LIBRO SÉPTIMO

45

Una semana después, llamé a Janelle para darle las gracias por llevarme al avión. Me contestó la voz de su contestador automático, disfrazada con acento francés, pidiéndome que dejase el recado.

Cuando hablé, surgió su verdadera voz.

– ¿De quién te escondes? -le pregunté.

Janelle se echó a reír.

– Si supieras cómo sonaba tu voz -dijo-. Tan amarga…

Me eché a reír también.

– Me escondía de tu amigo Osano -dijo-. No deja de llamarme.

Sentí algo desagradable en el estómago. No me sorprendía. Pero apreciaba mucho a Osano y él sabía lo que yo sentía por Janelle. Me fastidiaba la idea de que él me hiciese aquello. Y luego, en realidad, no me importaba nada. Ya no era importante.

– Quizá sólo quisiera saber dónde estoy -dije.

– No -dijo Janelle-. Después de que te dejé en el avión, le llamé y le conté lo que había pasado. Estaba preocupado por ti, pero le dije que estabas perfectamente. ¿Lo estás?

– Sí -dije.

No me preguntó nada de lo que había pasado al llegar a casa. Me gustó este detalle. Porque ella sabía que no me agradaba hablar de ello. Y yo sabía que jamás le contaría a Osano lo que había pasado la mañana en que recibí la noticia de la muerte de Artie, cómo me había desmoronado.

Intenté actuar fríamente.

– ¿Por qué te ocultas de él? Cuando estuvimos juntos te encantó su compañía en la cena. Creí que aprovecharías la oportunidad de volver a verle.

Hubo una pausa al otro lado, y luego oí una voz que indicaba que estaba furiosa. Su tono se volvió muy sereno. Las palabras muy precisas. Como si estuviese tensando un arco para lanzarme las palabras como flechas.

– Eso es verdad -dijo-, y la primera vez que llamó me encantó y salimos juntos a cenar. Lo pasamos muy bien.

Incrédulo ante la respuesta que me daba, dije, movido por un resto de celos:

– ¿Te fuiste a la cama con él?

Se produjo de nuevo la pausa. Casi pude oír el chasquido del arco al lanzar la flecha.

– Sí -dijo.

Ninguno de los dos añadió nada. Me sentía muy mal, pero teníamos nuestras reglas. Ya no podíamos hacernos reproches. Sólo tomar venganza.

Vil, pero maquinalmente, dije:

– ¿Cómo fue entonces?

Su tono era muy claro, muy alegre, como si hablase de una película:

– Fue muy divertido. Ya sabes lo hábil que es para dar coba y hacer que te sientas importante.

– Bueno -dije, con naturalidad-, espero que lo haga mejor que yo.

Hubo otra larga pausa. Luego, restalló el arco y la voz tenía un tono herido y rebelde.

– No tienes ningún derecho a enfadarte -dijo-. No tienes ningún derecho a enfadarte por lo que yo haga con otras personas. Eso ya lo hemos aclarado.

– Tienes razón -dije yo-. No estoy enfadado.

No lo estaba. Era peor que eso. En aquel momento, dejó de ser para mí alguien a quien amaba. ¿Cuántas veces le había dicho yo a Osano cuánto amaba a Janelle? Y Janelle sabía lo que me interesaba Osano. Los dos me habían traicionado. No había otro modo de describirlo. Lo curioso era que no estaba enfadado con Osano. Sólo con ella.

– Estás furioso -dijo ella, como si me estuviese portando de modo irracional.

– No, de veras que no -dije.

Me estaba castigando por estar con mi mujer. Estaba castigándome por un millón de cosas, pero si yo no le hubiese hecho aquella pregunta concreta sobre lo de irse a la cama, no me lo habría dicho, no habría sido tan cruel. Pero no me mentiría más. Me había dicho aquello una vez, y ahora lo respaldaba. Lo que ella hiciera no era asunto mío.

– Me alegro de que llamases -dijo-. Te he echado de menos. Y no te enfades por lo de Osano. No volveré a verle.

– ¿Por qué no? -dije-. ¿Por qué no has de verle?

– Bueno, demonios -dijo-. Era divertido, pero no conseguía mantenerlo erguido. Oh, maldita sea, me había prometido a mí misma no contarte esto.

Se echó a reír.

Pues bien, siendo un amante celoso normal, me encantaba enterarme de que mi más querido amigo era parcialmente impotente, pero me limité a decir, con la mayor despreocupación:

– Quizás fuese cosa tuya. Él ha tenido siempre un montón de mujeres devotas en Nueva York.

– Dios mío -dijo con voz alegre y clara-, me esforcé todo lo posible. Hasta un cadáver hubiese resucitado.

Luego se echó a reír alegremente.

Tal como ella lo explicaba, tuve una visión suya auxiliando a un inválido Osano, besando y chupando su cuerpo, su pelo rubio flotando. Me sentí muy mal.

– Pegas demasiado fuerte -dije con un suspiro-. Renuncio. Escucha, quiero darte las gracias otra vez por haberme ayudado. No sé cómo conseguiste meterme en aquella bañera.

– Es mi clase de gimnasia -dijo Janelle-. Estoy muy fuerte, sabes.

Luego, con un tono de voz distinto, añadió:

– Siento muchísimo lo de Artie. Me hubiese gustado poder hacer el viaje contigo y ayudarte.

– También a mí me hubiese gustado -dije.

Pero la verdad era que me alegraba de que ella no pudiera acompañarme. Y me avergonzaba el que me hubiese visto desmoronarme. Sentía, de una forma extraña, que debido a aquello ella no podía sentir ya lo mismo hacia mí.

Su voz sonó muy quedamente en el teléfono:

– Te quiero -dijo.

No contesté.

– ¿Aún me quieres tú? -preguntó.

Entonces me tocaba a mí.

– Ya sabes que no me está permitido decir cosas como ésa.

Ella no contestó.

– ¿Eras tú quien me decía que un hombre casado no debía decirle nunca a una chica que la quería si no estaba dispuesto a dejar a su mujer? En realidad, no le está permitido decirle eso a menos que deje a su mujer.

Por fin llegó la voz de Janelle, ahogada por la furia:

– Vete a la mierda -dijo, y pude oír el golpe violento con que colgaba el teléfono.

Podría haberla llamado de nuevo, pero ella hubiera dejado que aquella voz con falso acento francés contestara: «Mademoiselle Lambert no está en casa. ¿Puede dejar su nombre, por favor?» Así que pensé: «Vete a la mierda tú también». Y me sentí muy bien. Pero sabía que aún no habíamos terminado.

46

Cuando Janelle me contó que se había acostado con Osano, no podía saber lo que sentía yo, que había visto a Osano insinuarse a toda mujer que conocía salvo que fuese un espanto. El que ella hubiese caído y hubiese cedido a sus proposiciones, el que hubiese sido tan fácil para él, la rebajaba ante mis ojos. Había sido una incauta, una presa fácil, como tantas otras. Y yo pensaba que Osano debía sentir cierto desprecio hacia mí, por haberme enamorado tan locamente de una chica a la que él había sido capaz de engatusar en sólo una noche.

Así pues, no tenía el corazón destrozado. Sólo estaba deprimido. Cuestión del ego, supongo. Pensé en contarle todo esto a Janelle, y luego comprendí que no serviría para nada. Sólo para hacer que se sintiera peor. Y yo sabía que entonces respondería al ataque. ¿Por qué demonios no podía ser ella una presa fácil? ¿No eran los hombres presas fáciles para las chicas que jodían con todo el mundo? ¿Por qué había de tener ella en cuenta el que los motivos de Osano no fuesen puros? Osano era simpático, era inteligente, tenía talento, era atractivo y quería joder con ella. ¿Por qué no iba a joder ella con él? Y, ¿qué demonios me importaba aquello a mí? Mi pobre ego masculino se rebelaba, eso era todo. Por supuesto, yo podría explicarle el secreto de Osano, pero eso habría sido una venganza mezquina e intrascendente.

Aún así, me sentía deprimido. Fuese justo o no, Janelle me gustaba menos.

En el siguiente viaje al Oeste, no la llamé. Estábamos en las etapas finales de la separación definitiva, cosa clásica en los asuntos de este género. De nuevo, como hacía siempre en todas las cosas en las que me veía envuelto, había leído toda la literatura sobre el tema, y era un especialista de primera fila en el flujo y reflujo del amor humano. Estábamos en la etapa de decirnos adiós, para volver a unirnos de vez en cuando para amortiguar el golpe de la separación final. Y así, no la llamé porque todo había terminado realmente, o yo quería que así fuese.

Entretanto, Eddie Lancer y Doran Rudd me habían convencido para volver a la película. Fue una experiencia dolorosa. Simon Bellford no era más que un viejo jaco cansado que hacía lo que podía y que se asustaba muchísimo ante Jeff Wagon. Su ayudante, Richetti «Ciudad Lodo», era realmente una pesadilla para Simon y para colmo intentaba aportar algunas ideas propias sobre lo que debería ser el guión. Por último, un día, después de una idea particularmente estúpida, me volví a Simon y a Wagon y dije:

– ¿Por qué no echáis a este tipo?

Hubo un embarazoso silencio. Yo había tomado una decisión. Iba a largarme y ellos debieron percibirlo, porque al final Jeff Wagon dijo quedamente:

– Frank, ¿por qué no esperas a Simon en mi oficina?

Richetti salió de la habitación.

Siguió otro embarazoso silencio y yo dije:

– Lo siento, no quería ser tan brusco. Pero, ¿hablamos en serio de este maldito guión o no?

– De acuerdo -dijo Wagon-. Hablemos de él.

Al cuarto día, después de trabajar en los estudios, decidí ir al cine. Hice que en el hotel llamasen a un taxi y dije al taxista que me llevase a Westwood. Como siempre, había una larga cola esperando para entrar, y me coloqué en ella. Llevaba un libro de bolsillo para leer mientras esperaba en la cola. Después del cine, pensaba ir a un restaurante próximo y pedir un taxi para que me llevase de vuelta al hotel.

La cola no se movía, eran todos jovencitos que hablaban de películas como entendidos. Las chicas eran guapas y los chicos llevaban barba y pelo largo en el más puro estilo Cristo.

Me senté en la acera para leer y nadie me prestaba atención. En Hollywood esto no era una conducta excéntrica. Estaba concentrado en mi libro cuando advertí que la bocina de un coche sonaba insistentemente y alcé los ojos. Parado frente a mí había un hermoso Rolls Royce Phantom, y vi el rostro rosa claro de Janelle en la ventanilla del conductor.

– Merlyn -dijo Janelle-, Merlyn, ¿qué haces tú aquí?

Me levanté con naturalidad y dije:

– Hola, Janelle.

Me di cuenta entonces de que había un tipo junto a Janelle en el asiento de al lado. Era joven, guapo y vestía maravillosamente, traje gris y corbata de seda gris. Tenía un lindo corte de pelo y no parecía importarle el que Janelle parase así para hablar conmigo.

Janelle nos presentó. Indicó que era el propietario del coche. Admiré el coche y él dijo que admiraba muchísimo mi libro y que estaba deseando ver la película. Janelle explicó algo de su trabajo en unos estudios, en un puesto ejecutivo. Quería que yo supiese que no estaba saliendo simplemente con un chico rico que tenía un Rolls Royce, sino que aquello formaba parte de su vida profesional en el cine.

– ¿Cómo bajaste hasta aquí? -dijo Janelle-. No me digas que por fin conduces.

– No -dije-. Tomé un taxi.

– ¿Y cómo es que haces cola? -dijo Janelle.

La miré y dije que yo no tenía hermosas amistades con tarjetas de la Academia para poder pasar.

Se dio cuenta de que bromeaba. Siempre que íbamos al cine ella utilizaba su tarjeta de la Academia para pasar.

– Tú no utilizarías esa tarjeta aunque la tuvieses -dijo.

Luego se volvió a su amigo y dijo:

– Ése es el tipo de droga en que está él.

Pero había en su voz un leve matiz de orgullo. Le encantaba que yo no hiciese cosas así, aunque ella las hiciese.

Me di cuenta de que Janelle estaba conmovida, le daba pena que yo tuviese que coger un taxi para ir al cine solo, y me viese obligado a esperar en la cola como un palurdo. Estaba edificando un escenario romántico. Yo era su marido, desolado y hundido, que miraba por la ventana y veía a su antigua esposa y a sus hijos felices con un nuevo marido. Había lágrimas en sus ojos castaños con motas doradas.

Yo sabía que tenía la mejor mano. Aquel tipo guapo del Rolls Royce no sabía que iba a perder. Pero me puse a trabajar con él. Le metí en conversación sobre su trabajo y empezó a parlotear. Fingí mucho interés y él se enrolló con los cuentos habituales de Hollywood, y advertí que Janelle se ponía nerviosa e irritable. Ella sabía que era un imbécil, pero no quería que lo supiera yo. Y luego empecé a admirar su Rolls Royce, y el tipo realmente se animó. En cinco minutos, supe más de un Rolls Royce de lo que quería saber. Seguí admirando el coche y luego utilicé el viejo chiste de Doran que Janelle sabía y lo repetí palabra por palabra. Primero hice que el tipo me dijera cuánto costaba y luego dije:

– Por ese dinero debe volar y todo.

A Janelle le fastidiaba aquel chiste.

Pero el tipo se rió y dijo que tenía mucha gracia.

Janelle se ruborizó. Me miró y entonces vi que la cola se movía y que tenía que ocupar mi puesto. Dije al tipo que me alegraba mucho de conocerle y a Janelle que era muy agradable volver a verla.

Dos horas y media después, salí del cine y vi el Mercedes de Janelle aparcado enfrente. Entré.

– Hola, Janelle -dije-. ¿Cómo te libraste de él?

– Eres un hijo de puta -dijo ella.

Me eché a reír y le di un beso. Fuimos a mi hotel y pasamos allí la noche.

Estuvo muy cariñosa aquella noche. En una ocasión, me preguntó:

– ¿Sabías que volvería a por ti?

– Sí -dije yo.

– Cabrón -dijo ella.

Fue una noche maravillosa; pero por la mañana era como si nada hubiese sucedido. Nos despedimos.

Me preguntó cuántos días estaría en la ciudad. Le dije que tres días más y que luego volvería a Nueva York.

– ¿Me llamarás? -dijo.

Dije que no creía que tuviese tiempo.

– No para vernos, sólo llámame -dijo.

– Lo haré -dije yo.

Lo hice, pero ella no estaba. Me contestó su máquina de acento francés. Dejé recado y volví a Nueva York.


En realidad, la última vez que vi a Janelle fue un accidente. Estaba en mi suite del Hotel Beverly Hills, me quedaba una hora antes de irme a cenar con unos amigos y no pude resistir el impulso de llamarla. Ella aceptó verme para tomar un trago en el bar La Dolce Vita, que quedaba sólo a cinco minutos del hotel. Bajé inmediatamente y ella llegó al cabo de unos minutos. Nos sentamos en la barra y tomamos un trago y charlamos despreocupadamente, como si fuésemos sólo conocidos. Se giró en el taburete para que el camarero le diera fuego, y al hacerlo me pegó con el pie ligeramente en la pierna, ni siquiera lo bastante para ensuciarme los pantalones, y dijo:

– Oh, perdona.

Por alguna razón, esto me destrozó el corazón. Cuando ella alzó los ojos después de haber encendido el cigarrillo, dije:

– No hagas eso.

Y pude ver lágrimas en sus ojos.

Figuraba en la literatura sobre las rupturas, los últimos momentos tiernos de sentimiento, los últimos temblores de un palpitar agonizante, el último rubor de una mejilla rosada antes de la muerte: entonces no lo pensé así.

Nos dimos la mano, dejamos el bar y fuimos a mi suite. Llamé a mis amigos para cancelar mi cita. Janelle y yo cenamos en la suite. Yo me tumbé en el sofá y ella adoptó su postura favorita, sentada sobre las piernas y el cuerpo apoyado en el mío de modo que estuviésemos siempre en contacto. De ese modo, podía bajar la vista hacia mi cara y mirarme a los ojos y ver si la mentía. Ella aún creía poder leer la cara de la gente. Pero también desde mi posición, mirando hacia arriba, podía yo ver el perfil delicioso que formaba su cuello al enlazar con la barbilla y la perfecta triangulación de su rostro.

Estuvimos así un rato y luego, mirándome fijamente a los ojos, dijo:

– ¿Aún me quieres?

– No -dije-, pero me resulta doloroso estar sin ti.

Ella guardó silencio un rato y repitió con un extraño énfasis:

– Hablo en serio, de veras, ¿aún me quieres?

Y entonces dije muy en serio:

– Por supuesto -y era verdad, pero lo dije de tal modo que indicaba que, aunque la amaba, daba igual; que no podríamos volver a ser los mismos nunca, y que no volvería a estar a su merced, y vi que ella lo captaba de inmediato.

– ¿Por qué lo dices de ese modo? -dijo ella-. ¿Aún no me has perdonado las peleas que tuvimos?

– Te lo perdono todo -dije-, excepto que te acostaras con Osano.

– Pero si eso no significó nada -dijo-. Sólo me fui a la cama con él y nada más. Realmente no significó nada.

– Me da igual -dije-. Nunca te lo perdonaré.

Ella lo pensó de nuevo y fue a por otro vaso de vino, y después de beber un poco, nos acostamos. La magia de su carne aún tenía su poder. Me pregunté si el romanticismo estúpido y las historias de amor no tendrían una base científica, me pregunté si no podría ser cierto el que una persona se encuentre con otra persona del sexo opuesto que tenga unas células similares y que unas y otras se comuniquen y reaccionen entre sí favorablemente. Pensé que quizás no tuviese nada que ver con el poder o la clase o la inteligencia, con la virtud o el pecado, que fuese sólo una reacción científica de células similares y que entonces sería fácil entender la magia de la cama.

Estábamos desnudos en la cama, haciendo el amor, cuando de pronto Janelle se incorporó y se apartó de mí.

– Tengo que irme a casa -dijo.

No era uno de sus actos deliberados de castigo. Comprendí que le resultaba insoportable seguir allí. Su cuerpo parecía arrugarse, sus pechos se hacían más lisos, su rostro enflaquecía con la tensión como si hubiese sufrido un golpe terrible, y me miró directamente a los ojos sin la menor tentativa de disculparse o excusarse, sin ningún propósito de tranquilizar mi yo herido. Dijo de nuevo con la misma sencillez de antes:

– Tengo que irme a casa.

