LIBRO TERCERO

11

El padre de Valerie arregló las cosas para que yo no perdiese mi trabajo. El tiempo que había pasado fuera se justificó como vacaciones y enfermedad, así que incluso me pagaron el mes que estuve holgazaneando en Las Vegas. Pero cuando volví, el comandante del ejército, mi jefe, estaba un poco enfadado. Yo no me preocupaba por eso. Si estás en el Servicio Civil Federal de Estados Unidos de Norteamérica y no eres ambicioso, y no te importa que te humillen un poco, tu jefe no tiene ningún poder.

Yo trabajaba de ayudante administrativo en las unidades de la reserva del ejército. Dado que las unidades se reunían sólo una vez por semana para instrucción, yo era responsable de todo el trabajo administrativo de las tres unidades que tenía asignadas. Era un trabajo muy pesado. Tenía a mi cuidado un total de seiscientos hombres, debía hacer sus nóminas, mimeografiar sus manuales de instrucciones, toda esa mierda. Tenía que comprobar el trabajo administrativo de las unidades realizado por el personal de la reserva. Preparaban informes para sus reuniones, tramitaban las órdenes de ascenso. En realidad, todo esto no era tanto trabajo como parecía salvo cuando las unidades se iban al campamento de instrucción de verano para una estancia de dos semanas. Entonces yo estaba muy ocupado.

En nuestra oficina el ambiente era muy cordial. Había otro civil llamado Frank Alcore que era mayor que yo y pertenecía a una unidad de la reserva para la que trabajaba como administrativo. Frank, con lógica impecable, me convenció de que debía venderme. Trabajé con él dos años sin enterarme de que estaba haciendo chanchullos. Sólo lo descubriría al volver de Las Vegas.

Las unidades de reserva de Estados Unidos eran lugar de cabildeo político. Por sólo asistir a una reunión dos horas semanales recibías paga de día completo. Un oficial podía llevarse sobre los veinte billetes. Un suboficial, con el plus de antigüedad, diez. Más derechos de pensión. Y durante las dos horas simplemente ibas a reuniones de instrucción o te dormías viendo una película.

La mayoría de los administrativos civiles se incorporaban a la reserva del ejército. Salvo yo. Mi sombrero mágico adivinó un posible riesgo. Si había otra guerra, las unidades de la reserva serían las primeras que pasarían al ejército regular.

Todos pensaban que yo estaba loco. Frank Alcore me suplicó que me incorporase. Yo había sido soldado tres años en la Segunda Guerra Mundial, pero él me dijo que podía conseguir que me nombrasen sargento por mi experiencia civil como administrativo de una unidad del ejército. Era un chollo, hacías tu deber patriótico y ganabas paga doble. Pero me resultaba odiosa la idea de recibir órdenes otra vez, aunque sólo fuese dos horas por semana y dos semanas en el verano. Como subalterno, tenía que seguir las órdenes de mis superiores. Pero hay una gran diferencia entre órdenes e instrucciones.

Cada vez que leía en la prensa informes sobre la fuerza de reserva magníficamente entrenada de nuestro país, meneaba la cabeza. Un millón de hombres tocándose los huevos. Me preguntaba por qué no abolirían todo aquello. Pero un montón de ciudades pequeñas dependían de nóminas de la reserva del ejército para sustentar sus economías. Muchos políticos de las legislaturas estatales y del Congreso eran oficiales de la reserva de muy elevado rango y ejercían notable presión.

Y entonces pasó algo que cambió toda mi vida. La cambió sólo por un breve período de tiempo pero la cambió para mejor, tanto económica como psicológicamente. Me convertí en estafador. Cortesía de la estructura militar de Estados Unidos.

Poco después de volver de Las Vegas, los jóvenes de Norteamérica se dieron cuenta de que si se alistaban en el programa de servicio activo de seis meses recién aprobado obtendrían un beneficio neto de dieciocho meses de libertad. El joven reclutable no tenía más que alistarse en el programa de la reserva y hacer un período en el ejército regular de seis meses en Estados Unidos. Tras esto, hacía cinco años y medio en el ejército de la reserva. Lo cual significaba ir a una reunión de dos horas por semana y a un campo de verano de dos semanas en servicio activo. Si esperaba y le reclutaban, tendría que hacer dos años completos, y quizás en Corea.

Pero había muy pocas plazas en el ejército de reserva. Por cada vacante había cien solicitudes, y Washington estableció un sistema de cuotas. Las unidades que yo manejaba recibieron una cuota de treinta plazas por mes. El primero que llegaba se llevaba el puesto.

Finalmente, tuve una lista de casi mil nombres. Yo controlaba administrativamente la lista y jugaba limpiamente. Mis jefes, el comandante asesor del ejército regular y un teniente coronel de la reserva al mando de las unidades, tenían la autoridad oficial. A veces situaban furtivamente a un favorito en cabeza. Cuando me decían que lo hiciese, yo nunca protestaba. ¿Qué coño me importaba? Yo estaba trabajando en mi libro. El tiempo que dedicaba al trabajo era sólo para conseguir el cheque.

Las cosas empezaron a ponerse más difíciles. Cada vez se reclutaban más jóvenes. Cuba y Vietnam acechaban en el horizonte. Por entonces, me di cuenta de que pasaba algo raro. Y tenía que ser muy raro para que yo me diese cuenta, porque no tenía el menor interés por mi trabajo ni por sus detalles e incidentes.

Frank Alcore era mayor que yo, estaba casado y tenía un par de hijos. Teníamos la misma graduación como funcionarios, operábamos con independencia, él tenía sus unidades y yo tenía las mías. Los dos ganábamos la misma cantidad de dinero, unos cien billetes por semana. Pero él pertenecía a su unidad de la reserva como sargento y ganaba otro grande extra al año. Sin embargo, venía al trabajo en un Buick nuevo y lo aparcaba en un garaje próximo que le costaba tres billetes diarios. Apostaba a todos los juegos de pelota, fútbol americano, baloncesto y béisbol, y yo sabía lo que costaba eso. Y me preguntaba de dónde demonios sacaría la pasta. Le tanteé y me guiñó un ojo y me dijo que tenía un sistema. Le iba muy bien con las apuestas. En fin, aquél era mi rollo, era mi terreno… y sabía que lo que me decía era cuento. Luego, un día me llevó a comer a un buen restaurante italiano de la Novena Avenida y me enseñó todas sus cartas.

Cuando tomábamos café me preguntó:

– ¿Cuántos tipos alistas por mes en tus unidades, Merlyn? ¿Qué cuota recibes de Washington?

– Treinta el mes pasado -dije-. La cosa varía entre veinticinco y cuarenta, según cuántos tipos perdamos.

– Esos puestos de alistamiento valen dinero -dijo Frank-. Puedes ganar mucha pasta.

No contesté. Luego siguió:

– Basta con que me dejes utilizar cinco de tus plazas por mes -dijo-. Yo te daré cien billetes por cada una.

No me tentó. Quinientos billetes al mes significaban para mí una subida en mis ingresos del cien por cien. Pero moví la cabeza y le dije que lo olvidara. Era muy orgulloso. Nunca había hecho nada deshonesto en mi vida adulta. Era rebajarme, convertirme en un vulgar recogedor de propinas. Después de todo, era un artista. Un gran novelista esperando ser famoso. Ser deshonesto era ser un villano. Habría ensuciado la imagen narcisista que tenía de mí mismo. No importaba que mi mujer y mis hijos estuviesen al borde de la pobreza. No importaba que yo tuviese que tomar un trabajo extra de noche para poder llegar a fin de mes. Yo era un héroe nato. Aun así, la idea de que los chicos pagasen por entrar en el ejército me divertía.

Frank insistió.

– No corres ningún riesgo -dijo-. Esas listas pueden falsificarse. No hay ninguna matriz. No tendrás que coger el dinero de los chicos ni hacer tratos. Todo eso lo haré yo. Sólo tienes que alistarlos cuando yo te lo diga. Entonces, el dinero pasará de mi mano a la tuya.

En fin, si él me daba a mí cien, tenía que conseguir doscientos. Y tenía unos quince puestos propios de alistamiento, y al precio de doscientos cada uno, eran tres grandes por mes. De lo que yo no me daba cuenta era de que él no podía usar los quince puestos. Los oficiales al mando de sus unidades tenían gente que se cuidaba de eso. Jefes políticos, congresistas, senadores de Estados Unidos, mandaban a sus hijos para eludir el reclutamiento. Le quitaban a Frank el pan de la boca y, claro, Frank estaba enfadado. Sólo podía vender cinco puestos al mes. Aun así, eran mil dólares al mes libres de impuestos… De cualquier modo, seguí diciendo que no.

