LIBRO SEGUNDO

2

Jordan Hawley, en el día de más suerte de toda su vida, traicionó a sus tres mejores amigos. Pero ignorante aún de ello, vagaba por el sector de dados del inmenso casino del Hotel Xanadú, preguntándose en qué juego probaría fortuna ahora. A primera hora de la tarde, ya ganaba diez mil dólares. Pero estaba bastante cansado de ver aquel dado rojo resplandeciente deslizarse por el fieltro verde.

Salió de allí y, hundiendo los pies en la alfombra púrpura, se dirigió a la silbante rueda de una mesa de ruleta con sus atractivos rojos y negros, y sus amenazantes cero y doble cero verdes. Hizo algunas apuestas temerarias, perdió y pasó al sector donde se jugaba al veintiuno.

Las mesitas en herradura del veintiuno se alineaban en hileras dobles. Caminó entre ellas como un cautivo por un campamento indio. Relampagueaban azules, a ambos lados, los dorsos de las cartas. Recorrió despacio la hilera y llegó a las inmensas puertas de cristal que conducían a las calles de la ciudad de Las Vegas. Desde allí podía ver abajo el Strip en el que lujosos hoteles se alzaban como centinelas.

Bajo el deslumbrante sol de Nevada, resplandecían, una docena de Xanadús con letreros de neón de un millón de vatios. Los hoteles parecían fundirse abajo en una temblorosa niebla dorada, un espejismo inalcanzable. Jordan Hawley estaba atrapado por sus ganancias en el casino de aire acondicionado. Sería una locura salir adonde sólo otros casinos le esperaban, con sus extraños y desconocidos azares. Allí era un ganador, y pronto vería a sus amigos. Allí estaba protegido del amarillo y ardiente desierto.

Jordan Hawley se apartó de la puerta de cristal y se sentó en la mesa de veintiuno más próxima. Repiquetearon en sus manos negras fichas de cien dólares, pequeños soles cenicientos. Observó cómo se repartían las cartas de un «zapato» recién preparado, la oblonga caja de madera en que se guardaban.

Jordan apostó fuerte en cada uno de los dos pequeños círculos, jugando a dos manos. Tuvo buena suerte. Jugó hasta que se agotó el «zapato». El tallador recogió las cartas. Jordan siguió su camino. Tenía los bolsillos llenos de fichas. Pero esto no era ningún problema porque llevaba una chaqueta deportiva Sy Devore de diseño especial Las Vegas Ganador. Tenía una franja carmesí sobre tela azul celeste y bolsillos especiales con cremallera de cabida excesivamente optimista. La chaqueta tenía por dentro, además, cavidades especiales tan profundas que ningún carterista podía llegar hasta ellas. Las ganancias de Jordan estaban seguras, y había sitio de sobra para más. Nadie había llenado nunca los bolsillos de una chaqueta Las Vegas Ganador.

En el casino, iluminado por inmensos candelabros, había una niebla azulina, neón reflejado por el enmoquetado púrpura intenso. Jordan salió de aquella luz hacia la zona en penumbra del bar con su techo bajo y su pequeña plataforma para artistas. Sentado junto a una mesita, estaba ante el casino como un espectador ante un escenario iluminado.

Hipnotizado, contemplaba a los jugadores de la tarde desplazándose en intrincadas y coreográficas figuras de mesa en mesa. Como un arco iris resplandeciendo en un cielo azul claro, brillaba una ruleta con sus números rojos y negros, a juego con la disposición de la mesa. Cartas de dorso blanquiazul se deslizaban en las mesas de fieltro verde. Cuadrados y rojos dados de puntos blancos corrían como brillantes peces voladores sobre las ballenescas mesas. A lo lejos, al fondo de las hileras de mesas de veintiuno, los talladores que no estaban de servicio se lavaban las manos alzándolas mucho en el aire para mostrar que no ocultaban fichas.

El escenario del casino empezó a llenarse de más actores: fueron entrando de la piscina al aire libre adoradores del sol, otros de pistas de tenis, campos de golf, siestas y amor pagado o gratis en las mil habitaciones de Xanadú. Jordan localizó otra chaqueta Las Vegas Ganador que se aproximaba cruzando el recinto del casino. Era Merlyn. Merlyn el Niño. Merlyn vaciló al pasar ante la ruleta, su debilidad. Aunque jugaba raras veces porque sabía que el implacable cinco y medio por ciento cortaba como una espada de agudo filo. Jordan saludó desde la oscuridad con un brazo de franja púrpura, y Merlyn recuperó de nuevo el paso como si cruzase entre las llamas, salió del iluminado escenario del salón del casino y se sentó. Los bolsos de cremallera de Merlyn no abultaban, ni llevaba tampoco ninguna ficha en las manos.

Se quedaron allí sentados los dos sin hablar, a gusto juntos. Merlyn parecía un fornido atleta con su chaqueta azul y púrpura. Era más joven que Jordan, diez años por lo menos, y tenía el pelo negro. Parecía también más feliz, más animoso frente a la inminente batalla contra el destino, la noche de juego.

Luego, por el sector de bacarrá del fondo del salón, vieron cruzar la elegante y regia baranda gris y avanzar hacia ellos a Cully Cross y a Diane. Cully vestía también una chaqueta Las Vegas Ganador. Diane llevaba un vestido blanco de verano muy escotado y fresco para su jornada de trabajo, la parte superior de sus pechos era de un blanco empolvado y opalino. Merlyn les hizo señas y cruzaron entre las mesas del casino sin vacilar. Cuando se sentaron, Jordan pidió bebida. Sabía lo que querían.

Cully advirtió los abultados bolsillos de Jordan.

– Vaya -dijo-, tuviste suerte sin nosotros…

Jordan sonrió.

– Un poco.

Todos le miraron con curiosidad cuando pagó las bebidas y dio de propina a la camarera una ficha roja de cinco dólares. No le pasaron inadvertidas a Jordan aquellas miradas. No sabía por qué le miraban de aquel modo extraño. Llevaba tres semanas en Las Vegas y en aquellas semanas había sufrido tremendos cambios. Había perdido ocho kilos. Tenía el pelo pajizo más largo, más claro. Su cara aún resultaba agradable pero tenía un tono macilento; la piel había adquirido un tinte grisáceo. Parecía agotado. Pero no tenía la menor conciencia de ello porque se sentía bien. Inocentemente se preguntaba sobre aquellas tres personas, sus amigos de tres semanas, que eran ahora los mejores amigos que tenía en el mundo.

Quien más le agradaba era el Niño. Merlyn. Merlyn se ufanaba de ser un jugador impasible. Procuraba no mostrar jamás emoción, perdiese o ganase, y solía lograrlo. Salvo que una racha de pérdidas excepcionalmente mala le diese aquel aire de sorprendido desconcierto que tanto le divertía a Jordan.

Merlyn el Niño nunca hablaba mucho. Se limitaba a observar a todo el mundo. Jordan sabía que Merlyn el Niño estaba pendiente de todo lo que hacía él, que intentaba entenderle. Lo que también divertía a Jordan. Tenía engañado al Niño. El Niño buscaba cosas complicadas y nunca aceptaba que él, Jordan, fuese exactamente lo que ofrecía al mundo. Pero a Jordan le gustaba estar con él y con los otros. Aliviaban su soledad. Y como Merlyn parecía más animoso, más apasionado en el juego, Cully le había puesto el Niño.

Por otra parte, Cully era el más joven, sólo tenía veintinueve años pero, curiosamente, parecía el jefe del grupo. Se habían conocido hacía tres semanas, allí en Las Vegas, en aquel casino, y sólo una cosa tenían en común: ser jugadores degenerados. Su orgía de tres semanas de duración se consideraba algo extraordinario porque el porcentaje del casino debería haberles dejado tirados en las arenas del desierto de Nevada en sólo unos días.

Jordan sabía que los demás, Cully «Cuenta Atrás» Cross y Diane, sentían también curiosidad respecto a él, pero no le importaba. Ninguno de ellos despertaba en él, por otra parte, gran curiosidad. El Niño parecía joven y demasiado inteligente para ser un jugador degenerado, pero Jordan no intentaba nunca desentrañar por qué. En realidad no le interesaba lo más mínimo.

Cully no tenía nada de asombroso ni extraño, o así parecía. Era el clásico jugador degenerado con habilidades. Era capaz de hacer un cuenteo hacia atrás de las cartas de un «zapato» de cuatro barajas de veintiuno. Era un especialista en todos los porcentajes del juego. El Niño no. Jordan era un jugador frío y abstraído mientras que el Niño era un jugador apasionado y Cully un profesional. Pero Jordan estaba ahora entre los de su clase. Un jugador degenerado. Es decir, un hombre que jugaba simplemente por jugar y que debe perder. Lo mismo que un héroe que va a la guerra debe morir. Un jugador es un perdedor, y un héroe es un cadáver, pensaba Jordan.

Estaban todos a punto de agotar sus fondos. Tendrían que irse pronto, salvo quizás Cully. Cully era en parte un gancho y en parte un espía. Intentaba siempre trabajarse a alguien para conseguir ventajas en los casinos. A veces, conseguía que un tallador de veintiuno fuese a medias con él contra la caja, un juego peligroso.

La chica, Diane, era en realidad una marginada. Trabajaba como señuelo de la casa y hacía un descanso de su mesa de bacarrá. Con ellos, porque ellos eran los tres únicos hombres de Las Vegas que se preocupaban por ella.

Hacía de señuelo o gancho, jugaba con dinero del casino, perdía y ganaba dinero del casino. No estaba sometida al destino sino al salario semanal fijo que el casino le pagaba. Su presencia era necesaria en la mesa de bacarrá sólo en horas de poco público, porque los jugadores se apartan de una mesa vacía. Diane era el papel atrapamoscas para las moscas. Vestía, en consecuencia, provocativamente. Tenía un largo pelo negro azabache que utilizaba como látigo, una boca plena y sensual y un cuerpo de largas piernas casi perfecto. El busto era pequeño, pero no desentonaba con lo demás. Y el jefe del sector de bacarrá daba su número de teléfono a los jugadores importantes. A veces el jefe o un ayudante le susurraban que a uno de los jugadores le gustaría verla en su habitación. Podía negarse, pero tenía que utilizar con mucho cuidado ese poder. El jefe le daba un vale especial de cincuenta o cien dólares que ella podía hacer efectivo en la caja del casino. Le resultaba insoportable hacerlo. Así que solía pagarle cinco dólares a una de las otras chicas que hacían de señuelo de la casa para que se lo hiciera efectivo. En cuanto Cully se enteró de esto, se hizo amigo de ella. Le gustaban las mujeres blandas, podía manipularlas.

Jordan, con una seña a la camarera, pidió otra ronda. Se sentía relajado. Ser tan afortunado y a hora tan temprana del día le hacía sentirse virtuoso. Como si algún extraño Dios le hubiese amado, le hubiese hallado bueno y le recompensase por los sacrificios que había ofrecido tantas veces al mundo que había dejado atrás. Y notaba además un sentimiento de camaradería hacia Cully y Merlyn.

Desayunaban juntos con frecuencia. Y siempre tomaban algo al final de la tarde, antes de empezar su gran jornada de juego que destruiría la noche. A veces tomaban algo a medianoche para celebrar una victoria, y lo pagaba el afortunado, que debía comprar además billetes de lotería para todos. Las tres últimas semanas se habían hecho amigos, aunque no tuviesen absolutamente nada en común y su amistad muriese con su ansia de juego. Pero de momento, aferrados aún a ella, sentían todos un extraño afecto mutuo. Un día de ganancias, Merlyn el Niño les había llevado a la sastrería del hotel y les había comprado las chaquetas Las Vegas Ganador azul y carmesí. Aquel día habían ganado los tres y desde entonces llevaban siempre, supersticiosamente, aquellas chaquetas.

Jordan había conocido a Diane la noche en que sufrió ésta la humillación más profunda, la misma noche en que conoció a Merlyn. Al día siguiente de conocerla, la había invitado a café en uno de sus descansos, y habían hablado pero él no había prestado atención a lo que decía ella. Diane percibió su falta de interés y se enfadó. No hubo, en consecuencia, ninguna continuación. Lo lamentó aquella noche solo en su habitación profusamente decorada, solo e incapaz de dormir. Tan incapaz de dormir como todas las noches.


El conjunto de jazz saldría en seguida, el salón del bar estaba llenándose. Jordan advirtió cómo le miraban al dar una ficha roja de cinco dólares a la camarera. Le consideraban generoso. Pero era simplemente que no quería molestarse calculando cuál debía ser la propina. Le divertía comprobar cómo habían cambiado sus valores. Había sido siempre meticuloso y justo pero jamás disparatadamente generoso. En otros tiempos, su sector del mundo era algo reglamentado y medido. Todo tenía su compensación. Pero, al final, no había resultado. Le desconcertaba ahora el absurdo de haber basado en otros tiempos su vida en tal razonamiento.

El conjunto de jazz se abría paso en la penumbra camino del escenario. Pronto tocarían demasiado fuerte para que se pudiese hablar, y ésa era siempre la señal para los tres hombres de que tenían que empezar a jugar en serio.

– Ésta es mi noche de suerte -dijo Cully-. Tengo trece pases en el brazo derecho.

Jordan sonrió. Siempre reaccionaba al entusiasmo de Cully. Jordan sólo le conocía por el nombre de Cully Cuenta Atrás, nombre que se había ganado en las mesas de veintiuno. A Jordan le agradaba Cully porque nunca paraba de hablar y su conversación raras veces exigía respuestas. Lo que le hacía necesario para el grupo, porque Jordan y Merlyn el Niño no hablaban gran cosa. Diane, la chica del bacarrá, sonreía mucho pero apenas hablaba tampoco.

La oscura, limpia y delicada cara de Cully brillaba confiada.

– Voy a tener el dado una hora -dijo-. Sacaré cien números sin ningún siete. Venid conmigo.

El conjunto de jazz lanzó sus floreos de apertura como para respaldar a Cully.

A Cully le encantaban los dados, aunque fuese sobre todo hábil para el veintiuno, juego en el que era capaz de hacer el cuenteo de todo el «zapato». A Jordan le encantaba el bacarrá porque no había en él ni habilidad ni cálculo alguno. A Merlyn le encantaba la ruleta porque para él era el juego más místico y más mágico. Pero Cully había proclamado su infalibilidad aquella noche en los dados y tendrían que jugar todos con él, compartir su suerte. Eran sus amigos, no podían darle mala suerte. Se levantaron camino del sector de los dados para apostar con Cully, y Cully iba flexionando su musculoso brazo izquierdo que mágicamente ocultaba trece pases.

Diane habló entonces por primera vez:

– Jordy tuvo una racha de suerte en el bacarrá. Quizás debiéramos apostar con él.

– No me pareces con suerte hoy -dijo Merlyn a Jordan.

Iba contra las reglas el que ella mencionase la suerte de Jordan a compañeros de juego. Podían pedirle un préstamo o él podía tener la sensación de que eso le daba mala suerte. Pero por entonces Diane conocía ya a Jordan lo bastante para percibir que a él no le preocupaba ninguna de las supersticiones habituales que inquietaban a los jugadores.

Cully Cuenta Atrás movió la cabeza.

– Tengo el presentimiento.

Agitó el brazo derecho, moviendo un dado imaginario.

Atronó la música; no podían ya oírse. Esto les expulsó de su santuario de oscuridad hacia el resplandeciente escenario que era el salón del casino. Había ahora muchos jugadores, pero podían moverse con fluidez por el salón. Diane, terminado su descanso, volvió a la mesa de bacarrá a apostar el dinero de la casa, a llenar espacio. Pero sin pasión. Como señuelo de la casa, ganando y perdiendo dinero de la casa, era aburridamente inmortal. Y así, caminaba mucho más lentamente que los demás.

Cully presidía la comitiva. Eran los Tres Mosqueteros con sus chaquetas deportivas Las Vegas Ganador azul y púrpura. Se sentía animoso y confiado. Merlyn le seguía casi tan animoso como él, su sangre de jugador hirviendo. Jordan caminaba más despacio, sus inmensas ganancias le hacían parecer más pesado que los otros dos. Cully intentaba localizar una mesa interesante. Uno de los indicios por los que se guiaba era si a la casa le quedaban pocas fichas. Por fin les condujo a una baranda abierta y los tres hicieron cola para que Cully cogiese el dado primero del recogedor. Hicieron pequeñas apuestas hasta que Cully tuvo por fin los cubos rojos en sus amorosas y rosadas manos.

El Niño puso veinte dólares. Jordan, doscientos. Cully Cuenta Atrás, cincuenta. Lanzó un seis. Todos respaldaron sus apuestas y compraron todos los números. Cully cogió los dados, apasionadamente seguro, y los arrojó con fuerza contra el extremo de la mesa. Contemplaron incrédulos el resultado. Era la peor de las catástrofes. Siete fuera. Barridos. Sin siquiera coger otro número. El Niño había perdido ciento cincuenta. Cully mil trescientos cincuenta. Jordan había tirado por el desagüe mil cuatrocientos dólares.

Cully murmuró algo y se alejó de allí. Muy afectado, tenía ahora que jugar al veintiuno cuidadosamente.

Tenía que contar todas las cartas del «zapato» para conseguir sacar algo. A veces resultaba, pero era muy trabajoso. A veces, era capaz de recordar todas las cartas perfectamente, calcular lo que quedaba en el «zapato», conseguir una ventaja de un diez por ciento sobre el tallador y apostar un buen puñado de fichas. E incluso entonces, a veces, pese a la ventaja del diez por ciento, tenía mala suerte y perdía. Y entonces, tenía que ponerse a contar otro «zapato». Así pues, tras la traición de su fantástico brazo derecho, Cully tenía que obtener dinero. La noche que se abría ante él era trabajosa y pesada. Tenía que jugar con mucha astucia y, aun así, tener suerte.

Merlyn el Niño también se alejó, con poco dinero también, pero sin técnicas ni habilidades que respaldasen su juego. Él tenía que tener suerte.

Jordan, solo, vagó por el casino. Le encantaba la sensación de estar solo entre la multitud y el ronroneo del juego. Estar solo sin estar solo. Hacerse amigo de extraños por una hora y no volver a verles nunca. Repiqueteo de dados.

Vagó entre las mesas de veintiuno, las mesas en forma de herradura dispuestas en rectas hileras. Atento al tic. Cully les había enseñado a Merlyn y a él este truco. Era imposible localizar a simple vista a un tallador tramposo de mano rápida. Pero si estabas muy atento, podías oír el leve tic del roce cuando deslizaba la segunda carta debajo de la primera de su baraja. Porque la carta de arriba era la que el tallador necesitaba para que su mano fuese buena.

Estaba formándose una larga cola para el espectáculo de la cena, aunque sólo eran las siete. En realidad, en el casino no había animación. No había grandes apostadores. Ni grandes ganadores. Jordan agitó las fichas negras repiqueteantes de su mano, deliberadamente. Luego se aproximó a una mesa de dados casi vacía y cogió el dado rojo y resplandeciente.

Jordan corrió la cremallera del bolsillo exterior de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y echó un montón de fichas negras de cien dólares en el compartimento de su mesa. Apostó inmediatamente doscientos, respaldó su número y luego compró todos los números por quinientos dólares cada uno. Retuvo el dado casi una hora. Después de los primeros quince minutos, la electricidad de su racha de suerte recorrió el casino y la mesa se abarrotó. Forzó sus apuestas hasta el límite de quinientos dólares y los mágicos números siguieron saliendo de su mano. Borró de su mente el siete fatal. Prohibió que apareciese. El compartimento de su mesa se llenó a rebosar de fichas negras. Los abultados bolsillos de la chaqueta no podían contener más fichas. Por fin, su cabeza no pudo soportar la concentración, no podía borrar ya el siete fatal y el dado pasó de sus manos al siguiente jugador. Los jugadores de la mesa le vitorearon. El jefe de sector le dio recipientes metálicos para llevar sus fichas a la caja del casino.

– ¿Os unisteis a mi ola? -preguntó.

Cully movió la cabeza.

– Entré en los últimos diez minutos -dijo-. Gané algo.

Merlyn se echó a reír:

– Yo no creía en tu suerte. No intervine.

Merlyn y Cully acompañaron a Jordan a la caja para ayudarle en el cambio. Jordan se quedó asombrado al ver cómo las cajas metálicas daban un total de algo más de cincuenta mil dólares. Y todavía tenía los bolsillos llenos de fichas.

Merlyn y Cully estaban sobrecogidos. Cully dijo muy en serio:

– Jordy, ahora es el momento de que te largues de esta ciudad. Si te quedas aquí, te lo sacarán otra vez.

Jordan se echó a reír.

– La noche es joven todavía.

Le divertía que sus dos amigos lo considerasen tan gran ganador. Pero la tensión se reflejaba en él. Se sentía cansadísimo.

– Voy a subir a mi habitación a echar una cabezada -dijo-. Luego os veré y os invitaré a una gran cena. Hacia medianoche. ¿De acuerdo?

El cajero había terminado de contar y le dijo a Jordan:

– ¿Prefiere usted en metálico o en cheque, señor? ¿O prefiere que se lo guardemos aquí en la caja?

– Pide un cheque -dijo Merlyn.

Cully frunció el ceño con pensativa codicia, pero luego advirtió que los bolsillos interiores secretos de Jordan aún rebosaban fichas, y sonrió.

– Un cheque es más seguro -dijo.

Esperaron los tres, Cully y Merlyn flanqueando a Jordan, que miraba más allá de ellos, a las áreas resplandecientes del salón del casino. Por fin reapareció el cajero con el cheque amarillo de bordes en sierra. Se lo entregó a Jordan.

Los tres se volvieron al mismo tiempo en una inconsciente pirueta. Sus chaquetas relampaguearon púrpura y azul bajo los tableros iluminados de lotería que había sobre ellos. Luego Merlyn y Cully cogieron a Jordan por los hombros y le empujaron por uno de los pasillos hacia su habitación.


Una habitación chillona, cara y ostentosa. Lujosas cortinas doradas, una inmensa cama de plateado cobertor. Exactamente a tono con el juego. Jordan se dio un baño caliente y luego intentó leer. Era incapaz de dormir. A través de las ventanas, las luces de neón del Vegas Strip enviaban relampagueos color arco iris, coloreando las paredes de la habitación. Cerró del todo las cortinas, pero en su cerebro aún oía el rumor desmayado que se difundía por todo el inmenso casino como oleaje de una playa distante. Luego apagó las luces de la habitación y se metió en la cama. Era una buena trampa, pero su cerebro se negaba a dejarse engañar. No podía dormir.

Luego Jordan sintió el miedo familiar y la terrible angustia. Si se durmiese, moriría. Deseaba desesperadamente dormir, y sin embargo no podía. Estaba demasiado asustado, demasiado aterrado. Pero nunca podía entender por qué estaba tan terriblemente asustado.

Sintió la tentación de probar de nuevo con los somníferos, los había utilizado a principios de mes y había dormido, pero con insoportables pesadillas. Pesadillas que le dejaban deprimido al día siguiente. Prefería pasar sin sueño. Como ahora.

Jordan encendió la luz, saltó de la cama y se vistió. Vació todos los bolsillos y la cartera. Abrió las cremalleras de todos los bolsillos exteriores e interiores de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y los vació por completo, vertiendo todas las fichas rojas y verdes y negras sobre el cobertor de seda. Los billetes de cien dólares formaban una inmensa pila, las fichas negras y rojas formaban curiosas espirales y ajedrezadas figuras. Para pasar el rato, empezó a contar el dinero y a separar las fichas. Tardó casi una hora.

Tenía más de cinco mil dólares en efectivo. Ocho mil en fichas negras de cien dólares y otros seis mil en fichas verdes de veinticinco, más casi mil en rojas de cinco. Estaba asombrado. Sacó el gran cheque de bordes en sierra del hotel Xanadú de la cartera y examinó la escritura en negro y rojo y los números en verde. Cincuenta mil dólares. Lo examinó atentamente. Había tres firmas distintas en el cheque. Se fijó en especial en una de ellas por lo grande y clara que era: Alfred Gronevelt.