No me atreví a tocarla para tranquilizarla. Empecé a vestirme y dije:

– De acuerdo. Entiendo. Bajaré contigo hasta el coche.

– No -dijo ella; ya estaba vestida-. No tienes por qué hacerlo.

Y me di cuenta de que ella no podía soportar estar conmigo, que quería perderme de vista. La dejé irse. No nos dimos siquiera un beso de despedida. Intentó sonreírme antes de volverse, pero no pudo.

Cerré la puerta, eché el pestillo y me metí en la cama. Pese al hecho de que había quedado interrumpido todo a la mitad, descubrí que no me quedaba ninguna excitación sexual. La repulsión que ella sentía por mí había matado todo deseo, pero mi ego no se sentía herido. Creía comprender realmente lo que había ocurrido, y me sentía tan aliviado como ella. Caí dormido casi de inmediato, sin sueño; hacía muchos años que no dormía tan bien.

47

Al hacer sus últimos planes para deponer a Gronevelt, Cully no podía considerarse un traidor. Gronevelt quedaría en buena posición, recibiría una suma inmensa por su participación en el hotel, se le permitiría conservar su apartamento. Todo sería como antes, salvo que Gronevelt no tendría ya ningún poder real. Desde luego, tendría «el lápiz». Aún tenía muchos amigos que iban al Xanadú a jugar. Y como Gronevelt era quien los agasajaba, sería una cortesía provechosa.

Cully pensaba que jamás habría hecho aquello si Gronevelt no hubiese sufrido aquel ataque. Desde aquel ataque, el Hotel Xanadú había ido cuesta abajo. Gronevelt no había sido lo bastante fuerte como para actuar con rapidez y tomar las decisiones justas en el momento necesario.

Pero aun así, Cully se sentía culpable. Recordaba los años pasados con Gronevelt. Gronevelt había sido un padre para él. Gronevelt le había ayudado a subir al poder. Había pasado muchos días felices con Gronevelt, escuchando sus historias, recorriendo el casino. Había sido una época feliz.

Incluso le había dado a Gronevelt la primera prueba de Carole, la bella Charlie Brown. Se preguntó por un momento dónde estaría Charlie Brown, por qué se habría escapado con Osano; luego recordó cómo la había conocido.


A Cully le había gustado siempre acompañar a Gronevelt en las rondas por el casino que Gronevelt solía hacer hacia la medianoche, después de cenar con amigos o con una chica en privado en su suite. Gronevelt bajaba al casino y pasaba revista a su imperio, buscando signos de traición, localizando traidores o forasteros tramposos, todos los cuales intentaban destruir a su dios, el porcentaje.

Cully iba a su lado, notando cómo Gronevelt parecía hacerse más fuerte, caminar más erguido, recuperar el color de la cara como si absorbiera energía del enmoquetado suelo del casino.

Una noche, en la sección de dados, Gronevelt oyó a un jugador preguntar a uno de los croupiers qué hora era. El croupier miró el reloj de pulsera y dijo:

– No sé, se me paró.

Gronevelt se puso alerta, miró fijamente al croupier. El hombre tenía un reloj de pulsera de esfera negra, muy grande, de macho, con cronómetros, y Gronevelt le dijo:

– Déjame ver tu reloj.

El croupier pareció sorprendido un momento, y luego tendió el brazo. Gronevelt sujetó la mano del croupier en la suya mirando el reloj, y luego, con los dedos rápidos del jugador nato, retiró el reloj de la muñeca de aquel hombre. Le sonrió.

– Pasa a buscarlo luego por mi oficina -dijo-. Como no subas dentro de una hora a por él, tendrás que largarte del casino. Si subes a por él, te pediré disculpas. Por valor de quinientos pavos.

Luego, Gronevelt se volvió sin dejar el reloj.

Una vez en sus habitaciones indicó a Cully cómo funcionaba el reloj. Era hueco y tenía una ranura en la parte superior, a través de la cual podía deslizarse una ficha. Gronevelt desmontó el reloj con unas pequeñas herramientas que tenía en el escritorio, y una vez abierto, en su interior apareció una solitaria ficha negra de cien dólares.

– Me pregunto -dijo Gronevelt- si lo utilizaba él solo o si se lo alquilaba a los de los otros turnos. No es mala idea, pero es poca cosa. ¿Qué podía sacarse? Trescientos, cuatrocientos dólares.

Luego meneó la cabeza y añadió:

– Todo el mundo debería ser como él. No tendría que preocuparme.

Cully volvió al casino. El jefe de la sección de dados le dijo que el croupier ya se había largado del hotel.

Aquella noche Cully conoció a Charlie Brown. La vio en la ruleta. Una rubia esbelta y guapa, con cara tan inocente y joven que él se preguntó si tendría edad legal para jugar. Se dio cuenta de que vestía bien, sexy, pero sin verdadero estilo. Así que supuso que no sería de Nueva York ni de Los Angeles, sino de alguna ciudad del Medio Oeste.

Cully se dedicó a observarla mientras jugaba a la ruleta. Y luego, cuando se acercó a una de las mesas de veintiuno, la siguió. Cully se colocó detrás del tallador. Vio que ella no sabía utilizar los porcentajes en el veintiuno, así que charló con ella, explicándole cómo tenía que hacer. Ella empezó a ganar, su pila de fichas creció. Le dio a Cully bastante pie cuando él le preguntó si estaba sola en la ciudad. Dijo que no, que estaba con una amiga.

Cully le dio su tarjeta. Decía: «Hotel Xanadú, vicepresidente».

– Si quieres algo -dijo-, no tienes más que llamarme. ¿Te gustaría asistir esta noche a nuestro espectáculo y cenar aquí?

La chica dijo que sería maravilloso.

– ¿Podría ser para mi amiga y para mí?

– De acuerdo -dijo Cully.

Escribió algo en la tarjeta antes de dársela. Decía: «Basta enseñársela al maître antes del espectáculo de la cena. Si necesitas algo más, llámame». Luego se fue.

Después del espectáculo y de la cena, claro está, oyó su nombre por el altavoz. Atendió la llamada y oyó la voz de la chica.

– Soy Carole -dijo la chica.

– Conocería tu voz en cualquier sitio, Carole -dijo Cully-. Eres la chica de la mesa del veintiuno.

– Sí -dijo ella-. Sólo quería darte las gracias. Lo pasamos maravillosamente.

– Me alegro -dijo Cully-. Siempre que vengas a la ciudad, llámame, por favor, y estaré encantado de hacer lo que sea por ti. Por cierto, si no puedes reservar una habitación, llámame y yo lo arreglaré.

– Gracias -dijo Carole. En su voz había cierta desilusión.

– Aguarda un momento -dijo Cully-. ¿Cuándo te vas de Las Vegas?

– Mañana por la mañana -dijo Carole.

– ¿Por qué no me dejas invitarte, a ti y a tu amiga, a tomar una copa de despedida? -dijo Cully-. Me gustaría mucho.

– Sería estupendo -dijo la chica.

– De acuerdo -dijo Cully-. Nos veremos junto a la mesa de bacarrá.

La amiga de Carole era otra guapa chica de pelo oscuro y hermosos pechos, que vestía de modo bastante más tradicional que su amiga. Cully no presionó. Las invitó a beber en el vestíbulo del casino, descubrió que venían de Salt Lake City y, aunque aún no trabajaban en nada, esperaban ser modelos.

– Quizás pueda ayudaros -dijo Cully-. Tengo amigos en el negocio en Los Angeles y tal vez pueda conseguiros a las dos una oportunidad para empezar. ¿Por qué no me llamáis a mediados de la semana que viene? Estoy seguro de que para entonces tendré algo para las dos, aquí o en Los Angeles.

Y así quedaron las cosas aquella noche.

A la semana siguiente, cuando Carole le llamó, Cully le dio el número de teléfono de una agencia de modelos de Los Angeles, en la que tenía un amigo, y le dijo que era casi seguro que consiguiese un trabajo. Ella dijo que iría a Las Vegas el fin de semana siguiente, y Cully dijo:

– ¿Por qué no paras en nuestro hotel? Te invito. No te costará un céntimo.

Carole le dijo que encantada.

Aquel fin de semana todo encajó en su sitio. Cuando Carole se presentó en recepción, de allí llamaron a la oficina de Cully. Cully hizo que hubiese flores y frutas en la habitación que le asignaron, y luego la llamó y le preguntó si quería cenar con él. Ella dijo que encantada. Después de cenar, la llevó a uno de los espectáculos del Strip y a otros casinos a jugar. Le explicó que él no podía jugar en el Xanadú porque su nombre figuraba en la licencia. Le dio cien dólares para jugar al veintiuno y a la ruleta. Ella estaba encantada. Él no le quitaba ojo de encima y pudo comprobar que no intentaba meter furtivamente ninguna ficha en el bolso, lo cual significaba que era una chica honrada. Procuró impresionarla con la recepción que le brindaban el maître del hotel y los jefes de sección en los casinos. Cuando la noche terminó, Carole estaba convencida de que él era un hombre muy importante en Las Vegas. Volviendo al Xanadú, Cully le dijo:

– ¿Te gustaría ver cómo es la suite de un vicepresidente?

Ella le dirigió una inocente sonrisa y dijo:

– Por supuesto.

Cuando subieron a las habitaciones de Cully, ella hizo las apropiadas exclamaciones de asombro y luego se derrumbó en el sofá en una exagerada demostración de cansancio.

– Ay -dijo-. Qué distinto es Las Vegas de Salt Lake City.

– ¿Nunca pensaste en vivir aquí? -preguntó Cully-. Una chica tan guapa como tú podría pasarlo muy bien. Yo te presentaría a la mejor gente.

– ¿Lo harías? -dijo Carole.

– Claro -dijo Cully-. A todo el mundo le encantaría conocer a una chica tan guapa como tú.

– Bah, bah -dijo ella-. No soy guapa.

– Claro que lo eres -dijo Cully-. Y lo sabes de sobra.

Por entonces, Cully estaba sentado junto a ella en el sofá. Le colocó una mano en el vientre, se inclinó y la besó en la boca. Ella tenía un sabor muy dulce y, mientras la besaba, le metió la mano en la blusa. No hubo resistencia. Ella le besó a su vez, y Cully, pensando en el tapizado de su caro sofá, dijo:

– Vamos al dormitorio.

– De acuerdo -dijo ella.

Y, cogidos de la mano, entraron en el dormitorio. Cully la desvistió. Tenía uno de los cuerpos más maravillosos que había visto en su vida. Blanco leche, un matorral de un rubio dorado a juego con el pelo, y unos pechos que brotaron como disparados en cuanto se quitó la ropa. Y no era tímida. Cuando Cully se desvistió, le acarició el vientre y la entrepierna y le apoyó la cara en el estómago. Él le empujó la cabeza hacia abajo y, con aquel estímulo, ella hizo lo que quería hacer. Él la dejó un momento y luego la metió en la cama.

Hicieron el amor, y cuando terminó, ella le hundió la cara en el cuello, le abrazó y suspiró satisfecha. Descansaron, y Cully se lo pensó y valoró los encantos de la chica. En fin, era muy guapa, no era un mal polvo, sabía chuparla, pero tampoco era nada del otro mundo. Tenía que enseñarle muchas cosas; su cabeza había empezado a trabajar. Desde luego era una de las chicas más guapas que había visto en su vida, y la inocencia de su rostro era un encanto extra que contrastaba con la exuberancia de su cuerpo esbelto. Vestida parecía más delgada. Sin ropa era una deliciosa sorpresa. Tenía una voluptuosidad clásica, pensó Cully. El mejor cuerpo que había visto en su vida y, aunque no fuese virgen, era inexperta aún, aún no era cínica, aún resultaba muy dulce. Y Cully tuvo un chispazo de inspiración. Utilizaría a aquella chica como un arma. Sería uno de sus instrumentos para conseguir el poder. Había cientos de chicas guapas en Las Vegas. Pero eran demasiado tontas o demasiado duras, o no tenían los mentores adecuados. Él la convertiría en algo especial. No una puta. Él jamás sería un proxeneta. Jamás aceptaría un centavo de ella. La convertiría en la mujer soñada de todo jugador que llegase a Las Vegas. Pero, en primer lugar, por supuesto, tendría que enamorarse de ella y hacer que se enamorara ella de él. Así que esto quedase liquidado, pasarían a los negocios.


Carole nunca volvió a Salt Lake City. Se convirtió en la amante de Cully y andaba siempre por sus habitaciones, aunque vivía en una casa de apartamentos próxima al hotel. Cully hizo que recibiese lecciones de tenis y clases de baile. Hizo que una de las coristas de más clase del Xanadú le enseñase a utilizar el maquillaje y a vestirse adecuadamente. Le consiguió trabajo como modelo en Los Angeles y fingió estar celoso. Le preguntaba cómo pasaría las noches en Los Angeles cuando se quedara toda la noche, y le preguntaba sobre sus relaciones con los fotógrafos de la agencia.

Carole le suavizaba con besos y le decía:

– Querido, ya no podría hacer el amor con otro que no fueses tú.

Y, que él supiera, era sincera. Podría haberlo comprobado, pero no tenía importancia. Dejó que la relación amorosa siguiera tres meses y luego, una noche, estando ella en la suite, le dijo:

– Gronevelt se siente muy deprimido esta noche. Ha tenido malas noticias. Intenté convencerle de que viniera a beber algo con nosotros, pero está arriba en sus habitaciones, solo.

Carole había conocido a Gronevelt en sus idas y venidas por el hotel, y una noche habían cenado los tres. Gronevelt fue muy simpático con ella, a su modo galante. A Carole le agradó.

– Oh, qué pena -dijo Carole.

Cully sonrió.

– Sé que siempre que te ve se le alegra el espíritu -dijo-. Eres tan guapa. Con esa cara que tienes. A todos los hombres les gusta hacer el amor con alguien que tenga una cara tan inocente como la tuya, sabes.

Y era verdad. Tenía los ojos muy separados y toda la cara salpicada de pequeñas pecas. Parecía un trocito de caramelo. Su pelo rubio era de un amarillo tostado y lo llevaba revuelto como un niño.

– Pareces ese niño de las historietas -dijo Cully-. Charlie Brown.

Y ése pasó a ser su nombre en Las Vegas. A ella le encantaba.

– A los hombres de edad siempre les gusto -dijo Charlie Brown-. Algunos amigos de mi padre se me insinuaban.

– No me extraña -dijo Cully-. ¿Y qué hacías tú?

– Bueno, no es que me volviesen loca -dijo-. Me sentía halagada y nunca se lo dije a mi padre. De hecho, eran muy amables, siempre me traían regalos y nunca hicieron nada malo, en realidad.

– Tengo una idea -dijo Cully-. ¿Por qué no llamo a Gronevelt y subes allí a hacerle compañía? Yo tengo cosas que hacer en el casino. Haz lo posible por animarle.

Dijo esto con una sonrisa, y ella le miró muy seria.

– De acuerdo -dijo.

Cully le dio un beso paternal.

– Entiendes lo que quiero decir, ¿no? -dijo.

– Sé lo que quieres decir -dijo ella.

Y, por un momento, Cully, contemplando aquel rostro angelical, sintió una punzada de culpabilidad.

Pero entonces ella esbozó una alegre sonrisa.

– No me importa -dijo-. De veras que no, él me agrada, pero, ¿estás seguro de que querrá?

Y entonces Cully se sintió tranquilo.

– Querida -dijo-, no te preocupes. No tienes más que subir y yo le llamaré. Estará esperándote, y procura ser lo más natural posible. A él le encantará. Créeme.

Y después de decir esto, cogió el teléfono.

Llamó a la suite de Gronevelt y oyó que Gronevelt decía:

– Si estás seguro de que ella quiere subir, con todo lo que significa, a mí me parece una chica deliciosa.

Y Cully colgó el teléfono y dijo:

– Vamos, querida, yo te subiré.

Fueron a las habitaciones de Gronevelt. Cully la presentó como Charlie Brown y pudo ver que a Gronevelt le encantaba el nombre. Cully preparó bebidas para todos, se sentaron y charlaron. Luego Cully se disculpó. Dijo que tenía que bajar al casino y les dejó solos.

No vio a Charlie Brown aquella noche y supo así que la había pasado con Gronevelt. Al día siguiente, cuando vio a Gronevelt, le dijo:

– ¿Estuvo bien la chica?

Y Gronevelt dijo:

– Magníficamente. Una chica encantadora. Muy dulce. Intenté darle dinero, pero no lo quiso.

– Bueno -dijo Cully-. Ya sabes que es una chica joven. Es un poco nueva en esto, pero ¿se portó bien contigo?

– Magníficamente -dijo Gronevelt.

– ¿Quieres que le diga que vaya a verte siempre que quieras?

– Oh no -dijo Gronevelt-. Es demasiado joven para mí. Me siento un poco incómodo con chicas tan jóvenes, sobre todo si no aceptan dinero. Oye, ¿por qué no le compras un regalo de mi parte en la joyería?

Cully, cuando volvió a su oficina, llamó al apartamento de Charlie Brown.

– ¿Lo pasaste bien? -preguntó.

– Oh sí, él estuvo muy bien -dijo Charlie Brown-. Es todo un caballero.

Cully empezó a preocuparse un poco.

– ¿Qué quieres decir con eso de que es todo un caballero? ¿No hicisteis nada?

– Oh, claro que sí -dijo Charlie Brown-. Fue estupendo. Resulta increíble que una persona tan mayor pueda ser tan estupenda. Subiré a animarle siempre que él quiera.

Cully concertó una cita con ella para aquella noche, y cuando colgó el teléfono se apoyó en la silla y examinó la situación. Había tenido la esperanza de que Gronevelt se enamorase y él pudiese utilizarla como un arma contra Gronevelt. Pero Gronevelt había percibido, de algún modo, todo esto. No había medio de cazar a Gronevelt a través de las mujeres. Había tenido demasiadas. Había visto demasiadas mujeres corrompidas. No conocía el significado de la virtud y por eso no podía enamorarse. Y tampoco podía enamorarse a través de la lujuria porque era demasiado fácil.

– Con las mujeres tú no tienes un porcentaje a tu favor -decía Gronevelt-. Y uno nunca debe prescindir del porcentaje.

Y así Cully pensó: bueno, quizás no con Gronevelt, pero hay muchos otros peces gordos en la ciudad a los que Charlie podría enganchar.

