Con el tiempo, Cully Cross había llegado a contabilizar perfectamente el «zapato» y había conseguido por fin la baza ganadora. Era realmente Xanadú Dos, se sentía pleno de vitalidad y tenía control absoluto sobre «el lápiz». Un «lápiz de oro». Podía disponer de todo, no sólo de habitaciones, comida, bebida, sino también de billetes de avión desde cualquier lugar del mundo, chicas de alto precio, poder para hacer desaparecer las cuentas de los clientes. Podía incluso regalar fichas de juego a los intérpretes y artistas de elevada categoría que actuaban en el Hotel Xanadú.
Durante aquellos años, Gronevelt había sido para él más un padre que un jefe. Su amistad se había fortalecido. Habían luchado cientos de veces juntos. Habían rechazado a los piratas, del interior y del exterior, que intentaban apoderarse del tesoro sagrado del Hotel Xanadú. Agentes de reclamaciones que querían quedarse con el dinero, jugadores que provistos de instrumentos magnéticos intentaban vaciar las máquinas tragaperras contra todas las leyes del azar; organizadores de giras que introducían estafadores y tramposos con documentos de identidad falsos, empleados que intentaban robar a la casa, falsificadores de boletos de keno. Cully y Gronevelt habían conseguido derrotarles a todos.
Durante aquellos años, Cully se había ganado el respeto de Gronevelt por su habilidad para atraer nuevos clientes al hotel. Había organizado un torneo mundial de veintiuno que se celebraba en el Xanadú. Había retenido a un cliente de un millón de dólares al año regalándole un Rolls Royce nuevo cada Navidad. El hotel cargaba el importe del coche a relaciones públicas, que se deducía de los impuestos. El cliente se sentía muy feliz recibiendo un coche de sesenta mil dólares que le habría costado ciento ochenta mil en dólares imponibles, una reducción de un veinte por ciento en sus pérdidas. Pero el mejor golpe de Cully había sido el de Charles Hemsi. Gronevelt se pasó años ufanándose de la habilidad de su protegido.
Gronevelt puso ciertas objeciones al hecho de que Cully saldase todas las deudas de Hemsi en Las Vegas a un precio de diez centavos por dólar. Pero acabó dando el visto bueno. Y, desde luego, Hemsi acudía a Las Vegas por lo menos seis veces al año y siempre se hospedaba en el Xanadú. En un viaje tuvo una fantástica racha en la mesa de dados y ganó setenta mil dólares. Utilizó ese dinero para pagar parte de su deuda, y así el Xanadú quedó cubierto. Pero luego Cully demostró su genio.
En uno de sus viajes, Charles Hemsi mencionó que su hijo se iba a casar en Israel. Cully estaba entusiasmado con su amigo e insistió en que el Hotel Xanadú se hiciese cargo de la factura de la boda. Cully le dijo a Hemsi que el reactor del Hotel Xanadú (otra idea de Cully, la de comprar el avión para absorber parte del negocio de los organizadores de giras) transportaría a todos los invitados a Israel y pagaría los hoteles allí. El Xanadú pagaría la fiesta de la boda, la orquesta, todos los gastos. Sólo había un problema: como los invitados procedían de diversos puntos de Estados Unidos, tendrían que coger el avión en Las Vegas. Pero podían alojarse en el Xanadú gratuitamente.
Cully calculó los gastos del hotel en doscientos mil dólares. Convenció a Gronevelt de que se recuperarían, y de que si no se recuperaban, asegurarían el que Charlie Hemsi y su hijo siguieran jugando allí toda la vida. La operación resultó un gran éxito. Llegaron a Las Vegas cien invitados a la boda, y antes de irse a Israel, se dejaron casi un millón de dólares en la caja del hotel.
Pero aquel día Cully pensaba exponer a Gronevelt un plan que podría proporcionar aún más dinero, un plan que obligaría a Gronevelt y a sus socios a nombrarle encargado general del Hotel Xanadú, el cargo oficial más importante después del de Gronevelt. Cully estaba esperando a Fummiro. Fummiro había amontonado deudas en sus dos últimos viajes. Tenía problemas de pago. Cully sabía por qué y tenía la solución. Pero sabía que debía dejar que Fummiro tomase la iniciativa; sabía que si él, Cully, sugería la solución, Fummiro se echaría atrás. La iniciativa debía partir de Fummiro. Daisy le había adoctrinado.
Por fin llegó Fummiro a la ciudad; tocó el piano por la mañana y se tomó la sopa para desayunar. No le interesaban las mujeres. Le interesaba el juego, y en tres días perdió todo lo que llevaba en metálico y firmó por otros trescientos mil dólares. Antes de irse, llamó a Cully. Fummiro fue muy cortés, aunque estaba algo nervioso. No quería perder la compostura. Temía que Cully pensase que no iba a pagar sus deudas de juego, y así, con mucho tacto, le explicó a Cully que tenía dinero suficiente en Tokio y que el millón de dólares era una bagatela para él. El único problema era sacar el dinero del Japón, convertir los yens japoneses en dólares norteamericanos.
– Así pues, señor Cross -le dijo a Cully-, si usted pudiese venir a Japón, yo le pagaría allí en yens, y estoy seguro de que usted hallaría el medio de traer el dinero a Norteamérica.
Cully quería convencer a Fummiro de la completa confianza y fe en él que tenía el hotel.
– Señor Fummiro -dijo-, no tiene usted ninguna prisa, su crédito es bueno. El millón de dólares puede esperar hasta la próxima vez que pueda usted venir a Las Vegas. En realidad, no hay ningún problema. Estamos encantados de tenerle aquí. Su compañía es un placer. No se preocupe, por favor. Permítame que me ponga a su servicio, y si desea algo, dígamelo, e intentaré complacerle. Es un honor para nosotros que nos deba ese dinero.
Fummiro se tranquilizó. No estaba tratando con un bárbaro norteamericano, sino con alguien que era casi tan educado como un japonés.
– Señor Cross -dijo-. ¿Por qué no viene a visitarme? En Japón lo pasaremos maravillosamente. Le llevaré a una casa de geishas, tendrá la mejor comida, la mejor bebida y las mejores mujeres. Será mi huésped personal y así podré corresponder en parte a la hospitalidad que siempre me ha brindado y, además, entregarle el millón de dólares para el hotel.
Cully sabía que el gobierno japonés tenía una legislación muy severa contra la fuga de capitales. Fummiro le proponía un acto delictivo. Esperó y se limitó a mover la cabeza, sin olvidarse de sonreír continuamente.
Entonces, Fummiro continuó:
– Me gustaría hacer algo por usted. Confío plenamente en usted, y ésa es la única razón de que le diga esto. Mi gobierno es muy severo en lo tocante a sacar dinero del país. Me gustaría sacar dinero mío. Si al recoger ese millón del Hotel Xanadú pudiese usted sacar otro millón para mí y depositarlo en la caja del hotel, recibiría usted cincuenta mil dólares.
Cully sintió la dulce satisfacción de contabilizar perfectamente el «zapato».
– Señor Fummiro -dijo con sinceridad-, lo haré por la amistad que nos une. Pero, por supuesto, he de hablar con el señor Gronevelt.
– Por descontado -dijo Fummiro-. Yo también hablaré con él.
A continuación, Cully llamó a las habitaciones de Gronevelt y su telefonista le dijo que Gronevelt estaba ocupado y no recibía llamadas aquella tarde. Dejó recado de que la cuestión era urgente. Esperó en su oficina. Tres horas después sonó el teléfono. Y era Gronevelt para decirle que fuera a su suite.
Gronevelt había cambiado mucho en los últimos años. Se había borrado el tono rojizo de su piel, dejando paso a un blanco espectral. Tenía la cara como la de un frágil halcón. Se había hecho viejo bruscamente, y Cully sabía que pocas veces se llevaba a una chica para pasar la tarde. Parecía cada vez más inmerso en sus libros y dejaba casi todos los detalles de la dirección del hotel a Cully. Pero aún se daba un paseo diario por el casino, revisando todos los sectores, observando a los talladores y a los empleados y a los jefes de sector con sus ojos de halcón. Aún era capaz de absorber la energía eléctrica del casino en su pequeño cuerpo.
Gronevelt estaba vestido para bajar al casino. Jugueteó con el cuadro de mandos que inundaría los sectores del casino de oxígeno puro. Pero era todavía demasiado temprano. Apretaría el botón en la madrugada, cuando los jugadores empezaran a cansarse y a pensar en irse a la cama. Entonces les reanimaría como a marionetas. Sólo en el último año había hecho conectar directamente los controles de oxígeno a su suite.
Gronevelt pidió que le sirvieran la cena en sus habitaciones. Cully estaba atento. ¿Por qué le había hecho esperar Gronevelt tres horas? ¿Había hablado con él antes Fummiro? Y comprendió de pronto que era esto lo que había sucedido.
Cully se percató de que estaba resentido. Los dos eran muy fuertes, él aún no había alcanzado la altura de ellos y por eso habían conferenciado sin él.
– Supongo que Fummiro te explicaría su plan -dijo suavemente Cully-. Le dije que tendría que consultar contigo.
Gronevelt le sonrió.
– Cully, hijo mío, eres una maravilla. Perfecto. Ni yo mismo podría haberlo hecho mejor. Le dejaste que viniese él a ti. Me temía que te pusieras nervioso con todas esas deudas amontonándose en casa.
– Fue mi amiga Daisy -dijo Cully-. Ella me convirtió en ciudadano japonés.
Gronevelt frunció un poco el ceño.
– Las mujeres son peligrosas -dijo-. Los hombres como tú y como yo no podemos permitirnos dejarlas acercarse demasiado. Ésa es nuestra fuerza. Las mujeres pueden liquidarte por nada. Los hombres son más sensibles y más dignos de confianza -suspiró y luego continuó-: en fin, no tengo que preocuparme por ti en ese aspecto. Repartes muy bien tus billetes.
Volvió a suspirar, sacudió levemente la cabeza y retornó al asunto:
– El único problema en todo esto es que no hemos dado nunca con un medio seguro de sacar dinero de Japón. Tenemos deudas allí por valor de una fortuna, pero yo no daría un centavo por ellas. Los problemas son muchos. En primer lugar, si el gobierno japonés te descubre, te pasas dos años enjaulado. Por otra parte, en cuanto te hagas con el dinero, te convertirás en objetivo de todos los gánsters. Los delincuentes japoneses tienen un servicio de espionaje magnífico. Sabrán inmediatamente cuándo recoges el dinero. Dos o tres millones de dólares en yens ocuparán mucho espacio. Una gran maleta. En Japón pasan la maleta por rayos X. Y luego, ¿cómo convertir los yens en dólares norteamericanos? ¿Cómo entrar en Estados Unidos? Además, aunque creo que puedo garantizarte que no ocurrirá, ¿qué me dices de los gánsters de acá? La gente de este hotel sabrá que te enviamos allí a recoger el dinero. Tengo socios, pero no puedo garantizarte la discreción de todos ellos. Además, por puro accidente, puedes perder el dinero. Imagínate la situación en que te verías. Si perdieras el dinero, siempre sospecharíamos que eras culpable, a menos que te mataran.
– Ya he pensado todo eso -dijo Cully-. Comprobé en caja y tenemos por lo menos otro millón, o dos millones, en deudas de otros jugadores japoneses. Así que me traería cuatro millones.
Gronevelt se echó a reír.
– En un viaje eso sería un juego peligroso. Un mal porcentaje.
– Bueno -dijo Cully-. Puede hacerse en un viaje, en dos o en tres. Primero he de ver cómo se puede hacer.
– Estás corriendo riesgos en todos los sentidos -dijo Gronevelt-. Según mi criterio, no sacas nada de este asunto. Si ganas, no ganas nada. Si pierdes, lo pierdes todo. Si te prestas a algo así, los años que he pasado enseñándote, no han servido de nada. En fin, ¿por qué quieres hacer esto? No hay ningún porcentaje para ti.
– Mira, lo haré por mi cuenta y sin ayuda -dijo Cully-. Si la cosa va mal, la responsabilidad es toda mía. Pero si trajese los cuatro millones de dólares, me gustaría que me nombrasen encargado general del hotel. Yo sabes que soy de los tuyos. Nunca iría contra ti.
Gronevelt lanzó un suspiro.
– Es una jugada horrible la que haces. Me fastidia que lo hagas.
– ¿De acuerdo, entonces? -preguntó Cully. Procuró borrar el júbilo de su voz. No quería que Gronevelt supiese lo ansioso que estaba.
– Sí -dijo Gronevelt-. Pero coge sólo los dos millones de Fummiro, no te preocupes del dinero que nos deben los otros. Si algo fuese mal, perderíamos sólo esos dos millones.
Cully se echó a reír, jugando su juego.
– Sólo perdemos un millón, el otro es de Fummiro. ¿No te acuerdas?
Pero Gronevelt dijo, muy serio:
– Es todo nuestro. En cuanto ese dinero esté en nuestra caja, Fummiro lo jugará y acabará perdiéndolo. Eso es lo positivo del asunto.
A la mañana siguiente, Cully llevó a Fummiro al aeropuerto en el Rolls Royce de Gronevelt. Le hizo un obsequio caro: un estuche antiguo, del renacimiento italiano, lleno de monedas de oro. Fummiro se entusiasmó, pero Cully percibió cierta curiosidad maliciosa tras sus efusiones de alegría. Por fin Fummiro dijo:
– ¿Cuándo viene usted al Japón?
– Tardaré de dos semanas a un mes -dijo Cully-. Ni siquiera el señor Gronevelt sabrá el día exacto. Usted ya comprende por qué.
Fummiro asintió.
– Sí, ha de tener mucho cuidado. El dinero le estará esperando.
Cuando regresó al hotel, Cully se puso en contacto con Nueva York, con Merlyn.
– Merlyn, viejo amigo, ¿qué te parece si me acompañas en un viaje al Japón, con todos los gastos pagados, geishas incluidas?
Hubo una larga pausa al otro lado del hilo, y luego Cully oyó que Merlyn decía:
De acuerdo.
Lo de ir a Japón me pareció una idea estupenda. De todos modos, tenía que estar en Los Angeles a la semana siguiente para trabajar en la película, así que allí estaría a medio camino. Y estaba peleándome tanto con Janelle que quería descansar un poco de ella. Sabía que se tomaría mi marcha a Japón como un insulto personal, y eso me complacía.
Vallie me preguntó cuánto tiempo estaría en Japón, y le dije que más o menos una semana. A ella no le importaba que fuese; nunca le importaba nada. De hecho, siempre se sentía feliz al verme marchar, y yo estaba demasiado inquieto en casa, le destrozaba los nervios. Ella pasaba mucho tiempo visitando a sus padres y a otros miembros de su familia, y se llevaba a los niños con ella.
Cuando llegué a Las Vegas, Cully estaba esperándome con el Rolls Royce en la pista misma, así que ni siquiera tuve que ir andando hasta los edificios del aeropuerto. Esto disparó algún timbre de alarma en mi cabeza.
Mucho tiempo atrás, Cully me había explicado por qué esperaba a veces a algunas personas dentro mismo del campo de aterrizaje. Lo hacía para eludir las cámaras ocultas con las que el FBI controlaba a los pasajeros.
Donde convergían todos los pasillos, en la sala de espera central del aeropuerto, había un inmenso reloj. Detrás del reloj, en cabinas especiales construidas para este fin, había cámaras cinematográficas que registraban los grupos de ansiosos jugadores que llegaban de todo el mundo a Las Vegas. De noche, el equipo de servicio del FBI repasaba la cinta y la cotejaba con su lista de personas buscadas. Ladrones de banco, estafadores, falsificadores de moneda, raptores y extorsionistas se quedaban asombrados al verse atrapados antes de tener posibilidad de jugarse sus ganancias mal habidas.
Cuando le pregunté a Cully cómo sabía esto, me dijo que tenía a un antiguo agente de alto nivel del FBI trabajando como jefe de seguridad en el hotel. Así de simple.
También me di cuenta de que Cully había conducido él mismo el Rolls. No traía chófer. Condujo el coche hasta la zona de equipajes y allí nos quedamos sentados mientras esperábamos a que sacasen mis cosas. Entonces, Cully me informó.
Primero me advirtió que no dijese a Gronevelt que íbamos a ir a Japón a la mañana siguiente. Luego me habló de nuestra misión, los dos millones de dólares en yens que tendríamos que sacar ilegalmente del Japón, y de los peligros que corríamos.
– Mira -dijo con toda sinceridad-, no creo que haya ningún peligro, pero quizás tú no pienses lo mismo. Si no quisieras ir, lo entendería.
Pero él sabía que yo no tenía ninguna posibilidad de rechazarle. Le debía el favor. En realidad, le debía dos favores. Le debía el no estar en la cárcel, y le debía el haberme entregado de nuevo mis treinta mil dólares cuando terminaron los problemas. Me los había dado en metálico, en billetes de veinte dólares, y yo había metido el dinero en cuentas de ahorro de Las Vegas. La coartada sería que lo había ganado jugando, y Cully y su gente estaban dispuestos a cubrirme. Pero nunca llegó a darse el caso. Todo el escándalo del ejército de la reserva murió.
– Siempre quise ir a Japón -dije-. No me importa ser tu guardaespaldas, ¿tengo que llevar revólver?
– ¿Quieres que nos maten? -dijo Cully horrorizado-. Si quisieran quitarnos el dinero, tendríamos que dejarles. Nuestra protección es el secreto y la rapidez de movimientos. Lo tengo todo pensado.
– ¿Entonces para qué me necesitas? -le pregunté. Sentía curiosidad y cierta inquietud. No tenía sentido.
Cully suspiró.
– El viaje a Japón es muy largo -dijo Cully-. Necesito compañía. Podemos jugar en el avión, y andar por Tokio y divertirnos un poco. Además, tú eres un gran tipo, y si se nos acerca algún raterillo aficionado puedes asustarle.
– De acuerdo -dije. Pero no me convencía del todo el asunto.
Aquella noche cenamos con Gronevelt. No tenía buen aspecto. Pero estuvo muy simpático, contando historias de sus primeros tiempos en Las Vegas. Cómo había hecho su fortuna en dólares libres de impuestos antes de que el gobierno federal enviase un ejército de espías y contables a Nevada.
– Hay que hacerse rico en la oscuridad -dijo Gronevelt. Era su constante obsesión, algo parecido al premio Nobel de Osano.
– En este país todo el mundo tiene que hacerse rico en la oscuridad -insistió-. Hay miles de pequeños negocios y tiendas que se dedican a evadir dinero, y luego las grandes empresas que crean una llanura legal de oscuridad.
Pero en ningún sitio había tantas oportunidades como en Las Vegas. Gronevelt sacudió el habano y dijo con satisfacción:
– Ésa es la fuerza de Las Vegas. Aquí puedes hacerte rico en la oscuridad mejor que en ningún sitio. Ahí está su fuerza.
– Merlyn se queda sólo por esta noche -dijo Cully-. Creo que iré a Los Angeles mañana con él a comprar antigüedades. Y de paso puedo ver a esa gente de Hollywood que nos debe dinero.
Gronevelt dio una larga chupada al habano.
– Buena idea -dijo-. Estoy quedándome sin regalos. ¿Sabes cómo se me ocurrió esa idea de hacer regalos? Pues lo leí en un libro sobre juego que se publicó en 1870. La cultura es una gran cosa.
Se levantó con un suspiro; la señal para que nos fuéramos. Veíamos el Strip desde allí, con sus millones de luces rojas y verdes, y a lo lejos las oscuras montañas del desierto.
– Él sabe que vamos -dije a Cully.
– Si lo sabe, que lo sepa -dijo Cully-. Nos veremos para desayunar a las ocho. Hay que salir temprano.
A la mañana siguiente volamos de Las Vegas a San Francisco. Cully llevaba una cartera de magnífico cuero marrón, con los cantos de metal mate. Tenía también tiras metálicas. El cierre era sólido y pesado. Tenía un aspecto formidable.
– No se abrirá -dijo Cully-. Y nos será siempre fácil localizarla entre las otras maletas.
Yo jamás había visto una maleta como aquélla, y se lo dije:
– Es antigua; la encontré en Los Angeles -me dijo Cully muy satisfecho.
Subimos en el avión de las líneas aéreas japonesas, con sólo quince minutos de tiempo. Cully lo había programado todo muy justo deliberadamente. En el largo viaje jugamos al gin; cuando aterrizamos en Tokio le había ganado seis mil dólares. Pero parecía no importarle. Se limitó a darme una palmada en la espalda y a decirme:
– Ya ganaré yo en el viaje de vuelta.
