LIBRO QUINTO

27

Malomar Films, aunque subsidiaria de los Estudios TriCultura de Moisés Wartberg, operaba sobre una base completamente independiente en el aspecto creador, y tenía un pequeño estudio propio. Y así, Bernard Malomar trabajaba con libertad total para la película que proyectaba sobre la novela de John Merlyn.

A Malomar únicamente le interesaba hacer buenas películas, lo cual nunca era tarea fácil, y menos con los Estudios TriCultura de Wartberg vigilando constantemente todos sus movimientos. Odiaba a Wartberg. Eran enemigos reconocidos, pero Wartberg, como enemigo, era un individuo interesante con el que resultaba divertido tratar. Además, Malomar respetaba el talento de Wartberg como financiero y como ejecutivo. Sabía que no podía haber cineastas como él sin alguien detrás que tuviese ese talento.

Malomar, en sus elegantes oficinas situadas en un rincón de su propio estudio, tenía que enfrentarse con un grano en el culo mayor que Wartberg, aunque menos mortífero. Si Wartberg era como un cáncer en el recto, según decía en broma Malomar, Jack Houlinan era unas hemorroides y, en el trato diario, mucho más irritante.

Jack Houlinan, vicepresidente a cargo de las relaciones públicas en el departamento de creación, jugaba su papel de genio número uno en su oficio con tremenda sinceridad. Cuando te pedía que hicieras algo desagradable y te negabas, admitía con violento entusiasmo tu derecho a negarte. Su frase favorita era:

– Cualquier cosa que digas es válida para mí. Jamás intentaría convencerte de que hicieras algo que no quisieras hacer. Yo sólo preguntaba.

Esto lo decía después de un discurso de una hora explicándote por qué tenías que tirarte del rascacielos Empire State para conseguir que tu nueva película ocupase mayor espacio en el Times.

Pero con sus jefes, como el vicepresidente a cargo de la producción de los estudios internacionales TriCultura de Wartberg, con aquella película de Merlyn para Malomar Films, y su propio cliente personal, Ugo Kellino, era mucho más franco, más humano. Y ahora hablaba con toda franqueza con Bernard Malomar, que en realidad no le concedía tiempo para contar tonterías.

– Estamos metidos en un lío -dijo Houlinan-. Creo que esta condenada película puede ser la mayor bomba desde Nagasaki.

Malomar era el jefe de estudio más joven desde Thalberg, y le gustaba mucho interpretar el papel de genio tonto. Muy serio, dijo:

– No conozco esa película, y creo que exageras mucho. Creo que te preocupa por Kellino. Quieres que gastemos una fortuna sólo porque ese tipo decidió dirigir él mismo y quieres cubrirle los riesgos.

Houlinan era el representante particular de relaciones públicas de Ugo Kellino, con un sueldo de cincuenta mil al año. Kellino era un gran actor, pero estaba casi certificablemente loco de pura egolatría, enfermedad no muy rara entre los grandes actores, actrices, directores e incluso escritores de guiones que soñaban con convertirse en guionistas profesionales. La egolatría en la tierra del cine es como la tuberculosis en un pueblo minero. Algo endémico y devastador, aunque no necesariamente mortal.

De hecho, su egolatría hacía a muchos de ellos más interesantes de lo que habrían sido sin ella. Esto era aplicable a Kellino. Tal era su dinamismo en la pantalla, que había sido incluido en una lista de los cincuenta hombres más famosos del mundo. En su estudio tenía un recorte de periódico al que había añadido unas palabras escritas por él mismo con lápiz rojo: «Por joder». Houlinan decía siempre con voz afectada y admirada: «Kellino sería capaz de joderse a una serpiente». Acentuando la palabra, como si la frase no fuese un viejo cliché machista, sino algo especialmente acuñado para su cliente.

Un año atrás Kellino había insistido en dirigir su próxima película. Era uno de los pocos actores famosos que podía salirse con la suya al respecto. Pero le habían adjudicado un presupuesto muy estricto, dejando bien atado el dinero que le entregaban y los porcentajes correspondientes. Malomar Films aportaba un máximo de dos millones, pero no pasaría de ese tope. Sólo por si Kellino perdía el control y empezaba a hacer cien tomas de cada escena con su última chica frente a él o su último chico debajo de él. Cosas ambas que había pasado a hacer sin ningún visible, perjuicio para la película. Pero luego había empezado a meterse con el guión. Largos monólogos, las luces tenues y suaves sobre su expresión desesperada; había explicado la historia de su trágica niñez en dolorosísimas visiones retrospectivas para explicar por qué se tiraba chicos y chicas en la pantalla. Lo que quería indicar era que si hubiese tenido una niñez decente, nunca se habría tirado a nadie. Y por último él tenía la decisión final, los estudios no podían arreglar legalmente la película en la sala de montaje. Malomar no estaba demasiado preocupado, pues lo harían en caso necesario. La actuación de Kellino proporcionaría de nuevo al estudio los dos millones. De eso no había duda. Todo lo demás, daba igual. Y si las cosas se ponían muy mal, podía enterrar la película en distribución. Nadie la vería. Y él habría salido del asunto consiguiendo su principal objetivo; que Kellino actuase en la novela de John Merlyn, que había tenido tanto éxito, y que Malomar estaba convencido de que daría una fortuna a los estudios.

– Tenemos que hacer una campaña especial -decía Houlinan-. Tenemos que gastar mucho dinero. Tenemos que vender el artículo como un artículo de calidad.

– Dios mío -decía Malomar.

Malomar solía ser más comedido. Pero estaba harto de Kellino. Estaba harto de Houlinan y estaba harto del cine. Lo cual no significaba nada. Porque estaba cansado de las mujeres guapas y de los hombres simpáticos. Estaba cansado del clima de California. Para distraerse estudiaba a Houlinan. Sentía hacía él y hacia Kellino un rencor persistente desde hacía mucho tiempo.

Houlinan vestía maravillosamente. Traje de seda, corbata de seda, zapatos italianos, reloj Piaget. Le hacían por encargo las monturas de las gafas, negras y con reflejos dorados. Tenía el suave y dulce rostro irlandés de los predicadores espectrales que llenaban las pantallas de televisión de California los domingos por la mañana. Resultaba fácil creer que fuese un hijo de puta de negro corazón y que estuviese orgulloso de ello.

Años atrás, Kellino y Malomar habían tenido un enfrentamiento en un restaurante público, un vulgar enfrentamiento a gritos que se convirtió en una noticia humillante en las columnas de los periódicos y en los ambientes profesionales. Y Houlinan había dirigido una campaña para conseguir que Kellino saliese de aquello como el héroe y Malomar como el malvado, el malévolo jefe de estudio que intentaba humillar al heroico astro de cine. Houlinan era un genio, desde luego. Aunque un poco miope. Malomar le había hecho pagar aquello desde entonces.

Durante los últimos cinco años, no había pasado ni un mes sin que los periódicos publicasen la noticia de que Kellino había ayudado a alguien menos afortunado que él. ¿Que una pobre chica con leucemia necesitaba una transfusión de un tipo especial de sangre de un donante que vivía en Siberia? En la página cinco de todos los periódicos se leía que Kellino había enviado a Siberia su reactor particular. ¿Que un negro acababa en una cárcel del sur por sus protestas? Kellino enviaba por correo el dinero de la fianza. Si un policía italiano con siete hijos perecía en una emboscada de los panteras negras en Harlem, allá mandaba Kellino un cheque de diez mil dólares para la viuda y creaba un fondo para que los siete hijos pudieran estudiar. Si se acusaba a un pantera negra de matar a un policía, Kellino mandaba diez mil dólares para pagar su defensa. Si caía enfermo un famoso veterano del cine de los viejos tiempos, los periódicos informaban que Kellino se había hecho cargo de la cuenta del hospital y le había proporcionado un papel en su próxima película para que pudiera ganarse la vida. Uno de estos viejos veteranos con diez millones guardados y con odio acumulado contra su profesión, concedió una entrevista en la que atacaba la generosidad de Kellino, rechazándola, y la cosa resultaba tan divertida que ni siquiera el gran Houlinan pudo impedir su publicación.

Y Houlinan tenía más talentos ocultos. Era además un vanidoso cuya finísima nariz para las nuevas aspirantes a estrella le convertía en el Daniel Boone de los bosques de celuloide de Hollywood. Houlinan presumía de su técnica:

– Dile a una actriz que estuvo muy bien en su pequeño papel. Díselo tres veces en una noche y te bajará los pantalones y te arrancará la polla de raíz.

Era, además, el adelantado de Kellino, y comprobaba a menudo los talentos de la chica en la cama antes de pasársela. Las que eran demasiado neuróticas, incluso para los amplios criterios de la industria, nunca pasaban a Kellino. Pero, como decía a menudo Houlinan:

– Lo que Kellino rechaza, merece la pena probarlo.

Malomar dijo, con el primer placer que saboreaba aquel día:

– No cuentes con grandes presupuestos de publicidad. No son para películas como ésta.

Houlinan le miró pensativo.

– ¿Qué te parece si hacemos un poco de promoción privada con alguno de los críticos más importantes? Hay un par de ellos, de los mejores, que me deben un favor.

– No quiero desperdiciarlo en esto -dijo secamente Malomar.

No añadió que pensaba invertir todo lo posible en la gran película del año siguiente. Ya lo tenía todo planeado, y en aquella película Houlinan no tendría la sartén por el mango. En la siguiente película quería ser él la estrella, no Kellino.

Houlinan le miró pensativo. Luego dijo:

– Creo que tendré que montar la campaña por mi cuenta.

– No se te olvide que aún es una producción de Malomar Films -dijo Malomar cansinamente-. Consúltalo todo conmigo, ¿de acuerdo?

Por supuesto -dijo Houlinan con su énfasis especial, como si no se le hubiese pasado por la cabeza hacer otra cosa.

Entonces Malomar añadió suavemente:

– No olvides, Jack, que hay algo que no conseguirás conmigo. Me da igual que seas lo que seas.

Houlinan dijo entonces, con su desconcertante sonrisa:

– Eso nunca lo olvido. ¿Lo he olvidado alguna vez? Escucha, hay una tía muy buena que es de Bélgica. La tengo escondida en el bungalow del Hotel Beverly Hills. ¿Quieres que nos veamos mañana a la hora del desayuno?

– En otra ocasión -dijo Malomar.

Estaba harto de que llegaran en avión mujeres de todo el mundo a que las jodieran. Estaba harto de todas aquellas caras hermosas, delicadas, pinceladas, aquellos cuerpos esbeltos y elegantes perfectamente vestidos, de las beldades con las que le fotografiaban constantemente en fiestas, restaurantes y estrenos. Era famoso no sólo como el productor de más talento de Hollywood, sino como el que tenía las mujeres más guapas. Sólo sus amigos más íntimos sabían que lo que a él le gustaba eran las gordas criadas mexicanas que trabajaban en su mansión. Cuando le tomaban el pelo por su deformación, Malomar siempre decía que su medio preferido de tranquilizarse era hacerle una lamida a una mujer. Y que aquellas mujeres maravillosas de las revistas no tenían nada que lamer, sólo pelo y huesos. Las doncellas mexicanas tenían carne y jugo. No es que todo esto fuese siempre cierto. Era sólo que Malomar, sabiendo el aspecto elegante que tenía, quería mostrar su desprecio por aquella elegancia.

En aquel momento de su vida, lo único que Malomar quería era hacer una buena película. Para él, las horas más felices eran las de después de cenar, cuando iba a la sala de montaje y trabajaba allí hasta las tantas de la madrugada en una nueva película.


Cuando Malomar acompañó a Houlinan hasta la puerta, su secretaria le susurró que el escritor de la novela estaba esperando con su agente, Doran Rudd. Malomar dijo a su secretaria que les hiciese pasar. Se los presentó a Houlinan.

Houlinan hizo una rápida valoración de los dos hombres. A Rudd le conocía. Sincero, simpático; en suma, un tipo listo. Era un personaje definido. El escritor también lo era.

El novelista ingenuo que va a trabajar en el guión de su película, deslumbrado por Hollywood, a quien engañan los productores, los directores, los jefes del estudio y que luego se enamora de una aspirante a estrella y destroza su vida divorciándose de su esposa de veinte años por una tía que ha estado jodiendo con todos los jefes de reparto de la ciudad sólo para conseguir una oportunidad. Y luego se indigna por la forma en que mutilan en la pantalla su estúpida novela. Aquél no era distinto. Era tranquilo y evidentemente tímido y vestía como un patán. No como los patanes que seguían la moda, que era la nueva ola incluso entre productores como Malomar y estrellas que buscaban tejanos especialmente remendados y gastados que preparaban con la mayor exquisitez los mejores sastres… no, aquél era un auténtico patán. Y tan feo como aquel jodido actor francés que tenía tanto éxito en Europa. Bueno, él, Houlinan, pondría su granito de arena para descuartizar a aquel tipo y hacerle picadillo.

Houlinan saludó efusivamente al escritor John Merlyn, y le dijo que su libro era el mejor que había leído en su vida. No lo había leído.

Luego se paró en la puerta, se volvió y dijo al escritor:

– Oye, a Kellino le encantaría ver su película contigo esta tarde. Tenemos una conferencia con Malomar después, y sería una gran publicidad para la película. ¿Te parece bien a las tres en punto? Habrás acabado ya aquí, ¿no?

Merlyn dijo que de acuerdo, Malomar hizo una mueca. Sabía que Kellino ni siquiera estaba en la ciudad, que estaba tostándose en Palm Springs y que no llegaría hasta las seis. Houlinan iba a hacer esperar a Merlyn sólo para enseñarle cómo eran las cosas en Hollywood. En fin, por lo menos aprendería.

Malomar, Doran Rudd y Merlyn charlaron ampliamente sobre el guión de la película. Malomar advirtió que Merlyn parecía razonable y dispuesto a cooperar, y que no era uno de los cargantes habituales. Explicó al agente el cuento de siempre, lo de que invertirían en la película un millón cuando todo el mundo sabía que tendrían que acabar gastando cinco. Sólo cuando se fueron, tuvo Malomar su primera sorpresa. Le mencionó a Merlyn que podía esperar a Kellino en la biblioteca. Merlyn miró el reloj y dijo suavemente:

– Son las tres y diez. Yo nunca espero a nadie más de diez minutos. Ni siquiera a mis hijos.

Luego se largó.

Malomar sonrió al agente.

– Ay, los escritores -dijo.

Pero solía decir «ay, los actores» en el mismo tono de voz. Y lo mismo decía de productores y directores. Nunca lo decía de las actrices porque no podías rebajar a un ser humano que tenía que lidiar con un ciclo menstrual y quería ser actriz al mismo tiempo. Esto las hacía endiabladamente locas al principio.

Doran Rudd se encogió de hombros.

– Ni siquiera espera a los médicos. Tuvimos que hacer los dos una revisión médica, y teníamos hora para las diez. Ya conoces las consultas de los médicos. Siempre hay que esperar unos minutos. Pues le dijo a la recepcionista: «Yo vine a tiempo, ¿por qué no vino a tiempo el médico?» Y se largó.

– Dios mío -dijo Malomar.

Notaba dolores en el pecho. Fue al baño y tomó una pastilla para el corazón y luego fue a echarse una siesta en el sofá, tal como le había recomendado el médico. Ya le despertaría una de sus secretarias cuando llegaran Houlinan y Kellino.


«La mujer de piedra es la primera obra que dirige Kellino. Como actor siempre fue maravilloso; como director no llega siquiera a ser competente. Como filósofo es pretencioso y desdeñable. No quiere esto decir que La mujer de piedra sea una mala película. En realidad no es que sea basura, sino simplemente algo hueco.

»Kellino domina la pantalla, creemos siempre en el personaje que él interpreta, pero en este caso el personaje que interpreta es un hombre que no nos interesa en absoluto. ¿Cómo puede interesarnos un hombre que destroza su vida por una muñeca de cabeza vacía como Selina Denton, cuya personalidad atrae a hombres que se dan por satisfechos con mujeres de pechos y trasero extravagantemente redondeados, según el estilo típico de la fantasía machista?»

La actuación de Selina Denton -su estilo inexpresivo, su rostro insípido crispado en muecas de éxtasis- resulta sencillamente embarazosa. ¿Cuándo aprenderán los jefes de reparto de Hollywood que lo que el público quiere es ver mujeres reales en la pantalla? Una actriz como Billie Stroud, con su dominante presencia, su técnica inteligente y vigorosa, su impresionante apariencia (es verdaderamente guapa si uno es capaz de olvidar todos los estereotipos de anuncios de desodorantes que el macho norteamericano ha convertido en ídolos desde la invención de la televisión) podría haber salvado la película, y es sorprendente que Kellino, un actor tan inteligente y de tan fina intuición, no percibiese esto al hacer el reparto. Lo más probable es que su trabajo como actor, director y coproductor fuese excesivo y le impidiese apreciarlo.

»El guión de Hascom Watts es uno de esos ejercicios seudoliterarios que se leen bien sobre el papel, pero que filmados no tienen el menor sentido. Se pretende provocar en el espectador una sensación de tragedia con un hombre al que no le pasa nada trágico, un hombre que al final se suicida porque fracasa como actor (todo el mundo le falla) y porque una mujer egoísta y de cabeza hueca usa su cabeza (todo ante los ojos del espectador) para traicionarle de la forma más insustancial desde las heroínas de Dumas hijo.

»El contrapunto de Kellino intentando salvar el mundo convirtiéndose en el hado justo de todas las disputas sociales, es bienintencionado pero básicamente fascista en su concepción. El aguerrido héroe liberal se convierte por evolución en el dictador fascista, como hizo Mussolini. El tratamiento de las mujeres en esta película es también básicamente fascista; se limitan a manipular a los hombres con sus cuerpos. Cuando participan en movimientos políticos, se nos muestran como destructoras de los hombres que luchan por un mundo mejor. ¿Es que Hollywood no puede creer por un instante que haya una relación entre hombres y mujeres en la que el sexo no juegue un papel? ¿Es que no puede mostrar aunque sólo sea por una vez que las mujeres poseen las virtudes "varoniles" de creer en la humanidad y en su lucha terrible por seguir adelante? ¿Es que no tienen imaginación para prever que las mujeres podrían, podrían al menos, sentirse satisfechas con una película que las retratase como verdaderos seres humanos, en vez de esas conocidas títeres rebeldes que rompen los lazos con que las atan los hombres?

»Kellino no tiene dotes de director; no alcanza un nivel de competencia. Sitúa la cámara donde ha de estar; el único problema es que nunca la controla. Pero su actuación salva la película del desastre completo al que los defectos del guión la condenan. La dirección de Kellino no ayuda nada, pero no destruye la película. El resto del reparto es simplemente espantoso. No es justo desdeñar a un actor por su aspecto, pero Georges Howies es físicamente demasiado viscoso incluso para el viscoso papel que aquí interpreta. Selina Denton tiene un aire demasiado hueco incluso para la mujer vacía que interpreta aquí. No es mala idea, a veces, elegir un reparto que contradiga los roles, y quizás Kellino debiera haberlo hecho en su película. Pero tal vez no mereciese la pena. La filosofía fascista del guión, su concepción machista de lo que constituye una mujer "estimable", condenan todo el proyecto antes del primer golpe de manivela.»


– Esa tía puta -dijo Houlinan, no furioso sino con una desesperanza desconcertada-. ¿Qué coño quiere ella que sea una película? Y, demonios, ¿por qué coño seguirá diciéndonos que Billie Stroud es una tía buena? En los cuarenta años que llevo en el cine no he visto una estrella más fea. No la soporto.

– Todos los demás críticos cabrones la secundarán -dijo pensativo Kellino-. Ya podemos olvidarnos de esta película.

Malomar escuchaba a ambos. Un par de granos iguales en el culo. ¿Qué demonios importaba lo que dijese Clara Ford? Siendo Kellino el actor principal recuperarían el dinero y ayudarían a pagar parte de los gastos generales de los estudios. Eso era lo que él esperaba de la película. Y ahora tenía a Kellino enganchado para la película importante, la de la novela de John Merlyn. Y Clara Ford, pese a lo inteligente que era, no sabía que Kellino tenía un director detrás que hacía todo el trabajo sin que se supiera.

La crítica le resultó particularmente odiosa a Malomar. Estaba redactada con tanta autoridad, tan bien escrita, su autora tenía tanta influencia, y sin embargo no tenía la menor idea de lo que era hacer una película. Se quejaba del reparto. No sabía que el principal papel femenino dependía de con quién estuviese jodiendo Kellino, y que los papeles secundarios dependían de con quién estuviese jodiendo el jefe de reparto. ¿Es que no sabía acaso que éstas eran las prerrogativas celosamente guardadas de muchos de los que controlaban ciertas películas? Había un millar de tías por cada pequeño papel y podías joderte a la mitad sin darles nada siquiera, sólo por dejar que los leyeran y decirles que quizá las llamases para otra lectura. Y todos aquellos directores del carajo formando harenes privados, más poderosos que los mayores potentados del mundo en cuanto a mujeres inteligentes y hermosas. No era que uno se molestase siquiera en hacerlo. Incluso esto era demasiado problemático y no valía la pena. Lo que le divertía a Malomar era que la autora de la crítica era la única que captaba el asunto de Houlinan.

Estaba furioso por algo más.

– ¿Qué demonios quiere decir con eso de que es fascista? He sido antifascista toda mi vida.

– No es más que un grano en el culo -dijo Malomar cansinamente.

– Usa la palabra «fascista» del mismo modo que nosotros utilizamos la palabra «tía». No quiere decir nada con eso.

Kellino estaba furiosísimo.

– Me importa un carajo lo de mi interpretación. Pero no estoy dispuesto a consentir que me comparen con los fascistas.

Houlinan paseaba por la habitación; estuvo a punto de meter mano en la caja de Montecristos de Malomar, pero se lo pensó mejor.

– Esa tía nos está fastidiando -dijo-. Siempre nos está fastidiando. Y el que le pusieses el veto en los avances no sirvió para nada, Malomar.

Malomar se encogió de hombros.

– No se esperaba que sirviese, lo hice por mi bilis.

Los dos le miraron con curiosidad. Sabían lo que quería decir, pero resultaba inadecuado en él. Malomar lo había leído por la mañana en un guión.