Al principio había pensado que era la falta de experiencia técnica de la chica. Después de todo, era muy joven y no era ninguna especialista. Pero en los últimos meses, le había enseñado unas cuantas cosas y la chica se desenvolvía mucho mejor que al principio. No había duda. En fin, no podía enganchar a Gronevelt, lo cual habría sido ideal para todos ellos, y ahora tendría que utilizarla de un modo más general. Así pues, en los meses siguientes, Cully se dedicó a conectarla. Le preparó citas de fin de semana con los tipos más importantes que aparecieron por Las Vegas, le enseñó a no aceptar dinero de ellos y a no irse siempre con ellos a la cama. Le explicó su razonamiento:

– Tienes que buscar sólo la gran ocasión. Alguien que se enamore de ti y que te dé gran cantidad de dinero y te compre muchos regalos. Pero no lo harán si creen que pueden soltarte un par de billetes de cien sólo por joderte. Tienes que jugar tus cartas con mucha habilidad. De hecho, a veces puede ser mucho mejor no joder con ellos la primera noche. Como en los viejos tiempos. Pero si lo haces, tienes que hacer ver que lo has hecho porque te subyugaron.

A Cully no le sorprendió el que Charlie aceptase hacer cuanto le decía. Ya la primera noche había detectado el masoquismo que es tan frecuente en las mujeres guapas.

Estaba familiarizado con él. La falta de sentido de la dignidad y del propio valor, el deseo de complacer a alguien que creía que se interesaba realmente por ella. Era, por supuesto, un truco de chulo, y Cully no era un chulo, pero hacía esto por el bien de ella.

Charlie Brown tenía otra virtud. Cully nunca había visto a nadie que comiese tanto como ella. La primera vez que no se reprimió comiendo, dejó a Cully asombrado. Se comió un filete con patatas cocidas, una langosta con patatas fritas, pastel, helado. Después ayudó a limpiar la bandeja de Cully. Se dedicó luego a exhibir sus cualidades como comedora, y algunos hombres, algunos de los peces gordos, se sentían orgullosos de esta cualidad suya. Les encantaba llevarla a cenar y verla comer enormes cantidades de comida, lo cual nunca parecía embarazarla, ni disminuía su hambre ni añadía jamás un centímetro de grasa a su silueta.

Charlie compró un coche, algunos caballos para montar; compró la casa en la que tenía alquilado el apartamento y le dio a Cully dinero para que se lo ingresara en el banco. Cully abrió una cuenta especial. Tenía un asesor fiscal sólo para los asuntos de ella. La incluyó en la nómina del casino del hotel para que pudiese demostrar una fuente de ingresos. Jamás tocó un céntimo del dinero de ella. Pero en unos cuantos años, ella se acostó con todos los encargados de los casinos importantes de Las Vegas y con algunos propietarios de hotel. Se jodió a peces gordos de Texas, Nueva York y California, y Cully estaba pensando en la posibilidad de echársela a Fummiro. Pero cuando se lo sugirió a Gronevelt, éste, sin darle ninguna razón, dijo:

– No, no, Fummiro no.

Cully le preguntó por qué, y Gronevelt le dijo:

– Hay algo raro en esa chica. No la arriesgues con los verdaderos peces gordos.

Cully aceptó esta opinión.

Pero el mejor golpe que consiguió Cully con Charlie Brown fue el juez Brianca, el juez federal de Las Vegas. Cully preparó el encuentro. Charlie esperaría en una de las habitaciones del hotel, el juez entraría por la entrada trasera de la suite de Cully y pasaría a la habitación de Charlie. El juez Brianca acudía fielmente todas las semanas. Y cuando Cully empezó a pedirle favores, ambos supieron cuál iba a ser el precio.

Repitió este sistema con un miembro de la comisión de juego y fueron las cualidades especiales de Charlie las que lograron todo eso. Su encantadora inocencia, su cuerpo maravilloso. Era muy curioso. El juez Brianca se la llevaba en sus viajes de vacaciones a pescar. Algunos de los banqueros se la llevaron en viajes de negocios para joder con ella cuando no estaban ocupados. Cuando estaban ocupados, ella se iba de compras; cuando estaban calientes, jodían con ella. Ella no necesitaba que la galanteasen con palabras tiernas, y sólo admitía dinero para las compras. Tenía la habilidad de hacerles creer que estaba enamorada de ellos, que le parecía maravilloso estar con ellos y hacer el amor con ellos, y esto sin pedir nada a cambio. Lo único que tenían que hacer era llamarla o llamar a Cully.

El único problema de Charlie era que en casa era muy desordenada. Por entonces, su amiga Sarah se había trasladado de Salt Lake City a su apartamento, y Cully la había «conectado» también después de un período de adiestramiento. A veces, cuando iba a su apartamento, se enfadaba por el desorden reinante, y una mañana se enfureció tanto después de ver la cocina que las sacó a patadas de la cama, las hizo lavar y limpiar los cacharros del fregadero y poner cortinas nuevas. Lo hicieron a regañadientes, pero cuando las sacó a cenar estuvieron tan afectuosas que pasaron la noche los tres juntos en el apartamento de él.

Charlie Brown era la chica soñada de Las Vegas, y luego, al final, cuando Cully más la necesitaba, desapareció con Osano. Cully nunca comprendió esto. Cuando volvió parecía la misma, pero Cully sabía que si Osano volvía a llamarla alguna vez, ella dejaría Las Vegas.


Cully fue durante mucho tiempo la mano derecha devota y leal de Gronevelt. Luego, empezó a pensar en sustituirle.

La semilla de la traición quedó sembrada en la mente de Cully cuando le hicieron comprar diez acciones del Hotel Xanadú y su casino.

Le citaron en la suite de Gronevelt y allí conoció a Johnny Santadio. Santadio era un hombre de unos cuarenta años, sobria pero elegantemente vestido, al estilo inglés. Tenía un aire seco y militar. Se había pasado cuatro años en West Point. Su padre, uno de los grandes dirigentes de la mafia de Nueva York, utilizó sus relaciones políticas para asegurar a su hijo el ingreso en la academia militar.

Padre e hijo eran patriotas. Hasta que el padre se vio obligado a ocultarse para evitar una citación del congreso. El FBI le presionó entonces reteniendo a su hijo Johnny como rehén y comunicándole que acosarían al hijo hasta que el padre se entregase. El viejo Santadio se entregó y compareció ante un comité del congreso, pero entonces Johnny Santadio dejó West Point.

Johnny Santadio jamás había sido condenado por ningún delito. Nunca le habían detenido. Pero el mero hecho de ser hijo de quien era bastaba para que le negasen permiso para adquirir acciones del Hotel Xanadú. Se lo impedía la comisión de juego de Nevada.

A Cully le impresionó Johnny Santadio. Era tranquilo, hablaba bien y podría haber pasado incluso por ex alumno de una universidad distinguida, vástago de una vieja familia yanqui. Ni siquiera parecía italiano. Estaban los tres solos en la habitación y Gronevelt inició la conversación diciéndole a Cully.

– ¿Te gustaría tener algunas acciones del hotel?

– Claro -dijo Cully-. Te daré mi marcador.

Johnny Santadio sonrió. Era una sonrisa suave, dulce casi.

– Por lo que me ha dicho Gronevelt de ti -dijo Santadio-, tienes tan buen carácter que yo aportaré el dinero de tus acciones.

Cully entendió inmediatamente. Haría de testaferro de Santadio.

– Por mí vale -dijo Cully.

– ¿Estás lo bastante limpio para conseguir el permiso de la comisión de juego? -dijo Santadio.

– Claro -dijo Cully-. A menos que tengan una ley que prohíba tirarse tías.

Esta vez Santadio no sonrió. Se limitó a esperar a que Cully acabase de hablar y luego dijo:

– Yo te prestaré dinero para las acciones. Firmarás una nota por lo que yo aporte. La nota dirá que tienes que pagar el seis por ciento de interés y lo pagarás. Pero te doy mi palabra de que no perderás nada pagando ese interés. ¿Lo entiendes?

– Desde luego -dijo Cully.

– Esta operación que hacemos, Cully -dijo Gronevelt-, es una operación absolutamente legal. Que quede claro. Pero es importante que nadie sepa que el señor Santadio interviene. La comisión de juego, por sí sola, puede impedir que sigas en nuestra nómina por eso.

– Comprendo -dijo Cully-. Pero, ¿y si me pasa algo? ¿Si me aplasta un coche o tengo un accidente aéreo? ¿Has pensado en eso? ¿Cómo consigue entonces sus acciones Santadio?

Gronevelt sonrió y le dio una palmada en la espalda y dijo:

– ¿No he sido como un padre para ti?

– Lo has sido, desde luego -dijo Cully sinceramente.

Lo sentía así. Y había sinceridad en su voz y pudo ver que Santadio lo aprobaba.

– Bueno, entonces -dijo Gronevelt- harás testamento y me dejarás a mí estas acciones. Si a ti te pasase algo, Santadio sabe que yo le devolveré las acciones o el dinero. ¿Estás de acuerdo en esto, Johnny?

Johnny Santadio asintió. Luego le dijo con toda naturalidad a Cully:

– ¿Sabes de algún medio por el que pueda conseguir yo el permiso? ¿Puede la comisión de juego darme el visto bueno a pesar de mi padre?

Cully comprendió que Gronevelt debía haberle dicho a Santadio que él tenía enganchado a uno de los miembros de la comisión.

– Sería difícil -dijo Cully-, llevaría tiempo y costaría dinero.

– ¿Cuánto tiempo? -dijo Santadio.

– Un par de años -dijo Cully-. ¿Quieres figurar tú directamente en la licencia, verdad?

– Eso es -dijo Santadio.

– ¿Encontrará la comisión de juego algo si te investiga? -preguntó Cully.

– Nada, salvo que soy hijo de mi padre -dijo Santadio-. Y un montón de rumores e informes en los archivos del FBI y de la policía de Nueva York. Pero nada en concreto. Ninguna prueba.

– Pero eso es suficiente para que la comisión de juego te rechace -dijo Cully.

– Lo sé -dijo Santadio-. Por eso necesito tu ayuda.

– Lo intentaré -dijo Cully.

– Eso está bien -dijo Gronevelt-. Cully, puedes ir a ver a mi abogado para que haga tu testamento y me dé una copia, ya nos ocuparemos el señor Santadio y yo de los demás detalles.

Santadio le estrechó la mano a Cully y Cully les dejó.


Un año después de esto, Gronevelt sufrió el ataque, y mientras estaba en el hospital, Santadio fue a Las Vegas y se reunió con Cully. Cully le aseguró a Santadio que Gronevelt se recuperaría y que él aún estaba trabajando en lo de la comisión de juego.

Y entonces, Santadio dijo:

– Ya sabes que el diez por ciento que tienes tú no son mis únicos intereses en este casino. Tengo otros amigos que son propietarios de una parte del Xanadú. Nos interesa mucho saber si Gronevelt va a poder llevar el hotel o no después de este ataque. En fin, no quiero que me interpretes mal. Siento un gran respeto por Gronevelt. Si él puede llevar el hotel, magnífico. Pero si no, si la cosa va cuesta abajo, quiero que me lo hagas saber.

En ese momento, Cully tuvo que decidir entre ser fiel a Gronevelt hasta el fin o buscar su propio futuro. Actuó por puro instinto.

– Sí, lo haré -le dijo a Santadio-. Y no sólo por tu interés y por el mío, sino también por el de Gronevelt.

Santadio sonrió.

– Gronevelt es un gran hombre -dijo-. Haría por él cualquier cosa. Eso por supuesto. Pero no es bueno para ninguno de nosotros que el hotel se hunda.

– Desde luego -dijo Cully-. Te tendré informado.


Cuando Gronevelt salió del hospital, parecía completamente recuperado y Cully se puso a sus órdenes. Pero al cabo de seis meses pudo darse cuenta de que Gronevelt en realidad no tenía el vigor suficiente para llevar el hotel y el casino, y se lo comunicó a Johnny Santadio.

Santadio llegó en avión y conferenció con Gronevelt, y le preguntó si había considerado la posibilidad de vender sus intereses en el hotel y ceder el control.

Gronevelt, que se sentía mucho más débil, desde su sillón, miró tranquilamente a Cully y a Santadio.

– Comprendo tu punto de vista -le dijo a Santadio-. Pero creo que en poco tiempo podré desempeñar el trabajo. Hagamos una cosa: si de aquí a seis meses las cosas no mejoran, haré lo que aconsejas y, por supuesto, tú serás el primero en enterarte. ¿Estás de acuerdo con esto, Johnny?

– Por supuesto -dijo Santadio-. Sabes que confío en ti más que en nadie y tengo plena fe en tu capacidad. Si dices que puedes hacerlo en seis meses, te creo, y si me dices que lo dejarás en seis meses si no puedes, te creo también. Lo dejo todo en tus manos.

Y con eso, terminó la reunión. Pero aquella noche, cuando Cully acompañó a Santadio a coger el avión de vuelta a Nueva York, éste le dijo:

– No lo pierdas de vista. Dime cómo van las cosas. Si se pone realmente mal, no podemos esperar.

Fue entonces cuando Cully tuvo que demorar su traición, porque en los seis meses siguientes Gronevelt mejoró, dio un gran cambio. Pero los informes que Cully enviaba a Santadio no indicaban esto. El último consejo a Santadio fue que Gronevelt se retirara.


Sólo un mes después, el sobrino de Santadio, que era jefe de sector en uno de los casinos del Strip, fue acusado de evasión fiscal y fraude por un gran jurado federal y Johnny Santadio voló a Las Vegas a conferenciar con Gronevelt. En apariencia, la reunión era para ayudar al sobrino, pero Santadio adoptó otro enfoque.

– Tienes unos tres meses por delante todavía -le dijo a Gronevelt-. ¿Has llegado a alguna decisión sobre lo de vender tus intereses?

Gronevelt miró a Cully, que vio que su expresión era un poco triste, un poco cansada. Luego, Gronevelt se volvió a Santadio y dijo:

– ¿Qué piensas tú?

– Estoy más preocupado por tu salud y por el hotel -dijo Santadio-. En realidad creo que puede que el negocio sea ya demasiado para ti.

Gronevelt lanzó un suspiro.

– Puede que tengas razón -dijo-. Tengo que ver a mi médico la próxima semana y el informe que me dé seguramente sea negativo, en contra de mis deseos. Pero, ¿qué me dices de tu sobrino? ¿Podemos hacer algo por él?

Por primera vez desde que Cully le conocía, Santadio pareció enfurecerse.

– Una cosa tan estúpida. Tan estúpida y tan innecesaria. Me importa un carajo que vaya a la cárcel. Pero si le condenan será otra mancha sobre mi nombre. Todo el mundo pensará que ando detrás de esto o que tenía algo que ver con él. Vine aquí para ayudar, desde luego. Pero en realidad no tengo ninguna idea.

Gronevelt procuró animarle.

– La cosa no es tan desesperada -dijo-. Aquí Cully tiene un contacto con el juez federal que va a juzgar el caso. ¿Qué dices tú, Cully? ¿Aún tienes al juez Brianca en el bolsillo?

Cully se lo pensó. Cuáles podrían ser las ventajas. El juez sería un hueso duro de roer. Protestaría mucho, pero si había que conseguirlo, Cully lo conseguiría. Sería peligroso, pero los beneficios podrían merecer la pena. Si era capaz de hacer aquello por Santadio, Santadio sin duda le dejaría llevar el hotel después de que Gronevelt vendiese. Aquello cimentaría su posición. Sería el jefe del Xanadú.

Cully miró a Santadio fijamente y, con tono muy serio y muy sincero, dijo:

– Sería difícil. Costaría dinero, pero si realmente lo deseas, te prometo que tu sobrino no irá a la cárcel.

– ¿Quieres decir que saldrá absuelto? -preguntó Santadio.

– No, eso no puedo prometerlo -dijo Cully-. Puede que la cosa no vaya tan lejos. Pero te prometo que si resultase convicto, sólo recibirá una condena provisional, y es muy probable que el juez maneje el juicio y al jurado de modo que tu sobrino pueda librarse.

– Eso sería estupendo -dijo Santadio; le estrechó la mano cálidamente-. Haz esto por mí y podrás pedirme lo que quieras.

Y entonces, de pronto, Gronevelt estaba entre los dos, colocando su mano como en bendición sobre las manos unidas de ambos.

– Eso es magnífico -dijo Gronevelt-. Hemos resuelto todos los problemas. Ahora salgamos a cenar y a celebrarlo.


Una semana después, Gronevelt llamó a Cully a su oficina.

– Tengo el informe del médico -dijo-. Me aconseja que me retire. Pero antes de hacerlo quiero probar una cosa. He dicho a mi banco que pongan un millón de dólares en mi cuenta corriente, y voy a probar suerte en las otras mesas de la ciudad. Me gustaría que vinieras conmigo y me acompañaras hasta que me quedase sin nada o doblase el millón.

Cully no podía creerlo.

– ¿Vas a ir contra el porcentaje? -dijo.

– Me gustaría probar una vez más -dijo Gronevelt-. Yo de joven fui un gran jugador. Si alguien puede con el porcentaje, yo también puedo. Y si yo no puedo con el porcentaje, nadie puede. Lo pasaremos muy bien, y puedo permitirme gastar ese millón de pavos.

Cully estaba atónito. La fe de Gronevelt en el porcentaje había sido algo inquebrantable desde que le conocía. Cully recordaba un período de la historia del Hotel Xanadú en que durante tres meses seguidos las tres mesas de dados del casino habían perdido dinero todas las noches. Los jugadores estaban haciéndose ricos. Cully estaba seguro de que pasaba algo. Había despedido a todo el personal del sector de dados. Gronevelt había hecho analizar por unos laboratorios científicos todos los dados. De nada sirvió. Cully y el encargado del casino estaban seguros de que había alguien que tenía un nuevo instrumento científico para controlar el movimiento de los dados. No podía haber otra explicación. Sólo Gronevelt mantuvo la calma.

– No hay que preocuparse -dijo-. El porcentaje funcionará.

Y desde luego, al cabo de tres meses, los dados rodaron con la misma insistencia a favor de la casa. El sector de dados ganó en todas las mesas todas las noches durante tres meses. A fin de año, estaban igualadas las cosas. Gronevelt, tomando un trago para celebrarlo con Cully, le había dicho:

– Puedes perder la fe en todo, en la religión y en Dios, en las mujeres y en el amor, en el bien y en el mal, en la paz y en la guerra. En lo que quieras. Pero el porcentaje siempre responderá.


