuando dije:
– El gran jurado me declaró inocente. ¿Por qué he de dimitir?
El comandante pareció leer el pensamiento. Recordé que Jordan y Cully se burlaban de mí en Las Vegas diciéndome que cualquiera podía darse cuenta de lo que yo pensaba. Porque el comandante me miraba con lástima mientras me decía:
– Te lo digo por tu propio bien. Los jefes pondrán a los servicios de investigación internos a investigar este asunto. El FBI seguirá husmeando. Y todos los chicos de la reserva querrán seguir utilizándote, intentarán que les hagas otros favores. Mantendrán la olla hirviendo. Pero si te vas, todo se olvidará en seguida. Los investigadores se cansarán y, al no tener nada que investigar, acabarán dejándolo.
Quería preguntarle sobre los otros civiles que habían estado aceptando sobornos, pero el comandante se me adelantó:
– Sé por lo menos de otros diez asesores como tú, administrativos de unidad, que van a dimitir. Algunos ya lo han hecho. Créeme, estoy de tu parte. Y además será mejor para ti. Estás perdiendo el tiempo en este trabajo. A tu edad, deberías haber conseguido algo mejor.
Asentí. Yo también pensaba lo mismo. Que no había aprovechado gran cosa mi vida hasta entonces. Tenía una novela publicada, pero estaba ganando cien pavos semanales de salario neto por mi trabajo como funcionario. Ganaba, claro, otros tres o cuatrocientos al mes con artículos que publicaba en las revistas; pero, una vez cerrada la mina de oro ilegal, tenía que moverme.
– De acuerdo -dije-. Escribiré una carta dando dos semanas de plazo.
El comandante asintió y me estrechó la mano.
– Tienes pendiente un permiso por enfermedad pagado. Utilízalo estas dos semanas y búscate otro trabajo. Te ayudaré. Sólo tendrás que venir un par de veces a la semana, para poner al día el papeleo -dijo.
Volví a mi mesa y escribí la carta de dimisión. Las cosas no estaban tan mal como parecía. Tenía por delante unos veinte días de vacaciones pagadas, que significaban unos cuatrocientos dólares. Tenía, según mis cálculos, unos mil quinientos dólares en mi fondo de la pensión del gobierno, que podría retirar, aunque perdiese mis derechos al retiro cuando tuviese sesenta y cinco años. Pero eso quedaba a más de treinta años de distancia. Podría morirme antes. Un total de dos grandes. Y luego estaba el dinero de los sobornos que me tenía guardado Cully en Las Vegas. Aquello eran treinta grandes. Por un instante, tuve una abrumadora sensación de pánico. ¿Y si Cully renegaba de mí y no me daba mi dinero? Nada podría hacer. Éramos buenos amigos, él me había ayudado a resolver mis problemas, pero no me hacía ilusiones respecto a Cully. Era un pandillero de Las Vegas. ¿Y si me decía que se quedaba con mi dinero por el favor que me había hecho? No podría discutírselo. Habría pagado con gusto aquel dinero para no ir a la cárcel. ¡Lo habría pagado sin duda, Dios mío!
Pero lo que más temía era tener que decirle a Valerie que me había quedado sin trabajo, y tener que explicárselo a su padre. El viejo empezaría a hacer preguntas y descubriría la verdad.
No se lo dije a Valerie aquella noche. Al día siguiente, salí del trabajo y fui a ver a Eddie Lancer a su trabajo. Se lo conté todo y él se quedó sentado allí moviendo la cabeza y riéndose. Cuando terminé, dijo, casi admirado:
– Sabes, voy de sorpresa en sorpresa. Creía que eras el tipo más honrado del mundo después de tu hermano Artie.
Le conté a Eddie Lancer lo de los sobornos, cómo me había convertido en un delincuente de tres al cuarto, y cómo esto me había hecho sentirme mejor psicológicamente. En cierto modo, había descargado así gran parte de la amargura que sentía. El rechazo de mi novela por el público, la monotonía de mi vida, su fracaso básico, el haber sido siempre, en realidad, desgraciado.
Lancer me miraba con una sonrisilla.
– Y yo que creía que eras el tipo menos neurótico que había conocido -dijo-. Un matrimonio feliz, hijos, una vida segura, un trabajo. Estás escribiendo otra novela. ¿Qué más quieres?
– Necesitaré un trabajo -le dije.
Eddie Lancer se lo pensó un momento. Curiosamente, yo no sentía el menor embarazo por acudir a él.
– Te diré de modo confidencial que me voy de aquí dentro de unos seis meses -dijo-. Pondrán a otro editor en mi lugar. Le diré a mi sucesor que te dé trabajo y lo hará porque me debe un favor. Le diré que te dé trabajo suficiente para que puedas vivir de ello.
– Eso sería estupendo -dije.
Luego Eddie añadió, animosamente:
– Hasta entonces, yo puedo cargarte de trabajo. Relatos de aventuras, algo de basura romántica y algunas críticas de libros que suelo hacer yo. ¿De acuerdo?
– Por supuesto -dije-. ¿Cuándo calculas que acabarás tu libro?
– En un par de meses -dijo Lancer-. ¿Y tú?
Era una pregunta que me molestaba siempre. La verdad era que yo sólo tenía un esquema de novela, de una novela que quería escribir sobre un crimen famoso de Arizona. Pero no había escrito nada. Había presentado el esquema a mi editor, pero él se había negado a darme un anticipo. Dijo que era el tipo de novela que no daría dinero porque trataba del rapto de un niño que acaba asesinado. No habría la menor simpatía por el raptor, que era el héroe del libro. Yo perseguía otro Crimen y castigo, y esto había asustado al editor.
– Trabajo en ella -dije-. Pero aún me queda mucho. Lancer sonrió comprensivo.
– Eres un buen escritor -dijo-. Harás algo grande un día. No te preocupes.
Hablamos un rato más sobre escribir y sobre libros. Los dos estábamos de acuerdo en que éramos mejores novelistas que la mayoría de los famosos que estaban haciendo fortuna en las listas de éxitos. Cuando me fui, me sentía contento y seguro. Siempre que hablaba con Lancer me ocurría lo mismo. Por alguna razón, era una de las pocas personas con las que me sentía a gusto, y, como sabía que era un individuo listo e inteligente, su buena opinión sobre mi talento me animaba.
Y así, todo había salido del mejor modo posible. Podía escribir durante todo el día y podía llevar una vida honrada. Había eludido la cárcel y en unos meses estaría instalado en una casa propia. Por primera vez en mi vida. Quizás un pequeño delito compense.
Dos meses después, me trasladé a mi nueva casa de Long Island. Cada niño tenía su dormitorio. Teníamos tres baños y un cuarto de lavandería especial. No tendría ya que bañarme con ropa tendida goteándome en la cara. No tendría ya que esperar que los niños terminaran. Disponía del inmenso lujo de la intimidad. Tenía un cubil propio para escribir, jardín propio, un césped propio. Estaba separado de las otras personas. Aquello era el paraíso. Y, sin embargo, era algo que muchísimas personas daban por supuesto.
Y lo más importante de todo era que tenía la sensación de que mi familia estaba segura. Habíamos dejado atrás a los pobres y a los desesperados. Jamás nos alcanzarían, sus desgracias nunca provocarían la nuestra. Mis hijos jamás serían huérfanos.
Un día, sentado en el porche trasero, me di cuenta de que era completamente feliz, quizá más feliz de lo que volviera a serlo en mi vida. Y eso me fastidiaba un poco. Si era un artista, ¿por qué me hacían tan feliz placeres tan vulgares, una mujer a la que amaba, hijos que me encantaban, una casita en una zona aceptable de la ciudad? Había algo cierto: no era ningún Gauguin. Quizá por eso no escribiese. Era demasiado feliz. Y sentí un resquemor de resentimiento contra Valerie. Me tenía atrapado. Dios mío.
Pero aun así, me sentía feliz. Todo iba tan bien. Y el placer que me proporcionaban mis hijos era tan vulgar. Eran tan repugnantemente «lindos». Cuando mi hijo tenía cinco años, le llevé a dar un paseo por la calle y de pronto saltó un gato de un sótano y cayó casi literalmente delante nuestro. Mi hijo se volvió a mí y me dijo:
– ¿Es eso un «gato escaldado»?
Cuando se lo conté a Vallie, se emocionó y quería mandar la historia a una de esas revistas que pagan por anécdotas divertidas de este género. Mi reacción fue distinta. Me pregunté si uno de sus amigos le habría ridiculizado diciéndole que era un gato escaldado y a él le había desconcertado aquello más por lo que pudiera significar la frase que por el insulto. Pensé entonces en todos los misterios del lenguaje y en las experiencias con que mi hijo se enfrentaba por primera vez. Y envidié la inocencia de la niñez, lo mismo que le envidiaba la suerte de tener padres a quienes poder decir aquello y que se preocupasen por él.
Y recuerdo un día que habíamos ido en familia a dar un paseo por la Quinta Avenida, un domingo por la tarde, en que Valerie miraba los escaparates contemplando vestidos que jamás podría comprarse. De pronto, vimos venir hacia nosotros a una mujer como de un metro de altura pero elegantemente vestida con un chaquetón de ante y una blusa blanca de frunces y una falda oscura de cuadros escoceses. Mi hija tiró de la manga de Valerie, señaló a la enana y dijo:
– ¿Qué es eso, mamá?
Valerie se quedó horrorizada. Le aterraba siempre herir los sentimientos de alguien. Hizo callar a la niña hasta que la mujer pasó. Luego le explicó que se trataba de una de esas personas que no crecían nunca. Mi hija no captó muy bien la idea. Por fin preguntó:
– Quieres decir que no creció. ¿Entonces es una señora mayor como tú?
Valerie me sonrió:
– Sí, cariño -dijo-. Pero no pienses más en eso. Eso les pasa a muy pocas personas.
Aquella noche en casa, mientras les contaba un cuento a mis hijos antes de mandarles a la cama, mi hija parecía ensimismada, no me escuchaba. Le pregunté qué pasaba. Entonces, con los ojos muy abiertos, dijo:
– Papá, ¿soy una niña pequeña o una señora mayor que no creció?
Sabía que había millones de personas que podían contar historias como éstas de sus hijos, que todo era terriblemente vulgar. Y, sin embargo, no podía evitar la sensación de que el compartir la vida de mis hijos me enriquecía. Que la estructura de mi vida se componía de aquellas cosas pequeñas que parecían no tener la menor importancia.
Más sobre mi hija: Una noche estábamos cenando y consiguió enfurecer a Valerie portándose muy mal. Le tiró comida a su hermano, volcó deliberadamente un vaso y luego, una salsera.
– Como hagas otra cosa más te mato -le gritó Valerie.
Era un decir, por supuesto. Pero la niña la miró fijamente y preguntó:
– ¿Tienes pistola?
Fue divertido, porque ella estaba convencida de que su madre no podía matarla si no tenía pistola. Nada sabía aún de guerras y pestes, de violadores y asesinos, de accidentes de automóvil y desastres aéreos; de palizas, cáncer, venenos; de las personas a las que tiran por una ventana. Valerie y yo nos echamos a reír, y Valerie dijo:
– Claro que no tengo pistola, no seas tonta.
Y la expresión preocupada desapareció de la cara de la niña.
Observé que Valerie no volvió a hacer ningún tipo de comentario parecido.
Valerie también me asombraba a veces. Con el paso de los años, era cada vez más católica y más conservadora. Nada quedaba ya de la chica bohemia de Greenwich Village que había querido ser escritora. En la urbanización donde habíamos vivido no estaban permitidos los animales domésticos, y Vallie jamás me dijo que le gustaran. Pero ahora que teníamos casa propia, compró un perrito y un gato. Lo que no me gustó gran cosa, aunque los niños formaban un cuadro perfecto jugando con ellos en el césped. La verdad es que a mí nunca me habían gustado los perros ni los gatos. Eran casi caricaturas de huérfanos.
Yo era demasiado feliz con Valerie. No tenía entonces la menor idea de lo raro y lo valioso que era esto. Y ella era la madre perfecta para un escritor. Cuando se caían los niños y había que ponerles puntos, nunca se asustaba ni se molestaba. No le importaba hacer todas las tareas que normalmente hace un hombre en la casa y que yo no tenía paciencia para hacer. Ahora sus padres vivían sólo a media hora de distancia. Y muchas tardes y fines de semana, cogía a los niños, los metía en el coche y se iba allí sin siquiera preguntarme si quería acompañarles. Sabía que me fastidiaban aquellas visitas y que podía aprovechar el tiempo en el que me quedaba solo para trabajar en mi libro.
Pero, por alguna razón, tenía pesadillas. Quizá por su formación católica. Por la noche, tenía que despertarla porque daba grititos desesperados y gemía aun estando completamente dormida. Una noche, la vi tan asustada que la estreché entre mis brazos y le pregunté qué le pasaba, qué soñaba; ella me susurró:
– Nunca me digas que me estoy muriendo.
Esto me asustó muchísimo. Tuve visiones de ella yendo al médico y recibiendo malas noticias. Pero a la mañana siguiente, cuando le pregunté sobre el asunto, no recordaba nada. Y cuando le pregunté si había ido al médico, se echó a reír.
– Es mi formación religiosa -dijo-. Supongo que lo que me preocupa es ir al infierno.
Durante dos años, escribí artículos para las revistas, vi crecer a mis hijos, tan feliz en mi matrimonio que casi me repugnaba. Valerie visitaba mucho a su familia y yo pasaba mucho tiempo en mi estudio escribiendo, así que no nos veíamos mucho. Tenía por lo menos tres encargos por mes de las revistas, y trabajaba al mismo tiempo en una novela que esperaba me hiciese rico y famoso. La novela del rapto y el asesinato era mi entretenimiento; las revistas eran el modo de ganarme el pan. Calculaba que tardaría otros tres años en terminar el libro, pero no me importaba. Leía la creciente pila del manuscrito siempre que me quedaba solo. Y era maravilloso ver crecer a los niños y ver a Valerie cada vez más feliz y contenta y con menos miedo a morir.
Pero nada perdura. No perdura porque uno no quiere que perdure, creo. Si todo es perfecto, buscas problemas.
Después de vivir dos años en la nueva casa, escribiendo diez horas al día, yendo al cine una vez al mes, leyendo todo lo que caía en mis manos, agradecí la llamada de Eddie Lancer invitándome a cenar con él en la ciudad. Vería Nueva York de noche por primera vez en dos años. Iba siempre, a las revistas, para charlar con los editores, durante el día, y siempre volvía a casa para cenar. Valerie se había convertido en una gran cocinera, y yo no quería perderme la velada con los niños ni mi ratito de trabajo a última hora, para cerrar el día.
Pero Eddie Lancer acababa de regresar de Hollywood, y me prometió una excelente cena y muchas noticias. Me preguntó, como siempre, qué tal iba mi novela. Siempre me trataba como si supiese que yo iba a ser un gran escritor, y eso me entusiasmaba. Era una de las pocas personas que parecían tener una verdadera bondad sin mezcla de egoísmo. Y podía ser muy divertido, de un modo que a mí me parecía envidiable. Me recordaba a Valerie cuando escribía relatos en la Escuela Nueva. Valerie tenía esta cualidad escribiendo y, a veces, en la vida cotidiana. Surgía de cuando en cuando, incluso ahora. Así que le dije a Eddie que tenía que ir a las revistas al día siguiente a recoger trabajo y que podríamos cenar juntos después.
Me llevó a un sitio llamado Pearl's, del que nunca había oído hablar. Tan ignorante era yo, que no sabía que se trataba del restaurante chino de moda de Nueva York. Era la primera vez que probaba comida china, y cuando se lo dije a Eddie quedó asombrado. Asumió la tarea de mostrarme los diversos platos chinos mientras me indicaba las celebridades que había en el lugar, e incluso llegó a abrir mi pastelito de la fortuna y a leérmelo. Y me impidió comerlo.
– No, nunca se come -dijo-. Sería una terrible vulgaridad. Aunque no sea otra cosa, por lo menos aprenderás esta noche algo valioso: no comer jamás el pastelillo de la fortuna en un restaurante chino.
Fue todo un ritual que sólo resultaba divertido entre dos amigos en el contexto de la relación mutua. Pero meses más tarde leí un relato de Lancer en Squira en el que utilizaba el incidente. Era un relato conmovedor, en el que se burlaba de sí mismo y de mí. Le conocí mejor después de leer aquel relato, entendí que su buen humor enmascaraba su soledad básica y su distanciamiento del mundo y de la gente que le rodeaba. Y pude entrever algo de lo que realmente pensaba de mí. Me retrataba como a un hombre que controlaba la vida y que sabía adónde iba. Me pareció muy divertido.
Pero se equivocaba en lo de que el asunto del pastelillo de la fortuna pudiese ser lo único valioso que yo sacaría de aquella noche. Porque, después de cenar, me convenció de que fuéramos a una de aquellas fiestas literarias de Nueva York, en la que me encontré de nuevo con el gran Osano.
Estábamos tomando el postre y el café. Eddie me hizo pedir helado de chocolate. Me explicó que era el único postre que iba con la comida china.
– No se te olvide -me dijo-. Nunca comas tu pastelillo de la fortuna y pide siempre helado de chocolate de postre.
Luego, sobre la marcha, me animó a que le acompañara a la fiesta. Yo me mostré algo reacio. Tardaba hora y media aproximadamente en coche hasta Long Island, y estaba deseando llegar a casa y quizá trabajar un poco antes de irme a la cama.
– Vamos -dijo Eddie-. No puedes ser siempre un eremita. Tómate esta noche libre. Habrá buena bebida, buena charla y algunas chicas guapas. Y puedes hacer contactos valiosos. A un crítico le resulta más difícil machacarte el cráneo si te conoce personalmente. Y un editor siempre puede leer con más gusto una cosa tuya si te ha conocido en una fiesta y le caes bien.