Hay toda clase de excusas que puedes montarte antes de acabar estafando. Yo tenía una imagen determinada de mí mismo. De que era honrado y nunca diría una mentira ni engañaría al prójimo. Que jamás haría nada sucio por dinero. Pensaba que era como mi hermano Artie. Artie era honrado hasta la médula. No había posibilidad de que él estafase nunca. Solía contarme historias sobre las presiones que ejercían sobre él en el trabajo. Como ingeniero químico encargado de examinar fármacos y drogas nuevos para la Food & Drug Administration, se encontraba en una posición de poder. Ganaba bastante, pero cuando realizaba sus comprobaciones descalificaba muchos de los productos que los otros químicos federales aprobaban. Entonces, le abordaron las grandes empresas productoras y le hicieron entender que tenían trabajos que daban mucho más dinero del que él pudiese ganar en su vida. Si era un poco más sensible, podría progresar en el mundo. Artie lo rechazó. Luego, por fin, uno de los productos que vetó, fue aprobado por un superior. Al cabo de un año, el producto tuvo que ser prohibido por los efectos tóxicos sobre los pacientes, algunos de los cuales murieron. Todo el asunto saltó a la prensa y Artie fue un héroe durante un tiempo. Y le ascendieron incluso al grado más alto del servicio civil. Pero le hicieron entender que nunca subiría más. Que nunca llegaría a ser jefe de la agencia por su falta de comprensión de los imperativos políticos del trabajo. A él le daba igual y yo estaba orgulloso de él.


Yo quería vivir una vida honrada, ésta era mi gran obsesión. Me ufanaba de ser un hombre realista, así que no pretendía ser perfecto. Pero cuando hacía alguna cochinada, no la aprobaba ni me engañaba a mí mismo, y normalmente no volvía a hacerla. No obstante, con frecuencia me sentía decepcionado en el fondo, dada la cantidad de cochinadas que puede hacer una persona, y me veía así cogido siempre por sorpresa.

En fin, tenía que convencerme a mí mismo de que debía convertirme en un tramposo. Quería ser honrado porque me sentía más cómodo diciendo la verdad que mintiendo. Me sentía más a gusto inocente que culpable. Me lo había pensado bien. Era un deseo pragmático, no romántico. Si me hubiese sentido más cómodo siendo mentiroso y ladrón, lo habría sido. Y en consecuencia, era tolerante con los que actuaban así. Era, pensaba yo, su rollo, no necesariamente una elección moral. Yo afirmaba que la moral no tenía nada que ver con aquello, pero en realidad no me lo creía. En el fondo creía en el bien y el mal como valores.

Y además, si hemos de ser sinceros, yo estaba siempre en competencia con otros hombres y, así, quería ser mejor, como hombre y como persona. Me daba una gran satisfacción el no ser codicioso con el dinero cuando los otros hombres se rebajaban por él. Desdeñar la gloria, ser honrado con las mujeres, ser inocente por elección. Me proporcionaba placer no recelar de las motivaciones de otros y confiar en ellos sistemáticamente. La verdad era que nunca confiaba en mí. Una cosa es ser honrado y otra temerario.

En suma, prefería que me engañasen a engañar a alguien, prefería que me estafasen a ser un estafador; y entendía perfectamente que esto era una armadura en la que me encerraba, y que en realidad no tenía nada de admirable. El mundo no me haría daño si no podía conseguir que me sintiera culpable. Si yo pensaba bien de mí mismo, ¿qué importaba que los demás pensaran mal de mí? El asunto no siempre funcionaba, claro. La armadura tenía rendijas y aberturas. Y tuve algunos deslices a lo largo de los años.

Y sin embargo… sin embargo, yo creía que incluso esto, que parecía remilgada honradez, era, de un modo extraño, el género más ruin de fraude. Que mi moral se apoyaba en un cimiento de fría piedra. Que sencillamente nada había en la vida que yo desease tanto como para que me pudiese corromper. Lo único que quería hacer era crear una gran obra de arte. Pero no deseaba fama ni poder ni dinero, o eso creía yo. Sencillamente quería beneficiar a la humanidad. Ay. Siendo adolescente, asediado por sentimientos de culpa y de indignidad, sintiéndome perdido en el mundo, leí la novela de Dostoievsky Los hermanos Karamazov. Ese libro cambió mi vida. Me dio fuerzas. Me hizo ver la belleza vulnerable de todas las personas por muy despreciables que puedan parecer. Y siempre recordaré el día en que por fin dejé el libro, lo devolví a la biblioteca del orfanato y luego salí a la claridad alimonada de un día de otoño. Tenía la sensación de hallarme en estado de gracia.

Y así, lo único que deseaba era escribir un libro que hiciese a la gente sentir lo que yo sentí aquel día. Para mí era el ejercicio máximo de poder. Y el más puro. Y así, cuando se publicó mi primera novela, en la que trabajé cinco años, que me había costado gran trabajo publicar sin ceder a las presiones, sin compromisos artísticos, la primera crítica que leí la calificaba de sucia, degenerada, decía que era un libro que jamás debería haberse escrito y una vez escrito jamás debería haberse publicado.

El libro dio muy poco dinero. Tuvo algunas críticas muy elogiosas. Se aceptaba que yo había creado una verdadera obra de arte, y realmente había colmado en cierta medida mi ambición. Algunas personas me escribieron cartas diciéndome que escribía como Dostoievsky. Encontré que el consuelo de esas cartas no compensaba la sensación de rechazo que me producía el fracaso comercial.

Tenía otra idea para una novela verdaderamente grande, mi Crimen y castigo. Mi editor no estaba dispuesto a darme un adelanto. Ningún editor lo haría. Dejé de escribir. Las deudas se amontonaban. Mi familia vivía en la pobreza. Mis hijos no tenían nada de lo que tenían los otros niños. Mi mujer, que era responsabilidad mía, estaba privada de todas las alegrías materiales de la sociedad, etc. etc. Yo me había ido a Las Vegas. Y así no podía escribir. Y entonces lo entendía claramente. Para convertirme en el artista y en el hombre honrado que anhelaba ser, tenía que coger propinas y aceptar sobornos durante un breve período. Uno puede convencerse a sí mismo de cualquier cosa.

Aun así, Frank Alcore tardó seis meses en convencerme, y entonces tuvo que tener suerte. Me intrigaba Frank porque era el perfecto jugador. Cuando le compraba un regalo a su mujer, siempre era algo que pudiese llevar a empeñar si andaba escaso de pasta. Y lo que me encantaba era cómo utilizaba su cuenta corriente.

Los sábados, Frank salía a hacer la compra de la familia. Todos los comerciantes del barrio le conocían y aceptaban sus cheques. En la carnicería compraba la mejor carne de ternera y de buey y se gastaba sus buenos cuarenta dólares. Le daba al carnicero un talón de cien y se embolsaba los sesenta del cambio. La misma historia en la tienda de ultramarinos y en la verdulería. Hasta en la bodega. El sábado por la tarde tenía unos doscientos pavos del cambio de sus compras, y lo usaba para hacer sus apuestas en los partidos de béisbol. No tenía ni un céntimo en la cuenta corriente. Si perdía aquel dinero el sábado, conseguía crédito de su corredor de apuestas para apostar en los partidos del domingo, doblando la apuesta. Si ganaba, corría al banco el lunes por la mañana para cubrir los cheques. Si perdía, dejaba que los devolvieran. Luego, durante la semana, conseguía dinero por reclutar a jóvenes que querían eludir el ejército en el programa de seis meses para cubrir los cheques cuando llegasen por segunda vez.

Frank solía llevarme a los partidos nocturnos de béisbol y lo pagaba todo, hasta los bocadillos. Era un tipo generoso por naturaleza, y cuando yo intentaba pagar, me apartaba la mano y decía algo así como: «Los hombres honrados no pueden permitirse esas cosas». Yo siempre lo pasaba bien con él, hasta en el trabajo. Durante la hora de comer jugábamos al gin y yo normalmente le ganaba algunos dólares, no porque jugase mejor a las cartas sino porque su pensamiento estaba en otra parte.

Todo el mundo tiene una excusa para dejar de ser honrado. La verdad es que dejas de serlo cuando estás preparado para dejar de serlo.

Una mañana, llegué a trabajar y el vestíbulo exterior de mi oficina estaba lleno de jóvenes que querían alistarse en el programa de seis meses del ejército. En realidad, estaba lleno todo el edificio. Todas las unidades alistaban afanosamente en las ocho plantas. Y era uno de esos viejos edificios construidos para albergar batallones enteros que podían entrar desfilando en él. Sólo que ahora, la mitad de cada planta estaba dividida en almacenes, aulas y nuestras oficinas administrativas.

Mi primer cliente era un viejecito que había traído a un joven de unos veintiuno a alistarse. Figuraba casi último en mi lista.

– Lo siento, no se le llamará por lo menos hasta dentro de seis meses -dije.

El viejo tenía unos asombrosos ojos azules que irradiaban energía y confianza.

– Sería mejor que comprobase usted con su superior -dijo.

En aquel momento, vi a mi jefe, el comandante del ejército regular, que me hacía señas frenéticamente a través del cristal de partición. Me levanté y entré en su despacho. El comandante había luchado en la guerra de Corea y en la Segunda Guerra Mundial y tenía condecoraciones por todo el pecho, pero estaba nervioso y sudaba.