Fuimos en un taxi a nuestro hotel de Tokio. Yo estaba deseando ver la fabulosa ciudad del lejano oriente. Pero aquello era un Nueva York más mísero y más contaminado. Parecía también un Nueva York a escala más pequeña, con gente más pequeña, edificios más bajos, el oscuro horizonte era como una versión en miniatura del familiar y sobrecogedor horizonte neoyorkino. Cuando llegamos al centro de la ciudad, vi que algunos hombres llevaban máscaras blancas de gasa quirúrgica. Tenían un aire extraño. Cully me dijo que los japoneses de los centros urbanos llevaban esas máscaras para protegerse de las infecciones pulmonares provocadas por la atmósfera muy contaminada.
Pasamos ante edificios y tiendas que parecían de madera, como decorados de película, y mezclados con ellos había modernos rascacielos y edificios de oficinas. Las calles estaban llenas de gente, la mayoría con ropa occidental; algunos, principalmente mujeres, con diversos tipos de kimonos. Era una mezcla desconcertante de estilos.
El hotel fue decepcionante. Era moderno y norteamericano. El inmenso vestíbulo tenía una alfombra color chocolate y grandes sillones de cuero negro. En la mayoría de estos sillones había pequeños japoneses que vestían trajes negros como los de los hombres de negocios norteamericanos y que llevaban carteras. Podría haber sido el Hilton de Nueva York.
– ¿Esto es oriente? -dije a Cully.
Cully movió la cabeza impaciente.
– Esta noche tenemos que dormir bien. Mañana haré mi negocio y por la noche te enseñaré cómo es de verdad Tokio. Lo pasarás muy bien, no te preocupes.
Tomamos una suite de dos dormitorios. Deshicimos las maletas y me di cuenta de que Cully llevaba muy poca cosa en su monstruo de cuero y metal. Los dos estábamos cansados del viaje y, aunque sólo eran las seis, hora de Tokio, nos fuimos a la cama.
A la mañana siguiente, sentí llamar a la puerta de mi dormitorio.
– Vamos -dijo Cully-. Es hora de levantarse.
Amanecía en aquel momento.
Pidió desde la habitación el desayuno, que me decepcionó. Empecé a hacerme a la idea de que no iba a ver gran cosa del Japón. Nos dieron huevos con tocino, café y zumo de naranja e incluso unos bollos ingleses. Lo único oriental eran unos pasteles. Los pasteles eran inmensos y el doble de gruesos de lo que debían ser. Parecían más bien inmensas planchas de pan, y tenían un color amarillo rancio muy raro. Probé uno y juro que sabía como a pescado.
– ¿Qué demonios es esto? -le dije a Cully.
– Son pasteles, pero hechos con aceite de pescado -dijo.
– Paso -dije yo, y empujé el plato hacia él.
Cully los terminó con verdadero gusto.
– Lo único que hay que hacer es acostumbrarse a ellos -dijo.
Mientras tomábamos café, le pregunté:
– ¿Cuál es el programa?
– Hace un día maravilloso -dijo Cully-. Daremos un paseo y te lo explicaré.
Me di cuenta de que no quería hablar en la habitación. Temía que pudiese estar controlada.
Salimos del hotel. Aún era muy temprano. Acababa de salir el sol. Doblamos una esquina, entramos por una calle lateral, y, de pronto, me vi en oriente. Por todas partes había casas pequeñas, y a lo largo de la acera se extendían enormes montones de basura de color verde que formaban una pared.
En las calles había poca gente. Pasó a nuestro lado un hombre en bicicleta, con su kimono negro flotando detrás. Aparecieron de pronto ante nosotros dos tipos musculosos con pantalones y camisas caqui y máscaras de gasa. Tuve un pequeño sobresalto y Cully se echó a reír mientras los dos hombres doblaban por otra calle lateral.
– Demonios -dije-, esas máscaras son tan raras.
– Ya te acostumbrarás a ellas -dijo Cully-. Ahora escucha atentamente. Quiero que sepas todo lo que va a pasar, para que no cometas ningún error.
Mientras seguíamos caminando a lo largo del muro de basura gris verdosa, Cully me explicó que iba a sacar de contrabando dos millones de dólares en yens japoneses y que el gobierno tenía normas muy estrictas sobre la exportación de la moneda nacional.
– Si me cazan, voy a la cárcel -dijo Cully-. A menos que Fummiro pueda resolverlo. O a menos que Fummiro vaya a la cárcel conmigo.
– ¿Y yo? -dije-. Si te cogen a ti, ¿no me cogerán a mí?
– Tú eres un escritor famoso -dijo Cully-. Los japoneses sienten un gran respeto por la cultura. Se limitarán a echarte del país. Tú mantén la boca cerrada.
– Así que estoy aquí sólo para divertirme -dije. Sabía que era mentira y quería que él se diera cuenta de que lo sabía.
Luego se me ocurrió otra cosa:
– ¿Cómo demonios vamos a pasar la aduana norteamericana? -dije.
– No lo haremos -dijo Cully-. El dinero lo soltaremos en Hong Kong. Es puerto franco. Los únicos que tienen que pasar por aduana son los que viajan con pasaportes de Hong Kong.
– Demonios -dije-. Ahora me dices que vamos a Hong Kong. ¿Y adónde iremos después, al Tíbet?
– Vamos, seriedad -dijo Cully-. No te asustes. Hice esto hace un año con un poco de dinero, sólo para probar.
– Proporcióname un revólver -dije-. Tengo mujer y tres hijos, cabrón, dame una oportunidad para poder luchar.
Pero lo decía en broma. Cully me tenía bien cogido.
Sin embargo, Cully no comprendió que yo bromeaba.
– No puedes llevar un arma -dijo-. Todas las líneas aéreas japonesas tienen un sistema electrónico de seguridad para controlar a los pasajeros y al equipaje de mano. Y la mayoría hacen pasar el equipaje que les entregas por rayos X.
Hizo una pequeña pausa y luego añadió:
– La única empresa que no pasa el equipaje por rayos X es Zathay. Así que si me pasa algo, ya sabes lo que tienes que hacer.
– Ya me imagino solo en Hong Kong con dos millones -dije-. Tendría a otros tantos hombres persiguiéndome.
– No te preocupes -dijo suavemente Cully-. Nada pasará. Será una fiesta.
Me eché a reír, pero también estaba preocupado.
– En caso de que pase algo -dije-, ¿qué tengo que hacer en Hong Kong?
– Ir al Banco Futaba -dijo Cully- y preguntar por el vicepresidente. Él cogerá el dinero y lo cambiará por dólares de Hong Kong. Te dará un recibo y quizás te cobre veinte grandes. Luego convertirá los dólares de Hong Kong en dólares norteamericanos y te cargará otros cincuenta mil. Los dólares norteamericanos se enviarán a Suiza y te darán otro recibo. Al cabo de una semana, el Hotel Xanadú recibirá un giro del banco suizo por dos millones, menos lo que cobre el banco de Hong Kong. ¿Te das cuenta de lo fácil que es?
Pensé en el asunto mientras regresábamos al hotel. Por último, volví a mi pregunta original.
– ¿Y para qué demonios me necesitas a mí?
– No me hagas más preguntas, haz exactamente lo que te digo -dijo Cully-. Me debes un favor, ¿no?
– Sí -dije. Y no hice más preguntas.
Cuando volvimos al hotel, Cully hizo algunas llamadas telefónicas, hablando en japonés, y luego me dijo que se iba.
– Volveré sobre las cinco -dijo-. Pero puede que me retrase un poco. Espérame aquí en la habitación. Si no he vuelto por la noche, coge por la mañana el avión de vuelta, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -dije.
Intenté leer en el dormitorio de la suite y luego creí oír ruidos en el salón, así que fui a leer allí. Pedí que me subieran la comida y cuando acabé de comer llamé a los Estados Unidos. Sólo tardaron cinco minutos en ponerme, lo cual me sorprendió. Creí que llevaría lo menos una hora.
Vallie cogió inmediatamente el teléfono, y noté por su tono que estaba encantada de que la hubiese llamado.
– ¿Cómo es el misterioso oriente? -preguntó-. ¿Estás pasándolo bien? ¿Has ido ya a una casa de geishas?
– Aún no -dije-. Hasta ahora no hemos visto más que la basura de Tokio por la mañana. Y llevo desde entonces esperando a Cully. Está fuera por cuestión de negocios. Al menos, he conseguido ganarle seis grandes jugando al gin.
– Estupendo -dijo Valerie-. Puedes comprarnos a mí y a los niños algunos de esos fabulosos kimonos. Ah, por cierto, ayer te llamó un hombre que dijo que era amigo tuyo de Las Vegas. Dijo que esperaba verte allí. Le dije que estabas en Tokio.
Se me encogió el corazón. Luego dije, con tono indiferente:
– ¿Dio su nombre?
– No -dijo Valerie-. No te olvides de nuestros regalos.
– No me olvidaré -dije yo.
Pasé el resto de la tarde preocupado. Llamé a las líneas aéreas pidiendo reserva de billete para volver a Estados Unidos a la mañana siguiente. De pronto, no estaba seguro de que Cully volviese. Comprobé en su dormitorio. La gran maleta había desaparecido.
Empezaba a oscurecer cuando entró Cully en la suite. Se frotó las manos, contento y feliz.
– Todo listo -dijo-. No hay que preocuparse. Esta noche nos divertiremos y mañana levantaremos el vuelo. Pasado mañana en Hong Kong.
– Llamé a mi mujer -dije-. Tuvimos una breve charla. Me dijo que había llamado un tipo de Las Vegas y había preguntado por mí. Ella le dijo que yo estaba en Tokio.
Esto le enfrió. Se quedó pensativo. Luego se encogió de hombros.
– ¡Debió ser Gronevelt! -dijo Cully-. Es muy propio de él. Quería comprobar si su suposición era correcta. Es el único que tiene tu número de teléfono.
– ¿Confías en Gronevelt en un asunto como éste? -le pregunté, e inmediatamente me di cuenta de que me había sobrepasado.
– ¿Qué demonios quieres decir? -dijo Cully-. Ese hombre ha sido como un padre para mí durante todos estos años. Él fue quien me hizo. Demonios, confiaría en él más que en nadie. Más que en ti, incluso.
– Bien, bien -dije-. Entonces, ¿por qué no le dijiste cuándo venías? ¿Por qué le contaste ese cuento de que íbamos a Los Angeles a comprar antigüedades?
– Fue él quien me enseñó a operar así -dijo Cully-. Jamás le digas a nadie algo que no tenga que saber. Se sentirá orgulloso de mí por eso, aunque lo descubra. Hice las cosas como es debido.
Luego pareció tranquilizarse.
– Vamos -dijo-. Vístete. Esta noche vas a pasarlo como nunca en tu vida.
Por alguna razón, eso me recordó a Eli Hemsi.
Como todo el que ha visto películas sobre el oriente, yo había fantaseado con una noche en una casa de geishas. Mujeres hermosas e inteligentes consagradas a procurarme placer. Cuando Cully me dijo que iríamos con unas geishas, yo esperaba que me llevase a una de esas casas de alegre decorado y extrañas esquinas que había visto en las películas. Me quedé muy sorprendido, por tanto, cuando el chófer paró frente a un pequeño restaurante con fachada sobre una de las calles principales de Tokio. Parecía un restaurante chino de la parte baja de Manhattan. Pero un empleado nos guió a través del atestado local hasta una puerta que llevaba a un comedor privado. La estancia estaba lujosamente amueblada, a estilo japonés. Había farolillos de colores colgando del techo; una larga mesa que se elevaba sólo unos tres centímetros del suelo, decorada con platos exquisitamente coloreados, pequeñas copas, palillos de marfil. Había cuatro japoneses, los cuatro varones, que vestían kimonos. Uno de ellos era el señor Fummiro. Él y Cully se dieron la mano. Los otros se inclinaron. Cully me los presentó a todos. Yo había visto a Fummiro jugando en Las Vegas, pero nunca nos habían presentado. Luego entraron seis geishas, corriendo, con pasitos cortos. Estaban maravillosamente vestidas, con gruesos kimonos de brocado que llevaban bordadas flores de vivísimos colores. Tenían la cara maquillada con un polvo blanco. Se sentaron en cojines alrededor de la mesa, uno para cada una.
Siguiendo el ejemplo de Cully, me senté en uno de los cojines que había alrededor de la mesa. Las mujeres que servían trajeron unas bandejas inmensas de pescado y verdura. Cada geisha alimentaba al varón que tenía asignado. Usaban los palillos de marfil, cogiendo trozos de pescado y pequeños fragmentos de verdura. Nos limpiaban la boca y la cara con incontables servilletitas que eran como paños de cocina. Estaban húmedas y perfumadas.
Mi geisha se había colocado muy cerca de mí; apoyaba su cuerpo en el mío y, con una sonrisa encantadora y simpáticos gestos, me dio de comer y beber. Seguía llenando mi copa con una especie de vino, el famoso sake, supuse. El vino tenía muy buen gusto, pero la comida sabía demasiado a pescado, hasta que nos trajeron platos de carne de buey, cortada en cuadraditos y empapada en una salsa deliciosa.
Al verla de cerca, me di cuenta de que mi encantadora geisha debía tener por lo menos cuarenta años. Aunque apretaba su cuerpo contra el mío, sólo podía sentir el grueso brocado de su kimono; estaba amortajada como una momia egipcia.
Después de cenar, las chicas fueron haciendo turnos para entretenernos. Una tocó un instrumento musical parecido a una flauta. Yo había bebido ya tanto vino que aquella extraña música me sonaba como una gaita. Otra chica recitó lo que debía de ser un poema. Todos los hombres aplaudieron. Luego se levantó mi geisha. La animé. Se puso a dar unas sorprendentes volteretas.
De hecho, me asustó muchísimo saltando por encima de mi cabeza. Luego hizo igual con Fummiro, pero él la cogió en pleno vuelo e intentó darle un beso o algo parecido a un beso. Yo estaba demasiado borracho para ver claramente las cosas. Ella le eludió y le dio una leve palmada en la mejilla como reproche y ambos rieron alegremente.
Luego las geishas organizaron a los hombres en equipos. Comprendí con asombro que era un juego que se hacía con una naranja sobre un palo; tenías que morder la naranja con las manos a la espalda. Cuando lo hacías, una geisha intentaba hacer lo mismo por el otro lado. Como la naranja se movía entre los dos, las dos caras se rozaban en una caricia que hacía reír a las geishas.
Cully, que estaba detrás de mí, dijo en voz baja:
– Vaya, pues, la próxima vez jugaremos a hacer rodar la botella.
Pero sonreía efusivamente a Fummiro, que parecía estar pasándolo muy bien, gritándoles a las chicas en japonés e intentando agarrarlas. Había otro juego con palos y bolas, y yo estaba tan borracho que me divertía tanto como Fummiro. En determinado momento, caí en un montón de cojines y mi geisha me cogió la cara en el regazo y me la enjugó con una servilletita muy perfumada.
Lo siguiente que recuerdo es que estaba en el coche con Cully y el chófer. Recorríamos calles oscuras, y luego el coche se detuvo frente a una gran mansión de la zona residencial. Cully indicó la verja y la puerta se abrió mágicamente. Vi entonces que estábamos en una verdadera casa oriental. La habitación no tenía más muebles que colchonetas de dormir. Las paredes eran realmente puertas correderas de madera fina. Caí en una de las colchonetas. Sólo quería dormir. Cully se arrodilló a mi lado.
– Pasaremos la noche aquí -murmuró-. Ya te despertaré por la mañana. Quédate aquí y duerme. Yo me ocuparé de todo.
Pude ver tras él el rostro sonriente de Fummiro. Me di cuenta de que Fummiro ya no estaba borracho y eso hizo sonar un timbre de alarma en mi mente. Intenté incorporarme en la colchoneta, pero Cully me obligó a echarme de nuevo. Y luego oí decir a Fummiro:
– Su amigo necesita compañía.
Me hundí en la colchoneta. Estaba demasiado cansado. Todo me daba igual. Me quedé dormido.
No sé cuánto tiempo dormí. Me despertó el ligero silbido de unas puertas correderas. A la luz difusa de los farolillos, vi a dos jóvenes japonesas con kimonos en tonos azul claro y amarillo que cruzaban la puerta. Llevaban una bañerita de madera llena de agua humeante. Me desvistieron y me lavaron de pies a cabeza, frotando mi cuerpo con sus dedos, masajeando todos los músculos. Mientras lo hacían tuve una erección; ellas se rieron y una me dio una palmadita. Luego, recogieron la bañera y desaparecieron.
Estaba lo bastante despierto para preguntarme dónde demonios estaría Cully, pero no lo bastante sobrio como para levantarme y buscarle. Daba igual. La pared se abrió de nuevo al correrse las puertas. Esta vez era una sola chica, nueva, y con sólo mirarla comprendí cuál sería su función.
Vestía un kimono verde, largo y flotante, que ocultaba su cuerpo. Pero era muy guapa de cara y además el exótico maquillaje realzaba aún más sus encantos. Su lindo pelo negro azabache se amontonaba en un moño en la parte superior de la cabeza, coronado con una brillante peineta que parecía hecha con piedras preciosas. Se acercó a mí y, antes de arrodillarse, pude ver que estaba descalza y que sus pies eran pequeños y muy bien formados. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo oscuro.
Las luces parecieron hacerse más difusas, y de pronto vi que estaba desnuda. Su cuerpo era de un blanco puro y lechoso, los pechos pequeños y plenos y los pezones de un rosa asombrosamente claro, como si estuviesen pintados. Se inclinó, se sacó la peineta del pelo y sacudió la cabeza. Cayeron largas guedejas negras que cubrieron su cuerpo; entonces empezó a besarme y a lamerme la piel, meneando la cabeza con pequeñas sacudidas, haciendo que el espeso y sedoso pelo negro me azotase los muslos. Me eché de espaldas. Tenía cálida la boca, áspera la lengua. Cuando intenté moverme, me empujó para que me estuviese quieto. Cuando terminó, se tendió a mi lado y apoyó mi cabeza en su pecho. Luego, durante la noche, desperté e hice el amor con ella. Cruzó las piernas detrás de mí y empujó con ferocidad, como si fuese una batalla entre nuestros dos órganos sexuales. Fue un polvo feroz y cuando alcanzamos el orgasmo ella lanzó un gritito y caímos fuera de la colchoneta. Luego, nos quedamos dormidos abrazados.
Me despertó otra vez la puerta al deslizarse. La habitación se llenó con la primera luz del día. La chica no estaba. Pero a través de la puerta abierta, en la habitación contigua, vi a Cully sentado sobre su inmensa maleta. Aunque estaba bastante lejos, pude ver que sonreía.
– Bueno, Merlyn, arriba que ya es hora -dijo-. Salimos para Hong Kong esta mañana.
La maleta era tan pesada que tuve que subirla yo al coche, Cully no podía con ella. No había chófer. Conducía Cully. Cuando llegamos al aeropuerto, dejó el coche aparcado a la entrada. Yo llevé la maleta, Cully iba delante para abrirme paso y guiarme hasta donde recogían los equipajes. Yo aún estaba groggy, y la inmensa maleta no hacía más que golpearme en las espinillas. En consignación, adjudicaron la maleta a mi billete. Pensé que daría igual, así que no dije nada al ver que Cully no se daba cuenta.
Luego, salimos a la pista para coger el avión. Pero no subimos. Cully esperó hasta que rodeó el edificio un camión cargado de equipajes. Pudimos ver nuestra inmensa maleta arriba del todo. Estuvimos viendo cómo los empleados la trasladaban a la bodega del avión. Luego subimos.
Tardamos cuatro horas en llegar a Hong Kong. Cully estaba nervioso y le gané otros cuatro mil dólares a las cartas. Mientras jugábamos, le hice algunas preguntas:
– Me dijiste que salíamos mañana -dije.
– Sí, eso creía yo -dijo Cully-. Pero Fummiro consiguió reunir el dinero antes de lo que yo pensaba.
Sabía que era un cuento.
– Me gustó mucho la fiesta de las geishas -dije.
Cully soltó un gruñido. Fingía estudiar las cartas, pero yo sabía que no estaba pensando en el juego.
– Una mierda de fiesta, para escolares -dijo-. Eso de las geishas es un cuento, prefiero Las Vegas.
– No sé qué decirte -contesté yo-. A mí me pareció muy agradable. Pero he de admitir que el último episodio, lo de después, fue mucho mejor.
Cully se olvidó de las cartas.
– ¿A qué te refieres? -dijo.
Le expliqué lo de las chicas de la mansión. Se echó a reír.
– Eso fue Fummiro. Qué suerte tienes, cabrón. Y yo corriendo por ahí toda la noche -hizo una breve pausa-. Así que al fin caíste. Apuesto a que es la primera vez que le eres infiel a esa tía que te conseguiste en Los Angeles.