– Hay que dejarse de bromas -dijo Houlinan-, es demasiado tarde para esta película, pero ¿qué coño vamos a hacer con Clara en la siguiente?

– Tú eres el agente de prensa personal de Kellino -dijo Malomar-. Haz lo que quieras. Clara es cosa tuya.

Esperaba terminar aquella conferencia temprano. Si hubiese sido sólo Houlinan, habría acabado en dos minutos. Pero Kellino era uno de los astros de la pantalla de verdadera importancia, y había que besarle el culo con mucha paciencia y muestras extremas de amor.

Malomar tenía programado para el resto del día ir a la sala de montaje. Su mayor placer. Era uno de los mejores editores fílmicos del negocio y lo sabía. Y además le encantaba montar una película de modo que todas las cabezas de las aspirantes a estrella cayeran al suelo. Era fácil reconocerlas. Los primeros planos innecesarios de una chica guapa observando la acción principal. El director se la había tirado, y aquélla era la compensación. Malomar en su sala de montaje le pegaba el tijeretazo, a menos que le agradase el director o las raras veces que la escena tenía sentido. Dios mío, cuántas tías habían dado el paso para verse allí en la pantalla una décima de segundo, pensando que una décima de segundo las facturaría camino de la fama y de la fortuna, que su belleza y su talento resplandecerían como iluminados. Malomar estaba cansado de mujeres guapas. Eran un grano en el culo, sobre todo si eran inteligentes. Lo cual no significaba que no le enganchasen de vez en cuando. Había tenido su cuota de matrimonios desastrosos, tres, todos con actrices. Ahora buscaba cualquier tía que no intentase sacarle nada. Sentía por las chicas guapas lo que siente el abogado al oír el timbre de su teléfono. Sólo puede significar problemas.

– Tráete acá a una de tus secretarias -dijo Kellino.

Malomar tocó el timbre de su mesa y apareció una chica en la puerta como por arte de magia. Malomar tenía cuatro secretarias: dos guardaban la puerta exterior de su oficina y otras dos la puerta del sancta sanctorum, una a cada lado como dragones. No importaba qué desastres pudiesen ocurrir; cuando Malomar tocaba el timbre, aparecía alguien. Tres años atrás había sucedido lo imposible. Había apretado un timbre y no había pasado nada. Una secretaria había tenido una crisis nerviosa en una oficina ejecutiva próxima y un productor autónomo la estaba curando con más gente. Otra había corrido escaleras arriba a contabilidad a buscar cifras sobre los gastos totales de una película. La tercera estaba enferma y no había ido aquel día. La cuarta y última se había visto desbordada por el acuciante deseo de ir a orinar, y se arriesgó. Estableció el récord femenino de meada, pero no bastó. En aquellos segundos fatales, Malomar apretó su timbre y cuatro secretarias no fueron seguridad suficiente. Nadie acudió a su llamada. Las despidió a las cuatro.

Ahora Kellino dictaba una carta a Clara Ford. Malomar admiraba su estilo. Y sabía lo que estaba intentando. No se molestó en decirle que no había ninguna posibilidad.


«Querida señorita Ford -dictaba Kellino-. Sólo mi admiración por su trabajo me impulsa a escribir esta carta y a indicar unos cuantos puntos en los que discrepo de lo que usted dice en su crítica de mi nueva película. No crea, por favor, que esto constituye una queja ni nada parecido. Respeto su integridad lo suficiente y admiro su inteligencia demasiado para emitir una queja improcedente. Sólo quiero explicar que el fracaso de la película, si es que hay tal fracaso, se debe por entero a mi inexperiencia como director. Aún considero el guión maravillosamente escrito. Creo que la gente que trabaja conmigo en la película lo hizo muy bien pese a la carga negativa de mi labor de director. Y eso es todo cuanto tengo que decir, salvo añadir quizás que sigo siendo uno de sus admiradores, y que puede que algún día podamos encontrarnos para comer y tomar una copa y hablar realmente sobre cine y arte. Creo que tengo mucho que aprender antes de dirigir mi próxima película (lo que no será dentro de demasiado tiempo, se lo aseguro). Y, ¿de quién puedo aprender mejor que de usted?

Sinceramente, Kellino.»


– De nada servirá -dijo Malomar.

– Puede -dijo Houlinan.

– Tendrás que ir detrás de ella y tirártela -dijo Malomar-. Y es demasiado lista para que puedas engatusarla.

– La admiro realmente -dijo Kellino-. De verdad me gustaría aprender de ella.

– No te preocupes por eso -casi le gritó Houlinan-. Tíratela. Dios mío. Ésa es la solución. Jódela bien jodida.

De pronto, a Malomar los dos le parecieron insoportables.

– No lo hagas en mi oficina -dijo-. Salid de aquí y dejadme trabajar.

Se fueron. No se molestó en acompañarles a la puerta.

A la mañana siguiente, en el circuito especial de oficinas de los estudios TriCultura, Houlinan estaba haciendo lo que más le gustaba. Estaba preparando declaraciones de prensa que harían que uno de sus clientes pareciera Dios. Había consultado el contrato de Kellino para cerciorarse de que tenía autoridad legal para hacer lo que tenía que hacer, y luego escribió:


ESTUDIOS TRICULTURA & MALOMAR FILMS

PRESENTAN

UNA PRODUCCIÓN MALOMAR KELLINO

PROTAGONIZADA POR

UGO KELLINO

FAY MEADOWS

EN UNA PELÍCULA DE UGO KELLINO

"JOYRIDE"

DIRIGIDA POR BERNARD MALOMAR


Luego garrapateó unos cuantos nombres en letras muy pequeñas para indicar que debían imprimirse en tipos pequeños. Luego puso: «Productores ejecutivos: Ugo Kellino y Hagan Cord». Luego: «Producción de Malomar y Kellino». Y luego, con letras mucho más pequeñas: «Guión de John Merlyn, basado en la novela de John Merlyn».

Se hundió en su asiento y admiró su obra. Llamó a su secretaria para que lo pasara a máquina y luego le pidió que trajese el archivo necrológico de Kellino.

Le encantaba mirar aquel archivo. En él se enumeraban las operaciones que habrían de efectuarse a la muerte de Kellino. Él y Kellino habían trabajado un mes en Palm Springs perfeccionando el plan. No era que Kellino esperara morir pronto, sino que quería cerciorarse de que cuando lo hiciera, todo el mundo supiera que había sido un gran hombre. Había una gruesa carpeta con los nombres de todas las personas a quienes conocía en el negocio del espectáculo y a las que habría de pedirse un comentario sobre su muerte. Había un plan completo sobre el tributo televisivo. Un especial de dos horas.

Se pediría la aparición de todos los astros del cine amigos suyos. En otra carpeta había recortes de prensa concretos y fotos de Kellino en sus mejores papeles que se exhibirían en aquel programa especial. Había una foto en la que aparecía recogiendo sus dos premios de la Academia como actor. Había escrito un breve cuadro cómico en el que sus amigos se burlaban de sus aspiraciones de convertirse en director.

Había una lista de todas las personas a las que Kellino había ayudado para que pudiesen explicar pequeñas anécdotas de cómo Kellino les había rescatado de las profundidades de la desesperación a condición de que no se lo dijesen a nadie.

Había una nota sobre las ex esposas a las que habría que pedirles un comentario y aquellas otras a las que no. Había planes para una esposa concreta: sacarla del país en avión, llevarla a hacer un safari a África el día que muriese Kellino, de modo que los informadores no pudiesen ponerse en contacto con ella. Había un ex presidente de Estados Unidos que había aportado ya su comentario.

En el archivo había una carta reciente de Clara Ford pidiéndole una contribución al obituario de Kellino. Estaba escrita en papel impreso del Times de Los Angeles, y era legítima, pero estaba inspirada por Houlinan. Había obtenido su copia de la respuesta de Clara Ford, pero nunca se la había enseñado a Kellino. La leyó otra vez:

«Kellino es un actor de grandes dotes que ha hecho interpretaciones maravillosas en algunas películas, y es una lástima que muriese demasiado pronto para alcanzar la grandeza que podría haber desplegado en el papel adecuado y con la dirección adecuada.»

Cada vez que leía aquella carta, Houlinan tenía que tomar otro trago. No sabía a quién odiaba más, si a Clara Ford o a John Merlyn. Houlinan odiaba a los escritores engreídos nada más verlos, y Merlyn era uno de ellos. ¿Quién diablos era aquel hijo de puta para no poder esperar a que le sacaran una foto con Kellino? Pero a él al menos podría controlarle. Ford quedaba fuera de su alcance. Intentó conseguir que la echasen organizando una campaña de correspondencia contra ella a través de admiradores, utilizando toda la presión de los estudios TriCultura, pero ella era sencillamente demasiado poderosa. Esperaba que Kellino tuviese mejor suerte; pronto lo sabría. Kellino había estado viéndola. La había invitado a cenar la noche anterior y estaba seguro de que le llamaría y le informaría de cuanto hubiese pasado.

28

En mis primeras semanas en Hollywood empecé a considerar aquello como la Tierra de los Empidos. Un concepto curioso, al menos para mí, aunque fuese un tanto despectivo.

El empido es un insecto. La hembra es caníbal, y el acto sexual despierta su apetito de tal modo que, en el último momento del éxtasis del macho, éste se encuentra de pronto sin cabeza.

Pero por uno de esos maravillosos procesos de la evolución, el macho aprendió a llevar un poquito de comida envuelto en una red tejida con sustancia de su propio cuerpo. Mientras la hembra criminal va quitando la red, la monta, copula y se larga.

Un empido macho más evolucionado pensó que lo único que tenía que hacer era tejer una red alrededor de una piedrecita o cualquier trocito de basura. En un gran salto evolutivo, el macho de esta especie se convirtió en productor de Hollywood. Cuando le expliqué esto a Malomar, hizo una mueca y me lanzó una mirada malévola. Luego se echó a reír.

– De acuerdo -dijo-. ¿Quieres que te arranquen la cabeza de un mordisco por un polvo?

Al principio, casi toda la gente que conocía me daba la sensación de que sería capaz de comer una oreja, un pie o un codo a cualquiera con tal de conseguir el éxito. Y, sin embargo, con el paso del tiempo, me asombró el apasionamiento de la gente dedicada al cine. Realmente lo amaban. Las redactoras, las secretarias, los contables, los cámaras, los publicistas, los técnicos, los actores y las actrices, los directores e incluso los productores. Todos decían «la película que yo hice». Todos se consideraban artistas. Me di cuenta de que los únicos relacionados con el cine que no hablaban así solían ser los guionistas. Esto quizás se debiese a que todo el mundo reescribía sus guiones. Todo el mundo aportaba su maldito grano de arena. Hasta la redactora se atrevía a cambiar una línea o dos, o la mujer de un actor que representara un papel maduro, a reescribir el papel de su marido; y él llegaba al día siguiente y decía que así era como creía él que debía ser. Naturalmente, las modificaciones hacían destacar el talento del actor olvidando el objetivo de la película. Para un escritor resultaba irritante. Todo el mundo quería su trabajo.

Pensé que hacer cine es una forma artística diletante en grado sumo, y esto de modo bastante inocente debido a lo poderoso que es el medio mismo. Utilizando una combinación de fotografías, trajes, música y un guión simple, gente que carecía por completo de talento podía crear auténticas obras de arte. Pero quizás aquello estuviese yendo demasiado lejos. Podían al menos producir algo lo bastante bueno como para darles a ellos mismos una sensación de importancia, cierto valor.

Las películas pueden proporcionarte gran placer y conmoverte emocionalmente. Pero te pueden enseñar muy poco. No podían sondear las profundidades de un personaje como podría hacerlo una novela. Ni enseñarte como podrían hacerlo los libros. Sólo podían hacerte sentir, y no hacerte entender la vida. El cine es tan mágico que puede dar cierto valor a casi todo. Para muchas personas podría ser una forma de droga, una cocaína inofensiva. Para otros podría ser una forma de valiosa terapia. ¿Quién no desea registrar su vida pasada o cosas del futuro en la forma en que querría que fuese, de modo de poder amarse a sí mismo?

En fin, ésa era la idea más próxima que yo podía hacerme por entonces del mundo del cine. Más tarde, sintiéndome también mordido por el gusanillo, pensé que quizás fuese una visión demasiado cruel y pretenciosa.

Me sorprendía el gran poder que el hacer películas parecía ejercer sobre todos. A Malomar le entusiasmaba hacer películas. Toda la gente que trabajaba en películas luchaba por controlarlas. Los directores, los primeros actores, los fotógrafos jefes, los técnicos de los estudios.

Yo tenía conciencia de que el cine era el arte más vital de nuestra época, y me daba envidia. Hasta en las universidades, los estudiantes estaban haciendo películas propias en vez de escribir novelas. Y de pronto, pensé que quizás las películas ni siquiera eran arte, que eran una especie de terapia. Todos querían contar la historia de su propia vida, sus propios sentimientos, sus propias ideas. ¿Cuántos libros, sin embargo, se habían publicado por esa razón? Pero ni en los libros, ni en la pintura, ni en la música era tan fuerte la magia. Las películas combinaban todas las artes. El cine tenía que ser irresistible. Con aquel poderoso arsenal de armas, sería imposible hacer una mala película. Hasta el mayor cretino del mundo podría hacer una película interesante. No era raro que abundase tanto el nepotismo en el mundo del cine. Literalmente, podrías dejar a un sobrino escribir un guión, coger a una amante y convertirla en estrella, hacer a tu hijo jefe de unos estudios. El cine podía convertir a cualquiera en artista de éxito.

Y, ¿cómo era que ningún actor había matado nunca a un director o a un productor? Desde luego, a lo largo de los años había habido causas suficientes, financieras y artísticas. ¿Cómo no había matado nunca un director a un jefe de estudio? ¿Cómo no había asesinado nunca un escritor a un director? Debía ser que el hacer una película purgaba a la gente de violencia, era terapéutico. ¿Era posible que, algún día, uno de los tratamientos más eficaces para los que tuviesen alteraciones emocionales fuese dejarles hacer sus propias películas? Dios mío, pensemos en todos los profesionales del cine que están locos o casi locos. En el caso de los actores y de las actrices, sin duda era algo certificable.

En fin, así habría de ser. En el futuro, todo el mundo se quedaría en casa y vería películas hechas por sus amigos para evitar volverse loco. Las películas les salvarían la vida. Enfócalo así. Y, por fin, cualquier tonto del culo podría ser artista. Desde luego, si aquella gente era capaz de hacer buenas películas, cualquiera podría hacerlo. Allí había banqueros, sastres, abogados, etc., decidiendo qué películas debían hacerse. Ni siquiera poseían esa locura que podría ayudar a crear arte. Por tanto, ¿qué se perdería permitiendo a cualquier imbécil hacer una película? El único problema era mantener los costes bajos. Ya no harían falta psiquiatras ni talento. Todo el mundo podría ser artista.

Todas aquellas personas, a las que era imposible amar, nunca entendían que tuvieses que trabajar para que te amaran; sin embargo, pese a su narcisismo, su infantilismo, su egolatría, podrían ahora proyectar su imagen interna de sí mismos hacia un exterior susceptible de amor en la pantalla. Se convertían a sí mismos en objetos dignos de amor, como espectros, sin habérselo ganado en la vida real. Y, por supuesto, podías decir que todos los artistas lo hacen; piensa en la imagen del gran escritor como presuntuoso cretino en su vida personal: Osano. Pero habrían de tener algún don, al menos, algún talento en su arte que proporcionase placer o que enseñase, o que aportase una comprensión más profunda. Pero en el cine todo era posible sin talento, sin ningún don. Podías conseguir que un auténtico idiota con dinero hiciese la historia de su vida, y sin la ayuda de un gran director, un gran escritor, un gran actor o actriz, etc., etc., sólo con la magia del cine, podía convertirse en un héroe. El gran futuro del cine para todas aquellas personas era que podía hacerse sin el menor talento, lo cual no significaba que el talento no pudiera mejorarlo.


Como estábamos trabajando tan estrechamente en el guión, Malomar y yo pasábamos mucho tiempo juntos, a veces hasta última hora de la noche en su gran mansión, donde me sentía muy incómodo. Me parecía demasiado para una persona, aquellas habitaciones inmensas y profusamente amuebladas, la pista de tenis, la piscina olímpica y la casa independiente donde estaba la sala de cine. Una noche me propuso ver una nueva película, y le dije que el cine no me entusiasmaba tanto. Supongo que mi brusquedad le fastidió, porque le noté un poco irritado.

– Sabes que podríamos hacer mucho mejor las cosas en este guión si no despreciaras tanto el mundo del cine -dijo.

Esto me picó un poco. Por una parte, me ufanaba de estar demasiado bien educado para mostrar una cosa así. Por otra, tenía bastante orgullo profesional en mi trabajo, y él me decía que lo hacía mal. Además, había llegado a respetar a Malomar. Él era el director-productor y podría haber impuesto su criterio sobre el mío durante el trabajo, pero nunca lo había hecho. Y cuando sugería un cambio en el guión, solía tener razón. Cuando se equivocaba yo podía demostrarlo argumentando, y él lo aceptaba. En suma, no correspondía a todas mis ideas preconcebidas de la Tierra de los Empidos.

Así que en vez de ver la película o trabajar en el guión, aquella noche discutimos. Le expliqué lo que me parecía el mundo del cine y la gente que estaba en él. Cuanto más hablaba, menos furioso estaba Malomar. Y, por último, me sonrió.

– Hablas como una tía que ya no puede conseguirse tíos -dijo Malomar-. El cine es la nueva forma artística. Lo que te preocupa es que tu mundo se está quedando viejo. Lo único que tienes es envidia.

– No se puede comparar el cine con las novelas -dije-. Las películas nunca pueden hacer lo que los libros.

– Eso es irrelevante -dijo Malomar-. Las películas son lo que la gente quiere ahora y lo que va a querer en el futuro. Y después todas esas bobadas tuyas sobre los productores y la mosca empido… Vienes aquí por unos meses y te dedicas a acusar a todo el mundo. Nos rebajas a todos. Pero todos los negocios son iguales, todos agitan una zanahoria colgada de un palo. Sin duda la gente del cine está loca, y este mundo está lleno de trampas, y sin duda aquí se utiliza el sexo sin freno, pero ¿qué importa? Lo que tú ignoras es que todos ellos, productores y escritores, directores y actores, lo pasan muy mal. Dedican años a estudiar su oficio o su arte y trabajan más que el resto de las personas que conozco. Son gente verdaderamente consagrada a lo que hace, y, digas lo que digas, hace falta talento y genio para hacer una buena película. Esos actores y actrices son como la infantería. Son muchos los que caen. Y no consiguen los papeles importantes jodiendo. Tienen que demostrar que son artistas, tienen que conocer su oficio.

Cierto que hay cretinos y locos en este negocio que destrozan una película de cinco millones de dólares metiendo en el reparto a su amante o a su querido. Pero no duran mucho. Y luego hablas de productores y directores. En fin, no tengo que defender a los directores. Es el trabajo más duro que hay en este campo. Pero también los productores tienen una función. Son como los domadores de leones en un circo. ¿Sabes lo que es hacer una película? Primero tienes que besar diez culos en el consejo de finanzas de unos estudios. Luego tienes que hacer de padre y madre de actores locos. Has de conseguir que el personal técnico esté contento porque, si no, son capaces de liquidarte fingiéndose enfermos o perdiendo el tiempo. Y luego tienes que impedir que se asesinen unos a otros. Mira, odio a Moisés Wartberg, pero reconozco que tiene un talento financiero que ayuda a que el negocio cinematográfico siga funcionando. Respeto este talento tanto como desprecio sus gustos artísticos. Y tengo que enfrentarme a él constantemente como productor y como director. Y creo que hasta tú admitirás que unas dos películas mías podrían considerarse obras de arte.

– Eso es verdad a medias, como mínimo -dije.

– No haces más que rebajar a los productores -dijo Malomar-. Bien, pues esos tipos son los que hacen que se aguanten las películas. Y lo hacen dedicando dos años a besar a cien nenes distintos, nenes financieros, nenes actores, nenes directores, nenes escritores. Y los productores tienen que cambiarles los pañales, meterles toneladas de mierda nariz arriba hasta el cerebro. Quizás por eso suelen tener tan mal gusto. Y, sin embargo, muchos de ellos creen en el arte más que en el talento. O en su fantasía. Nunca se da el caso de que un productor no aparezca en el reparto de premios de la Academia a recoger su Oscar.

– Eso es sólo egolatría -dije-. No fe en el arte.

– Tú y tu jodido arte -dijo Malomar-. Claro, no hay duda, sólo una película de cada cien vale algo, pero ¿qué me dices de los libros?

– Los libros tienen una función distinta -dije, defendiéndome-. Las películas sólo pueden mostrar lo exterior.

Malomar se encogió de hombros.

– Realmente eres como un grano en el culo.

– Las películas no son arte -dije-. Son sólo trucos mágicos para niños.

Creía esto sólo a medias.

Malomar lanzó un suspiro y dijo:

– Quizás tengas razón. En realidad, todo es magia, no arte. Es una farsa destinada a que la gente se olvide de que ha de morir.

Eso no era cierto, pero no quise discutirlo. Sabía que Malomar tenía problemas desde su ataque cardíaco y no quería decir que fuese esto lo que le influía. Para mí arte era lo que te hacía aprender a vivir.

En fin, no me convenció, pero a partir de entonces pasé a mirar cuanto me rodeaba con menos prejuicios. Sin embargo, él tenía razón en algo: el mundo del cine me daba envidia. El trabajo era tan fácil, las compensaciones tan espléndidas, la fama tan deslumbrante. Me fastidiaba pensar que tendría que volver a ponerme a escribir novelas solo en una habitación. Bajo todo mi desprecio había una envidia infantil. Aquello era algo de lo que realmente nunca podría formar parte, no tenía ni el talento ni el temperamento necesarios. Siempre lo despreciaría en cierto modo, pero más por razones derivadas de una actitud pretenciosa que de una actitud moral.