– Escuche -dije-, ese viejo me ha explicado que debo hablar con usted. Quiere que ponga a su chico el primero de la lista. Ya le dije que no podía hacerlo.

– Haz lo que te pida -dijo furioso el comandante-. Ese viejo es congresista.

– ¿Y la lista? -dije yo.

– A la mierda la lista -dijo el comandante.

Volví a mi mesa, donde estaban sentados el congresista y su joven protegido. Empecé a rellenar los impresos de alistamiento. Reconocí entonces el apellido del chico. Tendría unos cien millones de billetes algún día. Su familia era una de las historias de triunfo y éxito de la mitología norteamericana. Y allí estaba, en mi oficina alistándose en el programa de seis meses para evitar tener que hacer dos años completos de servicio activo.

El congresista se comportaba perfectamente. No se me impuso, no machacó el hecho de que su poder me obligase a alterar las reglas. Habló tranquila y amistosamente, aplicando justo la nota correcta. Era admirable, sin duda, cómo manejaba el asunto. Intentaba hacerme creer que yo estaba haciéndole un favor y mencionó que llamase a su oficina si alguna vez necesitaba algo de él. El chico mantuvo la boca cerrada, salvo para contestar a las preguntas que le hice cuando rellené a máquina el impreso de alistamiento.

Pero yo estaba furioso. No sabía por qué. No tenía ninguna objeción moral al uso del poder y a su injusticia. Era sólo que me habían pisoteado y yo no podía hacer nada. O quizás fuese porque el chico era tan jodidamente rico. ¿Por qué no podía él cumplir sus dos años en el ejército por un país que tanto había hecho por su familia?

En consecuencia, hice una pequeña trampa en la que ellos, no podían caer. Le di al muchacho una recomendación crítica de EOM. EOM significa especialidad ocupacional militar, la tarea concreta del ejército en que se le instruiría. Le recomendé para una de las pocas especialidades electrónicas de nuestras unidades.

Con esto, me aseguraba de que el chico sería uno de los primeros soldados que pasarían al servicio activo en caso de emergencia nacional. Era un tiro largo, pero qué demonios.

El comandante vino y tomó el juramento al chico, haciéndole repetir el texto que incluía el hecho de que no pertenecía al partido comunista ni a ninguna de sus organizaciones subsidiarias. Luego, todos nos dimos la mano. El chico se controló hasta que él y su congresista salieron de mi oficina. Entonces, el chico dirigió una sonrisita al congresista.

Aquella sonrisa era la sonrisa del niño cuando se impone a sus padres o a otros adultos. Es desagradable ver esa expresión en las caras de los niños. Y lo era aún más en aquel caso. Comprendí que en realidad la sonrisa no le hacía un mal muchacho, pero al menos me absolvía de cualquier culpa que pudiese caberme por prepararle la trampa de la EOM.

Frank Alcore había estado observándolo todo desde su mesa. No perdió el tiempo:

– ¿Hasta cuándo vas a seguir siendo un imbécil? -me dijo-. Ese congresista se sacó del bolsillo cien billetes. Y Dios sabe lo que recibiría él. Miles. Si ese chico hubiese venido a nosotros, le habría sacado por lo menos quinientos.

Estaba claramente indignado, lo cual me hizo reír.

– Y tú no te tomas las cosas en serio -dijo Frank-. Podrías conseguir mucho dinero, podrías resolver muchos de tus problemas si me hicieses caso.

– Eso no va conmigo -dije.

– De acuerdo, como quieras -dijo Frank-. Pero tienes que hacerme un favor. Necesito muchísimo una plaza. ¿Te fijaste en aquel chico pelirrojo de mi mesa? Me dará quinientos dólares. Está esperando que le recluten cualquier día. En cuanto reciba el comunicado, no podrá alistarse en el programa de seis meses. Lo prohíben las ordenanzas. Así que tengo que alistarle hoy. Y no tengo un sitio libre en mis unidades. Quiero que le metas en las tuyas y repartiré la pasta contigo. Sólo esta vez.

Su tono era desesperado, así que le dije:

– Vale, mándame al chico. Pero quédate tú el dinero, yo no lo quiero.

Frank asintió con un gesto.

– Gracias. Te guardaré tu parte por si cambias de opinión.

Aquella noche, cuando fui a casa, Vallie me sirvió la cena y jugué con los niños antes de que se fueran a la cama. Luego Vallie dijo que necesitaba cien dólares para la ropa y los zapatos de Pascua de los niños. No dijo nada de ropa para ella, aunque, como todos los católicos, consideraba casi una obligación religiosa comprar ropa nueva para Pascua.

A la mañana siguiente, entré en la oficina y le dije a Frank:

– Mira, cambié de opinión, dame mi parte.

Frank me dio una palmada en el hombro.

– Muy bien, muchacho -dijo.

Me llevó a la intimidad del servicio de caballeros y contó cinco billetes de cincuenta dólares y me los entregó.

– Antes del fin de semana tendré otro cliente -me dijo. No le contesté.

Era la única vez en toda mi vida que había hecho algo realmente deshonroso. Y no me sentía mal. Para mi sorpresa, me sentía magníficamente. Estaba muy alegre y camino de casa compré regalos para Vallie y los niños. Cuando llegué allí y le di a Vallie cien dólares para la ropa de los niños, vi que se sentía muy aliviada al no tener que pedirle a su padre el dinero. Aquella noche dormí como hacía años que no dormía.

E inicié el negocio por mi cuenta, sin Frank. Toda mi personalidad empezó a cambiar. Era fascinante ser estafador. Despertaba lo mejor de mí. Dejé el juego e incluso dejé de escribir; de hecho, perdí todo interés por la nueva novela en la que estaba trabajando. Por primera vez en mi vida, me concentré en mi trabajo de funcionario.

Empecé a estudiar los gruesos volúmenes de ordenanzas del ejército, buscando todos los subterfugios legales que pudiesen servir a las víctimas del reclutamiento para escapar de éste. Una de las primeras cosas que aprendí fue que las regulaciones médicas podían interpretarse de modo bastante arbitrario. Un chico que no podía pasar el examen físico un mes y al que se rechazaba como recluta, podía muy fácilmente ser aceptado seis meses más tarde. Todo dependía de las cuotas de alistamiento que se marcasen en Washington. Podía depender incluso de cuestiones presupuestarias. Había cláusulas que especificaban que nadie que hubiera sido tratado con electroshock por trastornos mentales podía pasar el examen físico y ser reclutado. Tampoco los homosexuales. Tampoco quien tuviese algún tipo de trabajo técnico en la industria privada que le hiciese demasiado valioso para ser utilizado como un simple soldado.

Luego estudié a mis clientes. Su edad variaba de los dieciocho a los veinticinco, y los mejores solían ser los de veintidós y veintitrés, que acababan de salir de la universidad y les aterraba perder dos años en el ejército de Estados Unidos. Deseaban desesperadamente alistarse en la reserva y cumplir sólo seis meses de servicio activo.

Todos estos muchachos tenían dinero o procedían de familias con dinero. Tenían todos la formación necesaria para ejercer una profesión. Algún día pertenecerían a la clase media alta, los ricos, al grupo que dirigiría las actividades del país. En época de guerra habrían procurado por todos los medios ingresar en la Escuela de Cadetes para hacerse oficiales. Ahora deseaban ser panaderos y especialistas en reparación de uniformes o mecánicos. Uno de ellos, de veinticinco años, ocupaba un puesto en la bolsa de Nueva York; otro, era especialista en valores. Por entonces, Wall Street rebosaba nuevos valores que subían diez puntos en cuanto los emitían, y aquellos muchachos estaban haciéndose ricos. Llovía el dinero. Me pagaron y yo pagué a mi hermano Artie el dinero que le debía. Artie se sorprendió un poco y sintió cierta curiosidad. Le dije que había tenido suerte en el juego. Me daba vergüenza contarle la verdad, y fue una de las pocas veces que le mentí.

Frank se convirtió en mi asesor.

– Cuidado con esos chicos -decía-. Son de temer. Mantenles a raya y te respetarán más.

Me encogí de hombros. No entendía sus delicadas instrucciones morales.

– Son todos una pandilla de niños llorones -decía Frank-. ¿Por qué demonios no pueden ir y hacer dos años de servicio al país en vez de este cuento de los seis meses? Tú y yo luchamos en la guerra, combatimos por nuestro país y no tenemos un dólar. Somos pobres. En cambio a esos tipos el país les ha tratado magníficamente. Sus familias son todas ricas. Tienen buenos trabajos, grandes futuros. Y los muy cabrones ni siquiera hacen el servicio. Me sorprendía su furia, normalmente era un tipo muy tranquilo, no hablaba mal de nadie. Y me di cuenta de que su patriotismo era auténtico. Como sargento de la reserva, era terriblemente honrado, sólo como funcionario civil era un sinvergüenza.