Durante la semana siguiente, mientras Gronevelt jugaba, Cully pensaba constantemente en esto. No había visto jugar a nadie tan bien como jugaba Gronevelt. En la mesa de dados hacía todas las puestas que reducían el porcentaje de la casa. Parecía adivinar el flujo y el reflujo de la suerte. Cuando los dados se enfriaban, cambiaba. Cuando los dados se calentaban, presionaba hasta el límite. En la mesa de bacarrá era capaz de oler cuándo el «zapato» iría a banca y cuando iría a jugador y obraba en consecuencia. En el veintiuno, bajaba sus puestas a cinco dólares cuando el tallador tenía una racha de suerte y las elevaba hasta el límite en el caso inverso.

A mediados de semana, Gronevelt ganaba quinientos mil dólares. A final de semana ganaba seiscientos mil. Y así siguió, con Cully a su lado. Cenaban juntos y sólo jugaban hasta medianoche. Gronevelt decía que había que estar en buena forma para jugar. Uno no podía excederse. Tenías que dormir el tiempo necesario. Había que vigilar la dieta y joder sólo una vez cada tres o cuatro noches.

Hacia la mitad de la segunda semana, Gronevelt, pese a toda su habilidad, empezó a perder. Los porcentajes le aplastaban. Y al final de la segunda semana había perdido su millón de dólares. Cuando hizo su última puesta y perdió, se volvió a Cully y le sonrió. Parecía muy satisfecho. Lo que a Cully le pareció mala señal.

– Es la única forma de vivir -dijo Gronevelt-. Hay que vivir yendo con el porcentaje. Si no, la vida no merece la pena. Nunca lo olvides -insistió-. Hagas lo que hagas en la vida, utiliza al porcentaje como tu dios.

48

En mi último viaje a California para hacer la versión final del guión para TriCultura, me encontré con Osano en el vestíbulo del Hotel Beverly Hills. Me sorprendió tanto su aspecto físico que al principio no me di cuenta de que estaba con él Charlie Brown. Osano debía haber engordado unos doce kilos, y tenía una gran barriga que abultaba bajo la vieja chaqueta de tenis. Tenía la cara congestionada y salpicada de pequeñas manchas blancas de grasa. Los ojos verdes, tan chispeantes en otros tiempos, tenían ahora un tono desvaído, pálido, como grisáceo, y al caminar hacia mí me di cuenta de que aquel extraño contoneo de su paso se había agudizado.

Tomamos unas copas en el Polo Lounge. Charlie, como siempre, atraía las miradas de todos los hombres del local. Esto no era sólo por su belleza y por su cara inocente (había abundancia de ambas cosas en Beverly Hills), sino por algo que había en su atuendo, en su modo de caminar y de mirar alrededor que indicaba que era fácilmente accesible.

– Tengo un aspecto terrible, ¿verdad? -dijo Osano.

– Te he visto peor -dije yo.

– Demonios, también yo me he visto peor -dijo él-. Tú eres un cabrón con suerte, puedes comer lo que quieras y no engordas nada.

– Pero no soy tan bueno en eso como Charlie -dije.

Sonreí a Charlie y Charlie me sonrió.

– Cogemos el avión de la tarde -dijo Osano-. Eddie Lancer creía que podría conseguirme trabajo para hacer un guión, pero la cosa no resultó, así que me largo de aquí. Creo que iré a una clínica de adelgazamiento a ponerme en forma y a terminar mi novela.

– ¿Cómo va la novela? -pregunté.

– Magníficamente -dijo Osano-. Ya tengo dos mil páginas, sólo me faltan doscientas.

No supe qué decirle. Por entonces, él ya tenía fama de no cumplir sus compromisos con los directores de revistas y los editores, incluso tratándose de libros de ensayo. La novela era su última esperanza.

– Creo que deberías concentrarte exclusivamente en quinientas páginas -dije- y acabar de una vez ese libro. Eso resolvería todos tus problemas.

– Sí, tienes razón -dijo Osano-. Pero no puedo precipitarme. Esta novela es para mí el premio Nobel, muchacho. En cuanto la termine.

Miré a Charlie Brown para ver si le impresionaba, pero me dio la sensación de que ni siquiera sabía lo que era el premio Nobel.

– Es una suerte tener un editor así -le dije a Osano-. Llevan esperando diez años ese libro.

Osano se echó a reír.

– Sí, son los editores con más clase de Norteamérica. Me han adelantado cien grandes y no han visto una página. Tienen auténtica clase. No son como todos esos mierdas del cine.

– Volveré a Nueva York de aquí a una semana -dije-. Te llamaré cuando llegue y a ver si cenamos juntos. ¿Cuál es tu número de teléfono?

– El mismo -dijo Osano.

– Pues llamé allí y no contesta nunca nadie -dije.

– Sí -dijo Osano-. Es que estuve en México trabajando en mi libro. Comiendo esas alubias con crepas, que llaman tacos. Por eso estoy tan gordo. Charlie Brown no engordó ni un gramo y comió diez veces más que yo.

Le dio una palmada y un pellizco a Charlie Brown en el hombro.

– Charlie Brown -añadió-, si mueres antes que yo, pediré que te hagan la autopsia para descubrir cómo consigues estar tan flaca.

Ella me sonrió.

– Eso me recuerda que tengo hambre -dijo.

Entonces, sólo por animar un poco las cosas, pedí de comer para los tres. Yo tomé una ensalada sencilla y Osano una tortilla francesa y Charlie Brown pidió una hamburguesa con patatas fritas, un filete con verdura, una ensalada, y de postre un helado de tres pisos coronado de piña. Osano y yo gozábamos contemplando a la gente que miraba comer a Charlie. No podían creerlo. Un par de tipos que había al lado, comentaban en voz alta, con el propósito de atraer nuestra atención para tener una excusa y poder ligarse a Charlie. Pero Osano y Charlie les ignoraron.

Pagué la cuenta y al irme le prometí a Osano llamarle en cuanto llegase a Nueva York.

– Sería magnífico -dijo Osano-. He aceptado hablar en esa convención feminista del mes que viene, y necesitaré que me prestes un poco de apoyo moral tú, Merlyn. ¿Qué te parece si cenamos juntos esa noche y luego vamos a la convención?

Dudé un momento. No me interesaba en realidad ningún tipo de convención, y además me preocupaba un poco el que Osano se metiera en líos y yo tuviese que sacarle de ellos. Pero le dije que de acuerdo, que iría.

Ninguno de los dos había mencionado a Janelle. No pude resistir el impulso de decirle:

– ¿Has visto a Janelle por la ciudad?

– No -dijo Osano-. ¿Y tú?

– Hace mucho que no la veo -dije.

Osano me miró fijamente. Sus ojos, por unos segundos, volvieron a tener aquel tono verde claro malévolo de siempre. Sonrió con cierta tristeza:

– No deberías dejar escapar nunca a una chica así -dijo-. Una chica así sólo se encuentra una vez en la vida. Lo mismo que sólo se puede conseguir un buen libro una vez en la vida.

Me encogí de hombros y volvimos a darnos la mano. Besé a Charlie en la mejilla y luego me fui.

Aquella tarde, tuve una conferencia en los estudios TriCultura. Una conferencia con Jeff Wagon, Eddie Lancer, y el director, Simon Bellford. Siempre había pensado que las muchas leyendas de Hollywood sobre el escritor que se muestra duro y ofensivo con el director y el productor al tratar del guión eran puro cuento, aunque resultasen muy divertidas. Pero, por primera vez, me di cuenta allí de por qué pasaban esas cosas. Jeff Wagon y su director pretendían obligarnos a escribir su historia, no mi novela. Dejé a Eddie Lancer que discutiese y argumentase, hasta que al fin, exasperado, le dijo a Jeff Wagon:

– Mira, no quiero decirte que sea más listo que tú. Sólo que tengo más suerte. He escrito cuatro guiones de éxito seguidos. ¿Por qué no aceptas mi criterio?

A mí me pareció un argumento maravillosamente inteligente, pero me di cuenta de que Jeff Wagon y el director parecían desconcertados. No sabían de qué hablaba Eddie. Y comprendí que no había forma de cambiar sus criterios.

Eddie Lancer dijo por último:

– Lo siento, pero si es así como queréis hacer las cosas, tendré que dejar esta película.

– Está bien -dijo Jeff-. ¿Y tú, Merlyn?

– No veo que tenga sentido que yo lo escriba como quieres tú -dije-. No creo que hiciese un buen trabajo.

– Eso es bastante justo -dijo Jeff Wagon-. Lo siento. Ahora decidme, ¿conocéis a algún escritor que pueda seguir trabajando en esta película con nosotros y haceros consultas a vosotros, que habéis hecho ya la mayor parte del trabajo? Sería de gran ayuda.

Se me ocurrió de pronto la idea de que podía proporcionarle a Osano aquel trabajo. Sabía que necesitaba desesperadamente el dinero y sabía que si yo decía que estaba dispuesto a trabajar con él, le darían el trabajo. Pero luego imaginé a Osano en una reunión como aquélla, recibiendo instrucciones de hombres como Jeff Wagon y el director. Osano era aún uno de los grandes de la literatura norteamericana, y pensé que aquellos tipos le humillarían y luego le echarían. Así que me callé.

Sólo más tarde, cuando intentaba dormir, me di cuenta de que quizás le hubiese negado a Osano el trabajo para castigarle por acostarse con Janelle.

A la mañana siguiente, recibí una llamada de Eddie Lancer. Me dijo que había tenido una entrevista con su agente y que, según éste, los estudios TriCultura y Jeff Wagon le ofrecían cincuenta mil dólares más por seguir en la película, y me preguntó qué pensaba yo.

Le dije a Eddie que por mí no había problema, hiciese lo que hiciese, pero que yo no iba a volver. Intentó convencerme.

– Les diré que no vuelvo a menos que te acepten a ti y que te paguen veinticinco mil dólares -dijo Eddie Lancer-. Estoy seguro de que lo aceptarán.

Pensé de nuevo en ayudar a Osano y de nuevo sencillamente no me sentí capaz de hacerlo. Eddie seguía:

– Mi agente me dijo que si no aceptaba seguir en la película, los estudios contratarían a más escritores e intentarían luego incluirlos en el reparto. Ahora bien, si no nos incluyen a nosotros, perdemos nuestro contrato del sindicato de escritores y el porcentaje de la televisión cuando la película se venda a la televisión. Además, los dos tenemos porcentajes netos que probablemente no nos paguen nunca. Y existe la posibilidad de que la película resulte un gran éxito, y entonces nos tiraremos de los pelos. Puede ser mucha pasta, Merlyn, pero no aceptaré si tú crees que debemos mantenernos unidos e intentar salvar nuestro guión.

– Me importa un carajo el porcentaje -dije yo-, o que me incluyan o no en el reparto, siempre que la historia salga, pero, ¿qué clase de guión es ése? Una basura, no es ya mi libro. De todos modos, acepta. A mí me da igual. Te lo digo en serio.

– Estoy de acuerdo -dijo Eddie-. Y, si continúo, intentaré defender tu parte todo lo mejor que pueda. Te llamaré cuando vaya a Nueva York para cenar una noche juntos.

– Estupendo -dije yo-. Que tengas suerte con Jeff Wagon.

– Sí -dijo Eddie-. La necesitaré.

Pasé el resto del día llevándome todas mis cosas de mi oficina de los estudios TriCultura y haciendo algunas compras. No quería volver en el mismo avión que Osano y Charlie Brown. Pensé en llamar a Janelle, pero al final no lo hice.

Un mes más tarde, Jeff Wagon me llamó a Nueva York. Me dijo que Simon Bellford creía que Frank Richetti debía figurar como autor del guión con Lancer y conmigo.

– ¿Aún sigue Eddie Lancer en la película? -le pregunté.

– Sí -dijo Jeff Wagon.

– De acuerdo -dije-. Buena suerte.

– Gracias -dijo Wagon-. Te tendremos informado de lo que pase. Nos veremos todos en la cena de los premios de la Academia.

Y colgó.

Me eché a reír. Estaban convirtiendo la película en basura y Wagon tenía la osadía de hablar de los premios de la Academia. Aquella beldad de Oregon debía haberle sorbido el seso del todo. Tuve la sensación de que Eddie Lancer me traicionaba siguiendo en la película. Era cierto lo que Wagon había dicho una vez. Eddie Lancer era un guionista nato, pero era también un novelista nato y yo sabía que nunca volvería a escribir una novela.

Otra cosa curiosa era que, aunque yo me había peleado con todo el mundo y el guión era cada vez peor y yo había intentado largarme, aún me sentía ofendido. Y supongo que, además, en el fondo de mi pensamiento, aún tenía la esperanza de que, si volvía a California a trabajar en el guión, podría ver a Janelle. Llevábamos meses sin vernos y sin hablar. La última vez que la había llamado sólo para decirle hola y para charlar un rato, ella me dijo al final:

– Me alegro de que hayas llamado -y esperó una respuesta.

Hice una pausa, y luego dije:

– Yo también.

Entonces, ella se echó a reír y se puso a remedarme:

– Yo también, yo también -dijo. Luego añadió-: En fin, qué más da -se echó a reír alegremente, y luego dijo-: Llámame cuando vuelvas.

– Lo haré -dije yo.

Pero sabía que no iba a hacerlo.

Un mes después de haberme llamado Wagon, lo hizo Eddie Lancer. Estaba furioso.

– Merlyn -dijo-, están cambiando el guión para excluirte. Ese Frank Richetti está redactando de nuevo los diálogos, aunque se limita a parafrasear tus palabras. Están cambiando el argumento sólo lo suficiente para que parezca distinto del tuyo y les he oído hablar, a Wagon, a Bellford y a Richetti, de que te van a retirar del reparto y a quitarte el porcentaje. Esos cabrones no me hacen ni caso.

– No te preocupes -le dije-. Yo escribí la novela, escribí el guión original, lo mandé al sindicato de escritores, y no hay manera de que puedan eliminarme del todo. Eso salva mi porcentaje.

– No sé -dijo Eddie Lancer-. Yo sólo te aviso de lo que van a hacer. Espero que sepas protegerte.

– Gracias -le dije-. ¿Cómo te va a ti? ¿Cómo te va con la película?

– Ese cabrón de Frank Richetti -dijo él- es un analfabeto de mierda, y no sé quién es peor, si Wagon o Bellford. Esto puede convertirse en una de las peores películas de todos los tiempos. El pobre Malomar debe estar dando saltos en su tumba.

– Sí, pobre Malomar -dije yo-. Siempre me hablaba de lo estupendo que era Hollywood, de que allí la gente era muy sincera, que eran todos grandes artistas. Ojalá viese esto.

– Sí -dijo Eddie Lancer-. Oye, la próxima vez que vengas a California, llámame y cenaremos juntos.

– No creo que vuelva a California -dije-. Si tú vienes a Nueva York, llámame.

– De acuerdo, lo haré -dijo Lancer.


Un año después se estrenó la película. Se me incluyó como autor del libro, pero no como coautor del guión. Adjudicaron el guión a Eddie Lancer y a Simon Bellford. Pedí el arbitraje del sindicato de escritores pero perdí. Richetti y Bellford habían hecho un buen trabajo cambiando el guión, con lo que yo perdía mi porcentaje. Pero daba igual. La película fue un desastre y lo peor del asunto fue que Doran Rudd me contó que entre la gente de cine se achacaba a la novela el fracaso de la película. Yo no era ya un producto vendible en Hollywood, y eso fue lo único que me alegró de todo el asunto.


Una de las críticas más feroces de la película fue la de Clara Ford. Se la cargó del principio al fin. Incluso la actuación de Kellino. Al parecer, Kellino no había hecho demasiado bien su trabajo con Clara Ford. Pero Houlinan me lanzó una última andanada. Consiguió colocar en una de las agencias un artículo cuyo titular era: LA NOVELA DE MERLYN FRACASA COMO PELÍCULA. Cuando lo leí, no pude hacer más que mover la cabeza admirado.

49

Poco después de que se estrenara la película fui al Carnegie Hall, a la Conferencia de Liberación Nacional de las Mujeres, con Osano y Charlie Brown. Se anunciaba a Osano como el único orador masculino.

Habíamos cenado antes todos en Pearl's, donde Charlie Brown asombró a los camareros comiéndose un pato a la pequinesa, cangrejos rellenos con carne de cerdo, ostras en salsa de judías negras, un pez inmenso y luego rebañó lo que Osano y yo habíamos dejado en nuestras fuentes sin que se le corriera siquiera el carmín.

Cuando salimos del taxi frente al Carnegie Hall, intenté convencer a Osano de que fuera delante y me dejase seguirle con Charlie Brown del brazo, para que las mujeres pensasen que ella iba conmigo. Parecía demasiado la típica puta, por lo que podría enfurecer a las izquierdistas de la convención. Pero Osano, como siempre, se mantuvo en sus trece. Quería que todas supieran que Charlie Brown era su mujer. Así que cuando bajamos por el pasillo hacia el estrado, caminé tras ellos. Mientras lo hacía, fui estudiando a las mujeres que había en el local. Lo único que me parecía extraño era el que fuesen todas mujeres y comprendí que muchas veces en el ejército, en el orfanato, en partidos de béisbol, yo estaba acostumbrado a ver sólo o principalmente hombres. Que fuesen todas mujeres era un choque, como si me viese de pronto en un país extraño.

Recibió a Osano un grupo de mujeres que le condujo hasta el estrado. Charlie Brown y yo nos sentamos en la primera fila. Yo hubiese preferido sentarme atrás, para poder marcharme pronto. Tan preocupado estaba, que apenas oí los discursos de apertura; luego, de pronto, condujeron a Osano al podio y lo presentaron. Osano se quedó un momento esperando un aplauso que no llegó.

Muchas de las mujeres que había allí se habían ofendido por los ensayos machistas de Osano en las revistas masculinas, años atrás. Otras estaban furiosas porque Osano era uno de los escritores más importantes de su generación y envidiaban su triunfo. Y luego, había también algunas admiradoras suyas que aplaudieron con mucho tiento, por miedo a que la convención recibiese desfavorablemente el discurso de Osano.