Lo había leído todo sobre Hollywood y para mí Hollywood era el negocio del cine. Había oído a escritores, sobre todo a Osano, que volvían del este y maldecían los estudios cinematográficos; decían que los productores eran los cretinos más grandes del mundo, los jefes de estudio los tipos más groseros y zafios de esta rama de los antropoides, los estudios tan terribles y tan llenos de trampas y tan crueles que harían que la Mano Negra pareciera las Hermanitas de la Caridad. En fin, llegué a Hollywood con la impresión que ellos habían expuesto.

Tenía toda la confianza del mundo en que podría manejar aquello. Cuando Doran me llevó a mi primera entrevista con Malomar y Houlinan, les catalogué de inmediato. Houlinan era fácil, pero Malomar era más complicado de lo que yo esperaba. Doran, por supuesto, era una caricatura. Pero, a decir verdad, Doran y Malomar me agradaban. A Houlinan le calibré desde el primer momento, y cuando me dijo que tendría que hacerme una foto con Kellino, le contesté sin más que se fuera a la mierda.

Cuando Kellino no apareció a tiempo, me largué. Me resulta insoportable esperar a la gente. Yo no me enfado con ellos porque lleguen tarde, así que ¿por qué tienen que enfadarse ellos conmigo por no esperar?

Lo que resultaba fascinante de Hollywood eran los diferentes tipos de moscas empido.


Jóvenes provistos de certificados de vasectomía, latas de películas bajo el brazo, guiones y cocaína en sus apartamentos, esperando hacer películas, buscando chicos y chicas de talento para leer papeles y joder para pasar el rato. Luego estaban los auténticos productores con oficinas en los estudios y una secretaria, más unos cien mil dólares de presupuesto. Llamaban a los agentes y a las agencias de actores para que les enviasen gente. Estos productores al menos tenían una película que les acreditaba. Normalmente una película mala de bajo presupuesto que nunca cubría costes y que acabaría pasándose en los aviones o en los autocines. Estos productores pagaban a un semanario californiano por un comentario que calificara su película entre las diez mejores del año. O conseguían un reportaje en Variety en el que se decía que en Uganda aquella película había superado a Lo que el viento se llevó, lo cual significaba que Lo que el viento se llevó nunca se había proyectado allí. Estos productores solían tener en su escritorio fotografías firmadas de grandes actores. Se pasaban el día entrevistando a bellas y animosas actrices que se tomaban su trabajo mortalmente en serio y que no tenían ni la menor idea de que para los productores eran sólo un medio de matar la tarde y quizás de tener la suerte de conseguir una lamida que les proporcionase mejor apetito para la cena. Si les interesaba en especial una actriz concreta, se la llevaban a comer al bar de los estudios y se la presentaban a los pesos pesados que aparecían por allí. Los pesos pesados, que habían pasado por la misma rutina en otros tiempos, seguían la corriente si no presionabas demasiado. Estos peces gordos ya habían superado la etapa infantil. Estaban demasiado ocupados, a menos que la chica fuese algo especial. Entonces, podría conseguir una prueba.


Chicas y chicos conocían el juego, sabían que en parte era algo preestablecido, pero también sabían que podían tener suerte. Por lo tanto, aprovechaban todas las posibilidades con el productor, el director, el gran actor o la gran actriz, pero si realmente conocían su oficio y tenían cierto talento, jamás ponían sus esperanzas en un escritor. En fin, comprendí enseguida cómo debía haberse sentido Osano.

Y también comprendí que esto era parte de la trampa, junto con el dinero y las habitaciones lujosas y los halagos y la atmósfera de las conferencias de los estudios y la sensación de importancia al hacer una gran película. Así que en realidad nunca llegué a quedar atrapado. Si me sentía un poco caliente, volaba a Las Vegas y me enfriaba jugando. Cully intentaba siempre mandarme una tía de clase a la habitación. Pero yo siempre la rechazaba. No es que no me sintiese tentado, claro. Pero me gustaba más jugar y tenía demasiada sensación de culpabilidad.

Pasé dos semanas en Hollywood jugando al tenis, saliendo a cenar con Doran y Malomar, yendo a fiestas. Las fiestas eran interesantes. En una, conocí a una antigua estrella que había sido mi fantasía masturbatoria en la adolescencia. Debía tener cincuenta años, pero aún parecía bastante guapa con toda clase de ayudas de la cirugía estética. Pero estaba un poquito gorda y tenía la cara abotargada por el alcohol. Se emborrachó e intentó tirarse a todos los varones y hembras de la fiesta sin ningún éxito. Y aquella era la chica con la que habían fantaseado millones de ardientes jóvenes de Norteamérica. Esto me pareció muy interesante. Supongo que la verdad es que también me deprimió. Las fiestas estaban muy bien. Rostros familiares de actores y actrices. Agentes rebosando seguridad. Amabilísimos productores, enérgicos directores. He de decir que eran mucho más agradables e interesantes de lo que hubiera sido yo nunca en una fiesta.

Y me encantaba el clima templado. Me encantaban las calles de palmeras de Beverly Hills, y me encantaba pasear por Westwood con todos sus cines y los colegiales aficionados al cine con chicas realmente guapas. Entendí por qué todos aquellos novelistas de 1930 se habían «vendido». ¿Por qué perder cinco años escribiendo una novela que daba dos mil dólares cuando podías vivir aquello y ganar el mismo dinero en una semana?

Durante el día, trabajaba en mi oficina, celebraba conferencias sobre el guión con Malomar, comía en el bar, me acercaba a un plató para ver hacer una toma. En el plató siempre me fascinaba el apasionamiento de actores y actrices. En una ocasión, quedé realmente sobrecogido. Una joven pareja representaba una escena en la que el chico asesinaba a su novia mientras hacían el amor. Después de la escena, ambos se abrazaron y lloraron como si hubiesen participado de una tragedia real. Salieron abrazados del plató.

La comida en el bar de los estudios era divertida. Encontrabas a todos los que intervenían en las películas, y daba la sensación de que todos habían leído mi libro, al menos así lo decían. Me sorprendió el que actores y actrices no hablasen mucho en realidad. Eran buenos oyentes. Los que hablaban mucho eran los productores. Los directores parecían siempre muy preocupados, y normalmente les acompañaban tres o cuatro ayudantes. Los que parecían pasarlo mejor eran los técnicos. Pero resultaba aburrido presenciar el rodaje de una película. No era mala vida, pero yo echaba de menos Nueva York. Echaba de menos a Valerie y a los chicos, y también mis cenas con Osano. Algunas tardes me iba en avión a Las Vegas a pasar la noche, dormía allí y volvía por la mañana temprano. Luego, un día, en los estudios después de haber hecho unas cuantas veces el trayecto Nueva York-Los Angeles, Los Angeles-Nueva York, Doran me pidió que fuese a una fiesta en su casa alquilada de Malibú. Una fiesta de buena voluntad en la que críticos, guionistas y gente de producción se mezclaban con actores, actrices y directores. No tenía nada mejor que hacer, no tenía ganas de ir a Las Vegas, y fui a la fiesta de Doran, donde vi por primera vez a Janelle.

29

Era una de esas reuniones informales de domingo en una casa de Malibú con pista de tenis y una gran piscina climatizada. La casa estaba separada del océano sólo por una estrecha faja de arena. Todo el mundo vestía en plan informal. Observé que la mayoría de los hombres dejaban las llaves del coche en la mesa del recibidor; cuando le pregunté a Eddie Lancer qué significaba aquello, me dijo que en Los Angeles los pantalones masculinos estaban tan perfectamente cortados que no podías meter nada en los bolsillos.

Recorriendo las diversas habitaciones, oí conversaciones interesantes. Una mujer morena, alta, delgada y de aspecto agresivo, se echaba encima de un tipo bien parecido con aire de productor que llevaba una gorra de capitán de yate. Una rubita muy baja se echó sobre ellos y le dijo a la mujer:

– Como vuelvas a ponerle la mano encima a mi marido, te arreo un puñetazo en el coño.

El de la gorra de yate tartamudeó y, completamente impasible, dijo:

– E-e-e-está bien. Ella no lo u-u-usa mucho, de todos modos.

Al pasar por un dormitorio, vi a una pareja que estaba pegada a la cama y oí una voz de mujer muy como de maestra de escuela que decía:

– Ven acá.

Y reconocí la voz de un novelista de Nueva York, que decía:

– El negocio del cine. Si tienes reputación de gran dentista, te ponen a hacer cirugía cerebral.

Y pensé: «Otro escritor cabreado».

Salí fuera, a la zona de aparcamiento junto a la autopista de la costa del Pacífico, y vi a Doran con un grupo de amigos admirando un Stutz Bearcat. Alguien acababa de decirle a Doran que el coche costaba sesenta mil dólares.

– Por ese precio debe cantar y todo.

Todos rieron. Luego Doran dijo:

– ¿Y cómo puedes aparcarlo? Es como tener un trabajo de noche estando casado con Marilyn Monroe.

En realidad, yo sólo había ido a la fiesta para conocer a Clara Ford, a mi juicio la mejor crítica de cine de todos los tiempos. Era lista como el diablo, escribía grandes frases, leía un montón de libros, veía todas las películas y estaba de acuerdo conmigo en el noventa y nueve por ciento de los casos. Cuando ella alababa una película, yo sabía que podía ir a verla y que probablemente me gustase muchísimo, o que, como mínimo, podría verla entera. Sus críticas estaban lo más cerca que una crítica puede estar del arte, y me agradaba el hecho de que jamás pretendiese ser una creadora. Estaba contenta con ser lo que era.

En la fiesta no tuve grandes posibilidades de hablar con ella, lo cual no me importó. Sólo quería ver qué clase de dama era en realidad. La acompañaba Kellino, y él la mantuvo ocupada. Como la mayoría de la gente se pegaba a Kellino, Clara Ford recibió mucha atención. Así que yo me senté en el rincón y me limité a observar.

Clara Ford era una de esas mujeres pequeñas y de aire dulce a las que se suele calificar de sencillas, pero tenía un rostro tan iluminado por la inteligencia que, al menos a mis ojos, era guapa. Lo que la hacía fascinante era que pudiese ser dura e inocente al mismo tiempo. Era lo bastante dura para arremeter contra los demás críticos de cine importantes de Nueva York y demostrar que eran unos perfectos imbéciles. Demostraba que era un imbécil un tipo cuyas columnas dominicales humorísticas sobre películas resultaban inconexas. Atacaba al vocero de los entusiastas del cine de vanguardia de Greenwich Village y le presentaba como el torpe cabrón que era; y, sin embargo, era lo bastante lista para considerarle un sabio idiota, el tipo más torpe que hubiese puesto nunca palabras sobre el papel, con cierta sensibilidad auténtica para algunas películas. Cuando había acabado con el tipo, tenía todas las cartas en su bolso J.C. Penney pasado de moda.

Observé que ella lo pasaba bien en la fiesta, y que se daba cuenta de que Kellino estaba intentando engatusarla con su galanteo. Entre el barullo, pude oír decir a Kellino:

– Un agente es un sabio idiota manqué.

Éste era un viejo truco que utilizaba con los críticos, los de ambos sexos. De hecho, había conseguido un gran éxito con un crítico varón muy estricto llamando a otro crítico marica manqué.

Ahora Kellino estaba siendo tan amable y simpático con Clara Ford que era casi una escena de película. Kellino mostraba sus hoyuelos como músculos, y Clara Ford, con toda su inteligencia, empezaba a ponerse lánguida y a colgarse un poco de él.

De pronto, una voz dijo junto a mí:

– ¿Crees que Kellino se la tirará en la primera cita?

La voz era la de una rubia bastante bella, que ya no era una niña. Le calculé unos treinta. Como en el caso de Clara Ford, era la inteligencia lo que daba a su rostro parte de su belleza.

Tenía un rostro anguloso, de piel encantadoramente blanca, y no se podía determinar si la piel debía algo al maquillaje. Tenía unos ojos castaños vulnerables que podían ser encantadores como los de un niño y trágicos como los de una heroína de Dumas.

Si esto parece la descripción de un amante de Dumas, me da igual. Quizás no sintiese exactamente eso cuando la vi por primera vez. Eso vino después. En aquel momento, los ojos castaños parecían maliciosos. Se divertía así, manteniéndose al margen del centro mismo de la fiesta. Tenía algo que resultaba insólito en una mujer guapa: ese aire encantador y feliz que tienen los niños cuando les dejan solos, haciendo lo que les divierte. Me presenté y ella dijo llamarse Janelle Lambert.

Entonces la reconocí. La había visto en pequeños papeles de distintas películas y siempre me había parecido buena. Daba en el papel todo lo posible. Siempre gustaba en la pantalla, pero nunca la considerabas grande. Me di cuenta de que admiraba a Clara Ford y que había albergado la esperanza de que la crítica dijese algo de ella. No lo había hecho, y por eso Janelle se mostraba irónica y malévola. En otra mujer habría sido un comentario chismoso sobre Clara Ford, pero en su caso era perfecto.

Ella sabía quién era yo y dijo lo que solía decir la gente sobre el libro. Yo adopté mi actitud habitual de indiferencia, como si apenas hubiese oído el cumplido. Me gustaba cómo vestía, con modestia y, sin embargo, con estilo, un estilo muy elegante, aunque no fuese alta costura.

– Bueno, vamos allá -dijo.

Creí que quería conocer a Kellino, pero cuando llegamos allí vi que intentaba hablar con Clara Ford. Dijo cosas inteligentes, pero era evidente que la Ford la trataba con frialdad por lo guapa que era, o, al menos, eso pensé yo entonces.

De pronto, Janelle se volvió y se alejó del grupo. La seguí. Me daba la espalda, pero cuando la alcancé, junto a la puerta, descubrí que lloraba.

Sus ojos eran majestuosos con aquellas lágrimas. Eran de un castaño dorado salpicado de puntitos negros que quizás fuesen de un castaño más oscuro (más tarde descubrí que eran lentillas); las lágrimas parecían agrandar sus ojos, darles un tono más dorado. Delataban también que les había ayudado algo con maquillaje, porque estaba corriéndosele.

– Te pones muy guapa cuando lloras -dije.

Pretendía imitar a Kellino en uno de sus papeles de galán.

– Oh, vete a la mierda, Kellino -dijo.

Me fastidia que las mujeres utilicen expresiones como «vete a la mierda», «coño» o «hijo de puta». Pero era la única mujer a la cual le había oído una expresión de este género haciendo que resultase divertida y cordial. Tenía un suave acento sureño.

Quizás fuese evidente que hacía poco que utilizaba aquellas expresiones. Quizás fuese que me sonrió para indicarme que sabía que estaba imitando a Kellino. Su sonrisa era agradable, no encantadora.

– No sé por qué soy tan tonta -dijo-. Pero es que nunca voy a fiestas. Sólo vine porque sabía que vendría ella. La admiro mucho.

– Es buena crítica -dije.

– Oh, es tan inteligente -dijo Janelle-. Una vez escribió algo muy amable sobre mí. Y sabes, creí que le agradaría. Y luego me rechaza. Sin ninguna razón.

– Tiene muchísimas razones -dije-. Eres guapa y ella no. Y esta noche está consiguiendo acaparar a Kellino y no quiere que tú le distraigas.

– Eso es una tontería -dijo ella-. A mí no me gustan los actores.

– Pero eres guapa -dije-. Además, hablabas con inteligencia. Es lógico que la fastidiases.

Por primera vez me miró con algo que parecía auténtico interés. Yo estaba muy por delante de ella. Me gustaba porque era guapa. Me gustaba porque nunca iba a fiestas. Me gustaba porque no iba a la caza de actores como Kellino, tan condenadamente guapos y simpáticos y que vestían tan maravillosamente, con trajes de corte exquisito, con cortes de pelo de una especie de Rodin con tijeras. Y porque era inteligente. Además, era capaz de llorar porque una crítica la rechazaba en una fiesta. Si tenía el corazón tan tierno, quizás no me matase. Fue la vulnerabilidad, por último, lo que me indujo a pedirle que viniera conmigo a cenar, y luego al cine. No sabía yo entonces lo que Osano podría haberme dicho: una mujer vulnerable te matará siempre.

Lo divertido del asunto es que no me inspiró nada sexualmente. Sólo me agradaba muchísimo. Porque, pese al hecho de que era guapa y tenía aquella sonrisa maravillosamente dichosa incluso con las lágrimas, en realidad, a primera vista no era una mujer sexualmente atractiva. O yo era demasiado inexperto para apreciarlo, porque más tarde, cuando Osano la conoció, dijo que sentía la sexualidad en ella como si fuese un cable eléctrico al descubierto. Cuando le conté a Janelle el comentario de Osano, me dijo que aquello debía haberle sucedido después de conocerme. Porque antes de conocerme, se había mantenido al margen del sexo. Cuando bromeaba con ella acerca de esto, y no la creía, esbozaba aquella sonrisa satisfecha y preguntaba si yo había oído hablar alguna vez de vibradores.

Es curioso que el que una mujer adulta te diga que se masturba con un vibrador te haga desearla. Pero es fácil de entender. Lo implícito es que no se trata de una mujer promiscua, aunque sea guapa y viva en un medio donde los hombres corren detrás de las mujeres igual que gatos detrás de ratones y básicamente por el mismo motivo.


Salimos juntos dos semanas, unas cinco veces, antes de llegar a acostarnos. Y quizás lo pasásemos mejor antes de acostarnos que después.

Yo iba a trabajar al estudio durante el día, elaboraba el guión, echaba unos tragos con Malomar y luego volvía a la suite del Hotel Beverly Hills y leía. A veces iba al cine. Por las noches estaba citado con Janelle; ella venía a buscarme a la suite, me daba una vuelta por los cines y luego íbamos a un restaurante, y después otra vez a la suite. Bebíamos algo y charlábamos, y ella se iba a casa hacia la una de la madrugada. Éramos camaradas, no amantes.

Me explicó por qué se había divorciado de su marido. Cuando estaba embarazada, sentía muchos deseos, pero él no le hacía caso a causa de su preñez. Luego, cuando el niño nació, a ella le encantaba darle de mamar, le entusiasmaba que la leche fluyese de su pecho y que al niño le gustase. Quiso que su marido probase la leche, que le chupase el pecho y sintiese el flujo. Creyó que sería algo estupendo. Su marido rechazó la proposición con repugnancia. Y a partir de esto terminó para ella.

– Nunca se lo había contado a nadie -me explicó.

– Dios mío -dije-. Estaba loco.

Una noche, tarde ya, en la suite, se sentó en el sofá a mi lado. Nos hicimos carantoñas como jovencitos, yo le bajé las bragas y entonces ella me apartó y se levantó. Por entonces, yo tenía los pantalones bajados y ella, medio riendo y medio llorando, me dijo:

– Lo siento. Soy una mujer inteligente, pero sencillamente no puedo.

Nos miramos y los dos nos echamos a reír. Formábamos un cuadro demasiado cómico, con las piernas desnudas: ella con las bragas blancas a los pies, yo con los pantalones y los calzoncillos en los tobillos.

Me agradaba ya demasiado para enfadarme con ella. Y, aunque resulte extraño, no me sentí rechazado.

– De acuerdo -dije.

Me subí los pantalones. Ella se subió las bragas y volvimos a abrazarnos en el sofá. Cuando se iba, le pregunté si volvería a la noche siguiente. Me dijo que sí y comprendí que se acostaría conmigo.

La noche siguiente entró y me besó. Luego dijo, con una tímida sonrisa:

– Mierda, adivina lo que pasó.

Sabía suficientemente, a pesar de mi inocencia, para entender que cuando una presunta compañera de lecho dice algo parecido, estás listo. Pero no me preocupé.

– Estoy indispuesta -dijo.

– Eso no me importa, si no te importa a ti -dije yo.

La cogí de la mano y la llevé al dormitorio. En dos segundos estábamos desnudos en la cama, salvo las bragas de ella, y pude sentir la compresa debajo.

– Quítate todo eso -dije.

Lo hizo. Nos besamos y nos abrazamos.

No estábamos enamorados aquella primera noche. Sólo nos gustábamos mucho. Hicimos el amor como críos. Sólo besando y jodiendo directamente. Y abrazándonos y hablando y sintiéndonos cómodos y a gusto. Ella tenía la piel sedosa y un trasero delicioso y suave, pero no blando.

Sus pechos eran pequeños, pero poseían una gran sensibilidad. Los pezones eran grandes y rojos. Hicimos el amor dos veces en el espacio de una hora; hacía mucho tiempo que no me sucedía esto. Por último, sentimos sed y yo fui a la otra habitación a abrir una botella de champán. Cuando regresé al dormitorio, ella había vuelto a ponerse las bragas. Estaba en la cama sentada con las piernas cruzadas y una toalla húmeda en la mano; estaba limpiando las manchas de sangre de las sábanas blancas. Me quedé allí de pie observándola, desnudo, los vasos de champán en la mano, y fue entonces cuando sentí por primera vez aquella abrumadora sensación de ternura que es la señal de la condena. Ella alzó los ojos y me sonrió, su pelo rubio enmarañado, sus inmensos ojos castaños miopemente serenos.

– No quiero que lo vea la doncella -dijo.

– No, no queremos que sepa lo que hicimos -dije yo.

Ella siguió frotando muy seria, mirando muy de cerca las sábanas para asegurarse de que lo había limpiado todo.

Luego, dejó caer al suelo la toalla húmeda y cogió un vaso de champán de mi mano. Nos sentamos juntos en la cama, bebiendo y sonriéndonos estúpidamente de un modo delicioso, como si hubiésemos formado los dos un equipo, y hubiésemos pasado una especie de prueba importante. Pero aún no nos habíamos enamorado. La relación sexual había sido buena, pero no sensacional. Estábamos simplemente contentos de estar juntos, y cuando tuvo que irse a casa, le pedí que se quedara a dormir, pero dijo que no podía y yo no insistí. Pensé que quizás viviese con un tío y pudiese volver tarde, pero no quedarse toda la noche. Y no me molestaba. Eso era lo bueno de no estar enamorado.

Una cosa del movimiento de liberación de la mujer es que quizás haga menos vulgar lo de enamorarse. Porque, claro está, cuando nos enamoramos nosotros fue siguiendo la tradición más vulgar y sentimental. Nos enamoramos peleándonos.