Y aún seguía desconcertado. Recordaba haber cambiado algunas fichas por dinero en metálico a lo largo del día, pero no se había dado cuenta de que habían sido más de cinco mil dólares. Se dio la vuelta en la cama y todas las fichas cuidadosamente apiladas se desmoronaron en confuso montón.

Y ahora se sentía satisfecho. Estaba contento de tener dinero suficiente para quedarse en Las Vegas, de no tener que seguir a Los Angeles a iniciar su nuevo trabajo. A iniciar su nueva carrera, su nueva vida, quizás una nueva familia.

Contó de nuevo el dinero y añadió el cheque. Eran setenta y un mil dólares. Podía jugar eternamente.

Apagó la luz de la mesa de noche para estar tumbado allí en la oscuridad rodeado de su dinero, sintiéndolo rozar su cuerpo.

Quiso dormir para combatir el terror que siempre caía sobre él en aquella habitación a oscuras. Pudo oír los latidos de su corazón cada vez más apresurados, pero por fin hubo de encender de nuevo la luz y levantarse.


Arriba, dominando la ciudad, en su apartamento con terraza, el propietario del hotel, Alfred Gronevelt, descolgó el teléfono. Llamó a la sección de dados y preguntó cuánto había ganado Jordan. Le dijeron que Jordan había liquidado los beneficios de la mesa de aquella noche. Luego volvió a llamar a la telefonista y le dijo que localizase a Xanadú Cinco. Esperó. La llamada tardaría unos cuantos minutos en cubrir todas las áreas de hotel y en penetrar en las mentes de los jugadores. Gronevelt miró perezosamente por la ventana y pudo ver la larga y gruesa pitón rojiverde de neón que culebreaba por Las Vegas Strip abajo. Y, más allá, el círculo de las oscuras montañas del desierto, que cercaban, junto con él, a miles de jugadores que intentaban ganar a la casa, que sudaban por aquellos millones de dólares que tan burlonamente descansaban en las cajas de cambio. Aquellos jugadores habían dejado sus huesos año tras año en aquel chillón Strip de neón.

Luego oyó la voz de Cully al teléfono. Cully era Xanadú Cinco. Gronevelt era Xanadú Uno.

– Cully, tu camarada nos ha atizado una buena -dijo Gronevelt-. ¿Estás seguro de que es legal?

Cully hablaba en voz baja.

– Sí, señor Gronevelt. Es amigo mío y es un tipo cabal. Lo perderá todo otra vez antes de irse.

– Dale lo que quiera -dijo Gronevelt-. No le dejes que se vaya por el Strip, a dar nuestro dinero a otros. Consíguele una buena tía.

– No se preocupe -dijo Cully.

Pero Gronevelt captó algo extraño en su voz. Por un instante, dudó de Cully. Cully era su espía, comprobaba el funcionamiento del casino e informaba de los talladores de veintiuno que se asociaban con él para engañar a la casa. Gronevelt tenía grandes planes para Cully cuando aquella operación terminase. Pero ahora dudaba.

– ¿Qué me dices del otro tipo de tu grupo, el Niño? -dijo Gronevelt-. ¿Cuál es su enfoque? Lleva ya tres semanas aquí.

– Ése es calderilla -dijo Cully-. Pero es un buen chico. No se preocupe, señor Gronevelt. Sé muy bien lo que me hago.

– De acuerdo -dijo Gronevelt.

Cuando colgó el teléfono, sonreía. Cully no sabía que los jefes de sector se habían quejado de que se permitiese a Cully seguir en el casino porque era un artista en el cuenteo. Que el director del hotel se había quejado de que se permitiese a Merlyn y a Jordan retener habitaciones tan desesperadamente necesarias para nuevos jugadores con dinero fresco que llegaban todos los fines de semana. Lo que nadie sabía era que a Gronevelt le intrigaba la amistad de los tres hombres, el cómo acabase sería la auténtica prueba de Cully.


Jordan luchaba en su habitación contra el impulso de volver a bajar al casino. Se sentó en uno de los mullidos sillones y encendió un cigarrillo. Todo iba perfectamente ahora. Tenía amigos, había tenido suerte, era libre. Sólo estaba cansado. Necesitaba un largo descanso en algún sitio lejos de allí.

Pensó en Cully y Diane y Merlyn. Eran ahora sus tres mejores amigos. Sonrió al pensarlo.

Sabían muchísimas cosas sobre él, se habían pasado horas juntos en el bar del casino, hablando, descansando entre juego y juego. Jordan nunca se mostraba reticente. Contestaba a cualquier pregunta, aunque él nunca hiciera ninguna. El Niño formulaba siempre sus preguntas con tanta seriedad, con un interés tan patente, que Jordan jamás se ofendía.

Sólo por hacer algo, sacó la maleta del armario para hacer el equipaje. Lo primero con que tropezó su mirada fue un pequeño revólver que había comprado hacía tiempo. Nunca les había hablado a sus amigos del arma. Su esposa le había abandonado y se había llevado a los niños. Le había dejado por otro hombre, y la primera reacción de Jordan había sido matar al otro hombre. Una reacción tan ajena a su verdadero carácter que aún seguía sorprendiéndose cuando pensaba en ello. No había hecho nada, por supuesto. El problema era librarse del revólver. Lo mejor era desmontarlo y tirarlo pieza a pieza. No quería ser responsable de que nadie resultase herido por él. Pero de momento lo dejó a un lado y echó unas prendas de ropa en la maleta. Luego se sentó otra vez.

No estaba tan seguro de querer dejar Las Vegas. La cueva brillantemente iluminada de su casino. Allí estaba cómodo. Estaba seguro. Su despreocupación por si ganaba o perdía era su capa mágica contra el destino. Y sobre todo, su cueva del casino expulsaba y mantenía a raya a todos los demás dolores y trampas de la vida.

Sonrió de nuevo, pensando en la preocupación de Cully por sus ganancias. ¿Qué iba a hacer, después de todo, con el dinero? Lo mejor sería enviárselo a su mujer. Era una buena mujer, una buena madre. Una mujer de calidad y de carácter. El hecho de que le hubiese abandonado después de veinte años para casarse con su amante, no alteraba estos hechos, no podía alterarlos. Pues en aquel momento, después de haber pasado los meses, Jordan veía claramente la justicia de la decisión que ella había tomado. Tenía derecho a ser feliz. A vivir su vida del modo más pleno. Con él había estado asfixiando su vida. No es que hubiese sido un mal marido. Sólo un marido inadecuado. Había sido un buen padre. Había cumplido con su deber en todos los sentidos. Su única falta era que después de veinte años ya no hacía feliz a su esposa.

Sus amigos conocían la historia. Las tres semanas que habían pasado juntos en Las Vegas parecían años. Podía hablar con ellos como jamás había hablado con nadie. Todo había salido entre copa y copa en el bar, después de cenas de medianoche en la cafetería.

Sabía que le consideraban hombre de mucha sangre fría. Cuando Merlyn le preguntó si podía visitar a sus hijos, Jordan se encogió de hombros. Merlyn le preguntó si volvería a ver a su mujer y a sus hijos, y Jordan procuró contestar honradamente:

– No lo creo -dijo-. Están magníficamente.

Entonces, Merlyn el Niño le replicó de inmediato:

– ¿Y tú? ¿Estás tú magníficamente?

Y entonces Jordan se echó a reír, al ver cómo le acosaba Merlyn el Niño. Sin dejar de reír, dijo:

– Sí, estoy magníficamente.

Y entonces, sólo por una vez, compensó al Niño por ser tan chismoso. Le miró directamente a los ojos y dijo con frialdad:

– No hay nada más que ver. Sólo hay lo que ves. No hay ninguna complicación. La gente no es tan importante para otra gente. Cuando te hagas más viejo, verás como es así.

Merlyn le miró a su vez y luego bajó los ojos y dijo con suavidad:

– Es sólo que no eres capaz de dormir de noche, ¿no?

– Así es -dijo Jordan.

– Nadie duerme en esta ciudad -dijo Cully con impaciencia-. Lo que tienes que hacer es tomar un par de píldoras para dormir.

– Me dan pesadillas -dijo Jordan.

– No, hombre, no -dijo Cully-. Me refiero a ésas.

Señaló a tres busconas que estaban sentadas en una mesa bebiendo. Jordan se echó a reír. Era la primera vez que oía la jerga de Las Vegas. Ahora entendía por qué a veces Cully dejaba de jugar proclamando que iba a tomar un par de pastillas para dormir.

Y qué momento más adecuado para pastillas de dormir ambulantes que aquella noche… Pero Jordan había probado ya aquello la primera semana en Las Vegas. No tenía problemas, pero tampoco conseguía aliviar la tensión. Una noche, una buscona que era amiga de Cully, le había convencido de que hiciese «parejas» llevándose con ella a su amiga. Sólo eran cincuenta más y prometían hacerle servicios especiales porque era un chico simpático. Y él dijo que de acuerdo. Había sido bastante alegre y confortante el asunto, tantos pechos rodeándole. Un confort infantil. Una de las chicas reclinó por fin la cabeza de Jordan sobre sus pechos y la otra le montó. Y en el momento final de tensión, cuando por fin él sintió, rindiendo al fin su carne, advirtió que la chica que le montaba lanzaba una tímida sonrisa a la chica sobre cuyos pechos apoyaba la cabeza. Comprendió que ahora que estaba ya fuera del camino, liquidado, ellas podrían pasar a lo que realmente querían. Contempló a la chica que le había montado colocarse debajo de la otra con una pasión mucho más convincente que la que había mostrado con él. No se enfadó. Ya que él había acabado tan pronto, que ellas sacasen algo en limpio. En cierto modo, le parecía natural que fuese así. Luego les dio cien dólares extra. Ellas creyeron que había sido por lo bien que lo habían hecho, pero en realidad era por aquella tímida sonrisa secreta… por aquella traición reconfortante, dulcemente confirmadora. Y sin embargo, la chica que estaba debajo en la exaltación final de su orgasmo traidor había extendido la mano ciegamente hacia la de Jordan para estrechársela, y esto le había conmovido hasta ponerle al borde de las lágrimas.

Todos los somníferos ambulantes se habían dedicado a perseguirle. Eran la crema del país, aquellas chicas. Te daban afecto, te estrechaban la mano, iban a una cena y a un espectáculo, jugaban un poco de tu dinero, jamás te engañaban o te desplumaban. Te hacían creer que se preocupaban sinceramente por ti y jodían como los ángeles. Sorbiéndote el seso. Todo por un solitario billete de cien dólares. Eran un buen negocio. Ay, Dios mío, un negocio excelente. Pero él nunca podía dejarse engañar ni siquiera por el pequeño momento comprado. Le lavaron de arriba abajo antes de dejarle: un hombre enfermo, muy enfermo, en una cama de hospital. En fin, siempre eran mucho mejores que los somníferos normales, no te producían ningún tipo de pesadilla. Pero tampoco te hacían dormir. En realidad, Jordan llevaba ya tres semanas sin dormir.

Se apoyó cansinamente contra el cabezal de la cama. No recordaba cuándo había dejado la silla. Debería apagar las luces e intentar dormir. Pero volvería el terror. No un miedo mental sino un pánico físico que su cuerpo no era capaz de combatir aunque su mente aguantase y se preguntase qué pasaba. No había elección posible. Tenía que bajar otra vez al casino. Metió el cheque de cincuenta mil en la maleta. Se jugaría sólo los billetes y las fichas.


Jordan lo recogió todo de la cama y se llenó los bolsillos. Salió de la habitación y siguió adelante hacia el casino. Ahora ocupaban las mesas los verdaderos jugadores. A aquellas horas primeras de la madrugada, ya habían hecho sus tratos mercantiles, habían terminado sus cenas en las habitaciones especiales, habían llevado a sus esposas a los espectáculos y las habían luego metido en la cama o las habían dejado con fichas de dólar en la ruleta. Fuera de circulación. O se habían retirado agotadas, o habían asistido a una inevitable función cívica. Todos libres ya para combatir con el destino. Con el dinero en la mano, se alineaban en primera fila en las mesas de dados. Los jefes de sector esperaban con marcadores en blanco a que acabasen las fichas para que firmasen por otro billete o dos o tres de los grandes. Durante las próximas horas, muchos hombres firmarían y perderían fortunas. Sin saber nunca por qué. Jordan apartó la vista hacia el extremo final del casino.

Un recinto cerrado por una elegante baranda gris regio albergaba la larga mesa oval de bacarrá, separándola de la zona central del salón. Un guardia armado de los servicios de seguridad estaba apostado a la entrada porque en aquella mesa se jugaba básicamente con dinero en efectivo y no con fichas. A los dos extremos de la mesa de fieltro verde había dos sillas muy altas. Allí se sentaban los dos supervisores, vigilando a los croupiers y observando los pagos; su concentración de halcones quedaba sólo levemente disfrazada por el traje de etiqueta que llevaban todos los empleados del casino que estaban dentro del recinto del bacarrá. Los supervisores vigilaban todos los movimientos de los tres croupiers y del jefe de sector que dirigía. Jordan empezó a caminar hacia ellos hasta que pudo ver las figuras definidas de los croupiers con sus trajes de etiqueta.

Cuatro santos de corbata negra cantaban hosannas a los ganadores y cantos fúnebres a los perdedores. Hombres apuestos, de movimientos rápidos, de continente atractivo, daban lustre al juego que dirigían. Pero antes de que Jordan pudiese cruzar la entrada gris regio, Cully y Merlyn se plantaron ante él.

– Sólo les faltan quince minutos -dijo suavemente Cully-. No juegues.

La sección de bacarrá se cerraba a las tres.

Y entonces uno de los santos de corbata negra llamó a Jordan.

– Vamos a dar el último «zapato», señor Jordan. El «zapato» de la banca -le dijo riendo.

Jordan contempló las cartas amontonadas y esparcidas por la mesa, con sus dorsos azules, y contempló luego cómo las juntaban antes de barajar, mostrando sus pálidas y blancas caras internas.

– ¿Qué os parece si jugáis los dos conmigo? -dijo Jordan-. Yo pondré el dinero y apostaremos al límite los tres.

Lo cual significaba que con el límite de dos mil dólares, Jordan apostaría seis mil en cada mano.

– ¿Estás loco? -dijo Cully-. Puedes perderlo todo.

– Vosotros sentaos ahí -dijo Jordan-. Os daré el diez por ciento de lo que ganéis.

– No -dijo Cully, y se separó de él, yendo a apoyarse en la baranda del bacarrá.

– Merlyn, ¿ocuparás una silla por mí? -preguntó Jordan.

Merlyn el Niño le sonrió, y luego dijo quedamente:

– Sí, ocuparé esa silla.

– Te llevarás el diez por ciento -dijo Jordan.

– Sí, de acuerdo -dijo Merlyn.

Los dos cruzaron la baranda y se sentaron. Diane tenía el «zapato» recién iniciado, y Jordan se sentó en la silla junto a ella para poder coger el siguiente. Diane inclinó la cabeza hacia él.

– No juegues más, Jordy -le dijo.

Jordan no apostó en la mano de Diane y ella fue repartiendo las cartas azules que sacaba del «zapato».

Diane perdió, perdió sus veinte dólares del casino y perdió la banca y pasó el «zapato» a Jordan.

Jordan se dedicó a vaciar todos los bolsillos exteriores de su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Fichas, negras y verdes, billetes de cien dólares. Colocó un fajo de billetes frente a la silla seis de Merlyn. Luego cogió el «zapato» y colocó veinte fichas negras en la banca.

– Tú también -le dijo a Merlyn.

Merlyn contó veinte billetes de cien dólares del fajo que tenía ante sí y los colocó en el compartimento de la banca.

El croupier alzó una mano para detener a Jordan. Miró a su alrededor al resto de la mesa para comprobar si todos habían hecho ya su apuesta. Su palma cayó sobre una mano tentadora, y canturreó dirigiéndose a Jordan:

– Una carta para el jugador.

Jordan repartió las cartas. Una para el croupier, otra para él. Luego otra para el croupier y otra para él. El croupier echó un vistazo a la mesa y luego echó sus dos cartas hacia el hombre que apostaba la cantidad más alta a jugador. El hombre miró cautamente sus cartas y luego sonrió y las echó sobre la mesa boca arriba. Tenía un nueve natural invencible. Jordan echó las cartas boca arriba sin siquiera mirarlas. Tenía dos figuras. Cero. Liquidado. Pasó el «zapato» a Merlyn. Merlyn pasó el «zapato» al jugador siguiente. Por un instante, Jordan intentó parar el «zapato», pero algo en la expresión de Merlyn le detuvo. Ninguno de los dos dijo nada.

La caja marrón dorado fue dando la vuelta lentamente a la mesa. Sin novedad digna de nota. Ganó banca. Luego jugador. No hubo ganancias consecutivas de ninguno de ellos. Jordan apostó a la banca siempre, presionando, y llevaba perdidos ya los diez mil dólares de su propio fajo; Merlyn aún se negaba a apostar. Por fin Jordan se hizo otra vez con el «zapato».

Hizo su apuesta, el límite de dos mil dólares. Estiró la mano hasta el dinero de Merlyn y separó unos cuantos billetes colocándolos en la ranura de la banca. Advirtió de pronto que Diane ya no estaba a su lado. Y tuvo la sensación de que había llegado el momento. Sintió una tremenda oleada de energía, la sensación de que podía hacer que salieran del «zapato» las cartas que desease.

Tranquilamente y sin emoción, Jordan consiguió veinticuatro pases directos. En el octavo pase la baranda que rodeaba la mesa de bacarrá estaba atestada y todos los jugadores de la mesa apostaban banca, uniéndose a su suerte. Al décimo pase, el croupier de la ranura del dinero se agachó y sacó las fichas especiales de quinientos dólares. Eran de un hermoso blanco crema con bandas doradas.

Cully estaba apoyado en la baranda observando, con Diane a su lado. Jordan les saludó con un gesto. Por primera vez estaba emocionado. Desde el otro extremo de la mesa, un jugador sudamericano gritó «maestro» cuando Jordan logró su treceavo pase. Y luego, al seguir insistiendo Jordan, se hizo un extraño silencio en la mesa.

Daba cartas del «zapato» sin esfuerzo, sus manos parecían fluir. Ni una sola vez tropezó una carta ni se le escapó al salir de su lugar oculto en la caja de madera. Ni nunca mostró accidentalmente el rostro blanco y pálido de una de ellas. Cogía sus propias cartas con el mismo movimiento rítmico cada vez, sin mirar, dejando que el croupier jefe voceara los números y los resultados. Cuando el croupier decía «una carta para el jugador», Jordan la daba tranquilamente sin el menor énfasis en que fuese buena o mala. Cuando el croupier decía «una carta para la banca», Jordan la daba asimismo suave y rápidamente, sin emoción. Por fin, en el veinticincoavo pase, ganó jugador, mano que jugaba el croupier porque todos los demás apostaban a banca.

Jordan le pasó el zapato a Merlyn, que lo rechazó y se lo pasó al jugador siguiente. También Merlyn tenía pilas de fichas doradas de quinientos dólares frente a sí. Como habían ganado con la banca, tenían que pagar la comisión del cinco por ciento a la caja. El croupier contabilizó las comisiones en sus números de silla. Un total de cinco mil dólares. Lo cual significaba que Jordan había ganado unos cien mil dólares en aquella racha de suerte. Y todos los demás jugadores de la mesa habían salido de apuros.

Los dos supervisores estaban hablando por teléfono desde sus sillas con el director del casino y el propietario del hotel, comunicándoles las malas noticias. Una noche desafortunada en la mesa de bacarrá era uno de los pocos peligros graves para el porcentaje de beneficios del casino. No es que significase gran cosa a la larga, pero siempre había que estar atento a los desastres naturales. El propio Gronevelt bajó de su apartamento y entró tranquilamente en el recinto del bacarrá, quedándose en el rincón con el jefe de sector, observando. Jordan le vio con el rabillo del ojo y supo quién era, Merlyn se lo había señalado un día.

El «zapato» recorrió la mesa y siguió siendo un tímido «zapato» de banquero. Jordan ganó un poco de dinero. Luego volvió a tener en su poder el «zapato».

Esta vez sin esfuerzo, tranquilamente, las manos como en un ballet, logró el sueño de todo jugador de bacarrá. Acabó el zapato con «pases». No quedaron más cartas. Jordan tenía ante sí pilas y pilas de fichas blanco y oro.

Jordan lanzó cuatro de las fichas blanco y oro al croupier jefe.

– Para ustedes, caballeros -dijo.

El jefe de sector de bacarrá dijo:

– Señor Jordan, ¿por qué no sigue usted ahí sentado y deja que convirtamos todo esto en un cheque?

Jordan se metió en la chaqueta el inmenso montón de billetes de cien dólares, luego las fichas negras de cien dólares, dejando sobre la mesa inmensos montones de fichas doradas y blancas de quinientos dólares.

– Cuéntelos usted mismo -dijo al jefe de sector.

Se levantó para estirar las piernas y luego dijo tranquilamente:

– ¿Puede usted jugar otro «zapato»?

El jefe de sector vaciló y se volvió al director del casino, que estaba con Gronevelt.

El director del casino movió la cabeza en un gesto negativo. Había catalogado a Jordan como un jugador degenerado. Jordan se quedaría sin duda en Las Vegas hasta que perdiese. Pero aquella noche era su noche de suerte. ¿Por qué empeñarse en acosarle en su noche de suerte? Mañana, las cartas saldrían de otro modo. No podía tener siempre suerte, y luego su fin sería rápido. El director del casino había visto todo aquello antes. La casa disponía de infinitas noches, todas ellas con la comisión, el porcentaje.

– Se cierra la mesa -dijo el director del casino.

Jordan bajó la cabeza. Se volvió para mirar a Merlyn y dijo:

– Tú llevas el diez por ciento de las ganancias de tu silla. Pero, ante su sorpresa, vio una expresión casi de lástima en los ojos de Merlyn y le oyó decir:

– No.

Los croupiers encargados del dinero contaban las fichas doradas de Jordan y las apilaban para que los supervisores, el jefe de sector y el director del casino pudiesen también controlar las cuentas. Por fin terminaron. El jefe de sector alzó la vista y dijo con respeto:

– Ha ganado usted doscientos noventa mil dólares, señor Jordan. ¿Lo quiere todo en un cheque?

Jordan asintió. Los bolsillos interiores de su chaqueta aún estaban atestados de más fichas, de dinero en billetes. No quería cambiar todo aquello.

Los otros jugadores habían dejado la mesa y el sector al decir el director del casino que no habría otro «zapato». El jefe de sector aún murmuraba. Cully había cruzado la baranda y estaba junto a Jordan, igual que Merlyn, los tres con el aire de miembros de alguna banda callejera con sus chaquetas deportivas Las Vegas Ganador.

Jordan se sentía ahora realmente cansado, demasiado cansado para el esfuerzo físico que exigían los dados y la ruleta. Y el veintiuno era un juego demasiado lento con su límite de quinientos dólares.

– Tú no juegas más -dijo Cully-. Dios mío, nunca vi nada igual. Ahora ya sólo puedes ir hacia abajo. No volverás a tener tanta suerte.

Jordan asintió con un gesto.

El guardia de seguridad llevó a la caja las bandejas de fichas de Jordan y los recibos firmados del jefe de sector. Diane se unió al grupo y le dio un beso a Jordan. Todos ellos estaban excitadísimos. Jordan se sentía feliz en aquel momento. Era sin duda un héroe. Y sin matar ni herir a nadie. Tan fácilmente. Sólo por apostar una inmensa cantidad de dinero al azar de las cartas. Y ganar.