Y allí en el podio, corpulento e inmenso, estaba Osano. Esperó un largo instante. Luego se apoyó con arrogancia en el podio y dijo, muy despacio, enunciando cada palabra:

– Combatiros o joderos: ésa es la consigna.

El local estalló en abucheos, silbidos y gritos. Osano intentó seguir. Yo sabía que había utilizado aquella frase sólo para captar la atención del público. Su discurso sería favorable a la liberación de las mujeres, pero no tuvo posibilidad de pronunciarlo. Los abucheos y los silbidos arreciaron, y en cuanto intentaba hablar se reproducían, hasta que Osano hizo una reverencia teatral y abandonó el podio. Le seguimos pasillo adelante y salimos del Carnegie Hall. Los abucheos y los silbidos se convirtieron en aplausos y vítores, para indicarle a Osano que estaba haciendo lo que ellas querían que hiciese: dejarlas en paz.

Osano no quiso que yo fuese a casa con él aquella noche. Quería estar solo con Charlie Brown. Pero a la mañana siguiente recibí una llamada suya. Quería que le hiciera un favor.

– Escucha -dijo-. Me voy a Carolina del Norte, a la Duke University, a una clínica, donde hacen una dieta de arroz. Al parecer, es el mejor tratamiento para adelgazar de los Estados Unidos y, según dicen, sales de allí sano, además. Tengo que adelgazar y, al parecer, el médico cree que puedo tener las arterias obstruidas y que la dieta de arroz puede curarme. Sólo hay un problema. Charlie quiere venir conmigo. ¿Te imaginas a esa pobre chica comiendo arroz durante dos meses? Así que le dije que no podía venir. Pero tengo que llevar el coche hasta allí y me gustaría que me lo llevases tú. Podríamos ir los dos juntos y andar por allí unos cuantos días, y puede que nos divirtiéramos.

Me lo pensé un minuto y luego dije:

– De acuerdo.

Nos citamos para la semana siguiente. A Valerie le dije que estaría fuera sólo tres o cuatro días. Que le llevaría el coche a Osano y que pasaría unos días con él, hasta que quedase bien instalado allí, y que luego volvería.

– ¿Y por qué no lleva el coche él solo? -dijo Valerie.

– Porque no está nada bien -dije-. No creo que pudiese conducir hasta allí. Son por lo menos ocho horas.

Esto pareció satisfacer a Valerie, pero había algo que aún seguía inquietándome a mí. ¿Por qué no quería utilizar Osano a Charlie de chófer? Podría haberla facturado luego, al llegar allí, así que la excusa que me daba de que no quería tenerla sometida a dieta de arroz no tenía sentido. Pensé entonces que quizás estuviese cansado de Charlie y aquél fuese su modo de librarse de ella. No es que eso me preocupase gran cosa. Charlie tenía amigos de sobra que se preocuparían por ella.

Así que llevé a Osano a la clínica de la Duke University en su Cadillac de cuatro años de antigüedad. Y Osano estaba de excelente humor. Parecía incluso un poco mejor físicamente.

– Me encanta esta parte del país -dijo cuando llegamos a los estados sureños-. Me encanta cómo llevan el asunto Jesucristo aquí abajo, casi parece que cada pueblecito tuviese su almacén de Jesús, tienen almacenes familiares de Jesús y se ganan bien la vida y tienen muchísimos amigos. Una de las mayores mafias del mundo. Cuando pienso en mi vida, a veces creo que habría preferido ser religioso en vez de escritor. Cuánto mejor lo habría pasado.

Yo no decía nada. Me limitaba a escuchar. Los dos sabíamos que Osano no podría haber sido más que escritor y que sólo estaba entregándose a un vuelo de su fantasía personal.

– Sí -dijo Osano-. Habría organizado una gran banda de música popular y la habría llamado Los Petamierdas de Jesús. Me encanta lo humildes que son en su religión y lo feroces y orgullosos en su vida diaria. Son como monos en un laboratorio. No han correlacionado la acción y sus consecuencias, pero supongo que puede decirse eso de todas las religiones. ¿Qué podemos decir de esos judíos de Israel? Paran los autobuses y los trenes en las festividades y luego ahí los tienes luchando contra los árabes. Y esos jodidos italianos con su Papa. Me gustaría dirigir el Vaticano, desde luego. La consigna sería ésta: «Cada sacerdote un ladrón». Ése sería nuestro lema. Ése sería nuestro objetivo. Lo malo de la iglesia católica es que quedan unos cuantos sacerdotes honrados y esos lo joden todo.

Siguió hablando de religión los setenta kilómetros siguientes. Luego pasó a hablar de literatura, luego de los políticos, y, por último, casi al final del viaje, habló de la liberación de las mujeres:

– Sabes -dijo-. Lo curioso del caso es que yo en realidad estoy a favor de ellas. Siempre he pensado que las mujeres reciben la peor parte, aun cuando fuese yo el que se la adjudicase; sin embargo esas putas ni siquiera me dejaron terminar mi discurso. Ése es el problema con las mujeres. Carecen de sentido del humor. No se dieron cuenta de que estaba haciendo un chiste, de que después pondría las cosas a su favor.

– ¿Por qué no publicas el discurso -le dije- para que se enteren? La revista Esquire lo aceptaría, ¿no crees?

– Claro -respondió Osano-. Es posible que cuando me instale en la clínica trabaje sobre él y lo revise para publicarlo.

Acabé pasando una semana entera con Osano en la clínica de la Duke University. En esa semana vi más gordos, y estoy hablando de individuos de ciento a ciento cuarenta kilos, que en toda mi vida. Desde aquella semana, no he vuelto a confiar nunca en una chica que lleve capa, porque todas las gordas que pasan de los ochenta kilos se creen que pueden ocultarlo envolviéndose en una especie de manta mexicana o en un capote de gendarme francés. Lo que realmente parecían aquellas amenazantes masas bajando por la calle era odiosos y atiborrados Supermanes o Zorros.

El centro médico de la Duke University no era, en modo alguno, un centro de adelgazamiento de orientación cosmética. Lo que se proponía era curar en serio el daño que pudiese hacer al organismo un largo período de gordura excesiva. Se hacían a los clientes todo tipo de análisis, pruebas y radiografías. En fin, yo me quedé con Osano y me cercioré de que iba a los restaurantes donde servían la dieta de arroz.

Y me di cuenta por primera vez de la suerte que yo tenía. Por mucho que comiese, nunca engordaba un kilo. La primera semana fue algo que nunca olvidaré. Vi a tres chicas de ciento veinte kilos saltar de un trampolín. Luego, vi a un tipo que debía pesar doscientos kilos, al que tuvieron que bajar a la estación de ferrocarril para pesarle en la báscula. Había algo realmente triste en aquella inmensa masa que arrastraba los pies en el anochecer, como un elefante camino del cementerio, donde sabe seguro que va a morir.

Osano tenía una suite de varias habitaciones en el Hollyday Inn, cerca del edificio del centro médico de la universidad. Paraban allí muchos pacientes y se reunían para pasear o jugar a las cartas, o simplemente sentarse juntos a intentar iniciar una aventura amorosa. Había muchas críticas y chismorreos. Un chaval de cien kilos se había llevado a su chica de ciento cuarenta a Nueva Orleans a pasar el fin de semana. Desgraciadamente, los restaurantes de Nueva Orleans eran tan buenos que se pasaron dos días comiendo y volvieron con cinco kilos más. Lo que me pareció más curioso fue que esos cinco kilos se consideraron mayor pecado que su supuesta inmoralidad.

Luego, una noche, Osano y yo, a las cuatro de la madrugada, oímos los gritos de un hombre agonizando y despertamos sobresaltados. Tumbado en el césped, junto a las ventanas de nuestro dormitorio, estaba uno de los pacientes, un hombre que había conseguido al fin situarse en los ochenta kilos. Parecía que se estaba muriendo. Acudía gente, hasta que llegó un médico de la clínica. Se lo llevaron en una ambulancia. Al día siguiente nos enteramos de lo ocurrido. El paciente había vaciado todas las máquinas de chocolatinas del hotel. Contaron los envoltorios que había en el césped y eran ciento dieciséis. A nadie le pareció esto extraño, y el tipo se recuperó y siguió el tratamiento.

– Lo vas a pasar muy bien aquí -le dije a Osano-. Hay mucho material.

– No -dijo Osano-. Se puede escribir una tragedia sobre gente flaca, pero jamás podrás escribir una tragedia con los gordos. ¿Recuerdas lo popular que era la tuberculosis? Podías llorar pensando en Camille, pero, ¿cómo vas a poder llorar por ciento veinte kilos de grasa? Es trágico, pero no quedaría bien. El arte tiene sus limitaciones.

Al día siguiente, era el último día de los análisis y pruebas de Osano y yo pensaba regresar en avión aquella noche. Osano se había portado muy bien. Había mantenido rigurosamente la dieta de arroz y estaba muy contento de que yo me hubiese quedado a hacerle compañía. Cuando él se fue al centro médico a por los resultados de los análisis, yo hice las maletas y esperé a que volviese al hotel. Tardó cuatro horas en aparecer. Estaba muy nervioso. Sus ojos verdes chispeaban con su viejo brillo y su viejo color.

– ¿Todo bien? -le dije.

– Como Dios -dijo Osano.

Por un segundo, no me inspiró confianza. Parecía demasiado bien, demasiado feliz.

– Todo perfectamente, no podría ser mejor. Puedes volver a casa esta noche y he de decirte que eres un verdadero amigo. Nadie haría lo que hiciste tú. Comer ese arroz día tras día, y, peor aún, ver a esas tías de ciento veinte kilos pasar al lado meneando el culo. Te perdono todos los pecados que hayas podido cometer contra mí.

Por un momento sus ojos se suavizaron, aunque con un tono de gran seriedad. Se pintó en su rostro una expresión amable.

– Te perdono -me dijo-. Recuérdalo, tienes tu tanto de culpa y quiero que lo sepas.

Luego hizo algo que muy pocas veces había hecho desde que nos conocíamos: darme un abrazo. Yo sabía que a él no le gustaba nada que le tocasen, salvo las mujeres, y que odiaba el sentimentalismo. Me sorprendió, pero no pregunté lo que quería decir con lo de que me perdonaba, porque Osano era muy listo. En realidad, no había conocido a nadie tan listo como él y, de algún modo, sabía la razón por la que yo no le había llamado para el trabajo del guión de los estudios TriCultura y de Jeff Wagon. Él me había perdonado y eso estaba muy bien, era muy propio de Osano. Era sin duda un gran hombre. El único problema era que yo aún no me había perdonado a mí mismo.

Dejé la Duke University aquella noche y volví a Nueva York.

Una semana después, me llamó Charlie Brown. Era la primera vez que hablaba con ella por teléfono. Tenía una voz dulce y suave, inocente, infantil.

– Merlyn, tienes que ayudarme -dijo.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Osano está muriéndose, está en el hospital. Ven, por favor, ven.

50

Charlie había llevado ya a Osano al St. Vincent Hospital, así que quedé en ir allí. Cuando llegué, Osano estaba en una habitación particular, y Charlie le acompañaba sentada en la cama, de modo que Osano pudiese apoyarle la mano en el regazo. Charlie apoyaba su mano en el estómago de Osano, quien no estaba cubierto ni por las sábanas ni por la chaqueta del pijama. En realidad, el pijama del hospital de Osano estaba roto en pedazos en el suelo. Esa hazaña debía haberle puesto de buen humor porque estaba sentado en la cama y parecía muy contento. Y, desde luego, a mí no me dio tan mala impresión. En realidad, parecía algo más delgado y todo.

Eché un vistazo a la habitación. No había aparatos para transfusiones, ni enfermeras especiales de servicio permanente, y había visto en el pasillo que no se trataba, ni mucho menos, de una unidad de cuidados intensivos. Me sorprendió el gran alivio que sentí, pensé que Charlie había cometido un error y que Osano no estaba, en realidad, muriéndose.

– Hola, Merlyn -dijo Osano fríamente-. Debes ser un verdadero mago. ¿Cómo supiste que estaba aquí? Era un secreto.

No quise andar fingiendo, ni contarle cuentos, así que dije inmediatamente:

– Me lo dijo Charlie Brown.

Quizás ella hubiese quedado en no decirlo, pero yo no tenía ganas de mentir.

Charlie se limitó a sonreír al ver el ceño de Osano.

– Ya te dije que era una cosa sólo entre tú y yo. O sólo mía -le dijo Osano-. Según tú quisieses. Pero nadie más.

– Sé que querías que viniese Merlyn -dijo Charlie con aire ausente.

– De acuerdo -dijo él con un suspiro-. Has estado todo el día aquí, Charlie, ¿por qué no te vas al cine, o a echar un polvo, o a tomar un helado, o diez platos chinos? En fin, tómate la noche libre y ya nos veremos por la mañana.

– Bien, como quieras -dijo Charlie.

Se levantó de la cama. Se quedó de pie muy cerca de Osano y éste, con un movimiento que no era en realidad lascivo, como si estuviese recordándose a sí mismo cómo era aquello, le metió la mano por debajo del vestido y le acarició la parte interior de los muslos. Luego, ella inclinó la cabeza sobre la cama para besarlo.

En la cara de Osano, cuando su mano acarició aquella cálida piel bajo el vestido, asomó una expresión de paz y de satisfacción como si aquello le reafirmase en alguna creencia sagrada.

Cuando Charlie salió de la habitación, Osano suspiró y dijo:

– Merlyn, créeme. Escribí muchas chorradas en mis libros, mis artículos y mis conferencias. Te diré la única verdad auténtica: el coño es donde empieza todo y donde todo termina. El coño es lo único por lo que merece la pena vivir. Todo lo demás es una falsedad, un fraude y pura mierda.

Me senté junto a la cama.

– ¿Qué me dices del poder? -le dije-. Tú siempre fuiste muy partidario del poder y el dinero.

– Olvidas el arte -dijo Osano.

– De acuerdo -le dije-. Incluyamos el arte. ¿Qué me dices del dinero, el poder y el arte?

– Me parece muy bien -dijo Osano-. No voy a rechazarlo. Puede servir. Pero, en realidad, no son necesarios. Son sólo el adorno del pastel.

Entonces me sentí transportado de pronto a la primera vez que había visto a Osano, y había creído que captaba lo que verdaderamente era y que no veía él. Ahora él estaba diciéndomelo y yo me preguntaba si sería verdad, porque Osano había amado todas aquellas cosas. Y lo que en realidad estaba diciendo era que no eran ni el arte ni el dinero ni la fama ni el poder lo que lamentaba dejar.

– Tienes mejor aspecto que la última vez que te vi -le dije-. ¿Cómo es que estás en el hospital? Según dice Charlie Brown, la cosa es grave. Pero no parece que tengas nada grave.

– ¿En serio? -dijo; le complacía-. Me alegra oírlo. Pero has de saber que me dieron la mala noticia allá en la clínica de adelgazamiento, cuando me hicieron todos aquellos análisis. Te lo explicaré brevemente. La cagué tomándome todas aquellas dosis de penicilina cada vez que jodía, porque agarré la sífilis y las píldoras lo enmascararon, pero la dosis no era lo bastante fuerte para eliminarla. O puede que aquellas jodidas espiroquetas encontrasen el medio de superar los efectos del medicamento. Debió ser hace unos quince años. En ese tiempo las muy malditas se dedicaron a devorarme el cerebro, los huesos y el corazón. Ahora me dicen que en un plazo de seis meses a un año me quedaré paralítico, si no me falla antes el corazón.

Me quedé atónito. No podía creerlo. Osano parecía tan alegre. Chispeaban tanto aquellos ojos de verdor malicioso.

– ¿No puedo hacer nada? -le pregunté.

– Nada -dijo Osano-. Pero no es tan terrible. Descansaré aquí un par de semanas, me pincharán todos los días y luego me quedarán por lo menos un par de meses en la ciudad. Ahí es donde intervienes tú.

No sabía lo que quería decir. En realidad, no sabía si creerle. Hacía mucho que no le veía con tan buen aspecto.

– Cuenta conmigo -dije.

– Mi idea es ésta, verás -dijo Osano-. Tú me visitarás en el hospital de vez en cuando, y luego ayudarás a llevarme a casa. No quiero correr el riesgo de quedar aquí alelado, así que cuando considere que ha llegado el momento, me largo. Él día que decida hacer eso, quiero que vengas a mi apartamento y me hagas compañía. Tú y Charlie Brown. Y luego podéis cuidaros del follón que se organice después.

Osano me miraba fijamente.

– No tienes por qué hacerlo -añadió.

Entonces le creí.

– Lo haré, puedes contar conmigo -dije-. Te debo un favor. ¿Tendrás el material necesario?

– Lo conseguiré -dijo Osano-. Por eso no te preocupes.

Hablé con los médicos de Osano y me explicaron que tendría que quedarse mucho tiempo en el hospital. Quizás no pudiese volver a salir de él. Tuve una sensación de alivio.

A Valerie no le dije nada de lo ocurrido, ni siquiera le dije que Osano estaba muriéndose. Dos días después, fui a visitarle al hospital. Me había dicho si podría llevarle una cena china la próxima vez que fuese, así que llevaba bolsas de papel marrón llenas de comida. Bajaba por el pasillo cuando oí chillar y gritar en la habitación de Osano. No me sorprendió. Posé las bolsas en el suelo, junto a la puerta de la habitación particular de otro paciente, y corrí pasillo adelante.

En la habitación había un médico, dos enfermeras y una enfermera jefe. Todos le gritaban a Osano. Charlie, de pie en un rincón del cuarto, observaba. Las pecas de su hermoso rostro contrastaban vigorosamente con la palidez de su piel. Estaba llorando. Osano, sentado al borde de la cama, completamente desnudo, le gritaba por su parte al médico:

– ¡Denme mi ropa! ¡Quiero largarme de aquí!

Y el médico chillaba también:

– Yo no me hago responsable si deja usted el hospital. Yo no tendré ninguna responsabilidad.

– Oye, imbécil de mierda -le dijo Osano, riéndose-, tú nunca fuiste responsable de nada. Dame mi ropa y cállate.

La enfermera jefe, una mujer de aspecto impresionante, dijo furiosa:

– ¡Me importa un carajo que sea usted famoso, no va a utilizar nuestro hospital como si fuese una casa de putas!

Osano la miró fuera de sí:

– Vete a la mierda -dijo-. Lárgate de esta habitación.