Antes de eso, tuvimos un pequeño problema. Una noche, en la cama, no pude conseguirlo del todo. No era impotencia, sólo que no podía terminar. Y ella se esforzaba al máximo por que yo lo consiguiera. Por último, empezó a llorar y a gritar que nunca volvería a tener relaciones sexuales, que odiaba tales relaciones y que por qué las habíamos iniciado. Lloraba abrumada de frustración y de sensación de fracaso. Me eché a reír. Le expliqué que no había ningún problema. Que estaba cansado. Que tenía muchísimas cosas en la cabeza, una película de cinco millones de dólares, por ejemplo, más todas las obsesiones y los sentimientos habituales de culpabilidad del varón norteamericano condicionado del siglo veinte que ha llevado una vida ordenada. La abracé y hablamos un rato y luego, más tarde, los dos sentimos… sin ningún esfuerzo. Aún no era excepcional, pero sí bueno.

En fin. Llegó el momento de volver a Nueva York para ocuparme de asuntos familiares, y luego, cuando volví a California, nos citamos la primera noche después de mi vuelta. Estaba tan nervioso que, camino del hotel, en el coche de alquiler, me salté un semáforo en rojo y me dio un golpe otro coche. No me hice daño, pero tuve que conseguir un coche nuevo y supongo que fue una impresión un tanto fuerte. La cosa es que cuando llamé a Janelle, se sorprendió. Ella había interpretado mal las cosas. Creía que era a la noche siguiente. Me enfadé muchísimo. Casi había muerto por poder verla y me salía con aquello. Pero me mostré educado y correcto.

Le dije que tenía cosas que hacer a la noche siguiente, pero que la llamaría en aquella semana, más adelante, cuando supiese que iba a estar libre. Ella no tenía ni idea de que yo estuviese enfadado y charlamos un rato. No la llamé, claro. Cinco días después, me llamó ella. Éstas fueron sus primeras palabras:

– Oye, pedazo de cabrón, creí que te gustaba de verdad. Y ahora me sales con este desplante de Don Juan y no me llamas. ¿Por qué demonios no diste la cara y me dijiste que ya no te gustaba?

– Escucha -dije-. La falsa eres tú. Sabías perfectamente que estábamos citados aquella noche. Cancelaste la cita porque tenías algo mejor que hacer.

Entonces, ella dijo muy tranquila y convincentemente:

– O yo interpreté mal, o cometiste tú el error.

– Eres una perfecta mentirosa -le dije.

Me resultaba increíble que yo pudiese sentir aquella cólera infantil. Pero quizás fuese algo más. Había confiado en ella. Había pensado que era un ser magnífico. Me había salido con uno de los trucos femeninos más viejos. Lo sabía porque, antes de casarme, me había pasado lo mismo cuando las chicas rompían de aquel modo sus compromisos conmigo. Y nunca había considerado gran cosa a aquellas chicas.

No había duda. Aquello había terminado y en realidad me daba igual. Pero dos noches después, ella me llamó.

Nos saludamos y luego dijo:

– Creí que realmente te gustaba.

Y sin pensarlo, dije:

– Querida, lo siento.

No sé por qué dije «querida». Nunca uso esa palabra. Pero eso la suavizó.

– Quiero verte -dijo.

– Ven -dije.

Se echó a reír.

– ¿Ahora?

Era la una de la madrugada.

– Claro -dije.

Se echó a reír de nuevo.

– De acuerdo -dijo.

Unos veinte minutos después estaba allí. Yo tenía preparada una botella de champán. Charlamos, y luego dije:

– ¿Quieres que nos acostemos?

Dijo que sí.

¿Por qué es tan difícil describir algo totalmente gozoso? Fue la relación sexual más inocente del mundo y fue magnífica. No me había sentido tan feliz desde que era niño y en verano jugaba a la pelota todo el día. Y comprendí que podía perdonar cualquier cosa a Janelle cuando estaba con ella y no perdonarle nada cuando estaba lejos de ella.

Le había dicho en una ocasión antes que la amaba, y ella me había dicho que no dijese aquello, que sabía que no lo decía en serio. Yo no estaba seguro de ser sincero, así que le dije que bueno, de acuerdo. No lo dije entonces. Pero en algún momento de la noche los dos nos despertamos e hicimos el amor y ella dijo muy seria en la oscuridad:

– Te quiero.

Dios mío. Es tan condenadamente cursi todo el asunto. Está tan lleno de palabrería que lo utilizan para hacerte comprar un nuevo tipo de crema de afeitar o volar en unas líneas aéreas concretas. Pero, ¿por qué es tan eficaz, pese a todo? A partir de entonces, todo cambió. El acto sexual se convirtió en algo especial. Yo jamás había, literalmente, visto a otra mujer. Y me bastaba sólo el mirarla para sentirme excitado. Cuando iba a recibirme al avión, la acorralaba detrás de los coches en el aparcamiento para tocarle los pechos y las piernas y besarla veinte veces antes de tomar el coche para ir al hotel.

No podía esperar. En una ocasión, cuando ella protestaba entre risas, le hablé de los osos polares. De cómo un oso polar macho sólo podía reaccionar al olor de una hembra concreta y, a veces, tenía que vagar a lo largo de quinientos kilómetros cuadrados de hielo ártico para poder joderla. Y que por eso había tan pocos osos polares. Esto la sorprendió, y luego cayó en la cuenta de que estaba tomándole el pelo y me dio un puñetazo. Pero le dije que ése era realmente el efecto que ella ejercía en mí. Que no era amor ni que ella fuese terriblemente guapa y lista y todo lo que yo había soñado siempre en una mujer desde niño. No era eso en absoluto. Yo no me dejaba arrastrar por la palabrería cursi del amor y demás. Era sencillamente que ella tenía el efluvio adecuado; su cuerpo emitía el aroma que me correspondía a mí. Era muy simple y no había por qué hacer alarde de ello. Lo estupendo fue que ella lo entendió. Sabía que no estaba tomándole el pelo. Que estaba rebelándome contra mi rendición a ella y contra el tópico del amor romántico. Así que se limitó a abrazarme y dijo:

– De acuerdo, de acuerdo.

Y cuando yo dije: «Así que no te bañes demasiado», ella se limitó a abrazarme de nuevo y a repetir: «De acuerdo».

Porque realmente era lo último que yo podía desear. Estaba casado y era feliz en mi matrimonio. Amaba a mi mujer más que a nadie en el mundo y cuando empecé a serle infiel aún me gustaba más que ninguna otra mujer que hubiera conocido. Así que entonces, por primera vez, empecé a sentirme culpable con ambas. Las historias de amor siempre me habían irritado.

En fin, nosotros éramos más complicados que los osos polares. Y el truco de mi cuento de hadas, que no le aclaré a Janelle, era que la hembra del oso polar no tenía el mismo problema que el macho. Y luego, por supuesto, cometí las estupideces que suele cometer la gente cuando está enamorada. Pregunté taimadamente cosas de ella. ¿Daba citas a productores y a actores para conseguir papeles? ¿Tenía otras aventuras? ¿Tenía otro novio? En otras palabras, ¿era promiscua y andaba jodiendo con muchos otros sin darle importancia? Es curioso que uno haga las cosas que hace cuando está enamorado de una mujer. Nunca las harías con un tipo que te agradase. Con él siempre confiarías en tu propio juicio, en tu propia impresión. Con las mujeres siempre desconfías. Hay algo realmente asqueroso en lo de estar enamorado.

Y si hubiese encontrado algo sospechoso relacionado con ella, no me habría enamorado. A qué cosas nos empujaba el estúpido romanticismo. No es extraño que muchas mujeres odien hoy a los hombres. Mi única excusa era que había sido un ermitaño que me había pasado muchos años escribiendo y que, para empezar, nunca había sido nada experto en cuestión de mujeres. En fin, no pude encontrar nada escandaloso en su conducta. No iba a fiestas, no estaba relacionada con ningún actor. En realidad, siendo una chica que había aparecido y trabajado en películas bastantes veces, se sabía muy poco de ella. No iba con ninguno de los grupos del mundo del cine ni a ninguno de los bares y restaurantes a los que iba todo el mundo. No aparecía nunca en las columnas de chismorreo. Era, en suma, la chica del sueño de un ermitaño serio. Incluso le gustaba leer. ¿Qué más podía desear yo?

Al preguntar, descubrí, para mi sorpresa, que Doran Rudd se había criado con ella en un pueblecito de Tennessee. Él me explicó que era la chica más honrada de Hollywood. Me dijo también que no perdiese el tiempo, que nunca conseguiría acostarme con ella. Esto me encantó. Le pregunté su opinión y me dijo que era la mejor mujer que había conocido en su vida. Mucho después, y fue Janelle quien me lo dijo, me enteré de que habían sido amantes, habían vivido juntos, y había sido Doran quien la había llevado a Hollywood.

En fin, era muy independiente. En una ocasión intenté pagarle la gasolina cuando dábamos una vuelta en su coche. Se echó a reír, y se negó. No le preocupaba cómo vistiese yo y le agradaba el que a mí no me importase cómo vestía ella, íbamos al cine, ambos con vaqueros y jersey, e incluso comíamos en alguno de los lugares de moda que nos quedaban de paso. Teníamos suficiente prestigio para poder permitírnoslo. Todo funcionaba perfectamente. La relación sexual resultaba magnífica, tan buena como cuando eres un muchacho, y con inocentes estimulaciones previas, que eran más eróticas que cualquier sesión porno.

Hablamos a veces de que se comprase ropa interior de fantasía, pero nunca llegamos a hacerlo. Un par de veces, intentamos utilizar los espejos para captar todas las imágenes, pero ella era muy miope y demasiado vanidosa para ponerse gafas. En una ocasión, incluso leímos juntos un libro sobre sexo anal. Nos excitó mucho y ella dijo que de acuerdo. Trabajamos con mucho cuidado, pero no teníamos vaselina. Así que usamos su crema de belleza. Fue realmente divertido porque la frialdad de la crema daba una extraña sensación, como si hubiese bajado la temperatura. En cuanto a ella, la crema no funcionó y se quejaba mucho. En fin, lo dejamos. No era para nosotros. Nosotros éramos demasiado normales. Riendo como niños, nos bañamos. El libro insistía mucho en la necesidad de lavarse después de la copulación anal. Acabamos concluyendo con que no necesitábamos ninguna ayuda. Era sencillamente estupendo. Y así, vivimos felices después de eso. Hasta que nos hicimos enemigos.

Durante la época feliz ella me contó, como una rubia Sherezade, la historia de su vida. Y así, yo vivía no dos sino tres vidas. Mi vida familiar en Nueva York con mi mujer y mis hijos. Mi vida con Janelle en Los Angeles, y la vida de Janelle antes de conocernos. Utilizaba los reactores que cruzaban el país como alfombras mágicas. Nunca había sido tan feliz en toda mi vida. Trabajar en el cine era, como apostar o jugar, relajante. Por fin había encontrado el quid de lo que debía ser la vida. Y nunca en mi vida había sido yo tan encantador. Mi mujer estaba feliz. Janelle estaba feliz. Mis hijos estaban felices.

Artie no sabía lo que estaba pasando, pero una noche en que cenábamos juntos, dijo de pronto:

– Sabes, por primera vez en mi vida ya no me preocupo por ti.

– ¿Cuándo empezó eso? -dije, pensando que era por mi éxito con el libro y por el hecho de que trabajase en el cine.

– Justo ahora -dijo Artie-. Justo en este momento.

Inmediatamente, me puse alerta.

– ¿Qué significa eso exactamente? -pregunté.

Artie se lo pensó un poco.

– Nunca eras realmente feliz -dijo-. Siempre eras un cabrón amargado. No tenías amigos de verdad. Lo único que hacías era leer libros y escribir libros. No podías soportar las fiestas, ni las películas ni la música ni nada. Ni siquiera podías soportar que nuestras familias cenaran juntas en los días de fiesta. Dios mío, ni siquiera disfrutabas nunca de tus hijos.

Esto me sorprendió y me ofendió. No era cierto. Quizás así lo pareciese, pero en realidad no era cierto. Sentí una desagradable sensación en el estómago. Si Artie pensaba aquello de mí, ¿qué pensarían otras personas? Sentí aquella sensación familiar de desolación.

– Eso no es verdad -dije.

Artie me sonrió:

– Claro que no. Sólo quiero decir que ahora eres más abierto con otras personas además de conmigo. Valerie dice que ahora resulta muchísimo más cómodo vivir contigo.

También esto me irritó. Mi mujer debía haberse quejado durante todos aquellos años, sin que yo lo supiera. Jamás me hizo reproches, pero en aquel momento me di cuenta de que nunca la había hecho realmente feliz, al menos después de los primeros años de nuestro matrimonio.

– Bueno, ahora por lo menos es feliz -dije.

Artie asintió. Y yo pensé que todo aquello era completamente estúpido, que había tenido que serle infiel a mi mujer para hacerla feliz. Y de pronto comprendí que amaba a Valerie en aquel momento más de lo que la hubiese amado nunca. Y esto me hizo reír. Era todo muy razonable, y estaba en los libros de texto que yo había estado leyendo. Porque en cuanto me vi en la posición clásica de marido infiel empecé naturalmente a leer toda la literatura relacionada con el tema.

– ¿A Valerie no le importa que yo vaya tanto a California? -pregunté.

Artie se encogió de hombros.

– Creo que le gusta. Ya sabes que yo estoy acostumbrado a ti, pero de todos modos tu carácter es como para sacar de quicio a cualquiera.

Esto también me irritó, pero nunca podía llegar a enfadarme de veras con mi hermano.

– Eso es magnífico -dije-. Mañana me voy a California para seguir trabajando en el guión de la película.

Artie sonrió. Él comprendía cuáles eran mis sentimientos.

– Mientras sigas volviendo -dijo-. No podemos vivir sin ti.

Nunca decía cosas tan sentimentales, pero se había dado cuenta de que había herido mis sentimientos. Aún me trataba como a un niño.

– Vete a la mierda -dije, pero me sentía de nuevo contento.

Parece increíble que sólo veinticuatro horas después estuviese a casi cinco mil kilómetros de distancia solo con Janelle, en la cama, y escuchando la historia de su vida.

Una de las primeras cosas que me contó fue que ella y Doran Rudd eran viejos amigos, que habían crecido en el mismo pueblo sureño de Johnson City, Tennessee, y que, por último, se habían hecho amantes y se habían trasladado a California, donde ella se había convertido en actriz y Doran en agente.

30

Cuando Janelle se fue a California con Doran Rudd, tenía un problema: su hijo. Con sólo tres años era demasiado pequeño para poder llevárselo. Lo dejó con su ex marido. En California Janelle vivió con Doran. Éste le prometió introducirla en el cine y le consiguió algunos pequeños papeles, o creyó conseguírselos. En realidad, él estableció los contactos y el encanto y el ingenio de Janelle hicieron el resto. Durante ese tiempo, ella le fue fiel, pero él evidentemente la engañaba con la primera que se ponía a tiro. De hecho, en una ocasión intentó convencerla para que se acostase con otro hombre y con él al mismo tiempo. A ella le repugnó la idea. No por cuestión moral, sino porque ya era bastante malo sentirse utilizada por un hombre como objeto sexual y la idea de dos hombres aprovechándose de su cuerpo le resultaba repugnante. Entonces, decía ella, era demasiado poco refinada para darse cuenta de que tendría ocasión de ver a dos hombres haciendo el amor juntos. Si lo hubiese comprendido, quizás lo hubiese considerado… aunque sólo fuese por ver cómo le daban a Doran por el culo, pues se lo merecía de sobra.

Ella estaba convencida de que el clima de California era el principal responsable de lo que había sido su vida. La gente era extraña, solía decirle a Merlyn cuando le contaba historias. Y se veía claramente que a ella le encantaba que fuese extraña por mucho daño que le hubiesen hecho.

Doran intentaba meter el pie en la puerta como productor, y para ello quería montar un tinglado completo. Había comprado un guión horrible de un escritor desconocido, cuya única virtud era que había aceptado un porcentaje neto en vez de dinero en efectivo por adelantado. Doran convenció a un director que había sido famoso en otros tiempos para que dirigiese la película, y a un actor ya acabado para que interpretase el papel principal.

Por supuesto, ningún estudio quería aceptar el proyecto. Era una de esas propuestas que sólo parecían adecuadas para los inocentes. Doran era un excelente vendedor e intentó conseguir dinero de fuera. Un día, encontró un buen candidato, un hombre alto, tímido y apuesto, de unos treinta y cinco años. Muy callado y suave. Nada amigo de contar cuentos. Pero era ejecutivo de una sólida institución financiera especializada en inversiones. Se llamaba Theodore Lieverman, y se enamoró de Janelle en una cena.

Cenaron en Chasen's. Doran cogió la factura y se fue enseguida porque estaba citado con el escritor y el director. Estaban trabajando en el guión, dijo Doran frunciendo el ceño con aire preocupado. Doran había aleccionado a Janelle: «Este tío puede conseguirnos un millón de dólares para la película. Sé amable con él. Recuerda que tú interpretas el segundo papel femenino».

Esa era la técnica de Doran. Prometía el segundo papel femenino para tener así un cierto poder de regateo. Si Janelle se ponía difícil, le prometería el primer papel. No es que eso significara nada. En caso necesario renegaría de ambas promesas.

Janelle no tenía intención alguna de ser amable en el sentido de Doran, pero le sorprendió descubrir que Theodore Lieverman era un tipo muy agradable. No hacía chistes procaces sobre las aspirantes a estrella. No intentó asediarla. Era realmente tímido. Y quedó abrumado por la belleza y la inteligencia de Janelle, lo cual dio a ésta una gran sensación de poder. Cuando la acompañó a casa después de cenar, ella le invitó a tomar una copa. Se comportó como un perfecto caballero. Así pues, a Janelle le gustó. Siempre le interesaba la gente, encontraba a todo el mundo fascinante. Y, por Doran, sabía que Ted Lieverman heredaría veinte millones de dólares algún día. Lo que Doran no le había dicho era que estaba casado y tenía dos hijos. Se lo dijo el propio Lieverman. Muy tímidamente le dijo:

– Estamos separados. Nuestro divorcio está pendiente porque sus abogados piden demasiado dinero.

Janelle sonrió, con aquella sonrisa contagiosa que solía desarmar a la mayoría de los hombres, salvo a Doran.

– ¿Qué es demasiado dinero?

Y Theodore Lieverman dijo, con una mueca:

– Un millón de dólares. No hay problema. Pero lo quiere en efectivo, y mis abogados consideran que es un momento poco adecuado para liquidar.

– Demonios -dijo Janelle riendo-. Tienes un millón de dólares. ¿Cuál es la diferencia?

Lieverman se animó realmente por primera vez.

– No entiendes -dijo-. La mayoría de la gente no entiende. Es cierto que tengo unos dieciséis, quizás dieciocho millones. Pero no tengo tanta liquidez. Mira, poseo bienes inmobiliarios, y acciones y empresas, pero no puedes retirar todo el dinero de ellas. Así que en realidad tengo muy poco capital líquido. Me gustaría poder gastar dinero como Doran. Además Los Angeles es un sitio carísimo para vivir.

Janelle se dio cuenta de que había conocido al personaje típico de novela, al millonario tacaño. Y puesto que no era ingenioso ni simpático, ni tenía atractivo sexual, puesto que, en suma, no tenía más gancho que su amabilidad y su dinero (que mostraba claramente que no estaba dispuesto a compartir así por las buenas), se libró de él después de la siguiente copa. Cuando Doran volvió a casa aquella noche se enfadó muchísimo.

– Maldita sea, podría haber sido para nosotros la comida segura -le dijo a Janelle.

Entonces fue cuando decidió dejarle.

Al día siguiente, encontró un pequeño apartamento en Hollywood cerca de los estudios de la Paramount y consiguió por su cuenta un pequeño papel en una película. Después de terminar su trabajo de unos cuantos días, como tenía muchas ganas de ver a su hijo y cierta nostalgia de su pueblo, volvió de visita por dos semanas, que era todo lo que podía aguantar en Johnson City.

Estuvo pensando si llevarse al niño con ella, pero acabó convenciéndose de que era imposible, así que volvió a dejarle con su ex marido. Resultaba muy doloroso dejarle, pero estaba decidida a ganar algo de dinero y a hacer algún tipo de carrera antes de formar un hogar.

Su ex marido estaba aún claramente hechizado por sus encantos. Ella tenía mejor aspecto, parecía más refinada. Le incitó deliberadamente y luego, cuando él intentó llevársela a la cama, le rechazó. Se fue de muy mal humor. Ella le despreciaba. Le había amado sinceramente, y él la había traicionado con otra mujer cuando estaba embarazada. Había rechazado la leche de su pecho, aquella leche que ella había querido que compartiese con el niño.

– Espera un momento -dijo Merlyn-. Cuéntame eso otra vez.

– ¿El qué? -preguntó Janelle. Rió entre dientes.

Merlyn esperó.

– Bueno, yo tenía unos pechos muy grandes después del parto. Y me fascinaba la leche. Quería que él la probara. Ya te lo conté.

Cuando se divorciaron, ella se negó a aceptar la pensión por puro desprecio.

Cuando Janelle volvió a su apartamento de Hollywood, encontró dos recados en su servicio telefónico. Uno de Doran y otro de Theodore Lieverman.

Llamó primero a Doran y le encontró en casa. A Doran le sorprendió que hubiese vuelto a Johnson City, pero no hizo ni una pregunta sobre sus amigos íntimos. Estaba demasiado interesado, como siempre, en lo que era importante para él.

– Escucha -dijo-. Ese T. Lieverman está realmente loco por ti. No es broma. Está locamente enamorado, no sólo de tu lindo culito. Si juegas las cartas como es debido, puedes casarte con veinte millones de dólares. Está intentando ponerse en contacto contigo y le di tu número. Llámale. Puedes ser una reina.

– Está casado -dijo Janelle.

– Su divorcio se resolverá el mes próximo -dijo Doran-. Ya lo comprobé. Es un tipo muy recto y muy tradicional. Si te prueba en la cama, le tendrás enganchado y tendrás sus millones para siempre.

Todo esto era superficial. Janelle no era más que una de sus cartas.

– Eres asqueroso -dijo Janelle.

Doran procuraba ser lo más encantador posible.