– Sí -dije-. Pero, qué demonios, todo lo que sucede a más de cuatro mil kilómetros de distancia no cuenta.
Luego, cuando aterrizamos en Hong Kong, Cully me dijo:
– Vete a lo de los equipajes y espera la maleta. Yo me quedaré junto al avión hasta que descarguen. Luego seguiré al camión de los equipajes. De ese modo nadie podrá echarle el guante.
Crucé rápidamente el aeropuerto hasta la zona de entrega de equipajes. El aeropuerto estaba lleno de gente, pero las caras eran distintas de las del Japón, aunque orientales la mayoría. La cinta sinfín de los equipajes empezó a moverse y yo observé atentamente para ver si aparecía la gran maleta. Al cabo de diez minutos empecé a preguntarme por qué no había aparecido Cully. Miré a mi alrededor, agradeciendo que nadie llevase máscaras de gasa; aquellos chismes me asustaban. Pero no vi a nadie que me pareciese peligroso.
Y por fin salió la maleta. La cogí en cuanto pasó a mi lado. Aún seguía pesando. La revisé para asegurarme de que no la hubieran forzado. Al hacerlo, me di cuenta de que llevaba colgando del asa una tarjetita cuadrada. La tarjeta decía «John Merlyn» y debajo del nombre mi dirección y el número del pasaporte. Por fin supe la causa de que Cully me hubiese pedido que le acompañara al Japón. Si alguien iba a la cárcel, sería yo.
Me senté en la maleta y al cabo de unos tres minutos apareció Cully. Resplandecía de satisfacción al verme.
– Magnífico -dijo-. Tengo un taxi esperando. Vamos al banco.
Esta vez cogió la maleta él y la sacó sin ningún problema del aeropuerto.
El taxi bajó culebreando por pequeñas calles llenas de gente. Yo no decía nada. Le debía a Cully un gran favor y ahora quedábamos en paz. Me ofendía que me hubiese engañado y me hubiese expuesto a un riesgo tan grave, pero Gronevelt se habría sentido orgulloso de él. Y, siguiendo la misma tradición, decidí no decirle a Cully lo que sabía. Él debía haber supuesto que yo lo descubriría. Tendría una historia preparada.
El taxi paró frente a un destartalado edificio de una gran arteria. En el escaparate decía, con letras doradas: «Banco Internacional Futaba». A ambos lados de la puerta había hombres uniformados con metralletas.
– Una ciudad dura, Hong Kong -dijo Cully, indicando a los guardias. Trasladó él mismo la maleta al banco.
Una vez dentro, Cully recorrió el pasillo, llamó a una puerta y luego entramos. Un individuo pequeño de raza euroasiática, de barba, sonrió muy alegre a Cully y le dio la mano. Cully nos presentó, pero el nombre era una extraña combinación de sílabas. Luego el euroasiático nos condujo hasta una inmensa sala donde había una gran mesa de conferencias. Cully puso la maleta en la mesa y la abrió. He de admitir que el espectáculo era impresionante. La maleta estaba llena de crujientes billetes japoneses, de letras negras sobre papel gris azulado.
El euroasiático descolgó un teléfono y ladró unas cuantas órdenes, supongo que en chino. Al cabo de unos minutos, se llenó aquello de empleados del banco. Quince, todos con trajes de un negro resplandeciente. Se lanzaron sobre la maleta. Tardaron, entre todos, tres horas en contar y tabular el dinero, volver a contarlo, y revisarlo. Luego, el euroasiático nos llevó otra vez a su oficina y sacó un montón de papeles que firmó, selló y luego entregó a Cully. Cully miró los documentos y los guardó en el bolso. El paquete de documentos era el «pequeño» recibo.
Por fin nos vimos fuera del banco, en la calle, bajo la luz del sol. Cully estaba emocionadísimo.
– Lo conseguimos -decía-. Podemos volver a casa en cuanto queramos.
Yo meneé la cabeza.
– ¿Cómo pudiste correr un riesgo tan grande? -dije-. Es un modo absurdo de manejar tanto dinero.
Cully me sonrió.
– ¿Qué clase de negocio crees tú que es dirigir un casino en Las Vegas? Todo es riesgo. Tengo un trabajo de mucho riesgo. Y en esto había un gran porcentaje para mí que no podía perder.
Entramos en un taxi, y Cully le dijo al taxista que nos llevase al aeropuerto.
– Pero hombre -dije-, hemos recorrido medio mundo y ni siquiera voy a poder comer en Hong Kong.
– No abusemos de la suerte -dijo Cully-. Alguien puede creer que aún llevamos el dinero. Vámonos enseguida.
En el largo viaje de vuelta en avión, Cully tuvo mucha suerte y recuperó siete de los diez grandes que me debía. Lo habría recuperado todo si yo no hubiese interrumpido el juego.
– Vamos -dijo-. Dame la posibilidad de recuperarme. Sé justo.
Le miré directamente a los ojos.
– No -dije-. Quiero aprovecharme de ti por lo menos una vez en este viaje.
Eso le afectó un poco y me dejó dormir el resto del trayecto hasta Los Angeles. Le acompañé mientras esperaba su vuelo a Las Vegas. Mientras yo dormía, él debió pensarse las cosas e imaginar que yo había visto mi nombre en la maleta.
– Oye -dijo-, tienes que creerme. Si hubieses tenido problemas en el viaje, yo, Gronevelt y Fummiro te habríamos sacado del apuro. Pero aprecio lo que hiciste. Sin ti no habría podido hacer este viaje. No habría tenido valor.
Me eché a reír.
– Me debes tres grandes del gin -dije-. Ingrésalos en la caja del Xanadú y los utilizaré para jugar al bacarrá.
– Cuenta con ello -dijo Cully, y luego añadió-: Oye, ¿es ésa la única manera de que puedas engañar a tus chicas y sentirte seguro, con cuatro mil kilómetros por medio? El mundo no es lo bastante grande para que las engañes más que otras dos veces.
Los dos nos echamos a reír y nos estrechamos la mano antes de que él subiese al avión. Aún era un amigo, el viejo Cully Cuenta Atrás. No podía confiar en él siempre. Había que tener en cuenta siempre cómo era y aceptar su amistad. ¿Cómo podía enfadarme cuando él no hacía más que ser fiel a su carácter?
Crucé el aeropuerto y me detuve junto a los teléfonos. Tenía que llamar a Janelle y decirle que estaba en la ciudad. No sabía si contarle lo del Japón. Al final decidí no hacerlo. Seguiría la tradición de Gronevelt. Y luego recordé otra cosa. No llevaba ningún regalo de oriente para Valerie y los niños.
Es interesante, en cierto modo, estar loco por alguien que ya no está loco por ti. Es como si te quedases ciego y sordo. O decidieses serlo. Tardé casi un año en oír el tic casi inaudible de Janelle dando cartas marcadas, y sin embargo había tenido advertencias y sospechas sobradas. En uno de mis viajes de regreso a Los Angeles, mi avión llegó media hora antes. Janelle estaba siempre esperándome, pero esta vez aún no había llegado, así que atravesé el aeropuerto y esperé fuera. En el fondo de mi pensamiento, muy en el fondo, pensaba que la cazaría en algo. No sabía en qué. Quizás se hubiese ido a tomar una copa con alguno mientras esperaba el avión. Quizás estuviese despidiendo a otro amigo que se iba en avión de Los Angeles, cualquier cosa así. No era yo un amante confiado.
Y la cacé, pero no como pensaba. La vi salir del aparcamiento y cruzar la amplia avenida hasta el edificio del aeropuerto. Iba muy despacio. Llevaba una larga falda gris y una blusa blanca, y tenía el pelo recogido en un moño. En aquel momento, tuve casi un sentimiento de piedad hacia ella. Parecía tan reacia, como una niña camino de una fiesta a la que sus padres la obligasen a ir. Al otro lado del continente yo me había adelantado una hora. Había cruzado corriendo el aeropuerto, buscándola. Pero, evidentemente, ella no sentía igual. Mientras yo pensaba esto, ella alzó la cabeza y me vio. Se puso muy contenta, y me abrazó enseguida y me besó; yo olvidé lo que había visto.
Durante esta visita, ella estaba ensayando una película que iba a empezar semanas después. Como yo trabajaba en los estudios de día, no había problema, nos veíamos de noche. Me llamaba a los estudios para decirme a qué hora acabaría el ensayo. Cuando le pedí un número de teléfono al que poder llamarla, me dijo que en el teatro no había teléfono. Luego, una noche que sus ensayos se prolongaron, fui a recogerla al teatro. Cuando estábamos a punto de irnos, llegó una chica de la oficina del teatro y le dijo:
– Janelle, te llama el señor Evans -y la acompañó hasta el teléfono.
Cuando Janelle salió de la oficina, parecía muy contenta, pero luego me miró y dijo:
– Es la primera vez que me llaman. Ni siquiera sabía que pudiesen llamarme al teatro.
Y oí aquel tic que indicaba que había dado una carta marcada. Pero aún me producía un gran placer su compañía, su cuerpo, el simple hecho de contemplar su rostro. Aún amaba aquella expresión que cruzaba sus ojos y su boca. Amaba sus ojos. Podían mostrarse tan tristes y heridos y ser sin embargo tan alegres. Su boca me parecía la más maravillosa del mundo. Demonios, yo aún era un crío en realidad. No importaba que supiese que estaba mintiéndome con aquella boca maravillosa. Yo sabía que le fastidiaba engañarme. Le fastidiaba realmente mentir y lo hacía muy mal. De un modo curioso y extraño te decía que estaba mintiendo. Hasta esto era fingimiento.
Y no importaba. No importaba, no. Sufría, claro, pero aún era un buen asunto. Sin embargo, con el paso del tiempo, fui disfrutando menos con ella y sufriendo más.
Estaba seguro de que ella y Alice eran amantes. Una semana que Alice estuvo fuera de la ciudad en un trabajo de producción cinematográfica, fui al apartamento que tenían ella y Janelle a pasar la noche. Alice puso una conferencia a Janelle para charlar con ella. Janelle estuvo muy seca, casi como enfadada. Al cabo de media hora, cuando estábamos haciendo el amor, sonó otra vez el teléfono. Janelle estiró el brazo, descolgó el teléfono y lo metió debajo de la cama.
Una de las cosas que me gustaban de ella era que no podía soportar que la interrumpiesen cuando hacía el amor. A veces, en el hotel, no me dejaba contestar el teléfono, ni siquiera contestar a la puerta si un camarero traía comida o bebidas cuando nos íbamos a ir a la cama.
Una semana después, en mi hotel, un domingo por la mañana, llamé a Janelle a su apartamento. Sabía que tenía la costumbre de dormir hasta tarde, así que no llamé hasta las once. Comunicaba. Esperé media hora y volví a llamar. Seguía comunicando. Entonces llamé cada diez minutos durante una hora y no conseguí hablar. De pronto, cruzó por mi pensamiento la imagen de Janelle y Alice en la cama y el teléfono descolgado. Cuando por fin conseguí hablar, fue Alice quien contestó al teléfono, con una voz suave y feliz.
Quedé convencido de que eran amantes.
Otro día, preparábamos un viaje a Santa Bárbara y ella recibió aviso urgente de ir a la oficina de un productor a leer un papel. Dijo que sólo le llevaría media hora, así que fui a los estudios con ella. El productor era un antiguo amigo suyo, y cuando entró en la oficina le hizo un gesto tierno y afectuoso, acariciándole la cara, y ella le sonrió. Pude interpretar inmediatamente lo que significaba el gesto. Era la ternura del antiguo amante que había pasado a ser un buen amigo.
Cuando íbamos camino de Santa Bárbara, le pregunté si se había acostado alguna vez con el productor. Ella se volvió y me dijo:
– Sí.
No le hice más preguntas.
Una noche quedamos para cenar y fui a su apartamento. Estaba vistiéndose. Me abrió la puerta Alice. Siempre me agradó Alice y, por raro que parezca, no me importaba que fuese amante de Janelle. En realidad, aún no estaba seguro. Alice siempre me besaba en los labios, un beso muy dulce. Siempre parecía disfrutar de mi compañía. Nos llevábamos muy bien. Sin embargo era fácil percibir su falta de femineidad. Era muy delgada y llevaba camisas ceñidas (que mostraban unos pechos sorprendentemente plenos), pero era por puro formulismo. Me dio una copa y puso un disco de Edith Piaf mientras esperábamos que saliera Janelle del baño.
Janelle me besó y me dijo:
– Merlyn, lo siento, intenté llamarte al hotel. Tengo ensayo esta noche. Va a pasar el director a recogerme.
Me quedé perplejo.
Oí de nuevo el tic de la carta marcada. Sonreía radiante, pero había un pequeño temblor en su boca que me indicaba que mentía. Escrutaba mi rostro atentamente. Quería que la creyese, y se daba cuenta de que no la creía.
– Pasará por aquí a recogerme -dijo-: creo que conseguiré acabar hacia las once.
– Está bien, de acuerdo -dije.
Por encima de su hombro, pude ver que Alice miraba fijamente su vaso, sin mirarnos, procurando claramente no oír lo que decíamos.
Así que me quedé esperando y, por supuesto, apareció el director. Era un tipo joven pero ya casi calvo, y de aire muy profesional y práctico. No tenía tiempo para tomar un trago. Le dijo pacientemente a Janelle:
– Estamos ensayando en mi casa. Quiero que estés absolutamente perfecta para este nuevo ensayo de vestuario de mañana. Evarts y yo hemos cambiado algunas frases y algunas otras cosas.
Se volvió a mí.
– Siento estropearle la noche, pero el trabajo es el trabajo -dijo parodiando el tópico.
Parecía buen tipo. Les dirigí a él y a Janelle una fría sonrisa.
– Está bien -dije-. Tomaos todo el tiempo que queráis.
Al oír esto, Janelle se asustó un poco. Le dijo al director:
– ¿Crees que podremos acabar hacia las diez?
Y el director dijo:
– Hombre, si le damos duro, puede.
– ¿Por qué no esperas aquí con Alice -dijo Janelle- y yo vuelvo hacia las diez y cenamos juntos de todas formas? ¿Te parece bien?
– Bueno, sí -dije.
Así pues, cuando se fueron esperé con Alice, y hablamos. Me dijo que había cambiado la decoración del apartamento y me cogió de la mano y fue enseñándome las habitaciones. Estaba todo muy bien, desde luego. La cocina tenía unas contraventanas especiales, los aparadores estaban maravillosamente decorados. Había ollas y cazuelas de cobre colgando del techo.
– Una maravilla -dije-. No puedo imaginarme a Janelle haciendo todo esto.
Alice se echó a reír.
– No -dijo-. Yo soy quien se encarga de la casa.
Luego me enseñó los tres dormitorios. Uno era, evidentemente, el dormitorio de un niño.
– Es para el hijo de Janelle cuando viene a verla.
Luego me llevó al dormitorio principal, donde había una cama inmensa. Lo había cambiado, desde luego. Era absolutamente femenino, con muñecas en las paredes, grandes cojines en el sofá y una televisión a los pies de la cama.
Entonces, le dije:
– ¿De quién es este dormitorio?
– Mío -dijo Alice.
Pasamos al tercer dormitorio, que estaba muy revuelto. Parecía claro que se utilizaba como una especie de trastero. Había toda clase de objetos y muebles esparcidos por allí. La cama era pequeña y tenía un edredón.
– ¿Y este dormitorio de quién es? -pregunté, casi burlonamente.
– De Janelle -dijo Alice.
Al decirlo, soltó mi mano y apartó la cabeza.
Me di cuenta de que estaba mintiendo y de que Janelle compartía con ella la cama grande.
Volvimos a la sala y esperamos.
A las diez y media sonó el teléfono. Era Janelle.
– ¡Oh Dios mío! -dijo.
El tono era tan dramático como si tuviese una enfermedad incurable.
– Aún no hemos terminado -continuó-. Nos falta por lo menos otra hora. ¿Quieres esperar?
Me eché a reír.
– Claro -dije-. Esperaré.
– Volveré a llamarte -dijo ella-. En cuanto sepa que hemos terminado. ¿De acuerdo?
– De acuerdo -dije yo.
Esperé con Alice hasta las doce en punto. Ella quería prepararme algo para comer, pero yo no tenía nada de hambre. Por entonces estaba pasándolo bien. No hay nada tan divertido como que se rían de uno mismo tomándolo por tonto.
A las doce volvió a sonar el teléfono y yo sabía ya lo que iba a decir ella, y lo dijo. Aún no habían terminado. No sabía a qué hora iban a terminar.
Fui muy simpático con ella. Sabía que estaría cansada. Que no la vería aquella noche y que la llamaría al día siguiente desde casa.
– Querido, eres tan bueno, tan bueno. De veras que lo siento -dijo Janelle-. Llámame mañana por la tarde.
Le di las buenas noches a Alice y ella me besó en la puerta y fue un beso de hermana, y me dijo:
– Vas a llamar a Janelle mañana, ¿no?
– Claro -dije yo-. La llamaré mañana desde casa.
A la mañana siguiente cogí el primer avión para Nueva York y en el aeropuerto Kennedy llamé a Janelle. Se puso contentísima.
– Temía que no llamaras.
– Prometí llamarte -dije.
– Estuvimos trabajando hasta muy tarde y el ensayo con el vestuario no es hasta las nueve de esta noche -dijo-. Podría ir al hotel un par de horas si quisieses verme.
– Claro que quiero verte -dije-. Pero estoy en Nueva York. Te dije que te llamaría desde casa.
Hubo una larga pausa al otro lado del hilo.
– Comprendo -dijo.
– Bien -dije yo-. Te llamaré cuando vuelva a Los Angeles, ¿de acuerdo?
Hubo otra larga pausa y al fin dijo:
– Has sido increíblemente bueno para mí, pero no puedo permitir que sigas hiriéndome.
Y colgó el teléfono.
Pero en mi viaje siguiente a California hicimos las paces y empezamos todo de nuevo. Ella quería ser absolutamente honrada conmigo; no habría más malentendidos. Juró que no se había acostado ni con Evarts ni con el director, que ella era siempre absolutamente sincera conmigo. Que jamás volvería a mentirme. Y para demostrarlo, me contó su asunto con Alice. Era una historia interesante, pero no demostraba nada, al menos según mi opinión. Aun así, fue interesante saber la verdad, desde luego.
Janelle vivió dos meses con Alice De Santis antes de darse cuenta de que Alice estaba enamorada de ella. Tardó tanto en darse cuenta porque de día trabajaban las dos mucho, Janelle estaba ocupadísima con las entrevistas que le preparaba su agente y Alice trabajaba muchas horas diseñando el vestuario de una película de gran presupuesto.
Tenían dormitorios independientes. Pero a veces, ya muy tarde, Alice entraba en el dormitorio de Janelle y se sentaba en la cama a charlar. Alice preparaba algo de comer y un chocolate caliente que las ayudase a dormir. Normalmente hablaban del trabajo. Janelle explicaba las insinuaciones sutiles, y a veces no tanto, que le habían hecho aquel día y se reían las dos. Alice nunca le decía a Janelle que alentaba esta actitud de los hombres con sus encantos de beldad sureña.
Alice era una mujer alta, de aspecto impresionante, muy práctica y dura hacia el mundo exterior. Pero con Janelle era suave y amable. Le daba siempre un beso fraterno antes de acostarse cada una en su habitación. Janelle la admiraba por su inteligencia y eficacia en el campo del diseño.
Alice terminó su tarea en la película al mismo tiempo que apareció Richard, el hijo de Janelle, a pasar parte de sus vacaciones de verano con su madre. Normalmente, cuando iba a visitarla su hijo, Janelle consagraba todo su tiempo a pasearle por Los Angeles, llevarle a los espectáculos, a patinar, a Disneylandia. A veces, alquilaba un pequeño apartamento en la playa por una semana. Siempre disfrutaba con la visita de su hijo y se sentía muy feliz el mes que estaba con ella. Este verano en concreto consiguió un pequeño papel en una serie de televisión, que la mantendría ocupada la mayor parte del tiempo pero que le proporcionaría también dinero para vivir durante un año. Empezó a escribir una larga carta a su ex marido para explicarle por qué Richard no podría visitarla aquel verano, y luego apoyó la cabeza en la mesa y empezó a llorar. Tenía la sensación de estar en realidad deshaciéndose de su hijo.
Fue Alice quien la salvó. Le dijo que dejase venir a Richard. Se comprometió a hacerse cargo de él. Dijo que le llevaría a visitar a Janelle en los estudios para que la viese trabajar y que se lo llevaría luego antes de que pusiese nervioso al director. Ella se encargaría del muchacho de día. Luego Janelle podría estar con él de noche. Janelle se sintió enormemente agradecida.