Tuvieron que esperar a que llegara el cheque de la caja. Merlyn le dijo burlonamente:

– Bueno, eres rico. Ya puedes hacer lo que quieras.

– Tiene que irse de Las Vegas -dijo Cully.

Diane apretaba la mano de Jordan. Pero Jordan miraba fijamente a Gronevelt, que seguía allí con el director del casino y los dos supervisores, que se habían bajado de sus sillas. Los cuatro cuchicheaban. De pronto, Jordan dijo:

– Xanadú Número Uno, ¿es capaz de jugarse un zapato?

Gronevelt se apartó de los otros y su rostro apareció bruscamente bajo la plena claridad de la luz. Jordan pudo ver que era más viejo de lo que él había creído. Quizás rondase los setenta. Aunque estaba colorado y sano. Tenía el pelo gris acero, tupido y limpiamente peinado. Su cara tenía un bronceado rojizo. Era corpulento, pero la edad aún no había desmadejado su cuerpo. Jordan se dio cuenta de que no le había sorprendido gran cosa que se dirigiese a él por su nombre de código telefónico.

Gronevelt le sonrió. No estaba enfadado. Pero algo en él reaccionaba ante el desafío, devolviéndole su juventud, la época en que había sido un jugador degenerado. Ahora había hecho de su mundo algo seguro, tenía su vida bajo control. Disponía de muchos placeres, tenía muchos deberes, le acechaban algunos peligros, pero muy pocas veces tenía a su alcance una emoción pura. Resultaría placentero saborear una de nuevo, y además quería ver hasta dónde era capaz de llegar Jordan, qué podía ponerle nervioso.

– Tiene usted un cheque de doscientos noventa de los grandes que acaban de traerle de caja, ¿no? -dijo suavemente Gronevelt.

Jordan asintió.

– Los pondremos a un «zapato» -dijo Gronevelt-. Jugaremos una mano. Doble o nada. Tiene usted que apostar a jugador, no a la banca.

Todos los presentes en el sector de bacarrá se quedaron atónitos. Los croupiers miraron asombrados a Gronevelt. No sólo estaba arriesgando una inmensa suma de dinero, en contra de todas las leyes de los casinos, sino que además estaba arriesgando su licencia si la comisión de juego del estado se enteraba de aquella apuesta. Gronevelt les sonrió.

– Barajen esas cartas -dijo-, preparen el «zapato».

En aquel momento, entraba en el recinto del bacarrá el jefe de sector y le entregaba a Jordan el oblongo trozo de papel amarillo de bordes en sierra que era el cheque. Jordan lo miró sólo un momento y luego lo colocó en la ranura del jugador y dijo sonriendo a Gronevelt:

– Lista la apuesta.

Jordan vio que Merlyn retrocedía y se apoyaba en la baranda gris regio. Merlyn le estudiaba de nuevo atentamente. Diane dio unos cuantos pasos a un lado, desconcertada. Jordan se sintió complacido de su asombro. Lo único que no le gustaba era apostar contra su propia suerte. Le resultaba odiosa la idea de sacar las cartas del zapato y apostar contra su propia mano.

Se volvió a Cully:

– Cully, da las cartas por mí -dijo.

Pero Cully se escurrió, horrorizado. Luego miró al croupier, que había sacado las cartas de la caja que había debajo de la mesa y estaba preparándolas para barajar. Cully pareció estremecerse antes de volverse para mirar a Jordan.

– Jordy, es una tontería -dijo Cully suavemente como si no quisiera que le oyera nadie.

Lanzó una rápida mirada a Gronevelt, que estaba mirándole a su vez.

– Oye -continuó-, Jordy, la banca tiene un margen de un dos y medio por ciento siempre sobre el jugador. En todas las manos. Por eso el que apuesta banca ha de pagar la comisión del cinco por ciento. Pero ahora tiene la casa la banca. En una apuesta como ésta la comisión no significa nada. Es mejor tener el margen del dos y medio, según como resulte la mano. ¿Lo entiendes, Jordy?

Cully mantenía la voz en un tono liso. Como si estuviese razonando con un niño.

Pero Jordan se echó a reír.

– Lo sé perfectamente -dijo.

Estuvo a punto de decir que contaba con ello, pero en realidad no era cierto.

– Bueno, Cully, por qué no das por mí. No quiero ir contra mi suerte -añadió.

El croupier barajó la inmensa baraja por partes, y luego las juntó todas. Pasó el mazo blanco y amarillo de plástico a Jordan para que cortara. Jordan miró a Cully. Cully retrocedió sin decir más. Jordan cortó. Todos avanzaron entonces hacia el borde de la mesa. Jugadores que estaban fuera del recinto de bacarrá, al ver que estaba jugándose un nuevo «zapato», intentaron entrar, pero el guardia de seguridad lo impidió.

Y de pronto se hizo un silencio completo. Se amontonaron allí alrededor al otro lado de la baranda. El croupier alzó la primera carta que sacó del zapato. Era un siete. Sacó siete cartas del «zapato», enterrándolas en la ranura. Luego empujó el zapato hacia Jordan. Jordan se acomodó en su silla. De pronto habló Gronevelt:

– Sólo una mano -dijo.

El croupier alzó el brazo y dijo cuidadosamente:

– Está usted apostando a jugador, señor Jordan, ¿comprende? La mano que yo levante será la suya. La que levante usted como banquero será la mano contra la que usted apuesta.

Jordan sonrió.

– Comprendo -dijo.

El croupier vaciló, pero luego dijo:

– Si usted prefiere, puedo darle el zapato.

– No -dijo Jordan-. Está bien.

Estaba realmente emocionado. No sólo por el dinero sino por la energía que fluía de él hasta cubrir a la gente y al casino.

El croupier dijo, alzando la palma:

– Una carta para mí, una carta para usted. Luego una carta para mí y una carta para usted, por favor.

Hizo una dramática pausa, alzó su mano más próxima a Jordan y dijo:

– Una carta para el jugador.

Jordan fue dando rápidamente y sin esfuerzo las cartas de dorso azulado del ranurado zapato. Sus manos, de nuevo extraordinariamente ágiles, no titubeaban. Recorrían la distancia exacta cruzando el verde fieltro hasta las manos del croupier que aguardaban, y éste las volvió boca arriba rápidamente y se quedó asombrado ante el invencible nueve. Jordan no podía perder. Cully, que estaba detrás de él, exclamó:

– Nueve natural.

Por primera vez Jordan miró sus dos cartas antes de mostrarlas. Estaba en realidad jugando la mano de Gronevelt, y, en consecuencia, esperaba cartas malas. Sonrió, era su vez, y volvió sus cartas de la banca.

– Nueve natural -dijo.

Y así era. Un empate. Jordan se echó a reír.

– Tengo demasiada suerte -dijo.

Alzó los ojos luego y miró a Gronevelt.

– ¿Repetimos? -preguntó.

Gronevelt movió la cabeza:

– No -dijo.

Luego, se dirigió al croupier y al jefe de sector y a los supervisores:

– Cierren la mesa.

Gronevelt salió del recinto. Había disfrutado de la apuesta, pero sabía lo suficiente para no llevar las cosas a límites peligrosos. Una emoción por vez. Al día siguiente tendría que arreglar el asunto de aquella apuesta heterodoxa con la comisión de juego del estado. Y tendría que hablar largo y tendido con Cully. Quizás estuviese equivocado respecto a él.


Cully, Merlyn y Diane rodearon a Jordan como guardaespaldas, sacándole del sector del bacarrá. Cully recogió el cheque amarillo de la mesa de fieltro verde y lo metió en el bolsillo izquierdo del pecho de Jordan y luego cerró la cremallera para que estuviese seguro. Jordan reía a carcajadas, contentísimo. Miró su reloj. Eran las cuatro. La noche casi había terminado.

– Tomemos café y desayunemos -dijo. Les condujo a todos hasta la cafetería y se sentaron en uno de los reservados de tapizado amarillo.

– Bueno -dijo Cully cuando se sentaron-, ha conseguido cerca de cuatrocientos de los grandes. Hay que sacarle de aquí.

– Jordy, tienes que irte de Las Vegas. Eres rico. Puedes hacer lo que quieras.

Jordan se dio cuenta de que Merlyn le observaba atentamente. Maldita sea, aquello ya estaba resultando irritante.

Diane tocó a Jordan en el brazo y le dijo:

– No juegues más. Por favor.

Había un brillo especial en los ojos de Diane. Y de pronto Jordan comprendió que todos actuaban como si él hubiese escapado de una especie de exilio o le hubiesen amnistiado. Se dio cuenta de que se sentían felices por él, y para compensarlo dijo:

– Ahora permitidme que haga una cosa, amigos, y va también por ti, Diane. Os daré veinte de los grandes a cada uno.

Se quedaron un tanto asombrados. Luego Merlyn dijo:

– Aceptaré el dinero cuando cojas ese avión para irte de Las Vegas.

– Ése es el trato -dijo Diane-, tienes que coger el avión, tienes que salir de aquí. ¿Verdad Cully?

Cully no se sentía tan entusiasmado. ¿Qué tenía de malo coger los veinte grandes ya, y luego meterle en el avión? El juego había terminado. Ya no podían darle mala suerte. Pero Cully se sentía culpable y no podía hablar con sinceridad. Y sabía que aquél probablemente fuera el último gesto romántico de su vida. Mostrar verdadera amistad, como aquellos dos tontos del culo, Merlyn y Diane. ¿Es que no se daban cuenta de que Jordan estaba loco? ¿No veían que podía escapárseles de las manos y perder toda aquella fortuna?

– Bueno -dijo Cully-, tenemos que apartarle de las mesas. Tenemos que vigilarle y controlarle hasta que salga ese avión mañana para Los Angeles.

Jordan negó con un gesto.

– No iré a Los Angeles. Tiene que ser más lejos. Cualquier lugar del mundo -les sonrió-. Nunca he salido de Estados Unidos.

– Necesitamos un mapa -dijo Diane-. Llamaré al jefe de botones. Él puede conseguirnos un mapa del mundo. Los jefes de botones son capaces de conseguir cualquier cosa.

Descolgó el teléfono que había en la repisa del reservado e hizo la llamada. En una ocasión, el jefe de botones le había conseguido un aborto en diez minutos.

La mesa se llenó de bandejas de comida: huevos, tocino, pastelillos y filetitos de desayuno. Cully había pedido un desayuno principesco.

Mientras comían, Merlyn dijo:

– ¿Vas a mandar los cheques a los chicos?

Lo dijo sin mirar a Jordan, que le estudió atentamente y luego se encogió de hombros. Ni siquiera había pensado en ello. Sin saber muy bien el motivo, le irritó el que Merlyn le hiciese aquella pregunta, pero la irritación sólo le duró un momento.

– ¿Por qué había de dar ese dinero a sus hijos? -dijo Cully-. Ya los ha cuidado perfectamente. Eres capaz de decirle ahora que debe mandarle los cheques a su mujer.

Y se echó a reír, como si esto quedase fuera del reino de lo posible, con lo que Jordan se irritó de nuevo un poco. Les había dado una imagen errónea de su mujer. Era mejor de lo que ellos creían.

Diane encendió un cigarrillo. No tomaba más que café, y sonreía con una sonrisa muy leve y reflexiva. Durante sólo un instante, su mano rozó la manga de Jordan en una especie de acto de complicidad o de entendimiento, como si él también fuese una mujer y ella estuviera aliándose con él. En ese momento, llegó el jefe de botones con un atlas. Jordan hurgó en un bolsillo y le dio un billete de cien dólares. El jefe de botones se fue casi corriendo antes de que Cully, irritado, pudiese decir nada. Diane empezó a desplegar el mapa.

Merlyn el Niño aún seguía pendiente de Jordan:

– ¿Qué sensación produce esto? -preguntó.

– Una sensación magnífica -dijo Jordan. Sonrió, divertido por el entusiasmo de sus amigos.

– Como te acerques a una mesa de dados, nos arrojaremos sobre ti. En serio -dio una palmada en la mesa-. Se acabó.

Diane había desplegado el mapa sobre la mesa, cubriendo los revueltos platos de alimentos a medio comer. Se inclinaron sobre él, todos salvo Jordan. Merlyn encontró una ciudad en África. Jordan dijo tranquilamente que no quería ir a África.

Merlyn se retrepó en la silla, dejando de mirar el mapa. Miraba a Jordan. Cully les sorprendió a todos diciendo:

– Conozco una ciudad aquí en Portugal, Mercedas.

Se sorprendieron porque, por alguna razón, nunca habían imaginado que hubiese podido vivir en un sitio que no fuese Las Vegas. Y de pronto resultaba que conocía una ciudad de Portugal.

– Sí, Mercedas -dijo Cully-. Una ciudad muy bonita, y un clima excelente. La playa es magnífica. Y hay un pequeño casino con un límite máximo de cincuenta dólares. Sólo lo abren seis horas por noche. Puedes jugar a lo grande sin el menor peligro. ¿Qué te parece esto, Jordan? ¿Te sirve Mercedas?

– Vale -dijo Jordan.

Diane empezó a planear el itinerario.

– De Los Angeles por el Polo Norte a Londres. Luego un vuelo a Lisboa. Luego supongo que puedes ir en coche a Mercedas.

– No -dijo Cully-. Hay aviones hasta otra ciudad grande que queda cerca. No recuerdo cómo se llama.

Y debes salir de Londres rápidamente. Los clubs de juego de allí son criminales.

– Tengo que dormir algo -dijo Jordan.

Cully le miró.

– Dios mío, sí, estás hecho una mierda. Sube a tu habitación y duerme. Nosotros nos encargaremos de todo. Ya te despertaremos antes de que salga el avión. Y no se te ocurra volver a bajar al casino. El Niño y yo estaremos vigilando.

– Jordan -dijo Diane-, tendrás que darme algo de dinero para los billetes.

Jordan sacó del bolsillo un inmenso fajo de billetes de cien y los echó sobre la mesa. Diane contó cuidadosamente treinta.

– No puede costar más de tres mil dólares en primera clase, ¿verdad? -preguntó.

Cully movió la cabeza.

– Dos mil como máximo -dijo-. Resérvale plazas de hotel también.

Luego cogió el resto de los billetes de la mesa y volvió a meterlos en el bolsillo de Jordan.

Jordan se levantó y dijo, en un último intento:

– ¿Queréis que os dé eso ahora?

– No -dijo rápidamente Merlyn-. Traería mala suerte, no lo aceptaremos hasta que cojas el avión.

Jordan vio la expresión de lástima y afecto en la cara de Merlyn. Luego Merlyn dijo:

– Duerme algo. Cuando te llamemos ya te ayudaremos a hacer el equipaje.

– Vale -dijo Jordan. Dejó la cafetería y bajó el pasillo que llevaba a su habitación. Se dio cuenta de que Cully y Merlyn le habían seguido hasta donde empezaba el pasillo para asegurarse de que no se paraba a jugar. Recordaba vagamente que Diane le había besado para despedirse y que incluso Cully le había apretado el hombro con afecto. Quién iba a pensar que un tipo como Cully había estado en Portugal.

Cuando entró en su habitación, cerró con llave la puerta y echó la cadena por dentro. Ahora estaba absolutamente seguro. Se sentó en el borde de la cama. Y de pronto sintió una tremenda cólera. Le dolía la cabeza y el cuerpo le temblaba de modo incontrolable.

¿Cómo se atrevían a sentir afecto por él? ¿Cómo se atrevían a mostrar compasión? No tenían ninguna razón… ninguna. Él jamás se había quejado. Jamás había buscado su afecto. Nunca había alentado en ellos ningún amor hacia él. No lo deseaba. Le repugnaba.

Se dejó caer sobre la almohada, tan cansado que no se sentía capaz de desvestirse. La chaqueta, repleta de fichas y dinero, resultaba demasiado incómoda y se libró de ella dejándola caer en el suelo alfombrado. Cerró los ojos y pensó que se quedaría dormido instantáneamente. Pero, por el contrario, aquel terror misterioso electrizó su cuerpo, forzándole a incorporarse. No podía controlar los violentos temblores de sus piernas y brazos.

La oscuridad de la habitación empezó a poblarse de los pequeños espectros de la aurora. Jordan pensó que podría llamar a su mujer y explicarle la fortuna que había ganado. Pero sabía que no podía. Tampoco podía contárselo a sus hijos. Ni a ninguno de sus viejos amigos. En los últimos fragmentos grises de aquella noche no había una persona en el mundo a quien quisiese deslumbrar con su buena suerte. No había una persona en el mundo con quien pudiese compartir su alegría por haber ganado aquella gran fortuna.

Se levantó de la cama para hacer el equipaje. Era rico y debía ir a Mercedas. Empezó a llorar; una tristeza y una cólera abrumadoras lo ahogaban todo. Vio el revólver allí en la maleta y luego su mente quedó envuelta en una confusa nebulosa. Escenas de las últimas dieciséis horas de juego se revolvían en su cerebro, los dados relampagueaban números ganadores, las mesas de veintiuno con sus manos ganadoras, la mesa de bacarrá sembrada de los blancos y pálidos rostros de las muertas cartas boca arriba. Ensombreciendo aquellas cartas, un croupier, de corbata negra y deslumbrante camisa blanca, alzaba una mano, diciendo:

– Una carta para el jugador.

En un suave y rápido movimiento, Jordan agarró el revólver. Y luego, con la misma seguridad y rapidez con que había dado sus fabulosas veinticuatro manos ganadoras al bacarrá, apoyó el cañón en el suave perfil de su cuello y apretó el gatillo. En aquel segundo eterno, se sintió dulcemente aliviado del terror. Su último pensamiento consciente fue que jamás iría a Mercedas.

3

Merlyn el Niño cruzó las puertas de cristal y salió del casino. Le encantaba sobremanera contemplar la salida del sol mientras todavía era un frío disco amarillo, sentir cómo soplaba suavemente el aire fresco del desierto desde las montañas que bordeaban la ciudad del desierto. Era el único momento del día en que siempre salía del casino de aire acondicionado. Habían estado planeando en muchas ocasiones una excursión a aquellas montañas. Diane había aparecido incluso un día con la comida preparada. Pero Cully y Jordan se negaron en todo momento a dejar el casino.

Merlyn encendió un cigarrillo. Lo saboreó con largas y lentas chupadas, aunque pocas veces fumaba. El sol empezaba ya a brillar con tono algo más rojo, una redonda parrilla conectada a una infinita galaxia de neón. Merlyn dio la vuelta para volver al casino, y cuando cruzaba las puertas de cristal, localizó a Cully con su chaqueta deportiva Las Vegas Ganador que cruzaba apresuradamente el sector de dados, evidentemente buscándole. Se encontraron frente al recinto del bacarrá. Cully se apoyó en una de las sillas altas. Su rostro oscuro y flaco estaba crispado de odio, miedo y desconcierto.

– Ese hijo de puta de Jordan -dijo Cully-. Nos birló veinte grandes.

Luego se echó a reír.

– Se voló la cabeza -añadió-. Ganó a la casa cuatrocientos grandes y el muy cabrón se levantó la tapa de los sesos.

A Merlyn no pareció siquiera sorprenderle la noticia. Se apoyó pesadamente en la baranda del bacarrá, el cigarrillo se deslizó de su mano.

– Demonios -dijo-. Nunca pareció un hombre de suerte.

– Es mejor que esperemos aquí y cojamos a Diane cuando vuelva del aeropuerto -dijo Cully-. Podemos repartirnos lo que nos devuelvan del billete.

Merlyn le miró, no con asombro sino con curiosidad. ¿Era tan insensible Cully? No lo creía. Vio la sonrisa repugnante en la cara de Cully, una cara que intentaba ser dura pero que estaba llena de un desmayo próximo al miedo. Merlyn se sentó junto a la cerrada mesa de bacarrá. Se sentía algo mareado por la falta de sueño y el agotamiento. Sentía rabia, como Cully, pero por una razón distinta. Él había estudiado cuidadosamente a Jordan, había observado todos sus movimientos. Le había llevado astutamente a explicar su historia, la historia de su vida. Se había dado cuenta de que Jordan no quería abandonar Las Vegas, de que le pasaba algo. Jordan nunca les había hablado del revólver. Y Jordan había reaccionado siempre perfectamente cuando se daba cuenta de que Merlyn le observaba. Merlyn comprendía ahora que Jordan le había engañado. Le había engañado siempre. Les había engañado a todos. Lo que desconcertaba a Merlyn era que él había entendido perfectamente a Jordan durante todo el tiempo que se habían relacionado en Las Vegas. Había reunido todas las piezas pero, sencillamente por falta de imaginación, no había logrado ver el cuadro completo, pues, ahora que Jordan estaba muerto, Merlyn sabía que el final no podía haber sido otro. Jordan tenía que haber muerto en Las Vegas, esto era algo decidido desde el mismo principio.

El único que no se sorprendió fue Gronevelt. Allí arriba en su apartamento, noche tras noche a lo largo de los años, nunca calibraba el mal agazapado en el corazón del hombre. Planeaba contra él. Mucho más abajo, la caja de su casino encerraba un millón de dólares en metálico que el mundo entero intentaba robar, y él permanecía despierto noche tras noche, lanzando conjuros para desbaratar aquellos planes. Y habiendo llegado así a conocer todo el aburrido mal, algunas horas de la noche ponderaba otros misterios y tenía más miedo de la bondad del alma humana. Ése era el mayor peligro para su mundo, e incluso para él mismo.

Cuando la policía de seguridad informó del disparo, Gronevelt telefoneó inmediatamente a la oficina del sheriff y dejó que las autoridades forzasen la entrada de la habitación. Pero en presencia de sus propios hombres. Para que se hiciese un inventario honesto. Había dos cheques del casino que totalizaban trescientos cincuenta mil dólares y había cerca de cien mil en billetes y fichas embutidos en los bolsillos de aquella ridícula chaqueta de lino que llevaba Jordan. Sus bolsillos con cremallera contenían las fichas que no había echado sobre la cama.

Gronevelt miró por las ventanas de su ático, hacia el rojizo sol del desierto que subía sobre las arenosas montañas. Suspiró. Jordan no perdería sus ganancias. El casino se quedaría sin aquel dinero. En fin, ése era el único medio que tenía un jugador degenerado de conservar sus ganancias. El único medio.

Pero ahora Gronevelt tenía que ponerse a trabajar. Los periódicos tendrían que hablar del suicidio. La imagen sería espantosa, un individuo que había ganado cuatrocientos grandes se volaba los sesos. Gronevelt no quería rumores de asesinato porque si no el casino no recuperaría sus pérdidas. Había que dar los pasos necesarios. Hizo las llamadas correspondientes a sus oficinas del este. Un antiguo senador de Estados Unidos, un hombre de irreprochable integridad, recibió la misión de comunicar la triste nueva a la reciente viuda. Y de decirle que su marido había dejado una fortuna en ganancias de juego que podría recoger como herencia cuando recogiese el cadáver. Todo el mundo sería discreto, nadie engañaría, se haría justicia. Por último, el incidente sería sólo una historia que los jugadores se contarían unos a otros en noches de mala suerte, en las cafeterías del Strip de Las Vegas. Pero para Gronevelt no era esto lo interesante.

Hacía mucho tiempo que había dejado de intentar entender a los jugadores.


Fue un funeral sencillo y le enterraron en un cementerio protestante rodeado por la dorada arena del desierto. La viuda de Jordan llegó en avión y se cuidó de todo. Gronevelt y su equipo le informaron también de lo que había ganado Jordan. Se lo pagaron todo meticulosamente. Le entregaron los cheques y todo el dinero en metálico que tenía el cadáver. El suicidio se silenció, con la cooperación de las autoridades y de la prensa. Sería fatal para la imagen de Las Vegas, un individuo que había ganado cuatrocientos grandes hallado muerto. La viuda de Jordan firmó un recibo de los cheques y del dinero. Gronevelt le pidió discreción, pero no tenía que preocuparse en este aspecto. Si aquella guapa chica enterraba a su marido en Las Vegas, no le llevaba a casa, y no dejaba que sus hijos fuesen al funeral, no había duda de que ocultaba cartas en la manga.