Eddie sabía que yo no tenía editor para mi nuevo libro. El editor del primero no quería volver a verme porque sólo había vendido dos mil ejemplares y no había conseguido edición de bolsillo.
Así que fui a la fiesta y me encontré con Osano. Osano no indicó que recordase la entrevista, y yo tampoco hice alusión a ella. Pero al cabo de una semana recibí una carta suya pidiéndome que fuese a verle y a comer con él para hablar de un trabajo que quería ofrecerme.
Acepté el trabajo que me ofreció Osano por varias razones distintas. El trabajo era interesante y prestigioso. Como Osano había sido nombrado director del suplemento literario más importante del país unos años atrás, tenía problemas con la gente que trabajaba para él y por eso me quería de ayudante. El sueldo era bueno y el trabajo no me impediría seguir con mi novela. Y además, me sentía demasiado feliz en casa; estaba convirtiéndome en un ermitaño burgués. Era feliz, pero mi vida era tediosa. Anhelaba emociones, peligros. Tenía vagos y fugaces recuerdos de mi escapada a Las Vegas y de cómo había conseguido liberarme de la soledad y la desesperación que entonces sentía. ¿Es locura el recordar la desdicha con tal gozo y despreciar la felicidad que uno tiene en la mano?
Pero, sobre todo, tomé el trabajo por Osano mismo. Era, sin duda, el escritor más famoso de Norteamérica. Alabado por su serie de novelas de gran éxito, famoso por sus roces con la justicia y su actitud revolucionaria hacia la sociedad. Denostado por su escandalosa conducta sexual. Luchaba contra todos y contra todo. Y sin embargo, en la fiesta a la que Eddie Lancer me había llevado, encantaba y fascinaba a todos. Y en aquella fiesta estaba la crema del mundo literario. Gente muy predispuesta a ser fascinante y quisquillosa por derecho propio.
Y tengo que admitir que Osano me entusiasmó. En la fiesta se enzarzó en una furiosa discusión con uno de los críticos literarios más poderosos de Norteamérica, que además era íntimo amigo suyo y defendía su obra. Pero el crítico se atrevió a formular la opinión de que los ensayistas creaban arte y que algunos críticos eran artistas. Osano se lanzó contra él.
– Pero qué dices tú, vampiro mamón -gritó, balanceando el vaso en una mano y colocando la otra mano como si estuviese a punto de lanzarle un directo-. Tenéis la cara de vivir a costa de los verdaderos escritores y encima pretendéis ser artistas. No sabéis siquiera lo que es el arte. Un artista crea de la nada, lo saca todo de sí mismo, ¿no lo entiendes, tonto del culo? Es como una araña, va extrayendo la tela de su cuerpo. Y vosotros, pijoteros, lo único que hacéis es aparecer con vuestras escobitas después de que el verdadero artista crea arte. Sois magníficos para barrer los desperdicios, eso es lo que hacéis.
Su amigo se quedó asombrado porque acababa de alabar los libros de ensayo de Osano diciendo que eran arte.
Osano se apartó de allí y se dirigió a un grupo de mujeres que estaban esperando para agasajarle. Había en el grupo un par de feministas, y no llevaba con ellas dos minutos, cuando el grupo volvió a convertirse en centro de atención. Una de las mujeres le gritaba furiosa mientras él escuchaba con irónico menosprecio; sus maliciosos ojos verdes brillaban como los de un gato.
Luego habló él:
– Vosotras las mujeres queréis la igualdad y ni siquiera entendéis los juegos de poder -dijo-. Vuestra única carta es vuestro coño, y se lo enseñáis al adversario. Lo regaláis. Y sin vuestros coños no tenéis poder ninguno. Los hombres pueden vivir sin afecto pero no sin sexo. Las mujeres han de tener afecto y pueden arreglárselas sin sexo.
Ante esto último, las mujeres se lanzaron contra él con furiosas protestas. Pero él no se amilanó.
– Las mujeres no hacen más que quejarse del matrimonio cuando en realidad obtienen las mayores ventajas de él. El matrimonio es como las acciones de bolsa. Hay inflación y hay devaluación. El valor no hace más que bajar para los hombres. ¿Sabéis por qué? Las mujeres valen cada vez menos, a medida que envejecen. Y llega un momento en que uno está atado a ellas como a un coche viejo. Las mujeres no envejecen igual que los hombres. ¿Podéis imaginaros a una tía de cincuenta años engatusando y llevándose a la cama a un chaval de veinte? Y muy pocas mujeres tienen poder económico para comprar juventud como los hombres.
– Yo tengo un amante de veinte años -gritó una mujer. Era una mujer de buen ver, de unos cuarenta años.
Osano la miró sonriendo malévolamente.
– Te felicito -dijo-. Pero, ¿y cuando tengas cincuenta? Con las jovencitas dándolo tan fácilmente, tendrás que ir a cazarlos a la salida de los institutos y prometer que les comprarás una moto. ¿Y crees además que tus jóvenes amantes se enamorarán de ti como se enamoran las jovencitas de los hombres? Vosotras no tenéis a vuestro favor esa vieja imagen freudiana del padre, como nosotros; y, debo repetirlo, un hombre a los cuarenta resulta mucho más atractivo que a los veinte. Y aún puede ser muy atractivo a los cincuenta. Es algo biológico.
– Cuentos -dijo la atractiva cuarentona-. Las chicas jóvenes se burlan de los viejos como tú. Y vosotros os creéis sus mentiras. No es que seáis más atractivos. Es simplemente que tenéis más poder. Y todas las leyes de vuestra parte. Cuando cambie eso, cambiará todo.
– Claro -dijo Osano-. Conseguiréis que se aprueben leyes y someter a los hombres a operaciones para que parezcan más feos cuando se hagan viejos. En nombre de la justicia y la igualdad de derechos. Puede que lleguéis incluso a castrarnos legalmente. Pero eso no cambia las cosas ahora.
Hizo una pausa y luego continuó:
– ¿Conocéis el peor verso de toda la poesía? Browning. «¡Envejece a mi lado! Lo mejor aún está por llegar…»
Yo simplemente andaba por allí, escuchando. Lo que decía Osano me parecía básicamente palabrería. Por una parte, teníamos ideas distintas sobre lo que era escribir. Yo odiaba la charla literaria, aunque leía a todos los críticos y compraba todas las revistas de crítica.
¿Qué demonios era ser artista? No era cuestión de sensibilidad. Ni de inteligencia. No era angustia. Ni éxtasis. Todo aquello era palabrería.
En realidad eras como una especie de ladrón de cajas de caudales que intentabas dar con la clave para conseguir abrir la puerta. Y al cabo de un par de años podías abrirla y podías empezar a escribir. Y lo infernal del asunto era que la mayoría de las veces lo que había en la caja no resultaba tan valioso.
Era sólo trabajo duro y el culo dolorido a cambio. No podías dormir de noche. Perdías toda la confianza en la gente y en el mundo exterior. O te convertías en un cobarde, en un simulador en la vida cotidiana. Eludías las responsabilidades de tu vida emocional, pero, en realidad, no podías hacer otra cosa. Y quizá fuese por eso por lo que yo me sentía incluso orgulloso de toda la basura que había escrito para las revistuchas baratas, y de mis críticas de libros. Era una habilidad que yo tenía; era, en definitiva, un oficio. No era sólo un artista de mierda.
Osano nunca entendió esto. Él siempre había procurado ser un artista e intentado producir arte o casi arte. Lo mismo que años después no conseguiría entender lo que era Hollywood, que el negocio del cine era joven, como un niño que aún no sabía controlar sus necesidades, y no podías, por tanto, reprocharle el que cagase por encima de todo. Una de las mujeres dijo:
– Osano, tú tienes un magnífico historial con las mujeres, ¿cuál es el secreto de tu éxito?
Todos se echaron a reír, Osano incluido. Le admiré más aún. Un tipo con cinco ex esposas, que podía permitirse reír.
– Antes de que se vengan conmigo, les digo -dijo Osano- que todo ha de ser según mi deseo en un cien por cien. Comprenden mi posición y aceptan. Les digo siempre que cuando dejen de estar contentas de la relación, no tienen más que irse. Sin discusiones, sin explicaciones, sin negociaciones. Simplemente irse. Y no logro entenderlo. Dicen que sí cuando vienen, y luego violan todas las normas. Intentan que un diez por ciento sea como ellas quieren. Y cuando no lo consiguen, empiezan a pelearse conmigo.
– Una proposición maravillosa -dijo otra mujer-. ¿Y qué reciben a cambio?
Osano miró alrededor y absolutamente serio dijo:
– Soy de lo mejor en la cama.
Algunas mujeres empezaron a abuchearle.
Cuando decidí aceptar el trabajo con él, volví a leer todo lo que había escrito. Sus primeras obras eran excelentes, con escenas precisas y agudas, como bocetos. Las novelas se mantenían en pie, perfectamente integrados argumento y personajes. Y llenas de ideas. Sus últimos libros se hacían más profundos, más reflexivos, la prosa más engolada. Era como un hombre importante que se colocara sus condecoraciones. Todas sus novelas parecían invitar a los críticos, darles abundante material de trabajo, para interpretar, para discutir, para manejar. Pero mi opinión era que sus tres últimos libros no valían nada. Los críticos no opinaban igual.
Inicié así una nueva vida. Iba todos los días a Nueva York en coche, y trabajaba de once de la mañana hasta el final del día. Las oficinas eran inmensas, parte del local del periódico que distribuía el suplemento. El ritmo resultaba agotador; los libros llegaban literalmente a miles cada mes, y sólo teníamos espacio para unas sesenta críticas por semana. Pero había que echar a todos una ojeada por lo menos. En el trabajo Osano era realmente amable con todos sus colaboradores. Siempre me preguntaba por mi novela, y se ofreció a leerla antes de que se publicase, y darme algunos consejos editoriales. Pero yo era demasiado orgulloso para enseñársela. Pese a su fama y a mi falta de ella, me consideraba el mejor novelista.
Tras largas sesiones trabajando en la selección de libros que incluiríamos y a quién encargaríamos la tarea de hacer la crítica de cada uno, Osano sacaba la botella de whisky que tenía en su mesa y echaba unos tragos, y me daba largas conferencias sobre literatura, sobre la vida del escritor, sobre los editores, sobre las mujeres; sobre cualquier cosa que le rondase la cabeza en aquel momento concreto. Llevaba cinco años trabajando en su gran novela, la que pensaba que iba a darle el premio Nobel. Había recibido ya un anticipo enorme por ella, y el editor empezaba a ponerse nervioso y a presionarle. Esto le fastidiaba muchísimo.
– Ese pijotero -decía-. Me aconsejó que leyera los clásicos para inspirarme. Ignorante de mierda. ¿Has probado a leer otra vez a los clásicos? Dios mío, esos pelmas de Hardy y Tolstoi y Galsworthy. Tardaban cuarenta páginas en tirar un pedo. ¿Y sabes por qué? Porque tenían atrapados a los lectores. Les tenían cogidos por los huevos. No había televisión, ni había radio, ni había cine. Ni viajes, a menos que quisieses romperte el culo saltando en diligencias. En Inglaterra no podías joder siquiera. Quizá por eso los escritores franceses fuesen más disciplinados. Los franceses por lo menos jodían, no como los mierdas Victorianos ingleses, que tenían que meneársela. En fin, ¿por qué, dime, se va a poner a leer a Proust un tipo que tiene un televisor y una casa en la playa?
Yo nunca había sido capaz de leer a Proust, así que le di la razón. Pero había leído a todos los demás y no podía aceptar que el televisor o una casa en la playa ocupasen su lugar.
Osano siguió con lo suyo:
– Ana Karenina. Lo consideran una obra maestra. Es una mierda de libro. Un tipo culto de clase alta que condesciende con las mujeres. Nunca te muestra lo que piensa o siente de verdad una tía. Te da la visión convencional de la época y del lugar. Y luego se tira trescientas páginas explicando cómo se lleva una hacienda rusa. Como si a alguien le importase el asunto. ¿A quién le importa un carajo, dime, el imbécil de Vromsky y su alma? Dios mío, no sé quiénes son peores, si los rusos o los ingleses. Ese jodido Dickens, y Trollope; quinientas páginas no eran nada para ellos. Las escribían cuando el cuidado de su jardín les dejaba tiempo libre. Los franceses por lo menos eran más breves. Pero, ¿qué me dices del cabrón de Balzac? ¿Quién es capaz de leerlo hoy?
Bebió un trago de whisky y lanzó un suspiro.
– Ninguno de ellos sabía utilizar el idioma. Salvo Flaubert. Que no es nada del otro mundo. Y no es que los norteamericanos sean mucho mejores. Ese mierda de Dreiser no sabe siquiera lo que significan las palabras. Es un analfabeto, de veras. Un jodido aborigen. Otras novecientas páginas de grano en el culo. Ninguno de esos mierdas conseguiría publicar hoy y, si lo hiciese, los críticos le machacarían. Amigo, esos tipos estaban como querían. No tenían competencia.
Hizo una pausa, suspiró pesadamente, y luego continuó:
– Merlyn, muchacho, los escritores como nosotros somos una especie que agoniza. Hay que buscar otra cosa, hacer mierdas para la televisión, hacer cine. Y eso puedes hacerlo con un dedo metido en el culo.
Luego, agotado, se tendió en el sofá que tenía en la oficina para la siesta de la tarde.
Intenté animarle un poco.
– Eso podría ser una gran idea para un artículo en Esquire -dije-. Coger unos seis clásicos y cargárselos. Como el artículo que escribiste sobre novelistas modernos.
Osano se echó a reír.
– Ay, demonios, qué divertido fue eso. Estaba bromeando y utilizándolos sólo como un juego de poder para pasar el rato y todo el mundo se enfadó. Pero resultó. Me engrandeció a mí y les empequeñeció a ellos. Y ése es el juego literario. Sólo que esos tontos del culo no lo saben. Se pasan la vida meneándosela en sus torres de marfil y creen que con eso basta.
– Esto sería fácil -dije-. Aunque, claro, los profesores se lanzarían sobre ti.
Osano empezaba a interesarse. Se levantó del sofá y se acercó a la mesa.
– ¿Qué clásicos odias más?
– Silas Marner -dije-. Y aún lo enseñan en las escuelas.
– La tortillera de George Eliot -dijo Osano-. Los profesores aún están enamorados de ella. Bien. Ese. Yo el que más odio es Ana Karenina. Tolstoi es mejor que Eliot. A Eliot ya nadie le hace caso, pero los profesores se pondrán a dar voces cuando me cargue a Tolstoi.
– ¿Dickens? -dije.
– Un candidato -dijo Osano-. Pero no David Copperfield. Debo confesar que me encanta ese libro. Un tipo realmente curioso, ese Dickens. No puedo soportarle, sin embargo, en el aspecto sexual. Era un jodido hipócrita. Y escribió mucha mierda. Toneladas.
Empezó a hacer la lista. Tuvimos la decencia de respetar a Flaubert y a Jane Austen. Cuando le sugerí Werther de Goethe me dio una palmada en la espalda y lanzó un grito.
– El libro más ridículo que se ha escrito. Lo convertiré en una hamburguesa alemana -dijo.
Por fin, compusimos esta lista:
Silas Marner
Ana Karenina
Werther
Dombey e hijo
La carta escarlata
Lord Jim
Moby Dick
Proust (todo)
Hardy (cualquier cosa)
– Necesitamos uno más para los diez -dijo Osano.
– Shakespeare -sugerí.
Osano meneó la cabeza.
– Aún me encanta Shakespeare. Sabes, resulta irónico. Escribió por dinero. Escribió deprisa, y fue todo un ignorante. Y sin embargo nadie ha podido llegar a su altura todavía. Le importaba un pito que lo que escribiese fuese cierto o no con tal de que fuese bello o conmovedor. ¿Qué te parece lo de «no es amor el amor que se altera cuando alteración halla»? Y podría darte toneladas de ejemplos. Pero es demasiado grande, aunque siempre me ha fascinado ese jodido farsante de Macduff y también ese imbécil de Otelo.
– Aún necesitas uno más.
– Sí -dijo Osano, sonriendo muy satisfecho-. Veamos. Dostoievski. Ése es el tipo. ¿Qué te parece Los hermanos Karamazov?
– Te deseo suerte -dije.
– A Nabokov le parece una mierda -dijo Osano pensativo.
– Le deseo suerte también -dije.
Así pues, estábamos atascados, y Osano decidió conformarse con nueve. En realidad, daba igual nueve que diez. De todos modos, me sorprendió que no pudiésemos dar con diez.
Escribió el artículo aquella noche y se publicó dos meses después. Era un artículo inteligente y ofensivo, y deslizaba en él alusiones a la gran novela que estaba escribiendo, que no tendría ninguno de los defectos de esos clásicos y los sustituiría a todos.
El artículo levantó gran escándalo, y hubo respuestas por todo el país atacándole y atacando la novela que estaba haciendo, que era precisamente lo que él quería. Era un tramposo de primera clase. Cully se habría sentido orgulloso de él. Tomé nota mentalmente de que debía ponerlos en contacto algún día.
En seis meses, me convertí en el brazo derecho de Osano. El trabajo me encantaba. Leía muchos libros, tomaba notas de ellos y se las pasaba a Osano para que pudiese distribuirlos entre los críticos autónomos de que nos servíamos. Nuestras oficinas eran un océano de libros; estábamos inundados por ellos, tropezábamos con ellos, cubrían nuestras mesas y sillas. Eran como esas masas de hormigas y gusanos que cubren el cadáver de un animal. Siempre había amado y reverenciado los libros, pero pude entender entonces el desprecio y el desdén de algunos críticos e intelectuales; no eran más que los criados de los héroes.