– Vamos, vamos, querida. No te preocupes, lo nuestro se acabó. Aunque seas la tía más buena que he tenido en mi vida. Mucho mejor que todas estas tías de Hollywood. Te echo de menos. Créeme, comprendo perfectamente que te fueras. Pero eso no significa que no podamos seguir siendo amigos. Lo que quiero es ayudarte. Tienes que dejar de portarte como una niña. Dale a ese tío una oportunidad, es todo lo que pido.

– Bien, le llamaré -dijo Janelle.

Janelle nunca se había preocupado por el dinero en el sentido de querer ser rica, pero ahora pensaba en lo que podría proporcionarle el dinero. Podría traer a su hijo a vivir con ella y tener servicio que se cuidase de él mientras ella trabajaba. Podría estudiar arte dramático con los mejores profesores. Gradualmente, había llegado a amar el cine. Sabía lo que quería hacer de su vida.

Su pasión por interpretar era algo de lo que ni siquiera a Doran le había hablado, pero que él percibía. Janelle había sacado obras de teatro y libros sobre teatro y cine de la biblioteca y los había leído todos. Se enroló en un pequeño taller de cine cuyo director se daba tales aires de importancia que a ella le divertía e incluso le encantaba. Cuando le dijo que era uno de los mejores talentos naturales que había visto, casi se enamoró y se acostó con él con la mayor naturalidad.

Soso, tacaño y rico, Theodore Lieverman tenía una llave de oro que abría todas las puertas a las que Janelle llamó. Y aceptó ir a cenar con él aquella noche. Janelle encontró a Lieverman amable, tranquilo y tímido; tomó ella la iniciativa. Por fin consiguió que se decidiera a hablar de sí mismo. Contó algunas cosas. Había tenido dos hermanas gemelas, unos años más pequeñas que él, y las dos habían muerto en un accidente de aviación. Aquella tragedia le había provocado una crisis nerviosa. Ahora su mujer quería el divorcio, un millón de dólares en efectivo y parte de sus valores. Poco a poco, fue exponiendo una vida emocionalmente pobre, una niñez y una adolescencia económicamente rica que le habían convertido en un ser débil y vulnerable. Lo único que hacía bien era ganar dinero. Tenía un plan para financiar la película de Doran que era absolutamente firme y seguro. Pero tenía que llegar el momento oportuno, porque los inversores eran muy escurridizos. Él, Lieverman, pondría el dinero en efectivo, el dinero necesario para iniciarlo todo.

Siguieron saliendo casi todas las noches durante dos o tres semanas, y él siempre se mostraba amable y tímido, hasta el punto de que Janelle llegó a sentirse impaciente. Después de todo, le había enviado flores después de cada cita. Le había comprado un alfiler en Tiffany's, un encendedor de Gucci y un anillo de oro antiguo de Roberto's. Y estaba locamente enamorado de ella. Janelle intentó llevárselo a la cama y se quedó asombrada al ver que él se mostraba reacio. Ella sólo podía mostrar su disposición a hacerlo, hasta que al fin él le pidió que le acompañase a Nueva York y a Puerto Rico. Tenía que ir en un viaje de negocios de su empresa. Ella comprendió que, por alguna razón, él no podía hacer el amor con ella, inicialmente, en Los Angeles. Quizás se sintiera culpable. Había hombres así. Sólo podían ser infieles cuando estaban a miles de kilómetros de sus esposas. Al menos la primera vez. A Janelle esto le parecía divertido e interesante.

Pararon en Nueva York y él la llevó a sus reuniones financieras. Ella le vio negociar los derechos cinematográficos de una nueva novela de un guión escrito por un autor famoso. Era astuto, muy suave, y Janelle se dio cuenta de que en aquello residía su fuerza. Pero aquella primera noche se acostaron por fin en la suite del Plaza y ella supo una de las verdades de Theodore Lieverman.

Era casi un impotente total. Al principio, Janelle se enfadó creyendo que la culpa era suya. Hizo cuanto pudo y consiguió que sintiera. La noche siguiente fue un poco mejor. En Puerto Rico, la cosa mejoró. Pero sin duda era el amante más incompetente y aburrido que había tenido en su vida. Se alegró de volver a Los Angeles. Cuando la dejó en su apartamento, le pidió que se casase con él. Contestó que se lo pensaría.

No tenía la menor intención de casarse con él hasta que Doran se dedicó a convencerla.

– ¿Pensártelo? Por Dios, usa la cabeza -dijo-. Ese tío está loco por ti. Cásate con él. Luego te estás con él un año. Saldrás por lo menos con un millón y él aún seguirá enamorado de ti. Podrás hacer lo que te dé la gana. Tendrás cien oportunidades más en tu carrera. Y a través de él conocerás a otros tipos ricos. Gente que te gustará más y de la que quizás puedas enamorarte. Toda tu vida puede cambiar. Aunque te aburras un año, demonios, no es insoportable. No te pediría algo que fuese insoportable.

Eso era lo que Doran consideraba ser muy listo. Lo que quería era abrirle a Janelle los ojos a las verdades de la vida que toda mujer sabe o que se le enseñan desde la cuna. Pero Doran se daba cuenta de que a Janelle le resultaba realmente odioso hacer algo así, no porque fuese inmoral, sino porque era incapaz de traicionar a otro ser humano de aquel modo, tan a sangre fría. Y también porque sentía tal pasión por la vida que no podía soportar la idea de someterse a aquel aburrimiento durante un año. Pero, tal como Doran se apresuró a señalar, había muchas posibilidades de que aquel año se aburriese de todos modos, incluso sin Theodore. Y además, haría realmente feliz al pobre Theodore durante un año.

– Sabes, Janelle -decía Doran-, tenerte al lado en tu peor día es mejor que tener al lado a la mayoría de la gente en sus mejores días.

Era una de las poquísimas cosas sinceras que Doran había dicho desde su doceavo aniversario. Pero lo decía porque le interesaba.

Y al fin fue Theodore, actuando con insólita agresividad, quien inclinó la balanza. Compró una magnífica casa de doscientos cincuenta mil dólares en Beverly Hills, con piscina olímpica, pista de tenis, dos criados. Sabía que a Janelle le encantaba jugar al tenis, había aprendido a jugar en California, había tenido una breve aventura intrascendente con su profesor de tenis, un joven rubio, guapo y esbelto que, ante su asombro, luego le había cobrado las clases. Posteriormente, otras mujeres le hablaron de los hombres de California. De que eran capaces de ponerse a beber en un bar y dejarte pagar tu consumición y luego pedirte que fueras a pasar la noche a su apartamento. Ni siquiera pagaban el taxi hasta casa. A Janelle le gustó el profesor de tenis en la cama y en la pista de tenis, y el profesor consiguió mejorar su actuación en ambos campos. Más tarde, se cansó de él porque vestía mejor que ella. Además, ligaba a diestro y siniestro y seducía a sus amistades de ambos sexos, lo cual, incluso Janelle, pese a su amplitud de criterios, consideraba excesivo.

Nunca había jugado al tenis con Lieverman. Éste había mencionado una vez, sobre la marcha, que había derrotado a Arthur Ashe en la secundaria, así que supuso que era muy superior a ella y que, como la mayoría de los buenos jugadores de tenis, preferiría no jugar con principiantes. Pero cuando la convenció de que se trasladase a la nueva casa, dieron una elegante fiesta de tenis.

La casa la encantó. Era una lujosa mansión de Beverly Hills, con habitaciones para huéspedes, un cuarto de trabajo, un salón de billar, un Jacuzzi al aire libre. Ella y Theodore elaboraron planes de decoración e instalaron unos paneles especiales de madera. Fueron juntos de compras. Pero ahora, en la cama, él era un completo desastre, y Janelle ya ni lo intentaba siquiera. Él le prometió que después del divorcio, que sería al mes siguiente, y una vez casados, todo iría sobre ruedas. Janelle esperaba devotamente que así fuese, porque al sentirse culpable había decidido que lo menos que podía hacer, dado que iba a casarse con él por su dinero, era ser una esposa fiel. Pero la falta de relaciones sexuales le destrozaba los nervios. Fue el día de la fiesta del tenis cuando se dio cuenta de que no había nada que hacer. Ella tenía la sensación de que había algo raro en todo el asunto. Pero Theodore Lieverman inspiraba tanta confianza, tanto a ella como a sus amigos e incluso al cínico Doran, que ella pensó que era su propia sensación culpable que buscaba un desahogo.

El día de la fiesta de tenis, Theodore salió por fin a la pista. Jugaba bastante bien, pero no era ningún maestro. No era posible que hubiera derrotado a Arthur Ashe. Janelle estaba asombrada. De lo único que estaba segura era de que su amante no era un mentiroso. Y ella no era ninguna inocente. Siempre había supuesto que los amantes mentían. Pero Theodore nunca presumía ni se ufanaba de nada. Jamás mencionaba su dinero ni su alta posición en los círculos financieros. En realidad, nunca hablaba con más gente que con Janelle. Su actitud suave era sumamente rara en California, hasta el punto de que a Janelle la sorprendía que hubiese podido vivir toda su vida en aquel estado. Pero viéndole en la pista de tenis, se dio cuenta de que en una cosa le había mentido. Y había mentido bien. En un comentario reprobatorio que hizo sobre la marcha y que nunca había repetido, en el que nunca insistió. Nunca había dudado de él. Lo mismo que nunca había dudado de lo que él decía. No había duda alguna de que la quería. Lo había demostrado de todas las formas posibles, lo cual, claro, no significaba demasiado, puesto que no podía llevarlo a sus últimas consecuencias.

Aquella noche, cuando terminó la fiesta, le dijo que debía traerse a su hijo de Tennessee e instalarle también en la casa. Si no hubiese sido por la mentira que le había dicho respecto a Arthur Ashe, ella lo hubiese hecho. Fue una suerte que no lo hiciera. Al día siguiente, cuando Theodore estaba trabajando, recibió una visita.

La visitante era la señora de Theodore Lieverman, la esposa hasta entonces invisible. Era bastante guapa, pero evidentemente la impresionó y asustó la belleza de Janelle, como si la extrañara mucho que su marido pudiese conseguir algo así. En cuanto manifestó quién era, Janelle sintió un alivio abrumador y saludó a la señora Lieverman tan cordialmente que ésta se sintió aún más confusa.

Pero también la señora Lieverman sorprendió a Janelle. No estaba enfadada. Lo primero que dijo fue sorprendente:

– Mi marido es muy nervioso, muy sensible. Por favor, no le diga que he venido a verla.

– Por supuesto -dijo Janelle.

Su entusiasmo aumentó. Estaba emocionada. La esposa reclamaría a su marido y ella se lo devolvería muy gustosa.

Pero la señora Lieverman dijo cautamente:

– No sé cómo consigue Ted todo este dinero. Gana un buen sueldo. Pero no tiene tanto ahorrado.

Janelle se echó a reír. Conocía la respuesta. Pero de todos modos preguntó:

– ¿Y los veinte millones de dólares?

– ¡Oh Dios, oh Dios! -dijo la señora Lieverman.

Se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.

– Y nunca ganó a Arthur Ashe al tenis en la secundaria -dijo Janelle, en tono tranquilizador.

– ¡Oh, Dios, Dios! -gimió la señora Lieverman.

– Y no habrá divorcio el mes que viene -dijo Janelle.

La señora Lieverman se limitó a seguir gimoteando.

Janelle se acercó al bar y preparó dos whiskies bien cargados. Hizo beber, entre sollozos, a la otra mujer.

– ¿Cómo lo descubrió usted? -preguntó Janelle.

La señora Lieverman abrió el bolso como si buscase un pañuelo para enjugarse las lágrimas. Pero en vez de eso, sacó un paquete de cartas y se lo entregó a Janelle. Eran facturas. Janelle las repasó. De pronto lo entendió todo. Él había firmado un cheque de veinticinco mil dólares como entrada de la hermosa mansión. Con él iba una carta pidiendo que le permitieran trasladarse allí hasta que se cerrase definitivamente el trato. Era un cheque sin fondos. El constructor le amenazaba ahora con meterle en la cárcel. Los cheques para pagar a la servidumbre también habían sido rechazados y lo mismo el cheque del proveedor de la fiesta de tenis.

– Oh -dijo Janelle.

– Es demasiado sensible -dijo la señora Lieverman.

– Está enfermo -dijo Janelle.

La señora Lieverman asintió.

– ¿Es por aquellas dos hermanas que murieron en el accidente aéreo? -preguntó Janelle pensativa.

La señora Lieverman soltó un grito, un grito en el que por fin se revelaba rabia y exasperación.

– No tiene hermanas. ¿Es que no comprende? Es un mentiroso patológico. Miente siempre. No ha tenido hermanas, no ha tenido nunca dinero, no se ha divorciado de mí, utilizó el dinero de la empresa para llevarle a usted a Puerto Rico y a Nueva York y para pagar los gastos de esta casa.

– ¿Entonces por qué demonios quiere que vuelva con usted? -preguntó Janelle.

– Porque le quiero -dijo la señora Lieverman.

Janelle meditó sobre esto por lo menos dos minutos, estudiando a la señora Lieverman. Su marido era un mentiroso, un farsante, tenía una amante, era incapaz de funcionar en la cama, y eso era únicamente lo que ella sabía de él, más el hecho, por supuesto, de que era un pésimo jugador de tenis. ¿Qué demonios era entonces la señora Lieverman? Janelle dio una palmada en el hombro a la otra mujer, le preparó más bebida y dijo:

– Espere aquí cinco minutos.

Eso fue lo que tardó en meter todas sus cosas en las dos maletas Vuitton que Theodore le había comprado, probablemente con cheques sin fondos. Bajó con las maletas y dijo a la mujer:

– Me voy. Puede esperar usted aquí a su marido. Dígale que no quiero volver a verle. Y siento de veras el dolor que le he causado. Puede creerme cuando le digo que él me aseguró que usted le había dejado. Que a usted no le importaba.

La señora Lieverman asintió con tristeza.

Janelle se fue en el flamante Mustang azul que Theodore le había comprado. Tendría que devolverlo a la casa, sin duda. Por otra parte, no tenía adónde ir. Recordó a la directora y diseñista de ropa Alice De Santis, de quien había sido muy amiga, y decidió ir a su casa y pedirle consejo. Si Alice no estaba en casa, iría a la de Doran. Sabía que él siempre la acogería.


A Janelle le encantaba ver cómo disfrutaba Merlyn con la historia. No se reía. Su gozo no era malévolo. Sólo sonreía, cerrando los ojos, saboreándolo. Y, para su sorpresa, dijo la frase justa. Resultaba casi admirable.

– Pobre Lieverman -dijo-. Pobre Lieverman, pobrecillo.

– ¿Y yo qué, pedazo de cabrón? -dijo Janelle con fingida cólera. Se echó desnuda sobre el desnudo cuerpo de él y rodeó su cuello. Merlyn abrió los ojos y sonrió:

– Cuéntame otra historia.

Pero en vez de eso le hizo el amor.

Tenía otra historia que contarle, pero aún no estaba preparado para eso. Primero tenía que enamorarse de ella como lo estaba ella de él. Aún no podía asimilar más historias. Y menos la de Alice.

31

Ya habíamos llegado al punto al que llegan siempre los amantes: se sienten tan felices que son incapaces de creer que se lo merecen. Y empiezan a pensar que quizás todo sea un fraude. Así pues, los celos y la sospecha empezaron a amenazar los éxtasis de nuestro amor. En una ocasión, ella tuvo que hacer la lectura de un papel y no pudo ir a esperarme al avión. En otra ocasión, yo entendí que pasaría la noche conmigo y tuvo que irse a casa a dormir porque tenía que levantarse para ir a los estudios muy temprano. Aun cuando hizo el amor conmigo a primera hora de la tarde de modo que yo no quedase defraudado y la creyera, pensé que mentía. Y, suponiendo que ella mentiría, le dije:

– Tengo que cenar hoy con Doran. Dice que tuviste un amante de catorce años cuando sólo eras una beldad sureña.

Janelle alzó la cabeza y me dirigió la sonrisa dulce y vacilante que me hacía olvidar lo que la odiaba.

– Sí -dijo-. Eso fue hace mucho tiempo.

Luego, bajó la cabeza. Tenía una expresión ausente y distraída al recordar aquella aventura amorosa. Yo sabía que siempre recordaba sus experiencias amorosas con afecto, aunque hubiesen terminado mal. Volvió a alzar la vista.

– ¿Te molesta? -dijo.

– No -contesté. Pero ella sabía que sí.

– Lo siento -dijo.

Me miró un momento y luego apartó la vista. Extendió las manos, las deslizó bajo mi camisa y me acarició la espalda.

– Fue algo inocente -dijo.

No dije nada, sólo me aparté porque aquella caricia evocadora me hacía perdonárselo todo.

Esperando que mintiese de nuevo, dije:

– Doran me lo contó porque a consecuencia de eso te procesaron por seducir a un menor.

Deseaba con todo mi corazón que ella mintiese. No me importaba que fuese cierto, como no le hubiese reprochado el que hubiese sido alcohólica o puta o asesina. Quería amarla, nada más. Ella me miraba con aquella mirada tranquila y serena como si estuviese dispuesta a hacer cualquier cosa por complacerme.

– ¿Qué quieres que diga? -me preguntó, mirándome directamente a la cara.

– Sencillamente la verdad -dije.

– Bueno, pues es cierto -dijo-. Pero no tuvo consecuencias. El juez desestimó el caso.

Sentí un enorme alivio.

– Entonces no lo hiciste.

– ¿Hacer el qué? -preguntó ella.

– Ya lo sabes -dije.

Volvió a dirigirme aquella dulce semisonrisa. Pero estaba impregnada de una triste ironía.

– ¿Quieres decir si hice el amor con un chico de catorce años? -preguntó-. Sí, lo hice.

Esperaba que yo saliese de la habitación. Me quedé quieto. Su expresión se hizo más irónica.

– Estaba muy crecido para su edad -dijo.

Eso me interesó. Me interesó por la temeridad del desafío.

– Eso cambia mucho las cosas -dije secamente. Y la observé cuando se echó a reír.

Los dos estábamos enfadados. Janelle porque yo me atrevía a juzgarla. Yo iba a irme, así que me dijo:

– Es una buena historia, te gustará -y vio que yo mordía el anzuelo.

Siempre me encantaba que me contase historias. Casi tanto como hacer el amor. Muchas noches había pasado horas enteras oyéndola, fascinado por la historia de su vida, haciendo conjeturas sobre lo que no me contaba o sobre lo que modificaba para adecuarlo a mis tiernos oídos masculinos, como si suavizase un cuento de miedo al contárselo a un niño.

En una ocasión, me dijo que eso era lo que más le gustaba de mí. Mi avidez de historias. Y mi actitud de no emitir juicios. Podía verme siempre barajar las cosas en la cabeza, pensar cómo lo contaría yo o cómo podría utilizarlo. Yo jamás la había condenado, en realidad, por lo que hubiera hecho. Y sabía que tampoco lo haría cuando me contase esta historia.

Después de divorciarse, Janelle había tenido un amante: Doran Rudd. Doran Rudd era disc-jockey de la emisora de radio local. Era un tipo más bien alto, algo mayor que Janelle. Desbordaba energía, y era simpático y divertido y acabó consiguiéndole a Janelle un trabajo como locutora de los partes meteorológicos de la emisora en la que él trabajaba. Era un trabajo divertido y bien pagado para una ciudad como Johnson City.

Lo que a Doran le obsesionaba era llegar a ser el personaje del pueblo. Tenía un enorme Cadillac, compraba la ropa en Nueva York y proclamaba que algún día triunfaría por lo alto. Los intérpretes le sobrecogían y le encantaban. Iba a ver todas las compañías ambulantes de todas las obras de Broadway y siempre enviaba notas a una de las actrices, seguidas de flores y de invitaciones a cenar. Le sorprendió descubrir lo fácil que era llevárselas a la cama. Gradualmente, comprendió lo solas que estaban. Aunque resultasen deslumbrantes en escena, tenían un aire insignificante y patético en sus habitaciones de hotel de segunda con neveras anticuadas. Siempre le contaba a Janelle sus aventuras. Eran más amigos que amantes.

Un día, Doran consiguió su oportunidad. Un dúo formado por padre e hijo estaba contratado para actuar en la sala de conciertos del pueblo. El padre era un pianista improvisado que se había ganado laboriosamente la vida descargando trenes de mercancías en Nashville hasta que descubrió que su hijo de nueve años podía cantar. El padre, un tenaz sureño que odiaba su trabajo, vio inmediatamente que su hijo podía ser el medio de hacer realidad un sueño imposible. A través de él podía eludir una vida de trabajo duro y rutinario.

Sabía que su hijo era bueno, pero no hasta qué punto. Le enseñó con gran entusiasmo todas las canciones evangélicas y luego hicieron una gira con éxito por el sur. Un joven querubín alabando a Jesús con una purísima voz de soprano era irresistible para aquel público provinciano. Aquella nueva vida le resultó sumamente agradable al padre. Era un individuo sociable, le gustaban las chicas guapas y aquello significaba unas agradables vacaciones lejos de su ya agotada mujer, que, por supuesto, se quedó en casa.

Pero también la madre soñaba con todos los lujos que la voz pura de su hijo pudiese proporcionarle. Los dos eran codiciosos, aunque no como lo son los ricos, como forma de vida, sino como lo son los pobres, como lo puede ser un hombre hambriento en una isla desierta, al que de pronto rescatan y puede por fin hacer realidad todas sus fantasías.

Así que cuando Doran fue al camerino a ensalzar la voz del muchacho, y cuando hizo luego una proposición a los padres, sus palabras hallaron buena acogida. Doran sabía muy bien lo que valía el chico y pronto se dio cuenta de que era el único. Les convenció de que no quería ningún porcentaje de las ganancias. Se encargaría del muchacho y sólo se llevaría el treinta por ciento de lo que pasase de los veinticinco mil dólares anuales.

Era, por supuesto, una oferta irresistible. Si conseguían veinticinco mil dólares al año, suma increíble, ¿a qué preocuparse de que Doran se llevase el treinta por ciento del resto? Y, ¿cómo podía su chico, Rory, ganar más de esa suma? Imposible. No podía haber tanto dinero. Doran aseguró también al señor Horatio Bascombe y a la señora Edith Bascombe que no les cobraría ningún gasto. Así que prepararon enseguida el contrato y lo firmaron.