Y cuando llegó Richard a pasar un mes, se divirtieron mucho juntos. Janelle volvía del trabajo al apartamento y Alice y Richard estaban esperándola para pasar una noche en la ciudad. Iban los tres al cine y luego tomaban algo ya tarde. Resultaba tan cómodo y tan agradable. Janelle se dio cuenta de que ella y su antiguo marido nunca lo habían pasado tan bien con Richard como lo estaban pasando con Alice. Eran casi una familia perfecta. Alice nunca discutía ni le hacía reproches. Richard nunca se ponía hosco ni desobediente. Vivía lo que quizá fuese un sueño infantil. Una vida con dos madres devotas y sin padre. Quería mucho a Alice porque le mimaba en algunas cosas y sólo raras veces se ponía seria. Le daba lecciones de tenis durante el día y jugaban los dos. Le enseñó juegos y le enseñó también a bailar. En realidad, Alice era el padre perfecto. Era atlética y equilibrada, y carecía de la dureza de un padre, no tenía el instinto de dominio del varón. Richard reaccionaba con ella magníficamente. Nunca se había mostrado tan cariñoso con su madre. Ayudaba a Alice a servirle la cena a Janelle después del trabajo y luego se quedaba mirando a las dos arreglarse para salir con él por la ciudad. Le encantaba también engalanarse, ponerse los pantalones blancos y la chaqueta azul oscuro, y la camisa blanca de frunces sin corbata. Le gustaba mucho California.
Cuando llegó el día de su partida, Alice y Janelle le llevaron al avión a medianoche y luego, al fin otra vez solas, se dieron la mano con el suspiro de alivio de la pareja que despide a un huésped. Janelle se sintió tan enormemente conmovida que le dio a Alice un apretado abrazo y un beso. Alice volvió la cara para recibir el beso en su boca suave, delicada y fina. Por una fracción de segundo mantuvo los labios de Janelle en los suyos.
Cuando volvieron al apartamento tomaron el chocolate como si nada hubiese pasado. Se acostaron. Pero Janelle estaba inquieta. Llamó a la puerta del dormitorio de Alice, entró. Le sorprendió encontrar a Alice desvestida, en ropa interior. Aunque delgada, Alice tenía un pecho pleno y llevaba un sostén muy ceñido. Se habían visto, claro, en diversos estados de desnudez. Pero esa vez Alice se quitó el sostén, dejando libres sus pechos, y miró a Janelle con una sonrisilla.
Janelle, al ver los pechos de Alice, sintió una oleada de excitación sexual. Se dio cuenta de que se ruborizaba. No había pensado que pudiese atraerla otra mujer. Sobre todo después de lo de la señora Wartberg. Así que cuando Alice se deslizó entre las sábanas, Janelle se sentó con naturalidad al borde de la cama y hablaron de lo bien que lo habían pasado con Richard. Pero de pronto Alice se echó a llorar.
Janelle le dio unas palmadas en la cabeza y le dijo, en tono preocupado:
– ¿Qué pasa, Alice?
Ambas sabían que estaban representando una comedia que les permitiría hacer lo que las dos querían hacer.
– No tengo a nadie a quien amar -dijo Alice, gimoteando-. No tengo a nadie a quien amar.
Por un momento Janelle, con una parte de su mente, estableció un distanciamiento irónico. Aquella escena la había interpretado con amantes masculinos. Pero la cálida gratitud que sentía por Alice, la oleada de excitación que le habían provocado sus grandes senos, eran mucho más prometedores que los dones de la ironía. También a ella le encantaba representar escenas. Destapó a Alice y acarició sus pechos, observando con curiosidad cómo se erguían los pezones. Luego, inclinó su cabeza rubia y cubrió con la boca un pezón. El efecto fue extraordinario.
Sintió que una enorme paz líquida fluía a través de su cuerpo mientras chupaba el pezón de Alice. Se sentía casi como una niña. El pecho era tan cálido, tenía un sabor tan dulce en la boca. Deslizó entonces su cuerpo junto al de Alice, pero se negó a dejar el pezón aunque las manos de Alice empezaron a presionar su cuello con firmeza creciente, intentando bajarle más la cabeza. Por último, Alice la dejó seguir con el pecho. Janelle murmuraba mientras chupaba con los murmullos de una niña erótica, y Alice acariciaba la rubia cabeza, deteniéndose sólo un momento para apagar la luz de la mesita de modo que pudiesen estar a oscuras. Por último, mucho tiempo después, con un suave suspiro de placer satisfecho, Janelle dejó de chupar el pezón de Alice y metió la cabeza entre las piernas de su compañera. Un rato más tarde cayó en un sueño exhausto. Cuando despertó, se encontró con que Alice la había desvestido y estaba desnuda en la cama con ella. Dormían abrazadas en completo abandono, como dos niñas inocentes y con la misma paz.
Así empezó lo que habría de ser para Janelle la relación sexual más satisfactoria que tuviera hasta entonces. No era que estuviese enamorada, que no lo estaba. Alice estaba enamorada de ella. Eso era en parte la razón de que resultase tan satisfactorio. Además, le encantaba chupar un pecho lleno y era un descubrimiento nuevo y asombroso. Y se sentía con Alice absolutamente desinhibida y su completo señor y dueño. Lo cual era magnífico. No tenía que jugar su papel de beldad sureña.
Lo curioso de la relación era que Janelle, dulce y suave y femenina, era, en la relación sexual, la agresiva, la dominante. Alice, pese a que parecía algo masculina, aunque muy dulcemente, era en realidad la mujer de la pareja. Fue Alice la que convirtió su dormitorio (compartían ahora la cama) en una coquetona habitación de mujer, con muñecas colgando de las paredes, contraventanas y cortinas especiales y toda clase de cachivaches. El dormitorio de Janelle, que seguían manteniendo igual por las apariencias, estaba sucio, revuelto y desordenado como el de un niño.
Parte de la emoción de las relaciones estribaba para Janelle en el hecho de que podía representar el papel de un hombre. No sólo sexualmente, sino en la vida cotidiana, en los pequeños detalles de la rutina diaria. En la casa era descuidada de un modo masculino. Mientras que Alice se molestaba siempre en tener un aspecto atractivo para Janelle. Janelle hacía incluso cosas típicas del varón, como agarrar a Alice por la entrepierna cuando se cruzaba con ella en la cocina, o tocarle los pechos. A Janelle le encantaba hacer el papel masculino. Obligaba a Alice a hacer el amor. En esos momentos, se sentía mucho más excitada de lo que jamás se hubiese sentido con un hombre. Además, aunque las dos seguían teniendo relaciones con hombres, inevitables en sus profesiones, sólo Janelle disfrutaba aún pasando una velada con un varón. Sólo Janelle pasaba aún la noche fuera de vez en cuando. Cuando volvía, por la mañana, encontraba a Alice literalmente enferma de celos. Tan enferma, de hecho, que Janelle se asustaba y consideraba la posibilidad de abandonarla. Alice nunca pasaba la noche fuera. Y cuando se quedaba hasta tarde, nunca se preocupaba Janelle de si estaba o no con un hombre. Le daba igual. Para ella, una cosa no tenía nada que ver con la otra.
Pero, gradualmente, pasó a quedar sobreentendido que Janelle era una persona libre. Que podía hacer lo que le diese la gana. Que no tenía por qué rendir cuentas. En parte porque era tan guapa que le resultaba difícil eludir las atenciones y las llamadas telefónicas de todos los hombres con que entraba en contacto: actores, ayudantes de dirección, agentes, productores, directores. Pero gradualmente también, en el año que llevaban viviendo juntas, Janelle fue perdiendo interés en las relaciones sexuales con los hombres. Pasaron a resultarle insatisfactorias. No tanto físicamente como por el hecho de que era distinta la relación de poder. Podía sentir, o imaginaba que sentía, la misma sensación de dominio sobre ella que sentían los hombres después de conseguir llevársela a la cama. Pasaban a estar demasiado seguros de sí mismos, demasiado satisfechos. Esperaban demasiadas atenciones. Atenciones que ella no tenía ganas de prodigar. Además, encontraba en Alice algo que nunca había hallado en ningún hombre. Una confianza absoluta. Nunca tenía la sensación de que Alice pudiese hablar mal de ella o menospreciarla. O que fuese a traicionarla con otra mujer o con un hombre. Ni que fuese a engañarla en cuestiones materiales o a no cumplir una promesa. Muchos de los hombres que conocía eran muy amigos de prodigar promesas que nunca cumplían. Con Alice se sentía verdaderamente feliz. Porque procuraba conseguir su felicidad, fuese como fuese.
– Sabes -dijo un día Alice-, podríamos tener a Richard siempre con nosotras.
– Ay, Dios mío, ojalá pudiéramos -dijo Janelle-. Pero no tenemos tiempo para ocuparnos de él.
– Claro que lo tenemos -dijo Alice-. Mira, pocas veces trabajamos al mismo tiempo. Además, él tiene que ir a clase. En vacaciones, puede ir a un campamento. Si hay algún problema, podemos contratar a alguien. Creo que serías mucho más feliz si Richard viviese contigo.
Para Janelle era una tentación. Se daba cuenta de que la relación entre ambas se haría mucho más sólida y permanente si Richard viviese con ellas. Pero no le parecía mala idea. Estaba consiguiendo trabajo suficiente en el cine para vivir con holgura. Podían buscar incluso un apartamento mayor y decorarlo bien.
– De acuerdo -dijo-. Le escribiré a Richard, a ver qué le parece todo esto.
Nunca lo hizo. Sabía que su ex marido no iba a aceptarlo. Y además no quería que Alice pasase a ser demasiado importante para ella.
Cuando estuve seguro de que Janelle era bisexual, de que Alice era también su amante, sentí un gran alivio. Qué demonios. Dos mujeres haciendo el amor juntas era como dos mujeres cosiendo juntas. Se lo dije a Janelle para fastidiarla. Además, su relación era para mí una suerte. Mi posición era la de un individuo con una amante casada, cuyo marido era comprensivo y mujer, una gran combinación.
Pero nada es simple. Poco a poco, fui comprendiendo que Janelle amaba a Alice por lo menos tanto como a mí. Aún peor, llegué a darme cuenta de que Alice amaba a Janelle mejor que yo. En cierto modo, esto era menos egoísta y mucho menos perjudicial para Janelle. Porque yo sabía, por entonces, que no estaba haciéndole mucho bien a Janelle emocionalmente. Daba igual que fuese una tramposa sin esperanzas. Que ningún tipo fuese a resolverle nunca sus problemas. Yo estaba utilizándola como un instrumento para mi placer. También era válido. Pero yo esperaba que ella aceptase un puesto estrictamente subordinado en mi vida. Después de todo, yo tenía mi mujer, mis hijos y mi obra literaria. Sin embargo, esperaba que ella me pusiese a mí por encima de todo.
Hasta cierto punto, todo en esta vida es un negocio. Y yo estaba sacando más rendimiento del negocio que ella. Era así de simple.
Pero aquí es donde entra lo peliagudo del asunto, cuando se tiene una amante bisexual. Janelle se puso enferma estando yo en Los Angeles. Tuvo que ir al hospital a operarse de un quiste en un ovario. Con esto y con algunas complicaciones se pasó diez días en el hospital. Le mandé flores, claro, toneladas y toneladas de flores. La farsa habitual que tanto agrada a las mujeres y que tan libres deja a los hombres para hacer lo que quieran. Desde luego, fui a verla todas las noches, y pasaba más o menos una hora con ella. Pero Alice estaba allí todo el día. A veces, estaba cuando llegaba yo y salía siempre de la habitación un ratito para que Janelle y yo pudiésemos estar solos. Quizás supiese que a Janelle le gustaba que le cogiese los pechos desnudos mientras hablaba con ella. No era una cosa sexual, sino que la confortaba. Dios mío, cuántas cosas sexuales son sólo eso, como un baño caliente, una gran cena, un buen vino, algo confortante. Ay, si uno pudiese llegar al sexo sólo de ese modo, sin amor y sin otras complicaciones.
En fin, esta vez Alice se quedó en la habitación con nosotros. A mí, siempre me había sorprendido la dulzura de la cara de Alice. De hecho, las dos parecían hermanas, eran dos mujeres de un aspecto muy dulce, suaves y femeninas. Alice tenía la boca pequeña y casi fina, y este tipo de bocas suelen dar una impresión de mezquindad, pero la suya no. Me gustaba muchísimo. ¿Por qué demonios no había de gustarme? Ella estaba haciendo todo el trabajo sucio que debería hacer yo. Pero yo era un tipo ocupado. Además estaba casado. Tenía que salir para Nueva York al día siguiente. Quizás si Alice no hubiese estado allí, yo habría hecho todo lo que hizo ella. Pero no lo creo.
Había conseguido colarme con una botella de champán para celebrar nuestra última noche juntos. Pero no me importaba compartirla con Alice. Janelle tenía tres vasos escondidos. Alice abrió la botella. Era muy habilidosa.
Janelle llevaba un camisón de encaje muy bonito. Como siempre, tenía un aire muy dramático, allí echada en la cama. Me di cuenta de que, deliberadamente, no se había puesto maquillaje para mi visita con el fin de representar su papel. Demacrada, pálida, otra Camille. Salvo que ella, en realidad, estaba estupendamente y desbordaba vitalidad. Sus ojos brillaban alegres mientras sorbía el champán. Tenía atrapadas en aquella habitación a las dos personas que más quería. Dos personas a las que no les estaba permitido ser malas con ella en ningún sentido, ni herir de ningún modo sus sentimientos. Ni siquiera impedirle ser mala con ellas. Y quizás fue esto lo que la hizo estirarse y coger mi mano entre las suyas mientras Alice nos contemplaba.
Desde que conocía sus relaciones, había procurado cuidadosamente no actuar como un amante delante de Alice. Y Alice jamás hacía patente su relación sexual con Janelle. Observándolas, podías jurar que se trataba de dos hermanas o dos buenas amigas. Tenían una relación absolutamente normal. Sólo Janelle traicionaba a veces su intimidad obligando a Alice a hacer cosas lo mismo que un marido dominante.
Alice echó su silla hacia atrás apoyándola en la pared, alejándose de la cama, alejándose de nosotros, como si nos otorgase la condición oficial de amantes. Por alguna razón, este gesto tan generoso me afectó dolorosamente.
Supongo que las envidiaba. Estaban tan cómodas una con otra que podían permitirse concederme aquello, podían admitir mi posición privilegiada como amante oficial. Janelle jugueteó con los dedos en mi mano. Y entonces me di cuenta de que no hacía aquello por perversidad, sino con un verdadero deseo de hacerme feliz, así que le sonreí. En la hora siguiente, terminaríamos el champán y yo me iría, tomaría el avión para Nueva York, y ellas se quedarían solas y Janelle amaría a Alice. Y Alice lo sabía. Igual que sabía que Janelle debía disponer de aquel momento conmigo. Resistí el impulso de apartar la mano. Habría sido una falta de generosidad por mi parte, y la mística masculina obliga a los hombres a ser básicamente más generosos que las mujeres. Pero yo sabía que mi generosidad era forzada. Estaba deseando marcharme.
Por fin pude darle a Janelle el beso de despedida. Prometí llamarla al día siguiente. Nos abrazamos cuando Alice salió discretamente de la habitación. Pero estaba esperándome afuera y me acompañó hasta el coche. Me dio otro de sus suaves besos en la boca.
– No te preocupes -dijo-. Pasaré la noche con ella.
Janelle me había dicho que, después de la operación, Alice se había pasado toda la noche acurrucada en el sillón, así que no me sorprendió.
– Cuídate tú, y gracias -me limité a decir, y entré en el coche y salí hacia el aeropuerto.
Antes de que el avión iniciase su viaje hacia el este ya había oscurecido. Nunca podía dormir en vuelo.
Y así pude pensar en Alice y en Janelle, allí en el dormitorio del hospital, tan a gusto juntas, y me alegré de que Janelle no estuviese sola. Y me alegró también pensar que por la mañana temprano podría estar desayunando con mi familia.
Una de las cosas que nunca le confesé a Janelle fue que mis celos no eran meramente románticos, sino pragmáticos. Investigué la literatura de las novelas románticas, pero en ninguna novela pude ver que se admitiera que una de las razones de que un hombre casado desee que su amante le sea fiel es que teme atrapar una blenorragia, o algo peor, y transmitírselo a su esposa. Supongo que una de las razones de que no pudiera confesarse tal cosa a la amante es que el hombre casado miente normalmente y dice que ya no duerme con su mujer. Y como aún se acuesta con su mujer, si la contagiase, si es un ser humano, tendría que decírselo a las dos. Está clavado en el cuerno doble de la culpa.
Así pues, una noche le hablé a Janelle de esto. Ella me miró ceñuda y dijo:
– ¿Y si te contagia tu mujer y tú me contagias a mí? ¿O no crees posible tal cosa?
Jugábamos nuestro juego habitual de pelearnos, sin pelear en realidad. Era en el fondo un duelo de ingenio en el que estaban permitidos el humor y la verdad, e incluso cierta crueldad, aunque no la brutalidad.
– Por supuesto -dije-. Pero hay menos posibilidades. Mi mujer es una católica bastante estricta. Es virtuosa.
Alcé la mano para silenciar la protesta de Janelle y seguí:
– Y es más vieja que tú, y no tan guapa, y tiene menos oportunidades.
Janelle se suavizó un poco. Cualquier halago a su belleza podía suavizarla.
Luego dije, con una sonrisilla:
– Pero tienes razón. Si mi mujer me contagiase y yo te contagiase a ti, no me sentiría culpable. Eso estaría muy bien. Sería una especie de justicia, puesto que tú y yo delinquimos juntos.
Janelle no pudo aguantar más. Casi dio un salto.
– No puedo creer que hayas dicho una cosa así. Me parece increíble. Quizás yo esté cometiendo un delito -dijo-, pero tú eres sencillamente un cobarde.
Otra noche, a primeras horas de la madrugada, cuando como siempre no podíamos dormir por lo excitados que estábamos después de haber hecho el amor un par de veces y haber bebido una botella de vino, se puso tan pesada e insistió tanto que le hablé de cuando era niño en el hospicio.
De niño yo utilizaba los libros como magia. En el dormitorio, en plena noche, separado y solo, una soledad como no he vuelto a sentir desde entonces, podía huir y escapar leyendo y tejía luego fantasías propias. Los libros que más me gustaban a aquella primera edad de los diez, once y doce años, eran las leyendas románticas de Roldan, Carlomagno, el Oeste norteamericano, y sobre todo el rey Arturo y su Tabla Redonda, y sus bravos caballeros Lancelote y Galahad. Pero sobre todos prefería a Merlin porque me identificaba con él. Y luego tejía mis fantasías, mi hermano Artie era el rey Arturo y eso estaba bien, porque Artie tenía toda la nobleza y la honradez del rey Arturo, la honestidad y la fidelidad de propósito, el amor capaz de perdonar que no poseía yo. De niño, en mis fantasías, me imaginaba astuto y previsor y estaba absolutamente convencido de que regiría mi propia vida por una especie de magia. Y por eso me gustaba el mago del rey Arturo, Merlin, que había vivido el pasado, podía prever el futuro y era inmortal y lo sabía todo.
Por entonces ideé el truco de trasladarme concretamente yo mismo del presente al futuro. Lo usé toda mi vida. De niño, en el hospicio, me convertía en un joven con amistades cultas e inteligentes. Podía ponerme a vivir en un lujoso apartamento y en el sofá de aquel apartamento hacer el amor con una mujer hermosa y apasionada.
Durante la guerra, en guardias tediosas o patrullando, me proyectaba en el futuro, a cuando fuese de permiso a París y comiese bien y me acostase con exuberantes putas. Bajo el fuego artillero podía desaparecer mágicamente y verme descansando en los bosques junto a un arroyo rumoroso, leyendo un libro querido.
Resultaba, resultaba de veras. Yo desaparecía mágicamente. Y me acordaba más tarde, cuando estaba haciendo de verdad aquellas cosas magníficas, recordaba los tiempos terribles y era como si hubiese escapado de ellos por completo, como si nunca hubiese sufrido, como si fuesen sólo sueños.
Recuerdo mi conmoción y mi asombro cuando Merlin le dice al rey Arturo que ha de gobernar sin su ayuda porque él, Merlin, estará preso en una cueva por obra de una joven hechicera a la que ha enseñado todos sus secretos. Como el rey Arturo, yo preguntaba por qué. ¿Por qué Merlin enseñaría a una joven toda su magia, así sencillamente, para que pudiese convertirle en prisionero suyo, y por qué decía tan contento que iba a dormir mil años en una cueva, sabiendo cuál había de ser el trágico final de su rey? Yo no podía entenderlo. Sin embargo, al hacerme mayor, tenía la sensación de que también yo podría hacer lo mismo. Todo gran héroe, había aprendido, debe tener una debilidad, y ésa sería la mía.