Pero la lectura me encantaba, sobre todo tratándose de novelas y biografías. No era capaz de entender los libros de ciencia o de filosofía ni a los críticos más eruditos, así que estos textos Osano se los pasaba a otros ayudantes especializados. Lo que más placer le producía era encargarse de los grandes críticos literarios que publicaban un libro, a los que solía machacar. Cuando llamaban o escribían protestando, él les contestaba que «atacaba la jugada no al jugador», lo que les enfurecía aún más. Pero como siempre tenía en el pensamiento su premio Nobel, trataba a ciertos críticos con gran respeto, concedía mucho espacio a sus artículos y a sus libros. Pero tales excepciones eran muy pocas. Odiaba en especial a los novelistas ingleses y a los filósofos franceses. Y sin embargo, con el paso del tiempo, pude darme cuenta de que el trabajo le resultaba odioso y lo eludía al máximo posible.
Utilizaba, por otra parte, su posición del modo más desvergonzado. Las chicas de relaciones públicas de las editoriales pronto aprendieron que si tenían un libro interesante del que querían una crítica, no tenían más que llevarse a Osano a comer y contarle cosas. Si las chicas eran jóvenes y guapas, él se ponía a bromear y les hacía entender, de modo amable, que cambiaría gustoso un espacio de la revista por un polvo. Y no se andaba por las ramas en esto. Lo que para mí resultaba sorprendente. Yo creía que eso sólo pasaba en el mundo del cine. Usaba las mismas técnicas con las mujeres que hacían recensiones de libros y venían a pedir trabajo. Tenía un gran presupuesto y encargábamos muchas críticas, que pagábamos aunque nunca se utilizasen. Y él mismo cumplía sus compromisos. Si la otra parte hacía lo prometido, él correspondía con toda justicia. Cuando llegué, tenía toda una cadena de chicas que tenían acceso a la revista literaria más influyente de Norteamérica en base a su generosidad sexual. Me divertía el contraste que había entre esto y el alto tono moral e intelectual de la revista.
A veces me quedaba con él en la oficina hasta tarde, cuando teníamos que terminar un trabajo, y luego salíamos a cenar y a echar un trago. Y él tenía que buscarse siempre algún plan. Quería buscarme plan a mí también, pero yo siempre le decía que estaba casado y que era muy feliz con mi mujer. Esto pasó a convertirse en una broma habitual.
– ¿Aún no estás cansado de acostarte con tu mujer? -me preguntaba.
Igual que Cully. No le contestaba, me limitaba a ignorarle. No era asunto suyo. Entonces, él meneaba la cabeza y decía:
– Eres la décima maravilla del mundo. Cien años casado y aún te gusta joder con tu esposa.
A veces le lanzaba una mirada furiosa y él decía, citando a algún escritor a quien yo nunca había leído:
– No hace falta ser ningún malvado. El tiempo es suficiente enemigo.
Era su cita preferida, la utilizaba muy a menudo.
Trabajando allí conseguí una visión del mundo literario. Siempre había soñado formar parte de él. Lo consideraba un mundo en el que nadie disputaba por dinero ni actuaba condicionado por él. Pensaba que, puesto que aquéllos eran quienes creaban los héroes de los libros que amaba, tenían que ser iguales a ellos. Y, por supuesto, descubrí que eran lo mismo que los demás hombres, sólo que más locos. Descubrí que Osano odiaba también a toda aquella gente. Y se dedicaba a adoctrinarme.
– La única persona especial es el novelista -me decía-.
No es como esos mierdas que escriben relatos ni como los guionistas de cine y los poetas y los dramaturgos, y esos jodidos periodistas literatos de peso ligero. Son sólo fachada. Sin contenido. No tienen hueso. Y hay que dar sustancia y contenido para escribir una novela.
Se quedó un rato cavilando y luego escribió algo en un papel, de lo que deduje que en el número del domingo siguiente habría un ensayo sobre el tema.
Otras veces, se ponía a vociferar por lo mal escrito que estaba el suplemento. La circulación bajaba, y acusaba de ello a la torpeza de los críticos.
– Esos cabrones son muy listos, por supuesto, tienen muchas cosas interesantes que decir. Pero no saben escribir una frase decente. Son como tartamudos. Te rompes la crisma intentando seguir lo que dicen.
Osano publicaba todas las semanas un ensayo suyo en la segunda página. Su estilo era inteligente y agudo; enfocaba las cosas de modo que pudiese crearse el mayor número posible de enemigos. Una semana publicó un ensayo en favor de la pena de muerte. Indicaba que en cualquier referéndum nacional se aprobaría la pena de muerte por un margen de votos abrumador. Que sólo la clase elitista, los lectores de la revista, había conseguido paralizar la pena de muerte en los Estados Unidos. Afirmaba que todo era una conspiración de las capas superiores del gobierno. Una maniobra política para dar, a los delincuentes y a los individuos abrumados por la pobreza, licencia para robar, asaltar, violar y asesinar a las clases medias. Que esto era un desahogo que se concedía a las clases bajas para que no se hicieran revolucionarias. Que las capas superiores del gobierno habían calculado que así sería menor el coste. Y los elitistas vivían en barrios seguros, enviaban a sus hijos a colegios privados, contrataban fuerzas de seguridad particulares, y así estaban a cubierto de la venganza del proletariado.
Se burlaba de los liberales, que decían que la vida humana era sagrada y que la política de matar a los ciudadanos tenía unos efectos embrutecedores sobre la humanidad en general. Según él, éramos sólo animales y no debía tratársenos mejor que a los elefantes que ejecutaban en la India por matar a un ser humano. De hecho, decía, el elefante ejecutado poseía más dignidad y tenía derecho a un cielo superior al de los asesinos enloquecidos por la heroína, a quienes se soltaba para que asesinaran a más ciudadanos de clase media. Al abordar la cuestión de si la pena de muerte era un freno, indicaba que los ingleses eran el pueblo más respetuoso de la ley de toda la tierra, y que en Inglaterra los policías ni siquiera llevaban armas. Y atribuía esto exclusivamente al hecho de que los ingleses ejecutaban a niños de ocho años por robar pañuelos de encaje todavía en el siglo diecinueve. Y luego admitía que, aunque esto hubiese barrido el crimen y protegido la propiedad, había convertido al final a los miembros más enérgicos de las clases trabajadoras en animales políticos en vez de delincuentes, y había llevado así el socialismo a Inglaterra. Hubo una afirmación que enfureció especialmente a los lectores de Osano: «No sabemos si la pena capital es un freno, pero sabemos que los hombres que ejecutamos no matarán más».
Terminaba el ensayo felicitando a los dirigentes de Norteamérica por haber tenido la inteligencia suficiente para dar a sus clases inferiores licencia para robar y matar con el fin de que no se convirtiesen en revolucionarios políticos.
Era un ensayo ofensivo, pero estaba tan bien escrito que todo parecía la mar de lógico. Llegaron centenares de cartas de protesta de los pensadores sociales más famosos e importantes de nuestra clientela de intelectuales liberales. El director recibió una carta especial, escrita por una organización de izquierdas, que firmaban los escritores más importantes de Norteamérica, en la que se pedía que se privase a Osano de la dirección del suplemento. Osano publicó la carta en el número siguiente. Aún era demasiado famoso para que le echaran. Todo el mundo esperaba que terminase su «gran» novela. La que le aseguraría el premio Nobel.
A veces, al entrar en su oficina, le veía escribiendo en largas hojas amarillas, que metía en el cajón cuando yo entraba. Sabía que aquélla era la famosa novela. Nunca le pregunté por ella y él nunca me comentó nada espontáneamente.
Unos meses después, volvió a meterse en líos. Escribió un artículo de dos páginas en el suplemento, en el que citaba estudios para demostrar que los estereotipos quizá fuesen ciertos. Que los italianos eran criminales natos, los judíos los mejores haciendo dinero y tocando el violín y estudiando medicina, y, lo peor de todo, los que con mayor frecuencia ingresaban a sus padres en asilos de ancianos. Luego citaba otros estudios para demostrar que los irlandeses eran unos borrachos debido quizás a alguna deficiencia química desconocida, o a algún problema dietético, o al hecho de que probablemente fuesen homosexuales reprimidos. Y así sucesivamente. Esto provocó un verdadero escándalo. Pero no detuvo a Osano.
En mi opinión, se estaba volviendo loco. Una semana copó la primera página con una crítica que había escrito sobre un libro de helicópteros. Aún seguía con aquella chifladura. Los helicópteros sustituirían al automóvil, y cuando esto pasase, todos los millones de kilómetros de autopista se destruirían y pasarían a ser tierras de labor. El helicóptero ayudaría a resucitar la estructura nuclear de las familias porque con él sería más fácil visitar a parientes lejanos. Estaba convencido de que el automóvil se quedaría anticuado. Esto quizá se debiese a que odiaba los coches. Para ir los fines de semana a los Hamptons, alquilaba siempre un hidroavión o un helicóptero especial.
Afirmaba que con unos cuantos adelantos técnicos más, el helicóptero sería tan fácil de manejar como un automóvil. Indicaba que el cambio automático había permitido conducir a millones de mujeres. Y este comentario provocó las iras de los grupos de liberación femenina. Y agravó aún más las cosas el que esa misma semana se hubiese publicado un serio estudio sobre Hemingway, obra de uno de los ensayistas más respetados de Norteamérica. Este autor tenía una poderosa red de amigos influyentes y había dedicado diez años a aquel estudio. Obtuvo críticas en primera página en todas las publicaciones salvo en la nuestra. Osano le dedicó tres columnas, en vez de una página completa, en la página cinco. A finales de aquella semana, el director jefe le mandó llamar y Osano se pasó tres horas en la gran oficina de la última planta, explicando su actuación. Bajó sonriendo, y me dijo alegremente:
– Merlyn, muchacho, aún conseguiré insuflar un poco de vida en este periodicucho. Pero creo que es mejor que empieces a buscar otro trabajo. Yo no tengo problema, tengo casi terminada la novela y con eso estaré a cubierto.
Por entonces, yo llevaba casi un año trabajando con él y no podía entender cómo él conseguía trabajar. Andaba jodiéndose todo lo que se le ponía a mano, y además iba a todas las fiestas de Nueva York. Durante ese período, había hecho, además, una novela corta por un anticipo de cien mil. La escribió en la oficina en horas de trabajo, y le llevó dos meses. A los críticos les entusiasmó, pero no se vendió gran cosa, aunque la propusieron para el Premio Nacional de Literatura. La leí. La prosa era brillantemente oscura, la caracterización de los personajes ridícula y la trama absurda. Para mí era un libro estúpido pese a contener algunas ideas complicadas. Osano tenía una inteligencia de primera talla, de eso no había duda. Pero para mí el libro, como novela, era un completo fracaso. Él nunca me preguntó si lo había leído. Evidentemente no deseaba conocer mi opinión. Supongo que sabía que el libro era una mierda, porque un día dijo:
– Ahora que he conseguido pasta, podré terminar el libro grande.
Era una especie de disculpa.
Llegué a estimar a Osano, pero siempre me daba un poco de miedo. Nunca había conocido a nadie que tuviese tanta habilidad para sonsacarme. Me hacía hablar sobre literatura y sobre juego, y sobre mujeres incluso. Y luego, cuando me había calibrado, me machacaba. Era muy hábil para captar vanidad y presunción en todos menos en él. Cuando le expliqué lo del suicidio de Jordan en Las Vegas y todo lo que había pasado después, y que yo creía que aquello había cambiado mi vida, se quedó pensativo largo rato y luego me dio su opinión en una especie de conferencia.
– Nunca se te olvida eso, siempre vuelves a ello. ¿Sabes por qué? -me pregunto.
Paseaba entre las pilas de libros de su oficina agitando los brazos.
– Porque sabes que es la única zona en la que no estás en peligro -continuó-. Tú nunca te suicidarás. Nunca llegarás a estar tan alterado. Sabes que me agradas, no serías, si no, mi brazo derecho. Y confío en ti más que en ninguna otra persona. Escucha. Deja que te confiese algo. He cambiado mi testamento la semana pasada por culpa de esa puta de Wendy.
Wendy había sido su tercera esposa y aún le volvía loco con sus exigencias, aunque se había casado otra vez después de divorciarse de él. Cuando la mencionaba, se ponía furioso. Pero luego se calmaba.
Me dirigió una de aquellas dulces sonrisas que le hacían parecer un muchachito pese a tener ya cincuenta y tantos.
– Espero que no te importe -dijo-. Te he nombrado albacea literario.
Quedé sorprendido y complacido, pero en conjunto la idea me asustaba. No quería que confiase en mí tanto ni agradarle tanto. Yo no sentía lo mismo por él. Había acabado, sí, disfrutando de su compañía y me fascinaba su inteligencia. Y, aunque intentase negarlo, me impresionaba su fama literaria. Le consideraba rico, famoso y poderoso, y el hecho de que confiase tanto en mí me indicaba lo vulnerable que era y eso me desanimaba. Echaba abajo parte de las ilusiones que me había hecho respecto a él.
Pero después siguió hablando de mí:
– Sabes, por debajo de todo sientes un desprecio por Jordan que no te atreves a confesarte a ti mismo. He escuchado esa historia tuya no sé cuántas veces. Por supuesto, le estimabas, por supuesto te daba lástima; quizás incluso le entendieras. Quizá. Pero no puedes aceptar el hecho de que un tipo que tenía tantas cosas a su favor se suicidase. Porque sabes que tú tuviste una vida diez veces peor que la suya y nunca harías tal cosa. Tú eres feliz incluso. Vives una vida de mierda, nunca tuviste nada, te rompiste los huevos trabajando, tienes un mísero matrimonio burgués y eres un artista que a mitad de la vida no ha conseguido aún ningún éxito importante. Y eres básicamente feliz. Dios mío, hasta disfrutas aún jodiendo con tu mujer y lleváis casados… ¿cuánto? Diez, quince años. O bien eres el pijo más insensible que he conocido o el más íntegro. De una cosa estoy seguro: eres el más duro. Vives en un mundo propio, haces exactamente lo que quieres hacer, controlas tu vida. Nunca te metes en líos y cuando te ves metido en uno no te asustas, sabes salir de él. En fin, te admiro, pero no te envidio. Nunca te he visto hacer o decir una cosa realmente cruel, pero no creo que te importe un pito nadie. Estás sencillamente dirigiendo tu propia vida.
Esperó luego mi reacción. Sonreía, con ojos malévolos, desafiantes. Sabía que se divertía soltando aquello, pero también que creía en parte lo que decía y eso me molestaba.
Deseaba decirle un montón de cosas, deseaba contarle cómo me había criado, que era huérfano. Que había echado de menos lo básico, el núcleo de la experiencia de casi todos los seres humanos. Que no tenía familia, ni antenas sociales, nada que me ligase al resto del mundo. Sólo tenía a mi hermano Artie. Cuando la gente hablaba de la vida, no pude entender en realidad lo que querían decir hasta después de haberme casado con Vallie. Por eso había ido voluntario a la guerra. Había comprendido que la guerra era otra experiencia universal, y no había querido quedar al margen de ella. Y había acertado. La guerra había sido mi familia, por muy estúpido que parezca. Y me alegraba entonces de no habérmela perdido. Y lo que Osano olvidaba, o no se molestaba en decir porque suponía que yo lo sabía, era que no resultaba tan fácil lograr un control de la propia vida. Y lo que no podía saber él era que la felicidad era algo que yo jamás podría entender como los otros. Me había pasado la mayor parte de los primeros años de mi vida siendo desgraciado por circunstancias puramente externas. Había llegado luego a ser relativamente feliz también por circunstancias externas. El casarme con Valerie, el tener hijos, el disponer de una habilidad o arte o capacidad para producir material escrito que me permitía ganarme la vida eran cosas que me habían hecho feliz. Era una felicidad controlada, construida sobre lo que yo había ganado pese a las circunstancias adversas. Y, en consecuencia, era algo muy valioso para mí. Sabía que vivía una vida limitada, una vida que parecía estéril, burguesa, que tenía muy pocos amigos, muy pocas relaciones sociales y muy poco interés en el éxito. Sólo quería pasar a gusto por la vida, o eso pensaba.
Y Osano me observaba y seguía sonriendo.
– Pero eres el hijoputa más duro que he visto en mi vida. No dejas nunca que nadie se te acerque. No dejas que nadie sepa lo que piensas realmente.
Ante esto tuve que protestar.
– Mira, si me preguntas mi opinión sobre algo te la daré. No necesitas preguntar. Tu último libro es una mierda. Y diriges esta revista como un loco.
Osano se echó a reír.
– No me refiero a cosas de ese tipo. Nunca te dije que no fueses honrado. Pero dejémoslo. Ya sabrás algún día a lo que me refiero. Sobre todo si empiezas a perseguir tías y te ves enredado con alguien como Wendy.
Wendy aparecía por las oficinas de vez en cuando. Era una morena despampanante con ojos de loca y un cuerpo cargado de energía sexual. Era muy inteligente y Osano le daba libros para hacer críticas. Era la única de sus ex mujeres que no le tenía miedo, y le torturaba sistemáticamente siempre que podía desde que estaban divorciados. Cuando Osano se retrasaba en los pagos del divorcio, ella intentaba que le detuviesen. Siempre que él publicaba un nuevo libro, le llevaba ante los tribunales para conseguir que elevasen la pensión del divorcio y el tanto de manutención de los niños. Tenía viviendo con ella en su apartamento a un escritor de veinte años, a quien mantenía. Este escritor era adicto a las drogas y a Osano le preocupaba lo que pudiese hacerles a los chicos.
Osano contaba cosas de su matrimonio que a mí me resultaban increíbles. Una vez, yendo a una fiesta, se habían metido en el ascensor y Wendy se había negado a decirle el piso en que era la fiesta simplemente porque habían reñido. Él se puso tan nervioso que empezó a ahogarla para hacerla hablar, jugando un juego que él llamaba el de «ahogar al pollo». Un juego que era el recuerdo más agradable que le quedaba de aquel matrimonio. Con la cara morada, ella movía la cabeza indicando que seguía negándose a contestar a la pregunta de él sobre dónde se celebraba la fiesta. Tuvo que soltarla. Sabía que estaba mucho más loca que él.