Doran se puso en acción de inmediato. Consiguió dinero prestado para sacar un álbum de canciones evangélicas. Fue un gran éxito. Aquel primer año, el chico ganó cincuenta mil dólares. Doran se trasladó a Nashville y estableció contacto con el mundo de la música. Se llevó con él a Janelle y la hizo ayudante administrativa de su nueva empresa musical. El segundo año, Rory ganó más de cien mil dólares, casi todo con un disco pequeño de una antigua balada religiosa que Janelle encontró en los archivos de discos de Doran. Doran carecía por completo de gusto creador; jamás habría reconocido el mérito de una canción.

Doran y Janelle vivían juntos ya, pero ella no le veía mucho. Él viajaba a Hollywood para tratar de una película o a Nueva York para conseguir un contrato en exclusiva con una de las grandes empresas discográficas. Todos serían millonarios. Entonces llegó la catástrofe. Rory cogió un catarro grave y empezó a perder voz. Doran le llevó al mejor especialista de Nueva York. El especialista curó por completo a Rory, pero luego le dijo a Doran de pasada:

– Supongo que sabe que su voz cambiará cuando alcance la pubertad.

Era algo en lo que Doran no había pensado. Quizás porque Rory era alto para su edad. Quizás porque Rory era un niño completamente inocente, sin experiencia del mundo. Sus padres le habían protegido de las chicas. Amaba la música y era realmente un músico dotado. Además, había estado siempre enfermo hasta los once años. Doran se puso furioso. Un hombre que tiene el plano de una mina de oro secreta y lo extravía. Tenía planes para hacer millones con Rory; y ahora todo se le iba por el desagüe. Millones de dólares perdidos, millones de dólares.

Entonces a Doran se le ocurrió una de sus grandes ideas. Comprobó con los médicos. Después de hacerse con toda la droga, le propuso el plan a Janelle. Ella se quedó horrorizada.

– Estás hecho un buen hijoputa -le dijo, casi llorando.

Doran no podía entender su horror.

– Escucha -dijo-. La Iglesia Católica lo hacía.

– Lo hacían por Dios -dijo Janelle-. No por un disco de oro.

Doran meneó la cabeza.

– Cíñete al asunto, por favor. Tengo que convencer al chico, a su madre y a su padre. Va a ser un buen trabajo.

Janelle se echó a reír.

– Estás completamente loco. Yo no te ayudaré, y aunque lo hiciera, a ellos nunca les convencerías.

Doran sonrió.

– La clave es el padre. Pensé que podrías ser amable con él, suavizarle un poco.

Era antes de que Doran hubiese adquirido la cremosa y luminosa suavidad extra de California. Así que cuando Janelle le tiró un pesado cenicero, estaba demasiado sorprendido para agacharse. Le rompió un diente y le hizo sangrar por la boca. No se enfadó. Sólo meneó de nuevo la cabeza ante la rectitud de Janelle.

Janelle le habría dejado entonces, pero era demasiado curiosa. Quería ver si Doran llegaba a plantear de veras el asunto.

Doran era, en general, un buen juez del carácter de las personas, y era realmente listo para dar con el umbral de la codicia. Sabía que una clave era el señor Horatio Bascombe. El padre podía convencer a la mujer y al hijo. Además, el padre era el más vulnerable a la vida. Si su hijo no ganaba dinero, era volver a ir a la iglesia para el señor Bascombe. Se acababan los viajes por el país, el tocar el piano, las chicas guapas, las comidas exóticas. Volvería al aburrimiento de siempre con su mujer. El padre se jugaba más cosas; el que Rory perdiese la voz era más importante para él que para nadie.

Doran suavizó al señor Bascombe con una linda cantante de un club de jazz barato de Nashville. Luego, una buena cena con puros al día siguiente. Mientras fumaban los puros, le explicó los planes que tenía para Rory. Un musical en Broadway, un álbum con canciones especiales escritas por los famosos hermanos Dean. Luego, un gran papel en una película que podría convertir a Rory en otro Judy Garland o Elvis Presley. Dinero a espuertas. Bascombe devoraba aquello, ronroneando como un gato. Ni siquiera codicioso, porque todo estaba allí. Era inevitable. Él era millonario. Luego Doran cayó sobre él.

– Sólo hay un problema -le dijo-. Los médicos dicen que su voz está a punto de cambiar. Está entrando en la pubertad.

Bascombe pareció algo inquieto.

– Se le hará la voz algo más profunda. Quizás resulte mejor.

Doran meneó la cabeza.

– Lo que le convierte a él en una superestrella es esa dulzura aguda y clara. Sí que podría mejorar. Pero tardaría cinco años en prepararse y salir con una nueva imagen. Y entonces, será difícil que lo consiga. Yo se lo he vendido a todo el mundo con la voz que tiene ahora.

– Bueno, a lo mejor a él no le cambia la voz -dijo Bascombe.

– Sí, a lo mejor no le cambia -dijo Doran, y dejó las cosas así.

Dos días después, Bascombe se dejó caer por el apartamento de Doran. Janelle le hizo pasar y le dio una copa. La miraba atenta y ávidamente, pero ella le ignoró.

Y cuando empezó a hablar con Doran, les dejó solos.

Aquella noche en la cama, después de hacer el amor, Janelle le preguntó a Doran:

– ¿Cómo va tu sucio plan?

Doran sonrió. Sabía que Janelle le despreciaba por lo que estaba haciendo, pero era una tía tan equilibrada que aun así seguía acostándose con él como siempre. Como Rory, Janelle aún no sabía lo grande que era. Doran se sentía satisfecho. Eso era lo que le gustaba a él, un buen servicio. Gente que no conociera su valor.

– Tengo enganchado a ese avaro cabrón -dijo-. Ahora tengo que trabajarme a la madre y al chico.

Doran, que se consideraba el mejor vendedor al este de las Rocosas, atribuyó su éxito final a esos poderes. Pero la verdad fue que tuvo suerte. Al señor Bascombe le había suavizado y convencido la vida extremadamente dura que había llevado antes del milagro de la voz de su hijo. No podía renunciar al sueño dorado y volver a la esclavitud. Eso no era tan insólito. En lo que de veras tuvo suerte Doran fue en lo de la madre.

La señora Bascombe había sido una beldad sureña de pueblo, y, ligeramente promiscua en su adolescencia, se había visto arrastrada al matrimonio por la simpatía pueblerina y sureña y la habilidad para tocar el piano de Horatio Bascombe. Al irse marchitando su belleza, sucumbió al miasma pantanoso de la religiosidad sureña. Al hacerse menos atractivo su marido, la señora Bascombe encontró más atractivo a Jesús. La voz de su hijo era su ofrenda amorosa a Jesús. Doran explotó esto. Retuvo a Janelle en la habitación mientras hablaba con la señora Bascombe, sabiendo que aquel tema delicado pondría nerviosa a la vieja si estaba sola con un hombre.

Doran fue respetuosamente simpático y atento con la señora Bascombe. Indicó que en los años futuros cien millones de personas de todo el mundo oirían a su hijo Rory cantar las glorias de Jesús. En los países católicos, en los países musulmanes, en Israel, en las ciudades africanas. Su hijo sería el evangelista más importante de la religión cristiana desde Lutero. Sería superior a Billy Graham, superior a Oral Roberts, dos de los santos de este mundo para la señora Bascombe. Y su hijo se vería a salvo del pecado más grave y más tentador. Era, sin lugar a dudas, la voluntad de Dios.

Janelle les miraba a los dos. La fascinaba Doran, el que pudiera hacer algo así sin ser malvado, simplemente con ánimo mercenario. Era como un niño robando centavos del bolso de su madre. Y la señora Bascombe, tras una hora de enfebrecidas súplicas de Doran, se debilitó. Y Doran pudo rematarla.

– Señora Bascombe, sé que hará usted este sacrificio por Jesús. El gran problema es su hijo. Es sólo un niño y ya sabe usted cómo son los niños.

La señora Bascombe esbozó una amarga sonrisa.

– Sí -dijo-. Lo sé.

Lanzó una rápida y venenosa mirada a Janelle.

– Pero mi Rory es un buen chico. Hará lo que yo le diga.

Doran suspiró con alivio.

– Sabía que podría contar con usted.

Entonces, la señora Bascombe dijo fríamente:

– Hago esto por Jesús. Pero me gustaría redactar un nuevo contrato. Quiero el quince por ciento de su treinta por ciento, como socia suya.

Hizo una pausa y luego añadió:

– Y mi marido no tiene por qué saberlo.

Doran suspiró de nuevo.

– No hay nada como la vieja religión tradicional -dijo-. Sólo espero que pueda arreglarlo usted todo.


La mamá de Rory lo resolvió. Nadie supo cómo. Todo quedó dispuesto. A la única que no le gustaba la idea era a Janelle. En realidad, estaba horrorizada; tanto, que dejó de dormir con Doran y él consideró la idea de librarse de ella. Además, Doran tenía un último problema: conseguir un médico que le cortase las bolas a un chaval de catorce años.

Pero la idea era ésa. Si lo habían hecho los antiguos Papas, ¿por qué no iba a hacerlo Doran? Fue Janelle quien estropeó el plan. Estaban todos reunidos en el apartamento de Doran. Doran estaba intentando quitarle a la señora Bascombe aquel quince por ciento de comisión, así que no prestaba atención. Janelle se levantó, cogió de la mano a Rory y se lo llevó al dormitorio.

– ¿Qué hace usted con mi chico? -protestó la señora Bascombe.

– Acabamos enseguida -dijo Janelle dulcemente-. Sólo quiero enseñarle una cosa.

Una vez dentro del dormitorio, cerró la puerta. Luego, condujo con firmeza a Rory a la cama, le soltó el cinturón, le bajó los pantalones y los calzoncillos. Le tomó la mano, se la colocó entre las piernas y luego le apoyó la cabeza entre sus pechos desnudos.

En tres minutos acabaron, y luego el chaval sorprendió a Janelle. Se puso los pantalones, olvidando los calzoncillos, abrió la puerta del dormitorio e irrumpió en el salón. El primer puñetazo enganchó a Doran de lleno en la boca, y luego se dedicó a dar mamporros como las aspas de un molino de viento hasta que su padre le sujetó.


Janelle me sonreía, desnuda en la cama.

– Doran me odia, aunque ya hace seis años de eso. Le costé millones de dólares.

Yo también sonreía.

– ¿Y qué pasó con el juicio?

Janelle se encogió de hombros.

– Nos tocó un juez civilizado. Habló conmigo y con el chico a solas y luego desestimó el caso. Advirtió a los padres y a Doran que podía procesarles pero aconsejó a todo el mundo que mantuviesen la boca cerrada.

Pensé un rato en silencio.

– ¿Y a ti qué te dijo?

Janelle sonrió de nuevo.

– Me dijo que si él tuviera treinta años menos, daría cualquier cosa porque yo fuese su chica.

Lancé un suspiro.

– Dios mío, no sé cómo te las arreglas para hacer que todo parezca bien. Pero ahora quiero que me contestes con sinceridad. ¿Lo harás?

– Lo haré -dijo Janelle.

Hice una pausa, mirándola. Luego dije:

– ¿Disfrutaste haciéndolo con aquel chaval de catorce años?

Janelle no vaciló.

– Fue tremendo -dijo.

– Bien, bien -dije.

Me puse muy ceñudo y Janelle se echó a reír. Le encantaba verme realmente interesado en saber lo que pensaba ella.

– Veamos -dije-. Él tenía el pelo rizado y era corpulento. La piel agradable, sin granos aún. Las pestañas largas y virginidad de monaguillo. En fin.

Lo pensé un poco más.

– Dime la verdad. Tú estabas indignada, pero en el fondo sabías que tenías una excusa magnífica para tirarte a un chaval de catorce años. De otra forma no podrías haberlo hecho. Aunque fuese lo que realmente querías hacer. El chico debió gustarte desde el principio. Y así podías tener cubiertas las dos partes. Salvabas al chaval jodiéndotelo. Magnífico, ¿no?

– No -dijo Janelle, con una dulce sonrisa.

– Ay -dije de nuevo, y me eché a reír-, qué falsa eres.

Pero estaba vencido y lo sabía. Ella había realizado un acto generoso, había salvado la virilidad de un muchacho. El que al mismo tiempo la experiencia hubiera sido emocionante era, después de todo, merecida recompensa a la virtud. En el profundo sur todo el mundo sirve a Dios… a su modo.

Y, Dios mío, yo realmente la quise más.

32

Malomar había tenido un día duro y una conferencia especial con Moisés Wartberg y Jeff Wagon. Había luchado por Merlyn y su película. Wartberg y Wagon la habían atacado desde el primer boceto que les enseñaron. Se convirtió en la discusión habitual. Ellos querían convertirla en una basura, meterle más acción, deslucir los personajes. Malomar aguantó firme.

– Es un buen guión -dijo-. Y hay que tener en cuenta que esto es sólo un primer borrador.

– No tienes que decírnoslo -contestó Wartberg-. Ya lo sabemos. Lo juzgamos teniéndolo en cuenta.

– Ya sabéis -dijo Malomar fríamente- que siempre me interesan vuestras opiniones, y que las tengo muy en cuenta. Pero todo lo que habéis dicho hasta ahora no me parece importante.

Entonces, Wagon dijo en tono conciliador, con su amable sonrisa:

– Malomar, ya sabes que creemos en ti. Por eso te dimos el primer contrato. Demonios, tú tienes control pleno sobre tus películas. Pero nosotros tenemos que respaldar nuestro juicio con los anuncios y la publicidad. Además, te hemos dejado proyectar un millón de dólares por encima del presupuesto. Creo que eso nos da derecho moral a tener algo que decir sobre la forma final de esta película.

– Era un presupuesto de mierda para empezar -dijo Malomar-. Y todos lo sabíamos y todos lo admitimos.

– Ya sabes que en todos nuestros contratos -dijo Wartberg-, cuando sobrepasamos el presupuesto, tú empiezas a perder puntos en la película. ¿Quieres correr ese riesgo?

– Demonios -dijo Malomar-. No creo que si esto da dinero vosotros invoquéis esa cláusula -Wartberg esbozó su sonrisa de tiburón.

– Puede que sí o puede que no. Ése es el riesgo que tendrás que correr si insistes en tu versión de la película.

Malomar se encogió de hombros.

– Correré ese riesgo -dijo-. Y si eso es todo lo que tenéis que decir, volveré a la sala de montaje.

Cuando Malomar volvió a los estudios TriCultura para que le condujesen de nuevo a su plató, se sentía agotado. Pensó en irse a casa y echar una siesta, pero quedaba demasiado trabajo por hacer. Quería trabajar por lo menos otras cinco horas. Sentía que empezaban otra vez aquellos leves dolores en el pecho. Esos cabrones acabarán matándome, pensó. Y de pronto se dio cuenta de que desde el ataque al corazón, Wartberg y Wagon le tenían menos miedo, discutían más con él, le presionaban más con los costes. Quizás los cabrones estuviesen intentando matarle.

Suspiró. Las putadas que tenía que soportar, y aquel condenado Merlyn siempre protestando de los productores y de Hollywood y de que ninguno de ellos era artista. Y allí estaba él arriesgando su vida para salvar la idea que Merlyn tenía de la película. Sintió ganas de llamar a Merlyn y hacerle enfrentarse con Wartberg y Wagon, para que combatiese él personalmente; pero sabía que Merlyn se limitaría a callarse y a retirarse de la película. Merlyn no tenía fe como la tenía él, Malomar. No sentía el amor que sentía él por el cine y por lo que el cine podía lograr.

En fin. Al diablo con todo, pensó Malomar. Haría la película a su modo y sería buena y Merlyn sería feliz, y cuando la película diese dinero, los de los estudios se sentirían felices también y si intentaban retirarle parte de su porcentaje por pasarse del presupuesto, se iría con su empresa de producción a otra parte.

Cuando el coche se detuvo, Malomar sintió la emoción que sentía siempre. La emoción del artista que va a su trabajo sabiendo que va a hacer algo bello.

Trabajó con sus ayudantes durante casi siete horas, y cuando el coche le dejó en su casa era casi medianoche. Tan cansado estaba que se fue directamente a la cama, casi gruñendo de cansancio. El dolor del pecho llegó y se extendió por la espalda, pero al cabo de unos minutos desapareció y él se quedó tumbado muy quieto, intentando dormir. Estaba contento. Había sido un buen día de trabajo. Había rechazado a los tiburones y había trabajado.


A Malomar le encantaba sentarse en la sala de montaje con los editores y el director. Le encantaba sentarse en la oscuridad y tomar decisiones sobre lo que había de hacerse con las pequeñas y temblequeantes imágenes. Como Dios, les daba una especie de alma. Si eran «buenas» las hacía físicamente hermosas diciéndole al editor que cortase una imagen poco halagüeña para que una nariz no fuese demasiado huesuda, o un rictus demasiado amargo. Podía conseguir que los ojos de la heroína pareciesen más de gacela con una toma mejor iluminada, sus gestos más graciosos y conmovedores. No enviaba al bueno a las profundidades de la desesperación y la derrota. Era más misericordioso.

Por otra parte, vigilaba de cerca a los malvados. ¿Llevaban la corbata adecuada y la chaqueta que realzase su maldad? ¿Sonreían con demasiada confianza? ¿Eran demasiado decentes los rasgos de sus rostros? Borraba esa imagen con la máquina. Sobre todo, se negaba a permitirles ser aburridos. El malvado tenía que ser interesante. En su sala de montaje, Malomar no se perdía detalle. El mundo que creaba debía tener una lógica racional, y cuando terminaba con aquel mundo concreto, normalmente se alegraba de haber visto que existía.

Malomar había creado cientos de mundos así. Vivían en su cerebro eternamente y siempre, lo mismo que las incontables galaxias de Dios, deben existir en la mente de éste. Y la hazaña de Malomar era para él igual de asombrosa. Pero era distinto cuando dejaba la sala de montaje a oscuras y salía al mundo carente de sentido creado por Dios.

Malomar había sufrido tres ataques al corazón en los últimos años. Según el médico, por exceso de trabajo. Pero Malomar siempre tenía la sensación de que Dios se encontraba en la sala de montaje. Él, Malomar, era el último hombre que podía tener un ataque al corazón. ¿Quién supervisaría todos aquellos mundos que había que crear? Y por eso se cuidaba tanto. Comía sobria y correctamente. Hacía ejercicio. Bebía poco. Fornicaba con regularidad pero sin excesos. Nunca se drogaba. Aún era joven, guapo, parecía un héroe. Y procuraba portarse bien, o todo lo bien que era posible en el mundo que Dios estaba filmando. En la sala de montaje de Malomar, un personaje como él jamás moriría de un ataque al corazón. El editor cortaría el argumento, el productor pediría que se modificase el guión. Él pediría ayuda a los directores y a todos los actores. A un hombre así, no se le podía dejar perecer.

Pero Malomar no podía atajar los dolores del pecho. Y muchas veces de noche, muy tarde, en aquella casa inmensa que tenía, tomaba píldoras contra la angina de pecho. Y luego se tumbaba en la cama petrificado de miedo. En las noches en que realmente se sentía mal llamaba a su médico de cabecera. El médico llegaba y se pasaba con él toda la noche. Le examinaba, le tranquilizaba, le cogía la mano hasta el amanecer. El médico nunca se negaba a esto porque Malomar había escrito el guión de la vida del médico. Malomar le había dado acceso a hermosas actrices para que pudiera convertirse en su médico y a veces en su amante. En tiempos pasados, cuando Malomar se permitía más actividad sexual, antes de su primer ataque al corazón, cuando su inmensa casa estaba llena de huéspedes durante toda la noche, de aspirantes a estrellas y modelos de alta costura, el médico le acompañaba a cenar y los dos probaban juntos el surtido de mujeres preparado para la velada.

Y aquella noche, Malomar, solo en la cama, en su casa, llamó por teléfono al médico. El médico llegó y le examinó y le aseguró que los dolores desaparecerían. No había ningún peligro. No tenía más que ir quedándose dormido. El médico le llevó agua para que tomara sus pastillas para el corazón y tranquilizantes. Le tanteó el corazón con el estetoscopio. Estaba intacto. No iba a hacerse pedazos como creía Malomar. Y al cabo de unas horas, sintiéndose más cómodo, Malomar dijo al médico que podía irse a casa.

Y luego se quedó dormido.

Soñó. Un sueño vívido. Estaba en una estación de ferrocarril, encerrado. Estaba comprando un billete. Un hombre pequeño pero fornido le echó a un lado y pidió su billete. El hombre pequeño tenía una inmensa cabeza de enano y le gritaba a Malomar. Malomar le tranquilizó. Se hizo a un lado. Dejó al otro que comprara su billete. Le dijo:

– Oiga, no tengo nada contra usted.

Y cuando dijo esto, el hombre se hizo más alto. Sus rasgos más normales. Se convirtió de pronto en un héroe más viejo. Y le dijo a Malomar:

– Dame tu nombre; haré algo por ti.

Aquel hombre quería a Malomar. Malomar lo veía claramente. Pasaron a ser muy amables el uno con el otro.

Y el empleado que vendía los billetes trataba ahora al otro hombre con enorme respeto.

Malomar se despertó en la inmensa oscuridad de su gran dormitorio. Las lentes de sus ojos se achicaron, y sin ninguna visión periférica, enfocó el blanco rectángulo de luz de la puerta del baño abierta. Sólo por un instante, pensó que las imágenes de la pantalla de la sala de montaje aún no habían terminado, y luego comprendió que había sido sólo un sueño. Al comprenderlo, su corazón se apartó de su cuerpo en una fatal y arrítmica galopada. Los impulsos eléctricos de su cerebro se enmarañaron. Se incorporó, sudando. Su corazón inició una arremetida definitiva y atronadora, se estremeció. Malomar cayó hacia atrás, con los ojos cerrados, y todas las luces se apagaron en la pantalla de su vida. Lo último que oyó fue un áspero sonido como de celuloide quebrándose contra acero; y luego murió.

33

Fue mi agente, Doran Rudd, quien me llamó para comunicarme la noticia de la muerte de Malomar. Me dijo que al día siguiente habría una gran conferencia sobre la película en los estudios TriCultura. Yo tenía que regresar en avión y él iría a esperarme al aeropuerto. Llamé a Janelle desde el aeropuerto Kennedy para decirle que llegaba a la ciudad, pero me contestó el servicio automático de respuestas con su maquinal voz de acento francés, así que dejé el recado.