Y, completamente desnudo como estaba, salió de la cama. Entonces me di cuenta de que tenía algo muy grave. Dio un paso vacilante y su cuerpo cayó de costado. La enfermera acudió inmediatamente a ayudarle, tranquila ya, compadecida, pero Osano consiguió incorporarse. Al fin me vio en la puerta y dijo muy quedo:

– Sácame de aquí, Merlyn.

Me sorprendía la indignación de las enfermeras y del médico. Sin duda habrían cazado antes a otros pacientes jodiendo. Luego, miré a Charlie Brown. Llevaba una falda corta y ceñida y evidentemente nada más debajo. Parecía una puta infantil. Y el fofo y podrido cuerpo de Osano. La furia de aquella gente era, inconscientemente, estética, no moral.

Los otros me vieron también.

– Yo le sacaré, me hago responsable -le dije al médico.

El doctor empezó a protestar, casi suplicante, y luego se volvió a la enfermera jefe y dijo:

– Tráigale su ropa -le puso una inyección a Osano y le dijo-: Eso le hará sentirse más cómodo en el viaje.

Y fue así de simple. Pagué la factura y saqué de allí a Osano. Llamé a un servicio de coches de alquiler y lo trasladamos a casa. Charly y yo le metimos en la cama. Durmió un rato, luego me llamó al dormitorio y me explicó lo ocurrido en el hospital. Había hecho desvestirse a Charly y meterse en la cama con él porque se había sentido tan mal que pensó que iba a morir.

Después de contar esto, apartó la vista un poco y añadió:

– Sabes, lo más terrible de la vida moderna es que todos morimos solos en la cama. En el hospital, con toda la familia alrededor, nadie se ofrece a meterse en la cama con el que agoniza. Si estuvieses en casa, tu mujer no se ofrecería a meterse en la cama si estuvieses muriéndote.

Osano volvió de nuevo la vista hacia mí con aquella dulce sonrisa que a veces tenía.

– Así que ése es mi sueño. Quiero a Charlie en la cama conmigo cuando muera, en el mismo momento, y entonces tendré la sensación de haber conseguido algo, de que no fue una mala vida y, desde luego, no un mal fin. Y es algo muy simbólico, además, ¿no? Adecuado para un novelista y para sus críticos.

– ¿Cómo puedes saber que ha llegado el momento? -dije.

– Creo que ya es la hora -dijo Osano-. Que ya no debo esperar más.

Entonces me sentí realmente conmovido y horrorizado.

– ¿Por qué no esperas un día? -dije-. Mañana te sentirás mejor. Aún te queda tiempo. Seis meses no están mal.

– ¿Tienes escrúpulos por lo que voy a hacer? ¿Tienes los prejuicios morales habituales?

Negué con un gesto.

– ¿Por qué tanta prisa?

Osano me miró pensativo.

– Bueno -dijo-, aquella caída cuando intenté levantarme de la cama fue el mensaje. Escucha, te he nombrado mi albacea literario, tus decisiones serán inapelables. No queda nada de dinero, sólo derechos, y ésos se los llevan mis ex esposas, supongo, y mis hijos. Mis libros siguen vendiéndose muy bien, así que no tengo que preocuparme por ellos. Intenté hacer algo por Charlie Brown, pero ella no quiere y puede que tenga razón.

Entonces dije algo que no habría dicho en condiciones normales.

– La puta de corazón de oro -dije-. Igual que en la literatura.

Osano cerró los ojos.

– Sabes, Merlyn, una de las cosas que más me gustaban de ti es que nunca decías la palabra «puta». Quizás yo la haya dicho, pero nunca lo sentí.

– De acuerdo -dije-. ¿Quieres hacer alguna llamada telefónica o ver a alguien? ¿Quieres beber algo?

– No -dijo Osano-. Ya estoy harto de pijadas. Tengo siete mujeres y nueve hijos, dos mil amigos y millones de admiradores. Ninguno de ellos puede ayudarme y no quiero ver a nadie.

Hizo una pausa, sonrió y luego continuó:

– Y no creas, he tenido una vida bastante feliz -inclinó la cabeza-. La gente a la que más quieres es la que te mata.

Me senté junto a la cama y hablamos varias horas sobre diversos libros que habíamos leído. Me habló de todas las mujeres con las que había hecho el amor, y durante unos minutos intentó recordar a aquella chica que le había contagiado quince años atrás. Pero no lo consiguió.

– Hay que dejar sentada una cosa -dijo-: todas eran auténticas beldades. Todas merecían la pena. Demonios, ¿qué más da? Es todo un accidente.

Extendió una mano, se la estreché y dijo:

– Dile a Charlie que venga y espera tú fuera.

Antes de que me fuese, añadió:

– Eh, oye. La vida de un artista no es una vida gratificante. Que pongan eso en mi lápida.

Esperé largo rato en el salón. A veces oía ruido y en una ocasión creí oír llantos y luego no se oía nada. Entré en la cocina, preparé café y puse dos tazas en la mesa, allí mismo. Luego volví al salón y esperé un poco más. Ni un grito. Ni una llamada pidiendo ayuda, ni una exclamación de dolor: sólo llegó a mí la voz de Charlie, muy dulce y clara, llamándome.

Entré en el dormitorio. En la mesita de noche estaba el pastillero de oro de Tiffany's que él utilizaba para las pastillas de penicilina. Abierto y vacío. Las luces estaban encendidas y Osano estaba tumbado boca arriba con los ojos fijos en el techo. Sus ojos verdes parecían chispear, a pesar de la muerte. Acurrucada bajo su brazo, apretada contra su pecho, estaba la cabeza dorada de Charlie. Había subido la ropa de la cama para tapar la desnudez de ambos.

– Tendrás que vestirte -le dije.

Se incorporó apoyada en un codo y se inclinó para besar a Osano en la boca. Luego se quedó de pie junto a la cama, mirándole largo rato.

– Tendrás que vestirte y desaparecer -dije-. Va a haber mucho barullo y creo que es una de las cosas que Osano quería que yo hiciese. Ahorrarte todo este lío.

Enseguida pasé al salón. Esperé. Oí la ducha y luego, quince minutos después, salió Charlie de la habitación.

– No te preocupes de nada -le dije-. Yo me encargaré de todo.

Se acercó y se me echó en los brazos. Era la primera vez que sentía su cuerpo y pude entender en parte por qué Osano la había amado tanto. Tenía un olor maravillosamente fresco y limpio.

– Tú fuiste el único al que quiso ver -dijo Charlie-. A ti y a mí. ¿Me llamarás después del funeral?

Dije que sí, que lo haría. Entonces se fue y me dejó solo con Osano.

Esperé hasta la mañana, en que llamé a la policía y les dije que me había encontrado a Osano muerto. Y que, evidentemente, se había suicidado. Pensé unos minutos en ocultar el suicidio, ocultar el pastillero. Pero, aunque yo hubiese podido conseguir que la prensa y las autoridades cooperasen, a Osano le hubiese dado igual. Les dije lo importante que era Osano para que enviasen una ambulancia de inmediato. Luego llamé a los abogados de Osano y les asigné la responsabilidad de informar a todas las esposas y a todos los hijos. Llamé a sus editores porque sabía que querrían hacer una declaración de prensa y publicar una esquela en el Times de Nueva York. Por alguna razón, yo deseaba que Osano recibiese esa clase de honores.

La policía y el fiscal del distrito me hicieron un montón de preguntas como si fuese sospechoso de asesinato. Pero todo esto se esfumó enseguida. Al parecer, Osano le había enviado una nota a su editor diciéndole que no podría terminar su novela porque pensaba suicidarse.

Hubo un gran funeral en los Hamptons. Se enterró a Osano en presencia de sus siete viudas, sus nueve hijos, los críticos literarios del Times de Nueva York, de New York Review of Books, de Commentary, de la revista Harpers y de New Yorker. De Elaine, Nueva York, llegó un autobús lleno de gente. Amigos de Osano que, sabiendo que él lo habría aprobado, llevaban en el autobús un bar portátil y un barril de cerveza. Llegaron borrachos al funeral. A Osano aquello le habría encantado, no hay duda.

En las semanas siguientes se escribieron cientos de miles de palabras sobre Osano como primera gran figura literaria italiana de nuestra historia cultural. Eso le habría fastidiado mucho a Osano. Nunca se consideró italonorteamericano. Pero una cosa le habría complacido. Todos los críticos dijeron que si hubiese vivido lo suficiente para publicar la novela que estaba escribiendo, habría obtenido sin duda el premio Nobel.


Días después del funeral de Osano recibí una llamada telefónica de su editor, que me pidió que comiese con él la semana siguiente. Acepté.

La editorial Arcania se consideraba una editorial de clase, una de las editoriales de mayor prestigio literario del país. En su fondo editorial figuraban media docena de premios Nobel, docenas de Pulitzers y premios nacionales de literatura. Tenían fama de apreciar más la literatura que los éxitos de ventas. Y el director jefe, Henry Stiles, podría haber pasado por un caballero de Oxford. Pero fue al grano con la misma rapidez que un hombre de negocios cualquiera.

– Señor Merlyn -dijo-, admiro muchísimo sus novelas. Espero poder incluirle algún día en nuestro catálogo.

– Quiero hablarle de las cosas de Osano -dije-. Soy su albacea.

– Bueno -dijo el señor Stiles-. No sé si sabrá usted, dado que éste es el final financiero de la vida del señor Osano, que le adelantamos cien mil dólares por la novela que estaba haciendo. Así que tenemos preferencia en lo que respecta al libro. Sólo quiero asegurarme de que sabe esto.

– Lo sé -dije-. Y sé que fue deseo de Osano que ustedes lo publicasen. Editaron muy bien sus libros.

El señor Stiles esbozó una sonrisa agradecida. Se echó atrás en su asiento.

– Entonces no hay problema -dijo-. Supongo que habrá revisado sus papeles y notas y habrá encontrado el manuscrito.

– Bueno, ése es el problema -dije-. No hay ningún manuscrito; no hay ninguna novela, sólo quinientas páginas de notas.

En la cara de Stiles se pintó una expresión de horror y de asombro y tras aquella apariencia exterior supe que pensaba: ¡Malditos escritores, cien mil dólares de adelanto, tantos años y no tiene más que notas! Pero se repuso y dijo:

– ¿Quiere decir usted que no hay ni una página de manuscrito?

– Eso -dije.

Mentía, pero nunca lo sabría él. Había seis páginas.

– Bueno -dijo el señor Stiles-, no solemos hacerlo, pero otras editoriales lo han hecho. Sabemos que usted ayudó al señor Osano en algunos de sus artículos, siguiendo sus directrices. Que usted imitaba muy bien su estilo. Habría de ser secreto, pero, ¿por qué no nos escribe en seis meses el libro del señor Osano y lo publicamos con su nombre? Podríamos ganar mucho dinero. Comprenderá que no sería razonable que firmásemos un contrato, pero podríamos ofrecerle condiciones muy generosas por sus futuros libros.

Ahora me había sorprendido él a mí. La editorial más respetable de Norteamérica estaba haciendo algo que sólo haría Hollywood o un hotel de Las Vegas. ¿Pero por qué coño me sorprendía yo en realidad?

– No -le dije al señor Stiles-. Como albacea literario suyo tengo el poder y la autoridad necesarios para que no se publique un libro con su nombre sacado de esas notas. Si ustedes quieren publicar las notas, les daré permiso.

– Bueno, pensémoslo -dijo el señor Stiles-. Volveremos a hablar. Pero, en fin, ha sido un placer conocerle.

Luego movió la cabeza con tristeza.

– Osano era un genio. Qué lástima.

Nunca le dije al señor Stiles que en las seis primeras páginas del manuscrito que había dejado Osano, había esta nota dirigida a mí.


MERLYN:

Estas son las seis páginas de mi libro. Te las doy a ti. A ver lo que haces con ellas. Olvida las notas, son una mierda.


OSANO

Yo había leído las páginas y decidido guardarlas para mí. Cuando llegué a casa, las leí otra vez muy despacio, palabra por palabra.

– Escúchame. Te diré la verdad sobre la vida de un hombre. Te diré la verdad sobre su amor por las mujeres. Que nunca las odia. Crees ya que voy por mal camino. Ten fe en mí. Soy un maestro de magia, en serio.

»¿Crees que un hombre puede amar de veras a una mujer y traicionarla constantemente? No me refiero a la traición material, sino a traicionarla con el pensamiento, en la misma "poesía de su alma". En fin, no es fácil, pero los hombres lo hacen sin cesar.

»¿Quieres saber cómo pueden amarte las mujeres, prodigarte deliberadamente ese amor para envenenar tu cuerpo y tu mente con el solo objeto de destruirte? ¿Y cómo, por su amor apasionado, deciden no amarte más? ¿Y cómo, al mismo tiempo, te deslumbran con un éxtasis de idiota? ¿Imposible? Ésa es la parte fácil.

»Pero no te vayas. Esto no es una historia de amor.

»Te haré sentir la dolorosa belleza de un niño, la lujuria animal del varón adolescente, la anhelante melancolía suicida de la mujer joven, y luego (ésta es la parte difícil), te mostraré cómo hace girar el tiempo al hombre y a la mujer en círculo completo, cómo los cambia en cuerpo y alma.

»Y luego está, por supuesto, el VERDADERO AMOR. ¡No te vayas! Existe o yo lo haré existir. No en vano soy un maestro de magia. ¿Vale lo que cuesta? ¿Y qué decir de la fidelidad sexual? ¿Funciona? ¿Es amor? ¿Es incluso algo humano, esa pasión perversa de estar con sólo una persona? Y, si no resulta, ¿obtienes aun así un beneficio adicional por intentarlo? ¿Puede funcionar en ambos sentidos? Claro que no, eso es evidente. Y sin embargo…

»La vida es cosa de risa, y nada hay más gracioso que el amor viajando a través del tiempo. Pero un verdadero maestro de magia es capaz de hacer que su público ría y llore al mismo tiempo. La muerte es otra historia. Jamás haré un chiste sobre la muerte. Queda más allá de mi poder.

»Siempre ando alerta con la muerte. No me engaña. La localizo de inmediato. Le gusta colarse disfrazada; es una ridícula verruga que de pronto se pone a crecer; el grano negro y peludo que envía sus raíces hasta el hueso mismo; o se oculta tras un lindo y leve rubor febril. Luego, de pronto, aparece la sonriente calavera para coger por sorpresa a su víctima. Pero no a mí. Nunca. Yo estoy esperándola. Tomo mis precauciones.

»Frente a la muerte, el amor es un asunto infantil y aburrido, aunque los hombres crean más en el amor que en la muerte. Las mujeres son otra historia. Tienen un secreto poderoso. No se toman en serio el amor. Nunca lo han hecho.

»Pero te lo repito, no te vayas. Lo repito, ésta no es una historia de amor. Olvida el amor. Te mostraré todas las dimensiones del poder. Primero la vida de un pobre y esforzado escritor. Un escritor sensible. De talento. Quizás, incluso, una especie de genio. Te mostraré cómo zurran al artista por gracia de su arte. Y porque se lo merece de sobra. Luego lo mostraré como astuto delincuente, disfrutando de la vida. Ay, qué alegría siente el verdadero artista cuando por fin se convierte en un estafador. Sale entonces a la luz su auténtico carácter. Se acabaron las bromas sobre su honor. El tipo ése es un delincuente. Un maleante. Un enemigo de la sociedad claro y abierto en vez de oculto tras el coño de puta del arte. Qué alivio. Qué placer. Qué gozo taimado. Luego, contaré cómo se convierte de nuevo en un hombre honrado. Ser un delincuente entraña una tensión tremenda.

»Pero te ayuda a aceptar a la sociedad y a perdonar a tu prójimo. Después de haber probado, ningún individuo desea ser delincuente a menos que de veras necesite el dinero.

»Luego seguiremos con uno de los éxitos literarios más asombrosos de la historia. Las vidas íntimas de los gigantes de nuestra cultura. En especial la de un cabrón chiflado. El mundo distinguido. Así pues, tenemos el mundo del pobre y esforzado genio, el mundo de la delincuencia y el mundo literario distinguido. Todo esto aderezado con abundante sexo, algunas ideas complicadas que no te machacarán el cráneo y que quizás encuentres incluso interesantes. Y por último, un final espectacular en Hollywood con nuestro héroe amasando todos sus premios: dinero, fama, mujeres hermosas. Y… no te vayas, no te vayas… veremos cómo todo ello se convierte en cenizas.

»¿No es suficiente? ¿Has oído todo esto antes? Bien, recuerda entonces que soy un maestro de la magia. Puedo dar vida auténtica a todas esas personas. Puedo contarte lo que realmente piensan y sienten. Llorarás por ellas, por todas ellas, te lo prometo. O quizá sólo rías. De cualquier modo, nos divertiremos muchísimo. Y aprenderemos algo de la vida. Cosa que, en realidad, de nada sirve.

»Ah, ya sé lo que estás pensando. Este astuto cabrón intenta conseguir que pasemos la página. Pero espera, lo que quiero contar no es más que un cuento. ¿Qué daño puede hacer? Aunque yo me lo tomase en serio, tú no te lo tomes. Diviértete un poco y nada más.

»Sólo quiero contarte una historia, no pretendo más. No deseo éxito ni fama ni dinero. Lo cual es normal; la mayoría de los hombres y la mayoría de las mujeres en realidad no lo pretenden. Más aún, yo no deseo amor. Cuando era joven, algunas mujeres me dijeron que me amaban por mis largas pestañas. Lo acepté. Más tarde fue por mi ingenio. Luego por mi poder y mi dinero. Después por mi talento. Después, mi inteligencia… profunda. Vale, puedo aceptarlo todo. La única mujer que me asusta es la que me ama sólo por mí mismo. No tengo planes para ella. Tengo venenos y dagas y tumbas oscuras en cuevas para esconder su cabeza. No tiene derecho a la vida. Sobre todo si es fiel sexualmente, nunca miente y me pone siempre por delante de todo y de todos.

»Se hablará mucho del amor en este libro, pero no es un libro de amor. Es un libro de guerra. La vieja guerra entre hombres que son verdaderos amigos. La gran "nueva" guerra entre hombres y mujeres. Es, sin duda alguna, una historia vieja, pero está ahora en el candelero. Las combatientes del movimiento de liberación femenina creen que tiene algo nuevo, pero es sólo que sus ejércitos salen de la guerrilla. Las dulces mujeres siempre han tendido emboscadas a los hombres: en sus cunas, en la cocina, en el dormitorio. En las tumbas de sus hijos, el mejor sitio para desoír una petición de clemencia.