A veces, por una pelea sin importancia, ella llamaba a la policía para que echaran a Osano del apartamento y la policía llegaba y se quedaba perpleja ante la irracionalidad de ella. Veían la ropa de Osano por el suelo cortada en pedacitos con unas tijeras. Sí, ella lo había hecho, pero eso no le daba a Osano derecho a pegarle. Lo que no mencionaba era que luego se había sentado sobre el montón de trajes y camisas y corbatas cortados en pedacitos y se había masturbado allí encima con un vibrador.
Y Osano contaba muchas cosas más del vibrador. Ella había ido a un psiquiatra porque no podía conseguir el orgasmo. Después de seis meses, le confesó a Osano que el psiquiatra estaba tirándosela como parte de la terapia.
Osano no sintió celos. Por aquel entonces la despreciaba realmente; «desprecio», decía, «no odio. Es muy distinto».
Pero Osano se ponía furioso cada vez que recibía la factura del psiquiatra y le decía indignado a Wendy:
– Le pago a un tipo cien dólares a la semana para que se tire a mi mujer, y a eso le llaman medicina moderna.
Y por fin un día, su mujer dio una fiesta y se divirtió tanto que dejó de ir al psiquiatra y se compró un vibrador. Luego se encerraba todas las noches en el dormitorio antes de cenar, para que no la vieran los chicos, y se masturbaba con él. Siempre alcanzaba el orgasmo. Pero estableció la norma estricta de que ni sus hijos ni su marido la molestasen nunca durante esa hora; toda la familia, hasta los niños, la llamaban «La Hora Feliz».
Lo que hizo que por fin Osano la dejara, según explicaba él, fue que empezó a decir que F. Scott Fitzgerald la había robado sus mejores ideas a su mujer, Zelda. Que ella habría sido una gran novelista si su marido no hubiese hecho esto. Osano la cogió por el pelo y le metió la nariz en El gran Gatsby.
– Lee esto, coño tonto -dijo-. Lee diez frases y luego lee el libro de su mujer. Y luego ven y vuelve a explicarme ese cuento.
Ella leyó ambas cosas y volvió y le dijo lo mismo. Él le puso los ojos morados y la dejó para siempre.
Hacía poco que Wendy había conseguido otra exasperante victoria en su lucha con Osano. Éste sabía que ella daba el dinero de manutención de los niños a su joven amante. Pero un día su hija acudió a él y le pidió dinero para ropa. Y le explicó que su ginecólogo le había dicho que no llevase más vaqueros debido a una irritación vaginal, y cuando le había pedido dinero a su madre para un vestido, su madre le había dicho: «Pídeselo a tu padre». Esto era después de llevar cinco años divorciados.
Para evitar una discusión, Osano dio a su hija directamente el dinero de la manutención. Wendy no puso objeciones. Pero al cabo de un año llevó a Osano a los tribunales reclamándole el dinero de todo el año. La hija declaró en favor de su padre. Osano, creía que ganaría el pleito en cuanto el juez conociese las circunstancias. Pero el juez dijo secamente, no sólo que pagase el dinero directamente a la madre, sino además que hiciese efectivo el total de los atrasos del año en un solo pago. Así que tuvo, en realidad, que pagar dos veces.
Wendy estaba tan contenta con su victoria que procuraba ser cordial con él después. Delante de los niños, él rechazó las aproximaciones afectuosas de ella y le dijo fríamente:
– Eres la peor zorra que conozco.
Después de esto, cuando Wendy apareció por la oficina, se negó a permitirle entrar en su despacho y no le dio más trabajo. Y lo que a mí me sorprendía era que ella no podía entender por qué la detestaba. Se enfureció con él y fue contando entre sus amigos que nunca la había satisfecho en la cama, que era impotente. Que era un homosexual reprimido, a quien en realidad la gustaban los muchachitos. Intentó impedirle tener a los niños durante el verano, pero Osano ganó ese combate. Luego publicó un relato corto maliciosamente irónico sobre ella en una revista de difusión nacional. Quizás no pudiese soportarla ni controlarla en la vida, pero en la ficción pintó un retrato verdaderamente terrible; dado que en el mundo literario de Nueva York la conocían bien, la identificaron inmediatamente. Esto la abrumó, en la medida en que era posible que algo la abrumase, y a partir de entonces dejó en paz a Osano. Pero persistía en él como una especie de veneno. Osano no podía pensar en ella sin irritarse.
Un día, entró en la oficina y me dijo que los del cine habían comprado una de sus viejas novelas para hacer una película y que tenía que ir a una conferencia sobre el guión, con todos los gastos pagados. Me propuso que le acompañara. Acepté pero dije que de paso me gustaría parar en Las Vegas a visitar a un viejo amigo un día o dos. Dijo que no habría problemas. Estaba por entonces entre una mujer y otra y le fastidiaba viajar solo y estar solo; tenía la sensación de que iba a adentrarse en territorio enemigo. Quería un amigo a su lado. En fin, eso fue lo que dijo. Y como yo no había estado nunca en California y me pagaban mientras estuviese fuera, me pareció una ocasión estupenda. No sabía que en aquel viaje habría algo más que ganar.
Yo estaba en Las Vegas cuando Osano terminó las charlas sobre el guión de cine de su libro. Así pues, hice el breve vuelo hasta Los Angeles para volver a casa con él. Para hacerle compañía desde Los Angeles a Nueva York. Cully quería que llevase a Osano a Las Vegas, sólo para conocerle. No pude convencer a Osano de que fuera, así que fui yo a Los Angeles.
Encontré a Osano, en sus habitaciones del Hotel Beverly Hills, enfadadísimo; nunca le había visto tan enfadado. Pensaba que la industria cinematográfica le había tratado pésimamente. ¿Acaso no sabían que era famoso en todo el mundo, que era el favorito de los críticos literarios de Londres a Nueva Delhi, de Moscú a Sidney? Era famoso en treinta idiomas, incluidas las diversas variaciones de las lenguas eslavas. Lo que no decía es que todas las películas basadas en obras suyas habían sido, por alguna extraña razón, fracasos económicos.
Y Osano estaba enfadado también por otros motivos. Su ego no podía soportar que el director de la película fuese más importante que el escritor. Cuando Osano intentó dar a una amiga suya un pequeño papel en la película, no pudo conseguirlo, y esto le enfureció. Y le enfureció más el que el cámara y el actor principal consiguieran meter a sus amigas en la película. Aquel jodido cámara y aquel actor de mierda tenían más influencia que el gran Osano. Yo esperaba poder meterle en el avión antes de que se volviese loco y empezase a destrozar los estudios y acabase en la cárcel. Pero teníamos que esperar todo un día y toda una noche en Los Angeles el avión de la mañana siguiente. Para tranquilizarle, le llevé a ver a su agente en la costa oeste, un tipo muy deportista, jugador de tenis, que tenía muchísimos clientes en el negocio del espectáculo. Tenía también unas amigas de lo más guapo que yo había visto. Se llamaba Doran Rudd.
Doran hizo cuanto pudo, pero cuando el desastre acecha, esto no sirve de nada.
– Necesitas pasar una noche por ahí -dijo Doran-. Relajarte un poco, una cena apacible en compañía agradable, un tranquilizante para poder dormir. Quizás una mamada.
Doran era absolutamente encantador con las mujeres. Pero cuando estaba entre hombres insultaba a la especie femenina.
En fin, Osano tenía que montarse su pequeño número antes de dar su aprobación. Después de todo, un escritor de fama mundial, un futuro ganador del premio Nobel, no iba a conformarse con que le trataran como a un muchachito. Pero el agente ya había manejado antes tipos como Osano.
Doran Rudd había tratado con un secretario de estado, un presidente, y el evangelista más destacado de Norteamérica, que arrastraba millones de creyentes al Santo Tabernáculo y era el hijoputa más caliente y mujeriego del mundo, según Doran.
Fue un placer ver cómo el agente suavizaba la irritación de Osano. Aquello no era una operación tipo Las Vegas, en la que te mandaban chicas a tu habitación como si fuesen pizza. Aquello era algo de clase.
– Conozco una chica realmente inteligente que se muere de ganas de conocerte -dijo Doran a Osano-. Ha leído todos tus libros. Te considera el mejor escritor de Norteamérica. En serio. Y no es una chica cualquiera. Se licenció en psicología en la universidad de California, y acepta pequeños papeles en películas para poder establecer contactos y escribir un guión. Es la chica ideal para ti.
Por supuesto, no consiguió engañar a Osano. Osano sabía de sobra lo que pasaba, que pretendían engañarle para darle lo que realmente quería. Así que no pudo resistir la tentación de decir, cuando Doran descolgó el teléfono:
– Todo eso está muy bien, pero, ¿podré tirármela?
El agente estaba ya marcando con un bolígrafo de punta dorada.
– Tienes un noventa por ciento de posibilidades -dijo.
– ¿Cómo calculaste esa cifra? -preguntó Osano rápidamente.
Siempre hacía esto cuando alguien le soltaba una estadística. Odiaba las estadísticas. Creía incluso que el New York Times se inventaba sus cotizaciones de bolsa sólo porque uno de sus paquetes de acciones de IBM lo cotizaron en 295 y, cuando intentó venderlo, sólo pudo conseguir 290 por acción.
Doran se quedó sorprendido. Dejó de marcar.
– Se la he presentado a cinco tipos desde que la conozco. Y cuatro lo consiguieron.
– Eso es un ochenta por ciento -dijo Osano.
Doran empezó a marcar otra vez. Cuando contestó una voz, se retrepó en su silla giratoria y nos guiñó un ojo. Luego fue a lo suyo.
Me pareció admirable. Realmente admirable. Era excelente en aquello. Tenía una voz tan cálida, una risa tan contagiosa.
– ¿Katherine? -gorjeó el agente-. Escucha. Estuve hablando con el director que va a hacer esa película del oeste con Clint Eastwood. ¿Querrás creer que te recordaba de aquella entrevista del año pasado? Dijo que hiciste la mejor lectura de todas, pero que tenía que elegir a alguien con nombre y que después de la película lamentó haberlo hecho. En fin, quiere verte mañana a las once o a las tres. Luego te llamaré para decirte la hora exacta. ¿Vale? Escucha, tengo una impresión magnífica de todo esto. Creo que es la gran oportunidad. Que ha llegado tu momento. No, no, en serio.
Luego escuchó un rato.
– Sí, sí. Creo que lo harás muy bien. Maravillosamente -puso los ojos cómicamente en blanco, mirándonos, lo cual hizo que le detestara-. Sí, le sondearé y ya te diré algo. Oye, escucha, ¿a que no sabes quién está ahora mismo aquí, en mi oficina? No. Tampoco. Mira, es un escritor. Osano. Sí, en serio. De veras. Que sí, de veras. Y lo creas o no, te mencionó casualmente, no por el nombre, pero estuvimos hablando de películas y mencionó el papel ese que hiciste tú en Muerte en la ciudad. ¿No es curioso? Sí, es un admirador tuyo. Sí, ya le he dicho que eres una enamorada de su obra. Escucha, se me ha ocurrido una gran idea. Voy a cenar con él esta noche en Chasen's, ¿por qué no vienes a adornar nuestra mesa? Magnífico. Haré que pase un coche a recogerte a las ocho. Muy bien, querida. Eres mi favorita. Sé que le gustarás. No es de los que aceptan a cualquiera. No le gustan las trepadoras. Necesita conversación y me he dado cuenta de que los dos congeniaréis muy bien. De acuerdo, adiós, querida.
El agente colgó, se acomodó en su silla y nos dirigió su encantadora sonrisa.
– De veras que es una muchacha simpática -dijo.
Me di cuenta de que a Osano le deprimía un poco todo aquello. En realidad, le agradaban las mujeres y le molestaba que las engañasen. Decía muchas veces que prefería que una mujer le engañase a engañarla él. De hecho, en una ocasión me explicó toda su filosofía respecto al amor. Me explicó que, según él, era mejor ser la víctima.
– Míralo de este modo -había dicho Osano-: Cuando estás enamorado de una tía disfrutas de lo mejor del asunto aun cuando ella esté engañándote. Tú eres quien se siente maravillosamente, quien disfruta cada minuto. Ella es la que lo pasa muy mal. Ella está trabajando… tú jugando. Así que, ¿por qué quejarse cuando ella por fin te machaca y te das cuenta de que ha estado engañándote?
Pues bien, su filosofía se vio puesta a prueba aquella noche. Llegó a casa antes de las doce: llamó a mi habitación, y vino a echar un trago y a explicarme lo que le había pasado con Katherine. Aquella noche el porcentaje de Katherine había disminuido. Era una morenilla vibrante y encantadora y desbordó a Osano. Le encantaba Osano. Le adoraba. Le emocionaba el poder cenar con él. Doran captó el mensaje y desapareció después del café. Osano y Katherine estaban tomando una última botella de champán para relajarse antes de volver al hotel a concluir el asunto.
Ahí fue donde la suerte de Osano dio un giro, aunque hubiese podido resolver la cuestión de no ser por su ego.
Lo que jodió el asunto fue uno de los actores más insólitos de Hollywood. Se llamaba Dickie Sanders, y había ganado un Oscar y participado en seis películas de gran éxito. Lo que le hacía único era el hecho de ser enano. Esto no es tan malo como parece. Su único problema era el de ser tan bajo. Porque era un tipo muy guapo para ser enano. Podemos decir que era una especie de James Dean en miniatura. Tenía la misma sonrisa dulce y triste y la utilizaba con las mujeres con efectos devastadores y calculados. Las mujeres no podían resistirse. Y, como dijo Doran después, cuentos aparte, ¿qué tía con ganas de joder puede resistir la tentación de acostarse con un enano guapo?
Así pues, cuando Dickie Sanders entró en el restaurante, no hubo ninguna disputa. Estaba solo y se detuvo en la mesa de ellos para saludar a Katherine; al parecer se conocían, ella había hecho un papel pequeño en una de las películas de él. En fin, Katherine le adoraba por lo menos el doble de lo que adoraba a Osano. Y Osano se cabreó tanto que la dejó allí con el enano y volvió solo al hotel.
– Esta mierda de ciudad -dijo-. Un tipo como yo desbancado por un jodido enano.
Estaba realmente muy afectado. Su fama nada significaba. El inminente premio Nobel nada significaba. Sus Pulitzers y sus premios nacionales del libro de nada servían. Tenía que ceder el primer puesto a un actor enano, y eso no podía soportarlo.
Tuve que llevarle a su habitación y meterle en la cama. Mis últimas palabras de consuelo fueron:
– Escucha, no es un enano, sólo es un tipo muy bajo.
A la mañana siguiente, cuando Osano y yo cogimos aquel avión para Nueva York, aún seguía deprimido. No sólo por haber rebajado el porcentaje de Katherine, sino porque la versión cinematográfica de su libro era una porquería. Estaba convencido de que el guión era muy malo y tenía razón. Así que en el avión estuvo de muy mal humor, y exigió un whisky a la azafata antes incluso de despegar.
Estábamos en los primeros asientos, junto a la cabina, y en los asientos del otro lado del pasillo iba una de esas parejas de mediana edad, los dos muy delgados y muy elegantes. El hombre tenía una expresión de desdicha y abatimiento que resultaba en cierto modo atractiva. Daba la impresión de que vivía en un infierno personal, pero que se lo había merecido. Se lo había merecido por su arrogancia exterior, la elegancia de su atuendo, el rencor que se pintaba en su mirada. Estaba sufriendo y parecía decidido a que todos los que estuviesen a su alrededor sufriesen también, si consideraba que podían soportarlo.
Su mujer parecía la clásica mujer mimada. Era evidentemente rica, más rica que su marido, aunque posiblemente los dos lo fuesen: se veía claramente que lo eran por la forma en que cogían el menú que les daba la azafata. Por cómo miraban beber a Osano aquel whisky teóricamente ilegal.
La mujer tenía esa belleza marcada y definida que preserva la cirugía plástica de calidad, y lucía el tostado uniforme de las lámparas solares diarias y del sol del sur. Tenía además un rictus agrio, que es quizás la cosa más fea que pueda tener una mujer. A sus pies, apoyada contra la mampara de la cabina, había una caja con enrejado de alambre donde iba el perro de aguas francés más hermoso del mundo. Tenía un pelo rizado y plateado que le caía en bucles sobre los ojos; la boca rosada, y una cinta rosa en la cabeza. Tenía incluso un hermoso rabo con un lazo rosa que se balanceaba suavemente. Era el perrito más feliz que podáis imaginar y el de más dulce aspecto. Aquellos dos miserables seres humanos que eran sus propietarios, evidentemente estaban muy satisfechos de poseer aquel tesoro. La expresión del hombre se dulcificaba levemente cuando miraba al perro. La mujer no mostraba el menor placer, sólo orgullo de propietaria, igual que una vieja fea que tiene a su cargo a su hija bella y virgen a la que está preparando para la plaza del mercado. Cuando extendía la mano para que el perrillo se la lamiera lascivamente, era como un Papa tendiendo la mano para que besaran su anillo.
Lo magnífico de Osano era que nunca se perdía nada, aunque pareciese estar mirando hacia otro sitio. Había prestado atención estricta a su trago, hundido en su asiento. Pero de pronto me dijo:
– Preferiría que me la chupara el perro antes que la tía.
Los motores del reactor hacían imposible el que la mujer del otro lado del pasillo le oyera, pero de todos modos me puse nervioso. Ella me dirigió una mirada fría y despectiva, aunque quizás mirase siempre así a la gente.
Entonces me sentí culpable de haberles condenado a ella y a su marido. Después de todo, eran dos seres humanos. ¿Por qué demonios me había dedicado a denigrarles basándome en la pura especulación? En fin, el caso es que le dije a Osano:
– Quizás no sean tan horribles como parecen.