La muerte de Malomar me impresionó mucho. Había llegado a tomarle un gran respeto en los meses que trabajamos juntos. Nunca presumía ni exageraba ni mentía, y tenía un ojo de lince para cualquier tontería que pudiese deslizarse en un guión o en un trozo de película. Me adoctrinaba cuando me enseñaba películas, explicándome por qué no servía una escena o lo que había que mirar en un actor que podría demostrar talento incluso con un mal papel. Discutíamos mucho. Él afirmaba que mi actitud desdeñosa de literato era una actitud defensiva y que yo no había estudiado la película con suficiente detenimiento.

Se ofreció incluso a enseñarme a dirigir cine, pero me negué. Quiso saber por qué.

– Escucha -dije-, sólo existiendo, sólo estándose quieto, sin molestar a nadie, el hombre es un agente creador del destino. Eso es lo que odio de la vida. Y el director de cine es el peor agente creador de destino del mundo. Piensa en todos esos actores y actrices a los que hacéis desgraciados cuando les rechazáis. Piensa en toda esa gente a la que tenéis que dar órdenes. El dinero que gastáis, los destinos que controláis. Yo sólo escribo libros, nunca perjudico a nadie, sólo ayudo. Pueden cogerlo y dejarlo.

– Tienes razón -dijo Malomar-. Jamás serás director. Pero tienes mucho cuento. Nadie puede ser tan pasivo.

Y, por supuesto, él tenía razón. Yo sólo quería controlar un mundo más privado.

De todas formas, me entristeció mucho su muerte. Le tenía afecto pese a que, en realidad, no nos conocíamos bien. Y además me preocupaba un poco lo que sería de nuestra película.


Doran Rudd fue a esperarme al aeropuerto. Me dijo que Jeff Wagon sería ahora el productor y que TriCultura había absorbido los estudios Malomar. Me dijo que habría muchos problemas. Camino de los estudios, me informó de toda la operación TriCultura. Me habló de Moisés Wartberg, de su mujer Bella y de Jeff Wagon. Para empezar, me contó que pensaba que no eran los estudios más poderosos de Hollywood, que eran los más odiados y que solían llamarles "estudios TriBuitrura". Que Wartberg era un tiburón y que los tres vicepresidentes eran chacales. Le expliqué que no se podían mezclar así los símbolos, que si Wartberg era un tiburón, los otros tenían que ser peces pilotos. Yo bromeaba, pero mi agente no escuchaba siquiera. Sólo dijo:

– Preferiría que llevaras corbata -le miré. Él llevaba su chaqueta de cuero negro y un jersey de cuello de cisne. Se encogió de hombros.

– Moisés Wartberg podría haber sido un Hitler semita -dijo-. Pero lo habría hecho de otra forma. Habría enviado a todos los cristianos adultos a la cámara de gas y luego habría proporcionado becas a todos sus hijos.

Cómodamente acomodado en el Mercedes 450SL de Doran Rudd, apenas escuchaba la charla de éste. Me contaba que iba a haber una gran lucha por el asunto de la película. Que el productor sería Jeff Wagon y que Wartberg se interesaría personalmente en el asunto. Me dijo también que ellos mismos habían matado a Malomar a base de acosarle. Deseché esto como típica exageración de Hollywood. Pero lo esencial de lo que Doran me contaba era que la suerte de la película se decidiría aquel mismo día. Así que en el largo viaje hasta los estudios procuré recordar lo que sabía o había oído sobre Moisés Wartberg y sobre Jeff Wagon.


Jeff Wagon era la esencia misma del productor de películas mediocres. Lo era desde la cabeza hasta la punta de sus elegantes zapatos. Había conseguido situarse en la televisión, luego se abrió paso hasta los telefilmes como una mancha de tinta se extiende en un mantel, y con el mismo efecto estético. Había hecho un centenar de telefilmes y veinte obras de teleteatro. Ninguna de ellas poseía gracia ni calidad ni arte. Los críticos, los técnicos y los artistas de Hollywood tenían un chiste clásico en el que comparaban a Wagon con Selznick, Lubitsch, Thalberg. De una de sus películas decían que tenía la marca de Dong porque una joven y malévola actriz le llamaba a él Dong.

La obra típica de Jeff Wagon era la película llena de estrellas y astros un poco deslustrados por la edad y el cansancio del celuloide y la desesperada necesidad del cheque. La gente de talento sabía que se trataba de una mala película. Wagon escogía meticulosamente a los directores. Solían ser directores vulgares con una serie de fracasos tras sí, para poder tenerles bien atados y obligarles a trabajar según su propio criterio. Lo extraño era que aunque todas las películas eran espantosas, o bien cubrían gastos o bien daban dinero, simplemente porque la idea básica era buena, desde un punto de vista comercial. En general, tenía un público asegurado, y Jeff Wagon era terrible controlando los costes. Era también terrible en los contratos, pues se embolsaba los porcentajes si la película se convertía en un gran éxito y producía mucho dinero. Y si no resultaba así, hacía que los estudios iniciasen un pleito de modo que pudiera llegarse a un acuerdo sobre los porcentajes. Pero Moisés Wartberg decía siempre que Jeff Wagon aportaba ideas sólidas. Lo que posiblemente no sabía era que Wagon robaba hasta esas ideas. Lo hacía por un procedimiento que sólo podría llamarse de seducción.

Cuando era más joven, Jeff Wagon se había mantenido fiel a su apodo tirándose a todas las aspirantes a estrellas de los estudios TriCultura. Lo lograba por un procedimiento de lo más tradicional. Si ellas aceptaban el trato, les proporcionaba un puesto en los telefilmes, en los que aparecían como camareras o recepcionistas. Si las chicas jugaban bien sus cartas, podían conseguir trabajo suficiente para mantenerse un año. Pero cuando pasó a películas más importantes, esto ya no fue posible. Con presupuestos de tres millones de dólares, no puedes andar repartiendo papeles a cambio de polvos. Así que pasó a emplear el procedimiento de dejarles ensayar un papel o de prometerles ayuda sin comprometerse nunca en firme. Y, por supuesto, algunas tenían talento y con la ayuda de él consiguieron algunos magníficos papeles en películas. Algunas se convirtieron en estrellas. En la Tierra de los Empidos, Jeff Wagon era el último superviviente.

Pero un día, de los lluviosos bosques norteños de Oregon llegó una beldad de dieciocho años que quitaba el hipo. Lo tenía bobo: una cara magnífica, un cuerpo espléndido, un temperamento apasionado; tenía incluso talento. Pero la cámara se negaba a hacerle justicia. En aquella magia estúpida del celuloide, su belleza no resultaba.

Además, la chica estaba algo loca. Se había criado como un hachero o un cazador de los bosques de Oregon. Era capaz de desollar un ciervo y luchar con un oso. Dejaba a regañadientes a Jeff Wagon tirársela una vez al mes, porque su agente había tenido una charla íntima con ella al respecto. Pero procedía de una tierra donde la gente cumplía sus promesas y ella esperaba que Jeff Wagon cumpliese su palabra y le diese el papel. Al no suceder esto, se fue a la cama con Jeff Wagon llevando escondido un cuchillo de desollar ciervos y, en el momento crucial, se lo hundió en los huevos.

La cosa no acabó tan mal como podría haber acabado. Por una parte, sólo le afectó un poco el huevo derecho, y todo el mundo admitió que, con las pelotas que tenía, una pequeña melladura en una no le perjudicaría gran cosa. El propio Jeff Wagon procuró tapar el incidente, y se negó a llevar adelante la acusación. Pero el asunto trascendió. Se facturó a la chica para Oregon con dinero suficiente para una cabaña de troncos y un rifle nuevo de los de cazar ciervos. Y Jeff Wagon aprendió la lección. Dejó de seducir aspirantes a estrellas y se dedicó a aplicar sus dotes de seducción a los escritores para robarles las ideas. Era al mismo tiempo más provechoso y menos peligroso. Los escritores eran más tontos y más cobardes.

Y seducía a los escritores llevándoles a comer a sitios caros. Pasándoles buenos trabajos por las narices. Redactar de nuevo un guión en producción, un par de miles de dólares por un arreglo. Entretanto, les dejaba hablar de sus ideas para futuras novelas o guiones. Y luego les robaba las ideas trasplantándolas a un entorno distinto, cambiando los personajes, pero conservando siempre la idea básica. Y la gozaba entonces jodiéndoles y no dándoles nada. Como los escritores no solían darse cuenta del valor de sus ideas, jamás protestaban. No eran como aquellas putas que por un polvo esperaban la luna.

Fueron los agentes los que intervinieron y le pararon los pies, prohibiendo a sus escritores ir a comer con él. Pero había escritores novicios, muy jóvenes, que llegaban a Hollywood de todo el país. Todos esperando la oportunidad de hacerse ricos y famosos. Y era Jeff Wagon quien podía darles acceso e impedir que les cerraran la puerta en las narices.

Una vez, estando en Las Vegas, le expliqué a Cully que él y Wagon trataban a sus víctimas del mismo modo. Pero Cully protestó.

– Mira -dijo Cully-. Yo y Las Vegas vamos a por tu dinero, cierto. Pero lo que Hollywood quiere son tus huevos.

No sabía que los estudios TriCultura acababan de comprar uno de los mayores casinos de Las Vegas.

Moisés Wartberg era otra historia. En una de mis primeras visitas a Hollywood me habían llevado a los estudios TriCultura a presentarle mis respetos. Sólo estuve con él un momento. Y le catalogué de inmediato. Tenía el mismo aspecto tiburonesco que yo había visto en militares de alta graduación, propietarios de casinos, mujeres muy guapas y muy ricas, y grandes jefes de la mafia. Era el brillo acerado y frío del poder. La gelidez que recorre sangre y cerebro. La estremecedora falta de piedad o compasión en todas las células del organismo. Gente absolutamente dedicada a la suprema droga del poder. El poder ya logrado y ejercitado durante un largo período de tiempo. En el caso de Moisés Wartberg, el poder se ejercitaba en toda su extensión. Aquella noche, cuando le dije a Janelle que había estado en los estudios TriCultura y había conocido a Wartberg, ella me dijo con indiferencia:

– El buen Moisés. Lo conozco. Conozco a Moisés.

Me miró desafiante, así que mordí el anzuelo.

– De acuerdo -dije-. Cuéntame cómo le conociste.

Janelle se levantó de la cama para representar el papel.

– Llevaba unos dos años en la ciudad y no conseguía nada de provecho. Entonces me invitaron a una fiesta a la que irían todos los peces gordos; y, como una buena aspirante a estrella, acudí para ver si establecía contacto. Había una docena de chicas como yo. Todas andaban por allí, muy guapas, esperando que algún productor importante quedase sobrecogido con su talento. En fin, yo tuve suerte. Moisés Wartberg se me acercó y estuvo encantador. No entendía cómo podía decir la gente cosas tan terribles de él. Recuerdo que su mujer se acercó un momento e intentó llevárselo, pero él no le hizo ningún caso. Siguió hablando tranquilamente conmigo y yo estaba en mi mejor forma, como fascinante beldad sureña, y, desde luego, al final de la velada, Moisés Wartberg me invitó a cenar a su casa al día siguiente. Por la mañana, llamé a todas mis amigas para contárselo. Me felicitaron y me dijeron que tendría que follármelo, y les dije que por supuesto que no lo haría, al menos el primer día. Y pensé también que me respetaría más si me hacía rogar un poco.

– Una buena técnica, sí señor -dije yo.

– Ya lo sé -me contestó ella-. Funcionó contigo, pero no era una táctica, sino que era lo que sentía. Aún no me había acostado con nadie que no me gustase realmente. Jamás me había ido a la cama con un hombre solamente por conseguir alguna cosa de él. Se lo dije a mis amigas, y ellas me dijeron que estaba loca. Que si Moisés Wartberg estaba realmente enamorado de mí o si le gustaba de verdad, tendría abierto el camino para convertirme en estrella.

Durante unos minutos, representó para mí una deliciosa pantomima de la falsa virtud convenciéndose a sí misma de que no era deshonesto pecar.

– ¿Y qué pasó? Dime -dije.

Janelle se irguió orgullosa, las manos en las caderas, la cabeza teatralmente ladeada.

– A las cinco en punto de aquella tarde, tomé la decisión más importante de mi vida. Decidí acostarme con un hombre al que no conocía, sólo por prosperar. Me consideré muy valiente y me sentí muy satisfecha de haber tomado al fin la decisión que habría tomado un hombre.

Se salió del papel sólo un momento.

– ¿No es eso lo que hacen los hombres? -dijo dulcemente-. Si pueden conseguir un buen trato son capaces de dar cualquier cosa, de rebajarse; ¿no funcionan así los negocios?

– Supongo que sí -dije yo.

– ¿Tú no has tenido que hacerlo? -me dijo.

– No -contesté.

– ¿Nunca hiciste nada así para conseguir publicar, para conseguir un agente o conseguir que un crítico te tratase mejor?

– No -contesté.

– Tienes una buena opinión de ti mismo, ¿verdad? -dijo Janelle-. He tenido antes aventuras con hombres casados, y lo único que percibí fue que todos querían llevar ese gran sombrero blanco de vaquero.

– ¿Qué significa eso?

– Querían ser justos con sus mujeres y sus amantes. Ésa es la impresión que querían dar para que no pudieses reprocharles nada, y tú haces lo mismo.

Pensé un momento en aquello. Comprendí lo que quería decir.

– De acuerdo -dije-. ¿Y eso qué?

– ¿Qué? -replicó Janelle-. Me dices que me quieres, pero vuelves nuevamente a casa con tu mujer. Ningún hombre casado debería decirle nunca a otra mujer que la quiere a menos que estuviese dispuesto a separarse de su esposa.

– Eso es palabrería romántica -dije.

Se puso furiosa un instante.

– Si yo fuese a tu casa y le dijese a tu mujer que me quieres -dijo-, ¿me desmentirías?

Me eché a reír con verdaderas ganas. Me puse la mano en el pecho y dije:

– ¿Por qué no lo repites?

– ¿Me desmentirías? -dijo ella.

– Con todo mi corazón -contesté.

Me miró un momento. Estaba furiosa, pero luego, de pronto, se echó a reír.

– Volví contigo, pero no volveré más.

Entendí lo que quería decir.

– De acuerdo -dije-. ¿Y qué pasó con Wartberg?

– Me di mi mejor baño con aceite de tortuga. Me ungí, me vestí con mis mejores galas y me dirigí al altar de los sacrificios. Me pasaron a la casa, y allí estaba Moisés Wartberg; nos sentamos y tomamos una copa y él me preguntó por mi carrera y estuvimos charlando como una hora. Él actuaba con mucha astucia, indicándome que si la noche resultaba bien haría un montón de cosas por mí; y yo pensaba: este hijo de puta no va a joderme, ni siquiera va a darme de comer.

Janelle se detuvo y me miró.

– Eso es algo que nunca te hice yo -dije.

Me miró fijamente y continuó:

– Y entonces me dijo: «La cena está esperándonos arriba, en el dormitorio. ¿Te apetece subir?» Y yo dije, con mi voz de beldad sureña: «Sí, tengo ya un poco de hambre». Me acompañó escaleras arriba, una escalinata muy bella, como en las películas, y abrió la puerta del dormitorio. La cerró cuando pasé, desde fuera, y allí me vi yo en el dormitorio, con una mesita puesta con pinchitos y entremeses.

Adoptó otra pose de jovencita inocente, desconcertada.

– ¿Y Moisés? -dije.

– Fuera. En el pasillo.

– ¿Te hizo cenar sola? -dije.

– No -dijo Janelle-. Allí estaba la señora Bella Wartberg con su camisón más vaporoso, esperándome.

– Ay, Dios mío -dije yo.

Janelle pasó a otra escena.

– No sabía que me tocaría hacerlo con una mujer. Me había costado ocho horas decidir joder con un hombre, y ahora resultaba que tendría que hacerlo con una mujer. No estaba preparada para aquello.

Le dije que yo tampoco estaba preparado para aquello.

– No sabía qué hacer, la verdad -dijo-. Me senté y la señora Wartberg sirvió unas cositas, y té, y luego se sacó los pechos del camisón y dijo:

– ¿Te gustan, querida?

– Son muy bonitos -dije yo.

Y entonces Janelle me miró a los ojos y bajó la cabeza. Yo dije:

– Bueno, ¿qué pasó? ¿Qué dijo ella cuando tú dijiste que eran bonitos?

Janelle abrió teatralmente los ojos como sorprendida.

– Bella Wartberg me dijo: «¿Te gustaría chupar uno, querida?»

Y entonces Janelle se derrumbó en la cama a mi lado.

– Salí corriendo de la habitación -dijo-. Bajé corriendo las escaleras. Salí de la casa y tardé dos años en encontrar trabajo.

– Esta ciudad es dura -dije.

– Ca -dijo Janelle-. Si yo hubiese hablado con mis amigas otras ocho horas, todo habría ido bien pese al cambio. Es cuestión de prepararse.

Le sonreí, y ella me miró a los ojos, desafiante.

– Sí -dije-. ¿Cuál es la diferencia?


Mientras el Mercedes recorría la autopista, procuraba escuchar a Doran.

– El viejo Moisés es el peligroso -decía Doran-. Cuidado con él.

Lo mismo pensaba yo de Moisés.

Moisés Wartberg era uno de los hombres más poderosos de Hollywood. Su empresa, los estudios TriCultura, tenía una solidez financiera superior a la de la mayoría, pero hacía las peores películas. Moisés Wartberg había creado una máquina de hacer dinero en el campo de las actividades creadoras. Sin el menor rastro de creatividad. Esto se consideraba verdadero talento.

Wartberg era un hombre gordo y desastrado, que vestía descuidadamente con trajes tipo Las Vegas. Hablaba poco, jamás mostraba emoción alguna, pensaba que lo lógico era darte todo lo que pudieses arrancarle. Creía que lo mejor era no darte nada que no pudieses sacarle a la fuerza a él y a su equipo de abogados. Era imparcial. Engañaba a productores, estrellas, escritores y directores, robándoles sus porcentajes de las películas de éxito. Jamás agradecía un buen trabajo de dirección, una buena interpretación, un buen guión. ¿Cuántas veces había pagado él mucho dinero por material que era basura? Así que, ¿por qué debía pagarle a un hombre lo que valía su trabajo si podía conseguirlo por menos?

Wartberg hablaba del cine como los generales de la guerra. Decía por ejemplo:

– Para hacer una tortilla hay que cascar los huevos.

O cuando un socio comercial aludía a la relación social que tenían, cuando un actor le decía cuánto se estimaban los dos personalmente y por qué los estudios TriCultura estaban jodiéndole, Wartberg esbozaba una fina sonrisa y decía fríamente:

– Cuando oigo la palabra «amor», echo mano a la cartera.

Se burlaba de la dignidad personal, se enorgullecía cuando le acusaban de no tener ningún sentido de la decencia. No ambicionaba adquirir fama de hombre de palabra. Él quería contratos con letra pequeña, no apretones de manos. Se ufanaba de engañar a su prójimo con una idea, un guión, un porcentaje sobre los beneficios de la película. Si le reprochaban esto -por lo general un artista excitadísimo (los productores eran más listos)- Wartberg se limitaba a contestar:

– Yo me dedico a hacer películas -en el mismo tono que podría haber empleado Baudelaire para contestar a un reproche similar con «yo me dedico a hacer poesía».

Usaba a los abogados como un gángster la pistola; al afecto, como la prostituta el sexo. Utilizaba las buenas obras como los griegos el caballo de Troya, subvencionaba el asilo Will Rogers para actores retirados, daba dinero para Israel, para los millones de hambrientos de la India, para los refugiados palestinos. Era sólo la caridad personal con los seres humanos concretos lo que no aceptaba.

Los estudios TriCultura eran deficitarios cuando Wartberg se hizo cargo. Wartberg sometió todo inmediatamente a un control estricto. Sus condiciones eran las más duras del mercado. Nunca se arriesgaba con ideas originales hasta que otros estudios demostraban su rentabilidad. Y el gran as que se guardaba en la manga eran los presupuestos bajos.

Mientras otros estudios se hundían con películas de diez millones de dólares, los estudios TriCultura jamás se embarcaban en una que superase los tres millones. De hecho, casi todas las películas tenían un presupuesto de dos millones o menos, y Moisés Wartberg o uno de sus tres vicepresidentes asesores no se separaba de ti las veinticuatro horas del día. Obligaba a los productores a firmar cláusulas de penalización, a los directores a poner como garantía sus porcentajes, a los actores a sudar tinta, todo para que no se sobrepasara el presupuesto. El productor que terminaba una película cumpliendo el presupuesto o por debajo de él, era para Moisés Wartberg un héroe, y lo sabía. No importaba que la película sólo cubriera costes. Pero si la película sobrepasaba el presupuesto, aunque diese veinte millones y proporcionase a los estudios una fortuna, Wartberg invocaba la cláusula de penalización del contrato del productor y se quedaba con su porcentaje de beneficios. Había un pleito, claro, pero los estudios tenían veinte abogados a sueldo que estaban para eso. Así que normalmente se llegaba a un acuerdo. Sobre todo si el productor, el actor o el escritor querían hacer otra película en TriCultura. Algo en lo que todo el mundo estaba de acuerdo era en que Wartberg poseía un talento genial para la organización. Tenía tres vicepresidentes que estaban a cargo de imperios independientes y que competían entre sí por el favor de Wartberg y por llegar a sucederle algún día. Los tres poseían mansiones palaciegas, grandes porcentajes y poder completo dentro de sus propias esferas, estando sometidos únicamente al veto de Wartberg. Así que los tres andaban a la caza de talentos, de guiones, de proyectos especiales, sabiendo que siempre tenían que mantener bajo el presupuesto, que el talento debía estar consagrado, y que tendrían que borrar cualquier chispa de originalidad antes de atreverse a subir a exponerlo en las oficinas de Wartberg, en la última planta del edificio de los estudios.