»En fin, crees que estoy resentido contra las mujeres. Nunca las odié, te lo aseguro. Y al final resultarán mejores que los hombres, ya verás. Lo cierto es, sin embargo, que sólo las mujeres han sido capaces de hacerme desgraciado, y lo han hecho desde la cuna. Pero eso pueden decirlo la mayoría de los hombres. Y es algo que no tiene solución.

»¡Qué objetivo he expuesto! Lo sé… lo sé muy bien… sé perfectamente lo fascinante que parece. Pero cuidado. Soy un astuto narrador, no soy simplemente uno de vuestros sensibles y vulnerables artistas. He tomado mis precauciones. Aún me he reservado unas cuantas sorpresas. Pero basta. Déjame trabajar. Déjame que empiece y que termine.


Y ésa era la gran novela de Osano, el libro que conquistaría el premio Nobel, que restauraría su grandeza. Ojalá lo hubiese escrito.

El que fuese un gran farsante, como muestran estas páginas, no tenía importancia. Quizás fuese parte de su genio. Quería compartir sus mundos interiores con el mundo exterior. Eso era todo. Y ahora, como triste final, me había dado sus últimas páginas. Era como una broma por lo distintos que éramos como escritores. Él tan generoso y yo, ahora lo comprendía, tan poco.

Nunca me había entusiasmado su obra. Y no sé si realmente le quería como hombre. Pero le quería como escritor. Y por eso decidí, quizás para que me diera buena suerte, quizás para que me diese fuerza, quizás sólo por burla, utilizar sus páginas como mías. Debería haber cambiado una cosa. La muerte siempre me ha sorprendido.

51

Yo no tengo historia. Eso es lo que nunca entendió Janelle. Que yo empecé solo. Que no tenía ni abuelos ni padres, ni tíos ni tías, ni amigos de la familia ni primos. Que no tenía recuerdos infantiles de una casa especial o una cocina concreta. Que no tenía ni ciudad ni pueblo ni aldea. Que inicié mi historia conmigo mismo y con mi hermano, Artie. Y que cuando me amplié con Valerie, los niños y su familia, y viví con ella en una casa de la ciudad; cuando me convertí en padre y marido, ellos se convirtieron en mi realidad y mi salvación. Pero ya no tengo que preocuparme de Janelle. Llevo dos años sin verla y hace ya tres que murió Osano.

Me resulta insoportablemente doloroso pensar en Artie. Cuando, aunque sólo sea su nombre, me viene al pensamiento, me brotan las lágrimas sin darme cuenta. Pero él es la única persona por la que he llorado.

Durante los dos últimos años he instalado un estudio en mi casa, me he dedicado a leer, a escribir, y a hacer de padre y marido perfecto. A veces, salgo a cenar con amigos, pero me agrada pensar que por fin me he hecho serio y consciente. Que viviré ahora la vida de un intelectual. Que mis aventuras han terminado. En suma, rezo para que la vida no me depare más sorpresas. Seguro en esta habitación, rodeado de mis libros de magia, Austen, Dickens, Dostoievski, Joyce, Hemingway, Dreiser y, por último, Osano, siento el agotamiento del animal hostigado varias veces antes de alcanzar el paraíso.

En la casa, debajo de mí, en esa casa que es ya mi historia, sabía que mi mujer estaba ocupada en la cocina preparando la cena del domingo. Mis hijos estaban viendo la televisión y jugando a las cartas en su cuarto, y como sabía que estaban allí, la tristeza era soportable en aquella habitación.

Leí de nuevo todos los libros de Osano, y me pareció un gran escritor en sus comienzos. Intenté analizar su fracaso posterior en la vida, su incapacidad para terminar su gran novela. Empezó asombrado por la maravilla del mundo que le rodeaba y la gente que había en él. Terminó escribiendo sobre la maravilla de sí mismo. Su preocupación, te dabas cuenta pronto, era convertir su propia vida en una leyenda. Escribió para el mundo en vez de hacerlo para sí mismo. Reclamaba a voces, continuamente, atención para Osano, en vez de atención para su arte. Quería que todo el mundo supiese lo listo y lo inteligente que era. Procuró incluso que los personajes que creaba no se llevasen los honores de su inteligencia. Era como un ventrílocuo celoso de las risas que provocaba su muñeco. Y esto era una vergüenza. Sin embargo, le considero un gran hombre. Admiro su tremenda humanidad, su tremendo amor a la vida. Qué inteligente era y qué divertido resultaba estar con él.

¿Cómo podía decir yo que fue un artista fallido cuando sus triunfos, aunque fuesen imperfectos, parecían mucho mayores que los míos? Me acordé de cuando revisé sus papeles, como albacea literario suyo, y me quedé asombrado al no poder hallar ni rastro de la novela que tenía entre manos. No podía creer que fuese tan falso, que hubiese estado fingiendo escribirla todos aquellos años y no hubiese hecho más que aquellas notas. Me di cuenta entonces de que la había quemado. Y aquella especie de chiste no había sido malicia ni astucia, sino sólo una burla que a él le encantaba. Y el dinero.

Había escrito algunas de las páginas en prosa más bellas de su generación y había formulado algunas de las ideas más vigorosas, pero le había encantado ser un truhán. Leí todas sus notas, unas quinientas páginas en largas hojas amarillas. Eran notas inteligentes y brillantes. Pero las notas no son nada.

Sabiendo esto me puse a pensar en mí mismo. En que había escrito libros tremendos. Pero, más desgraciado que Osano, había intentado vivir sin ilusiones y sin riesgo. Yo no tenía su amor por la vida ni su fe en ella. Pensé en aquello que decía Osano de que la vida siempre estaba intentando liquidarte. Por eso quizás viviese él tan alocadamente, luchase con tanta firmeza contra los golpes y las humillaciones.

Hace mucho, Jordan se voló la tapa de los sesos. Osano había vivido la vida plenamente y le había puesto fin cuando no tuvo otra elección. Y yo, yo intentaba escapar poniéndome un gorro cónico de mago. Pensé en otra cosa que me había dicho Osano: «La vida siempre está metiéndose en medio». Y me di cuenta de qué quería decir. El mundo es para un escritor como uno de esos pálidos espectros que con la edad se hacen más y más pálidos, y puede que fuese ésa la razón por la que Osano dejase de escribir.


La nieve caía espesa y yo la veía caer por las ventanas de mi estudio. La blancura cubría las ramas grises y desnudas de los árboles, el marrón y el verde mohosos del césped invernal. Si yo hubiese sido sentimental o tendiese a serlo, me habría sido fácil conjurar los rostros de Osano y de Artie cruzando sonrientes entre aquellos copos de nieve. Pero me negaba a hacerlo. No era tan sentimental ni tan blando conmigo, ni me compadecía tanto de mí mismo. Podría vivir sin ello. Su muerte no me disminuiría, como quizás ellos hubiesen esperado.

No, yo me sentía seguro allí en mi despacho. Caliente como una tostada. Seguro frente al furioso viento que lanzaba los copos de nieve contra mi ventana. No abandonaría aquella habitación, aquel invierno.

Fuera, las carreteras estaban heladas, mi coche podía patinar y la muerte podría destrozarme. Venenosos catarros víricos podían infectar mi organismo. Oh, había peligros innumerables además de la muerte. Y no perdía de vista los espías que la muerte podía infiltrar en la casa, e incluso en mi propio cerebro. Alzaba defensas contra ellos.

Tenía gráficos en las paredes de mi habitación. Gráficos para mi trabajo, mi salvación, mi defensa. Había investigado para hacer una novela sobre el imperio romano, con el propósito de retirarme al pasado. Había estudiado también la posibilidad de una novela en el siglo XXV por si quería ocultarme en el futuro. Se alzaban esperándome cientos de libros para leer, para cercar mi cerebro.

Arrimé un gran sillón al ventanal para poder ver caer la nieve cómodamente. Sonó el timbre de la cocina. La cena estaba lista. Mi familia debía estar esperándome, mi mujer y mis hijos. ¿Qué demonios les pasaba después de tanto tiempo? Contemplé la nieve, casi era una tormenta. El mundo exterior estaba completamente blanco. Volvió a sonar el timbre, con insistencia. Si yo estuviese vivo, me habría levantado y bajado al alegre comedor y disfrutado de una cena feliz. Miraba la nieve. De nuevo sonó el timbre.

Eché un vistazo al gráfico. Había escrito mi primer capítulo de la novela del imperio romano y diez páginas de notas de la del siglo XXV. En aquel momento decidí que escribiría sobre el futuro.

Volvió a sonar el timbre, larga e incesantemente. Cerré las puertas de mi estudio y bajé a la casa, al comedor. Entré, y al entrar lancé un suspiro de alivio.

Allí estaban todos. Los niños, casi adultos ya y preparados para irse. Valerie muy guapa con bata de casa y delantal. Y su encantador pelo castaño muy tirante recogido atrás. Estaba colorada, quizás por el calor de la cocina. ¿Quizás porque después de cenar saldría a reunirse con su amante? ¿Era eso posible? No tenía forma de saberlo. Aun así, ¿no merecía la pena preservar la vida?

Me senté a la cabecera de la mesa. Bromeé con los chicos. Comí. Le sonreí a Valerie y alabé la comida. Después de cenar, volvería a ir a mi habitación; trabajaría y estaría vivo.

Osano, Malomar, Artie, Jordan, os echo de menos. Pero no me liquidaréis. Todos mis seres queridos, los que estaban en torno a aquella mesa, podrían liquidarme algún día. Debería preocuparme por eso.


Durante la cena, recibí una llamada de Cully para que le fuera a esperar al aeropuerto al día siguiente. Venía a Nueva York por negocios. Era la primera vez en un año que tenía noticias de él, y por su tono de voz me di cuenta de que tenía problemas.


Llegué temprano a esperar a Cully, así que compré unas revistas y las leí, luego tomé café y un emparedado. Cuando oí anunciar que aterrizaba su avión, bajé hasta la zona de equipajes, que era donde le esperaba siempre. Como suele pasar en Nueva York, tardaron unos veinte minutos en sacar los equipajes. Por entonces, la mayoría de los pasajeros paseaban junto a la cinta transportadora donde se colocaban las maletas, pero no vi a Cully. Seguí buscándole. La gente empezó a irse y, al cabo de un rato, sólo quedaban en la cinta unas cuantas maletas.

Llamé a casa y le pregunté a Valerie si había llamado Cully y dijo que no. Luego llamé a información de vuelos de la TWA y pregunté si Cully Cross había llegado en el avión. Me dijeron que había hecho una reserva, pero que no había aparecido. Llamé al Hotel Xanadú de Las Vegas y me contestó la secretaria de Cully. Me dijo que sí, que por lo que ella sabía, Cully se había ido en avión a Nueva York. Sabía que no estaba en Las Vegas y que no volvería en varios días. En realidad, yo no estaba preocupado. Imaginé que había surgido algo. Cully siempre andaba de un punto a otro de los Estados Unidos, y viajaba también por el resto del mundo por cuestiones del hotel. Alguna emergencia de última hora le habría obligado a cambiar de planes, y estaba seguro de que más tarde se pondría en contacto conmigo. Pero en mi pensamiento bullía la inquietante idea de que nunca me había hecho una cosa así; de que siempre me había avisado de los cambios de planes y de que, a su modo, era además muy considerado como para dejarme ir al aeropuerto y hacerme esperar horas si no fuese a venir. Y, sin embargo, dejé pasar casi una semana sin noticias suyas y sin poder descubrir dónde estaba, antes de llamar a Gronevelt.

Gronevelt se alegró de que le llamara. Su voz respiraba fuerza, salud. Le expliqué el asunto, le pregunté dónde podía estar Cully y le dije que, en cualquier caso, pensaba que debía notificárselo a él.

– No es algo de lo que pueda hablar por teléfono -dijo Gronevelt-. Pero, ¿por qué no vienes unos días como huésped mío aquí al hotel? Podré explicártelo.

52

Cully llamó a Merlyn cuando recibió recado de subir a las habitaciones de Gronevelt.

Cully sabía por qué quería verle Gronevelt y sabía que tenía que empezar a pensar en una vía de escape. Por teléfono, le dijo a Merlyn que cogería el avión de la mañana siguiente, a Nueva York, y le pidió que fuese a esperarle. Le dijo a Merlyn que era importante, que necesitaba su ayuda.

Cuando Cully entró por fin en la suite de Gronevelt, intentó «leer» a Gronevelt, pero lo único que pudo ver fue cuánto había cambiado aquel hombre en los diez años que llevaba trabajando con él. El ataque de apoplejía que había sufrido le había dejado venitas rojas en el blanco de los ojos, en las mejillas, e incluso en la frente. Los fríos ojos azules parecían congelados. No parecía tan alto, y resultaba mucho más frágil. Pese a todo esto, Cully aún le temía.

Como siempre, Gronevelt le hizo preparar bebidas para los dos, el whisky habitual. Luego le dijo:

– Johnny Santadio llega mañana en avión. Sólo quiere saber una cosa. ¿Va a aprobar la comisión de juegos su licencia como propietario de este hotel o no?

– Ya sabes la respuesta -dijo Cully.

– Creo que la sé -dijo Gronevelt-. Y sé lo que tú le dijiste a Johnny: que era cosa segura. Sé que quedó todo acordado. Eso es lo que sé.

– No va a conseguirlo -dijo Cully-. No pude arreglarlo.

Gronevelt hizo un gesto de asentimiento.

– Era un asunto muy difícil con los antecedentes de Johnny. ¿Y sus cien grandes?

– Los tengo en caja -dijo Cully-. Él puede recogerlos cuando quiera.

– Bien -dijo Gronevelt-. Bien. Eso le agradará.

Ambos se acomodaron en sus asientos y bebieron. Preparándose los dos para la verdadera batalla, la verdadera cuestión. Luego, Gronevelt dijo muy despacio:

– Tanto tú como yo sabemos por qué Johnny hace este viaje especial a Las Vegas. Tú le prometiste que conseguirías que el juez Brianca dictase contra su sobrino una condena provisional por el asunto del fraude y la evasión fiscal. Ayer su sobrino fue condenado a cinco años. Espero que tengas una solución para esto.

– No tengo ninguna -dijo Cully-. Le pagué al juez Brianca los cuarenta grandes que me dio Santadio. Eso fue todo lo que pude hacer. Ésta es la primera vez que el juez Brianca me falla. Quizás pueda conseguir que me devuelva el dinero. No sé. He estado intentando ponerme en contacto con él, pero supongo que me elude.

– Tú sabes que Johnny tiene mucho peso en el hotel, y que si él dice que es imprescindible que te eche, tendré que hacerlo -dijo Gronevelt-. Cully, sabes que desde mi enfermedad no tengo el poder que tenía antes. Tuve que ceder parte de las acciones del hotel. Ahora no soy más que un recadero, un testaferro. No puedo ayudarte.

Cully sonrió.

– Diablos, no me preocupa que me despidan. Sólo me preocupa que me asesinen.

– Oh -dijo Gronevelt-. No, no es tan grave -sonrió a Cully como un padre sonreiría a su hijo-. ¿De verdad creías que era tan grave?

Por primera vez, Cully se tranquilizó y tomó un buen trago de whisky. Se sentía como si le hubiesen quitado un gran peso de encima.

– Aceptaré ese acuerdo inmediatamente -dijo Cully-: sólo el despido.

Gronevelt le dio una palmada en el hombro.

– No aceptes tan de prisa -dijo-. Johnny sabe el gran trabajo que has hecho para este hotel en los dos últimos años, desde mi enfermedad. Has hecho un trabajo magnífico. Has añadido millones de dólares a los ingresos del hotel. Y eso es importante. No sólo para mí, sino para los tipos como Johnny. En fin, has cometido un par de errores. Bueno, he de admitir que están bastante cabreados, sobre todo con que el sobrino vaya a la cárcel, y especialmente porque tú le dijiste que no se preocupara. Que tenías bien enganchado al juez Brianca. No podían entender cómo eras capaz de decir una cosa así y luego no cumplirla.

Cully meneó la cabeza.

– En realidad no puedo entenderlo -dijo-. Llevo cinco años con Brianca en el bolsillo, sobre todo cuando tenía aquella rubita, Charlie, trabajándomelo.

Gronevelt se echó a reír.

– Sí, la recuerdo. Guapa chica. Y de buen corazón.

– Sí -dijo Cully-. El juez estaba loco por ella. Le gustaba llevarla en su barco hasta México, y se estaba con ella allí una semana. Decía que resultaba siempre una magnífica acompañante. Una chiquita muy encantadora.

Lo que Cully no le contó a Gronevelt fue que Charlie solía contarle cosas del juez. Que entraba en el despacho del juez y, cuando él estaba ya con toga y todo, se la chupaba antes de que saliera a presidir el juicio. Le contó también cómo en el barco de pesca había hecho que el juez, con sus sesenta años, le hiciese una mamada a ella, y cómo luego el juez había corrido al camarote, había agarrado una botella de whisky y se había puesto a hacer gárgaras para eliminar todos los gérmenes. Era la primera vez que el viejo juez le hacía aquello a una mujer. Pero, dijo Charlie Brown, después parecía un niño sorbiendo helados. Cully sonrió un poco, recordando, y luego se dio cuenta de que Gronevelt seguía.

– Creo que sé de un medio por el que puedes arreglarlo -dijo Gronevelt-. He de admitir que Santadio está furioso. Está que trina, pero yo puedo aplacarle. Lo único que tienes que hacer es sorprenderle con un gran golpe, ahora mismo, y creo que lo tengo. Hay otros tres millones esperando en Japón. La parte de Johnny en esto es de un millón de billetes. Si consigues traer eso, como hiciste la otra vez, creo que por un millón de dólares Johnny Santadio te perdonará. Pero no olvides algo: ahora es más peligroso.

Cully se quedó sorprendido y luego se puso muy alerta. Lo primero que preguntó fue:

– ¿Sabrá el señor Santadio que voy?