– Sí, claro que lo son -dijo.
Esto no era propio de él. Podía ser racista, patriotero y fanático, pero sólo superficialmente. En realidad, sin creérselo. Así que no comenté nada más, y cuando la linda azafata nos encerró en nuestros asientos para cenar, le conté cosas de Las Vegas. No podía creer que yo hubiese sido en ciertos tiempos un jugador empedernido.
Ignorando a la pareja de al lado, olvidándoles, le dije:
– ¿Sabes cómo llaman los jugadores al suicidio?
– No -dijo Osano.
Sonreí.
– Le llaman el Gran As.
Osano meneó la cabeza.
– Eso es maravilloso -dijo secamente.
Vi que menospreciaba un poco lo melodramático de la expresión, pero continué:
– Eso fue lo que me dijo Cully la mañana en que Jordan se suicidó. Cully vino y me dijo: «¿Sabes lo que hizo el cabrón de Jordy? Se sacó el Gran As de la manga. El muy pijo utilizó su Gran As».
Hice una pausa, recordándolo más claramente entonces, años después. Resultaba curioso. Aquella frase se me había olvidado, no recordaba habérsela oído a Cully aquella noche.
– Lo dijo como con mayúsculas, ¿comprendes? El Gran As.
– ¿Por qué crees que lo hizo, en realidad? -preguntó Osano.
Aunque no le interesaba demasiado, se daba cuenta de que a mí me inquietaba el tema.
– ¿Quién demonios puede saberlo? -dije-. Yo me creía muy listo. Pensaba que le entendía muy bien. Y casi le entendí. Pero luego me engañó. Eso es lo que me fastidia.
Me hizo dudar de su humanidad, su trágica humanidad. Nunca dejes que nadie te haga dudar de la humanidad de un ser humano.
Osano rió entre dientes, e hizo un gesto indicando a los de al lado.
– ¿Como ellos? -preguntó. Y entonces me di cuenta de que aquello era lo que me hacía contarle la historia.
Miré a la pareja.
– Quizás.
– De acuerdo -dijo-. Pero a veces resulta difícil. Sobre todo con los ricos, ¿Sabes qué es lo peor de los ricos? Que se creen tan buenos como el que más sólo porque tienen mucha pasta.
– ¿No lo son? -pregunté.
– No -dijo Osano-. Son como jorobados.
– ¿Los jorobados no son tan buenos como cualquiera? -pregunté. Estuve a punto de decir enanos.
– No -dijo Osano-. Ni tampoco la gente que tiene sólo un ojo, ni los chiflados ni los críticos, ni las tías feas ni los cobardicas. Tienen que esforzarse para ser como los demás. Pero esa pareja no se esfuerza. Nunca lo conseguirán.
Estaba poniéndose un poco irracional e ilógico, sin demasiada brillantez. Pero, qué demonios, había pasado una mala semana. Y no es corriente el que un enano te deshaga un plan.
Le dejé desahogarse.
Terminamos de cenar. Osano se bebió el pésimo champán y comió la pésima comida que, incluso en primera clase, se cambiaría por una salchicha de Coney Island. Cuando bajaron la pantalla de cine, Osano se quitó el cinturón de seguridad y subió las escaleras hasta la sala cupular del avión. Terminé el café y le seguí arriba.
Se había sentado en un sillón de respaldo alto y había encendido uno de sus largos habanos. Me ofreció otro y lo acepté. Estaban empezando a gustarme, y eso a Osano le encantaba. Era siempre generoso, pero con los habanos solía ser comedido. Si le cogías uno, te vigilaba estrechamente para ver si lo disfrutabas lo bastante para merecerlo. La sala empezaba a llenarse. La azafata de servicio estaba muy ocupada preparando bebidas. Cuando le trajo a Osano su martini, se sentó en el brazo de su sillón y él le puso una mano en el regazo para coger la suya.
Me di cuenta de que una de las grandes ventajas de ser tan famoso como Osano era que podías hacer cosas así. En primer lugar, tenías la seguridad necesaria. En segundo, la joven, en vez de considerarte un viejo sucio, se sentía en general enormemente halagada de que alguien tan importante pudiese considerarla atractiva. Si Osano quería jodérsela, ella tenía que ser algo especial. No sabían que Osano era tan caliente que podía joder con cualquier cosa con faldas. Lo cual no está tan mal como parece, pues muchos tipos como él se jodían cualquier cosa, tuviese faldas o pantalones.
La chica estaba encantada con Osano. Luego, una pasajera de bastante buen ver empezó a acercársele, una mujer mayor con una cara rara e interesante. Nos contó que acababa de recuperarse de una operación de corazón y que llevaba seis meses sin joder y que no podía más. Ése era el tipo de cosas que las mujeres le contaban siempre a Osano. Pensaban que podían decirle lo que fuera porque era escritor y podía entenderlo todo. Y también porque era famoso y eso les haría resultar interesantes.
Osano sacó su pastillero en forma de corazón, que había comprado en Tiffany's. Estaba lleno de tabletas blancas. Cogió una y ofreció la caja a la operada del corazón y a la azafata.
– Vamos -dijo-. Es un estimulante. Volaréis muy alto. Luego cambió de idea.
– No, tú no -dijo a la dama operada-. En tu estado, no.
Entonces me di cuenta de que la operada quedaba descartada. Pues en realidad las píldoras eran de penicilina; Osano las tomaba siempre antes de tener relación sexual para inmunizarse contra las enfermedades venéreas. Utilizaba siempre este truco de hacer que la posible compañera las tomara para que la seguridad fuese doble. Se metió una en la boca y la tragó con whisky. La azafata tomó también una, entre risas, y Osano la contempló con una alegre sonrisilla. Me ofreció a mí la caja, pero la rechacé con un gesto.
La azafata estaba realmente muy bien, pero no podía manejar a Osano y a la dama operada. Intentando volver a llamar la atención hacia ella, le dijo dulcemente:
– ¿Estás casado?
Entonces se dio cuenta, como todo el mundo, de que no sólo estaba casado, sino de que se había casado por lo menos cinco veces. No sabía que una pregunta como aquélla irritaba a Osano porque se sentía siempre un poco culpable de engañar… a todas sus mujeres, incluso a aquellas de las que se había divorciado. Osano miró riendo entre dientes a la azafata y le dijo fríamente:
– Estoy casado. Tengo una amante y una novia fija. Pero ando buscando una señora con quien poder divertirme un poco.
Era ofensivo. La joven se ruborizó y se fue a servir bebidas a los demás pasajeros.
Osano se acomodó para disfrutar de la conversación con la dama operada, dándole consejos para su primer polvo. Estaba tomándole un poco el pelo.
– Mira -dijo-, procura no joder directamente la primera vez. No será un buen polvo para el tío porque estarás un poco asustada. Lo que tienes que hacer es conseguir un tío que te lo haga mientras estás medio dormida. Tomas un tranquilizante y luego, cuando estés medio atontada, él puede hacerte una lamida, ¿comprendes?, y consíguete un tipo que lo haga bien. Un verdadero artista del pilón.
La mujer se ruborizó un poco. Osano rió entre dientes. Sabía lo que estaba haciendo. Yo también me sentía violento. Siempre me enamoraba un poco de las desconocidas que me impresionaban favorablemente. Me di cuenta de que ella estaba pensando en la manera de conseguir que Osano le hiciese aquel servicio. No sabía que era demasiado vieja para él y que él no hacía más que jugar sus cartas con mucha frialdad para enganchar a la joven azafata.
Estábamos viajando a unas seiscientas millas por hora sin darnos cuenta. Pero Osano estaba ya algo borracho y las cosas empezaron a ir mal. La dama operada lloriqueaba beodamente sobre la muerte y sobre cómo encontrar el tipo adecuado para que se lo hiciese como era debido. Esto puso nervioso a Osano.
– Siempre puedes jugar el Gran As -le dijo.
Por supuesto, ella no sabía de qué hablaba él, pero sabía que estaba menospreciándola, y su expresión ofendida irritaba aún más a Osano. Pidió otro trago y la azafata, celosa y molesta porque la hubiese ignorado, le sirvió la bebida y se largó de esa forma fría e insultante que un joven puede siempre utilizar para rebajar a los viejos. Aquel día Osano representaba su edad.
En ese momento, subió las escaleras del salón la pareja del perro. En fin, ella era una mujer de la que yo jamás me enamoraría. El rictus amargo de la boca, aquella cara artificialmente teñida de un color entre nuez y castaño, con todas las arrugas extirpadas por la cuchilla del cirujano, el conjunto resultaba repugnante. No podía tejerse ninguna fantasía alrededor de aquello, a menos que uno estuviese en el rollo sadomasoquista.
El hombre llevaba al lindo perrito, que sacaba la lengua muy contento. El llevar al perro daba al rostro amargado de aquel hombre un conmovedor aire de vulnerabilidad. Osano, como siempre, pareció no advertir su llegada, aunque ellos le miraron varias veces, demostrando que sabían quién era. Probablemente de la televisión. Osano había salido un centenar de veces en televisión, atrayendo siempre el interés de todos por su actitud estrafalaria que rebajaba su verdadero talento.
La pareja pidió bebidas. La mujer le dijo algo al hombre y éste, obediente, dejó el perro en el suelo. El perro se quedó junto a ellos y luego dio una vueltecilla, olisqueando a todas las personas y los asientos. Yo sabía que Osano odiaba a los animales, pero parecía no darse cuenta de que el perro le olisqueaba los pies. Siguió hablando con la dama operada. La dama operada se agachó para fijar la cinta rosa de la cabeza del perrito y el animal le lamió la mano con su lengüecita rosada. Nunca he podido entender esa manía de los animales, pero desde luego aquel perrillo era, de un modo raro, muy sexy. Me pregunté qué pasaría entre aquella pareja de amargados. El perrito dio una vuelta por allí, volvió a sus propietarios y se sentó a los pies de la mujer. Ésta se puso gafas oscuras, lo cual, por alguna razón, resultaba lúgubre, y luego la azafata le llevó su bebida; entonces ella le dijo algo a la azafata. La azafata la miró asombrada.
Creo que fue en ese momento cuando me puse un poco nervioso. Sabía que Osano estaba muy cargado. Le reventaba verse atrapado en un avión, verse atrapado en una conversación con una mujer a la que en realidad no quería tirarse. En lo que él pensaba era en el modo de conseguir meter a la joven azafata en un lavabo y echarle un polvo rápido y feroz. La joven azafata me trajo mi bebida y se inclinó para susurrarme algo al oído. Me di cuenta de que Osano se ponía celoso. Creía que la chica me prefería a mí, y esto era un insulto a su fama. Podía entender que la chica prefiriese a un tipo más joven y más apuesto, pero no que rechazase su fama.
Pero lo que me decía la azafata era algo muy distinto.
Me dijo: «Esa señora quiere que le diga al señor Osano que apague el puro. Dice que molesta a su perro».
Dios mío. Teóricamente, el perro no podía estar correteando por allí. Tenía que estar en su caja. Todo el mundo lo sabía. La chica me susurró preocupada: «¿Qué puedo hacer yo?»
Supongo que lo que ocurrió después fue en parte culpa mía. Sabía que Osano podía dispararse en cualquier momento, y aquél era uno muy propicio. Pero siempre he sentido curiosidad por ver cómo reacciona la gente. Quería ver si la azafata tendría realmente el coraje de decirle a un tipo como Osano que apagara su amado puro habano por un jodido perro. Sobre todo cuando Osano había pagado un billete de primera sólo para poder fumarlo en el salón. Yo quería también ver si Osano le ponía las peras al cuarto a aquella tía. Yo habría tirado mi puro y me habría olvidado del asunto. Pero conocía a Osano. Antes era capaz de hacer que se estrellara el avión.
La azafata esperaba una respuesta. Yo me encogí de hombros.
– Haga lo que tenga que hacer -dije.
Era una respuesta malévola.
Supongo que la azafata pensó lo mismo. O quizás sólo quisiera humillar a Osano porque ya no le prestaba la menor atención. O quizás fuese sólo una niña, el caso es que eligió lo que le pareció el camino más fácil. Osano, si no se le conocía, parecía más fácil de manejar que la arpía del perro.
En fin, todos cometemos errores. La azafata se plantó junto a Osano y le dijo:
– ¿No le importaría dejar su puro? Esa señora dice que el humo molesta a su perro.
Los vivaces ojos verdes de Osano se volvieron fríos como el hielo. Miró a la azafata largo rato, con dureza.
– Dígame eso otra vez -dijo.
En ese momento, sentí deseos de saltar del avión. Vi la expresión de furia maníaca ir apareciendo en la cara de Osano. No era ya una broma. La mujer miraba a Osano con desprecio. Estaba deseando una discusión, un verdadero escándalo. Se veía claro que le encantaba la posibilidad de una pelea. El marido miraba por la ventanilla, estudiando el horizonte sin límites. Sin duda era una escena familiar y él tenía absoluta confianza en que su mujer acabaría imponiéndose. Tenía incluso una alegre sonrisa satisfecha. Sólo el perrillo estaba inquieto. Olisqueaba en el aire y lanzaba delicados hipidos. El salón estaba lleno de humo, pero no sólo del puro de Osano. Casi todo el mundo fumaba cigarrillos, y daba la impresión de que los propietarios del perrito obligarían a todo el mundo a dejar de fumar.
La azafata, asustada por la cara de Osano, se quedó paralizada… incapaz de hablar. Pero la mujer no se intimidó lo más mínimo. Se veía claramente que le encantaba aquella expresión de furia maníaca de Osano. También se veía que nunca en su vida le habían dado un puñetazo en la boca, que nunca le habían partido los dientes. Jamás se le había pasado la idea por la cabeza. Así que se inclinó tranquilamente hacia Osano para hablar con él, poniendo su cara a tiro. Estuve a punto de cerrar los ojos. En realidad, los cerré una fracción de segundo y pude oír que la mujer decía con su voz fría y delicada, muy lisamente.
– Su habano molesta a mi perro. ¿Podría dejar de fumar, por favor?
Las palabras eran bastante ásperas, pero el tono era mucho más insultante que las palabras. Me di cuenta de que ella esperaba una discusión sobre el derecho a ir con el perro al salón, dado que el salón era para fumar. Lo mismo que comprendía que si hubiese dicho que el humo le molestaba a ella personalmente, Osano se habría deshecho del puro. Pero ella quería que Osano apagase el puro por el perro. Quería una escena.
Osano lo captó inmediatamente. Lo comprendió todo. Y creo que esto fue lo que le desquició. Vi aparecer aquella sonrisa en su cara, una sonrisa que podía ser infinitamente encantadora, pero que por los fríos ojos verdes era indicio de un arrebato de locura.
No le gritó. No le pegó en la cara. Le echó un vistazo al marido para ver qué haría. El marido sonrió desvaídamente. Le gustaba lo que estaba haciendo su mujer. O eso parecía. Luego, en un movimiento medido, Osano dejó el puro en el cenicero de su asiento. La mujer le miró con desprecio. Entonces Osano estiró el brazo por encima de la mesa y la mujer pareció creer que iba a hacerle una caricia al perro. Yo sabía que no. La mano de Osano bajó sobre la cabeza del perrito y se cerró en su cuello.
Lo que ocurrió a continuación fue demasiado rápido para poder impedirlo. Alzó al pobre perro por encima de su asiento y lo estranguló con ambas manos. El perro gemía y gorgoteaba, agitando el rabito con su lazo rosa. Empezaron a desorbitársele los ojos de su colchón de pelo sedoso y lavado. La mujer lanzó un grito y se abalanzó sobre Osano para arañarle la cara. El marido no se movió. En aquel momento, el avión entró en una pequeña bolsa de aire y todos nos tambaleamos, pero Osano, borracho, concentrado en estrangular al perro, perdió el equilibrio y fue a caer pasillo adelante, sin soltar al perro. Tuvo que soltarlo al levantarse. La mujer gritaba que iba a matarle o algo así. La azafata gritaba también, sobrecogida. Osano, de pie, tranquilo, sonrió mirando a su alrededor; luego avanzó hacia la mujer que aún seguía gritándole. Ella creía que ahora él se sentiría avergonzado de lo que había hecho, que podría machacarle. No sabía que había decidido ya estrangularla igual que al perro. Lo comprendió entonces… dejó de chillar.
Osano era víctima de un ataque de furia incontrolada, en parte porque así era su carácter y en parte porque era famoso y sabía que estaba a cubierto de cualquier represalia por su furia. Un joven fuerte y corpulento entendió esto por instinto, pero le ofendió el que Osano no respetase su juventud y su fuerza superiores. Y perdió también el control. Agarró a Osano por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás con tal fuerza que casi le rompe el cuello. Luego, le echó el brazo al cuello y dijo:
– Voy a romperte el cuello, hijo de puta.
Osano se quedó quieto entonces.
Dios mío, después de eso se organizó un lío tremendo. El capitán del avión quiso poner a Osano una camisa de fuerza, pero le convencí de que no lo hiciera. Los agentes de seguridad despejaron el salón, y Osano y yo hicimos el resto del viaje allí, sentados con ellos. No nos dejaron salir, en Nueva York, hasta que se fueron todos los pasajeros, así que no volvimos a ver a aquella mujer. Pero la última ojeada fue suficiente. Le habían lavado la sangre de la cara, pero tenía un ojo casi cerrado y la boca destrozada. El marido llevaba al perrito, que aún estaba vivo y movía el rabo desesperadamente buscando afecto y protección. Salió, por supuesto, en todos los periódicos. El gran novelista norteamericano, destacado candidato al premio Nobel, había estado a punto de matar a un perrito de aguas francés. Pobre perro. Pobre Osano. La tipa resultó ser una importante accionista de las líneas aéreas, millonaria además por otros varios conceptos y, por supuesto, hasta podía amenazar con no volver a utilizar aquellas líneas aéreas. En cuanto a Osano, se sentía absolutamente feliz. No sentía nada por los animales.