Gronevelt, el ex senador y los abogados escoltaron a la viuda hasta la limousine que le esperaba fuera del hotel. (Cortesía de Xanadú, como todo lo demás.) El Niño, que había estado esperándola, se plantó delante de ellos.

– Me llamo Merlyn -dijo a la guapa mujer.- Su marido y yo éramos amigos. Lo siento mucho.

La viuda se dio cuenta de que la observaba atentamente, estudiándola. Se dio cuenta en seguida de que no tenía ningún motivo oculto, de que era sincero. Pero le pareció, en cierto modo, excesivamente interesado. Le había visto durante el funeral con una chica joven que tenía la cara hinchada de tanto llorar. Se preguntó por qué no la había abordado entonces. Probablemente porque la chica había sido la amiga de Jordan.

– Me alegro de que tuviese un amigo aquí -dijo quedamente.

Le resultaba divertido que el joven la mirase tanto. Sabía que tenía una cualidad especial que atraía a los hombres, y que no era tanto su belleza como la inteligencia añadida a aquella belleza: suficientes hombres le habían dicho que constituía una combinación sumamente rara. Ella había sido infiel a su marido muchas veces antes de dar con el hombre con quien había decidido vivir. Se preguntaba si aquel joven, Merlyn, sabía algo de Jordan y de ella, y se preguntaba también qué habría pasado aquella última noche. Pero no le preocupaba. No se sentía culpable. Sabía, mejor de lo que pudiese saberlo nadie, que la muerte de Jordan había sido un acto voluntario y elegido. Un acto de malevolencia de un hombre amable.

Se sentía un poco halagada por la intensidad, la evidente fascinación con que la miraba el joven. No podía saber que él no veía sólo la piel delicada, los huesos perfectos debajo, la boca roja y delicadamente sensual, sino que veía también y vería siempre el rostro de ella como la máscara del ángel de la muerte.

4

Cuando le dije a la viuda de Jordan que me llamaba Merlyn, ella me dirigió una mirada fría y amistosa, sin culpa ni pesar. Vi que era una mujer con completo dominio de su vida, no por zorrería ni presunción, sino por inteligencia. Comprendí por qué Jordan nunca había dicho una palabra dura contra ella. Era una mujer muy especial, de las que tienen mucho éxito con los hombres. Pero no quise conocerla. Estaba demasiado de parte de Jordan. Aunque siempre percibí su frialdad, su rechazo de todos nosotros bajo la cortesía y la aparente amistad.

La primera vez que vi a Jordan me di cuenta de que había en él un desequilibrio. Era mi segundo día en Las Vegas y me había ido muy bien en el veintiuno, así que fui a probar suerte a la mesa de bacarrá. El bacarrá es estrictamente un juego de suerte con una puesta mínima de veinte dólares. Estás completamente en manos del destino, y me ha molestado siempre esa sensación. Siempre he creído que podría controlar mi destino si me esforzaba lo bastante.

Me senté a la larga mesa oval de bacarrá, y me fijé en Jordan, que estaba al otro extremo. Era un tipo muy apuesto, de unos cuarenta años, puede incluso que cuarenta y cinco. Y tenía aquel pelo blanco y tupido, pero no blanco por la edad. Era un blanco con el que había nacido, de algún gen albino. Sólo estábamos él, otro jugador y yo, y tres señuelos de la casa para ocupar espacio. Uno de los señuelos era Diane, que estaba sentada dos sillas más allá de Jordan, vestida para anunciar que estaba en acción, pero yo me fijé sobre todo en Jordan.

Me pareció aquel día un jugador admirable. No mostraba el menor entusiasmo cuando ganaba, ni la menor decepción cuando perdía. Cuando manejó el «zapato» lo hizo hábilmente, con aquellas manos elegantes y blanquísimas. Pero mientras le miraba hacer montoncitos con los billetes de cien dólares, comprendí de pronto que en realidad le daba igual ganar que perder.

El tercer jugador de la mesa era un «vapor», un mal jugador destinado a perder. Bajo y delgado, disimulaba la calvicie esparciendo su pelo negro azabache cuidadosamente sobre la calva. Su cuerpo parecía encerrar enorme energía. Todos sus movimientos estaban cargados de violencia. Su forma de echar el dinero al hacer la puesta, cómo tomaba una mano ganadora, cómo contaba los billetes que tenía ante sí y los arrebuñaba furioso en un montón para indicar que estaba perdiendo. Cuando manejaba el «zapato», daba cartas desmañadamente, de modo que muchas veces una carta quedaba al descubierto o pasaba más allá de la mano extendida del croupier. Pero el croupier que atendía la mesa era impasible. Su cortesía jamás se alteraba. Una carta de jugador surcó el aire, girando hacia un lado. El individuo de aspecto mezquino intentó añadir otra ficha negra de cien dólares a su puesta.

– Lo siento, señor A., no puede hacer eso -dijo el croupier.

La crispación colérica de la boca del señor A. se hizo aún más violenta.

– ¿Por qué coño no puedo hacerlo? Sólo di una carta. ¿Quién dice que no puedo?

El croupier alzó la vista hacia el supervisor de su derecha, el del lado de Jordan. El supervisor hizo una leve seña y el croupier dijo cortésmente:

– Puede usted hacer su apuesta, señor A.

La primera carta del jugador era, claro está, un cuatro, una mala carta. Pero el señor A. perdió de todos modos y el «zapato» pasó a Diane.

El señor A. apostó de nuevo por el jugador contra la banca de Diane. Miré hacia el fondo de la mesa, donde estaba Jordan. Tenía la blanca cabeza inclinada y no prestaba la menor atención al señor A. Pero yo sí. El señor A. puso cinco billetes de cien dólares al jugador. Diane dio cartas maquinalmente. El señor A. cogió las cartas del jugador. Las miró y las arrojó violentamente. Dos figuras. Nada. Diane tenía dos cartas que totalizaban cinco.

– Una carta para el jugador -dijo el croupier.

Diane le dio al señor A. otra carta. Otra figura. Nada.

– Gana la banca -dijo el croupier.

Jordan había apostado a la banca. Yo había estado a punto de apostar al jugador, pero el señor A. me hizo cambiar de idea, así que aposté a la banca. Entonces vi al señor A. poner mil dólares al jugador. Jordan y yo dejamos nuestro dinero con la banca.

Diane ganó la segunda mano con un nueve natural frente a un siete del señor A. Éste dirigió a Diane una mirada malévola como si intentase asustarla para que no ganara. La conducta de la chica era impecable.

Diane procuraba con todo cuidado mantenerse neutral. Procuraba permanecer al margen, actuar con la precisión mecánica de un funcionario. Pero a pesar de todo esto, cuando el señor A. apostó mil dólares al jugador y Diane sacó un nueve natural ganador, el señor A. dio un puñetazo en la mesa y dijo: «Mierda de tía», y la miró con odio. El croupier que dirigía el juego siguió inmutable, sin que cambiase un solo músculo de su cara. El supervisor se inclinó hacia adelante como Jehová sacando la cabeza de los cielos. Había ya cierta tensión en la mesa.

Yo observaba a Diane. Tenía como una crispación en la cara. Jordan amontonaba su dinero como si no advirtiese lo que estaba pasando. El señor A. se levantó y se dirigió al jefe de sector que estaba en la mesa destinada a los marcadores. Cuchicheó algo. El jefe de sector asintió. Todos los de la mesa se habían levantado a estirar las piernas mientras preparaban un nuevo «zapato». Vi que el señor A. cruzaba la baranda gris regio hacia los pasillos que llevaban a las habitaciones del hotel. Vi que el jefe de sector se acercaba a Diane y hablaba con ella, y luego también ella dejó el recinto del bacarrá. No era difícil imaginarse lo que pasaba. Diane se iría un ratito con el señor A. para cambiar su suerte. Los croupiers tardaron unos cinco minutos en preparar el nuevo «zapato». Fui a hacer unas cuantas apuestas a la ruleta. Cuando volví, ya corría el «zapato». Jordan aún seguía en el mismo asiento y había dos señuelos varones en la mesa.

El «zapato» dio vuelta a la mesa tres veces sin que sucediese nada de particular antes de que volviera Diane. Tenía un aspecto horrible, la cara fláccida, era como si todo su rostro se desmoronase, pese al hecho de que se había maquillado hacía poco. Se sentó entre mi asiento y el de uno de los croupiers que manejaban el dinero. Éste advirtió que pasaba algo. Inclinó la cabeza y le oí susurrar:

– ¿Estás bien, Diane?

Fue la primera vez que oí su nombre.

Asintió. Le pasé el «zapato». Pero le temblaban las manos al sacar las cartas. Mantenía la cabeza baja para ocultar las lágrimas que brillaban en sus ojos. Toda su cara estaba «avergonzada», no puedo encontrar otra palabra que lo exprese mejor. Lo que le había hecho el señor A. en su habitación, fuese lo que fuese, había sido sin duda castigo suficiente por haberle ganado. El croupier del dinero hizo un leve movimiento hacia el jefe de sector, y éste se acercó y dio una palmada a Diane en el brazo. Ésta dejó el asiento y ocupó su lugar un señuelo varón. Diane se sentó en una de las sillas de la baranda, con otra compañera.

El «zapato» aún seguía pasando de banca a jugador y de jugador a banca. Yo procuraba cambiar mis apuestas en el momento justo, adaptándome al ritmo de los cambios. El señor A. volvió a la mesa, al mismo asiento en que había dejado su dinero, los cigarrillos y el encendedor.

Parecía un hombre nuevo. Se había duchado, se había vuelto a peinar. Se había afeitado incluso. No parecía ya tan repugnante. Vestía una camisa y pantalones limpios y se había esfumado parte de su furiosa energía. No estaba ni mucho menos relajado, pero al menos no ocupaba una gran superficie como uno de esos ciclones giratorios de los libros de historietas.

Al sentarse, localizó a Diane junto a la baranda y le brillaron los ojos. Le dirigió una sonrisilla maliciosa y admonitoria. Diane volvió la cabeza.

Pero fuese lo que fuese lo que había hecho, por muy terrible que fuese, no sólo había cambiado su humor sino su suerte. Apostó al jugador y ganó constantemente. Entretanto, buena gente como Jordan y como yo perecíamos. Eso me fastidiaba, o quizás me fastidiase la pena que me daba Diane, así que destrocé deliberadamente el día de suerte del señor A.

En fin, hay tipos con los que da gusto jugar en la mesa de un casino y tipos que son como un grano en el culo. En la mesa de bacarrá el peor grano en el culo es el tipo, banquero o jugador, que cuando coge sus dos primeras cartas se toma todo un minuto para descubrirlas, mientras el resto de la mesa espera impaciente la determinación de su destino.

Esto es lo que empecé a hacerle al señor A. Él estaba en la silla dos y yo en la cinco. Nos encontrábamos pues en la misma mitad de la mesa y podíamos mirarnos a los ojos. Pero yo le llevaba la cabeza al señor A. y era más corpulento. Aparentaba unos veintiún años. Nadie podía sospechar que tenía treinta y tres, hijos y una mujer allá en Nueva York, de donde había escapado. En consecuencia, aparentemente, era poca cosa para un tipo como el señor A. Podría ser, sin duda, físicamente más fuerte, pero él era un verdadero «malo» con evidente reputación en Las Vegas. Yo sólo era un chico drogadicto que estaba convirtiéndose en jugador degenerado.

Como Jordan, casi siempre apuesto a la banca en el bacarrá. Pero cuando el señor A. cogió el «zapato», me puse contra él y aposté al jugador. Cuando cogí las dos cartas del jugador, las descubrí con exquisito cuidado antes de mostrarlas. El señor A. se retorcía en su asiento. Ganaba, pero no pudo contenerse, y a la mano siguiente dijo:

– Vamos, pelma, deprisa.

Dejé las cartas boca abajo en la mesa y le miré calmosamente. Por alguna razón, mis ojos se cruzaron con los de Jordan que estaba al fondo de la mesa. Apostaba a la banca con el señor A. pero sonreía. Descubrí mis cartas lentamente.

– Señor M. -dijo el croupier-, está usted retrasando el juego. La mesa no puede ganar dinero.

Luego me dirigió una luminosa sonrisa, toda cordialidad.

– No van a cambiar por muy despacio que las descubra -añadió.

– Sí claro, no hay duda -dije, y eché las cartas boca arriba con la expresión decepcionada del perdedor. El señor A. sonrió de nuevo, anhelante. Luego, cuando vio las cartas, se quedó atónito. Yo tenía un imbatible nueve natural.

– Joder -dijo el señor A.

– ¿Descubrí mis cartas lo bastante aprisa? -dije cortésmente.

Él me lanzó una mirada asesina y revolvió su dinero. Aún no había entendido. Miré hacia el otro extremo de la mesa y Jordan sonreía. Una sonrisa de franca simpatía, aunque también él había perdido al apostar con el señor A. Estuve acosando así al señor A. durante la hora siguiente.

Pude darme cuenta de que el señor A. tenía mano en el casino. Los supervisores le habían dejado pasar un par de trucos sucios. Los croupiers le trataban con cuidadosa cortesía. Estaba haciendo apuestas de quinientos y mil dólares. Yo apostaba casi siempre billetes de veinte. En consecuencia, si había algún problema, sería a mí a quien la casa haría responsable.

Pero yo actuaba con sumo cuidado. El tipo me había llamado pelma y yo no me había enfurecido por eso. Cuando el croupier me dijo que descubriese las cartas más deprisa, yo lo había hecho muy cordialmente. El hecho de que el señor A. estuviese ahora «echando vapor» era culpa suya. Sería una pérdida de prestigio tremenda para el casino tomar partido por él. No podían dejar que el señor A. hiciese algo ofensivo porque sería tan humillante para ellos como para mí. Como pacífico jugador yo era, en cierto modo, su huésped, con derecho a la protección de la casa.

Entonces vi que el supervisor que yo tenía enfrente se agachaba hacia un lado de la silla para coger el teléfono. Hizo dos llamadas. Mientras le observaba, dejé de apostar cuando el señor A. cogió el «zapato». Estuve un rato sin jugar, descansando. Las sillas de bacarrá eran mullidas y muy cómodas. Podías estarte en ellas doce horas y muchos lo hacían. La tensión se alivió en la mesa cuando yo no quise apostar en el «zapato» del señor A. Pensaron que era prudencia o miedo. Siguió corriendo el «zapato». Me di cuenta de que entraban en el recinto del bacarrá dos tipos muy grandes de traje y corbata. Se acercaron al jefe de sector, que evidentemente les dijo que había desaparecido la tensión, y se tranquilizaron porque pude oírles reír y contar chistes.

La siguiente vez que el señor A. cogió el «zapato» hice una apuesta de veinte dólares al jugador. Entonces, ante mi sorpresa, el croupier que recibió las dos cartas del jugador, no las echó hacia mí sino hacia el otro extremo de la mesa, junto a Jordan. Ésa fue la primera vez que vi a Cully.

Cully, aunque tenía aquella cara flaca y cetrina de indio, resultaba afable por su nariz insólitamente gruesa. Sonrió desde el fondo de la mesa mirándonos al señor A. y a mí. Me di cuenta entonces de que había apostado cuarenta dólares al jugador. Su apuesta superaba mis veinte, así que le correspondía a él coger las cartas. Les dio la vuelta de inmediato. Malas cartas. Ganó el señor A., que se fijó en Cully por primera vez y sonrió cordialmente.

– Hombre, Cully, ¿qué haces tú jugando al bacarrá, siendo como eres un artista en la cuenta atrás?

– Estoy descansando un poco los pies -dijo Cully sonriendo.

– Apuesta conmigo, pijotero -dijo el señor A.-. Este «zapato» será para la banca.

Cully se limitó a reír. Pero me di cuenta de que estaba observándome. Puse mi apuesta de veinte en jugador. Cully puso inmediatamente cuarenta dólares en jugador para asegurarse de que le corresponderían las cartas. Las descubrió de nuevo de inmediato y de nuevo el señor A. le ganó.

– Vaya, Cully, me traes buena suerte -dijo el señor A.- Sigue apostando contra mí.

El croupier del dinero pagó las puestas de banca y luego dijo respetuosamente:

– Señor A., ha superado usted el límite.

El señor A. se lo pensó un momento.

– Es igual, seguiré -dijo.

Yo sabía que debía tener mucho cuidado. Mi rostro se mantenía impasible. El croupier que dirigía la mesa alzó la mano para detener el reparto de cartas hasta que se hubiesen hecho todas las apuestas. Me miró inquisitivamente. Ni me moví siquiera. El croupier miró al otro extremo de la mesa. Jordan hizo una apuesta a banca, con el señor A. Cully apostó cien dólares a jugador, sin dejar un instante de mirarme.

El croupier bajó la mano pero, antes de que el señor A. pudiese recoger la carta del «zapato», eché el fajo de billetes delante de mí en jugador. Cesó a mi espalda el ronroneo de las voces del jefe de sector y de sus dos amigos. El supervisor bajó frente a mí su cabeza desde los cielos.

– Juega el dinero -dije. Lo que significaba que el croupier sólo podía contarlo después de decidida la apuesta. Las cartas del jugador debían venir a mí.

El señor A. se las pasó al croupier. El croupier echó las cartas boca abajo por el verde fieltro. Les di una rápida ojeada y las tiré. Sólo el señor A. pudo ver una leve expresión decepcionada en mi rostro como si tuviese malas cartas. Pero lo que yo había visto era un nueve natural. El croupier contó mi dinero. Yo había apostado mil doscientos dólares y había ganado.

El señor A. se reclinó en su asiento y encendió un cigarrillo. Estaba realmente «echando vapor». Yo sentía su odio. Le sonreí.

– Lo siento -dije.

Exactamente como un buen muchacho. Me miró furioso.

Al otro extremo de la mesa, Cully se levantó con naturalidad y se acercó, sentándose a mi lado. Se sentó en una de las sillas que había entre el señor A. y yo de modo que le correspondiese coger el zapato. Dio una palmada a la caja y dijo:

– Vamos, Cheech, apuesta conmigo. Tengo un presentimiento. Creo que hay siete pases en mi brazo derecho.

Así que el señor A. era Cheech. Un nombre poco tranquilizante. Pero era evidente que a Cheech le caía bien Cully, e igual de evidente que Cully convertía en una ciencia lo de caer bien. En fin, se volvió hacia mí en cuanto Cheech apostó a la banca.

– Vamos, muchacho -dijo-. A ver si entre todos arruinamos a este jodido casino. Apuesta conmigo.

– ¿Crees de veras que estás de suerte? -pregunté sólo un poco sorprendido.

– Voy a agotar el «zapato» -dijo Cully-. No puedo garantizártelo, pero creo que lo conseguiré.

– De acuerdo -dije.

Aposté veinte a la banca. Íbamos todos juntos. Yo, Cheech, Cully, Jordan desde el otro extremo de la mesa.

Uno de los señuelos tuvo que coger la mano del jugador y descubrió en seguida un seis frío. Cully sacó dos figuras y luego otra figura, lo cual significaba nada, cero, la peor jugada del bacarrá. Cheech había perdido mil dólares. Cully cien. Jordan había perdido quinientos. Yo sólo veinte. Fui el único que le hizo reproches a Cully. Sacudí la cabeza pesarosamente.

– Vaya -dije-, ahí se van mis veinte dólares.

Cully sonrió y me pasó el «zapato». Mirando por encima de él, pude ver la cara de Cheech oscurecida de cólera. Un niño pijotero que perdía veinte dólares se atrevía a protestar. Pude leer su pensamiento como una baraja boca arriba sobre el tapete verde.

Aposté veinte a mi banca. Esperé a dar las cartas. El croupier era el apuesto joven que le había preguntado a Diane si se encontraba bien. Llevaba un anillo de diamantes en la mano que mantenía alzada para que yo no diese cartas hasta que se hiciesen las apuestas. Vi que Jordan hacía la suya. A la banca, como siempre. Jugaba conmigo.

Cully apostó veinte a la banca. Se volvió a Cheech y le dijo:

– Venga, apuesta con nosotros. El chico parece estar de suerte.

– Ese pijotero -dijo Cheech.

Me di cuenta de que todos los croupiers me miraban. Los supervisores, erguidos y muy quietos, seguían plantados en sus sillas altas. Yo parecía grande y fuerte; se sintieron un poco decepcionados conmigo.

Cheech puso trescientos dólares al jugador. Di cartas y gané. Seguí consiguiendo pases y Cheech siguió aumentando sus apuestas contra mí. Pidió un marcador. Bueno, no quedaba ya mucho del «zapato», pero lo acabé con perfectos modales de jugador, sin demorarme con las cartas y sin exclamaciones jubilosas. Me sentía orgulloso de mí mismo. Los croupiers vaciaron la caja y reunieron las cartas para un nuevo «zapato». Pagaron todos sus comisiones. Jordan se levantó para estirar las piernas. Lo mismo hizo Cheech; y Cully. Metí mis ganancias en el bolsillo. El jefe de sector trajo el marcador para que Cheech firmara. Todo iba bien. Era el momento perfecto.

– ¿Así que soy un pijotero, eh, Cheech? -dije, y me eché a reír. Luego empecé a rodear la mesa para salir del sector de bacarrá procurando pasar cerca de él. No podría evitar lanzarme un gancho lo mismo que un croupier tramposo no podría evitar echar mano a una ficha de cien dólares extraviada.

Le tenía enganchado. O así lo creía. Pero Cully y los dos tipos corpulentos se habían situado milagrosamente entre nosotros. Uno de ellos agarró el puño de Cheech en su inmensa mano como si fuese una pelotita. Cully me dio un empujón con el hombro, haciéndome perder el equilibrio.

Cheech se puso a gritarle al tipo que le había sujetado el puño.

– Oye, hijo de puta, ¿sabes quién soy?, ¿sabes quién soy, eh?

Para mi sorpresa, el tipo soltó la mano de Cheech y retrocedió. Había cumplido su objetivo. Era una fuerza preventiva, no punitiva. Entretanto, nadie me vigilaba a mí. Estaban intimidados por la venenosa furia de Cheech, todos salvo el croupier joven del anillo de diamantes. Éste dijo muy tranquilo:

– Señor A., está usted pasándose.

Con una increíble y restallante furia, Cheech lanzó el puño y golpeó al joven croupier en plena cara, en la nariz. El croupier retrocedió. Brotó la sangre y descendió sobre el blanco peto escarolado de la camisa y desapareció en el negro azulado del smoking. Pasé de prisa ante Cully y los dos vigilantes y le aticé a Cheech un puñetazo en la sien que le lanzó al suelo. Pero se levantó inmediatamente. Me quedé asombrado. La cosa iba a ser muy seria. Aquel tipo parecía cargado de veneno nuclear.

Y entonces el supervisor bajó de su alta silla, y pude verle claramente a la brillante luz de la lámpara de la mesa de bacarrá. Tenía la cara arrugada y de una palidez de pergamino, como si su sangre fuese de un blanco congelado por incontables años de aire acondicionado. Alzó una mano fantasmal y dijo quedamente:

– Alto.

Todo el mundo se inmovilizó. El supervisor señaló con un dedo largo y huesudo y dijo:

– Cheech, no te muevas. Te has metido en un lío muy grave. Créeme -su tono era tranquilo, protocolario casi.

Cully me llevó hasta la puerta, y yo, la verdad, tenía bastantes ganas de irme, pero me desconcertaron mucho ciertas reacciones. Había algo de gran poder mortífero en la cara del joven croupier aun con sangre chorreando por la nariz. No estaba asustado, ni confuso, ni lo bastante debilitado por el golpe para no responder al ataque. Pero ni siquiera había alzado una mano. Ni tampoco los otros croupiers, sus camaradas, habían acudido en su ayuda. Miraban a Cheech con una especie de sobrecogido horror que no era miedo sino lástima.