Había leído muchas versiones diferentes de la leyenda del rey Arturo, y en una había visto un dibujo de Merlin en que aparecía como un hombre de larga barba gris con un sombrero cónico tachonado de estrellas y signos del Zodíaco. En el taller del hospicio me hice un sombrero así y me lo ponía y lo llevaba. Me gustaba mucho aquel sombrero. Hasta que un día, uno de los chicos me lo robó, y no volví a verlo, y nunca me hice otro. Había utilizado aquel sombrero para sembrar conjuros mágicos a mi alrededor, para llegar a ser el héroe que había de ser; por las aventuras que correría, las grandes hazañas que ejecutaría y la felicidad que hallaría. Pero, en realidad, el sombrero no era necesario. De cualquier modo, las fantasías se tejían solas. Mi vida en aquel hospicio parece un sueño. Yo nunca estuve allí. Yo era realmente Merlin a los diez años. Era un mago, y nada podría herirme nunca.
Janelle me miraba con una sonrisilla.
– Te crees que eres Merlin, ¿verdad? -dijo.
– Un poquito -dije.
Volvió a sonreír, sin decir nada. Bebimos un poco de vino, y luego dijo de pronto:
– Sabes, a veces soy un poco retorcida, y me da miedo, de veras, serlo contigo. Dime, ¿qué te parece si hacemos una cosa? Verás, uno de nosotros inmoviliza al otro y luego hace el amor con el que está inmovilizado. ¿Qué te parece? Déjame que te inmovilice y entonces haré el amor contigo y tú estarás en mis manos. Es muy divertido, verás.
Me sorprendió porque habíamos probado a hacer cosas raras antes y habíamos fracasado. Una cosa sabía yo: nadie me ataría nunca. Así que se lo dije:
– De acuerdo, yo te ataré a ti, pero tú no me atarás a mí.
– Eso no es justo -dijo Janelle-. Eso no es jugar limpio.
– Me importa un carajo -dije-. A mí nadie me ata. ¿Cómo sé que cuando me hayas atado no te vas a dedicar a ponerme cerillas encendidas en los pies o a clavarme un alfiler en un ojo? Quizás después lo lamentes, pero de nada servirá.
– Vamos, no seas tonto. Sería una atadura simbólica. Te ataría con un pañuelo. Podrías desatarte en cuanto quisieras. Sería como un hilo. Tú eres escritor, sabes lo que significa «simbólico».
– No -dije.
Se echó en la cama, sonriéndome, con mucha frialdad.
– Y tú te crees Merlin -dijo-. ¿Pensaste que me ibas a dar lástima tú, pobrecito, en el orfanato imaginándote Merlin? Eres el mayor hijoputa que he conocido y acabo de demostrártelo. Nunca dejarás que una mujer te hechice ni te meta en una cueva o te ate los brazos con un pañuelo. No eres ningún Merlin, Merlyn.
Yo no había visto venir aquello, desde luego, pero tenía una respuesta para ello, una respuesta que no podía darle. Que una hechicera menos habilidosa se le había adelantado. Yo estaba casado, ¿no?
Al día siguiente, tenía que entrevistarme con Doran y éste me dijo que las negociaciones del nuevo guión tardarían un tiempo. El nuevo director, Simon Bellford, estaba intentando sacar mayor porcentaje. Luego, Doran añadió, tanteando:
– ¿Podrías considerar tú la posibilidad de cederle a él parte de tu porcentaje?
– Yo no quiero ya ni trabajar en la película -le dije a Doran-. Ese Simon es un vendido, su camarada Richetti un ladrón nato. Kellino, aunque sea tonto del culo, por lo menos es un gran actor. Y ese pijotero de Wagon es el más miserable de todos. No quiero saber nada de esa película.
– Tu porcentaje se basa en tus derechos sobre el guión. Así figura en el contrato. Si dejas que esos tipos sigan sin ti, lo harán de forma que no tengas derechos. Tendrás que recurrir al arbitraje del sindicato de escritores. Los estudios son los que establecen los derechos en el reparto, y si no te incluyen, tendrás que luchar por conseguirlo.
– Que lo intenten -dije-. No pueden cambiar tanto las cosas.
– Tengo una idea -dijo suavemente Doran-. Eddie Lancer es buen amigo tuyo. Pediré que lo pongan a él a trabajar contigo en el guión. Es un tipo listo y puede defender tu postura ante los otros. ¿De acuerdo? Confía en mí esta vez.
– De acuerdo -dije, pues ya estaba cansado de todo aquello.
Luego, antes de que me fuese, Doran dijo:
– ¿Por qué estás tan enfadado con esos tíos?
– Porque a ninguno de ellos le importaba un carajo Malomar -dije-. Están contentos de que se haya muerto.
Pero, en realidad, no era cierto. Les odiaba porque querían decirme lo que tenía que escribir.
Volví a Nueva York a tiempo para ver por televisión el reparto de los premios de la Academia. Valerie y yo siempre lo veíamos todos los años. Y aquel año lo veía con especial interés porque Janelle tenía una película corta, de media hora, que había hecho con sus amigos y que había sido seleccionada.
Mi mujer trajo café y pastas y nos sentamos a mirar. Me sonrió y dijo:
– ¿Crees que algún día estarás tú ahí recibiendo un Oscar?
– No -dije-. Mi película será una porquería.
Como siempre, en las entregas de los premios se quitaron de en medio todas las cosas pequeñas primero y, claro está, la película de Janelle ganó el premio al mejor tema corto, y apareció enseguida su rostro en la pantalla. Estaba ruborosa de felicidad: fue lo bastante sensata para no extenderse y se sentía lo bastante culpable para ser gentil. Dijo simplemente:
– Quiero dar las gracias a las mujeres que hicieron esta película conmigo, sobre todo a Alice De Santis.
Y eso me llevó de nuevo al día en que supe que Alice amaba a Janelle más de lo que yo podría amarla nunca.
Janelle había alquilado una casa de playa en Malibú, por un mes, y los fines de semana yo dejaba mi hotel y pasaba el sábado y el domingo con ella en su casa. El viernes por la noche paseábamos hasta la playa y luego nos sentábamos en el porche, aquel pequeño porche bajo la luna de Malibú, y observábamos a los pájaros. Janelle me explicó que eran lavanderas. Huían del agua siempre que las olas subían.
Hicimos el amor en el dormitorio que daba al océano Pacífico.
Al día siguiente, sábado, cuando estábamos comiendo, sin haber desayunado, llegó Alice. Comió con nosotros y luego sacó un trocito rectangular de película del bolso y se lo dio a Janelle. El trozo de película no tenía más de dos centímetros y medio de ancho por cinco de largo.
– ¿Qué es esto? -preguntó Janelle.
– Son los créditos de la película -dijo Alice-. Los corté.
– ¿Y por qué lo hiciste? -dijo Janelle.
– Porque pensé que te gustaría -dijo Alice.
Las observaba a las dos. Había visto la película. Era una maravillosa obra de arte. Janelle y Alice la habían hecho con otras tres mujeres como una empresa feminista. Janelle figuraba como estrella, Alice como directora, y las otras tres mujeres en los puestos correspondientes al trabajo que habían hecho en la película.
– Necesitamos un director. No podemos proyectar una película sin director -dijo Janelle.
Entonces intervine yo, por intervenir.
– Pero yo creí que la película la había dirigido Alice -dije.
Janelle me miró furiosa.
– Ella estaba encargada de la dirección -dijo-. Pero yo hice muchísimas sugerencias de dirección y considero que eso debe reconocerse.
– ¡Por Dios! -dije-. Tú eres la estrella de la película. Alice tiene que sacar algo por el trabajo que hizo.
– Por supuesto -dijo indignada Janelle-. Eso mismo le dije yo. No fui yo quien le mandó cortar su nombre del negativo. Lo hizo ella sola.
Me volví a Alice y dije:
– ¿Qué opinas tú, en realidad?
Alice parecía muy tranquila.
– Janelle hizo muchísimo trabajo de dirección -dijo-. Y en realidad a mí me da igual. Que figure Janelle. A mí no me importa.
Me di cuenta de que Janelle estaba muy furiosa. Le fastidiaba muchísimo verse en una posición tan falsa. Pero me di cuenta de que no quería dejar que se atribuyese a Alice el mérito de dirigir la película.
– No me mires así, condenado -me dijo Janelle-. Yo conseguí el dinero para hacer esta película y yo reuní a toda la gente y todos colaboramos en el guión y no podría haberse hecho nada sin mí.
– De acuerdo -dije-. Entonces, ponte como productora. ¿Por qué es tan importante el título de directora?
Entonces, habló Alice.
– Vamos a presentar a concurso esta película para el premio de la Academia y para Filmex y, en películas como ésta, la gente piensa que lo único importante es la dirección. El que se lleva más honores por la película es el director. Creo que Janelle tiene razón -se volvió a Janelle-: ¿Cómo quieres que lo redactemos?
– Que aparezcamos las dos -dijo Janelle-. Y que tu nombre vaya primero. ¿Te parece bien?
– Claro -dijo Alice-. Como tú quieras.
Después de comer con nosotros, Alice dijo que tenía que irse, aunque Janelle le suplicó que se quedase. Vi que se daban el beso de despedida y luego acompañé a Alice hasta su coche.
Antes de que arrancara, le pregunté:
– ¿De veras no te importa?
Y ella dijo, con una expresión absolutamente serena, bella en su compostura:
– No, en realidad no me importa. Janelle se puso histérica después del primer pase cuando todo el mundo vino a felicitarme. Ella es así, y para mí es más importante hacerla feliz que todo ese otro asunto. Lo comprendes, ¿no?
Le sonreí y le di un beso de despedida en la mejilla.
– No -dije-. Yo cosas así no las entiendo.
Volví a la casa y Janelle no estaba por ninguna parte. Imaginé que habría bajado paseando a la playa y que no quería que la acompañara. Una hora después, la vi subir por la arena bordeando el agua. Entró en la casa y subió al dormitorio; cuando yo subí estaba en la cama tapada con las sábanas, llorando.
Me senté en la cama sin decir nada. Estiró el brazo para apretar mi mano. Aún seguía llorando.
– Crees que soy una zorra, ¿verdad? -dijo.
– No -dije.
– Y Alice te parece maravillosa, ¿verdad?
– Me agrada -dije.
Sabía que tenía que ser muy cuidadoso. Ella temía que yo pensase que Alice era mejor persona que ella.
– ¿Le dijiste tú que cortase ese trozo de negativo? -pregunté.
– No -dijo Janelle-. Lo hizo por su cuenta.
– Bueno -dije-. Entonces acéptalo tal como es y no te preocupes de quién se portó mejor y quién parece mejor persona. Quiso hacer eso por ti, acéptalo sin más. Sabes que ella así lo quiere.
Entonces se echó a llorar otra vez. En fin, estaba en una crisis de histeria, así que le hice un poco de sopa y le di uno de sus Valiums azules de diez miligramos, y durmió hasta la mañana del domingo.
Aquella tarde, yo leí. Luego estuve mirando la playa y el agua hasta el amanecer.
Janelle despertó al fin. Serían las diez. Un maravilloso día de Malibú. Advertí enseguida que no se sentía cómoda conmigo, que no quería tenerme cerca; que deseaba llamar a Alice y que Alice viniese y pasase con ella el resto del día. Así que le dije que me habían llamado, que tenía que ir a los estudios y que no podía quedarme con ella. Hizo las protestas propias de una beldad sureña, pero observé que había alegría en su mirada. Quería llamar a Alice y demostrarle su amor.
Me acompañó hasta el coche. Llevaba uno de esos sombreros grandes y flojos para protegerse del sol. Era un sombrero realmente grande. La mayoría de las mujeres habrían estado feas con él. Pero con su rostro y su cutis perfecto estaba guapísima. Llevaba unos vaqueros hechos a la medida, gastados deliberada y previamente, que se le ajustaban al cuerpo como la piel. Y recordé que una noche le había dicho, cuando estaba desnuda en la cama, que tenía un magnífico culo de mujer, que hacían falta generaciones para engendrar un culo como aquél. Lo dije para enfurecerla porque era feminista, pero, ante mi sorpresa, se quedó encantada. Y recordé que en parte era una snob. Que estaba orgullosa de la estirpe aristocrática de su familia sureña.
Me dio el beso de despedida, toda ruborosa. No lamentaba lo más mínimo que me fuese. Sabía que ella y Alice pasarían un día feliz juntas y yo un día espantoso en la ciudad, en mi hotel. Pero pensé: ¿qué demonios? En realidad, Alice se lo merecía y yo no. Janelle había dicho una vez que ella era una solución práctica para mis necesidades emocionales. Pero que yo no lo era para las suyas.
La televisión seguía parpadeando. Hubo un tributo especial a la memoria de Malomar. Valerie me dijo algo al respecto. ¿Era buena persona? Contesté que sí. Vimos la entrega de premios hasta el final, y entonces ella me dijo:
– ¿Conoces a alguien de los que estaban allí?
– A algunos -dije.
– ¿Cuáles? -preguntó Valerie.
Mencioné a Eddie Lancer, que había ganado un Oscar por su colaboración en un guión, pero no mencioné a Janelle. Me pregunté sólo un instante si Valerie me habría tendido una trampa para ver si mencionaba a Janelle y entonces le dije que conocía a la chica rubia a la que entregaron el premio al principio del programa.
Valerie me miró y luego apartó la vista.
Una semana después, Doran me llamó para que fuese a California por nuevas entrevistas. Me dijo que había vendido a Eddie Lancer a TriCultura. Así que fui, anduve por allí, acudí a reuniones y estuve de nuevo con Janelle. Me sentía un poco inquieto. Ya no me gustaba tanto California.
Una noche, Janelle me dijo:
– Siempre me explicas lo estupendo que es tu hermano Artie. ¿Por qué es tan estupendo?
– Bueno -dije-. Imagino que fue mi padre además de mi hermano.
Advertí que a ella le fascinaba la imagen de nosotros dos criándonos como huérfanos. Que apelaba a su sentido de lo dramático. Me di cuenta de que barajaba en su cabeza todo tipo de cuentos de hadas imaginando cómo había sido nuestra vida. Dos muchachitos. Delicioso. Una de sus fantasías reales a lo Walt Disney.
– ¿Así que quieres oír otra historia de huérfanos? -dije-. ¿Quieres una historia feliz o una historia verdadera? ¿Quieres una mentira o quieres la verdad?
Janelle fingió pensárselo.
– Prueba con la verdad -dijo-. Si no me gusta, puedes contarme la mentira.
Entonces le expliqué cómo todos los visitantes del orfanato querían adoptar a Artie, pero ninguno quería adoptarme a mí. Así fue como inicié la historia.
– Pobrecito -dijo Janelle burlonamente.
Pero al decirlo, aunque sonreía, me puso la mano en el costado y la dejó descansar allí.
Un domingo, cuando yo tenía siete años y Artie ocho, nos hicieron ponernos lo que llamaban nuestros uniformes de adopción. Chaquetas azul claro, camisa blanca almidonada, corbata azul oscuro y pantalones blancos de franela con zapatos blancos. Nos cepillaron, nos peinaron y nos llevaron a la sala de recepción de la tutora jefe, donde esperaba una joven pareja para inspeccionarnos. Se seguía el procedimiento de presentarnos y dábamos la mano y mostrábamos nuestros mejores modales y nos sentábamos a charlar y a conocernos. Luego, salíamos todos de paseo por el recinto del orfanato, más allá del inmenso jardín, el campo de fútbol y los edificios escolares. Lo que mejor recuerdo es que la mujer era muy guapa, y aunque tenía siete años me enamoré de ella. Era evidente que su marido también estaba enamorado de ella, pero que no le convencía demasiado toda aquella idea. También se hizo evidente aquel día que a la mujer le gustaba Artie, pero no yo. Y en realidad no podía reprochárselo. Ya a los ocho años, Artie resultaba guapo casi de un modo adulto. Además, tenía unos rasgos perfectamente moldeados, y aunque la gente decía que nos parecíamos mucho y siempre nos identificaban como hermanos, yo sabía que era una versión barata de él, como si él hubiese sido el primero en salir del molde. La impresión era clara. Como segunda impresión, yo había cogido trocitos de cera del molde, labios más gruesos, nariz más grande. Artie tenía la delicadeza de una muchacha, los huesos de mi cara y de mi cuerpo eran más gruesos y pesados. Pero hasta aquel día yo nunca había sentido celos de mi hermano.
Aquella noche nos dijeron que la pareja volvería al domingo siguiente para decidir si nos adoptaban a los dos o sólo a uno. Nos dijeron también que eran gente muy rica y que era muy importante que se llevaran por lo menos a uno.
Recuerdo que la tutora tuvo una charla íntima y confidencial con nosotros. Una de esas charlas en que los adultos advierten a los niños contra sentimientos malignos como los celos, la envidia, el despecho y les urgen a una generosidad de espíritu que sólo los santos pueden lograr, a duras penas, y no digamos ya los niños. Como niños, escuchábamos sin decir palabra. Movíamos la cabeza asintiendo y decíamos: «sí, señora», sin saber en realidad de qué nos estaba hablando. Pese a mi corta edad, yo sabía lo que iba a ocurrir. Al domingo siguiente, mi hermano se iría con la señora rica y guapa y me dejaría solo en el hospicio.
Artie nunca fue vanidoso, ni siquiera de niño. Pero la semana que siguió fue la única semana de nuestras vidas en que estuvimos distanciados. Aquella semana odié a mi hermano. El lunes, después de las clases, cuando jugábamos nuestro partido de fútbol, no le elegí para mi equipo. Yo era el mejor en los deportes. En los dieciséis años que estuvimos en el hospicio, yo fui el mejor atleta de mi edad y un jefe natural. Por tanto, era uno de los capitanes que elegía jugadores, y siempre elegía el primero a Artie para mi equipo. Aquel lunes fue la única vez en dieciséis años que no le elegí. Durante el partido, aunque él me llevaba un año, procuré pegarle lo más fuerte posible cuando yo tenía el balón. Aun después de treinta años puedo recordar su expresión asombrada y herida de aquel día. Por la noche no me senté junto a él en la mesa. Y luego no hablé con él en el dormitorio. Recuerdo claramente que un día de aquella semana, cuando terminó el partido de fútbol, él cruzaba el campo para irse. Yo tenía el balón en la mano y, con la mayor frialdad, se lo tiré en la nuca y le derribé. Lo había tirado simplemente. En realidad, no pensé que pudiera darle. Para un niño de siete años era un hecho notable. Y todavía ahora me asombra la fuerza de la malicia que hizo tan certero mi brazo de siete años. Recuerdo a Artie levantándose del suelo y también me acuerdo que yo gritaba: «Oh, lo hice sin querer». Pero él simplemente se dio la vuelta y se alejó.
Nunca tomó represalias. Eso me enfurecía aún más. Por mucho que le fastidiase o le humillase, se limitaba a mirarme inquisitivamente. Ninguno de los dos entendía lo que estaba pasando. Pero yo sabía una cosa que le molestaría de veras. Artie ahorraba siempre meticulosamente. Conseguíamos algo de dinero, haciendo trabajos de vez en cuando para el hospicio, y Artie tenía un tarro de cristal lleno de monedas que guardaba escondido en su armario ropero. El viernes por la tarde robé el tarro de cristal, dejé mi partido diario de fútbol y huí a una zona boscosa que quedaba dentro del recinto y lo enterré. Ni siquiera conté el dinero. Vi que estaba lleno de monedas casi hasta el borde. Artie no echó de menos el tarro hasta la mañana siguiente y me miró incrédulo, pero no dijo nada. Entonces, pasó a eludirme.
El día siguiente era domingo y tuvimos que presentarnos a la tutora para que nos pusieran nuestros trajes de adopción. Me levanté temprano y antes de desayunar fui a ocultarme en la zona boscosa que había detrás del orfanato. Sabía lo que iba a suceder aquel día: vestirían a Artie con su traje y la hermosa señora a quien yo amaba se lo llevaría con ella; jamás volvería a verle. Pero al menos tendría su dinero. Me tumbé en la parte más espesa de la zona boscosa y me pasé todo el día durmiendo. Estaba a punto de oscurecer cuando me desperté y volví. Me llevaron a la oficina de la tutora y ésta me dio veinte golpes con una regla de madera en las piernas. Apenas los sentí.