En los meses siguientes, no tuve problema para crearme una clientela. Hice dos listas: una era la lista de espera oficial; la otra era mi lista particular. Procuraba no ser codicioso. Utilizaba diez plazas para los clientes de pago y otras diez para la lista oficial. Y me ganaba tranquilamente mi billete de mil al mes. De hecho, mis clientes empezaron a pujar y pronto el precio pasó a ser de trescientos dólares. Me sentía culpable cuando llegaba un pobre chico que yo sabía que jamás se abriría paso en la lista oficial antes de que le reclutaran. Tanto me fastidiaba esto, que al final deseché por completo la lista oficial. Incluía diez de pago y diez afortunados que no pagaban nada. En suma, ejercitaba el poder, algo que siempre había pensado que nunca haría. Y no era malo aquello, no.

Yo no lo sabía, pero estaba creando un cuerpo de amigos en mis unidades que más tarde me ayudarían a salvar el pellejo. Establecí además otra regla. Todo el que fuese artista, escritor, actor, o director teatral, pasaba gratis. Era una especie de compensación porque yo ya no escribía, no sentía deseos de escribir y también por ello me sentía culpable. En realidad, estaba amontonando culpa al mismo ritmo que amontonaba dinero. E intentaba expiar mi culpa al modo norteamericano típico: haciendo buenas obras.

Frank me reñía por mi falta de instinto comercial. Era demasiado buen chico, tenía que ser más duro porque si no todos se aprovecharían de mí. Pero se equivocaba. No era tan buen chico como él y los demás creían.

Porque yo miraba al futuro. Bastaba utilizar un mínimo de inteligencia para saber que aquel asunto acabaría descubriéndose algún día. Había demasiada gente implicada. Cientos de civiles con trabajos como el mío estaban recibiendo sobornos. Miles de reservistas quedaban alistados en el programa de seis meses tras pagar una cuota sustancial. Esto era algo que aún me divertía, todo el mundo pagando para entrar en el ejército.

Un día, vino un hombre de unos cincuenta años con su hijo. Era un próspero hombre de negocios y su hijo un abogado que empezaba entonces a ejercer como tal. El padre tenía un montón de cartas de políticos. Habló con el comandante y luego vino otra vez la noche de la reunión de la unidad y se entrevistó con el coronel de la reserva. Todos fueron muy correctos con él, pero me lo enviaron a mí con la mierda habitual de la cuota. Así que el padre vino con su hijo a mi despacho a poner el nombre del chico al final de la lista de espera oficial. Se llamaba Hiller y su hijo Jeremy.

El señor Hiller estaba en el negocio del automóvil, tenía una agencia de distribución de Cadillacs. Hice que su hijo rellenara el cuestionario habitual y charlamos. El chico no decía nada, parecía embarazado.

– ¿Cuánto tiene que esperar en esa lista? -preguntó el señor Hiller.

Me retrepé en mi silla y le di la respuesta habitual:

– Seis meses -dije.

– Le alistarán antes -dijo el señor Hiller-. Le agradecería que hiciese usted lo posible por ayudarme.

Le di la respuesta habitual:

– Soy sólo un empleado -dije-. Las únicas personas que pueden ayudarle son los oficiales con quienes ya habló usted. O podría usted probar con un congresista.

Me dirigió una larga y astuta mirada y luego sacó su tarjeta:

– Si necesita usted comprar un coche, vaya a verme, se lo daré a precio de coste.

Miré su tarjeta y me eché a reír.

– El día que pueda comprarme un Cadillac -dije- ya no tendré que trabajar aquí.

El señor Hiller esbozó una sonrisa amable y cordial.

– Supongo que tiene razón -dijo-, pero si pudiese usted ayudarme, de veras que se lo agradecería.

Al día siguiente, recibí una llamada del señor Hiller. Tenía la falsa cordialidad de esos vendedores que son verdaderos artistas del engaño. Me preguntó por mi salud, cómo me iba, y comentó el buen tiempo que hacía. Y luego dijo que le había impresionado mucho mi cortesía, tan insólita en un empleado del gobierno que trata con el público. Tanto le había impresionado y tan lleno de gratitud se sentía que cuando se enteró de que estaba a la venta un Dodge de un año, lo había comprado y quería vendérmelo a precio de coste. ¿Aceptaría comer con él para hablar del asunto?

Le dije que no podía comer con él, pero que me pasaría por su negocio cuando saliera del trabajo. Su negocio estaba en Roslyn, Long Island, a no más de media hora de mi urbanización del Bronx. Y cuando llegué allí aún era de día. Aparqué mi coche y recorrí aquello mirando los Cadillacs acosado por codicia burguesa. Los Cadillacs eran hermosos, largos, gráciles y potentes; unos de oro bruñido, otros de blanco crema, azul oscuro, rojo bomba de incendios. Miré los interiores y contemplé el lujoso tapizado, los magníficos asientos. Nunca me había ocupado gran cosa de los coches, pero en aquel momento deseaba un Cadillac con todas mis fuerzas.

Me dirigí al largo edificio de ladrillo y pasé ante un Dodge azul huevo de petirrojo. Era un coche muy bonito que me habría encantado si no hubiese visto todos aquellos Cadillacs. Miré el interior. El tapizado daba una sensación cómoda, una sensación de confort, pero no de opulencia. Mierda.

En resumen, yo estaba reaccionando a la manera del clásico ladrón nuevo rico. Me había pasado algo muy extraño en los últimos meses. Me sentí mal cuando acepté el primer soborno. Creía que pensaría menos en mí mismo. Me había sentido siempre muy orgulloso de no mentir nunca. Entonces, ¿por qué disfrutaba tanto de mi papel como estafador de baja estofa?

La verdad era que me había convertido en un hombre feliz porque me había convertido en un traidor a la sociedad. Me encantaba recibir dinero por traicionar la confianza depositada en mí como funcionario del gobierno. Me encantaba estafar a los muchachos que venían a verme. Engañaba y disimulaba con auténtica fruición. Algunas noches, en la cama, despierto, trazando nuevos planes, me preguntaba sobre el significado de aquel cambio que se había producido en mi persona. Y consideraba que estaba tomando venganza por haber sido rechazado como artista, que estaba compensando mi triste herencia como huérfano. Mi completa falta de éxito mundano. Y mi inutilidad general en el esquema global de las cosas. Por fin había encontrado algo que era capaz de hacer bien; por fin podía mantener con éxito a mi mujer y a mis hijos. Y, curiosamente, pasé a ser mejor marido y mejor padre. Ayudaba a los críos a hacer los deberes. Ahora que había dejado de escribir, tenía más tiempo para Vallie. Íbamos al cine, podía pagar a alguien que cuidase a los niños y el precio de la entrada. Le compraba regalos. Conseguí incluso un par de encargos para una revista y los hice con la mayor facilidad. A Vallie le expliqué que todo aquel dinero procedía de mis colaboraciones en la revista.

Era pues un felicísimo ladrón, aunque en el fondo sabía que llegaría el día de rendir cuentas. En consecuencia, rechacé toda idea de comprarme un Cadillac y decidí conformarme con el Dodge azul huevo de petirrojo.

El señor Hiller tenía una oficina grande con fotografías de su mujer y de sus hijos en la mesa escritorio. No había ninguna secretaria y supuse que era porque el tal señor Hiller había sido lo bastante listo para librarse de ella y que no me viera. Me gustaba tratar con gente lista. Los tontos me daban miedo.

El señor Hiller me hizo sentarme y me dio un puro. Volvió a preguntarme por mi salud. Luego, pasó a cosas más concretas.

– ¿Vio usted el Dodge azul? Bonito coche. Está en perfectas condiciones. Puedo dárselo a muy buen precio. ¿Qué coche tiene usted ahora?

– Un Ford del cincuenta -dije.

– Puede usted darlo como entrada -dijo el señor Hiller-. El Dodge le costaría quinientos dólares al contado y su coche.

No hice ningún gesto. Saqué los quinientos billetes de la cartera y dije:

– Trato hecho.

El señor Hiller pareció algo sorprendido.

– Supongo que podrá ayudar a mi hijo -le preocupaba realmente un poco la posibilidad de que yo no hubiese entendido.

Y a mí me asombró de nuevo lo mucho que disfrutaba con estas pequeñas transacciones. Sabía que le tenía atrapado. Que podía sacarle el Dodge sólo con darle mi Ford. En realidad estaba ganando unos mil dólares en el trato, aunque le pagase los quinientos. Pero no quería ser simplemente un ladrón. Aún tenía mi pizca de Robin Hood. Aún me consideraba un tipo que cogía el dinero de los ricos sólo a cambio de darles un equivalente de su valor. Pero lo que más me satisfacía era la preocupación que se dibujaba en su rostro al pensar que yo no me había dado cuenta de que se trataba de un soborno. Así que dije, muy pausadamente, sonriendo, con la mayor naturalidad:

– Su hijo estará incluido en el programa de seis meses en el plazo de una semana.

La cara del señor Hiller reflejó alivio y un nuevo respeto.