Cully me conducía por el casino entre el rumor de oleaje de centenares de jugadores murmurando sus conjuros y oraciones de vudú sobre los dados, el veintiuno, la giratoria rueda de la ruleta. Por fin llegamos a la relativa tranquilidad de la inmensa cafetería.

Me encantaba la cafetería, con sus sillas y sus mesas verdes y amarillas. Las camareras eran jóvenes y guapas y llevaban uniformes dorados de faldas muy cortas. Las paredes eran todas de cristal; podías contemplar un exterior de costoso césped, la piscina azul cielo, las inmensas palmeras que exigían cuidados especiales. Cully me llevó a uno de los grandes reservados, que tenía una mesa para seis personas equipada con teléfono. Ocupamos el reservado como por derecho natural.

Cuando estábamos tomando café, pasó al lado Jordan. Cully se levantó inmediatamente y le agarró del brazo.

– Eh, amigo -dijo-, tómate un café con tus compañeros del bacarrá.

Jordan hizo un gesto de rechazo, pero entonces me vio sentado en el reservado. Me dirigió una extraña sonrisa, al parecer le caía simpático por alguna razón, y cambió de idea. Entró en el reservado.

Y así nos conocimos. Jordan, Cully y yo. Aquel día, en Las Vegas, cuando le vi por primera vez, Jordan no tenía mal aspecto, pese a su pelo blanco. Se rodeaba de un aire casi impenetrable de reserva que me intimidó, pero que Cully ni siquiera advirtió. Cully era uno de esos tipos que agarrarían al Papa por un brazo para llevarle a tomar un café con él.

Yo aún seguía jugando el papel de muchacho inocente.

– ¿Por qué se enfadó tanto Cheech? -dije-. Demonios, yo creí que todos estábamos pasándolo bien.

Jordan alzó la cabeza y, por primera vez, pareció prestar atención a lo que pasaba. Seguía sonriéndome, como a un niño que intentase parecer más listo de lo que correspondía a su edad. Pero a Cully no le hizo tanta gracia.

– Oye, muchacho -dijo-. El supervisor iba a caer sobre ti de un momento a otro. ¿Por qué demonios crees tú que está sentado allí? ¿Para rascarse la nariz? ¿Para ver pasar a las chicas?

– Sí, bueno -dije-. Pero nadie puede decir que fue culpa mía. Cheech se pasó. Yo me porté como un caballero. Eso no puedes negarlo. Ni el hotel ni el casino pueden tener queja de mí.

Cully sonrió cordial.

– Sí, lo hiciste muy bien. Fuiste muy listo. Cheech no se dio cuenta y cayó en la trampa. Pero hay algo que no te imaginas. Cheech es un hombre peligroso, así que ahora mi tarea es sacarte de aquí y ponerte en un avión. ¿Y qué nombre es ése de Merlyn?

No le contesté. Alcé mi camisa deportiva y le enseñé el pecho desnudo y el vientre. Tenía una larga y feísima cicatriz púrpura. Sonreí a Cully y le dije:

– ¿Sabes lo que es esto?

Ahora estaba atento, tenso. Tenía un rostro realmente aguileño.

Lo solté lentamente.

– Estuve en la guerra -dije-. Me alcanzó una ráfaga de ametralladora y tuvieron que coserme como a un pollo. ¿Crees que me importáis algo tú y Cheech?

Cully no pareció impresionarse. Pero Jordan seguía sonriendo. No todo lo que yo decía era verdad. Había estado en la guerra, había luchado, pero no me habían herido. Lo que le enseñaba a Cully era la cicatriz de mi operación de vesícula. Habían ensayado un nuevo sistema que dejaba aquella cicatriz impresionante.

Cully suspiró y dijo:

– Chaval, quizás seas más duro de lo que pareces, pero aún no lo eres bastante para enfrentarte a Cheech.

Recordé la rapidez con que se había levantado Cheech del suelo después de mi puñetazo y empecé a preocuparme. Pensé incluso por un momento en dejar que Cully me pusiese en un avión. Pero moví la cabeza rechazándolo.

– Mira, intento ayudarte -dijo Cully-. Después de lo que pasó, Cheech te buscará. Y no eres de la talla de Cheech, créeme.

– ¿Por qué no? -preguntó Jordan.

Cully contestó rápidamente:

– Porque este chaval es humano y Cheech no.

Es curioso cómo empieza la amistad. En aquel momento, no sabíamos que acabaríamos siendo amigos íntimos en Las Vegas. De hecho, estábamos todos un poco hartos unos de otros.

– Te llevaré en coche al aeropuerto -dijo Cully.

– Eres muy amable -dije yo-. Me caes bien. Somos camaradas de bacarrá. Pero la próxima vez que me digas que vas a llevarme al aeropuerto, despertarás en el hospital.

Cully se echó a reír alegremente.

– Vamos -dijo-. Le pegaste a Cheech un golpe directo y se levantó inmediatamente. No eres un tipo duro. Admítelo.

Ante esto, tuve que reírme porque era cierto. Aquél no era mi verdadero carácter. Y Cully continuó:

– Me enseñaste dónde te alcanzaron las balas, y eso no te convierte en un tipo duro, sino en la víctima de un tipo duro. Si me mostrases a alguien que tuviese cicatrices de balas disparadas por ti, me impresionaría. Y si Cheech no se hubiese levantado inmediatamente después que le pegaste, estaría también impresionado. Vamos, estoy haciéndote un favor. Dejémonos de bromas.

En fin, él tenía toda la razón. Pero daba igual. Yo no tenía ninguna gana de volver a casa con mi mujer y mis tres hijos y el fracaso de mi vida. Las Vegas se ajustaba a mis deseos. Y el casino también. Y también el juego. Podías estar solo sin estar aislado. Y siempre pasaba algo, exactamente como en aquel momento. Yo no era duro, pero lo que Cully ignoraba era que no había casi nada que pudiese asustarme porque en aquel período concreto de mi vida todo me importaba un pito.

Así que le dije a Cully:

– Sí, tienes razón. Pero aún debo seguir aquí un par de días.

Entonces Cully me miró de arriba abajo. Y luego se encogió de hombros. Cogió la nota, la firmó y se levantó de la mesa.

– Ya nos veremos -dijo. Y me dejó solo con Jordan.

Los dos nos sentíamos incómodos. Ninguno quería estar con el otro. Yo advertía que los dos utilizábamos Las Vegas con un fin similar, para ocultarnos del mundo real. Pero no queríamos ser groseros, y, aunque yo en general no tenía ninguna dificultad para librarme de la gente, había algo en Jordan que instintivamente me agradaba, y eso pasaba tan pocas veces que no quería herir sus sentimientos dejándole solo sin más. Entonces él dijo:

– ¿Cómo se deletrea tu nombre?

Se lo deletreé. M-e-r-l-y-n. Me di cuenta de que perdía interés por mí y le sonreí.

– Esa es una de las formas arcaicas -dije.

Entendió inmediatamente y esbozó su dulce sonrisa.

– ¿Tus padres creían que te convertirías en un mago? – preguntó-. ¿Era eso lo que intentabas ser en la mesa de bacarrá?

– No -dije-. Merlyn es mi segundo nombre. Lo cambié. No quería ser el Rey Arturo, ni Lancelot.

– Merlin también tuvo sus problemas -dijo Jordan.

– Sí -dije-, pero nunca murió.

Y así fue como nos hicimos amigos Jordan y yo, o iniciamos nuestra amistad con una especie de confianza sentimental de escolares.


A la mañana siguiente de la pelea con Cheech, escribí mi breve carta diaria a mi mujer, diciéndole que volvería a casa dentro de unos días. Luego di una vuelta por el casino y vi a Jordan en la mesa de dados. Estaba demacrado. Le toqué en el brazo y se volvió y me dirigió aquella dulce sonrisa que me conmovía siempre. Quizás porque yo era el único al que sonreía tan espontáneamente.

– Vamos a desayunar -le dije.

Quería hacerle descansar algo. Evidentemente, se había pasado la noche jugando. Sin decir palabra, recogió sus fichas y me acompañó a la cafetería. Yo aún llevaba mi carta en la mano. La miró y le dije:

– Es que escribo a mi mujer todos los días.

Jordan asintió y pidió el desayuno. Pidió servicio completo, estilo Las Vegas. Melón, huevos y tocino, tostadas y café. Pero comió poco, unos bocados, y luego tomó el café. Yo tomé un filete poco hecho, cosa que me encantaba por las mañanas, pero que nunca tomaba salvo en Las Vegas. Mientras estábamos comiendo, llegó Cully, la mano derecha llena de fichas rojas de cinco dólares.

– Ya he solucionado mis gastos del día -dijo, muy satisfecho-. Hice el cuenteo de un «zapato» y conseguí mi porcentaje de cien.

Se sentó con nosotros y pidió melón y café.

– Merlyn, hay buenas noticias para ti -dijo-. No tendrás que irte. Cheech cometió anoche un grave error.

Pues bien, por alguna razón, esto me fastidió. Aún seguía con aquello. Era como mi mujer, que nunca deja de decirme que tengo que adaptarme. Yo no tengo por qué hacer nada. Pero le dejé hablar. Jordan, como siempre, no decía palabra. Se limitó a observarme un rato. Tuve la sensación de que era capaz de leer mis pensamientos.

Cully tenía una forma apresurada y nerviosa de comer y de hablar. Desbordaba energía, lo mismo que Cheech. Sólo que su energía parecía cargada de benevolencia, de un deseo de que el mundo funcionase con más suavidad.

¿Recuerdas el croupier al que Cheech le arreó en la nariz y le hizo sangrar? Le jodió la camisa. Bueno, pues ese muchacho es el sobrino favorito del jefe de policía de Las Vegas.

Por entonces yo no tenía el menor sentido de los valores. Cheech era un auténtico tipo duro, un asesino, un gran jugador, quizás uno de los matones que ayudaban a controlar Las Vegas. ¿Qué significaba entonces el sobrino del jefe de policía? ¿Qué demonios importaba el que le hubiese hecho sangrar por las narices? Se lo dije. A Cully le encantó esta oportunidad de adoctrinarme:

– Has de tener en cuenta -dijo Cully- que el jefe de policía de Las Vegas es lo que eran los antiguos reyes. Es un tipo grande y gordo de sombrero Stetson y uno cuarenta y cinco a la cadera. Su familia lleva en Nevada desde el principio. La gente le elige todos los años. Su palabra es ley. Le pagan todos los hoteles de esta ciudad. Todos los casinos suplican el honor de que su sobrino trabaje para ellos y le pagan el máximo que se paga a un croupier de bacarrá. Gana tanto como un supervisor. Por otra parte, debes tener en cuenta que el jefe de policía considera la Constitución de los Estados Unidos y los derechos civiles una aberración de los maricas del este. Por ejemplo, todo visitante que tenga antecedentes tiene que pasar por la policía tan pronto como llega a la ciudad. Y es mejor que lo haga, puedes creerme. A nuestro amigo tampoco le gustan los hippies. ¿Te has fijado que no hay chicos de pelo largo en esta ciudad? Tampoco le vuelven loco los negros, ni los vagabundos ni los mendigos. Las Vegas quizá sea la única ciudad de los Estados Unidos donde no hay mendigos. Le gustan las chicas, son buenas para el negocio de los casinos, pero no le gustan los chulos. No le importa que un tallador viva de las ganancias de su amiga y cosas así. Pero si hay un tipo listo que se monta un equipo de chicas, cuidado. Las prostitutas no hacen más que ahorcarse en sus celdas, abrirse las venas. Los jugadores que se quedan sin blanca se suicidan en la cárcel. Los asesinos convictos, los que hacen un desfalco en un banco. Hay mucha gente que se suicida en la cárcel. Pero, ¿has oído alguna vez que un macarra se haya suicidado? Bueno, pues Las Vegas tiene el récord en esto. Se han suicidado tres chulos en la cárcel de nuestro amigo. ¿Te haces idea del cuadro?

– ¿Qué le pasó entonces a Cheech? -dije-. ¿Está en la cárcel?

Cully sonrió.

– No llegó allí. Intentó conseguir ayuda de Gronevelt.

– ¿Xanadú Número Uno? -murmuró Jordan.

Cully le miró, un tanto sorprendido.

– Escucho -dijo Jordan con una sonrisa- las llamadas al teléfono cuando no estoy jugando.

Por unos instantes, Cully pareció un poco incómodo. Luego, se tranquilizó y siguió.

– Cheech pidió a Gronevelt que le protegiera y le sacara de la ciudad.

– ¿Quién es Gronevelt? -pregunté.

– El hotel es suyo -dijo Cully-. Y permíteme que te diga que estaba obligado. Cheech no está solo, sabes.

Le miré. No sabía qué quería decir.

– Bueno, Cheech está conectado -dijo Cully significativamente-. Pero, de todos modos, Gronevelt tuvo que entregárselo al jefe. Así que Cheech está ahora en el hospital. Tiene fractura de cráneo, lesiones internas y necesitará cirugía plástica.

– Dios mío -dije.

– Opuso resistencia a la autoridad -dijo Cully-. Así es el jefe. Y cuando Cheech se recobre, se le prohibirá la entrada en Las Vegas para siempre. Y no sólo eso, han echado al jefe de sector de bacarrá. Él era responsable de vigilar por la seguridad del sobrino. El jefe le echa toda la culpa a él. Y ahora no podrá trabajar en Las Vegas. Tendrá que buscar trabajo en el Caribe.

– ¿No querrá contratarle nadie aquí? -pregunté.

– No es eso -dijo Cully-. El jefe le dijo que no le quería en la ciudad.

– ¿Y eso basta? -pregunté.

– Basta -dijo Cully-. Hubo un jefe de sector que volvió a la ciudad y consiguió otro trabajo. El jefe entró allí casualmente, le vio y le sacó a rastras del casino. Le pegó una paliza terrible. Todo el mundo captó el mensaje.

– ¿Y cómo demonios puede hacer esas cosas? -dije yo.

– Porque es un representante del pueblo elegido legalmente -dijo Cully, y por primera vez Jordan se echó a reír. Una risa magnífica. Barría el distanciamiento y la frialdad que se sentía emanar siempre de él.

Aquella misma tarde, Cully trajo a Diane al vestíbulo donde Jordan y yo descansábamos del juego. Se había recuperado de lo que le hubiese hecho Cheech la noche anterior. Se veía que conocía muy bien a Cully. Y se veía también que Cully estaba ofreciéndonosla como señuelo a mí y a Jordan. Podíamos llevárnosla a la cama siempre que quisiéramos.

Cully hizo algunas bromitas sobre Diane, sobre sus pechos, sus piernas y su boca, lo lindos que eran, cómo utilizaba su pelo negro azabache como un látigo. Pero entremezclaba con los rudos cumplidos solemnes comentarios sobre su buen carácter, cosas como: «Ésta es una de las pocas chicas de la ciudad que no te robará». Y «Nunca te robará. Es tan buena chica; no pertenece a esta ciudad». Y luego, para mostrar su aprecio, extendió la palma de la mano para que Diane echase en ella la ceniza del cigarrillo y no tuviese que estirarse hasta el cenicero. Era galantería primitiva, el equivalente Las Vegas de besar la mano a una duquesa.

Diane estaba muy callada, y yo un poco fastidiado de que mostrase más interés por Jordan que por mí. Después de todo, ¿no la había vengado yo como el galante caballero que era? ¿No había humillado yo al terrible Cheech? Pero cuando se fue para hacer su turno en la mesa de bacarrá, se agachó, me besó en la mejilla y, sonriendo con cierta tristeza, dijo:

– Me alegro que estés bien. Estaba preocupada por ti. No debes ser tan tonto.

Y luego se fue.


En las semanas siguientes, nos contamos nuestras cosas y llegamos a conocernos bastante. El tomar algo por la tarde se convirtió en un ritual y casi siempre cenábamos juntos a la una de la mañana, cuando Diane terminaba su turno en la mesa de bacarrá. Pero todo dependía del juego. Si alguno de nosotros tenía una buena racha, no iba a cenar hasta que cambiaba la suerte. Esto pasaba sobre todo con Jordan.

Pero hubo también largas tardes en que nos sentábamos junto a la piscina y hablábamos bajo el ardiente sol del desierto. O dábamos paseos a medianoche por el Strip bañado de neón, los resplandecientes hoteles que se alzaban como espejismo en medio del desierto que rodeaba la ciudad, o nos apoyábamos en la baranda gris de la mesa de bacarrá. Y así nos fuimos contando la historia de nuestras vidas.

La historia de Jordan parecía la más simple y corriente. Y él parecía la persona más normal del grupo. Había llevado una vida perfectamente feliz y había tenido un destino de lo más común. Era una especie de ejecutivo genial que a los treinta y cinco tenía una empresa propia dedicada a la compra y venta de aceros. Actuando como una especie de intermediario, se ganaba la vida magníficamente. Se casó con una mujer muy guapa, y tuvieron tres hijos y una gran casa y todo lo que querían. Amigos, dinero, posición y verdadero amor. Y eso duró veinte años. Luego, según contaba Jordan, su mujer fue separándose de él. Él había concentrado todas sus energías en mantener segura a su familia frente a los terrores de una economía selvática. Había consagrado a ello toda su voluntad y todas sus energías. Su esposa había cumplido con su deber como esposa y madre. Pero llegó un momento en que quiso más de la vida. Era una mujer ingeniosa, curiosa, inteligente, culta. Devoraba novelas y obras de teatro, visitaba museos, formaba parte de todos los grupos culturales de la ciudad, y todo lo compartía animosamente con Jordan. Y Jordan la amaba cada día más. Hasta el día que ella dijo que quería el divorcio. Entonces él dejó de quererla y dejó de querer a sus hijos y a su familia y a su trabajo. Él había hecho todo lo posible por dar cohesión a su familia. Les había protegido de todos los peligros del mundo exterior, había construido un baluarte de dinero y poder, sin sospechar jamás que las puertas pudiesen abrirse desde dentro.

Él no lo explicó así, pero así lo escuché yo. Él sólo dijo que no había «evolucionado con su mujer». Que estaba demasiado inmerso en sus negocios y no había prestado la debida atención a su familia. Que cuando ella se divorció para casarse con uno de los amigos de él, él no se lo reprochó. Porque aquel amigo era exactamente igual que ella, tenía los mismos gustos, el mismo tipo de ingenio, la misma capacidad para gozar de la vida.

Y así él, Jordan, había aceptado todo lo que quiso su mujer. Había vendido su negocio y le había dado a ella todo el dinero. Su abogado le dijo que era demasiado generoso, que lo lamentaría después. Pero Jordan contestó que en realidad no era generoso, porque él podía ganar mucho más dinero y su mujer y el nuevo marido no.

– Supongo que es difícil imaginarlo viéndome jugar -dijo Jordan-, pero soy en teoría un gran hombre de negocios. Tengo ofertas de trabajo de todo el país. Si mi vida no hubiese aterrizado en Las Vegas, en este momento estaría en Los Angeles ganándome mi primer millón.

Era una buena historia, pero para mí tenía un tono falso. Era un tipo sencillamente demasiado bueno, era todo demasiado civilizado.

Una de las cosas que no encajaban era que yo sabía que Jordan no dormía de noche. Me acercaba al casino todas las mañanas antes de desayunar, a abrir el apetito con los dados. Y me encontraba a Jordan en la mesa de dados. Era evidente que había estado jugando toda la noche. A veces, cuando estaba cansado, iba al sector de ruleta o de veintiuno. Y a medida que pasaban los días, su aspecto empeoraba. Adelgazó, sus ojos parecían llenos de pus rojo. Pero siempre se mostraba muy amable, muy mesurado. Y nunca decía una palabra contra su mujer.

A veces, cuando Cully y yo estábamos solos en el vestíbulo o en el comedor, Cully decía:

– ¿Tú le crees a ese jodido Jordan? ¿Puedes creer que un tío deje tranquilamente que una tía le haga eso? ¿Y puedes creer que siga hablando de ella como si fuese lo mejor del mundo?

– Es que ella no es una tía cualquiera -dije yo-. Fue su mujer muchos años. La madre de sus hijos. La roca de su fe. Jordan es un puritano chapado a la antigua que se ha visto de pronto en una situación insólita.


Fue Jordan quien consiguió que yo empezase a hablar.

– Tú haces un montón de preguntas -dijo un día-, pero no cuentas nada.

Hizo una breve pausa como si dudase en tener el interés suficiente para hacer la pregunta. Luego dijo:

– ¿Por qué llevas tanto tiempo aquí en Las Vegas?

– Soy escritor -le dije.

Y a partir de ahí, seguí contando cosas. Les impresionó el hecho de que hubiese publicado una novela y esa reacción siempre me divertía. Pero lo que les asombró realmente fue que tuviese treinta y un años y hubiese abandonado a una mujer y tres hijos.

– Yo te echaba como mucho veinticinco -dijo Cully-. Y no llevas anillo.

– Nunca lo llevé -dije.

– No lo necesitas -dijo bromeando Jordan-. Pareces culpable sin él.

Por alguna razón, no pude imaginármelo haciendo un chiste de este género cuando estaba casado y vivía en Ohio. Entonces le habría parecido grosero. O quizás no hubiese tenido tanta libertad de pensamiento. O quizás fuese algo que habría dicho su mujer y que él le habría permitido decir limitándose a acomodarse en el asiento y gozar de su ingenio porque ella podía permitírselo y quizás él no. A mí no me importó. En realidad, les conté la historia de mi matrimonio, y al hacerlo salió lo de la cicatriz del vientre que les había enseñado y que era de una operación de vesícula y no de una herida de guerra. Cuando conté esto, Cully se echó a reír y dijo:

– Eres un artista contando cuentos.

Me encogí de hombros, sonreí, y seguí con mi historia.

5

Yo no tengo historia. No recuerdo a mis padres. No tengo tíos, ni primos. Ni pueblo ni ciudad. Sólo tengo un hermano, dos años mayor que yo. A los tres años, cuando mi hermano Artie tenía cinco, nos dejaron en un orfanato cerca de Nueva York. Nos dejó mi madre. No tengo ningún recuerdo de ella.

No les conté esto a Cully, Jordan y Diane. Nunca hablé de estas cosas. Ni siquiera con mi hermano, Artie, que es la persona más próxima a mí.

Nunca hablo de ello porque resulta demasiado patético, y no lo fue en realidad. El orfanato estaba muy bien, era un lugar agradable y ordenado, con un buen sistema de enseñanza y un administrador inteligente. Y me fue muy bien allí hasta que Artie y yo nos fuimos juntos. Él tenía dieciocho años y encontró un trabajo y un apartamento. Yo me fui a vivir con él. Al cabo de unos meses, le dejé a él también, mentí sobre mi edad e ingresé en el ejército para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Y luego, en Las Vegas, dieciséis años más tarde les conté a Jordan, a Cully y a Diane cosas sobre la guerra y mi vida posterior.

Después de la guerra lo primero que hice fue matricularme en los cursos de redacción de la Nueva Escuela de Investigación Social. Por entonces, todo el mundo quería ser escritor, lo mismo que veinte años después, todos esperaban llegar a ser directores de cine.

Me había resultado difícil hacer amigos en el ejército. En la escuela fue más fácil. Conocí allí también a mi futura esposa. Como no tenía más familia que mi hermano, pasaba mucho tiempo en la escuela, haraganeando por la cafetería en vez de volver a mis solitarias habitaciones de la Calle Grove. Era divertido. De vez en cuando, tenía suerte y convencía a una chica de que viviese conmigo unas semanas. Los tipos con quienes trabé amistad, todos recién salidos del ejército y que iban a la escuela amparados en la ley de ayuda a los veteranos, hablaban mi lenguaje. El problema era que todos ellos estaban interesados en la vida literaria y yo no. Yo sólo quería ser escritor porque siempre andaba hilvanando historias. Aventuras fantásticas que me aislaban del mundo.