Volví al dormitorio y me quedé asombrado al encontrarme a Artie sentado en su cama esperándome. No podía creer que aún estuviese allí. Además, si no recuerdo mal, yo tenía lágrimas en los ojos cuando Artie me pegó en la cara y dijo: «¿Dónde está mi dinero?», y luego se echó sobre mí, pegándome y dándome patadas, y pidiendo a gritos su dinero. Intenté defenderme sin hacerle daño, pero al final le agarré y le aparté de un empujón. Nos sentamos allí mirándonos fijamente.
– Yo no cogí tu dinero -dije.
– Me lo robaste -dijo Artie-. Sé que fuiste tú.
– No es verdad -dije-. No lo cogí.
Nos miramos. No volvimos a hablar aquella noche. Pero cuando despertamos a la mañana siguiente, éramos amigos otra vez. Todo era como antes. Artie no volvió a preguntarme por el dinero. Nunca le dije dónde lo había enterrado.
Hasta años después no supe lo que había pasado aquel domingo. Artie me explicó entonces que, al descubrir que yo me había escapado, se había negado a ponerse su traje de adopción, y había empezado a chillar, intentando pegarle a la tutora, y le habían dado una paliza. Al insistir en verle la joven pareja que quería adoptarle, había escupido a la mujer y le había llamado todas las cosas sucias que un muchacho de ocho años podía imaginar. Había sido una escena terrible, y se había ganado otra paliza de la tutora.
Cuando terminé de contar la historia, Janelle se levantó de la cama y fue a servirse otro vaso de vino. Luego volvió a la cama, se apoyó contra mí y dijo:
– Quiero conocer a tu hermano Artie.
– Nunca le conocerás -dije-. Todas las chicas que le he presentado se han enamorado de él. En realidad, el único motivo de que me casase con mi mujer fue que ella fue la única que no se enamoró de él.
– ¿Desenterraste alguna vez el tarro del dinero? -preguntó Janelle.
– No -dije yo-. Nunca quise hacerlo. Quería que estuviese allí para algún chico que llegara después que yo, alguno que pudiese cavar en aquel bosque y encontrara aquel objeto mágico. Yo ya no lo necesitaba.
Janelle bebió su vino y luego dijo, celosamente, como si envidiase todas mis emociones:
– Le querías, ¿verdad?
En realidad, no podía contestar tal pregunta. No podía utilizar esos términos con mi hermano ni con cualquier otro hombre. Además, Janelle utilizaba aquella palabra demasiado, así que no contesté.
Otra noche, Janelle discutió conmigo acerca de que las mujeres tenían derecho a joder tan libremente como los hombres. Fingí estar de acuerdo con ella. Me sentía fríamente malévolo al reprimir los celos.
Únicamente dije:
– Claro que tienen derecho. El único problema es que biológicamente las mujeres no pueden manejarlo.
Esto la puso furiosa.
– Eso es un cuento -dijo-. Podemos joder igual que vosotros. Nos importa un carajo. En realidad sois los hombres quienes montáis el número de que el sexo es tan importante y tan serio. Sois celosos y posesivos y nos creéis propiedad vuestra.
Era exactamente la trampa en la que yo esperaba que acabase cayendo.
– No, yo no me refería a eso -dije-. Pero sabes que un hombre tiene de un veinte a un cincuenta por ciento de posibilidades de coger gonorrea con una mujer, mientras que una mujer tiene del cincuenta al ochenta por ciento de posibilidades de contagiarse de un hombre.
Por un momento, pareció asombrada y disfruté con la expresión de asombro infantil que se pintó en su cara. Como la mayoría de la gente, ella no sabía una palabra sobre las enfermedades venéreas. Yo, por mi parte, me había puesto a leer todo lo relacionado al tema tan pronto como había empezado a engañar a mi mujer. Mi gran pesadilla era coger una enfermedad venérea, contraer blenorragia o sífilis y contagiar a Valerie, y ésa era una de las razonas de que me inquietase cuando Janelle me hablaba de sus aventuras amorosas.
– Dices eso sólo para asustarme -dijo Janelle-. Sé que cuando adoptas ese aire tan seguro y tan profesional estás mintiendo.
– No -dije-. Es cierto. El varón tiene una secreción clara entre uno y diez días después, pero las mujeres casi nunca saben siquiera que tienen gonorrea. Del cincuenta al ochenta por ciento de las mujeres tardan semanas o meses en tener síntomas, o en tener una secreción verde o amarilla. Además, comienzan a tener olor fungoso en los genitales.
Janelle se dejó caer en la cama riéndose, y alzó las piernas desnudas en el aire.
– Ahora estoy segura de que mientes.
– Que no, que es cierto -dije-. No miento. Pero tú no tienes nada. Puedo olerlo desde aquí.
Dije esto esperando que el chiste ocultase mi malicia.
– Sabes -añadí-, normalmente el único medio de poder saberlo es que te lo diga tu pareja.
Janelle se irguió muy tiesa.
– Muchísimas gracias -dijo-. ¿Te dispones a decirme que la tienes y que, por tanto, he de tenerla yo?
– No -dije-. Estoy limpio, pero sé que si la contrajese, vendría de ti o de mi mujer.
Me dirigió una mirada sarcástica.
– Tu mujer está por encima de toda sospecha, ¿no?
– Sí, por supuesto -dije yo.
– Bueno, pues para tu información te diré que voy todos los meses a mi ginecólogo y me hace una revisión completa.
– Eso no sirve de nada -dije-. El único medio de poder saberlo es hacer un cultivo. Y casi ningún ginecólogo lo hace. Recogen una muestra de tu cuello en un cristal fino con gelatina de un marrón claro. El análisis es muy complicado y no siempre resulta positivo.
Ahora parecía fascinada, así que probé a decir:
– Y si crees que puedes eludir el asunto simplemente chupándosela a un tipo, te diré que la mujer tiene muchísimas más posibilidades de contraer una enfermedad venérea chupándola, de las que tiene un hombre de contraerla haciéndole una mamada a una mujer.
Janelle se incorporó de un salto. Reía entre dientes, pero gritó:
– Eso es injusto. ¡Es injusto!
Ambos nos echamos a reír.
– Y la gonorrea no es nada -dije-. Lo que realmente es malo es la sífilis. Si se la chupas a un tío, puede salirte un lindo chancro en la boca o en los labios, o incluso en las amígdalas. Perjudicaría tu carrera como actriz. El problema de un chancro es que si tiene un color rojo oscuro acaba convirtiéndose en una llaga que resulta muy difícil de curar. Ahora bien, lo curioso del caso es que los síntomas pueden desaparecer en el plazo de una a cinco semanas, pero la enfermedad aún sigue en tu organismo y puedes contagiar a otros. Puedes tener una segunda lesión o pueden salirte bultos en las palmas de las manos y en las plantas de los pies.
Le alcé un pie y dije:
– No, tú no la has cogido.
Estaba fascinada ya, y no entendía por qué le explicaba todo aquello.
– ¿Y los hombres? ¿Qué sacáis vosotros de todo esto, cabrones?
– Bueno -dije-, se nos hinchan los ganglios linfáticos de la ingle, y por eso a veces se dice que un tipo tiene dos pares de huevos. Otras veces, se cae el pelo. Por eso en la jerga antigua a la sífilis se le llamaba «el corte de pelo». Pero aun así, no es demasiado malo. La penicilina acaba con ello. Aunque también en este caso, como te dije, el único problema es que el hombre sabe que ha contraído la enfermedad, pero las mujeres no y por eso las mujeres no están biológicamente equipadas para la promiscuidad.
Janelle me miró un tanto sorprendida.
– ¿Y esto te parece fascinante? Eres un hijoputa -estaba empezando a captarlo.
– Pero no es tan terrible como parece -continué, muy suavemente-. Aunque no descubrieses que tenías sífilis o, como le sucede a la mayoría de las mujeres, no tuvieses ningún tipo de síntoma, hasta que te lo dijese un tipo por pura bondad de corazón, al cabo de un año no serías infecciosa. Ya no contagiarías a nadie -le sonreí-. Pero en caso de embarazo, la criatura nacería con sífilis.
Pude ver que la idea le hacía estremecerse.
– Ahora bien, después de ese año, dos tercios de las contagiadas no tendrán ningún problema. Estarán perfectamente.
Le sonreí.
Entonces, ella dijo recelosa:
– ¿Y el otro tercio?
– Tienen muchos problemas -dije-. La sífilis afecta al corazón, a los vasos sanguíneos. Puede permanecer oculta diez o veinte años y puede provocar luego locura, o parálisis. Puede afectar también a los ojos, al pulmón y al hígado. Así que, como ves, querida, es un fastidio. Tenéis mala suerte.
– Me dices esto -replicó Janelle- para que no vaya con otros hombres. Lo único que pretendes es asustarme como hacía mi madre cuando tenía quince años y me decía que quedaría embarazada.
– Sí, claro -dije-. Pero la ciencia me respalda. Yo no tengo ninguna objeción moral. Puedes joder con quien quieras. No me perteneces.
– Qué listo eres -dijo Janelle-. Puede que inventen una píldora como la anticonceptiva.
Procuré dar a mi voz un tono muy sincero.
– Sí, claro -dije-. Ya la tienen. Si te tomas una pastilla de quinientos miligramos de penicilina una hora antes del contacto sexual, elimina completamente la posibilidad de sífilis. Pero a veces no resulta; sólo elimina los síntomas y luego, diez o veinte años después, puedes verte realmente jodido. Si la tomas demasiado pronto o demasiado tarde, las espiroquetas se multiplican. ¿Sabes lo que son las espiroquetas? Son como sacacorchos, te invaden la sangre y se meten en los tejidos, y no hay sangre suficiente en tus tejidos para combatirlas. Hay algo en la penicilina que impide a las células reproducirse y bloquea la infección, y entonces la enfermedad se hace inmune a la penicilina en tu organismo. De hecho, la penicilina las ayuda a propagarse. Pero hay otra cosa que puedes utilizar. Hay un gel femenino, Proganasy, que se utiliza como anticonceptivo y que, al parecer, destruye también las bacterias de las enfermedades venéreas, con lo que puedes matar dos pájaros de un tiro. Y, ahora que lo pienso, mi amigo Osano usa esas pastillas de penicilina siempre que cree que va a tener suerte con una chica.
Janelle soltó una carcajada burlona.
– Eso está muy bien para los hombres. Vosotros jodéis con cualquier cosa, pero las mujeres nunca saben con quién o cuándo van a joder más que con una o dos horas de anticipación.
– Bien -dije muy satisfecho-, permíteme que te dé un consejo. Nunca jodas con nadie que tenga entre quince y veinticinco años. Tienen aproximadamente diez veces más enfermedades venéreas que los otros grupos de edad. Otro sistema es, antes de ir a la cama con un tipo, «verificar la mercadería».
– Parece algo desagradable -dijo Janelle-. ¿De qué se trata?
– Bueno -dije-. Descapullas el pene, entiendes, como si le masturbases, y si sale un líquido amarillo como grasa, sabes que está infectado. Eso es lo que hacen las prostitutas.
Al decir esto, comprendí que había ido demasiado lejos. Me miró fríamente, así que continué de prisa:
– Otra cosa es el virus herpes. No es en realidad una enfermedad venérea y suelen transmitirlo los hombres que no están circuncidados. Puede provocar cáncer de cuello de útero. Así que date cuenta de los riesgos. Puedes contraer cáncer por joder, y también sífilis, y no enterarte siquiera; por eso las mujeres no pueden joder con tanta libertad como los hombres.
Janelle aplaudió chuscamente:
– Bravo, profesor, creo que sólo me acostaré con mujeres.
– Eso no es mala idea -dije.
No me resultaba difícil decirlo, no me daban celos sus amantes de sexo femenino.
Un mes después, en mi siguiente viaje, llamé a Janelle y decidimos cenar e ir al cine juntos. Había una leve frialdad en su voz, así que me puse en guardia, lo cual me preparó para la sorpresa que tuve cuando la recogí en su apartamento.
Me abrió la puerta Alice; le di un beso y le pregunté cómo estaba Janelle. Puso los ojos en blanco, lo cual significaba que podía esperar que Janelle estuviese algo rara. En fin, no estaba rara, pero fue muy curioso. Cuando salió del dormitorio, vestía de un modo absolutamente insólito para mí.
Llevaba una fedora blanca con una cinta roja. La visera caía sobre sus ojos castaños con chispas doradas. Llevaba un traje de hombre de corte perfecto de seda blanca, o al menos parecía seda. Los pantalones eran de corte masculino. Llevaba una camisa blanca de seda y una bellísima corbata a listas rojas y azules; y, para coronarlo todo, llevaba un delicado bastón Gucci color crema, con el que procedió a pincharme en el estómago. Era un desafío directo, me di cuenta enseguida. Salía de su cuarto y, sin palabras, declaraba al mundo su bisexualidad.
– ¿Qué te parece? -dijo.
Sonreí y dije:
– Maravilloso -la lesbiana más apuesta que había visto en mi vida-. ¿Dónde quieres cenar?
Se apoyó en su bastón y me miró con mucha frialdad.
– Creo que deberíamos comer en Scandia -dijo- y que por una vez en nuestra relación podrías llevarme a un club nocturno.
Nunca habíamos comido en sitios elegantes. Nunca habíamos ido a un club nocturno. Le dije que de acuerdo. Creo que entendía lo que ella quería hacer. Quería obligarme a reconocer ante el mundo que la amaba pese a su bisexualidad, probarme para ver si podía soportar los chistes y las risillas. Como ya había aceptado personalmente el hecho, no me importaba lo que pensaran los demás.
Pasamos una velada maravillosa. Todo el mundo nos miraba en el restaurante, y he de admitir que Janelle tenía un aspecto impresionante. Parecía realmente una versión más rubia y más guapa de Marlene Dietrich, estilo beldad sureña, por supuesto. Porque, hiciese lo que hiciese, seguía emanando de ella aquella femineidad irresistible. Pero sabía que si le decía eso, no le gustaría. Ella quería castigarme.
En realidad, me agradaba que interpretara el papel de lesbiana simplemente porque yo sabía lo femenina que era en la cama. Así que fue una especie de doble broma respecto a los que nos miraban. Disfruté también de aquello porque Janelle creía que estaba fastidiándome. Observaba todos mis movimientos, y se sintió desilusionada primero y luego complacida al ver que a mí no me importaba.
Al principio me opuse a ir al club nocturno, pero al final fuimos y estuvimos bebiendo en el Polo Lounge, donde, para su satisfacción, sometí nuestra relación a las miradas de sus amigos y los míos. Vi a Doran en una mesa y a Jeff Wagon en otra, y los dos se sonrieron. Janelle les saludó alegremente y luego se volvió a mí y dijo:
– ¿No es maravilloso ir a un sitio a echar un trago y ver a todos tus viejos y queridos amigos?
Sonreí a mi vez y dije:
– Es maravilloso.
La llevé a casa antes de la medianoche. Ella me dio un golpecito en el hombro con su bastón y dijo:
– Lo hiciste muy bien.
– Gracias -dije.
– ¿Me llamarás? -dijo.
– Sí -le contesté.
Fue una noche magnífica, de todos modos. Disfruté con la doble actitud del maître, el portero, e incluso los del aparcamiento; al menos ahora Janelle había salido a la luz.
Llegó un momento, poco después de esto, en que comencé a amar a Janelle como persona. Es decir, no se trataba sólo de que quisiera acostarme con ella, ni contemplar sus ojos castaños y desmayarme; o devorar su boca rosada, y todo lo demás, como el estar despierto toda la noche contándole historias. Dios mío, contándole toda mi vida, y ella contándome la suya. En suma, llegó un momento en que comprendí que su única función no era hacerme feliz, hacerme disfrutar de ella, me di cuenta de que mi tarea era hacerla a ella un poco más feliz de lo que era, y no enfadarme cuando ella no me hacía feliz a mí.
No quiero decir que me convirtiese en uno de esos tipos que se enamoran de una chica porque les hace desgraciados. Eso es algo que en realidad nunca entendí. Siempre fui partidario de cumplir mi parte en el trato, en la vida, en la literatura, en el matrimonio, en el amor, incluso como padre.
Y no quiero decir que aprendiese a hacerla feliz dándole un regalo, que era para mí un placer. O animándola cuando estaba deprimida, que era simplemente retirar obstáculos del camino para que ella pudiese dedicarse a la tarea de hacerme feliz a mí.
Pero lo curioso es que cuando ella ya me había traicionado, cuando empezamos a odiarnos un poco, cuando tuvimos pruebas de la culpabilidad mutua, empecé a amarla como persona.
Era realmente buena. A veces, solía decirme como una niña: «Soy una buena persona», y lo era de verdad. Era muy honrada en todas las cosas importantes. Por supuesto, se acostaba con otros tíos y también con mujeres, pero qué demonios, nadie es perfecto. A pesar de eso, le gustaban los mismos libros que a mí, las mismas películas, la misma gente. Cuando me mentía, lo hacía para no herirme. Y cuando me decía la verdad, lo hacía, en parte, para herirme (tenía una hermosa veta vengativa y yo amaba incluso eso), pero también porque tenía miedo de que me enterase de la verdad de una forma que me hiriese más.
Y, claro está, con el paso del tiempo, tuve que hacerme a la idea de que ella llevaba una vida dañosa en muchos sentidos. Una vida complicada. Pero quién no.
Así que finalmente habían desaparecido toda la falsedad y la ilusión de nuestras relaciones. Éramos verdaderos amigos y yo la amaba como persona. Admiraba su coraje, su indestructibilidad pese a las decepciones de su vida profesional, y a todas las traiciones de su vida personal. Lo entendía todo. La aceptaba en todos los sentidos.
¿Por qué demonios no lo pasábamos pues tan maravillosamente como antes? ¿Por qué no eran tan magníficas como habían sido las relaciones sexuales, aunque fuesen aún mejores que con ninguna otra? ¿Por qué no nos extasiábamos el uno con el otro como antes?
Magia-magia, negra o blanca. Hechicería, conjuros, brujas y alquimia. ¿Sería realmente cierto que el girar de las estrellas decide nuestro destino y la sangre de la luna encera las vidas y las marchita? ¿Sería cierto que las innumerables galaxias deciden nuestro destino día tras día en la tierra? ¿Es sencillamente verdad que no podemos ser felices sin falsas ilusiones?
Al parecer, en toda relación amorosa llega un momento en que a la mujer le irrita que su amante sea demasiado feliz. Por supuesto, ella sabe que es la causa de que él sea feliz. Y sabe que es su placer, su trabajo incluso, lo que lo consigue. Pero finalmente llega a la conclusión de que, de algún modo, el hijo de puta se está aprovechando. Sobre todo si la mujer no está casada y el hombre sí. Porque entonces la relación es una solución al problema de él, pero no resuelve los de ella.
Y llega un momento en que uno de los dos necesita una pelea antes de hacer el amor. Janelle había alcanzado esta etapa. Yo normalmente conseguía eludirla, pero a veces también tenía ganas de pelea; normalmente, cuando ella se enfadaba porque yo estaba casado y no le hacía ninguna promesa de compromiso permanente.
Estábamos en su casa de Malibú después del cine. Era tarde. Desde nuestro dormitorio se veía el océano, sobre el que había una larga mancha de luz lunar que era como un mechón de cabello rubio.
– Vamos a la cama -dije.
Estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella. Siempre estaba muriéndome de ganas de hacer el amor con ella.
– Por Dios, hombre -dijo ella-. Siempre quieres joder.
– No -dije yo-. Quiero hacer el amor contigo.
Tan sentimental me había vuelto.
Me miró con frialdad, pero sus ojos marrones relampagueaban de cólera.
– Tú y tu maldita inocencia -dijo-. Eres un leproso sin campanilla.
– Graham Greene -dije.
– Vete a la mierda -dijo ella, pero se echó a reír.
Y lo que había llevado a todo esto era que yo nunca mentía. Y ella quería que mintiese. Quería que le soltase todas las bobadas que dicen los hombres casados a las chicas con las que se acuestan. Como, por ejemplo, «mi mujer y yo vamos a divorciarnos». Como «mi mujer y yo llevamos años sin joder». Como «mi mujer y yo dormimos separados». Como «mi mujer y yo hemos llegado a un acuerdo». Como «mi mujer y yo no somos felices juntos». Puesto que, en mi caso, ninguna de estas cosas era cierta, no las decía. Yo amaba a mi mujer, compartíamos el mismo dormitorio, teníamos relaciones sexuales, éramos felices. Tenía lo mejor de ambos mundos y no estaba dispuesto a perderlo. Tanto peor para mí.
En una ocasión, Janelle dijo riéndose que ella estaba muy bien para un rato. Así que fue y llenó la bañera de agua caliente. Siempre nos bañábamos juntos antes de acostarnos. Ella me lavaba a mí y yo la lavaba a ella y jugábamos un poco y luego salíamos y nos secábamos uno a otro con grandes toallas. Luego, nos abrazábamos desnudos entre las sábanas.