– Firmaremos todos los documentos esta noche -dijo-, me cuidaré de todo. No habrá ningún problema.

Se inclinó para darme la mano.

– He oído hablar de usted -añadió-. Todo el mundo le tiene en gran estima.

Me sentí complacido. Por supuesto, sabía lo que quería decir. Que tenía buena reputación como estafador honrado. Después de todo, era algo. Era un triunfo.

Mientras los empleados preparaban la documentación, el señor Hiller se puso a hablar conmigo, intentando enterarse de cosas. Quería saber si actuaba solo o si en el asunto participaban también el comandante y el coronel; era listo; su experiencia como comerciante, supongo. Primero me felicitaba por lo listo que era, lo deprisa que lo captaba todo. Luego, empezó a hacerme preguntas. Le preocupaba que los dos oficiales recordasen a su hijo. ¿No tenían ellos que tomar juramento a su hijo para que se incorporase al programa de seis meses? Sí, era cierto, dije.

– ¿No le recordarán? -dijo el señor Hiller-. ¿No le preguntarán por qué subió tan de prisa en la lista?

Tenía cierta razón pero no del todo.

– ¿Le he hecho yo preguntas sobre el Dodge? -pregunté.

El señor Hiller sonrió cordialmente.

– Claro, claro -dijo-. Usted conoce su negocio. Pero es mi hijo, sabe. No quiero que se vea metido en líos por culpa mía.

Mi pensamiento empezó a vagar. Pensaba en lo contenta que se pondría Vallie cuando viese el Dodge azul: el azul era su color favorito y estaba harta del viejo Ford destartalado.

Me obligué a mí mismo a pensar en lo que me planteaba el señor Hiller. Recordé que su Jeremy llevaba el pelo largo y un traje de buen corte, con chaleco, camisa y corbata.

– Dígale a Jeremy que se corte el pelo y lleve ropa deportiva cuando yo le llame a la oficina. No le recordarán.

El señor Hiller pareció vacilar.

– A Jeremy le fastidiará mucho -dijo.

– Pues entonces que no lo haga -dije-. No me gusta decir a la gente que haga lo que no le gusta hacer. Yo me cuidaré de todo.

Me sentía algo impaciente.

– De acuerdo -dijo el señor Hiller-. Lo dejo en sus manos.

Cuando volví a casa con el coche nuevo, Vallie se puso contentísima y la llevé a dar una vuelta con los críos. El Dodge andaba como la seda y pusimos la radio. Mi viejo Ford no tenía radio. Paramos a tomar pizza y soda, lo cual se había convertido en costumbre, aunque pocas veces lo habíamos hecho antes desde que estábamos casados, porque teníamos que controlar los gastos al céntimo. Luego paramos en una confitería y tomamos helado y compré una muñeca para mi hija y juguetes de guerra para los dos chicos. A Vallie le compré una caja de bombones. Me sentía muy bien así, gastando dinero como un príncipe. Fui cantando en el coche a la vuelta, y cuando los críos se acostaron, Vallie hizo el amor conmigo como si yo fuese el Aga Khan y acabase de regalarle un diamante tan grande como el Ritz.

Recordé los tiempos en que tenía que empeñar la máquina de escribir para terminar la semana. Pero aquello había sido antes de escaparme a Las Vegas. Desde entonces, mi suerte había cambiado. Se había acabado el pluriempleo, los dos trabajos. Tenía veinte grandes en reserva en las carpetas de mi viejo manuscrito al fondo del armario. Era un magnífico negocio con el que podía hacerme rico, a menos que el asunto explotase o hubiese un acuerdo a escala mundial por el que las grandes potencias dejasen de gastar tanto dinero en sus ejércitos. Comprendí por primera vez lo que sentían los grandes capitostes de la industria bélica y los generales del ejército. La amenaza de un mundo estabilizado podía arrojarme de nuevo a la pobreza. No era que yo deseara otra guerra, pero no podía evitar reír a carcajadas cuando comprendía que todas mis supuestas actitudes liberales se disolvían en la esperanza de que Rusia y Estados Unidos no llegasen a establecer relaciones cordiales, al menos por un tiempo.

Vallie roncaba un poco, cosa que no me molestaba. Trabajaba mucho con los críos y se cuidaba de la casa y de mí. Pero era curioso que yo tardase tanto en dormirme por muy cansado que estuviese. Ella siempre se dormía antes que yo. A veces, llegaba incluso a levantarme y ponerme a trabajar en mi novela en la cocina y prepararme algo de comer y no volver a la cama hasta las tres o las cuatro. Pero ya no trabajaba en una novela, así que no tenía nada que hacer. Pensé vagamente que debería empezar a escribir otra vez. Después de todo, tenía el tiempo y el dinero necesarios. Pero la verdad es que mi vida me resultaba demasiado emocionante, fingiendo y engañando y aceptando sobornos y, por primera vez en mi vida, gastando dinero en tonterías.

Pero el gran problema era el de encontrar un sitio donde guardar mi dinero de modo permanente. No podía tenerlo en casa. Pensé en mi hermano Artie. Él podía ingresarlo en el banco. Y lo haría si se lo pedía. Pero no podía hacerlo. Era tan puntilloso y honrado. Me preguntaría de dónde había sacado la pasta y tendría que decírselo. Él jamás había hecho nada deshonroso en beneficio propio o de su mujer y sus hijos. Era un hombre verdaderamente íntegro. Lo haría por mí, pero nunca volvería a considerarme igual. Y yo no podía soportarlo. Hay cosas que puedes hacer y cosas que no. Y pedirle a Artie que guardase mi dinero era una de las que no. No sería propio de un hermano ni de un amigo.

Por supuesto, a algunos hermanos no se lo pedirías por la sencilla razón de que te lo robarían. Y eso me hizo recordar a Cully. La próxima vez que viniese a la ciudad, le preguntaría cuál era el mejor modo de guardar el dinero. Ésa era mi solución. Cully lo sabría, era su campo. Y tenía que resolver el problema, tenía el presentimiento de que el dinero iba a empezar a llegar cada vez más deprisa.

A la semana siguiente, incluí a Jeremy Hiller en la reserva sin el menor problema, y el señor Hiller quedó tan agradecido que me invitó a pasar por su agencia para poner neumáticos nuevos a mi Dodge azul. Naturalmente, pensé que era un gesto de gratitud, y quedé encantado de que fuese tan buena persona. Olvidaba que era un hombre de negocios. Mientras el mecánico me cambiaba las ruedas, el señor Hiller me hizo una nueva proposición en su oficina.

Empezó dándome un poco de coba. Comentó con admirada sonrisa lo listo que yo era, lo honrado, lo absolutamente de fiar. Era un placer hacer negocios conmigo, y si alguna vez dejaba mi puesto en el gobierno, me proporcionaría un buen trabajo. Me lo tragué todo, me habían dado coba muy pocas veces en mi vida, y casi siempre mi hermano. Mi hermano, Artie, y algunos críticos de libros prácticamente desconocidos. Ni siquiera sospeché lo que se avecinaba.

– Tengo un amigo que necesita muchísimo que usted le ayude -dijo el señor Hiller-. Tiene un hijo que necesita desesperadamente que le incluyan en el programa de seis meses de la reserva.

– Bueno, no hay problema -dije-. Mande al chico a verme y que diga que va de parte de usted.

– El problema es más grave -dijo el señor Hiller-. Este joven ha recibido ya la notificación de reclutamiento.

Me encogí de hombros.

– Entonces, mala suerte. Dígale a sus padres que se despidan de él por dos años.

Entonces el señor Hiller sonrió y dijo:

– ¿Está seguro de que un joven listo como usted no puede hacer algo? Sería mucho dinero. El padre es un hombre muy importante.

– Imposible -dije-. Las ordenanzas del ejército son muy concretas. Una vez recibida la notificación de reclutamiento, ya no puede entrar en el programa de seis meses de la reserva. Esos tipos de Washington no son tan tontos. Si no, todo el mundo esperaría a recibir la notificación antes de alistarse.

– A ese hombre le gustaría verle a usted -dijo el señor Hiller-. Está dispuesto a hacer lo que sea. ¿Me comprende?

– Es inútil -dije-, no puedo ayudarle.

Entonces, el señor Hiller se acercó más a mí.

– Vaya a verle sólo por mí -dijo.

Y entendí. Si iba a ver a aquel tipo, aunque no hiciese nada, el señor Hiller quedaba como un héroe. En fin, por cuatro neumáticos nuevos, podía pasar media hora con un hombre rico.

– De acuerdo -dije.

El señor Hiller escribió en un papel y me lo entregó. Lo miré. El nombre era Eli Hemsi, y había un número de teléfono. Reconocí el nombre. Eli Hemsi era el tipo más importante de la industria de la confección, siempre con problemas con los sindicatos, relacionado con el hampa, pero también una de las luminarias sociales de la ciudad. Compraba políticos, apoyaba las campañas benéficas, etc. Siendo tan importante, ¿por qué tenía que recurrir a mí? Le hice esta pregunta al señor Hiller.