Descubrí que era el que más leía. Más incluso que los tipos que querían doctorarse en inglés. En realidad, no tenía mucho más que hacer, aunque siempre jugaba. Encontré un sitio en el East Side, junto a la Calle Décima, y apostaba todos los días a los partidos de pelota, al fútbol americano, al béisbol y al baloncesto. Al mismo tiempo, escribía cuentos cortos y empecé una novela sobre la guerra. Conocí a mi mujer en una de las clases de relatos breves. Era una chica delgada, de origen escocés-irlandés, de busto grande, enormes ojos azules y muy seria en todo. Criticaba los relatos de los demás cuidadosa y mesuradamente, pero con mucha dureza. No había tenido oportunidad de juzgarme porque yo no había sometido aún ningún relato mío a la clase. Un día leyó uno suyo. Y me sorprendió porque la historia era muy buena y muy divertida. Trataba de sus tíos irlandeses, que eran todos grandes borrachos.

En fin, cuando terminó el relato, toda la clase se lanzó sobre ella por apoyar el tópico del irlandés borracho. Su linda cara se crispó en un gesto de asombro herido. Por fin, le dieron oportunidad de contestar.

Tenía una hermosa voz, muy suave, y dijo quejumbrosa:

– Yo me he criado entre irlandeses. Beben todos. ¿Acaso no es verdad?

Le dijo esto al profesor, que era casualmente irlandés también. Se llamaba Maloney y era buen amigo mío. Aunque no lo demostraba, estaba borracho en aquel preciso momento.

Pero se echó atrás en su silla y dijo muy solemne:

– Yo qué puedo decir. Soy escandinavo.

Todos nos echamos a reír y la pobre Valerie bajó la cabeza muy confusa. Yo la defendí porque aunque era un buen relato sabía que nunca llegaría a ser una escritora de verdad. En la clase todos tenían talento, pero sólo unos cuantos tenían la energía y el deseo necesarios para recorrer el camino, para entregar su vida a escribir. Yo era uno de ellos. Y percibía que ella no lo era. El secreto era muy simple. Lo único que yo quería hacer era escribir.

Cerca del final presenté también mi relato. Le gustó a todo el mundo. Valerie se me acercó y me dijo:

– ¿Cómo es posible que siendo yo tan seria todo lo que escribo resulte tan cómico? Y tú siempre haces chistes y actúas como si no fueses serio y tu relato me hace llorar.

Hablaba en serio, como siempre. No fingía. Así que la llevé a tomar un café. Se llamaba Valerie O'Grady, nombre que odiaba por ser irlandés. A veces pienso que se casó conmigo sólo por librarse del O'Grady. Y me obligaba a llamarla Vallie. Tardé dos semanas en conseguir que se acostara conmigo, lo que me sorprendió. No era la típica chica liberada del Village y quería asegurarse de que yo lo sabía. Tuvimos que pasar por toda una mascarada, hube de emborracharla primero para que luego pudiera acusarme de haberme aprovechado de una debilidad nacional o racial. Pero en la cama me asombró.

No me había entusiasmado excesivamente antes. Pero en la cama era magnífica. Supongo que hay personas que ajustan sexualmente, que reaccionan de modo recíproco a un nivel sexual primario. En nuestro caso creo que los dos éramos tan tímidos, estábamos tan encerrados en nosotros mismos, que no podíamos relajarnos sexualmente con otras personas. Y que reaccionamos plenamente de modo recíproco por alguna misteriosa razón que brotaba de esa timidez mutua. En fin, lo cierto es que, después de la primera noche que pasamos juntos, fuimos inseparables, íbamos a todos los cines del Village y vimos todas las películas extranjeras. Comíamos en restaurantes italianos o chinos y volvíamos a mi habitación y hacíamos el amor, y hacia la medianoche la acompañaba al metro para que volviera a casa de su familia a Queens. Aún no tenía valor para quedarse toda la noche. Hasta un fin de semana en que no pudo resistir. Quería estar allí el domingo para hacerme el desayuno y leer los periódicos dominicales conmigo por la mañana. Así que contó las mentiras habituales a sus padres y se quedó. Fue un maravilloso fin de semana. Cuando volvió a casa, no obstante, se armó el escándalo en el clan. Su familia se abalanzó sobre ella, y cuando nos vimos el lunes por la noche, se puso a llorar.

– Qué demonios -dije yo-. Casémonos.

– No estoy embarazada -dijo sorprendida.

Y se quedó aún más sorprendida cuando yo me eché a reír. No tenía realmente ningún sentido del humor, salvo cuando escribía.

Por fin la convencí de que hablaba en serio. De que realmente quería casarme con ella, y entonces se puso muy colorada y luego empezó a llorar.

En fin, al domingo siguiente fui a casa de su familia, a Queens, a cenar. Eran familia numerosa, padre, madre, tres hermanos y tres hermanas, todos más pequeños que Vallie. Su padre era un viejo empleado de Tammany Hall y se ganaba la vida con algún trabajo político. Estaban también algunos tíos y todos se emborracharon. Pero de una forma alegre y despreocupada. Se emborracharon igual que otras personas se atracan en un banquete. No era más ofensivo que eso. Aunque yo no solía beber, eché unos cuantos tragos y lo pasamos todos muy bien.

La madre tenía unos ojos castaños danzarines… Vallie evidentemente heredaba su sexualidad de la madre y la falta de humor de su padre. Me di cuenta de que el padre y los tíos me observaban con taimados ojos de borrachos, intentando determinar si era sólo un vivo que estaba jodiéndose a su querida Vallie, engañándola con lo del matrimonio.

El señor O'Grady fue por fin al grano.

– ¿Cuándo pensáis casaros vosotros dos? -preguntó.

Sabía que si no daba la respuesta adecuada, el padre y los tres tíos me partirían los morros allí mismo. Me daba cuenta de que el padre me odiaba por andar jodiéndome a su niñita antes de casarme con ella. Pero le comprendía. Era algo muy simple. Además, yo no pretendía engañar a nadie. Nunca engaño a la gente, o eso creo. Así que me eché a reír y dije:

– Mañana por la mañana.

Me eché a reír porque sabía que era una respuesta que les tranquilizaría pero que no podrían aceptar. No podían aceptarla porque todos sus amigos pensarían que Vallie estaba embarazada. Por fin acordamos una fecha, dos meses después, para que pudiese cumplirse todo el protocolo y fuese una auténtica boda familiar. Yo no tenía tampoco ningún inconveniente. No sabía si estaba enamorado. Me sentía feliz y eso bastaba. Ya no estaba solo, podía iniciar ya mi verdadera historia. Mi vida se ampliaría hacia el exterior, tendría una familia, mujer, hijos, la familia de mi mujer sería mi familia. Me asentaría en una parte de la ciudad que sería mía. Ya no sería una unidad solitaria, aislada. Podrían celebrarse adecuadamente fiestas y cumpleaños. En suma, yo sería, por primera vez en mi vida, «normal». El ejército no contaba en realidad. Y durante los diez años siguientes, me dediqué a asentarme en el mundo.

La única gente que conocía y que podía invitar a la boda eran mi hermano, Artie, y algunos compañeros de la Nueva Escuela. Pero había un problema. Yo tenía que explicarle a Vallie que Merlyn no era mi verdadero nombre. O más bien que mi nombre original no era Merlyn. Después de la guerra, cambié, legalmente, de nombre. Tuve que explicarle al juez que era escritor y que quería escribir con aquel nombre. Le puse el ejemplo de Mark Twain. El juez asintió como si conociese a un centenar de escritores que hubiesen hecho lo mismo.

La verdad es que por entonces yo tenía una especie de sentimiento místico respecto a lo de escribir. Quería que fuese algo puro, inmaculado. Temía verme inhibido si alguien sabía algo sobre mí y quién era yo realmente. Quería describir personajes universales. (Mi primer libro era profusamente simbólico.) Yo quería ser dos identidades absolutamente distintas.

A través de las influencias políticas del señor O'Grady conseguí un puesto de empleado del servicio civil federal. Me convertí en oficial administrativo de las unidades de reserva del ejército.

Después de los críos, la vida de matrimonio era aburrida pero aún feliz. Vallie y yo nunca salíamos. En las fiestas cenábamos con su familia o en casa de mi hermano Artie. Cuando yo trabajaba de noche, ella y sus amistades de la casa de apartamentos en que vivíamos se hacían visitas. Tenía muchas amistades. Las noches de los fines de semana visitaba sus apartamentos cuando daban alguna fiesta, y yo me quedaba en el nuestro cuidando a los críos y trabajando en mi libro. Yo no iba nunca. Cuando le tocaba a ella recibir a la gente a mí me resultaba insoportable, y supongo que no lo ocultaba demasiado bien. Vallie se enfadaba. Recuerdo una vez que entré en el dormitorio a ver a los niños y me quedé allí leyendo unas páginas del manuscrito. Vallie dejó a nuestros invitados y fue a buscarme. Nunca olvidaré la expresión ofendida cuando me encontró leyendo, tan evidentemente reacio a volver con ella y con sus amigos.

Fue después de uno de estos pequeños incidentes cuando yo me puse enfermo por primera vez. Desperté a las dos de la madrugada con un dolor insoportable en el estómago y por toda la espalda.

No podía permitirme llamar a un médico, así que al día siguiente fui al Hospital de Veteranos, donde me hicieron toda clase de radiografías y otras pruebas y análisis durante una semana. No pudieron encontrarme nada, pero tuve otro ataque y, basándose simplemente en los síntomas, diagnosticaron una afección de vesícula. Una semana después volví al hospital con otro ataque, y me inyectaron morfina. Tuve que perder dos días de trabajo. Después, una semana antes de Navidad, justo cuando estaba a punto de terminar la faena en mi trabajo nocturno, tuve un ataque tremendo. (No mencioné que trabajaba por las noches en un banco para ganar dinero extra para la Navidad.) El dolor era insoportable, pero creí que podría llegar hasta el Hospital de Veteranos de la Calle Veintitrés. Cogí un taxi que me dejó como a media cuadra de la entrada. Pasaba ya de medianoche. Cuando arrancó el taxi, el dolor me asestó un golpe terrible en el plexo solar. Caí de rodillas en la calle a oscuras. El dolor se me extendió por toda la espalda. Quedé tendido allí, sobre el congelado pavimento. No había un alma, nadie que pudiera ayudarme. La entrada al hospital quedaba a unos treinta metros. Tan paralizado me tenía el dolor que no podía moverme. No tenía miedo siquiera. En realidad, lo que quería era morirme de una vez para que desapareciera el dolor. Me importaban un pito mi mujer, mis hijos y mi hermano. Sólo quería desaparecer. Pensé un instante en el Merlin legendario. Pero yo no era ningún mago. Recuerdo que di una vuelta en el suelo para contener el dolor y que me salí de la acera y caí en el arroyo. El bordillo me sirvió de almohada.

Y entonces pude ver las luces navideñas que decoraban una tienda próxima. El dolor cedió un poco. Allí estaba tumbado pensando que era un puñetero animal. Yo, un artista, con un libro publicado y una crítica en la que se me calificaba de genio, una de las esperanzas de la literatura norteamericana, muriendo como un perro en el arroyo. Y no por culpa mía, desde luego. Sólo porque no tenía dinero en el banco. Sólo porque no había nadie a quien le importase realmente un carajo que yo viviese o no. Ésa era la verdad de todo el asunto. La autocompasión fue casi tan buena como la morfina.

No sé lo que tardé en salir arrastrándome del arroyo. No sé cuánto me llevó arrastrarme hasta la entrada del hospital, pero por fin me vi en un arco de luz. Recuerdo que me colocaron en una silla de ruedas y que me llevaron al puesto de socorro y que contesté a preguntas y luego, mágicamente, estaba en una cama cálida y blanca sintiéndome benditamente soñoliento, sin dolor, y me di cuenta de que me habían administrado morfina.

Cuando me desperté me tomaba el pulso un médico joven. Me había tratado él la otra vez y yo sabía que se llamaba Cohn. Me sonrió y me dijo:

– Han llamado a su mujer, vendrá a verle en cuanto los chicos se vayan a la escuela.

Asentí y dije:

– Supongo que podré esperar hasta Navidad para operarme.

El doctor Cohn se quedó un rato pensativo y luego dijo alegremente:

– Bueno, ha aguantado usted hasta aquí, así que ¿por qué no vamos a esperar hasta Navidad? Lo programaré para el 27. Puede venir usted la noche de Navidad y se lo haremos.

– De acuerdo -dije.

Confiaba en él. Él había hablado con los del hospital para que me trataran como paciente externo. Fue el único que pareció entender cuando dije que no quería que me operasen hasta después de Navidad. Recuerdo que dijo: «No sé lo que pretende hacer, pero estoy con usted». Yo no podía explicar que tenía que seguir con mis dos trabajos hasta Navidad, para que los niños pudiesen tener juguetes y seguir creyendo en Santa Claus. Que yo era totalmente responsable de mi familia y su felicidad, y era lo único que tenía.

Siempre recordaré a aquel joven médico. Parecía el típico médico de cine, salvo que era sencillo y cordial. Me mandó a casa cargado de morfina. Tenía sus razones. Unos cuantos días después de la operación me dijo, y pude darme cuenta de lo feliz que le hacía decírmelo:

– Escuche, es usted muy joven para tener problemas de vesícula y los análisis no indicaban nada. Actuamos basándonos en los síntomas, pero no era más que eso, una cuestión de vesícula. Grandes cálculos. Quiero que sepa que no había nada más. Lo examiné todo detenidamente. Puede usted irse a casa y no preocuparse más. Está usted como nuevo.

Por entonces, no supe qué demonios quería decir. Según mi estilo habitual, sólo caí en la cuenta un año después de que había tenido miedo a encontrar cáncer y por eso no había querido operar antes de Navidad, con sólo una semana de por medio.

6

Les conté a Jordan, Cully y Diane cómo mi hermano, Artie, y mi mujer, Vallie, iban a verme todos los días. Y que Artie me afeitaba y llevaba y traía en coche a Vallie mientras su mujer se ocupaba de mis hijos. Vi que Cully sonreía maliciosamente.

– De acuerdo -dije-. Esa cicatriz que os enseñé era de la operación. No hubo ametralladora. Pero si utilizarais la cabeza, os habríais dado cuenta desde el principio de que de haberme hecho una herida así no habría sobrevivido.

Cully no dejaba de sonreír.

– ¿No se te pasó por la cabeza -dijo- que cuando tu hermano y tu mujer salían del hospital podían ir a acostarse antes de volver a casa? ¿La dejaste por eso?

Me eché a reír a carcajadas, y comprendí que tendría que hablarles de Artie.

– Es muy guapo -dije-. Nos parecemos mucho, pero él es mayor.

La verdad es que yo soy una especie de copia al carbón de mi hermano Artie. Sólo que yo tengo la boca demasiado grande. Y las cuencas de los ojos demasiado profundas. Y la nariz muy gorda. Y parezco muy corpulento. Pero tendríais que ver a Artie. Les expliqué que la razón de que me casara con Vallie era que había sido la única de mis novias que no se había enamorado de mi hermano.

Mi hermano Artie es increíblemente guapo, pero de un modo delicado. Tiene los ojos como esos ojos de las estatuas griegas. Recuerdo que cuando ambos éramos solteros, las chicas se enamoraban de él, lloraban por él, amenazaban con matarse por él. Y esto le sacaba de quicio. Porque en realidad él no sabía qué coño pasaba. Él nunca podía apreciar su belleza. Tenía un cierto complejo de ser pequeño y de tener las manos y los pies demasiado pequeños. «Como los de un bebé», dijo una chica reverentemente.

Pero lo que incomodaba a Artie era el poder que tenía sobre las chicas. Era algo que acabó detestando. Ay, cómo me habría encantado a mí. Las chicas nunca se enamoraban de mí así. Cómo me gustaría eso ahora, ese amor puro y absurdo por las cosas externas, un amor nunca ganado por cualidades de bondad de carácter, de inteligencia, de ingenio, de simpatía, de fuerza vital. En suma, cómo me gustaría que me amasen de un modo inmerecido, de forma que nunca tuviese que seguir mereciendo tal amor ni esforzándome para conservarlo. Adoro ese amor igual que adoro el dinero que gano cuando tengo suerte jugando.

Pero Artie se dedicó a ponerse ropa que le sentaba mal. Vestía de modo formal y siempre prendas que no le iban. Intentaba deliberadamente ocultar su belleza. Sólo podía sentirse tranquilo y ser él mismo con gente por la que realmente se preocupaba y con la que se sentía seguro. De otro modo, exhibía una personalidad incolora que mantenía de modo inofensivo a todo el mundo a distancia. Pero aun así seguía teniendo problemas. Por tanto, se casó joven, y fue quizás el único marido fiel de la ciudad de Nueva York.

En su trabajo como químico investigador de la Food & Drug Administration, sus colegas y ayudantes femeninas se enamoraban de él. La mejor amiga de su mujer, y el marido, se ganaron su confianza y fueron muy amigos durante unos cinco años. Artie bajó la guardia, confiaba en ellos. Se mostró tal cual era. La mejor amiga de su mujer se enamoró de él, deshizo su matrimonio y proclamó su amor al mundo, creando un montón de problemas y muchas suspicacias y recelos a la mujer de Artie. Fue la única vez que le vi furioso con ella y su furia era terrible. Ella le acusó de alentar aquel amor obsesivo. Él dijo entonces en el tono más frío en que he oído a un hombre hablar a una mujer: «Si lo crees así, apártate de mí». Lo cual era tan impropio de él, que su mujer estuvo al borde de una crisis nerviosa por los remordimientos. Creo realmente que ella deseaba que él fuese culpable para poder así tenerle atrapado con algo. Porque ella estaba completamente en su poder.

Ella sabía algo de él que yo también sabía, pero muy pocas personas más sabían. Que era incapaz de causar dolor. A nadie ni a nada. Era incapaz de hacer reproches a nadie. Por eso le fastidiaba tanto que las mujeres se enamoraran de él. En mi opinión, era un hombre sensual, y habría podido amar a gran número de mujeres fácilmente y con placer, pero no habría podido soportar los conflictos. De hecho, su mujer decía que lo único que echaba de menos en su relación era no poder reñir de vez en cuando. No es que nunca se pelease con Artie. Al fin y al cabo estaban casados. Pero decía que todas sus peleas eran cuestión de un solo puñetazo. Metafóricamente, claro. Ella luchaba y luchaba y luchaba, y luego él la liquidaba con un frío comentario tan devastador que ella inmediatamente rompía a llorar y se iba.

Pero conmigo mi hermano era distinto; era mayor y me trataba como al hermano pequeño. Y me conocía, podía adivinar lo que yo pensaba mejor que mi mujer. Y nunca se enfadaba conmigo.

Tardé dos semanas en recuperarme de la operación, y en encontrarme lo suficientemente bien como para volver a casa. El último día le dije adiós al doctor Cohn y él me deseó buena suerte.

La enfermera me trajo la ropa y me dijo que tenía que firmar unos papeles antes de poder irme del hospital. Me acompañó a la oficina. En realidad, me parecía muy mal que no hubiese venido nadie para llevarme a casa. Ninguno de mis amigos. Nadie de mi familia. Artie. Desde luego, ellos no sabían que me iba a casa solo. Me sentía como un niño pequeño. Nadie me quería. ¿Acaso era justo que tuviera que volver solo a casa, en el metro, después de tener una operación grave? ¿Y si me sentía débil? ¿Y si me desmayaba? Dios mío, qué mal me sentía. Pero de pronto me eché a reír a carcajadas. Porque en realidad era un cuentista.

La verdad era que Artie había preguntado quién iba a llevarme a casa y yo había dicho que Valerie. Valerie había dicho que vendría al hospital a recogerme y yo le había contestado que no se preocupara, que si no podía venir Artie, cogería un taxi. Así que supuso que yo había hablado con Artie. Mis amigos habían supuesto, claro, que iría a buscarme alguien de mi familia. La cuestión era que yo deseaba, de un modo extraño, tener algo que reprochar a los demás. A todo el mundo.

Salvo que alguien debería haber caído en la cuenta. Yo siempre andaba ufanándome de ser autosuficiente. De no necesitar nunca a nadie para resolver mis asuntos. De poder vivir completamente solo y encerrado en mí mismo. Pero en aquella ocasión quería gozar de un poco de ese excesivo sentimentalismo que el mundo vuelca sobre nosotros tan abundantemente.

Y así, cuando volví al pabellón y me encontré a Artie con mi maleta en la mano, estuve a punto de echarme a llorar. Me sentí de nuevo animado y le di un gran abrazo, una de las pocas veces que lo he hecho. Luego le pregunté, feliz:

– ¿Cómo demonios supiste que me iba hoy del hospital?

Artie esbozó una sonrisa triste y cansada.

– Llamé a Valerie, so idiota. Ella me dijo que creía que yo iba a pasar a recogerte, que tú se lo habías dicho.

– Yo no le dije nada de eso -contesté.

– Vamos, vamos -dijo Artie.

Me cogió del brazo y me condujo hacia la salida del pabellón.

– Conozco tu estilo -dijo-. Pero no es justo que hagas esto a la gente que se preocupa por ti. No es justo, no señor.

No dije nada hasta que salimos del hospital y entramos en su coche.

– Le dije a Vallie que quizás vinieses tú -dije-. No quería que ella se molestase.

Artie conducía ya entre el tráfico, así que no podía mirarme. Dijo tranquila y razonablemente:

– No puedes hacer lo que haces con Vallie. Puedes hacerlo conmigo, pero no con Vallie.

Él me conocía mejor que nadie. No tenía que explicarle que me sentía un fracasado de mierda. Mi falta de éxito como artista me había liquidado. La vergüenza que me producía mi incapacidad para mantener dignamente a mi mujer y a mis hijos me había liquidado. No podía pedir a nadie que hiciese nada por mí. No podía, literalmente, soportar tener que pedirle a alguien que fuese a buscarme al hospital para llevarme a casa. Ni siquiera a mi mujer.

Cuando llegamos a casa, Vallie estaba esperándome. Tenía una expresión temerosa y desconcertada cuando la besé. Tomamos café los tres en la cocina. Vallie se sentó junto a mí y me acarició.

– No logro entenderte -dijo-. ¿No podías decírmelo?

– Es que quería ser un héroe -dijo Artie.

Pero lo dijo para despistarla. Sabía que yo no querría que ella supiese lo abatido que me sentía mentalmente. Supongo que pensaba que le haría daño saberlo. Además, él tenía fe en mí. Sabía que yo iba a reaccionar. Que lo conseguiría. Todo el mundo se siente un poco débil de vez en cuando. Qué demonios. Hasta los héroes se cansan.

Artie se fue después del café. Le di las gracias y él sonrió sardónicamente, pero pude darme cuenta de que estaba preocupado por mí. Advertí su expresión tensa. La vida empezaba a gastarle. Cuando se fue, Vallie me hizo acostarme y descansar. Me ayudó a desvestirme y se echó en la cama a mi lado, desnuda también.

Me quedé dormido de inmediato. Me sentía en paz. El roce de su cuerpo cálido, sus manos, en las que confiaba, su boca y sus ojos y su pelo fieles, fieles y seguros, convirtieron el sueño en el dulce refugio que nunca había encontrado en las potentes drogas de la farmacopea. Cuando desperté, se había ido. Pude oír su voz en la cocina y las voces de los niños que habían vuelto del colegio. Todo parecía merecer la pena.