– Mientras pueda comerlos -decía-, puedo matarlos.
Cuando le indiqué que nunca había comido carne de perro, se limitó a encogerse de hombros y añadir:
– Si me guisas bien uno, me lo comeré.
Osano olvidaba algo. Aquella chiflada tenía también su humanidad. Estaba loca, de acuerdo. Se merecía que le partiesen la boca, de acuerdo. Quizás, incluso, le viniese bien. Pero no se merecía lo que le hizo Osano. En realidad, no podía evitar ser como era. Lo pensé luego. El Osano de la primera época lo habría entendido perfectamente. Pero, por alguna razón, ya no era capaz de entenderlo.
El perrillo no murió, así que la mujer no llevó adelante ninguna denuncia. No parecía importarle que le partiesen la cara, ni era algo en lo que ella y su marido se detuvieran mucho. Quizás le hubiese gustado, incluso. Envió a Osano una nota cordial, dejando la puerta abierta para una posible entrevista. Osano soltó un gruñidito y tiró la nota a la papelera.
– ¿Por qué no le das una oportunidad? -le dije-. Quizás resulte interesante.
– No me gusta pegar a las mujeres -dijo Osano-. Esa zorra quiere que la utilice como un saco de entrenamiento.
– Podría ser otra Wendy -dije.
Sabía que Wendy ejercía siempre una especie de fascinación sobre él, pese a llevar tantos años divorciado y pese a los disgustos que le daba.
– Dios mío -dijo Osano-. Eso es precisamente lo que necesito.
Pero sonrió. Sabía lo que quería decir. Que quizás el pegar a las mujeres no le desagradase tanto, aunque quería demostrarme que me equivocaba.
– Wendy fue la única mujer de todas las que tuve que me hizo pegarle -dijo-. Las demás jodían con mis mejores amigos, me robaban dinero, me exigieron pensión, contaron mentiras sobre mí, pero nunca les pegué. Ni siquiera las odié. Soy buen amigo de todas ellas. Pero esa jodida Wendy es un caso especial. No se parece a ninguna. Si hubiese seguido casado con ella, habría acabado matándola.
Pero el caso del estrangulamiento del perro de aguas había corrido por los círculos literarios de Nueva York. Osano temía que pudiese afectar a sus posibilidades de conseguir el Nobel.
– A esos jodidos escandinavos les encantan los perros -decía.
Aceleró su campaña activa por el Nobel mandando cartas a todos sus amigos y conocidos del gremio. Siguió escribiendo artículos y comentarios sobre las obras de crítica más importantes en nuestra publicación. Además de ensayos sobre literatura que a mí siempre me parecieron pura palabrería. Muchas veces, al entrar en su oficina, le veía trabajando en su novela, llenando hojas pautadas amarillas. Su gran novela, porque era lo único que escribía con calma. El resto se limitaba a teclearlo con dos dedos en la máquina, en aquella mesa suya de ejecutivo, atestada de libros. Nunca vi escribir a nadie tan deprisa a máquina pese a que escribía con sólo dos dedos. Era literalmente como una ametralladora. Y escribiendo así, como una ametralladora, redactó la definición de lo que debía ser la gran novela norteamericana, explicó por qué Inglaterra ya no producía grandes obras de ficción, salvo en el género de espionaje, desmenuzó las últimas obras y a veces la obra completa de tipos como Faulkner, Mailer, Styron, Jones, cualquiera que pudiese significar competencia para el Nobel. Era tan inteligente, manejaba un lenguaje tan intenso, que convencía. Publicando toda aquella basura, destrozaba a sus adversarios y dejaba el campo despejado para él. El único problema era que cuando se acudía a su propia obra, sólo sus dos primeras novelas, publicadas veinte años atrás, podían darle base seria para una reputación literaria. El resto de sus novelas y ensayos no era tan bueno.
La verdad era que en los últimos diez años había perdido bastante de su popularidad y de su reputación literaria. Había publicado demasiados libros hechos precipitadamente, se había hecho demasiados enemigos por aquel pretencioso modo suyo de dirigir la publicación. Incluso cuando adulaba, alabando a figuras literarias poderosas, lo hacía con tal arrogancia y menosprecio, mezclándose él mismo de algún modo (su artículo sobre Einstein, por ejemplo, había versado tanto sobre Einstein como sobre él mismo), que se ganaba la enemistad de la gente a la que estaba dando coba. Escribió una cosa que provocó un auténtico escándalo. Dijo que la inmensa diferencia entre la literatura francesa y la inglesa del siglo XIX era que los escritores franceses tenían abundantes relaciones sexuales y los ingleses no. Nuestros lectores se enfurecieron.
Y para colmo de males, su conducta personal era escandalosa. Los editores de la publicación se habían enterado del incidente del avión, que se había filtrado en las columnas de chismorreo social. En una de sus conferencias en una universidad de California, conoció a una estudiante de literatura de diecinueve años que más parecía una aspirante a artista que una amante de los libros, aunque lo fuese realmente. Se la llevó a Nueva York a vivir con él. Ella aguantó unos seis meses; durante ese tiempo, la llevó a todas las fiestas literarias. Osano andaba por los cincuenta y tantos, y aunque aún no tenía el pelo canoso sí tenía una barriga respetable. Al verles juntos, uno se sentía incómodo. Sobre todo cuando Osano se emborrachaba y ella tenía que llevarle a casa. Además, Osano bebía en la oficina, durante el trabajo. Y estaba engañando a esa novia de diecinueve años con una novelista de cuarenta que acababa de publicar un libro que había sido un éxito de ventas. En realidad, el libro no era gran cosa, pero Osano escribió un ensayo de una página en nuestra publicación proclamándola futura gloria de la literatura norteamericana.
Y además, hacía algo que a mí me repugnaba profundamente. Escribía un comentario sobre cada amigo que se lo pedía. Así que aparecían pésimas novelas con un comentario de Osano que decía, por ejemplo: «ésta es la primera novela sureña desde Yace en la oscuridad de Styron». O «un libro estremecedor que le impresionará», lo cual era pura astucia porque intentaba cubrir las dos posibilidades, hacer un favor al amigo e intentar al mismo tiempo advertir al lector con un comentario ambiguo.
Yo veía claramente que, en cierto modo, estaba desmoronándose. Pensaba que quizás se estuviese volviendo loco. Pero no sabía por qué. Tenía un aire enfermizo, abotargado; sus ojos verdes tenían un brillo que no era realmente normal. Y había algo raro en su forma de andar, un fallo en el ritmo o un ligero balanceo hacia la izquierda, a veces. Me preocupaba. Porque, pese a desaprobar sus obras, a su lucha por el Nobel con todas las maniobras sucias, a su pretensión de joderse a todas las señoras con quienes entraba en contacto, le tenía afecto. Solía hablarme de la novela que yo estaba escribiendo, alentarme, aconsejarme; intentó prestarme dinero, aunque yo sabía que él estaba empeñado hasta las orejas y gastaba una suma enorme en mantener a sus cinco ex esposas y a sus ocho o nueve hijos.
Me sobrecogía la cantidad de lo que publicaba, aunque no fuesen nada del otro mundo. Aparecía siempre en una de las revistas mensuales, y a veces en dos o tres; publicaba todos los años un libro de ensayos sobre algún tema que los editores considerasen «en el candelero». Dirigía nuestra publicación y todas las semanas hacía un largo artículo de crítica. Trabajaba también algo para el cine; ganaba enormes sumas, pero estaba siempre sin un céntimo. Y yo sabía que debía una fortuna. No sólo en dinero que le habían prestado, sino en adelantos sobre futuros libros. Una vez se lo mencioné, le dije que estaba cavándose una fosa de la cual no podría salir, pero él se limitó a rechazar la idea con impaciencia.
– Tengo mi as en la manga -dijo- Tengo la gran novela casi terminada. La acabaré en un año, quizás. Y entonces volveré a ser rico. Y me iré a Escandinavia a por el Nobel. Piensa en todas las rubias grandotas que nos joderemos.
Siempre me incluía en el viaje a recoger el Nobel.
Nuestras mayores discusiones surgían cuando me preguntaba mi opinión sobre alguno de sus ensayos generales sobre literatura. Y yo le enfurecía con mi declaración ya proverbial de que era sólo un narrador.
– Eres un artista con inspiración divina -le decía-. Eres un intelectual, tienes un jodido cerebro que podría soltar palabrería suficiente para dar cien cursos sobre literatura moderna. Yo soy sólo un ladrón de cajas de caudales. Aplico el oído y esperó a oír el clic.
– Tú y tus cuentos -decía Osano-. No es más que una reacción contra mí. Tienes ideas. Eres un verdadero artista. Pero te gusta eso de ser un mago, un ilusionista, lo de que puedes controlarlo todo, lo que escribes, tu vida en general, que puedes eludir todas las trampas. Así es como operas tú.
– Tienes una idea errónea de lo que es un mago. Un mago hace magia -le dije-. Nada más.
– ¿Y tú crees que eso basta? -preguntó Osano. Sonreía con cierta tristeza.
– Para mí basta -dije.
Osano denegó con la cabeza.
– Sabes, yo fui en tiempos un gran mago, lee mi primer libro. Todo magia, ¿no?
Me alegraba poder estar de acuerdo. Me gustaba aquel libro.
– Magia pura -dije.
– Pero no fue bastante -dijo Osano-. A mí no me bastó.
Entonces allá tú, pensé. Y pareció leer mi pensamiento.
– No, no es como tú crees -dijo-. Sencillamente no podría hacerlo otra vez porque no quiero hacerlo, o no puedo quizás. Después de ese libro, ya no fui un mago. Me convertí en escritor.
Me encogí de hombros con cierta displicencia, supongo. Osano se dio cuenta y dijo:
– Y mi vida se convirtió en una mierda, pero eso ya lo ves tú. Envidio tu vida. Lo tienes todo controlado. No bebes, no fumas, no andas detrás de las tías. Sólo escribes y juegas, y haces el papel de buen padre y buen marido. Eres un mago muy poco lucido, Merlyn. Un mago muy normal. Una vida normal, libros normales; has hecho desaparecer la desesperación.
Desde luego, yo le irritaba un poco. Pensaba que él iba hasta el tuétano. No sabía que la mitad de aquello era simple palabrería. Y a mí no me importaba, eso quería decir que mi magia estaba funcionando. Eso era todo lo que él podía ver, y eso estaba bien para mí. Él creía que yo tenía mi vida controlada, que no sufría o no me lo permitía, que no sentía los ramalazos de soledad que le empujaban a él a distintas mujeres, al trago, a aspirar cocaína. Había dos cosas que él no podía entender: que sufría porque realmente estaba volviéndose loco, no por sufrimiento. La otra, que todos los demás habitantes del mundo sufrían, estaban solos y hacían cuanto podían con su situación. Que no era nada admirable. De hecho, podías decir que la vida misma no era nada admirable, pese a su jodida literatura.
Y luego, de pronto, los problemas me llegaron de un sector inesperado. Un día que estaba en la oficina recibí una llamada de la mujer de Artie, Pam. Dijo que quería verme para algo importante. Y que quería verme sin Artie. ¿Podía ir inmediatamente? Sentí verdadero pánico. En el fondo del pensamiento, siempre estaba preocupado por Artie. Era realmente un ser frágil y siempre parecía cansado. Por su delicada belleza, traslucía la tensión más claramente que la mayoría. Tanto miedo me dio, que le supliqué a Pam que me dijese por teléfono lo que pasaba, pero no quiso. Me dijo que no había ningún problema físico, ningún diagnóstico médico amenazador, que era un asunto personal entre Artie y ella, y necesitaba que la ayudara.
Sentí de inmediato un alivio egoísta. Sin duda ella tenía un problema, pero Artie no. De todos modos, salí temprano del trabajo y fui en coche a Long Island a verla. Artie vivía en la orilla norte de Long Island y yo en la orilla sur. Así que, en realidad, no había mucha distancia. Pensé que podría escuchar lo que me contase y estar en casa para cenar, aunque llegara un poco tarde. No me molesté en llamar a Valerie.
Siempre me gustaba ir a casa de Artie. Sus cinco hijos eran buenos chicos y tenían muchos amigos que siempre andaban por allí, y a Pam no parecía importarle. Tenía grandes cantidades de bollos para darles y muchas botellas de leche. Había niños mirando la televisión y otros jugando en el césped. Les dije hola y me contestaron. Pam me llevó a la cocina, que tenía un gran ventanal. Había preparado café y me sirvió un poco. Estaba cabizbaja, pero de pronto alzó la mirada hacia mí y me dijo:
– Artie tiene una amante.
Pese a haber tenido cinco hijos, Pam tenía aún un aspecto muy juvenil y muy buen tipo. Alta, esbelta, y con una de esas caras sensuales con cierto aire de virgen. Procedía de una ciudad del Medio Oeste, Artie la había conocido en la universidad y su padre era presidente de un pequeño banco.
En las tres últimas generaciones de su familia, nadie había tenido más de tres hijos y ella, con sus cinco hijos, era para sus padres una heroína mártir. Los padres no podían entenderlo, pero yo sí. Una vez le había preguntado a Artie y él me había dicho:
– Detrás de esa cara de madonna hay una de las mujeres más calientes de Long Island. Y a mí me pasa igual.
Si cualquier otro marido hubiese dicho eso de su mujer, me hubiese parecido ofensivo.
– Suerte que tienes -le dije yo.
– Sí -dijo Artie-. Pero creo que ella lo lamenta por mí, sabes, la cosa del orfanato. Y quiere que no vuelva a sentirme solo nunca. Es más o menos eso.
– Suerte, tienes mucha suerte -había dicho yo.
Y así pues, cuando Pam hizo su acusación, me enfadé un poco. Conocía a Artie. Sabía que no era posible que engañara a su mujer, que él jamás pondría en peligro aquella familia que había creado, ni la felicidad que le proporcionaba.
Pam estaba avergonzada, con los ojos llenos de lágrimas. Pero me miraba a la cara. Si Artie tenía un ligue, yo era el único a quien se lo contaría. Y ella esperaba que yo traicionase el secreto con algún gesto.
– Eso no es verdad -dije-. Artie siempre tuvo a las mujeres detrás de él y siempre le molestó. Es el tipo más honrado del mundo. Sabes que yo no intentaría encubrirle. No le delataría, pero tampoco le encubriría.
– Ya lo sé -dijo Pam-. Pero viene a casa tarde tres veces por semana como mínimo. Anoche tenía carmín en la camisa. Y hace llamadas telefónicas después de que yo me voy a la cama, a las tantas de la noche. ¿Te llama a ti?
– No -dije. Y entonces me sentí mal. Podía ser cierto. Aún no lo creía, pero tenía que aclararlo.
– Y está gastando dinero extra que nunca gastaba -dijo Pam-. Ay, Dios mío.
Y se puso a llorar abiertamente.
– ¿Vendrá hoy a cenar a casa? -pregunté.
Pam asintió. Cogí el teléfono de la cocina, llamé a Valerie y le dije que me quedaba a cenar en casa de Artie. Lo hacía de vez en cuando, tomando la decisión sobre la marcha, cuando tenía urgencia de verle, así que Valerie no hizo ninguna pregunta. Cuando colgué el teléfono, le dije a Pam:
– ¿Tienes cena para mí?
Ella sonrió y asintió con un gesto.
– Por supuesto -dijo.
– Bajaré y le esperaré en la estación -dije-. Y aclararemos todo esto antes de cenar.
Intentando darle un aire cómico al asunto, añadí:
– Mi hermano es inocente.
– Sí, claro -dijo Pam. Pero sonrió.
Abajo, en la estación, mientras esperaba que llegara el tren, sentí lástima de Pam y Artie. Había cierta complacencia en mi piedad. Artie siempre tenía que ayudarme y, por fin, ahora tenía yo que ayudarle a él. Pese a todas las pruebas (el carmín en la camisa, el llegar tarde y las llamadas telefónicas, los gastos extra), yo sabía que Artie era básicamente inocente. Lo más que podía haber era alguna jovencita que hubiese insistido tanto que él al final hubiera cedido un poco. Pero de todos modos, aún no podía creerlo. Y, con la piedad, se mezclaba la envidia que siempre me había producido el hecho de que Artie resultase tan atractivo para las mujeres de una forma que yo no lo sería nunca. Con cierta satisfacción, pensé que no estaba mal del todo ser un poco feo.
Artie no se sorprendió mucho al verme cuando bajó del tren. Había hecho aquello muchas veces: visitarle inesperadamente e ir a esperarle al tren. Me agradaba hacerlo, y él siempre se alegraba de verme. Y siempre me hacía sentirme bien comprobar que él se alegraba de que estuviera esperándole. Pero aquel día, mirándole con detenimiento, pude darme cuenta de que no se alegraba tanto como otras veces.
– Vaya, ¿qué haces tú aquí? -dijo, pero me dio un abrazo y me sonrió.
Tenía una sonrisa sumamente dulce para ser hombre, su sonrisa infantil de siempre que no había cambiado.
– Vine a salvarte -dije alegremente-. Pam te ha descubierto al fin.
Se echó a reír.
– Dios santo, ese cuento otra vez -los celos de Pam eran siempre motivo de risa.
– Sí -dije-. Tus llegadas tarde, esas llamadas telefónicas a las tantas, y ahora, por último, la prueba clásica: carmín en la camisa.
Me sentía muy bien porque, mirando a Artie y hablando con él, me daba cuenta de que todo era un error.
Pero de pronto Artie se sentó en uno de los bancos de la estación. Parecía muy cansado. Me quedé de pie junto a él, y empecé a sentirme un poco inquieto.
Artie alzó la vista hacia mí. Vi en su cara una extraña expresión de lástima.
– No te preocupes -le dije-. Yo lo arreglaré todo.
Intentó sonreír.
– Merlin el Mago -dijo-. Será mejor que te pongas tu jodido sombrero mágico. Por lo menos siéntate, anda.