Si Gronevelt hubiese dicho que sí, Cully habría rechazado el plan. Pero Gronevelt, mirándole directamente a los ojos, dijo:

– Es idea mía, y te sugiero que no se lo digas a nadie, absolutamente a nadie, no le digas a nadie que vas a ir. Coge el vuelo de la tarde para Los Angeles, enlaza con el vuelo al Japón, y estarás allí antes de que llegue aquí Johnny Santadio. Entonces yo le diré simplemente que estás fuera de la ciudad. Mientras estés en ruta, yo me encargaré de los preparativos necesarios para que te entreguen el dinero. No tienes que preocuparte de extraños porque nos entenderemos con nuestro viejo amigo Fummiro.

La mención del nombre de Fummiro dispersó todos los recelos de Cully.

– De acuerdo -dijo-. Lo haré. Lo único es que iba a ir a Nueva York a ver a Merlyn y estará esperándome en el aeropuerto, así que tendré que llamarle.

– No -dijo Gronevelt-. Nunca puedes saber si hay alguien controlando el teléfono, ni tampoco a quién puede contárselo él. Déjame que yo me cuide de esto. Le diré que no vaya a esperarte al aeropuerto. No canceles siquiera la reserva. Eso desviará a la gente de la pista. A Johnny le diré que fuiste a Nueva York. Tendrás una gran coartada. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dijo Cully.

Gronevelt meneó la cabeza y le dio otra palmada en el hombro.

– Vete y vuelve lo más de prisa que puedas -le dijo-. Si consigues volver, te prometo que no tendrás ningún problema con Johnny Santadio. No tendrás por qué preocuparte.


La noche antes de irse al Japón, Cully llamó a dos chicas que conocía. Putas finas las dos. Una era la mujer de un jefe de sección del casino de un hotel del Strip. Se llamaba Crystin Lesso.

– Crystin -dijo-. ¿Estás de humor para un combate?

– Por supuesto -dijo Crystin- ¿Cuánto rebajarás mi deuda?

Cully doblaba normalmente el precio cuando se trataba de un «combate», lo que significaba doscientos dólares. «Qué demonios -pensó-, me voy al Japón, ¿quién sabe lo que pasará?»

– Pongamos quinientos -dijo Cully.

Hubo una exclamación de asombro al otro lado del hilo.

– Dios mío -dijo Crystin-. Debe ser algo serio. ¿Con quién tengo que entrar en el cuadrilátero, con un gorila?

– No te preocupes -dijo Cully-. Tú siempre lo pasas bien, ¿no?

– ¿Cuándo? -dijo Crystin.

– Ha de ser temprano -dijo Cully-. Tengo que coger el avión mañana por la mañana. ¿Te parece bien?

– Por supuesto -dijo Crystin-. Supongo que no me darás de cenar.

– No -dijo Cully-. Tengo demasiadas cosas que hacer. No tendré tiempo.

Cully colgó, abrió el cajón del escritorio y sacó un paquetito de fichas blancas. Eran los marcadores de la deuda de Crystin, tres mil dólares en total.

Cully caviló sobre los misterios de las mujeres. Crystin era una chica bastante guapa, de unos veintiocho. Pero jugadora empedernida. Dos años atrás había echado por la borda veinte grandes. Había llamado a Cully y le había pedido una cita en su oficina; al entrar le había propuesto que saldaría los veinte grandes como puta encubierta. Pero sólo aceptaría citas directamente, a través de Cully y con el máximo secreto, a causa de su marido.

Cully había intentado convencerla de que no lo hiciese.

– Si se entera tu marido, te matará -le dijo.

– Si descubre que debo veinte grandes me matará igualmente -dijo Crystin-. ¿Cuál es la diferencia? Y, además, ya sabes que yo no puedo dejar de jugar, y supongo que además de la cuota puedo conseguir que alguno de esos tipos me dé para jugar o, al menos, haga una apuesta por mí.

En fin, Cully aceptó. Además, le había dado trabajo como secretaria del encargado de alimentos y bebidas del Hotel Xanadú. Al encargado le atraía ella y, por lo menos una vez a la semana, se iban a la cama por la tarde, en la suite que él tenía en el hotel. Después de un tiempo, Cully la introdujo en lo del «combate» y a ella le había encantado.

Cully sacó uno de los marcadores de quinientos dólares y lo rompió. Luego, en un súbito impulso, rompió todos los marcadores de Crystin y los tiró a la papelera. Cuando volviese del Japón, tendría que encubrirlo con papeleo, pero ya pensaría en ello más tarde. Crystin era una buena chica. Si algo le pasaba a él, quería que ella estuviese a salvo.

Dedicó el tiempo a ordenar su escritorio. Después bajó a sus habitaciones. Pidió champán frío y llamó a Charlie Brown.

Se dio una ducha y se puso el pijama. Un pijama muy elegante. Seda blanca, con bordes rojos y las iniciales en el bolsillo de la chaqueta.

Primero llegó Charlie Brown y Cully le sirvió champán. Luego llegó Crystin. Estuvieron sentados allí charlando, y él les hizo beber toda la botella antes de llevarlas al dormitorio.

Las dos chicas se mostraban un poco tímidas entre sí, aunque ya se conocían de antes. Cully les dijo que se desvistieran y se quitó el pijama.

Se metieron los tres desnudos en la cama y estuvo hablando con ellas un rato, bromeando, haciendo chistes, besándolas de vez en cuando, y jugando con sus senos. Luego echó un brazo al cuello de cada una y juntó sus caras. Ellas sabían lo que esperaba que hiciesen. Se besaron vacilantes en los labios.

Cully alzó a Charlie Brown, que era la más delgada. Y se deslizó bajo ella de modo que ambas mujeres quedasen juntas. Cully sintió la rápida oleada de la excitación sexual.

– Vamos -dijo-. Os encantará. Sabéis que os gustará.

Pasó la mano entre las piernas de Charlie Brown y la dejó descansar allí. Al mismo tiempo, se inclinó y besó a Crystin en la boca y luego empujó a una contra la otra.

Tardaron un rato en empezar. Parecían vacilar, parecían muy tímidas. Así era siempre. Poco a poco, Cully se apartó de ellas hasta sentarse a los pies de la cama.

Sentía una súbita tranquilidad mientras observaba cómo se hacían el amor las dos mujeres. Para él, con todo su cinismo respecto a las mujeres y el amor, era el espectáculo más bello que podía esperar contemplar. Las dos tenían cuerpos majestuosos y rostros encantadores, y las dos eran verdaderamente apasionadas, como jamás podrían serlo con él. Era un espectáculo que podría contemplar eternamente.

Mientras ellas seguían, Cully se levantó de la cama y se sentó en un sillón. Las dos mujeres estaban cada vez más excitadas. Cully vio sus cuerpos moverse y subir y bajar hasta que llegó el apogeo final y las dos quedaron abrazadas, tranquilas y quietas.

Cully se acercó a la cama y las besó suavemente. Luego, se echó entre ellas y dijo:

– No hagáis nada. Durmamos un poco.


Se durmió y cuando despertó las dos mujeres estaban en la sala, vestidas y charlando.

Cully sacó quinientos dólares de la cartera y se los dio a Charlie Brown.

Charlie le dio un beso de despedida y le dejó sólo con Crystin.

Cully se sentó en el sofá y rodeó con un brazo a Crystin. Le dio un beso suave.

– Rompí tus marcadores -dijo-. Ya no tienes que preocuparte de ellos, y le diré al cajero que te dé quinientos dólares en fichas para que puedas jugar un poco esta noche.

Crystin se echó a reír y dijo:

– Cully, no puedo creerlo. Al final te has convertido en un primo.

– Todos somos primos -dijo Cully-. Pero, qué demonios, tú te has portado muy bien estos dos años. Quiero sacarte de esto.

Crystin le dio un abrazo y se apoyó en su hombro; luego dijo quedamente:

– Cully, ¿por qué le llamas «combate»?, ya sabes, cuando quieres que lo haga con otra chica.

Cully se echó a reír.

– Simplemente me gusta la idea de la palabra. En cierto modo lo describe.

– ¿Me desprecias por eso? -preguntó Crystin.

– No -dijo Cully-. Para mí es lo más bello que he visto en mi vida.

Cuando Crystin se fue, Cully no pudo dormir. Por fin, bajó al casino. Localizó a Crystin en la mesa de veintiuno. Tenía frente a ella una pila de fichas negras de cien dólares.

Le hizo señas de que se acercara. Sonreía encantada.

– Cully, es mi noche de suerte -le dijo-. Gano doce grandes.

Luego, cogió un montón de fichas y las colocó en la mano de Cully.

– Eso es para ti -dijo-. Quiero que las cojas.

Cully contó las fichas. Eran diez. Mil dólares.

Se echó a reír y dijo:

– De acuerdo. Te las guardaré, algún día necesitarás dinero para jugar.

La dejó, siguió a su oficina y guardó las fichas en un cajón de su escritorio. Pensó de nuevo en llamar a Merlyn, pero decidió no hacerlo.

Miró a su alrededor. No le quedaba ninguna cosa por hacer, pero tenía la sensación de olvidarse de algo. Como si hubiese contado el «zapato» y faltasen algunas cartas importantes. Pero ya era demasiado tarde. Dentro de a unas horas, estaría en Los Angeles y cogería el avión con destino a Tokio.

En Tokio, Cully tomó un taxi para ir a la oficina de Fummiro. Las calles de Tokio estaban llenas de gente, y muchos llevaban las mascarillas de gasa blanca quirúrgica para protegerse del aire cargado de gérmenes. Hasta los obreros de la construcción, con sus resplandecientes chaquetones rojos y sus cascos blancos, llevaban aquellas mascarillas. Por alguna razón, las máscaras inquietaban a Cully. Pero pensó que se debía a que estaba muy nervioso por el viaje.

Fummiro le recibió con un cordial apretón de manos y una amplia sonrisa.

– Cuánto me alegro de verle, señor Cross -dijo-. Procuraremos que su estancia sea agradable, que se divierta mucho en nuestro país. No tiene más que decirle a mi ayudante lo que necesita.

Estaba en la moderna oficina de Fummiro, de estilo norteamericano, y podían hablar sin problemas.

– Tengo mi maleta en el hotel, y sólo quiero saber cuándo debo traerla a su oficina -dijo Cully.

– El lunes -dijo Fummiro-. En el fin de semana no se puede hacer nada. Pero hay una fiesta en mi casa mañana por la noche. Estoy seguro de que le gustará.

– Muchísimas gracias -dijo Cully-. Pero sólo quiero descansar. No me encuentro demasiado bien y ha sido un viaje largo.

– Sí, claro, comprendo -dijo Fummiro-. Tengo una buena idea. Hay una posada rural en Yogawara. Queda sólo a una hora de coche de aquí. Podrá ir en mi limusina. Es el lugar más bello de Japón. Tranquilo y pacífico. Hay chicas que dan masajes y yo procuraré que tenga usted otras chicas allí. La comida es soberbia. Comida japonesa, claro. Es donde todos los hombres importantes del Japón llevan a sus amantes a pasar unos días, y es un sitio discreto. Allí estará tranquilo, sin ninguna preocupación. Puede usted volver el lunes, completamente repuesto, y entonces le tendré preparado el dinero.

Cully se lo pensó. Mientras no tuviese el dinero no corría peligro, y la idea de descansar en el campo le atraía.

– Me parece magnífico -le dijo a Fummiro-. ¿Cuándo puede recogerme la limusina?

– El viernes por la noche el tráfico es tremendo -dijo Fummiro-. Es mejor ir mañana por la mañana. Descanse bien esta noche y el fin de semana, y ya le veré el lunes.

Como un honor especial, Fummiro le acompañó hasta el ascensor.


Había más de una hora en limusina hasta Yogawara. Pero cuando llegó allí, Cully se alegró mucho de haber hecho el viaje. Era un mesón rural maravilloso, estilo japonés.

Las habitaciones eran magníficas. Los criados flotaban por los pasillos como espectros, casi invisibles. Y no había rastro de otros huéspedes.

En una de las habitaciones había una inmensa bañera de madera de sequoia. El baño propiamente dicho estaba equipado con toda clase de útiles, lociones de afeitar y cosméticos femeninos. Cualquier cosa que uno pudiese necesitar.

Dos muchachitas, casi núbiles, le llenaron la bañera y le lavaron bien antes de que se metiese en la fragante agua caliente. La bañera era tan grande que casi podía nadar en ella. Y tan profunda que casi le cubría. Sintió esfumarse de sus huesos el cansancio y la tensión y luego, por fin, las dos jóvenes le sacaron de la bañera y le llevaron hasta un jergón de la otra habitación. Allí tumbado dejó que le masajearan, dedo a dedo, miembro a miembro, músculo a músculo; nunca le habían dado un masaje parecido.

Le entregaron luego un futaba, un cojincito cuadrado y duro para apoyar la cabeza. E inmediatamente se quedó dormido. Durmió hasta bien entrada la tarde, y luego dio un paseo por el campo.

La posada estaba emplazada en una ladera que dominaba un valle, y más allá del valle se veía el océano, azul, ancho, de una claridad cristalina. Bordeó un hermoso estanque salpicado de flores que parecían hacer juego con los intrincados parasoles de las esteras y hamacas del porche de la posada. Todos aquellos colores claros le encantaban, y aquel aire claro y diáfano refrescaba su mente. Ya no se sentía preocupado ni tenso. Nada pasaría. Fummiro, un viejo amigo, le entregaría el dinero. Cuando llegase a Hong Kong y depositase el dinero, sus problemas con Santadio concluirían y podría volver tranquilamente a Las Vegas. Todo saldría bien. El Hotel Xanadú sería suyo, y él cuidaría de Gronevelt como un hijo de su anciano padre.

Por un momento, deseó poder pasar el resto de su vida en aquel hermoso lugar, tan despejado y tranquilo, tan pacífico como si estuviese viviendo quinientos años atrás. Él nunca había deseado ser un samurai, pero ahora pensaba lo inocentes que habían sido sus luchas.

Empezaba a oscurecer; pequeñas gotas de lluvia salpicaron la superficie del estanque. Volvió a sus habitaciones de la posada. Le encantaba el estilo de vida japonés. Sin muebles. Sólo esterillas. Aquellas puertas deslizantes de papel con marco de madera que separaban las habitaciones, convertían una sala en dormitorio. Le parecía muy razonable e inteligente.

Oyó a lo lejos un campanilleo y unos minutos después las puertas de papel se corrieron y entraron dos jóvenes con una inmensa bandeja oval de casi uno cincuenta de largo. Podía ser el tablero de una mesa. La bandeja estaba llena de pescado, todos los peces que el mar podía ofrecer.

Había calamar negro y pez de cola amarilla, ostras perlíferas, cangrejos grisnegro, trozos de pescado que mostraban debajo carne de un rosa vívido. Era un arcoiris de colores; había allí comida para más de cinco hombres. Las mujeres colocaron la bandeja sobre una mesa baja, y pusieron cojines para que él pudiera sentarse. Luego se sentaron a los lados y fueron dándole trocitos de pescado.

Entró otra chica con una bandeja de sake y vasos. Sirvió el sake y le llevó el vaso a la boca para que bebiera.

Todo estaba delicioso. Cuando terminó, Cully se quedó mirando por la ventana el valle de pinos y el mar que se extendía más allá. Tras él podía oír a las mujeres retirar la cena y oyó cerrarse las puertas correderas. Estaba solo en la habitación, mirando el mar.

Recorrió de nuevo mentalmente todos los detalles, contabilizando el «zapato» de circunstancias, posibilidades y riesgos. El lunes por la mañana Fummiro le entregaría el dinero, él cogería el avión para Hong Kong y en Hong Kong tendría que llevarlo al banco. Se puso a pensar dónde podía acechar el peligro, si es que lo había. Pensó en Gronevelt. En que Gronevelt podía traicionarle. O Santadio. O incluso Fummiro. ¿Por qué le había traicionado el juez Brianca? ¿Sería todo aquello algo preparado por Gronevelt? Y luego recordó la noche que había cenado con Fummiro y con Gronevelt. Se sentían un poco incómodos con él. ¿Había algo entre ellos? Pero Gronevelt era un viejo enfermo, el largo brazo de Santadio no llegaba hasta el lejano oriente, y Fummiro era un viejo amigo.

Sin embargo, siempre había que contar con la mala suerte. En cualquier caso, sería su último riesgo. Y por lo menos dispondría de otro día de paz y tranquilidad en Yogawara.

Oyó deslizarse las puertas tras él. Eran las dos muchachitas que le conducían de nuevo a la bañera de madera.

Volvieron a lavarle. De nuevo le sumergieron en las vastas y fragantes aguas de la bañera.

Una vez remojado, le sacaron de nuevo y le tumbaron en la esterilla, colocándole el cojín futaba bajo la cabeza. De nuevo le hicieron el masaje. Luego, completamente descansado, Cully sintió una oleada de deseo sexual. Intentó coger a una de las chicas, pero ésta le rechazó muy amablemente con gestos. Luego indicó, también mediante gestos, que ya mandaría a otra chica. Aquella no era su función.

Entonces Cully alzó dos dedos para indicarles que quería dos chicas. Las dos se rieron ante esto, y él se preguntó si las chicas japonesas «combatirían» entre sí.

Las vio salir y cerrar las puertas. Hundió la cabeza en el cojincito cuadrado. Sentía el cuerpo voluptuosamente relajado. Se hundió en un sueño ligero. Oyó a lo lejos el rumor de las puertas. Ah, pensó, ahí vienen. Y sintiendo curiosidad por ver el aspecto que tenían, si eran guapas, cómo iban vestidas, alzó la cabeza y vio asombrado a dos hombres con el rostro cubierto por mascarillas de gasa quirúrgica que avanzaban hacia él.

Al principio pensó que las chicas le habían interpretado mal. Que, cómicamente inepto, había pedido un masaje más intenso. Pero las máscaras de gasa le paralizaron de terror. Comprendió de pronto que en el campo no se utilizaban aquellas mascarillas. Luego su mente captó la verdad, y gritó:

– ¡No tengo el dinero, no tengo el dinero!

Intentó incorporarse, pero ya los dos hombres estaban sobre él.

No fue doloroso ni horrible. Pareció hundirse en el mar, en las fragantes aguas de la bañera de madera. Sus ojos se nublaron y luego quedó allí inmóvil en la esterilla, el futaba bajo la cabeza.

Los dos hombres envolvieron el cuerpo en toallas y lo sacaron silenciosamente de la habitación.


Lejos, al otro lado del océano, en su apartamento, Gronevelt accionaba los controles para bombear oxígeno puro en el casino.

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