Para mí, las mujeres eran un refugio, utilizado de modo egoísta, es cierto. Pero lo hacían todo más soportable. ¿Cómo podía yo o cualquier hombre sufrir todas las derrotas de la vida diaria sin ese refugio? Dios mío, volvía a casa odiando el día que acababa de desperdiciar en mi trabajo, mortalmente preocupado por el dinero que debía, seguro de mi derrota final en la vida porque jamás sería un escritor de éxito. Y todo el dolor se desvanecería sólo con cenar con mi familia, y les contaría cuentos a los niños y de noche haría el amor con mi mujer, totalmente confiado y seguro. Y parecería un milagro. Y, por supuesto, el verdadero milagro era que no fuésemos sólo Vallie y yo sino incontables millones más de hombres con sus mujeres e hijos. Y durante miles de años. Cuando todo eso se vaya, ¿qué mantendrá unidos a los hombres? No importaba que todo no fuese amor y que a veces fuese incluso puro odio. Ahora yo tenía una historia.

Y además todo se va de todos modos.


En Las Vegas conté todo esto en fragmentos, a veces entre trago y trago en el salón, a veces en una cena de después de medianoche en la cafetería. Y cuando terminé, Cully me dijo:

– Aún no sabemos por qué dejaste a tu mujer.

Jordan le miró con cierta irritación. Jordan había hecho ya el resto del viaje y había ido mucho más lejos que yo.

– No dejé a mi mujer y a mis hijos. Simplemente estoy tomándome un descanso. Le escribo todos los días. Cualquier mañana sentiré ganas de ir a casa y tomaré el avión.

– ¿Así sin más? -preguntó Jordan. No sardónicamente. De verdad quería saberlo.

Diane no había dicho nada, raras veces lo hacía. Pero entonces me dio una palmada en la rodilla y dijo:

– Te creo.

– ¿Cómo nos sales ahora creyendo en un hombre? -le dijo Cully.

– La mayoría de los hombres son unos mentirosos -dijo Diane-. Pero Merlyn no lo es. Aún no, al menos.

– Gracias -dije yo.

– Llegarás a serlo -dijo Diane fríamente.

No pude resistir la tentación:

– ¿Y Jordan? -dije.

Sabía que estaba enamorada de Jordan. También Cully lo sabía. Jordan no lo sabía porque no quería saberlo y no le importaba. Pero de pronto se volvió con una expresión cortés e interrogante hacia Diane, como si le interesase su opinión. Aquella noche tenía un aspecto realmente espantoso. Empezaban a marcársele los huesos de la cara a través de la piel, en repugnantes planos blancos.

– No, tú no -le dijo. Y Jordan volvió la cabeza. No quería oírlo.

Cully, que era tan cordial y extrovertido, fue el último en contar su historia; y cuando lo hizo, como todos nosotros, se reservó lo más importante, de lo cual no me enteré hasta años después. De momento, nos pintó un cuadro honrado de su verdadero carácter, o así lo pareció. Todos sabíamos que tenía cierta conexión misteriosa con el hotel y su propietario, Gronevelt. Pero también era cierto que Cully era un jugador degenerado que llevaba una vida dudosa. A Jordan no le divertía Cully, pero he de admitir que a mí sí. Todo lo que se salía de lo normal y todas las caricaturas psicológicas me interesaban de modo automático. No hacía ningún juicio moral. Creía estar por encima de eso. Sólo escuchaba.


Cully tenía una formación. Y tenía inspiración. Nadie le liquidaría a él. Él les liquidaría a ellos. Tenía un instinto especial para la supervivencia. Un anhelo de vida, basado en la inmoralidad y en un completo menosprecio de la ética. Y sin embargo, era enormemente agradable. Podía ser divertido. Le interesaba todo, y era capaz de relacionarse con las mujeres de un modo realista y carente por completo de sentimentalismo, que a las mujeres les encantaba.

Pese a que andaba siempre escaso de dinero, era capaz de llevarse a la cama a cualquiera de las chicas de espectáculo que trabajaban en el hotel, con su dulce labia romántica. Si la chica se resistía, recurría a su truco del abrigo de pieles.

Un truco ingenioso. La llevaba a una peletería del final del Strip. El propietario era amigo de Cully, pero la chica no lo sabía. Cully hacía al propietario enseñarle a la chica su surtido de pieles; conseguía que el tipo extendiera todas las piezas en el suelo para que él y la chica pudiesen escoger lo mejor. Tras elegir ellos, el peletero tomaba las medidas a la chica y le decía que el abrigo estaría listo en dos semanas. Entonces, Cully extendía un cheque por dos o tres mil dólares como garantía de pago y decía al propietario que enviase el abrigo a la chica y a él la factura. A la chica le daba el recibo.

Esa noche, Cully se llevaba a la chica a cenar y después de cenar la dejaba jugar unos cuantos billetes a la ruleta, y luego la llevaba a su habitación, donde, según contaba, la chica tenía que demostrar su valentía porque llevaba en el bolsillo un recibo por valor de un par de miles. Y, dado que Cully estaba tan locamente enamorado de ella, ¿cómo podría negarse? El abrigo de pieles solo no servía. El que Cully estuviese enamorado podía no servir tampoco. Pero une ambas cosas y, como explicaba Cully, tendrás una apuesta a la codicia del ser humano: ganarás siempre.

Por supuesto, la chica nunca llegaba a ver el abrigo de pieles. Durante el romance de dos semanas, Cully organizaba una pelea y venía la ruptura. Y ni una sola vez, contaba Cully, nunca, le había devuelto la chica el recibo del abrigo de pieles. Todas ellas habían corrido a la peletería a intentar hacerse con el depósito e incluso con el abrigo. Pero, por supuesto, el propietario les explicaba suavemente que Cully había retirado ya su depósito y cancelado el pedido. El peletero se cobraba a veces con lo que Cully desechaba.

Cully tenía otro truco para las busconas blandas del mundo del espectáculo. Bebía un trago con ellas varias noches seguidas, escuchaba atentamente sus cuitas y se mostraba enormemente comprensivo. Jamás hacía un movimiento en falso ni intentaba nada. Luego, a la tercera noche, por ejemplo, sacaba un billete de cien dólares delante de ella, lo metía en un sobre y se guardaba el sobre en el bolsillo de la chaqueta. Luego decía:

– Mira, no suelo hacer esto, pero tú me gustas de verdad. Subamos a mi habitación, allí estaremos cómodos. Luego te daré para pagar el taxi de vuelta a tu casa.

La chica protestaba un poco. Quería aquel billete de cien. Pero no quería que la considerasen una puta. Cully aplicaba entonces el truco.

– Oye -decía-, será tarde cuando te vayas. ¿Por qué ibas a pagar tú la carrera del taxi? Deja que lo haga yo, eso al menos puedo hacerlo. Y, de veras que me gustas. ¿Cuál es el problema?

Entonces, sacaba el sobre y se lo daba, y ella se lo metía en el bolso. Inmediatamente, la llevaba a su habitación y se pasaba varias horas haciendo el amor con ella hasta que la dejaba irse a casa. Luego llegaba, contaba él, la parte divertida. Al bajar en el ascensor, la chica abría el sobre para sacar su billete de cien dólares y se encontraba uno de diez. Porque, naturalmente, Cully tenía dos sobres en el bolsillo de la chaqueta.

A menudo la chica subía otra vez en el ascensor y empezaba a martillear la puerta de Cully. Él se metía en el baño y abría el grifo de la bañera para ahogar el ruido, se afeitaba parsimoniosamente y esperaba a que ella se fuese. O, si ella era más tímida o menos experta, le llamaba por teléfono desde recepción y le decía que debía haberse equivocado, que en el sobre había sólo un billete de diez dólares.

Esto a Cully le encantaba.

– Sí, eso es -decía-. ¿Cuánto puede subir el taxi, dos, tres dólares? Sólo quería asegurarme, asegurarme de que había bastante. Por eso te di diez.

Y la chica decía:

– Te vi meter un billete de cien dólares en el sobre.

Entonces Cully se indignaba muchísimo.

– Cien dólares por una carrera de taxi -decía-. ¿Qué coño eres tú, una puta? Yo no le he pagado a una puta en toda mi vida. Escucha, creía que eras una buena chica. Y me gustabas, en serio. Y ahora me sales con esta mierda. Mira, no me llames más.

O a veces, si creía que la cosa podía pasar, decía:

– Oh no, querida, estás equivocada.

Y la engatusaba para otra sesión. Algunas chicas creían que era de verdad un error, o, según comentaba Cully astutamente, las chicas tenían que hacer creer que habían cometido un error para no parecer tontas. Algunas llegaban incluso a concertar otra cita para demostrar que no eran putas, que no se habían ido a la cama con él por cien dólares.

Y sin embargo, esto no era por no gastar dinero. Cully derrochaba el dinero jugando. Lo hacía por la sensación de poder, de que podía «manejar» a una chica guapa. Se sentía especialmente provocado si la chica tenía fama de no dejarse engatusar más que por los tipos que de veras le gustaban.

Si las chicas eran de verdad honradas, Cully lo hacía un poco más complicado. Procuraba sorberles el seso, les dirigía cumplidos extravagantes. Se quejaba de su propia incapacidad para sentirse excitado sexualmente si no sentía un verdadero interés por la chica o no la conocía de verdad. Les mandaba regalitos, les daba billetes de veinte dólares para el taxi. Pero, aun así, algunas chicas listas no le dejaban meter el pie en la puerta. Entonces, las traspasaba. Empezaba a hablar de un amigo suyo, un hombre rico que era el mejor tipo del mundo. Que se cuidaba de las chicas sólo por amistad, ellas ni siquiera tendrían que dispensar sus favores. Este amigo tomaría un trago con ellos y realmente sería un amigo rico de Cully, normalmente un jugador con un buen negocio de sastrería en Nueva York o una agencia de automóviles en Chicago. Cully convencía a la chica para que fuese a cenar con su amigo, que estaría informado de todo. La chica no tenía nada que perder. Una cena gratis con un hombre agradable y rico.

Cenarían. El tipo le daba a la chica un par de billetes de cien o le mandaba al día siguiente un regalo caro. El tipo sería encantador durante toda la velada, sin presionar nunca. Pero habría portentos de abrigos de pieles, automóviles, anillos de diamantes de muchos quilates perfilándose en el futuro. La chica se iba a la cama con el amigo rico. Y después el amigo rico se iba y la chica guapa a la que nadie podía «manejar» caería en brazos de Cully por una miseria.

Cully no tenía remordimiento alguno. Para él, todas las mujeres que no estaban casadas eran putas encubiertas, dispuestas a engancharte con un truco u otro, incluyendo entre ellos el verdadero amor, y, por tanto, tenías pleno derecho a engañarlas a ellas. Sólo mostraba algo de piedad cuando las chicas no martilleaban su puerta ni le llamaban desde el vestíbulo. Entonces sabía que eran chicas honradas, y que se sentían humilladas por haberse dejado engañar. A veces, las buscaba, y si necesitaban dinero para el alquiler o para terminar el mes, les decía que había sido una broma y les pasaba cien o doscientos dólares.

Y para Cully era una broma. Algo que podía contar a sus amigos ladrones, estafadores y jugadores. Todos se reían y le felicitaban por no dejarse robar. Aquellos tipos eran todos plenamente conscientes de que la mujer era un enemigo, sin duda, un enemigo que poseía frutos que los hombres necesitaban, pero les indignaba tener que pagar un precio escandaloso, que significaba dinero, tiempo y afecto. Ellos necesitaban la compañía de las mujeres, necesitaban tener a su alrededor la suavidad de las mujeres. Podían pagar el billete de avión, de varios miles, para llevarse chicas con ellos de Las Vegas a Londres, sólo por tenerlas al lado. Pero eso estaba bien. Después de todo, la pobre chica tenía que hacer el equipaje y viajar. Se estaba ganando su dinero. Y tenía que estar siempre lista para un polvo rápido o una mamada antes de comer, sin preámbulos y sin las cortesías habituales. Nada de remilgos. Sobre todo, nada de discusiones ni remilgos. Aquí está la polla. Ocúpate de ella. Da igual que me quieras o no. Nada de comamos primero. Ni de quiero echar un vistazo antes a esta ciudad. Nada de una pequeña siesta más tarde, no ahora. Esta noche, la semana que viene, el día siguiente a Navidad. Ahora mismo. Servicio rápido hasta el final. Los grandes jugadores sólo querían cosas de primera clase.

Las relaciones de Cully con las mujeres me parecían profundamente malévolas, pero las mujeres le querían muchísimo más que a otros hombres. Era como si le entendiesen, como si se dieran cuenta de todos sus trucos pero les agradase que se tomara tantas molestias.

Algunas chicas a las que engañaba se hacían buenas amigas suyas, siempre dispuestas a joder con él si se sentía solo. Y, Dios mío, una vez que se puso malo, pasó todo un regimiento de amigas por su habitación de hotel, le lavaron, le dieron de comer y, al hacerle la cama, se la chuparon para asegurarse de que quedaría bien relajado y dormiría bien toda la noche. Pocas veces se enfadaba Cully con una chica, y entonces le decía, con un desprecio realmente cruel, «Vete a paseo», y estas palabras tenían un efecto devastador. Quizás fuese el cambio de la simpatía y el respeto absolutos que les mostraba antes de ponerse desagradable, y quizás fuese porque para la chica no había razón alguna de que él la tratase con aquella aspereza. O que él lo usase con toda crueldad para golpear cuando el hechizo y la simpatía no resultaban.

Aun teniendo todo esto en cuenta, la muerte de Jordan le afectó. Estaba muy furioso con Jordan. Se tomó el suicidio como una ofensa personal. Refunfuñaba por no haber cogido los veinte grandes, pero pude darme cuenta de que en realidad esto no le importaba. Unos cuantos días después, entré en el casino y le encontré jugando al veintiuno como empleado de la casa. Había cogido un trabajo, había dejado el juego. Me parecía imposible que lo hiciese en serio. Pero así era. Para mí fue como si hubiese ingresado en el sacerdocio.

7

Una semana después de la muerte de Jordan, dejé Las Vegas, pensando que para siempre, y volví a Nueva York.

Cully me acompañó al aeropuerto, donde tomamos café mientras esperaba para subir a bordo. Me sorprendió comprobar que Cully estaba realmente afectado por mi marcha.

– Volverás -dijo-. Todo el mundo vuelve a Las Vegas. Y yo estaré aquí. Lo pasaremos muy bien.

– Pobre Jordan -dije yo.

– Sí -dijo Cully-. No lo entenderé en toda mi vida. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué demonios lo hizo?

– Nunca pareció un hombre de suerte -dije yo.

Nos dimos la mano cuando anunciaron mi vuelo.

– Si tienes algún problema allá, llámame -dijo Cully-. Somos camaradas. Te ayudaré.

Me dio incluso un abrazo.

– Eres un hombre de acción -añadió-. Siempre estarás en movimiento. Así que andarás siempre metido en líos. Llámame.

Yo no creía realmente que Cully fuese sincero. Cuatro años después, él había triunfado y yo estaba metido en un tremendo lío, tenía que comparecer ante un gran jurado. Y cuando llamé a Cully, Cully vino en avión a Nueva York a ayudarme.

8

Huyendo de la claridad del oeste, el inmenso reactor se deslizó en la oscuridad del este. Yo temía el momento en que el avión aterrizase y tuviese que enfrentarme a Artie. Temía el momento en que me condujese a casa, a la urbanización del Bronx donde mi mujer y mis hijos me esperaban. Había comprado taimadamente regalos para todos, máquinas tragaperras de juguete, un anillo con una perla para Valerie que me había costado doscientos dólares… La chica de la tienda de regalos del Hotel Xanadú quería quinientos, pero Cully consiguió un descuento especial.

De cualquier modo, yo no quería pensar en el momento en que tendría que cruzar el umbral de mi casa y enfrentarme a las caras de mi mujer y mis tres hijos. Me sentía demasiado culpable. Me aterraba la escena por la que tendría que pasar con Valerie. Así que me dediqué a pensar en lo que me había pasado en Las Vegas.

Pensé en Jordan. Su muerte no me inquietaba. No me inquietaba ya, en realidad. Después de todo, sólo nos conocíamos de tres semanas, y de hecho yo no le conocía.

Pero, ¿por qué, me preguntaba, había sido tan conmovedor en su dolor? Un dolor que yo jamás había sentido y esperaba no sentir nunca. Siempre me había parecido sospechoso, siempre le había estudiado como un problema de ajedrez. Tenía allí un hombre que había vivido una vida normal y feliz. Una niñez dichosa. Hablaba de eso a veces, de lo feliz que había sido de niño. Un matrimonio feliz. Una vida agradable. Todo le fue bien hasta aquel último año. ¿Por qué no se recuperaba entonces? Cambiar o morir, había dicho una vez. Ése era el secreto de la vida. Y él sencillamente no podía cambiar. La culpa era suya.

Durante aquellas tres semanas, su rostro fue enflaqueciendo como si los huesos empujasen desde dentro hacia afuera en una especie de aviso. Y su cuerpo empezó a encogerse alarmantemente en poquísimo tiempo. Pero ninguna otra cosa le traicionó ni reveló su propósito. Volviendo sobre aquellos días, pude ver entonces que todo lo que él decía y hacía era para desviarme de la pista. Cuando rechacé su oferta de darme dinero y de dárselo a Cully y a Diane, fue simplemente para mostrar que mi afecto era auténtico. Creí que eso podría ayudarle. Pero él había perdido la capacidad para lo que Austin llamó «la bendición del afecto».

Supongo que pensó que era vergonzosa su desesperación, o lo que fuese. Era un auténtico norteamericano, y, en consecuencia, le era insoportable pensar en seguir vivo sin un objetivo.

Le mató su mujer. Demasiado fácil. ¿Su niñez, su madre, su padre, sus hermanos? Aunque las heridas de la niñez curen, nunca llegas a ser invulnerable. La edad no es ningún escudo contra el trauma.

Como Jordan, yo había ido a Las Vegas por una idea infantil de la traición. Mi mujer aguantó conmigo cinco años mientras yo escribía un libro, sin una queja. No le hacía demasiado feliz el asunto, pero qué demonios, yo estaba en casa por las noches. Cuando rechazaron mi primera novela y yo me desmoroné, ella dijo acremente:

– Sabía que nunca la venderías.

Me quedé asombrado. ¿No se daba cuenta de lo que yo sentía? Fue uno de los días más terribles de mi vida y la amaba a ella más que a nadie en el mundo. Intenté explicárselo. El libro era un buen libro, sólo que tenía un final trágico, el editor quería un final optimista y me negué a hacerlo. (Qué orgulloso estaba de eso. Qué razón tenía. Siempre tenía razón sobre mi obra, no había duda.) Creí que mi mujer se sentiría orgullosa de mí, lo cual indica lo idiotas que son los escritores. Se enfureció. Vivíamos en la pobreza, yo debía muchísimo dinero, ¿cómo cojones iba a salir adelante? ¿Quién coño me creía ser? (No exactamente esas palabras, pues ella jamás en su vida dijo «cojones» ni «coño».) Tan furiosa se puso que cogió a los niños, se fue de casa y no volvió hasta la hora de hacer la cena. Y había querido ser escritora en otros tiempos.

Nos ayudó mi suegro. Pero un día se tropezó conmigo cuando yo salía de una librería de viejo con un montón de libros y se enfadó. Era un hermoso día de primavera, claro y soleado. Él acababa de salir de la oficina, tenso y demacrado. Y allí estaba yo paseando, con una sonrisilla de satisfacción ante la perspectiva de devorar las golosinas impresas que llevaba bajo el brazo.

– Demonios -dijo-, creí que estabas escribiendo un libro. Lo que estás es tocándote los huevos -él sí usaba estas palabras con frecuencia.

Un par de años después se publicó el libro sin modificaciones, tuvo excelentes críticas, pero sólo dio unos miles. Mi suegro, en vez de felicitarme, dijo:

– Bueno, eso no da dinero. Cinco años de trabajo. Ahora tienes que concentrarte en mantener a tu familia.

Jugando en Las Vegas, pensé por qué demonios tenían que ser comprensivos. ¿Por qué tendría que importarles algo aquella chifladura excéntrica mía respecto al arte creador? ¿Por qué coño iban a preocuparse por esto? Tenían toda la razón del mundo. Pero nunca volví a sentir lo mismo hacia ellos.

El único que me entendía era mi hermano, Artie, e incluso él, en el último año, me parecía que estaba un poco desilusionado conmigo, aunque nunca lo mostraba. Y era el ser humano que había estado más próximo a mí durante toda mi vida. O al menos hasta que se casó.

De nuevo mi mente se negaba a volver a casa y me puse a pensar en Las Vegas. Cully nunca había hablado de sí mismo, aunque yo le hice preguntas. Hablaba de su vida actual, pero raras veces contaba algo de sí mismo de antes de Las Vegas. Lo extraño era que yo era el único que parecía sentir curiosidad. Jordan y Cully raras veces hacían preguntas. Si las hubiesen hecho, quizás yo les hubiese contado más.


Aunque Artie y yo fuimos huérfanos y nos educamos en un hospicio, no era peor, y probablemente fuese muchísimo mejor, que los colegios militares y los internados de lujo adonde los ricos envían a sus chicos sólo para quitárselos de en medio. Aunque Artie era mi hermano mayor, siempre fui más alto y más fuerte. Físicamente, quiero decir. Mentalmente, él era duro y terco como un diablo y mucho más honrado. Le fascinaba la ciencia y en cambio a mí me encantaba la fantasía. Él leía libros de química y de matemáticas y estudiaba problemas de ajedrez. Me enseñó a jugar al ajedrez, pero yo siempre fui demasiado impaciente. No es un juego de azar. Yo leía novelas. Dumas y Dickens y Sabatini, Hemingway, Fitzgerald, y luego Joyce, Kafka, Dostoievsky.

Os juro que el ser huérfano no influyó en absoluto en mi carácter. Fui exactamente como cualquier otro crío. Nadie pudo sospechar después que no habíamos conocido nunca a nuestra madre ni a nuestro padre. El único efecto extraño o especial fue que, en vez de ser hermanos, Artie y yo éramos padre y madre recíprocos. En fin, dejamos el hospicio antes de los veinte años. Artie consiguió un trabajo y yo me fui a vivir con él. Luego Artie se enamoró de una chica y a mí me llegó el momento de largarme. Ingresé en el ejército para combatir en la gran guerra, la Segunda Guerra Mundial. Cuando volví, cinco años después, Artie y yo habíamos vuelto a convertirnos en hermanos. Él era padre de familia y yo veterano de guerra. Y eso era todo. Sólo recordaba que Artie y yo éramos huérfanos cuando nos quedábamos hasta tarde en su casa y su mujer se cansaba y se iba a la cama. Daba el beso de buenas noches a Artie antes de dejarnos. Y yo pensaba entonces que Artie y yo éramos especiales. De niños, jamás nos dieron un beso de buenas noches.

Pero en realidad nunca habíamos vivido en aquel orfanato. Los dos escapábamos a través de los libros. Mi favorito era la historia del Rey Arturo y su Tabla Redonda. Leí todas las versiones reducidas y la versión original de Malory. Y supongo que es evidente que identificaba al rey Arturo con mi hermano, Artie. Tenían el mismo nombre, y en mi mente infantil resultaban muy parecidos, por la dulzura de su carácter. Pero yo nunca me identifiqué con ninguno de los bravos caballeros como Lancelot. Por alguna razón, me parecían tontos. E incluso de niño, no sentía el menor interés por el Santo Grial. No quería ser Galahad.

Pero me enamoré del personaje de Merlin, con su astuta magia, su habilidad para convertirse en halcón o en cualquier animal. Su desaparición y reaparición. Sus largas ausencias. Me encantaba sobre todo cuando le decía al rey Arturo que ya no podía ser su mano derecha. Y la razón. Que Merlin se había enamorado de una chica y se había puesto a enseñarle su magia. Y que la chica traicionaba a Merlin y utilizaba contra él sus propios conjuros mágicos. Y así, él quedaba encerrado en una cueva durante mil años, hasta que se desvaneciese el conjuro. Y entonces volvería otra vez al mundo. Eso era un amante, amigo, eso era un mago. Él los sobreviviría a todos. Y así, de niño, yo intentaba ser un Merlin para mi hermano Artie. Y cuando dejamos el hospicio, cambiamos nuestro apellido por Merlyn. Y nunca volvimos a hablar de que éramos huérfanos. Ni entre nosotros ni con nadie.