– Porque es listo -dijo el señor Hiller-. Es un judío sefardí. Son los judíos más listos. Tienen sangre italiana, española y árabe, y esta mezcla les convierte en tipos implacables, además de listos. No quiere entregar a su hijo como rehén a un político que pueda pedirle un gran favor. Le resulta mucho más barato y mucho menos peligroso acudir a usted. Y además, ya le he explicado lo buena persona que es usted. Para ser absolutamente sincero, le diré que en este momento es usted la única persona que puede ayudarle. Esos peces gordos no se atreven a exponerse a un tropiezo en algo como el reclutamiento. Es demasiado delicado. Los políticos tienen muchísimo miedo a estas cosas.

Pensé en el congresista que había acudido a mi oficina. Había tenido mucho valor, entonces. O quizás estuviese al final de su carrera política y le importase un bledo. El señor Hiller me observaba atentamente.

– No me interprete mal -dijo-. No soy judío. Pero el sefardí… Tendrá usted que tener cuidado con él, porque si no le engañará, así que cuando trate con él use la cabeza -hizo una pausa y preguntó, nervioso-: Usted no es judío, ¿verdad?

– No sé -dije. Pensé entonces lo que sentía respecto a los huérfanos. Éramos todos gente rara. Al no conocer a nuestros padres, no nos preocupábamos de si la gente era judía o negra o lo que fuese.

Al día siguiente, llamé al señor Eli Hemsi a su oficina. Como los casados que tienen un ligue, los padres de mis clientes sólo me daban el número de teléfono de su oficina. Pero tenían el teléfono de mi casa, por si necesitaban ponerse en contacto conmigo con urgencia. Últimamente, estaba recibiendo muchísimas llamadas, cosa que intrigaba a Vallie. Le expliqué que era cosa de las apuestas y de la revista.

El señor Hemsi me pidió que bajase a su oficina a la hora de comer y allá me fui. Era uno de los edificios de confección de la Sexta Avenida, a sólo diez minutos de mi lugar de trabajo. Un agradable paseo con aquel tiempo primaveral. Fui sorteando tipos que empujaban carretillas de mano cargadas de trajes y reflexioné con cierta satisfacción sobre lo mucho que tenían que trabajar por sus míseros sueldos mientras yo amontonaba centenares de dólares por mis pequeños chanchullos. La mayoría eran negros. Por qué no estarían asaltando a la gente por la calle, como se decía que hacían. Ay, si tuviesen una educación adecuada, podrían estar robando como yo, sin hacer daño al prójimo.

La recepcionista me guió a través de salas de exposición donde se exhibían los nuevos estilos de las próximas temporadas. Y luego me hizo cruzar una puertecita que daba al apartamento-oficina del señor Hemsi. Me quedé de veras sorprendido ante tanta elegancia, considerando lo mugriento que era el resto del edificio. La recepcionista me dejó en manos de la secretaria del señor Hemsi, una mujer de mediana edad, fría y seria, pero impecablemente vestida, que me introdujo en el santuario.

El señor Hemsi era un tipo grande, muy grande; habría parecido un cosaco de no ser por su traje de corte perfecto, su camisa blanca magnífica y su corbata, de un rojo obscuro. Tenía muchas arrugas en la cara y aire melancólico. Casi parecía noble y, desde luego, parecía honrado. Se levantó y cogió mis manos en las dos suyas para saludarme. Me miró intensamente a los ojos. Estaba tan cerca de mí que pude ver a través del espeso y viscoso pelo gris.

– Mi amigo tiene razón, es usted un hombre de buen corazón -dijo muy serio-. Sé que me ayudará.

– En realidad no puedo ayudarle. Me gustaría hacerlo, pero no puedo.

Le expliqué todo el asunto, tal como se lo había explicado al señor Hiller. Con más frialdad de la que pretendía. No me gusta que la gente me mire intensamente a los ojos.

Él se limitó a sentarse y a cabecear muy serio. Luego, como si no hubiese oído una palabra de cuanto le había dicho, siguió explicando, con un tono realmente melancólico en la voz:

– Mi esposa, la pobre, está muy mal de salud. Si pierde ahora a su hijo morirá. Es lo único que la mantiene viva. Si él se va dos años, morirá. Señor Merlyn, tiene usted que ayudarme. Si hace esto por mí, le haré feliz para el resto de su vida.

No fue eso lo que me convenció. No fue que creyese una palabra de cuanto me decía. Sin embargo, la última frase me atrapó. Sólo los reyes y los emperadores pueden decir a un hombre «te haré feliz el resto de tu vida». Qué confianza tenía en su poder. Pero luego comprendí que hablaba de dinero.

– Déjeme pensarlo -dije-. Quizás se me ocurra algo. El señor Hemsi seguía cabeceando muy serio:

– Sé que podrá, sé que tiene usted buena cabeza y buen corazón -dijo-. ¿Tiene usted hijos?

– Sí -contesté.

Me preguntó cuántos y de qué edad y de qué sexo. Me preguntó por mi mujer y la edad que tenía. Era como si fuese mi tío. Luego, me pidió la dirección de mi casa y mi número de teléfono para poder contactar conmigo en caso necesario.

Cuando salí, él mismo me acompañó hasta el ascensor. Pensé que con aquello había cumplido ya mi promesa. No tenía ni idea de cómo podía librar a su hijo del reclutamiento. Y el señor Hemsi estaba en lo cierto, yo tenía un buen corazón. Lo bastante bueno para no intentar engañarle y traicionar las esperanzas de su mujer y luego no hacer nada. Y tenía una inteligencia lo bastante buena para no enredarme con una víctima del comité de reclutamiento. El chico había recibido ya la notificación y estaría en el ejército en el plazo de un mes. Su madre tendría que arreglárselas sin él.

Al día siguiente mismo, Vallie me llamó al trabajo. Parecía muy emocionada. Me dijo que acababa de recibir por un servicio especial de entrega unas cinco cajas de ropa.

Ropa para todos los chicos, ropa de invierno y de otoño, y ropa magnífica. Y también una caja para ella. Y todo de lo más caro, de lo que jamás podríamos permitirnos comprar.

– Hay una tarjeta -dijo-. De un tal señor Hemsi. ¿Quién es? La ropa es maravillosa, Merlyn, ¿Por qué te la regala?

– Escribí unos folletos para su negocio -dije-. No pagaba mucho pero me prometió enviarles algo a los chicos. Claro que supuse que sólo mandaría unas cosillas.

La voz de Vallie respiraba satisfacción.

– Debe ser un buen hombre. Esto debe valer más de mil dólares.

– Qué bien -dije-. Bueno, ya hablaremos de esto por la noche.

Cuando colgué, le conté a Frank lo ocurrido y le hablé del señor Hiller, el de la agencia Cadillac.

Frank me miró preocupado.

– Estás atrapado -dijo-. Ahora ese tipo esperará que hagas algo por él. ¿Cómo vas a salir de esto?

– Mierda -dije-. Ni siquiera sé por qué acepté ir a verle.

– Por esos Cadillacs que viste en la tienda de Hiller -dijo Frank-. Eres como esos tipos de color. Volverían a las chozas de África si pudiesen andar en un Cadillac.

Advertí una cierta vacilación de su voz. Había estado a punto de decir «negros» pero pasó a decir gente de color. Me pregunté si sería porque le avergonzaba decir aquella palabra malsonante o porque creía que yo podría ofenderme. En realidad, siempre me había preguntado por qué le fastidiaba tanto a la gente el que a los tíos de Harlem les gustasen los Cadillacs. ¿Porque no podían permitírselos? ¿Porque no debían endeudarse en algo que no tuviese utilidad inmediata? Pero Frank tenía razón en lo de que los Cadillacs me habían trastornado. Por eso había aceptado yo ver a Hemsi y hacerle el favor a Hiller. En el fondo de mi mente, abrigaba la esperanza de conseguir uno de aquellos maravillosos coches.

Cuando llegué a casa, aquella noche, Vallie y los chicos hicieron un desfile de modelos. Ella me había dicho cajas, pero no había especificado el tamaño. Eran enormes, y Vallie y los chicos tenían unos diez juegos de prendas cada uno. Hacía mucho tiempo que no veía a Vallie tan emocionada. Los críos estaban muy satisfechos, pero a su edad no se preocupaban tanto de la ropa, ni siquiera la niña. De pronto, cruzó mi pensamiento la idea de que quizás tuviese la suerte de dar con un fabricante de juguetes que quisiese colar a su hijo en la lista.

Pero entonces Vallie me indicó que tendría que comprar zapatos nuevos que fuesen con aquella ropa. Le dije que esperase un poco y tomé nota de echar un vistazo para ver si localizaba a un hijo de fabricante de zapatos.