Encendió un cigarrillo. Pensé de nuevo que Artie fumaba mucho. Me senté a su lado. Oh, demonios, pensé. Mi pensamiento giraba vertiginosamente intentando dar con un medio de arreglar las cosas entre él y Pam. Pero estaba seguro de algo: no quería mentirle a ella ni que Artie le mintiera.
– No estoy engañando a Pam -dijo Artie-. Y eso es todo lo que quiero decirte.
Yo le creía, desde luego. Nunca me había mentido.
– Está bien -dije-. Pero tienes que decirle lo que pasa porque, si no, va a volverse loca. Me llamó al trabajo.
– Si se lo digo a Pam, tendré que decírtelo a ti -dijo Artie-. Y tú no quieres saberlo.
– Vamos, dímelo -dije-. ¿Qué demonios más da? Siempre me lo has contado todo. ¿Qué es lo que pasa?
Artie dejó caer el cigarrillo en el suelo de cemento del andén.
– De acuerdo -dijo.
Me puso una mano en el brazo y sentí de pronto una súbita sensación de amenaza. Cuando éramos niños y estábamos solos, siempre hacía aquello para consolarme.
– Déjame acabar. No me interrumpas -dijo.
– Está bien -dije yo. Sentía de pronto calor en la cara. No podía imaginar qué me iba a decir.
– Durante los últimos dos años he estado intentando encontrar a nuestra madre -dijo Artie-. Saber quién es, dónde está, qué somos. Hace un mes la encontré.
Me levanté. Aparté mi brazo del suyo. Artie se levantó e intentó calmarme.
– Es una borracha -dijo-. Se pinta los labios. Tiene muy buen aspecto, pero está absolutamente sola en el mundo. Quiere verte, dice que no pudo evitar…
Pero le interrumpí.
– No me digas más -dije-. No vuelvas a decirme nunca nada de este asunto. Tú haz lo que quieras, pero yo la veré en el infierno antes de verla viva.
– Bueno, vamos, vamos -dijo Artie.
Intentó cogerme del brazo otra vez, pero me aparté y enfilé hacia el coche. Artie me siguió. Entramos y conduje hasta la casa. Cuando llegamos, ya me había tranquilizado y pude darme cuenta de que Artie estaba nervioso, así que le dije:
– Será mejor que se lo cuentes a Pam.
– Lo haré -dijo Artie.
Paré frente a la entrada.
– ¿Vienes a cenar? -preguntó Artie.
Estaba de pie junto a la ventanilla abierta, y de nuevo me apoyó la mano en el brazo.
– No -dije.
Le vi entrar en su casa, con el mayor de los niños, que aún estaba jugando en el césped cuando llegamos. Entonces me fui. Conduje lenta y cuidadosamente; había procurado acostumbrarme durante toda mi vida a ser más cuidadoso cuando la mayoría de la gente lo era menos. Cuando llegué a casa, me di cuenta por la cara de Vallie que sabía lo ocurrido. Los niños estaban en la cama, y ella me había puesto mi cena en la mesa de la cocina. Cuando estaba comiendo, me acarició la nuca y el cuello al pasar. Luego se sentó enfrente, a tomar café, esperando que yo empezase a hablar del asunto. De pronto, recordó algo:
– Pam quiere que la llames.
Llamé. Pam quería disculparse por haberme metido en aquel lío. Le dije que no era ningún lío, y le pregunté si se sentía mejor ahora que sabía la verdad. Rió entre dientes y dijo:
– Demonios, creo que hubiese preferido una amante.
Estaba contenta de nuevo. Y ahora nuestros papeles se habían invertido. Por la mañana de aquel día, había sentido lástima por ella. Ella era quien estaba en un terrible peligro y yo el que iba a rescatarla o a intentar ayudarla. Ahora ella parecía pensar que era injusto el que los papeles se hubiesen cambiado. Por eso quería disculparse. Le dije que no se preocupara.
Pam pasó a lo que quería decirme después:
– Merlyn, supongo que no dirás en serio lo de tu madre, lo de que no quieres verla.
– ¿Me cree Artie? -le pregunté.
– Dice que lo ha sabido siempre -dijo Pam-. Que no te lo habría dicho antes de prepararte. Que yo fui la causa de que lo hiciera. Ahora me echa a mí la culpa de todo.
Me eché a reír.
– Mira -dije-, el día empezó mal para ti y ahora acaba mal para mí. Él es la parte ofendida. Mejor él que tú.
– Sí, claro -dijo Pam-. Mira, de veras que lo siento.
– No tiene nada que ver conmigo -dije.
Y Pam dijo que muy bien, que muchas gracias, y colgó.
Valerie estaba esperándome. Me miraba atentamente. Pam le había informado y puede que hubiese hablado incluso con Artie y éste le hubiese explicado cómo debía manejar las cosas. Por eso ella actuaba con precaución. Pero creo que no captaba realmente el asunto. Sin duda, ella y Pam eran buenas mujeres, pero no entendían. Sus padres habían puesto objeciones a que se casaran con huérfanos sin antecedentes rastreables. Yo imaginaba las historias horribles que debían contarse sobre casos similares. ¿Y si hubiese una enfermedad o locura hereditaria en nuestra familia? O sangre negra o sangre judía, o sangre protestante, en fin toda esa mierda. Pues bien, ahora aparecía una magnífica prueba cuando ya no hacía falta. Pensé que Pam y Valerie no debían sentirse demasiado felices con el romanticismo de Artie y su afán de dar con el eslabón perdido de una madre.
– ¿Quieres que venga a casa para que vea a los niños? -preguntó Valerie.
– No -dije yo.
Parecía apesadumbrada y un poco temerosa. Me di cuenta que pensaba en la posibilidad de que sus hijos la rechazasen algún día.
– Es tu madre -dijo Valerie-. Ha tenido que ser muy desgraciada.
– ¿Sabes lo que significa la palabra huérfano? -dije yo-. ¿La has buscado alguna vez en el diccionario? Significa un niño que ha perdido a sus padres por muerte. O la cría de un animal que ha sido abandonada o que ha perdido a su madre. ¿Cuál prefieres?
– De acuerdo -dijo Valerie.
Parecía horrorizada. Fue a ver a los niños y luego entró en nuestro dormitorio. La oí entrar en el baño y prepararse para irse a la cama. Me quedé hasta tarde leyendo y tomando notas, y cuando me acosté ella estaba profundamente dormida.
Todo terminó en un par de meses. Artie me llamó un día y me contó que su madre había desaparecido otra vez. Quedamos en vernos en la ciudad y cenar juntos para poder hablar a solas. Nunca podíamos hablar de aquello con nuestras esposas delante, como si nos diese demasiada vergüenza que ellas se enteraran. Artie parecía contento. Me dijo que ella había dejado una nota. Me explicó también que ella bebía muchísimo y que siempre quería ir a los bares a buscar hombres. Que era una buscona de mediana edad, pero que le agradaba. Había conseguido que dejara de beber, le había comprado ropa nueva, le había alquilado un apartamento muy bien amueblado, le había estado pasando una pensión. Ella le había contado cuanto le había sucedido. En realidad, no había sido culpa suya. Ahí le interrumpí. No quería oír más.
– ¿Vas a buscarla otra vez? -le pregunté.
Artie esbozó su triste y dulce sonrisa.
– No -dijo-. Sabes, en realidad no hice más que molestarla. En el fondo no le agradaba tenerme al lado. Al principio, cuando la encontré, se dedicó a interpretar el papel que yo quería que interpretase, creo, por cierto sentimiento de culpabilidad, pensando quizás que de algún modo me ayudaba dejándome que me cuidara de ella. Pero creo que no le gustaba. Incluso se me insinuó una vez, creo, sólo por divertirse un poco -se echó a reír-. Yo quería que viniese a casa, pero no quiso. En realidad, da igual.
– ¿Y cómo se tomó Pam todo el asunto? -pregunté.
Artie soltó una carcajada.
– Ay Dios mío, estaba celosa hasta de mi madre. Tendrías que haber visto qué cara de alegría puso cuando le dije que todo había terminado. Y he de confesarte algo, hermano, recibiste la noticia sin inmutarte.
– Porque de todos modos me importa un carajo -dije.
– Sí -dijo Artie-. Ya sé. Da igual. Además, no creo que te hubiese gustado ella.
Seis meses después, Artie tuvo un ataque al corazón. Fue un ataque de gravedad media, pero se pasó varias semanas en el hospital y luego un mes sin trabajar. Iba a verle todos los días al hospital, y él no hacía más que insistir en que había sido una especie de indigestión, en que se trataba de un caso indefinido. Yo bajé a la biblioteca y leí cuanto pude sobre ataques cardíacos. Descubrí que su reacción era corriente entre las víctimas de ataques cardíacos y que a veces tenían razón. Pero Pam estaba aterrada. Cuando Artie salió del hospital, le sometió a una dieta rigurosa, tiró todos los cigarrillos que había en casa y dejó de fumar para que Artie pudiese hacerlo también. A él le resultó duro, pero lo dejó. Y puede que el ataque le asustara porque a partir de entonces empezó a cuidarse más. Daba los largos paseos que le había recomendado el médico, comía moderadamente y ni siquiera tocaba el tabaco. Seis meses después, tenía mejor aspecto que nunca en su vida. Y Pam y yo dejamos de dirigirnos miradas asustadas siempre que él salía de la habitación.
– Ha dejado de fumar, gracias a Dios -decía Pam-. Fumaba tres paquetes al día. Ésa fue la causa.
Yo decía que sí, pero no lo creía. Siempre creí que la verdadera causa fueron aquellos dos meses que se pasó intentando recuperar a su madre.
Y en cuanto Artie se puso bien, empezaron los problemas para mí. Me quedé sin trabajo en la publicación literaria. No por culpa mía, sino porque echaron a Osano y tuvieron que echar también a su brazo derecho.
Osano había capeado todas las tormentas. Su desprecio por los círculos literarios más poderosos del país, la intelectualidad política, los fanáticos de la cultura, los liberales, los ecologistas, el movimiento de liberación de la mujer, los izquierdistas; sus escapadas sexuales, sus apuestas, su utilización del puesto que ocupaba para prestigiarse con vistas al Nobel. Más un libro de ensayo que publicó en defensa de la pornografía, no por su valor social redentor, sino como placer antielitista de los intelectualmente pobres. Por todo ello, a los editores les hubiese gustado echarle, pero la circulación del suplemento se había duplicado desde que él se hiciera cargo de la dirección.
Por entonces, yo ganaba bastante dinero. Escribía muchos artículos que firmaba Osano. Podía imitar perfectamente su estilo y él me adoctrinaba con una charla de quince minutos indicándome lo que pensaba sobre un tema particular, opiniones siempre brillantes y disparatadas. Me resultaba fácil escribir el artículo basándome en lo que él me explicaba. Luego, él llegaba, le daba unos toques magistrales y nos repartíamos el dinero. Y ese dinero, la mitad de lo que él cobraba, era el doble de lo que me pagaban a mí por un artículo.
Pero ni siquiera fue éste el motivo de que nos echaran. La causante fue Wendy, su ex mujer. Aunque quizá sea injusto decir esto, Osano nos liquidó; Wendy le dio el cuchillo.
Osano había pasado cuatro semanas en Hollywood y entre tanto yo había dirigido la publicación en su lugar. Él estaba completando una especie de acuerdo con la gente del cine, y durante las cuatro semanas utilizamos un correo para pasarle los artículos de crítica con el fin de que les diese el visto bueno antes de publicarlos. Cuando Osano volvió por fin a Nueva York, dio una fiesta a los amigos para celebrar su regreso y la gran cantidad de dinero que había ganado en Hollywood. La fiesta se hizo en su casa del East Side, que utilizaba su última mujer con sus tres hijos. Osano vivía en un pequeño apartamento-estudio del Village, todo lo que podía permitirse, que era demasiado pequeño para la fiesta.
Yo fui porque él insistió en que fuese. Valerie no fue. No le gustaba Osano ni le gustaban las fiestas fuera de su círculo familiar. Con el tiempo, habíamos llegado a un acuerdo tácito. Nos excusábamos mutuamente las vidas sociales respectivas siempre que era posible. Mi motivo era que estaba demasiado ocupado trabajando en mi novela, mi trabajo fijo y las colaboraciones libres en las revistas. Su excusa era que tenía que cuidar de los niños y no confiaba en baby-sitters. Ambos estábamos satisfechos del acuerdo. Para ella era más fácil que para mí, puesto que yo no tenía ninguna vida social, salvo mi hermano Artie y la oficina.
En fin, la fiesta de Osano fue uno de los grandes acontecimientos del mundo literario de Nueva York. Acudió la gente más destacada de New York Times Books Review, los críticos de casi todas las revistas y novelistas con los que Osano aún tenía amistad. Yo estaba sentado en un rincón hablando con la última ex mujer de Osano cuando vi entrar a Wendy y pensé: demonios, problemas. Sabía que no estaba invitada.
Osano la localizó a la vez que yo y se dirigió hacia ella con aquellos andares suyos peculiares que había adoptado los últimos meses. Estaba un poco borracho, y temí que pudiese perder el control y montar un número o hacer una locura, así que me levanté y me uní a ellos. Llegué justo a tiempo de oír a Osano saludarla.
– ¿Qué coño quieres tú? -dijo.
Osano podía ser terrible cuando se enfadaba, pero por lo que me había contado de Wendy sabía que era la única persona que disfrutaba sacándole de quicio. Sin embargo, la reacción de Wendy me sorprendió.
Wendy llevaba vaqueros, jersey y un pañuelo a la cabeza. Esto daba a su carita oscura un aire de Medea. Su pelo negro escapaba del pañuelo como una masa de negras serpientes.
Miró a Osano con una calma mortífera que respiraba malévolo triunfalismo. Estaba comida por el odio. Contempló pausadamente a su alrededor como si bebiese aquello de lo que ahora ya no podía pretender formar parte, el resplandeciente mundo literario de Osano, del que éste la había expulsado materialmente. Y miraba satisfecha a su alrededor. Luego le dijo a Osano:
– Tengo que decirte algo muy importante.
Osano dejó su whisky. Le hizo una desagradable mueca.
– Venga, suéltalo y lárgate a tomar por el culo.
– Son malas noticias -dijo Wendy muy seria.
Osano soltó una sonora y sincera carcajada. Le hacía gracia realmente.
– Tú siempre eres una mala noticia -dijo, y se echó a reír otra vez.
Wendy le miró con tranquila satisfacción.
– Tengo que decírtelo en privado.
– Oh, mierda -dijo Osano.
Pero conocía a Wendy. A ella le encantaría montar una escena. Así que la llevó a su estudio. Más tarde pensé que no se la llevó a uno de los dormitorios porque en el fondo tenía miedo a intentar tirársela, pues en ese sentido ella aún le tenía enganchado, en cierto modo. Y Osano sabía perfectamente lo que disfrutaría Wendy rechazándole. De todos modos, fue un error llevarla al estudio. Era la habitación preferida de Osano, y aún se la conservaba como lugar de trabajo. Tenía un gran ventanal por el que le gustaba mirar mientras escribía, y contemplar lo que pasaba abajo en la calle.
Me quedé esperando al pie de las escaleras. En realidad no sabía por qué, pero tenía la sensación de que Osano iba a necesitar ayuda. Por eso fui el primero en oír el grito de terror de Wendy y el primero que reaccionó ante aquel grito. Subí corriendo las escaleras y abrí de una patada la puerta del estudio.
Llegué a tiempo justo de ver a Osano coger a Wendy. Ella braceaba, intentando eludirle. Sus manos huesudas estaban crispadas como garras e intentaba arañarle la cara. Estaba aterrada, pero disfrutando al mismo tiempo. Me di cuenta de ello. Osano tenía dos largos arañazos en la mejilla derecha y sangraba. Antes de que pudiese pararle, pegó a Wendy en la cara de modo que ella se tambaleó y cayó hacia él. Con un movimiento terriblemente rápido, Osano la cogió como si fuese una muñeca que no pesase nada y la lanzó contra el ventanal con tremenda fuerza. El cristal se hizo pedazos y Wendy cayó a la calle.
No sé si me horrorizó más la visión del pequeño cuerpo de Wendy atravesando el cristal o la expresión de furia demente de Osano. Salí corriendo al salón y grité:
– Llamad a una ambulancia.
Luego cogí un abrigo del recibidor y corrí a la calle. Wendy estaba tirada en la acera como un insecto con las piernas rotas. Cuando salía de la casa, ella intentaba incorporarse apoyada en manos y piernas, pero sólo consiguió ponerse de rodillas. Se quedó así, como una araña que intentase caminar, y luego cayó otra vez.
Me arrodillé junto a ella y la cubrí con el abrigo. Me quité la chaqueta y se la coloqué doblada bajo la cabeza. Tenía dolores, pero no sangraba por la boca ni por los oídos, ni tenía esa especie de película mortecina en los ojos que mucho tiempo atrás, durante la guerra, yo identificaba como una clara señal de peligro. Su cara parecía al fin tranquila y en paz consigo misma. Le tomé una mano y estaba caliente; abrió los ojos.
– No tienes nada -dije-. Ahora vendrá la ambulancia. No hay problema.
Abrió los ojos y me sonrió. Estaba muy guapa, y por primera vez comprendí que Osano estuviese fascinado por ella. Tenía dolores pero sonreía:
– Esta vez está listo ese hijoputa -dijo.
En el hospital descubrieron que tenía roto un dedo del pie y fractura de clavícula. Su estado le permitió explicar lo que había pasado, y la policía fue a por Osano y se lo llevó. Llamé a su abogado. Éste me dijo que no dijese una palabra y que él lo arreglaría. Conocía a Osano y a Wendy desde hacía mucho y lo comprendió todo antes que yo. Me dijo que me quedase donde estaba hasta tener noticias suyas.
La fiesta, claro está, se deshizo cuando los policías interrogaron a algunas personas, entre ellas a mí.