Su reputación sexual era impecable. Nunca tenía líos con las aspirantes a estrellas. Jamás presionaba a un director o a un productor para introducir en el filme a una favorita. Esto se debía en parte a su carácter ascético y a su escasa vitalidad sexual. Y en parte se debía también a su propia concepción de la dignidad personal. Pero la razón básica era que llevaba treinta años de matrimonio feliz con la novia de su adolescencia. Se habían conocido en un instituto de secundaria del Bronx, se habían casado antes de los veinte años y no se habían separado desde entonces.

Bella Wartberg había tenido una vida de cuento de hadas. Cuando era una esbelta adolescente de un instituto del Bronx, había embrujado a Moisés Wartberg con la mortífera combinación de unos pechos inmensos y una excepcional modestia. Llevaba jerseys sueltos y gruesos de lana, vestidos dos tallas más grandes que la suya, pero era como ocultar un trozo de resplandeciente metal radiactivo en una cueva oscura.

Sabías que estaban allí, y el hecho de que estuviesen ocultos los hacía aún más afrodisíacos. Cuando Moisés se hizo productor, ella no sabía en realidad lo que significaba. Tuvo dos hijos en dos años y tenía muchas ganas de descansar un año de su vida fértil, pero fue Moisés el que quiso parar. Por entonces, había canalizado la mayor parte de su energía en su carrera y además el cuerpo del que estaba sediento se encontraba dañado por las cicatrices del parto: los pechos que él había chupado estaban caídos y llenos de venas. Y ella se parecía demasiado a la buena ama de casa judía para el gusto de él. Le proporcionó una criada y se olvidó de ella. Aún la estimaba porque era una gran lavandera, sus camisas blancas estaban siempre impecablemente almidonadas y planchadas. En cuanto él se las ponía, perdían todo su lustre. Era una magnífica ama de casa. Siempre estaba pendiente de sus trajes tipo Las Vegas y de sus corbatas chillonas, haciéndolos pasar por la limpieza en seco exactamente en el momento justo, no tan a menudo como para que produjese un deterioro prematuro ni tan de tarde en tarde como para que las prendas pareciesen sucias. En una ocasión, ella compró un gato que se sentaba en el sofá y Moisés se sentó en aquel sofá y cuando se levantó tenía pelos de gato en la pernera del pantalón. Entonces Moisés agarró al gato y lo tiró contra la pared. Riñó histéricamente a Bella. Ésta se deshizo del gato al día siguiente.

Pero el poder fluye mágicamente de una fuente a otra. Cuando Moisés se convirtió en jefe de estudios de TriCultura, fue como si la varita mágica de un hada hubiese tocado a Bella Wartberg. El peluquero de moda le moldeó el pelo con una corona de negros rizos que le daban un aspecto regio.

Nunca se perdía la clase de gimnasia en el Sanctuario, un lugar al que acudía toda la gente del mundo del espectáculo, y donde Bella castigaba su cuerpo implacablemente. Bajó de sesenta kilos a cuarenta y cuatro. Hasta sus pechos se encogieron. Pero no lo bastante para corresponder al resto del cuerpo. Un cirujano los rebajó convirtiéndolos en dos capullos de rosa perfectamente proporcionados. Al mismo tiempo, le rebanó los muslos y le cortó un pedazo de las nalgas. Los especialistas en moda de los estudios le diseñaron un guardarropa adaptado a su nuevo cuerpo y su nueva posición social. Bella Wartberg se miraba al espejo y no veía una princesa judía de opulentas carnes y de vulgar belleza, sino una linda y esbelta norteamericana anglosajona, vivaz y llena de energía. Y gracias a Dios no veía que su apariencia era una deformación de lo que había sido, de su antiguo yo, que, como un espectro, persistía en los huesos de su cuerpo, en la estructura de su rostro. Era una delicada y elegante dama encajada en los pesados huesos que había heredado. Pero se creía bella. Y así, se mostró muy dispuesta cuando un joven actor que pretendía subir se fingió locamente enamorado de ella.

Y respondió a aquel amor apasionada y sinceramente. Fue al apartamento que él tenía en Santa Mónica, y por primera vez en su vida jodieron de veras. El joven actor era viril, amaba su profesión y se entregó en alma y cuerpo a su papel, de forma que estuvo a punto de creerse enamorado. Hasta el punto de que le compró a Bella un lindo brazalete de Gucci que ella guardaría cual tesoro el resto de su vida, como prueba de su primera gran pasión. Y así, cuando él le pidió que le ayudara a conseguir un papel en una importante película de TriCultura, se quedó absolutamente atónito cuando ella le dijo que jamás interfería en los negocios de su marido. Tuvieron una discusión feroz y el actor desapareció de su vida. Ella le echó de menos, echó de menos su sucio apartamento y sus discos de rock; pero había sido una muchacha equilibrada y se había educado para ser una mujer equilibrada. No repetiría el mismo error. En el futuro, elegiría a sus amantes tan cuidadosamente como el cómico elige su sombrero.

En los años que siguieron se convirtió en experta negociadora en sus relaciones con los actores, discriminando lo suficiente como para elegir a personas de talento y no a quienes carecían de él. Y, además, disfrutaba más con la gente de talento. Parecía como si la inteligencia general acompañase al talento. Les ayudaba en sus carreras. Nunca cometía el error de acudir directamente a su marido. Moisés Wartberg era demasiado olímpico para que le molestasen con tales cuestiones. Acudía a uno de los tres vicepresidentes. Alababa el talento de un actor que había visto en un grupito artístico que representaba a Ibsen, e insistía en que ella no le conocía personalmente aunque estaba segura de que sería interesante para los estudios. El vicepresidente apuntaba el nombre y el actor conseguía un pequeño papel. La noticia corría enseguida. Bella Wartberg se hizo tan famosa por su costumbre de follarse a cualquiera y en cualquier lugar, que cuando se pasaba por una de las oficinas de los vicepresidentes, el vicepresidente que recibía su visita procuraba que estuviese presente una de sus secretarias, lo mismo que el ginecólogo procura que esté presente la enfermera cuando examina a una paciente.

Los tres vicepresidentes que se disputaban el poder tenían que someterse a la mujer de Wartberg, o se creían en la obligación de hacerlo. Jeff Wagon se hizo muy amigo de Bella y llegó incluso a presentársela a algunos jóvenes especialmente atractivos. Al fracasar todo esto, Bella recorrió las tiendas caras de Rodeo buscando mujeres, celebró largas comidas en elegantes restaurantes con lindas aspirantes a estrellas que llevaban gafas de sol de hombre lúgubremente grandes.

Debido a su estrecha relación con Bella, Jeff Wagon era el favorito para el puesto de Moisés Wartberg cuanto éste se retirase.

Había un inconveniente: ¿qué haría Moisés Wartberg cuando se enterase de que su esposa, Bella, era la Mesalina de Beverly Hills?

Los reporteros de chismografía hablaban veladamente de las aventuras de Bella; no obstante, Wartberg tenía que darse cuenta. Bella era ya famosa.

Como siempre, Moisés Wartberg sorprendió a todo el mundo. Lo logró no haciendo absolutamente nada. Sólo raras veces se vengaba del amante. Contra su mujer, jamás tomaba represalias.

La primera vez que tomó venganza fue cuando un joven actor del rock-and-roll se ufanó de su conquista calificando a Bella Wartberg de «viejo chocho loco». En realidad, para él esto era un magnífico cumplido, pero para Moisés Wartberg era tan ofensivo como si uno de sus vicepresidentes apareciese en el trabajo con vaqueros y jersey de cuello de cisne. El cantante ganaba diez veces más dinero con un disco que con lo que le pagaban por el papel que interpretaba en la película. Pero se había contagiado del sueño norteamericano; el narcisismo de interpretarse a sí mismo en una película le embrujaba. La noche del estreno había reunido a su corte de compañeros de oficio y de chicas, y les había llevado a la sala de proyección privada de Wartberg, donde se apretujaban los artistas más destacados de los estudios TriCultura. Era una de las grandes fiestas del año.

El cantante se sentó allí y esperó. Fue pasando la película. Y en la pantalla no se le veía por ninguna parte. Su papel había quedado en la sala de montaje. Perdió absolutamente el control y tuvieron que llevarle a casa.

Moisés Wartberg había celebrado su paso de productor a jefe de unos estudios con un gran golpe. A lo largo de los años se había dado cuenta de que los peces gordos de los estudios estaban furiosos por la gran atención que se prestaba a actores, guionistas, directores y productores en los premios de la Academia. Les enfurecía el que sus empleados recibiesen todos los honores por las películas que ellos habían creado. Fue Moisés Wartberg quien años antes apoyó por primera vez la idea de que se entregase un premio Irving Thalberg en las ceremonias de la Academia. Fue lo bastante listo para incluir en el plan el que el premio no fuese anual. Eso habría significado que se adjudicaría al productor que mantuviese una calidad elevada de modo constante, a lo largo de los años. Fue también lo bastante listo como para introducir una cláusula según la cual no pudiese adjudicarse el premio a un individuo más de una vez. Y así, muchos productores, cuyas películas nunca ganaban premios de la Academia pero que tenían mucho peso en la industria cinematográfica, obtenían su cuota de publicidad ganando el Thalberg. De todos modos, esto dejaba al margen a los jefes concretos de estudios y a las auténticas estrellas taquilleras cuya obra nunca era lo bastante buena. Y entonces Wartberg apoyó la creación de un Premio Humanitario para el individuo de la industria cinematográfica de más altos ideales que se entregase denodadamente a la mejora de la industria y de la humanidad. Por fin, dos años atrás, Moisés Wartberg había recibido este premio y lo había aceptado en televisión ante cien millones de admirados telespectadores norteamericanos. Le entregó el premio un director japonés de fama internacional, por la sencilla razón de que no se había podido encontrar un director norteamericano que pudiese darle el premio sin que se le escapase la risa (o al menos eso dijo Doran cuando me lo contó).

La noche que Moisés Wartberg recibió su premio, dos guionistas sufrieron ataques al corazón de rabia. Una actriz tiró el televisor desde el cuarto piso del Hotel Beverly Wilshire. Tres directores presentaron la dimisión en la Academia. Pero ese premio se convirtió en la posesión más preciada de Moisés Wartberg. Un guionista comentó que era como si los internados en un campo de concentración votasen a Hitler como su político más querido.

Fue Wartberg quien perfeccionó la técnica de cargar a un actor de éxito, desde sus comienzos, con inmensos pagos hipotecarios por una mansión en Beverly Hills para obligarle a trabajar duramente en malas películas. Y eran los estudios de Moisés Wartberg los que pleiteaban constantemente ante los tribunales, hasta las últimas consecuencias, para privar a los verdaderos creadores del dinero que les correspondía. Y era Wartberg quien tenía los contactos en Washington. Entretenía a los políticos con guapas actrices, fondos secretos y lujosas vacaciones pagadas en las instalaciones que los estudios tenían por todo el mundo. Era un hombre que sabía utilizar a los abogados y utilizar la ley para el asesinato financiero, para robar y engañar. Al menos, eso decía Doran. A mí me parecía un hombre de negocios norteamericano como los demás.

Aparte de su astucia, sus relaciones en Washington eran el valor más importante de que disponían los estudios TriCultura.

Sus enemigos hicieron correr muchos rumores escandalosos sobre él que no eran ciertos. Difundieron rumores de que se iba en avión a París en secreto, todos los meses, para gozar con prostitutas infantiles. Se corrió la voz de que era un voyeur, que miraba por una rendija del dormitorio de su mujer cuando ésta estaba con sus amantes. Pero nada de todo esto era cierto.

De lo que no cabía duda era de su inteligencia y del vigor de su carácter. A diferencia de los otros peces gordos del cine, rechazaba los focos de la publicidad, con la única excepción de su persecución del Premio Humanitario.


Cuando Doran entró con el coche en el recinto de los estudios TriCultura, sentí el rechazo. Los edificios eran todos de hormigón, el recinto era como esos parques industriales que hacen que Long Island parezca un benigno campo de concentración para robots. Cuando cruzamos las verjas, los guardias no tenían sitio especial de aparcamiento para nosotros, y tuvimos que utilizar la zona de parquímetros, con su brazo de madera a fajas rojas y blancas que se alzaba automáticamente. No caí en la cuenta de que necesitaría una moneda de veinticinco céntimos para poder salir.

Creí que se trataba de un accidente, un olvido de una secretaria, pero Doran dijo que formaba parte de la técnica de Moisés Wartberg para colocar a talentos como yo en su sitio. A una estrella la hubiesen conducido inmediatamente a la parte de atrás. Nunca la habrían puesto con directores, ni siquiera con un actor importante. Pero querían que los escritores supiesen que no debían hacerse ilusiones de grandeza. Pensé que aquello era paranoia de Doran y me eché a reír, pero supongo que me fastidió, aunque sólo fuese un poco.

En el edificio principal, un agente de seguridad comprobó nuestras identidades y luego hizo una llamada para asegurarse de que nos esperaban. Bajó una secretaria y nos acompañó en el ascensor hasta la última planta. Y aquella última planta era bastante espectral. Elegante pero espectral.

Pese a todo esto, he de admitir que me impresionó la simpatía y la habilidad de Wagon. Sabía que era un tramposo y un embustero, pero eso, en cierto modo, me parecía natural. Como no deja de serlo el encontrar un fruto de aspecto exótico no comestible en una isla tropical. Mi agente y yo nos sentamos ante su mesa y Wagon dijo a su secretaria que bloquease todas las llamadas. Muy halagador. Pero evidentemente no le había dado la consigna secreta que realmente bloqueaba todas las llamadas, porque atendió por lo menos tres durante nuestra entrevista.

Aún tuvimos que esperar media hora a Wartberg para empezar la conferencia. Jeff Wagon contó algunas historias divertidas, incluso aquella de la chica de Oregon que le dio una cuchillada en los huevos.

– Si hubiese hecho mejor trabajo -dijo Wagon-, me habría ahorrado un montón de dinero y de problemas en estos años.

Sonó el teléfono de Wagon, y nos acompañó a Doran y a mí pasillo adelante, hasta una lujosa sala de conferencias que podía servir de plató.

En aquella gran mesa se sentaban Ugo Kellino, Houlinan y Moisés Wartberg. Charlaban tranquilamente. Al fondo de la mesa había un tipo de mediana edad de enmarañado pelo blanco. Wagon me lo presentó como el nuevo director de la película. Se llamaba Simon Bellfort, nombre que identifiqué. Veinte años atrás había hecho una gran película de guerra. Inmediatamente después había firmado un contrato por mucho tiempo con TriCultura y se había convertido en el director de toda la basura de Jeff Wagon.

Al joven que le acompañaba nos lo presentaron como Frank Richetti. Su cara respiraba agudeza e ingenio y vestía una mezcla Polo Lounge-estrella Rock-hippie californiano. El efecto me resultaba asombroso. Correspondía perfectamente a la descripción que había hecho Janelle de los hombres atractivos que vagaban por Beverly Hills y que eran proxenetas y donjuanes. Ella les llamaba Ciudad Lobo. Pero quizás dijese eso sólo por divertirme. No entendía cómo una chica podía aguantar a un tipo como Frank Richetti. Era el productor ejecutivo de Simon Bellfort en la película.

Moisés Wartberg no perdió el tiempo en preámbulos. Con voz desbordante de energía, puso inmediatamente las cosas en su sitio.

– No me gusta el guión que nos dejó Malomar -dijo-. El enfoque me parece totalmente erróneo. No es una película de TriCultura. Malomar era un genio, él podría haber filmado esta película. No tenemos a nadie de su clase en los estudios.

Frank Richetti interrumpió, suave y encantador.

– No sé, señor Wartberg. Tiene usted aquí a algunos magníficos directores.

Sonrió amablemente a Simon Bellfort.

Wartberg le miró con frialdad. No volveríamos a oír hablar a Richetti. Y Bellfort se ruborizó un poco y apartó la vista.

– Tenemos presupuestado muchísimo dinero para esta película -continuó Wartberg-. Es una inversión que hay que asegurar. Pero no queremos que se nos echen encima los críticos. Que digan que destruimos la obra de Malomar. Queremos utilizar su reputación para la película. Houlinan emitirá una declaración de prensa que firmaremos todos los presentes, diciendo que la película se hará tal como Malomar quería que se hiciera. Que será una película de Malomar, un último tributo a su grandeza y a todo lo que ha aportado a la industria.

Wartberg hizo una pausa mientras Houlinan iba pasando copias de la declaración de prensa. El encabezamiento era magnífico: el membrete de TriCultura en resplandeciente rojo y negro.

Kellino dijo tranquilamente:

– Moisés, muchacho, creo que será mejor que digas que Merlyn y Simon trabajarán conmigo en el nuevo guión.

– Vale, ya está dicho -dijo Wartberg-. Y, Ugo, permíteme que te recuerde que no puedes entrar interviniendo en la producción ni en la dirección. Eso es parte de nuestro acuerdo.

– Por supuesto -dijo Kellino.

Jeff Wagon sonrió y se apoyó en su silla.

– La declaración de prensa es nuestra postura oficial. Pero, Merlyn, debo decirle que Malomar estaba muy enfermo cuando le ayudó a usted en este guión. Es horrible. Tendremos que escribirlo de nuevo, yo tengo algunas ideas. Tenemos mucho trabajo por delante. En este momento tenemos que saturar a los medios de comunicación con Malomar. ¿Estás de acuerdo, Jack? -preguntó a Houlinan.

Y Houlinan asintió.

Luego, Kellino me dijo con mucha sinceridad:

– Espero que colabores conmigo en esta película para que sea la gran película que quería Malomar.

– No -dije-. No puedo hacerlo. Trabajé en el guión con Malomar, y a mí me parece magnífico. Así que no puedo estar de acuerdo con ningún cambio ni con ninguna nueva redacción. Y no firmaré ninguna declaración de prensa en ese sentido.

Entonces intervino Houlinan, con mucha suavidad.

– Todos sabemos lo que sientes. Trabajaste muy unido a Malomar en este guión. Apruebo lo que acabas de decir, pienso que es maravilloso. Es raro que haya tanta lealtad en Hollywood. Pero recuerda que tienes un porcentaje en la película. Te interesa que sea un gran éxito. Si no eres amigo de la película, si eres enemigo de la película, estarás quitándote tu propio dinero.

Tuve que echarme a reír al oír esto.

– Soy amigo de la película. Por eso no quiero que se modifique el guión. Vosotros sois los enemigos de la película.

Entonces, Kellino dijo brusca y ásperamente:

– Que se vaya a la mierda. No le necesitamos.

Por primera vez miré directamente a Kellino, y recordé la descripción que había hecho Osano de él. Su atuendo, como siempre, era maravilloso: traje de corte perfecto, magnífica camisa, suaves zapatos marrones. Estaba guapísimo, recordé que Osano había utilizado una palabra italiana del campo, cafone. «Un cafone», había dicho, «es el campesino que ha conseguido hacer mucho dinero y fama e intenta convertirse en miembro de la nobleza. Lo hace todo bien. Aprende buenas maneras, mejora su lengua y viste como un ángel. Pero por muy bien que vista, por mucho cuidado que tenga, por mucho que se limpie, lleva siempre pegado a los zapatos un trocito de mierda».

Y, mirando a Kellino, me di cuenta de lo bien que le iba tal descripción.

Wartberg le dijo a Wagon: «Resuelve esto», y luego salió.

Él no podía molestarse en andar discutiendo con un escritor medio tonto. Había ido a aquella reunión por cortesía hacia Kellino.

Entonces Wagon dijo suavemente:

– Merlyn es esencial en este proyecto, Ugo. Estoy seguro de que cuando se lo piense detenidamente, se unirá a nosotros. Doran, ¿por qué no volvemos a vernos todos de aquí a unos días?

– Claro -dijo Doran-. Ya te llamaré.

Nos levantamos para irnos. Le entregué mi copia de la declaración de prensa a Kellino.

– No sé que tienes en el zapato -dije-. Límpialo con esto.

Cuando salimos de los estudios TriCultura, Doran me dijo que no me preocupase, que él podría arreglarlo todo en una semana, que Wartberg y Wagon no podían permitirse tenerme como enemigo de la película. Llegarían a un acuerdo. Y no se discutiría mi porcentaje.

Le dije que me daba igual todo y que condujese más deprisa. Sabía que Janelle estaría esperándome en el hotel y me parecía que lo que más deseaba en el mundo era volver a verla; acariciar su cuerpo y besar su boca y tenderme a su lado, y oírle contar historias.

Me alegraba tener una excusa para quedarme una semana en Los Angeles y estar con ella seis o siete días. En realidad, la película me importaba un bledo. Con Malomar muerto, sabía que sería otra de las basuras de los estudios TriCultura.

Cuando Doran me dejó a la puerta del Hotel Beverly Hills, me puso una mano en el brazo y me dijo:

– Espera un momento. Tengo que decirte algo.

– Dime -contesté impaciente.

– Hace tiempo que pensaba decírtelo -explicó Doran-, pero creí que quizás no fuese asunto mío.

– Demonios -dije-, ¿de qué hablas? Tengo prisa.

Doran sonrió con cierta tristeza.

– Sí, ya lo sé. Te está esperando Janelle, ¿verdad? Pues es de Janelle de quien quiero hablarte.

– Mira -le dije-, lo sé todo de ella y no me importa nada lo que haya hecho, fuera lo que fuere. Me da absolutamente igual.

Doran hizo una pequeña pausa.

– ¿Conoces a Alice, la chica con la que vive?

– Sí -dije-. Es una chica agradable.

– Es un poco lesbiana -dijo Doran.

Tuve una extraña sensación de reconocimiento, como si yo fuese Cully contabilizando un "zapato".

– Sí -dije-. ¿Y qué?

– Pues Janelle es igual -dijo Doran.

– ¿Quieres decir que es lesbiana? -pregunté.

– La palabra es bisexual -dijo Doran-. Le gustan las mujeres y los hombres.

Pensé un momento en lo que me había dicho y luego sonreí y dije:

– Bueno, nadie es perfecto.

Salí del coche y subí a mi habitación, donde me esperaba Janelle, e hicimos el amor antes de ir a cenar. Pero esta vez no le pedí que me contase historias, no le mencioné lo que me había dicho Doran. No hacía falta. Me había dado cuenta de ello hacía mucho y lo había aceptado. Era mejor eso que el que anduviese jodiendo con otros hombres.

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