Pero esta vez ella encendió un cigarrillo antes de acostarse. Era una señal de peligro. Quería pelea. Se había derramado de su bolso un tubo de píldoras energéticas y esto me había fastidiado, así que yo también estaba un poco predispuesto. Ya no me sentía tan amoroso. El ver el tubo de píldoras energéticas había destapado todo un mundo de fantasías. Ahora que sabía que era amante de otra mujer, ahora que sabía que se acostaba con otros hombres cuando yo volvía con mi familia a Nueva York, yo no la amaba tanto, y las píldoras energéticas me hicieron pensar que las necesitaba para hacer el amor conmigo porque andaba jodiendo con otra gente. Así que se me quitaron las ganas. Ella lo advirtió.
– No sabía que leyeras a Graham Greene -dije-. Eso del leproso sin campanilla está muy bien. Lo reservaste para mí, ¿eh?
Fijó sus ojos marrones en el humo del cigarrillo. Tenía el rubio pelo suelto sobre su rostro delicadamente bello.
– Es verdad, sabes -dijo-. Tú puedes irte a casa y joder con tu mujer y vale. Pero si yo tengo otros amantes, me consideras una puta. Ya no me quieres.
– Aún te quiero -dije.
– No me quieres tanto -dijo.
– Te quiero lo bastante como para querer hacer el amor contigo y no sólo joderte.
– Eres realmente taimado -dijo-. Taimado e inocente. Sólo admites que me quieres menos como si yo te engañase obligándote a decirlo. Pero tú querías que yo lo supiese. ¿Por qué? ¿Por qué no pueden las mujeres tener otros amantes y amar aún a otros hombres? Siempre me dices que aún quieres a tu mujer y que además me quieres a mí. Eso es distinto, ¿por qué no puede ser distinto en mi caso? ¿Por qué no puede ser distinto para todas las mujeres? ¿Por qué no podemos tener la misma libertad sexual y que los hombres sigan amándonos?
– Porque tú sabes de sobra que tu hijo y los demás hombres no lo aceptarían -dije. Creo que estaba bromeando.
Ella echó teatralmente hacia atrás la ropa de la cama y se levantó de un salto, de modo que quedó de pie en la cama.
– No creo que hayas dicho eso -dijo ella incrédula-. No puedo creer que dijeses algo tan increíblemente machista.
– Bromeaba -dije-. De veras. Pero, sabes, no eres realista. Quieres que te adore, que esté realmente enamorado de ti, que te trate como a una reina virginal. Como en la antigüedad. Pero tú rechazas esos valores, sobre los que se basa el amor ciego. La castidad, el que la mujer pertenezca a un solo hombre, responsable de su destino. Quieres que te amemos como al Santo Grial, pero quieres vivir como una mujer liberada. No aceptas que si tus valores cambian, deben cambiar los míos. Yo no puedo amarte como quieres que te ame. Como te amaba.
Empezó a llorar.
– Lo sé -dijo-. Dios mío, nos amamos tanto. Sabes, jodía contigo aunque tuviese jaquecas espantosas. Me daba igual, tomaba Percodán y listo. Y me encantaba. Me encantaba, sí. Y ahora la relación sexual no es tan buena, ¿no es cierto? Ahora que somos sinceros.
– No, no lo es -dije yo.
Esto la enfureció. Empezó a gritarme. Su voz sonaba como el graznido de un pato.
Iba a ser una noche larga. Suspiré y estiré el brazo para coger un cigarrillo. Es muy difícil encender un cigarrillo cuando una chica guapa está de pie de modo que su coño te queda encima de la boca. Pero lo conseguí, y el cuadro era tan divertido que ella se echó en la cama de espaldas riendo a carcajadas.
– Tienes razón -dije-. Pero ya conoces las discusiones prácticas sobre la fidelidad de las mujeres. Te conté aquello de que las mujeres no saben casi nunca que tienen una enfermedad venérea. Y lo de que las cogen más fácilmente. Recuerda: cuantos más tipos distintos tengan relaciones contigo, más posibilidades tienes de contraer un cáncer uterino.
Janelle se echó a reír.
– Mentiroso -dijo.
– No es broma -dije yo-. Todos los viejos tabúes tienen una base práctica.
– Cabrones -dijo Janelle-. Los hombres sois unos cabrones con suerte.
– Así son las cosas -dije yo, burlón-. Y cuando empezaste a gritar, parecías el pato Donald.
Me pegó con un almohadón y eso fue la excusa para agarrarla y abrazarla, y nos acariciamos e hicimos el amor.
Después, como fumábamos un cigarrillo a medias, dijo:
– Pero tengo razón, sabes. Los hombres no son justos. Las mujeres tienen todos los derechos a tener tantas relaciones sexuales como deseen. Ahora en serio, ¿no es verdad eso?
– Sí -dije exactamente tan serio como ella y más. Hablaba en serio. Intelectualmente, sabía que tenía razón. Ella se apretó contra mí.
– Por eso te quiero -dijo-. Tú entiendes de verdad. Incluso en tus peores extremos machistas. Cuando llegue la revolución, te salvaré la vida. Diré que fuiste un buen macho, aunque equivocado.
– Muchísimas gracias -dije.
Apagó la luz y luego el cigarrillo. Después, muy pensativa, dijo:
– En realidad, tú no me quieres menos porque me acueste con otros, ¿verdad?
– No -dije.
– ¿Sabes que te quiero real y verdaderamente?
– Sí -dije yo.
– Y no crees que sea una puta por hacerlo, ¿verdad? -dijo Janelle.
– Ni mucho menos -dije-. Vamos a dormir.
Extendí el brazo para cogerla, pero ella se apartó un poco.
– ¿Por qué no dejas a tu mujer y te casas conmigo? ¡Dime la verdad!
– Porque así tengo las dos cosas -dije.
– Cabrón -me dio un golpe en las bolas con un dedo.
Me hizo daño.
– Dios mío -dije-. Sólo porque estoy locamente enamorado de ti, sólo porque me gusta hablar contigo más que con nadie, sólo porque me gusta joder contigo más que con nadie, ¿por qué demonios tienes que ponerte a pensar en que abandone a mi mujer por ti?
Ella no sabía si yo hablaba en serio o no. Decidió que estaba bromeando. Era una suposición peligrosa.
– Hablaba en serio -dijo-. Quiero saberlo de verdad. ¿Por qué sigues casado con tu mujer? Dame sólo una buena razón.
Me enrollé en una bolsa protectora antes de contestar:
– Porque no es una puta -dije.
Una mañana, llevé a Janelle en el coche a los estudios de la Paramount, donde tenía un día de trabajo rodando un pequeño papel en una de las grandes películas de la empresa.
Llegamos temprano, así que dimos un paseo por lo que para mí era una reproducción asombrosamente exacta de un pueblecito. Tenía incluso un falso horizonte, una plancha metálica que se alzaba hacia el cielo y que me engañó momentáneamente. Las fachadas falsas eran tan reales que cuando pasamos ante ellas no pude resistir la tentación de abrir la puerta de una librería, casi esperando ver las mesas y las estanterías familiares cubiertas de libros de brillantes y atractivas portadas. Al abrir la puerta, tras el quicio, sólo había hierba y arena.
Janelle se echó a reír mientras seguíamos caminando. Había una ventana llena de frascos de medicina y fármacos del siglo XIX. La abrimos y vimos de nuevo la hierba y la arena al otro lado. Mientras seguíamos caminando, yo seguía abriendo puertas y Janelle ya no se reía. Sólo sonreía. Por fin, llegamos a un restaurante que tenía una especie de dosel que daba a la calle y bajo él había un hombre barriendo. Y, por alguna razón, el hombre que barría me engañó realmente. Pensé que habíamos abandonado ya los decorados y entrado en la zona de servicios de la Paramount. Vi un menú en el escaparate y pregunté al que barría si ya estaba abierto el restaurante. Tenía una cara gomosa de viejo actor. Me miró de reojo. Esbozó una gran sonrisa, y luego pestañeó.
– ¿Habla en serio? -dijo.
Fui a la puerta del restaurante, la abrí y me quedé atónito, realmente sorprendido al ver de nuevo hierba y arena. Cerré la puerta y miré la cara de aquel individuo. Había en ella una alegría casi maníaca, como si él hubiese dispuesto aquella trampa para mí. Como si fuese alguna especie de Dios y yo le hubiese preguntado: «¿La vida es de verdad?» Y me hubiese contestado: «¿Lo dice en serio?»
Acompañé a Janelle hasta el plató donde rodaba y me dijo:
– Es evidente que son decorados. ¿Cómo pudieron despistarte?
– No me despistaron -dije.
– Pero sin duda esperabas que fuesen reales -dijo Janelle-. Observé tu expresión cuando abrías la puerta. Y sé que el restaurante te engañó.
Me tiró del brazo bromeando.
– No se te puede dejar solo -dijo-. Eres tan tonto.
Y tuve que darle la razón. Pero no era que yo lo creyese. No lo creía realmente. Lo que me molestaba era que yo había querido creer que había algo detrás de aquellas puertas. Que yo no podía aceptar el hecho obvio de que detrás de aquellos decorados no hubiese nada. Que yo pensaba realmente que era un mago, que cuando abriese aquellas puertas, aparecerían habitaciones reales y puertas reales. Incluso el restaurante. Y antes de abrir la puerta, vi mentalmente manteles rojos y botellas de vino y gente de pie esperando en silencio para sentarse. Y de verdad me sorprendió ver que no había nada.
Comprendí que era una especie de aberración lo que me había impulsado a abrir aquellas puertas, y sin embargo lo había hecho. No me importaba el que Janelle se riera de mí y tampoco me importaba lo de aquel viejo actor. Demonios, había querido cerciorarme, si no hubiese abierto aquellas puertas nunca habría estado seguro del todo.
Osano vino a Los Angeles para un asunto relacionado con una película y me llamó para invitarme a cenar. Llevé a Janelle porque estaba deseando conocerle. Cuando terminamos de cenar y estábamos tomando café, Janelle intentó hacerme hablar de mi mujer. Yo procuré eludir el asunto.
– Nunca hablas de eso, ¿eh? -dijo.
No contesté. Siguió insistiendo. Estaba un poco achispada por el vino y algo incómoda por el hecho de que hubiese traído a Osano conmigo. Se enfadó.
– Nunca hablas de tu mujer porque te parece deshonroso.
Seguí sin decir nada.
– Aún tienes una buena opinión de ti mismo, ¿verdad? -dijo. Su cólera era ya una furia fría.
Osano sonreía levemente, y para suavizar las cosas representó el papel de escritor famoso y brillante, exagerándolo un poco.
– Tampoco habla nunca de que es huérfano -dijo-. En realidad, todos los adultos son huérfanos. Todos perdemos a nuestros padres al hacernos adultos.
Esto interesó inmediatamente a Janelle. Me había dicho que admiraba la inteligencia y los libros de Osano.
– Eso me parece muy inteligente -dijo-. Y es verdad.
– Es un cuento -dije yo-. Si queréis utilizar un lenguaje para comunicaros, no tergiverséis el sentido de las palabras. Un huérfano es un niño que se cría sin padres y muchas veces sin ninguna relación con ningún otro pariente en el mundo. Un adulto no es un huérfano. Es un pijotero que ya no sabe cómo utilizar a sus padres porque son un fastidio y ya no los necesita.
Hubo un embarazoso silencio y luego Osano dijo:
– Tienes razón, pero sucede también que no quieres compartir tu posición especial con todo el mundo.
– Sí, quizás -dije.
Luego me volví a Janelle.
– Tú y tus amigas os llamáis «hermanas» -le dije-. Hermanas significa niñas nacidas de los mismos padres que normalmente han compartido las mismas experiencias traumáticas de infancia, que tienen huellas de la misma experiencia en sus bancos mnemotécnicos. Por eso una hermana es buena, mala o indiferente. Cuando llamas a una amiga «hermana» las dos estáis mintiendo.
– Voy a divorciarme otra vez -dijo Osano-. Otra pensión de divorcio. No volveré a casarme. No puedo permitirme más pensiones.
Me eché a reír con él.
– No digas eso. Tú eres la última esperanza de la institución del matrimonio.
Entonces, Janelle alzó la cabeza y dijo:
– No, Merlyn. Eso lo eres tú.
Todos nos reímos con esto, y luego dije que no quería ir al cine. Estaba demasiado cansado.
– Oh, demonios -dijo Janelle-. Vamos a tomar algo a Pips y a jugar un poco al chaquete. Podemos enseñarle a Osano.
– ¿Por qué no vais los dos? -dije fríamente-. Yo volveré al hotel y dormiré un poco.
Osano me miraba con una sonrisa triste. No dijo nada. Janelle me miraba fijamente, como desafiándome a repetirlo. Di a mi voz el tono más frío e indiferente posible. Pero, sin embargo, comprensivo. Con toda deliberación, dije:
– Bueno, de veras que no me importa, en serio. Sois mis mejores amigos, pero os aseguro que tengo mucho sueño. Osano, sé un caballero y ocupa mi lugar.
Dije esto muy serio.
Osano dedujo inmediatamente que estaba celoso de él.
– Lo que tú digas, Merlyn.
No le importaba nada lo que yo sintiese. Consideró que yo actuaba como un estúpido. Y yo sabía que llevaría a Janelle a Pips y luego a casa, que se la tiraría y que no se preocuparía más del asunto. En cuanto a mí, no era de mi incumbencia.
Pero Janelle sacudió la cabeza.
– No seas tonto. Yo iré a casa en mi coche y vosotros podéis hacer lo que os dé la gana.
Me di cuenta de lo que pensaba ella. Dos cerdos machistas intentando repartírsela. Pero ella sabía también que, si se iba con Osano, me daría una excusa para no volver a verla nunca. Supongo que yo sabía lo que estaba haciendo. Estaba buscando una razón para odiarla, y si se hubiese ido con Osano, ésa podría haber sido la razón y podría haberme librado de ella.
Por último, Janelle volvió al hotel conmigo. Pero pude sentir su frialdad, pese a que nuestros cuerpos estaban cálidamente próximos. Poco después se apartó, y cuando me dormía, pude oír el rumor del colchón al salir ella de la cama. Soñoliento, murmuré:
– Janelle, Janelle.
JANELLE
Soy una buena persona. No me importa lo que piensen los demás, soy buena persona. Durante toda mi vida, los hombres a los que realmente amé me rechazaron siempre, me rechazaron por lo que decían amarme. Jamás aceptaron el hecho de que pudieran interesarme otros seres humanos y no sólo ellos. Eso es lo que lo fastidia todo. Se enamoran de mí al principio y luego quieren que me convierta en otra cosa distinta. Hasta el gran amor de mi vida, ese hijo de puta de Merlyn. Fue el peor de todos. Aunque también fue el mejor. Me entendía. Fue el mejor hombre que conocí en mi vida. Y le quise de veras. Y él me quiso de veras. Hizo cuanto pudo. Y también yo. Pero nunca pudimos eliminar esa cosa masculina. Bastaba que me gustase otro hombre para que él se pusiera malo de rabia. Se le notaba en la cara. Desde luego, yo no podía soportar que él se enzarzase siquiera en una conversación interesante con otra mujer. Así que… Pero él era más listo que yo. Sabía ocultar las cosas. Cuando estaba yo, nunca prestaba atención a otras mujeres, aunque ellas sí se interesasen por él. Yo no era tan lista, o quizás me parecía demasiada falsedad. Y lo que él hacía era falso. Pero resultaba. Hacía que le amara más.
Y mi honradez le hacía a él amarme menos.
Le quería porque era muy listo en casi todo. Salvo con las mujeres. Con las mujeres, en realidad, era muy torpe.
Y también lo era conmigo. Quizás no fuese exactamente torpe, pero podía vivir sólo de ilusiones. Me dijo eso una vez y dijo que yo debería ser mejor actriz, que debería darle una mejor ilusión de que le amaba. Yo le amaba de veras. Pero él dijo que eso no era tan importante como la ilusión de que le amaba. Lo comprendí y lo intenté. Pero cuanto más le amaba, menos podía hacerlo. Quería que él me amase tal como era. Quizás nadie pueda amar a nadie tal cual es. Ésa es la verdad: nadie puede amar la verdad. Y sin embargo, yo no puedo vivir sin intentar ser fiel a lo que realmente soy. Miento, sin duda, pero sólo cuando es importante, y después, cuando me parece que el momento es adecuado, siempre admito haber mentido. Y eso lo fastidia todo.
Siempre cuento a todo el mundo que mi padre huyó cuando yo era una niña. Cuando me emborracho, les cuento a los extraños que intenté suicidarme a los quince años, pero nunca les cuento por qué, el verdadero motivo. Les dejo pensar que fue porque mi padre nos abandonó.
Y quizás fuese por eso. Admito muchas cosas respecto a mí misma. Que si un hombre que me gusta me invita a cenar y resulta agradable me voy a la cama con él aunque esté enamorada de otro. ¿Por qué es tan terrible eso? Los hombres lo hacen constantemente. Para ellos está bien. Pero el hombre al que yo más amaba en el mundo pensaba que yo era una puta cuando le decía eso. No podía entender que no tenía importancia. Que yo sólo quería que me jodieran. Todos los hombres hacen eso.
Jamás engañé a un hombre en cosas importantes. Quizás quiera decir en cosas materiales. Nunca utilicé los trucos baratos que utilizan con sus hombres algunas de mis mejores amigas. Nunca acusé a un tipo de ser responsable cuando quedé embarazada sólo para obligarle a ayudarme. Jamás engañé así a los hombres. Nunca dije a un hombre que le amaba si no le amaba, o al menos no al principio. A veces lo hacía después, cuando dejaba de amarle y él aún me amaba y me resultaba muy difícil herirle. Pero ya no podía ser tan amorosa y se daban cuenta, las cosas se enfriaban y dejábamos de vernos. Y jamás odié realmente a un hombre después de amarle, por muy desagradable que hubiera sido conmigo. Los hombres son muy despectivos con las mujeres a las que ya no aman, al menos la mayoría, o al menos conmigo. Quizás porque ya no me amen y yo no les ame a ellos, o les ame un poco, lo cual no significa nada. Hay una gran diferencia entre amar a alguien poco y amarle mucho.
¿Por qué los hombres dudan siempre de que les ame? ¿Por qué los hombres dudan siempre de tu sinceridad? ¿Por qué los hombres te abandonan siempre? Oh, Dios mío, ¿por qué es tan doloroso? Ya no puedo amarles. Es tan doloroso y son tan pijoteros. Tan cabrones. Te hieren tan despreocupadamente como niños, pero a los niños puedes perdonarles, no te importa. Aunque ambos te hagan llorar. Pero se acabó, ya no más, ni los hombres ni los niños.
Los amantes son muy crueles, y cuanto más amorosos más crueles. No los casanovas y los donjuanes. No me refiero a esos imbéciles. Me refiero a los hombres que te aman de veras. Oh, tú realmente amas y ellos dicen que aman y yo sé que es cierto. Y sé que me harán más daño que ningún otro hombre del mundo. Quiero decir: «No digas que me quieres». Quiero decir: «No te quiero».
En una ocasión en que Merlyn me dijo que me quería, quise llorar porque le amaba de veras y sabía lo cruel que sería cuando ambos nos conociésemos realmente uno a otro, cuando desapareciesen todas las ilusiones, y que cuando yo más le amase, él me querría mucho menos.
Quiero vivir en un mundo en el que los hombres no amen nunca a las mujeres como lo hacen ahora. Quiero vivir en un mundo en el que nunca ame a un hombre como le amo ahora. Quiero vivir en un mundo en el que el amor nunca cambie.
Oh, Dios mío, déjame vivir en sueños; cuando muera, envíame a un paraíso de mentiras, indescubribles y autodisculpables, y un amante que me quiera eternamente o ninguno. Dame mentiras tan dulces que nunca me causen dolor con amor verdadero, y déjame engañarles a ellos con toda mi alma. Seamos falsarios nunca descubiertos, siempre perdonados. Para que así podamos creer unos en otros. Que nos separen guerras y pestes, muertes u locura, pero no el paso del tiempo. Líbrame de la bondad, no me dejes volver a la inocencia. Déjame ser libre.