Pero lo curioso era que habría considerado que el señor Hemsi me trataba con condescendencia paternalista si la ropa hubiese sido de calidad corriente. Habría sido el pobre recibiendo la limosna del rico. Pero aquella ropa era de primera calidad, eran artículos magníficos que no podría permitirme por muchos sobornos que recibiere. Aquello valía cinco mil dólares, como poco. Eché un vistazo a la tarjeta. Era una tarjeta comercial con el nombre de Hemsi y el título de presidente, el nombre de la empresa, su dirección y el teléfono. No había nada escrito. Ningún tipo de mensaje. El señor Hemsi era muy listo, desde luego. No había ninguna prueba directa de que él hubiese enviado aquello, y yo no tenía nada con qué acusarle.

Había pensado, en la oficina, que quizás pudiese devolverle los regalos. Pero cuando vi lo contenta que estaba Vallie, comprendí que no era posible. Estuve despierto hasta las tres de la madrugada ideando modos de conseguir que el hijo del señor Hemsi eludiese el reclutamiento.

Al día siguiente, cuando entré en la oficina, tomé una decisión. No haría nada por escrito que pudiese delatarme un año o dos después. La cuestión era muy delicada. Una cosa era aceptar dinero por poner a un tipo a la cabeza de la lista para el programa de seis meses, y otra sacarle del grupo de reclutas después de haber recibido la notificación.

Así que lo primero que hice fue acudir al grupo de reclutamiento que había enviado la notificación a Hemsi. Conocía allí a uno de los empleados, un tipo más o menos como yo. Me identifiqué y le conté la historia que había pensado. Le dije que Paul Hemsi había estado en mi lista del programa de seis meses y que yo tenía previsto alistarle hacía dos semanas, pero que había enviado su carta a una dirección equivocada. Que todo había sido culpa mía y que me sentía culpable por ello y que quizás pudiese verme metido en un lío si la familia del chico empezaba a investigar. Le pregunté si en su oficina podían cancelar la notificación para que yo pudiese incluirle en el programa de seis meses. Entonces yo enviaría el documento oficial al equipo de reclutamiento, indicando que Paul Hemsi estaba incluido en el programa de seis meses de la reserva, con lo que ellos podrían eliminarle de su lista. Utilicé lo que me parecía exactamente el tono correcto, sin demasiada angustia. Sólo un buen muchacho que intenta corregir un error. Al mismo tiempo, dejé caer que si él podía hacerme aquel favor, yo podría ayudarle a incluir a un amigo suyo en el programa de seis meses.

Este último truco se me había ocurrido la noche anterior en la cama cuando no podía dormir. Pensé que a los empleados de la oficina de reclutamiento, probablemente les llegasen también peticiones parecidas a las que me llegaban a mí. Y pensé que si uno de ellos podía colocar a un cliente suyo en el programa de seis meses, quizás pudiese embolsarse mil billetes por lo menos.

Pero el tipo de la oficina de reclutamiento se lo tomó todo con la mayor naturalidad. No creo siquiera que captase lo que le estaba proponiendo. Dijo que no había problema, que retiraría la notificación, y tuve de pronto la impresión de que tipos más listos que yo habían pulsado ya aquella tecla. En fin, al día siguiente recibí la carta de la oficina de reclutamiento y llamé al señor Hemsi y le dije que enviase a su hijo a mi oficina para alistarle.

Todo se desarrolló sin el menor problema. Paul Hemsi era un muchacho agradable y suave, muy tímido, o al menos así me lo pareció. Le tomé juramento, y guardé su documentación hasta que recibiera orden de incorporarse. Me encargué personalmente de sus cosas, y cuando salió para su servicio activo de seis meses, nadie de su grupo le había visto. Le había convertido en un fantasma.

Me di cuenta por entonces de que todo aquello era cada vez más peligroso e implicaba a gente importante. Pero por algo era Merlyn el Mago. Me puse mi gorro de mago y empecé a meditar sobre el asunto. Algún día se descubriría el pastel. Yo estaba bastante a cubierto, salvo por el dinero que tenía guardado en casa. Tenía que ocultar aquel dinero en otro lugar más seguro. Eso era lo primero de todo.

Y luego tenía que justificar otros ingresos para poder gastarlo abiertamente.

Podía pedirle a Cully que me guardase el dinero en Las Vegas. Pero, ¿y si Cully se aprovechaba o le mataban? En cuanto a ganar dinero legalmente, había tenido ofertas de revistas para recensiones de libros y colaboraciones, pero siempre las había rechazado. Yo era un narrador puro, un escritor de obras de ficción. Me parecía rebajarme y rebajar mi arte escribir cualquier otra cosa. Pero qué demonios, era un estafador, ya nada podía rebajarme más.

Frank me pidió que fuese a comer con él y acepté. Frank estaba en magnífica forma. Feliz, contento y satisfecho. Había ganado bastante aquella semana en el juego y disponía de mucho dinero. Sin pensar en absoluto en lo que pudiese traer el futuro, creía que seguiría ganando y que los chanchullos podrían seguir eternamente. Sin considerarse siquiera un mago, creía en un mundo mágico.

12

Casi dos semanas después mi agente me concertó una cita con el director jefe de Everyday Magazines. Se trataba de un grupo de publicaciones que inundaban al público norteamericano con información, seudoinformación, sexo y seudosexo, cultura y filosofía reaccionaria. Revistas de cine, revistas de aventuras para las clases populares, una revista mensual de deportes, otra de caza y pesca, historietas. Su revista de más clase, la más destacada, pretendía dirigirse a solteros alegres con gusto por la literatura y el cine de vanguardia.

Everyday, verdadero popurrí, se nutría de escritores independientes que tenían que publicar medio millón de palabras al mes. Mi agente me dijo que el director jefe conocía a mi hermano, Artie, y que Artie le había llamado para preparar el camino.

En Everyday Magazines todos parecían fuera de lugar. Nadie parecía pertenecer a aquello. Y, sin embargo, sacaban revistas rentables. Era extraño, pero en las oficinas del gobierno federal todos parecíamos ajustar, todo el mundo se sentía feliz y, sin embargo, todos hacíamos un trabajo piojoso.

El redactor jefe, Eddie Lancer, había estudiado con mi hermano en la universidad de Missouri, y fue Artie quien primero mencionó el trabajo a mi agente. Lancer se dio cuenta, por supuesto, de que yo no estaba en absoluto cualificado para el trabajo a los dos minutos de entrevista. Y yo también. No tenía ni idea de cómo funcionaba una revista. Pero para Lancer eso era un punto positivo. A él la experiencia le importaba un bledo. Lo que andaba buscando eran tipos afectados de esquizofrenia. Y más tarde me dijo que en ese aspecto le había parecido magníficamente dotado.

Eddie Lancer era también novelista; había publicado un año atrás un libro magnífico que a mí me había gustado mucho. Sabía de mi novela y dijo que le gustaba y eso influyó mucho en que me diese el trabajo. En su tablero de notas, tenía un gran titular de periódico procedente del Times de la mañana: WALL STREET NO MIRA CON BUENOS OJOS LA GUERRA ATÓMICA.

Me vio mirar el recorte y dijo:

– ¿Crees que puedes escribir un relato corto sobre un tipo preocupado por eso?

– Claro -dije.

Y lo hice. Escribí un relato sobre un joven ejecutivo preocupado por la posible baja de sus acciones después del bombardeo atómico. No cometí el error de burlarme del tipo ni de adoptar una actitud moralista. Lo escribí en un tono directo. Si se aceptaba la premisa básica, se aceptaba al tipo. Si no se aceptaba la premisa básica, era una sátira muy divertida.

A Lancer le gustó.

– Encajas muy bien en nuestra revista -dijo-. La idea es abarcar los dos campos. Hacer que les guste a los tontos y a los listos. Perfecto -hizo una breve pausa-. Eres muy distinto de tu hermano Artie.

– Sí, ya lo sé -dije-. También tú.

Lancer me sonrió.

– En la universidad éramos muy amigos. Es el tipo más honrado que he visto en mi vida. Sabes, me sorprendió mucho el que me pidiera que te recibiese. Es la primera vez que le veo pedir un favor.

– Sólo lo hace por mí -dije.

– El tipo más recto que he conocido -dijo Lancer.

– Debió costarle mucho hacerlo -dije. Y nos echamos a reír.

Lancer y yo sabíamos que ambos éramos sobrevivientes. Lo que significaba que no éramos rectos, que éramos, hasta cierto punto, unos tramposos. Nuestra excusa era que teníamos que escribir libros. Y teníamos que sobrevivir, por tanto. Todo el mundo tiene su propia excusa particular y válida.