Dije que sólo había visto a Wendy caer por la ventana. No, no había visto a Osano junto a ella, les dije. Y dejaron las cosas así. La ex esposa de Osano me sirvió de beber y se sentó junto a mí en el sofá. Tenía una sonrisilla extraña en el rostro.
– Siempre supe que pasaría esto -dijo.
El abogado tardó casi tres horas en llamarme. Dijo que había sacado a Osano bajo fianza, pero que sería aconsejable que alguien estuviese con él un par de días. Osano se iría a su apartamento-estudio del Village. ¿Querría yo hacerle compañía e impedir que hablase con la prensa? Le dije que sí. Entonces el abogado me informó. Osano había declarado que Wendy le había atacado y que él la había empujado para apartarla de sí y que entonces ella había perdido el equilibrio y había caído por la ventana. Ésta fue la versión que se comunicó a la prensa. El abogado estaba seguro de que podría conseguir que Wendy, por su propio interés, confirmase esta versión. Si Osano iba a la cárcel, perdería dinero en la pensión del divorcio y en la de los niños. Si se impedía que Osano dijese algo escandaloso, todo se arreglaría en un par de días. Osano tardaría una hora en llegar a su apartamento, el propio abogado le acompañaría.
Salí pues de aquella casa y llegué en taxi al Village. Esperé en la entrada del edificio de apartamentos a que llegase el coche con chófer del abogado. Salió de él Osano.
Tenía un aspecto espantoso. Los ojos desorbitados, la piel de un blanco mortecino. Pasó delante de mí y entré con él en el ascensor. Sacó las llaves, pero le temblaban las manos y tuve que abrir yo por él.
En cuanto entramos en su pequeño estudio, Osano se tumbó en el sofá. Aún no me había dicho una palabra. Se quedó allí tumbado, cubriéndose la cara con las manos, por el agotamiento, no por la desesperación. Contemplé el estudio y pensé: aquí está Osano, uno de los escritores más famosos del mundo, y vive en este agujero. Pero luego recordé que pocas veces vivía allí. En realidad, vivía en su casa de los Hamptons o en Provincetown. O con una de las ricas divorciadas con las que tenía un ligue durante unos meses.
Me senté en un polvoriento sillón y desplacé con el pie una pila de libros al rincón.
– Les dije a los polis que no había visto nada -expliqué a Osano.
Osano se incorporó. Se quitó las manos de la cara. Desconcertado, pude ver que sonreía.
– Dios mío, ¿verdad que te gustó verla volar así por el aire? Siempre dije que era una bruja. No la tiré con tanta fuerza. Volaba por su propia voluntad.
Le miré fijamente.
– Creo que estás perdiendo el juicio -le dije-. Sería mejor que te viera un médico.
Mi tono era frío. No podía olvidar a Wendy tirada en la calle.
– Qué coño. Se pondrá bien enseguida -dijo Osano-. Y no preguntes por qué. ¿O te crees que me dedico a tirar a todas mis ex esposas por la ventana?
– Eso no tiene excusa -dije.
Osano rió entre dientes.
– Cómo se ve que no conoces a Wendy. Apuesto veinte pavos a que cuando te lo cuente me dices que tú habrías hecho lo mismo.
– Apostado -dije.
Entré en el baño, mojé un paño y se lo pasé. Se enjuagó cara y cuello y suspiró con placer al sentir el frescor del agua.
Luego se acomodó en el sofá.
– Me recordó que me había escrito cartas, los dos últimos meses, pidiéndome dinero para nuestro hijo. Por supuesto, no le mandé dinero porque se lo gastaría en cosas para ella. Entonces me dijo que no había querido molestarme mientras estaba ocupado en Hollywood, pero que nuestro hijo más pequeño había enfermado de meningitis y, como no tenía bastante dinero, le había ingresado en la sección de beneficencia del hospital municipal, Bellevue, nada menos. ¿Te das cuenta, la muy zorra? No me ha querido comunicar que estaba enfermo porque pensaba montarme después todo este número, echarme toda la culpa a mí.
Yo sabía cuánto quería Osano a todos sus hijos, los de todas sus mujeres. Esta capacidad suya para el amor me sorprendía. Siempre les mandaba regalos en los cumpleaños y siempre pasaban los veranos con él. E iba a verlos esporádicamente para llevarles al cine o a cenar o a ver un partido. Y me sorprendía también el que no estuviese preocupado por el niño enfermo. Se dio cuenta de lo que yo pensaba, pues dijo:
– El niño sólo tenía fiebre muy alta, una infección respiratoria. Mientras tú ayudabas tan galantemente a Wendy, antes de que llegara la policía, llamé al hospital. Me dijeron que no me preocupara. Llamé a mi médico y se llevó al niño a una clínica particular. Así que todo está resuelto.
– ¿Quieres que me quede contigo aquí? -pregunté.
Osano movió la cabeza.
– Tengo que ver a mi hijo y ocuparme de los otros ahora que su madre no está con ellos. Aunque ella saldrá del hospital mañana, la muy zorra.
Antes de irme, le pregunté a Osano:
– Cuando la tiraste por la ventana, ¿recordaste que sólo había dos pisos hasta la calle?
Me sonrió de nuevo.
– Claro -dijo-. Y además, en ningún momento pensé que caería por la ventana. Te digo que es una bruja.
Todos los periódicos de Nueva York dieron la noticia al día siguiente en primera página. Osano aún era lo bastante famoso para que le trataran así. Al final, no fue a la cárcel porque Wendy retiró las acusaciones. Dijo que quizás hubiese tropezado y se hubiese caído por la ventana. Pero eso fue al día siguiente y el daño ya estaba hecho. En el trabajo hicieron dimitir a Osano y yo tuve que dimitir con él. Un columnista, que quería hacerse el gracioso, dijo que si Osano ganaba el premio Nobel, sería el primer premio Nobel que había tirado a su mujer por la ventana. Pero lo cierto era que todo el mundo sabía que aquella pequeña comedia ponía fin a cualquier esperanza de Osano en ese sentido. No podían conceder el respetable Nobel a un personaje sórdido como Osano. Y Osano no ayudó a arreglar las cosas, porque poco después escribió un artículo satírico sobre los diez mejores modos de asesinar a una esposa.
Pero en aquel momento, los dos nos enfrentamos a un problema. Yo tenía que ganarme la vida trabajando por mi cuenta, sin un sueldo fijo. Osano tenía que esconderse en algún sitio donde la prensa no le acosara. Yo pude resolver el problema de Osano. Llamé a Cully a Las Vegas, le expliqué lo que había pasado y le pregunté si podía tener a Osano en el Hotel Xanadú un par de semanas. Sabía que nadie iría a buscarle allí. Y Osano aceptó. Nunca había estado en Las Vegas.
Con Osano retirado en lugar seguro, en Las Vegas, pude dedicarme a resolver mi otro problema. No tenía trabajo. Así que acepté todas las colaboraciones y trabajos independientes que pude conseguir. Hice críticas de libros para la revista Time, para el Times de Nueva York, y el nuevo director de la publicación en que había trabajado me dio también colaboraciones. Pero la situación me destrozaba los nervios. Nunca sabía de cuánto dinero iba a disponer en un momento concreto. Y así decidí concentrarme al máximo en terminar mi novela, con la esperanza de que me proporcionase mucho dinero. Durante los dos años siguientes, mi vida fue muy sencilla. Pasaba de doce a quince horas diarias en mi cuarto de trabajo. Iba al supermercado con mi mujer y durante el verano llevaba los domingos a los niños a la playa para que Valerie pudiera descansar. A veces, tomaba pastillas a media noche para no dormirme y poder trabajar hasta las tres o las cuatro.
Durante esa época, cené algunas veces con Eddie Lancer en Nueva York. Eddie se había convertido en guionista de Hollywood, y era evidente que ya no escribiría novelas. Le gustaba la vida que llevaba allí, las mujeres, el dinero fácil, y juraba que jamás volvería a escribir otra novela. Cuatro guiones suyos se habían convertido en películas de gran éxito y tenía mucho prestigio. Me ofreció trabajar con él si quería irme allí, pero le dije que no. No podía imaginarme trabajando en el mundo del cine. Pues, pese a las historias divertidas que Eddie me contaba, veía claramente que ser escritor en aquel mundo no era nada divertido. Dejabas de ser artista. Te limitabas a traducir las ideas de otro.
En esos dos años, vi a Osano una vez al mes. Estuvo una semana en Las Vegas y luego desapareció. Cully me llamó para quejarse de que Osano se había largado con su chica favorita, que por cierto se llamaba Charlie Brown. No es que Cully se hubiese enfadado mucho, simplemente estaba atónito. Me dijo que la chica era muy guapa, que estaba haciendo una fortuna en Las Vegas bajo su dirección y que se estaba dando la gran vida, por lo que no entendía cómo lo había abandonado todo para largarse con un escritor viejo y gordo que no sólo engullía cerveza sin parar, sino que era el mayor chiflado que Cully había visto en su vida.
Le dije que aquél era otro favor que le debía y que si veía a la chica con Osano en Nueva York, le pagaría el billete de avión para que volviera a Las Vegas.
– Basta que le digas que se ponga en contacto conmigo -dijo Cully-. Dile que la echo de menos, que la quiero. Dile lo que te parezca. Lo que quiero es que vuelva. Esa chica vale para mí una fortuna en Las Vegas.
– Bien, de acuerdo -dije.
Pero cuando fui a cenar con Osano en Nueva York, estaba solo y no me pareció que pudiese disfrutar del afecto de una chica joven y guapa con las cualidades que Cully había descrito.
Es curioso lo que pasa cuando te enteras del éxito de alguien, de que se ha hecho famoso. Esa fama es como una estrella fugaz que ha brotado de pronto de la nada. Pero tal como me sucedió a mí, la cosa fue sorprendentemente insípida.
Yo llevé una vida de eremita durante dos años y al final conseguí acabar el libro, se lo entregué a mi editor y me olvidé de él. Al cabo de un mes, el editor me llamó a Nueva York para decirme que habían vendido mi novela a una editorial de libros de bolsillo por medio millón de dólares. Me quedé asombrado. No podía creérmelo. Mi editor, mi agente, Osano, Cully, todos me habían advertido que un libro sobre el rapto de un niño en el que el héroe es el raptor, no atraería al gran público. Manifesté mi asombro al editor y éste me dijo:
– Cuentas una historia tan magnífica, que no importa.
Cuando volví a casa aquella noche y le conté a Valerie lo ocurrido, tampoco ella pareció sorprendida. Dijo sin más, con mucha calma:
– Podremos comprar una casa más grande. Los niños crecen, necesitan más espacio.
Y luego la vida continuó como antes, salvo que Valerie encontró una casa a sólo diez minutos de la de sus padres, la compramos y nos trasladamos allí.
Por entonces salió la novela. Figuró en todas las listas de libros más vendidos del país. Fue un gran éxito de ventas, y sin embargo no pareció cambiar mi vida en ningún sentido. Al pensar en esto, comprendí que era por los pocos amigos que tenía. Tenía a Cully, a Osano, a Eddie Lancer, y eso era todo. Por supuesto, mi hermano Artie estaba orgullosísimo de mí y quiso dar una gran fiesta, en mi honor, hasta que le dije que podía dar la fiesta pero que yo no iría. Lo que me conmovió de veras fue una crítica de mi libro firmada por Osano y que apareció en la primera página de la publicación literaria en la que habíamos trabajado. Me alababa por motivos justificados, e indicaba los verdaderos fallos. A su modo habitual, exageraba el mérito del libro porque yo era su amigo. Y luego, claro, continuaba hablando de sí mismo y de la novela que estaba escribiendo.
Llamé a su casa y no contestó nadie. Le escribí una carta y recibí contestación. Cenamos juntos en Nueva York. Tenía un aspecto horrible, y le acompañaba una joven rubia muy guapa que apenas hablaba, pero que comía más que Osano y yo juntos. La presentó como «Charlie Brown» y comprendí que era la chica de Cully, pero no le transmití su mensaje. ¿Por qué iba a hacer daño a Osano?
Hubo un curioso incidente que siempre recuerdo. Le dije a Valerie que fuese a comprar ropa nueva, lo que quisiera, que yo me ocuparía aquel día de los niños. Se fue con unas amigas y volvió cargada de paquetes.
Yo estaba intentando trabajar en mi nuevo libro, pero en realidad no lograba entrar en él. Así que me enseñó lo que había comprado. Deshizo un paquete y sacó un vestido amarillo nuevo.
– Cuesta noventa dólares -dijo Valerie-. ¿Te imaginas? ¡Noventa dólares por un vestidito de verano!
– Es bonito -dije, obligado. Se lo puso por delante, sin enfundarse en él.
– Sabes -dijo-, en realidad no pude acabar de decidir si me gustaba más el amarillo o el verde. Al final me decidí por el amarillo. Creo que me sienta mejor el amarillo. ¿Qué crees?
Me eché a reír.
– Querida -dije-, ¿no se te ocurrió que podías comprar los dos?
Me miró un momento asombrada y luego también ella se echó a reír.
– Puedes comprar -le dije- uno amarillo, otro verde, otro azul y otro rojo.
Y los dos sonreímos, y creo que por primera vez nos dimos cuenta de que habíamos entrado en una especie de nueva vida. Pero, en conjunto, el éxito no me parecía tan interesante ni tan satisfactorio como había creído. Así que, tal como solía hacer, me puse a leer sobre el tema y descubrí que mi caso no era insólito; que, en realidad, muchos individuos que habían luchado toda su vida por llegar a la cima en sus profesiones, lo celebraban de inmediato tirándose por la ventana de un octavo piso.
Era invierno, y decidí llevar a mi familia de vacaciones a Puerto Rico. Sería la primera vez en nuestra vida de casados que podíamos permitirnos salir fuera. Mis hijos nunca habían ido a un campamento de verano.
Lo pasamos muy bien nadando, disfrutando del calor, de las calles pintorescas y de la comida exótica. Era una delicia alejarse del frío por la mañana y por la tarde estar bajo el sol tropical, gozando de una brisa balsámica. De noche, llevé a Valerie al casino del hotel mientras los niños nos esperaban sentados en los grandes sillones de mimbre del vestíbulo. Cada quince minutos o así, Valerie bajaba a ver si estaban bien, y por último se los llevó a todos a nuestra suite y yo estuve jugando hasta las cuatro de la mañana. Como ya era rico, naturalmente, tuve suerte. Gané unos miles de dólares y disfruté más y me divertí más ganando en aquel casino que con el éxito y las inmensas sumas de dinero que el libro me había proporcionado hasta entonces.
Cuando volvimos a casa, me aguardaba una sorpresa aún mayor. Unos estudios cinematográficos, Malomar Films, habían pagado cien mil dólares por los derechos cinematográficos de mi libro y otros cincuenta mil, más gastos, para que yo fuese a Hollywood a escribir el guión.
Hablé del asunto con Valerie. En realidad, no quería escribir guiones de cine. Le dije que vendería el libro, pero que rechazaría el contrato del guión. Creí que esto la complacería, pero, por el contrario, dijo:
– Creo que sería bueno para ti ir allí. Creo que te conviene conocer más gente. Ya sabes lo mucho que lamento a veces el que seas tan solitario.
– Podríamos ir todos -dije.
– No -dijo Valerie-. Yo estoy muy feliz aquí con mi familia, no podemos sacar a los niños del colegio y no me gustaría que se criasen en California.
Como todo el mundo en Nueva York, Valerie consideraba California una exótica avanzadilla de los Estados Unidos llena de drogadictos, asesinos y predicadores locos que le pegarían de tiros a un católico nada más verle.
– El contrato es por seis meses -dije-, pero yo podría trabajar un mes y luego volver y continuar aquí.
– Eso me parece perfecto -dijo Valerie-, y además, si te he de ser sincera, a los dos nos vendría bien un descanso.
Esto me sorprendió.
– Yo no necesito descansar de ti -dije.
– Pero yo necesito descansar de ti -dijo Valerie-. Destroza los nervios tener a un hombre trabajando en casa. Pregúntale a cualquier mujer. Altera muchísimo toda la rutina de las tareas domésticas. Hasta ahora, nunca pude decirte nada porque no podías permitirte tener un estudio fuera para trabajar, pero ahora sí puedes, y me gustaría que no trabajases más en casa. Puedes alquilar un sitio, ir por la mañana y venir a casa por la noche. Estoy segura de que trabajarías mucho mejor.
Ni siquiera ahora sé por qué me ofendió tanto que dijese aquello. Me había sentido feliz quedándome en casa y trabajando allí y me dolió de veras que ella no sintiese lo mismo. Y creo que fue esto lo que me hizo decidirme a escribir la versión cinematográfica de mi novela. Fue una reacción infantil. Si no me quería en casa, me iría, y ya vería ella lo que era bueno. Por entonces, yo estaba seguro de que lo que habría emocionado a cualquier otro escritor a mí no me emocionaba. Hollywood era un sitio del que resultaba agradable leer cosas, pero yo ni siquiera tenía ganas de visitarlo.
Comprendí que una parte de mi vida había concluido. Osano había escrito en su comentario: «Todos los novelistas, malos y buenos, son héroes. Luchan solos. Han de tener la fe de los santos. Para ellos la derrota es más frecuente que el triunfo. Y el mundo cruel no muestra la menor piedad. Les fallan las fuerzas (por eso la mayoría de los novelistas tienen puntos débiles, son fácil blanco para el ataque); los problemas de la vida real, las enfermedades de los niños, la traición de los amigos, las traiciones de las mujeres, son cosas todas ellas que deben dejar a un lado. Ignoran sus heridas y siguen luchando, pidiendo el milagro de nuevas energías.»
Desaprobaba el tono melodramático, pero era cierto que tenía la sensación de estar desertando del grupo de los héroes. No me importaba nada el que esto fuese típico sentimentalismo del escritor.