El avión descendía. Las Vegas había sido mi Camelot, una ironía que el gran Merlin podría haber explicado fácilmente. Yo volvía a la realidad. Tenía que dar ciertas explicaciones a mi hermano y a mi mujer. Fui cogiendo mis paquetes de regalos mientras el avión se deslizaba por la pista.

9

Todo resultó fácil. Artie no me preguntó por qué había huido de Valerie y de los niños. Tenía un coche nuevo, una ranchera grande, y me contó que su mujer estaba otra vez embarazada. Sería el cuarto hijo. Le felicité por ello. Tomé mentalmente nota de que tenía que enviarle flores a su mujer al cabo de unos días. Y luego cancelé la nota. No puedes enviar flores a la mujer de un tipo cuando debes a ese tipo miles de dólares. Y cuando quizás tengas que pedirle prestado más dinero en el futuro. A Artie no le molestaría, pero a su mujer podría parecerle raro.

Camino de la urbanización del Bronx donde vivía, le pregunté a Artie lo más importante:

– ¿Qué piensa Vallie de mí?

– Entiende -dijo Artie-. No está furiosa. Se alegrará de verte. En fin, no es tan difícil entenderte. Escribiste todos los días. Y la llamaste un par de veces. Necesitabas un descanso y nada más.

Lo dijo en tono normal. Pero pude darme cuenta de que mi escapada de un mes le había asustado. Estaba realmente preocupado por mí.

Luego entramos en la urbanización, que siempre me deprimía. Era una inmensa zona de edificios construidos en forma de altos y grandes hexágonos, hechos por el gobierno para los pobres. Yo tenía un apartamento de cinco habitaciones por cincuenta dólares al mes, servicios incluidos. Y los primeros años todo había ido bien. Aquello se había construido con dinero del gobierno y había habido procesos de selección. Los primeros habitantes habían sido los pobres trabajadores y temerosos de la ley. Pero, por sus virtudes, habían subido en la escala económica y se habían trasladado a casas propias. Ahora estaban llegando los pobres definitivos que no podían llevar una vida decente, o no querían. Drogadictos, alcohólicos, familias sin padre que vivían de la seguridad social porque el padre se había largado. La mayoría de los recién llegados eran negros, de lo cual Vallie juzgaba que no podía quejarse porque la gente la consideraría racista. Pero yo me daba cuenta de que teníamos que salir de allí rápido, de que tendríamos que trasladarnos a una zona blanca. No quería acabar en otro asilo. Me importaban un carajo que me considerasen racista. Lo único que sabía era que estaba rodeado cada vez de más gente a la que no le gustaba el color de mi piel y que tenía muy poco que perder, hiciese lo que hiciese. El sentido común me decía que era una situación peligrosa. Y que empeoraría. No me gustaba gran cosa la gente blanca, así que ¿por qué había de amar a los negros? Y, por supuesto, el padre y la madre de Vallie nos harían un préstamo para comprarnos, una casa. Pero no podía aceptar su dinero. Sólo aceptaría dinero de mi hermano Artie. Artie el afortunado.

El coche se detuvo.

– Sube a tomar un café -dije.

– Tengo que ir a casa -dijo Artie-. Además no quiero presenciar la escena. Enfrenta tus problemas como un hombre.

Cogí la maleta del asiento de atrás y salí del coche.

– Bueno -dije-. Muchísimas gracias por ir a esperarme. Iré a verte dentro de un par de días.

– Vale -dijo Artie-. ¿De verdad tienes pasta?

– Ya te dije que había ganado en el juego -contesté.

– Merlyn el Mago -dijo él.

Los dos nos echamos a reír. Me alejé de él por el camino que llevaba a la puerta de mi bloque de apartamentos. Esperé a oír arrancar el motor, pero supongo que él quería esperar a que yo entrase en el edificio. No miré atrás. Tenía llave pero llamé. No sé por qué. Era como si no tuviese derecho a usar aquella llave. Cuando Vallie abrió la puerta, esperó a que yo entrase y pusiese mi maleta en la cocina antes de abrazarme. Estaba muy tranquila, muy pálida, muy suave. Nos besamos con naturalidad como si no fuese gran cosa el haber estado separados por primera vez en diez años.

– Los críos querían esperar levantados -dijo Vallie-. Pero era muy tarde. Ya te verán antes de irse al colegio.

– Vale -dije.

Quería entrar en sus dormitorios para verles, pero temía despertarlos y que se levantaran y cansaran a Vallie. Parecía agotada.

Metí la maleta en nuestro dormitorio y ella me siguió. Empezó a deshacerla y yo me senté en la cama, mirándola. Era muy eficiente. Separó las cajas que sabía que eran regalos y las puso en el tocador. La ropa sucia la separó en montones para lavar y limpiar en seco. Luego la llevó al baño para echarla al cesto. No volvía, así que fui hasta allí. Estaba apoyada en la pared, llorando.

– Me abandonaste -dijo.

Yo me eché a reír. Porque no era cierto y porque no era lo que ella tenía que decir. Podría haber sido ingeniosa o conmovedora o más lista, pero simplemente me decía lo que sentía, sin artificios. Como hacía cuando escribía sus relatos en la Nueva Escuela. Y, al ver lo honrada que era, me eché a reír. Supongo que me reía también porque me daba cuenta ya de que podía manejarla y manejar toda la situación. Podía ser ingenioso y divertido y tierno y hacer que se sintiera maravillosamente. Podía demostrarle que aquello no significaba nada, lo de dejarla a ella y a los chicos.

– Te escribí todos los días -dije-. Te llamé por lo menos cuatro o cinco veces.

Enterró la cara en mis brazos.

– Lo sé -dijo ella-. Sólo que no estaba segura de que volvieras. No me importa nada. Sólo sé que te amo. Sólo quiero que estés conmigo.

– Yo también -dije. Era el modo más fácil de decirlo.

Quiso prepararme inmediatamente algo de comer y le dije que no. Me di una ducha rápida mientras ella me esperaba en la cama. Siempre se ponía el camisón para acostarse aunque fuésemos a hacer el amor y tuviese que quitárselo luego. Era su infancia católica y a mí me gustaba. Nuestra relación amorosa adquiría así cierto ceremonial. Y al verla allí tendida, esperándome, me alegré de haberle sido fiel. Tenía otros muchos pecados con que lidiar, pero al menos ése no me torturaría. Y merecía la pena, en aquel momento y en aquel lugar. No sé si a ella le hacía algún bien.

Con las luces apagadas, cuidando de no hacer ruido para no despertar a los niños, hicimos el amor como lo habíamos hecho siempre durante los más de diez años que llevábamos juntos, teniendo hijos y amándonos, supongo. Tenía un cuerpo magnífico, unos pechos maravillosos, y orgasmos naturales e inocentes. Todas las partes de su cuerpo reaccionaban a la caricia y era sensiblemente apasionada. Nuestra relación, que resultaba casi siempre satisfactoria, lo resultó también aquella noche. Y después, ella cayó en un profundo sueño, su mano apretando la mía hasta que se puso de lado y la conexión se rompió.

Pero yo, o mi reloj corporal, íbamos con tres horas de adelanto. Una vez seguro en casa con mi mujer y mis hijos, no podía entender por qué me había escapado. Por qué me había quedado casi un mes en Las Vegas, tan solitario y desconectado. Sentía el relajamiento del animal que ha llegado a lugar seguro. Me sentía feliz de ser pobre y de estar atrapado en el matrimonio y cargado de hijos. Y feliz también de no tener éxito mientras pudiese estar tumbado en una cama al lado de mi mujer, que me amaba y me apoyaría frente al mundo. Y luego pensé que así era como debía haberse sentido Jordan antes de recibir las malas noticias. Pero yo no era Jordan. Yo era Merlyn el Mago, yo haría que todo saliese bien.

El truco es recordar todas las cosas buenas, todos y cada uno de los momentos felices. La mayoría de los diez años habían sido felices. De hecho, en una ocasión, yo me había enfadado porque era demasiado feliz para mis medios, circunstancias y ambiciones. Pensé en el casino brillando ardientemente en el desierto, y en Diane jugando como señuelo de la casa sin ninguna oportunidad de ganar o perder, de ser feliz o desdichada. Y Cully detrás de la mesa con su delantal verde, trabajando para la casa. Y Jordan muerto.

Pero tendido allí en la cama, rodeado de la familia que había creado, me sentí tremendamente fuerte. Les protegería contra el mundo e incluso contra mí mismo.

Estaba seguro de que podría escribir otro libro y hacerme rico. Estaba seguro de que Vallie y yo seríamos felices siempre, que la extraña zona neutral que nos separaba se vendría abajo. Nunca la traicionaría ni utilizaría mi magia para dormir mil años. Nunca sería otro Jordan.

10

En el apartamento de Gronevelt, Cully miraba a través del inmenso ventanal. La pitón verdirroja de neón del Strip serpeaba hacia las negras montañas del desierto. Cully no pensaba en Merlyn ni en Jordan ni en Diane. Esperaba nervioso que Gronevelt saliera del dormitorio, preparando mentalmente sus respuestas, sabiendo que su futuro estaba en juego.

Era un apartamento enorme, con un bar empotrado en el salón y una gran cocina adosada al elegante comedor; todo abierto hacia el desierto y el círculo de montañas que rodeaban la ciudad. Cuando Cully pasaba inquieto a otra ventana, Gronevelt cruzó la arcada del dormitorio.

Gronevelt estaba impecablemente vestido y afeitado, aunque pasaba de medianoche. Se acercó al bar y le dijo a Cully: «¿Quieres beber algo?» Tenía acento del este, de Nueva York o Boston o Filadelfia. En el salón había estanterías llenas de libros. Cully se preguntó si Gronevelt los leería realmente. Los periodistas que escribían sobre Gronevelt se habrían quedado atónitos.

Cully se acercó al bar y Gronevelt le indicó que se sirviera. Cully cogió un vaso y se sirvió un poco de whisky. Vio que Gronevelt bebía agua de soda.

– Has estado trabajando bien -dijo Gronevelt-. Pero ayudaste a ese Jordan en la mesa de bacarrá. Te pusiste contra mí. Recibes dinero mío y vas contra mí.

– Era amigo mío -dijo Cully-. No era un grave problema. Y yo sabía que él era el tipo de persona que se cuidaría de mí para siempre si ganaba.

– ¿Te dio algo antes de pegarse el tiro?

– Iba a darnos veinte grandes a cada uno, a mí y a aquel chico que andaba con nosotros y a Diane, la rubia de la mesa de bacarrá.

Cully se dio cuenta de que Gronevelt estaba interesado y que no parecía demasiado enfadado porque hubiese ayudado a Jordan.

Gronevelt se acercó al inmenso ventanal y contempló las montañas del desierto que brillaban oscuras a la luz de la luna.

– Pero no llegaste a recibir el dinero -dijo Gronevelt.

– Fui un imbécil -dijo Cully-. El Niño dijo que él esperaría hasta que Jordan estuviese en el avión, así que yo y Diane dijimos que también esperaríamos. Un error que jamás volveré a cometer.

– Todo el mundo comete errores -dijo tranquilamente Gronevelt-. No es importante, a menos que el error sea fatal. Cometerás más -terminó su vaso- ¿Sabes por qué hizo lo que hizo ese tal Jordan?

Cully se encogió de hombros.

– Le dejó su mujer. Se llevó todo lo que tenía, creo. Pero quizás tuviese también algo físico, quizás tuviese cáncer. Tenía muy mal aspecto los últimos días.

Gronevelt asintió con un gesto.

– Esa chica del bacarrá, está muy buena, ¿eh?

De nuevo, Cully se encogió de hombros.

– Sí, está bien.

En aquel momento, ante la sorpresa de Cully, una joven salió del dormitorio. Estaba maquillada y vestida para salir. Llevaba el bolso garbosamente colgado del hombro. Cully la reconoció como una de las bailarinas del espectáculo escénico del hotel, una de las que bailaban semidesnudas. Era hermosa y Cully recordó que sus pechos desnudos quitaban el hipo en escena.

La chica besó a Gronevelt en los labios. Ignoró a Cully y Gronevelt no la presentó. Se fue hacia la puerta, y Gronevelt la acompañó. Cully le vio sacar la billetera y coger de ella un billete de cien dólares. Cogió la mano de la chica al abrir la puerta y el billete de cien dólares desapareció. En cuanto ella se fue, Gronevelt volvió y se sentó en uno de los sofás. Hizo de nuevo un gesto y Cully se sentó frente a él en una butaca.

– Lo sé todo sobre ti -dijo Gronevelt-. Eres un artista de la cuenta atrás. Eres bueno con un mazo de cartas en la mano. Por lo que has trabajado para mí, sé que eres listo. Y he hecho que te controlaran constantemente.

Cully cabeceó y esperó.

– Eres un jugador, pero no un jugador degenerado. En realidad sabes controlar el juego. Pero no tengo ni que decirte que a los artistas de la cuenta atrás acaban prohibiéndoles la entrada en todos los casinos. Los jefes de sector hace mucho tiempo que quieren echarte de aquí. No les he dejado. Pero todo eso lo sabes tú muy bien.

Cully siguió esperando.

Gronevelt le miraba directamente a los ojos.

– Me parece muy bien todo salvo en una cosa. Esa relación con Jordan y cómo actuaste con él y con el otro chico. Sé que la chica te importa un pito. Así que, antes que nada, explícame eso.

Cully se tomó su tiempo y fue muy cuidadoso.

– Ya sabe que soy un tramposo -dijo-. Jordan era un tipo raro. Tenía el presentimiento de que podía irme muy bien con él. El chico y la chica se metieron de pronto en el asunto.

– Ese chico, ¿quién demonios era? -dijo Gronevelt-. El número que le montó a Cheech fue peligroso.

Cully se encogió de hombros.

– Era un buen chico.

– Te agradaba -dijo Gronevelt casi cordialmente-. Realmente te agradaba y también Jordan, si no, no te hubieses puesto de parte de ellos en contra mía.

Cully tuvo de pronto un presentimiento. Estaba mirando los centenares de volúmenes que se alineaban en las paredes del salón.

– Sí, me agradaban. El Niño escribió un libro, aunque no ganó mucho dinero. No puedes andar por la vida haciéndote amigo de todo el mundo. Eran realmente buenas personas. No eran tramposos ni maleantes. Podías confiar en ellos. Jamás hubieran jugado una mala pasada. Pensé que sería una experiencia nueva para mí.

Gronevelt se echó a reír. Apreciaba el ingenio. Y le interesaba el asunto. Aunque pocas personas lo supiesen, Gronevelt leía muchísimo. Lo consideraba un vicio vergonzoso.

– ¿Cómo se llama el Niño? -preguntó con aparente indiferencia; en realidad estaba verdaderamente interesado-. ¿Y cómo se titula el libro?

– Él se llama John Merlyn -dijo Cully-. No sé cómo se titula el libro.

– No he oído hablar de él -dijo Gronevelt-. Extraño nombre -se quedó un rato pensándolo-. ¿Es su verdadero nombre?

– Sí -dijo Cully.

Hubo un largo silencio, como si Gronevelt estuviera sopesando algo, y luego, por fin suspiró y le dijo a Cully:

– Voy a darte la oportunidad de tu vida. Si haces tu trabajo como te digo y tienes la boca cerrada, tendrás una buena oportunidad de ganar mucho dinero y ser ejecutivo de este hotel. Me agradas y voy a apostar por ti. Pero recuerda que si me jodes te verás en un lío. Hablo en serio. ¿Tienes más o menos idea de lo que quiero decirte?

– La tengo -dijo Cully-. No me asusta. Ya sabe que soy un tramposo. Pero soy lo bastante listo para portarme bien cuando tengo que hacerlo.

– Lo más importante es mantener la boca cerrada -insistió Gronevelt.

Mientras decía esto, su mente vagó hacia atrás, hacia el rato que había pasado con aquella chica. Una boca cerrada. Parecía ser lo único que le servía de algo en aquellos tiempos. De momento, tenía una sensación de cansancio, una debilidad, que parecía presentarse con mayor frecuencia en el último año. Pero sabía que le bastaba bajar y pasearse por su casino para recuperarse. Como una especie de mítico gigante, absorbía potencia y energía por el hecho de sentirse asentado en la tierra fecunda del salón de su casino, de la gente toda que trabajaba para él, de todas las personas que conocía, ricas y famosas y poderosas, que venían a que las fustigasen con los dados y las cartas de él, que se torturaban a sí mismas en sus mesas de fieltro verde. Pero la pausa había sido excesivamente larga, y advirtió que Cully le observaba con curiosidad e inteligencia activas. Estaba dándole a aquel nuevo empleado un margen.

– La boca cerrada -repitió Gronevelt-. Y tendrás que dejar todas las trapacerías de baja estofa. Sobre todo con tías. En fin, ¿que quieren regalos? ¿Que te sacan cien aquí y mil allá? Recuerda entonces que así quedan pagadas, que no les debes nada. Procura no deberle nada a una mujer. Nada. Es preferible no tener cuentas pendientes con tías. A menos que seas un chulo o un imbécil. Recuérdalo. Dales la pasta y listo.

– ¿Un billete de cien? -preguntó burlonamente Cully-. ¿No pueden ser cincuenta? Yo no soy dueño de un casino.

Gronevelt sonrió un poco.

– Usa tu propio juicio. Pero si te interesa una chica, resuélvelo con un billete.

Cully asintió y esperó. De momento, todo era palabrería. Gronevelt tenía que ir al grano. Y lo hizo.

– Mi mayor problema en este momento -dijo- es eludir impuestos. Ya sabes que sólo puede hacerse uno rico en la oscuridad. Algunos de los otros propietarios de hoteles se dedican a falsear las liquidaciones con sus socios. Eso no sirve para nada. Al final, los federales les cazarán. Si habla alguien, están listos. Listos de verdad. Eso a mí no me gusta. Pero evadiendo es como puede hacerse dinero de verdad y en eso será en lo que me ayudes tú.

– ¿Voy a trabajar en la sección de contabilidad? -preguntó Cully.

Gronevelt meneó la cabeza con impaciencia.

– Trabajarás en el salón de juego -dijo-. Al menos durante un tiempo. Y si trabajas bien, pasarás a ser ayudante personal mío. Es una promesa. Pero tendrás que demostrar que vales. Sin fallos. ¿Entiendes lo que quiero decir?

– Desde luego -dijo Cully-. ¿Algún riesgo?

– Sólo por ti mismo -dijo Gronevelt.

Y de pronto miró fijamente a Cully como si estuviese diciéndole algo sin palabras, algo que quería que Cully captase muy bien. Cully le miró también los ojos y la cara de Gronevelt se hundió un poco con una expresión de cansancio y repugnancia, y de pronto Cully comprendió. Si demostraba que no valía, si le engañaba, tenía bastantes probabilidades de acabar enterrado en el desierto. Sabía que esto le preocupaba a Gronevelt, y sintió un extraño lazo con aquel nombre. Quiso tranquilizarle.

– No se preocupe, señor Gronevelt -dijo-. No le defraudaré. Aprecio lo que hace por mí. No le dejaré mal.

Gronevelt cabeceó lentamente. Volvió la espalda a Cully y miró por el inmenso ventanal al desierto y a las montañas de más allá.

– Las palabras no significan nada -dijo-. Cuento con que seas listo. Ven a verme mañana al mediodía y lo ultimaremos todo. Y otra cosa.

Cully pareció estar muy atento.

– Líbrate de esa jodida chaqueta que llevabais siempre tú y tus amigos -dijo Gronevelt con aspereza-. Esa mierda de Las Vegas Ganador. No te imaginas lo que me irritaba esa chaqueta cuando os veía a los tres paseándoos por el casino con ella. Y eso es lo primero que puedes recordarme. Decirle a ese jodido tendero que no pida más chaquetas de ésas.

– Vale -dijo Cully.

– Echemos otro trago y luego puedes irte -dijo Gronevelt-. Tengo que echar un vistazo al casino dentro de un rato.

Tomaron otro trago y Cully se quedó atónito cuando Gronevelt hizo un brindis chocando los vasos para celebrar su nueva relación. Esto le animó a preguntar qué le había pasado a Cheech.

Gronevelt movió la cabeza con tristeza.

– Quizás deba explicarte algunos datos básicos sobre la vida de esta ciudad. Ya sabes que Cheech está en el hospital. Oficialmente le atropelló un coche. Se recuperará, pero nunca volverás a verle en Las Vegas hasta que tengamos otro sheriff.

– Yo creí que Cheech estaba relacionado -dijo Cully. Bebió un trago de su vaso. Permanecía muy alerta. Quería saber cómo funcionaban las cosas a nivel de Gronevelt.

– Tiene muy buenas relaciones en el este -dijo Gronevelt-. Los amigos de Cheech querían incluso que yo le ayudase a salir de Las Vegas. Pero les dije que no me era posible.

– No lo entiendo -dijo Cully-. Usted tiene más poder que el sheriff.

Gronevelt se acomodó en su asiento y bebió lentamente. Como hombre más viejo y más sabio, siempre le resultaba agradable instruir a los jóvenes. E incluso mientras lo hacía, sabía que Cully estaba halagándole, que probablemente Cully conocía todas las respuestas.

– Mira -dijo-, nosotros podemos arreglar las cosas con el gobierno federal, con nuestros abogados y con los tribunales; tenemos jueces y tenemos políticos. De una u otra forma, podemos resolver las cosas con el gobernador o con las comisiones de control del juego. La oficina del sheriff controla la ciudad tal como nosotros queremos. Puedo coger el teléfono y conseguir que prácticamente cualquiera sea expulsado de la ciudad. Estamos creando la imagen de Las Vegas como un lugar absolutamente seguro para los jugadores. No podemos conseguirlo sin la ayuda del jefe de policía. Ahora bien, para ejercer ese poder tiene que tenerlo y nosotros tenemos que dárselo. Tenemos que tenerle contento. Tiene que ser, además, una determinada especie de tipo con determinados valores. No puede dejar que un hampón como Cheech le pegue a su sobrino sin que pase nada. Tiene que romperle las piernas. Y tenemos que dejarle. Yo tengo que dejarle. Cheech tiene que dejarle. La gente de Nueva York tiene que dejarle. Es un pequeño precio que hay que pagar.

– ¿Tan poderoso es el jefe de policía? -preguntó Cully.

– Tiene que serlo -dijo Gronevelt-. No tenemos otro medio de lograr que esta ciudad funcione. Y él es un tipo listo, un buen político. Seguirá en su puesto los diez años próximos.

– ¿Por qué sólo diez? -preguntó Cully.

Gronevelt sonrió.

– Será demasiado rico para trabajar -dijo-. Y es un trabajo muy duro.


Cuando Cully se fue, Gronevelt se preparó para bajar al salón del casino. Eran ya casi las dos de la madrugada. Hizo su llamada especial al ingeniero del edificio para que bombease oxígeno puro a través del sistema de aire acondicionado del casino para que los jugadores permaneciesen bien despiertos. Luego decidió que debía cambiarse de camisa. Por alguna razón, se le había puesto húmeda y pegajosa durante su charla con Cully. Y mientras se cambiaba, dedicó a Cully más detenidos pensamientos.

Pensaba que podía entender perfectamente a aquel hombre. Cully había creído que el incidente con Jordan era algo negativo para él en su relación con Gronevelt. Por el contrario, Gronevelt se había quedado encantado al ver que Cully apoyaba a Jordan en la mesa de bacarrá. Tal hecho demostraba que Cully no era sólo el tramposo normal y corriente, sino que era un tramposo en lo más profundo de su corazón.

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