Una vez le conté a él que me había acostado con mi peluquero y se tendría que haber visto su cara. El frío desprecio. Así son los hombres. Ellos se tiran a sus secretarias, y eso está muy bien. Pero desprecian a una mujer que jode con su peluquero. Y, sin embargo, lo que hacemos nosotras es más comprensible. El peluquero hace algo personal. Tiene que usar las manos con nosotras y algunos tienen unas manos magníficas. Y conocen a las mujeres. Sólo jodí con el peluquero una vez. Andaba siempre explicándome lo bueno que era en la cama y un día yo estaba caliente y dije que de acuerdo, y él subió aquella noche y jodimos sólo aquella vez. Mientras lo hacíamos, le vi observando cómo iba poniéndome a punto. Tenía algo especial el peluquero. Hacía todos aquellos truquillos con la lengua y las manos, y decía todas aquellas palabras especiales y tengo que confesar que fue un gran polvo. Aunque fue algo demasiado frío. Cuando me corrí, esperaba que él alzase un espejo y me lo pusiera detrás para ver cómo había quedado. Cuando me preguntó si me había gustado, le dije que había sido tremendo. Dijo que tendríamos que hacerlo otra vez algún día, y yo dije que sí. Pero nunca volvió a pedírmelo, aunque le habría dicho que no. Así que supongo que yo tampoco estuve demasiado bien.
En fin, ¿qué tiene esto de malo? ¿Por qué cuando los hombres oyen una historia como ésta se limitan a considerar a la mujer una puta? Ellos harían lo mismo sin dudarlo, los muy cabrones. No significa nada, no me rebaja en absoluto como persona. Sí, sin duda me he acostado con un imbécil, pero, ¿cuántos hombres, de los mejores, se acuestan con mujeres imbéciles y no sólo una vez?
Tengo que luchar para no volver a la inocencia. Cuando un hombre me ama, quiero serle fiel y no volver a acostarme con nadie más el resto de mi vida. Quiero hacerlo todo por él, aunque ya sé que, por él o por mí, la cosa nunca dura. Empiezan menospreciándote, empiezan haciendo que les quieras menos. De un millón de formas distintas.
Al amor de mi vida, el muy hijo de puta, realmente le amé y él me amó de verdad, eso he de admitirlo. Pero me fastidiaba el modo que tenía de amarme. Yo era su refugio, era adonde él corría cuando el mundo le resultaba insoportable. Siempre decía que conmigo se sentía seguro sólo en nuestras habitaciones de hotel, nuestras suites diferentes como paisajes diferentes. Diferentes paredes, camas extrañas, sofás prehistóricos, alfombras con sangre de distintos colores, pero siempre nuestros idénticos cuerpos desnudos. Pero eso ni siquiera es cierto, y esto es lo divertido. En una ocasión, le sorprendí y fue realmente divertido. Me hice la operación para agrandarme los pechos. Siempre había querido tener los pechos grandes. Bonitos y redondos y alzados. Y al fin lo hice. Y a él le encantaron. Le dije que lo había hecho especialmente por él, y en parte era cierto. Pero lo hice para sentir menos vergüenza al interpretar un papel que exigiese cierta desnudez. A veces, los productores te miran el pecho.
Y supongo que lo hice también por Alice. Pero a él le dije que lo había hecho sólo por él y pensé que el cabrón los apreciaría más. Y así fue. Siempre me encantó su forma de mamar. Eso fue siempre lo mejor del asunto. Me amaba realmente, amaba mi cuerpo, y siempre me decía que era un cuerpo especial, y por último creí que él no podría hacer el amor más que conmigo. Regresé a la inocencia.
Pero nunca fue cierto. Al final, nunca es cierto. Nada lo es. Ni siquiera mis razones. Como otra razón. Me gustan las tetas de las mujeres y, ¿por qué es eso antinatural? Me gusta chuparle los senos a otra mujer y, ¿por qué disgusta esto a los nombres? A ellos les resulta muy agradable, ¿creen que a las mujeres no? Todos fuimos bebés en un tiempo. Niños de pecho.
¿Por eso lloran tanto las mujeres? ¿Porque nunca pueden volver a serlo? ¿Bebés? Los hombres pueden serlo. Es cierto, no hay duda. Los hombres pueden volver a ser niños. Las mujeres no. Los padres pueden ser niños de nuevo. Las madres no pueden volver a ser niñas.
Él siempre decía que se sentía seguro. Yo sabía lo que quería decir. Cuando estábamos solos, veía desaparecer la tensión de su rostro. Su mirada se suavizaba. Cuando estábamos tumbados, cálidos y desnudos, rozando suave piel, y yo le rodeaba con mis brazos y le amaba verdaderamente, le oía suspirar con un ronroneo como de gato.
Y sabía que durante aquel breve espacio él era verdaderamente feliz. Y que yo podía hacer que aquello fuese verdaderamente mágico. Y que yo era el único ser humano del mundo que podía hacerle sentir así, y eso me hacía sentirme meritoria y digna. Me hacía sentir que significaba realmente algo. No era sólo una puta para joder. No era sólo alguien con quien hablar y con quien exhibir la inteligencia. Era realmente una bruja, una hechicera del amor. Una buena bruja; y era terrible. En aquel momento, ambos podíamos morir felices, literalmente, morir de verdad felices. Podíamos enfrentar a la muerte sin miedo. Pero sólo durante aquel breve espacio. Nada perdura. Nada perdura jamás. Y así, nosotros lo acortamos deliberadamente, hacemos que termine más de prisa, ahora me doy cuenta. Un día, él dijo sin más: «Ya no me siento seguro», y nunca volví a amarle.
No soy Molly Bloom. Ese hijo de puta de Joyce. Mientras ella decía sí, sí, sí, su marido estaba diciendo no, no, no. No me acostaré con ningún hombre que diga no. Nunca, nunca más.
Merlyn dormía. Janelle se levantó de la cama y arrimó una silla a la ventana. Encendió un cigarrillo y miró hacia fuera. Mientras fumaba, oía a Merlyn moverse en la cama en un sueño inquieto. Murmuraba algo, pero ella no hizo caso. Que se fuese a la mierda. Y todos los demás hombres.
MERLYN
Janelle llevaba puestos guantes de boxeo rojo oscuro con cintas blancas. Estaba frente a mí, en la clásica postura de boxeo, la mano izquierda extendida, la derecha retirada y dispuesta para el golpe. Llevaba pantalones blancos de satén, botas de boxeo pero sin cordones. Su hermoso rostro estaba hosco. Su boca delicada y sensual estaba fruncida y apretada, la blanca barbilla apoyada en el hombro. Tenía un aire amenazador. Pero me fascinaban su pecho desnudo, los pezones rojos y redondos y el resto de un blanco cremoso, tenso por una adrenalina que no venía del amor sino del deseo de lucha.
Le sonreí. No respondió a mi sonrisa. Lanzó su izquierda y me alcanzó en la boca y yo dije: «Oh, Janelle». Me atizó otros dos fuertes izquierdazos. Me hicieron mucho daño y sentí que la sangre llenaba el vacío de debajo de la lengua. Se apartó esquivando. Extendí las manos y también en ellas había guantes rojos. Avancé pisando con mis botas de boxeo y me ajusté los pantalones cortos. En aquel momento, Janelle se lanzó sobre mí y me atizó un sólido derechazo. Vi realmente estrellas verdes y azules como en un tebeo. Se apartó esquivando de nuevo, con sus senos balanceantes y con aquellos danzantes pezones rojos que hipnotizaban.
La arrinconé. Se agachó, protegiendo la cabeza con sus manitas envueltas en los guantes rojos. Empecé lanzando un gancho de izquierda en su vientre delicadamente redondeado, pero el ombligo que había lamido tantas veces rechazó mi mano. Entramos en el forcejeo y le dije: «Ay, Janelle, déjalo ya. Te quiero, cariño». Ella se escabulló y volvió a atizarme. Fue como si un gato me rasgara la ceja con su garra y la sangre empezó a gotear. Quedé cegado y me oí decir. «Oh, Dios mío».
Limpiándome la sangre, la vi de pie en el centro del cuadrilátero, esperándome. Tenía el pelo rubio recogido atrás muy tirante en un moño, y el prendedor de bisutería que lo sujetaba resplandecía con un embrujo hipnótico. Me atizó otros dos ganchos rapidísimos, y los pequeños guantes rojos relampaguearon como lenguas. Pero entonces dejó un hueco y pude atizarle en aquella cara delicada. Mis manos no se movían. Me di cuenta de que lo único que podía salvarme era un clinch. Intentaba bailar a mi alrededor. La agarré por la cintura cuando intentaba escurrirse y le di la vuelta. Indefensa ahora, salvo que los pantalones no rodeaban del todo su cuerpo y pude ver su espalda y sus hermosas nalgas, tan plenas y redondeadas, contra las que siempre me apretaba cuando dormíamos juntos. Sentí un agudo dolor en el pecho y me pregunté por qué demonios luchaba contra mí. La agarré por la cintura y le susurré al oído, con pequeños filamentos de cabello dorado que recordaba en mi lengua. «Tiéndete boca abajo», dije. Se volvió rápidamente. Me alcanzó con un directo que no vi venir con la derecha y caí en movimiento lento, me alcé en el aire y bajé flotando hasta la lona. Atontado, conseguí alzarme sobre una rodilla y la oí contar hasta diez con su voz encantadora y cálida, la que utilizaba para hacerme correr. Me quedé sobre una rodilla y alcé la vista hacia ella.
Sonreía y luego pude oírla decir: «Diez, diez, diez, diez», frenética, ávidamente, y en su rostro se abrió luego una alegre sonrisa, y alzó ambas manos en el aire y dio un salto de alegría. Oí el retumbar espectral de millones de mujeres gritando en extasiado júbilo; otra mujer, más corpulenta, abrazaba a Janelle. Esta mujer llevaba un grueso jersey de cuello vuelto en el que se leía «CAMPEÓN» cruzando dos enormes pechos.
Luego, Janelle se acercó a mí y me ayudó.
– Fue una lucha justa -siguió diciendo-. Te derroté claramente.
Y yo dije entre lágrimas:
– No, no, no es verdad.
Entonces desperté y tendí un brazo hacia ella. Pero ella no estaba a mi lado en la cama. Me levanté y, desnudo, entré en el salón de la suite. Pude ver su cigarrillo en la oscuridad. Estaba sentada en una silla contemplando el nebuloso oscurecer que iba alzándose sobre la ciudad.
Me acerqué y me incliné y pasé mis manos por su cara. No había sangre. Sus rasgos estaban intactos y ella alzó una mano aterciopelada para tocar la mía cuando cubrió su pecho desnudo.
– No me importa lo que digas -dije-. Te quiero, signifique lo que signifique.
No me contestó.
Tras unos minutos, se levantó y me llevó de nuevo a la cama. Hicimos el amor, y luego nos dormimos abrazados. Medio entre sueños murmuré:
– Dios mío, estuviste a punto de matarme.
Ella se echó a reír.
Algo estaba despertándome de un profundo sueño. A través de las rendijas de las persianas de la habitación del hotel pude ver la luz rosada del inicio del amanecer de California, y luego oí sonar el teléfono. Tardé unos segundos en moverme. Vi la rubia cabeza de Janelle casi oculta bajo las sábanas. Dormía muy lejos de mí. Al seguir sonando el teléfono, tuve una sensación de pánico. Allí en Los Angeles debía ser muy temprano. Así que la llamada tenía que ser de Nueva York, y tenía que ser de mi mujer. Valerie nunca me llamaba si no era una emergencia, algo le había sucedido a uno de mis hijos. También estaba el sentimiento de culpa de recibir aquella llamada con Janelle en la cama a mi lado. Deseé que ella no despertase al descolgar el teléfono.
La voz del otro lado dijo:
– ¿Eres tú, Merlyn?
Era una voz de mujer. Pero no pude identificarla. No era Valerie.
– Sí, ¿quién es? -dije.
Era Pam, la mujer de Artie. Su voz temblaba.
– Artie tuvo un ataque al corazón esta mañana.
Y cuando lo dijo, sentí que mi ansiedad disminuía. No era uno de mis hijos. Artie había tenido antes un ataque al corazón y, por alguna razón, pensé que no se trataba de algo realmente grave.
– Maldita sea -dije-. Tomaré un avión e iré inmediatamente. Hoy mismo. ¿Está en el hospital?
Hubo una pausa al otro lado, y luego oí que su voz decía finalmente:
– Merlyn, no pudo superarlo.
En realidad, no entendí lo que decía. No lo entendí realmente. Aún estaba sorprendido o perplejo, así que dije:
– ¿Quieres decir que ha muerto?
– Sí -dijo ella.
Con voz muy controlada dije:
– Hay un avión a las nueve, lo cogeré y estaré en Nueva York a las cinco e iré directamente a tu casa. ¿Quieres que llame a Valerie?
– Sí, por favor -dijo.
No dije que la acompañaba en el sentimiento, ni nada de eso. Todo lo que dije fue:
– Todo irá bien. Yo estaré ahí esta noche. ¿Quieres que llame a tus padres?
– Sí, por favor -dijo ella.
– ¿Estás bien? -pregunté.
– Sí, estoy perfectamente. Ven, por favor -dijo ella.
Y colgó.
Janelle estaba sentada en la cama mirándome. Cogí el teléfono, pedí línea y conseguí hablar con Valerie. Le expliqué lo ocurrido. Le dije que fuera a esperarme al avión. Ella quería hablar del asunto, pero le dije que tenía que hacer el equipaje e irme al aeropuerto enseguida. Que no tenía tiempo y que ya hablaríamos en cuanto nos viésemos. Y luego llamé a los padres de Pam. Por suerte localicé al padre y le expliqué lo ocurrido. Dijo que él y su mujer cogerían el próximo avión para Nueva York y que él llamaría a la mujer de Artie.
Colgué el teléfono y Janelle me miraba fijamente, me estudiaba con mucha curiosidad. Por las conversaciones telefónicas se había enterado. Pero no dijo nada. Empecé a dar puñetazos en la cama diciendo «No, no, no, no». No me daba cuenta de que estaba gritando. Luego empecé a llorar, mi cuerpo se inundó de un dolor insoportable. Tenía la sensación de perder la conciencia. Cogí una de las botellas de whisky que había en el aparador y bebí. No tengo idea de recordar cuánto bebí, y después de todo aquello, sólo puedo recordar a Janelle vistiéndome y llevándome por el vestíbulo del hotel y metiéndome en el avión. Estaba como un zombie. Sólo mucho después, cuando volví a Los Angeles, me contó que había tenido que meterme en el baño para serenarme y que recuperara la conciencia y que luego me había vestido, había hecho la reserva y me había acompañado al avión, y les había dicho a la azafata y al ayudante de vuelo que me vigilaran. No recuerdo siquiera el viaje en avión, pero de pronto estaba en Nueva York, Valerie estaba esperándome y yo ya estaba perfectamente.
Fuimos derechos a casa de Artie. Me hice cargo de todo y dispuse los preparativos. Artie y su mujer habían acordado que él fuese enterrado como católico, con una ceremonia católica, y yo fui a la iglesia parroquial y encargué los servicios. Hice cuanto pude y todo fue bien. No quería que estuviese toda la noche solo en la cámara mortuoria, así que pedí que los servicios fuesen para el día siguiente y que le enterrasen de inmediato. El velatorio sería aquella noche. Y mientras pasaba por los rituales de la muerte, comprendí que nunca sería el mismo. Que mi vida cambiaría y que cambiaría el mundo a mi alrededor. Mi magia desaparecía.
¿Por qué me afectaba así la muerte de mi hermano? Era muy simple, muy normal, supongo. Pero era un individuo verdaderamente virtuoso. Y no se me ocurre ninguna otra persona que haya conocido en este mundo de la que pueda decir lo mismo.
Me habló a veces de los combates que tenía que librar en su trabajo contra las presiones administrativas y la corrupción, los intentos de suavizar los informes sobre los aditivos que, según demostraban sus pruebas, eran peligrosos. Siempre se negó a ceder a estas presiones. Pero las cosas que contaba nunca eran como esas historias aburridas que cuentan algunos de cómo se niegan a dejarse corromper. Porque él lo explicaba sin indignación, con total indiferencia. No le sorprendía desagradablemente que hombres ricos insistiesen en envenenar a sus semejantes para obtener beneficios. Tampoco le sorprendía nunca agradablemente el ser capaz de mantenerse firme frente a la corrupción; él siempre dejaba muy patente que no se sentía obligado a luchar por lo justo.
Y no tenía ningún delirio de grandeza respecto a lo magnífica que era su lucha. Podrían perfectamente eludirle. Recordaba yo las historias que me contó de cómo otros químicos del departamento hacían pruebas oficiales y daban informes favorables. Pero mi hermano nunca lo hizo. Siempre se reía cuando me contaba tales historias. Sabía que el mundo estaba corrompido. Sabía que su propia virtud carecía de valor. No la ensalzaba.
Él simplemente se negaba a ceder. Lo mismo que un hombre se niega a ceder un ojo, una pierna; si él hubiese sido Adán, se habría negado a ceder una costilla. O eso parecía. Y era así en todo. Yo sabía que él nunca había sido infiel a su mujer, aunque era realmente un hombre guapo y el ver a una chica guapa le hacía sonreír con placer; y él pocas veces sonreía. Amaba la inteligencia en el hombre y en la mujer. Sin embargo, tampoco esto le seducía como seduce a tantos. Jamás aceptó dinero ni favores. Nunca pedía piedad a sus sentimientos o a su destino. Sin embargo, jamás juzgaba a los demás, al menos exteriormente. Hablaba muy poco, escuchaba siempre, porque ése era su placer. Exigía un mínimo muy limitado a la vida.
Y, demonios, lo que me destroza el corazón ahora es que recuerdo que aun de niño era virtuoso. Jamás hacía trampas en un partido, jamás robó en una tienda, nunca engañó a una chica. Nunca presumía ni mentía. Yo envidiaba su pureza entonces y la envidio ahora.
Y murió. Una vida trágica y derrotada, según parecía, y yo envidiaba su vida. Por primera vez, comprendí el consuelo que la gente halla en la religión, esas personas que creen en un dios justo. Mucho me hubiese confortado creer entonces que a mi hermano no iba a negársele su justa recompensa, pero sabía que todo aquello era cuento. Yo estaba vivo. Oh, que yo estuviese vivo, y fuese rico y famoso, y gozase de todos los placeres de la carne en este mundo; que yo fuese quien triunfaba sin aproximarme siquiera a ser el hombre que era él, y sin embargo tuviera que morir él tan ignominiosamente.
Cenizas, cenizas, cenizas; lloré como nunca había llorado por mi padre perdido y mi madre perdida, por amores perdidos y por todas y cada una de las demás derrotas.
Y así, al menos, tuve la decencia de sentir angustia ante su muerte.
Decidme, cualquiera: ¿por qué tiene que ser así todo? Me resulta insoportable mirar la cara de mi hermano muerto. ¿Por qué no era yo el que estaba tendido en aquel ataúd, por qué no me arrastraban a mí los diablos del infierno? Nunca había visto la cara de mi hermano tan firme, tan equilibrada, tan serena; pero estaba gris, como empolvada con polvo de granito. Y luego llegaron sus cinco hijos, vestidos de luto, y se arrodillaron junto al ataúd para decir sus últimas oraciones. Yo sentí que se me destrozaba el corazón. Las lágrimas brotaban contra mi voluntad. Salí de allí.
Pero, ay, la angustia no es tan importante como para perdurar. Al salir al aire fresco, me di cuenta de que yo estaba vivo. Que cenaría bien al día siguiente, que en su momento tendría de nuevo entre mis brazos a una mujer amante, escribiría una historia y pasearía por la playa. Sólo aquellos a quienes más amamos pueden causar nuestra muerte, y sólo de ellos debemos preocuparnos. Nuestros enemigos jamás podrán hacernos daño. Y en el meollo de la virtud de mi hermano estaba el hecho de que él no temía ni a sus enemigos ni a aquellos a los que amaba. Tanto peor para él. La virtud es su propia recompensa y los que mueren son tontos.
Pero después, semanas más tarde, oí otras historias. Cómo al principio de su matrimonio, cuando su mujer se puso muy enferma, él había ido a casa de los suegros llorando y suplicando dinero para poder curar a su mujer. Cómo, cuando llegó el ataque final al corazón y su mujer intentó hacerle la respiración boca a boca, él la apartó cansinamente unos momentos antes de morir. Pero, ¿qué significado tenía en realidad aquel gesto final? ¿Que la vida se había hecho demasiado pesada para él, que le resultaba demasiado duro soportar su virtud? Recordé por un instante otra vez a Jordan, ¿también él era un nombre virtuoso?
Los elogios fúnebres que se hacen de los suicidas suelen condenar al mundo y reprocharle la muerte de éstos. Pero pudiera ser que aquellos que se matan crean que no hay culpa alguna, en ninguna parte, que algunos organismos deben morir. Y quizás lo vean más claramente que sus atribulados amantes y amigos…
Pero, sin duda, todo esto era demasiado peligroso. Extinguí mi dolor y mi razón y enarbolé todos mis pecados como escudo. Pecaría, tendría cuidado y viviría eternamente.