Ante mi sorpresa (pero no la de Lancer) resulté ser un magnífico escritor de revista. Podía escribir relatos de aventuras y relatos de guerra. Podía escribir relatos amorosos con un cierto toque porno para la revista principal. Era capaz de hacer una crítica chispeante y dura de una película y una recensión de un libro sobria y acre. O dar la vuelta al asunto y escribir una recensión entusiasta que haría que la gente desease salir a ver o a comprar aquello tan bueno. Nunca firmaba con mi verdadero nombre estas cosas. Pero no me avergonzaban. Sabía que era basura, pero aun así me encantaba. Me encantaba porque no había tenido en toda mi vida ninguna habilidad de la que pudiese sentirme orgulloso. Había sido un pésimo soldado, un mal jugador. No tenía ninguna afición especial, ninguna habilidad mecánica. Era incapaz de arreglar un coche, incapaz de cultivar una planta. Escribía muy mal a máquina, y, en el fondo, como funcionario deshonesto no alcanzaba tampoco cotas muy altas. Era, sin duda alguna, un artista. Pero eso no era algo de lo que pudiese ufanarme. Era sólo una afición o una religión. Pero, de pronto, veía que realmente tenía una habilidad, era un diestro escritor de basura, y me parecía bien. Especialmente considerando que, por vez primera en mi vida, estaba ganando dinero. Legalmente.

El dinero de los artículos pasó a aportarme unos cuatrocientos dólares por mes, y con mi trabajo regular para el gobierno reunía unos doscientos pavos por semana. Y como si trabajar despertase en mí mayor energía, me vi de pronto empezando mi segunda novela. Eddie Lancer estaba también trabajando en un libro nuevo, y pasábamos la mayor parte de nuestra jornada de trabajo juntos hablando de nuestras novelas en vez de preparar artículos para la revista.

Por último, nos hicimos tan buenos amigos que, tras seis meses de trabajo por libre, me ofreció un puesto de dirección en la revista. Pero no quería dejar los dos o tres mil por mes que seguía sacándome en mi oficina de la reserva. Los sobornos habían seguido funcionando durante casi dos años sin ningún problema. Mantenía ya la misma actitud que Frank. No pensaba que pudiese pasar nada. Además, la verdad era que me encantaba la emoción y la intriga de ser un ladrón.

Mi vida se asentó en una feliz rutina. Escribía a gusto y con regularidad, y llevaba todos los domingos a Vallie y a los niños a pasear por Long Island, donde brotaban las casas unifamiliares como hongos, a inspeccionar modelos. Habíamos elegido ya nuestra casa. Cuatro dormitorios, dos baños y sólo un pago de un diez por ciento del precio de veintiséis mil dólares con una espera de doce meses. De hecho, era el momento de pedirle a Eddie Lancer un pequeño favor.

– Siempre me ha gustado mucho Las Vegas -le dije a Eddie-. Me gustaría escribir algo sobre aquello.

– Claro, cuando quieras -dijo-. Pero escribe a ser posible sobre las putas.

Él se encargó de conseguir dinero para los gastos. Luego hablamos de las ilustraciones en color del artículo. Siempre hacíamos esto juntos porque era muy divertido y nos reíamos mucho. Al final Eddie dio como siempre con la mejor idea. Una opulenta chica con escasa ropa en una desaforada danza pélvica. Y de su ombligo salían unos dados rojos con el once de la suerte. El titular decía: «Suerte con las chicas de Las Vegas».

Antes había recibido un encargo. Era una perita en dulce. Iba a entrevistar al escritor más famoso de Norteamérica: Osano.

Eddie Lancer me lo encargó para su revista principal, Everyday Life, la revista de calidad de la cadena. Después de esto, podría hacer el viaje a Las Vegas y el artículo correspondiente.

Eddie Lancer consideraba a Osano el mejor escritor de Norteamérica, pero le asustaba un poco hacer él mismo la entrevista. Yo era el único del equipo al que la tarea no le impresionaba. Osano no me parecía tan bueno. Además, desconfiaba de todo escritor que fuese extrovertido y Osano había aparecido centenares de veces en televisión, había sido jurado del festival cinematográfico de Cannes, le habían detenido por encabezar manifestaciones de protesta, cuyo motivo exacto no recuerdo, y hacía críticas entusiastas de toda nueva novela que escribía uno de sus amigos.

Además, había seguido el camino fácil. Su primera novela, publicada a los veinticinco años, le dio fama mundial. Sus padres eran ricos y se había licenciado en derecho en Yale. Nunca había sabido lo que era luchar por su arte. Y, sobre todo, yo le había enviado mi primera novela publicada esperando una crítica encomiástica, y ni siquiera me había dado las gracias.

Cuando fui a entrevistar a Osano, su cotización como escritor empezaba a bajar entre los editores. Aún podía conseguir un sustancioso adelanto por un libro, aún tenía encandilados a los críticos. Pero la mayoría de sus libros no eran ya de ficción. Llevaba diez años sin poder terminar una novela. Estaba trabajando en su obra maestra, una novela larga que sería lo mejor desde Guerra y Paz. En eso todos los críticos estaban de acuerdo. Y también Osano. Una editorial le adelantó cien grandes y aún seguía esperando su dinero y el libro diez años después. Entretanto, escribía libros que no eran de ficción sobre temas candentes que, para algunos críticos, eran mejores que la mayoría de sus novelas. Tardaba un par de meses en hacerlos y se embolsaba un sustancioso cheque. Pero cada vez vendía menos. Había agotado a su público. Por fin aceptó la oferta de ser director jefe de la sección dominical de crítica de los libros de mayor influencia del país.

El director anterior había estado veinte años en aquel puesto. Un tipo con grandes credenciales. Toda clase de títulos, las mejores universidades, intelectual, buena familia. Clase. Y de izquierdas de toda la vida. Lo cual estaba muy bien salvo por el hecho de que al envejecer se volvió algo más extravagante. Una lánguida y soleada tarde le cazaron con el chico de la oficina detrás de una pila de libros que llegaba hasta el techo, que había colocado a modo de pantalla en su despacho. Si el chico de la oficina hubiese sido un famoso autor inglés, quizás no hubiese pasado nada. Y si los libros utilizados para construir aquella pared hubiesen estado revisados, no habría sido tan grave. Pero los libros utilizados para construir aquella pared nunca llegaron a su equipo de lectores y críticos autónomos. Así que le retiraron como director honorífico.

Con Osano, el personal se dio cuenta de que no había ningún problema, Osano era absolutamente normal. Le gustaban las mujeres, de todos los tamaños, formas y edades. El olor a coño le conectaba como a un heroinómano. Se tiraba a las tías con la misma devoción con la que el heroinómano se inyecta. Si Osano no conseguía su polvo diario o una mamada por lo menos, se ponía frenético. Pero no era un exhibicionista. Siempre cerraba la puerta de la oficina. A veces era una falsa hippie. Otras una tía de la buena sociedad que le consideraba el mejor escritor de Norteamérica. O una novelista hambrienta que necesitaba hacer informes de libros como único medio de mantener en pie alma, cuerpo y ego. No le daba la menor vergüenza utilizar su posición como editor, su fama como novelista de renombre mundial y, lo que resultaba su mejor baza, la posibilidad de que le concediesen el premio Nobel de literatura. Según decía él, el premio Nobel era lo que encandilaba a las damas realmente intelectuales. En los últimos años había montado una activa campaña para conseguir el Nobel con ayuda de todos sus amigos literatos, y, en consecuencia, podía enseñar a aquellas damas artículos de revistas prestigiosas en apoyo de su candidatura.

Curiosamente, Osano no tenía presunción alguna respecto a sus encantos físicos, a su magnetismo personal. Vestía bien, gastaba bastante dinero en ropa, pero sin embargo no era físicamente atractivo. Tenía la cara huesuda y los ojos de un verde pálido y malévolo. Pero olvidaba su vibrante vitalidad, que magnetizaba a todos. En realidad, gran parte de su fama no se basaba en sus méritos literarios sino en su personalidad, que incluía una inteligencia ágil y brillante que atraía tanto a hombres como a mujeres.

En particular las mujeres se volvían locas por él: inteligentes universitarias y cultas matronas de la alta sociedad, luchadoras del movimiento de liberación femenina que le atacaban y luego intentaban llevárselo a la cama con el fin de humillarlo, decían, lo mismo que solían hacer los hombres a las mujeres en los tiempos Victorianos. Uno de los trucos de Osano era dirigirse a las mujeres en sus libros.

A mí nunca me había gustado su obra y no esperaba que me gustase él. La obra es el hombre. Salvo que resultó no ser cierto. Después de todo, hay algunos médicos compasivos, hay profesores curiosos, abogados honrados, políticos idealistas, mujeres virtuosas, actores cuerdos, escritores sabios. Y así, Osano, pese a su estilo de pescadera, pese a su obra, era en realidad un gran tipo y no resultaba tan fastidioso escucharle, aunque hablase de lo que escribía.

De cualquier modo, disponía de un verdadero imperio como director de aquella sección dominical de crítica literaria. Dos secretarias, veinte lectores fijos. Gran cantidad de críticos autónomos, desde autores de renombre a poetas muertos de hambre, novelistas fracasados, profesores universitarios e intelectuales de la buena soledad. A todos los utilizaba y a todos los odiaba. Y dirigía la revista como un lunático.

La página uno de esa sección de crítica dominical era el máximo a que podía aspirar un escritor. Osano lo sabía. Ocupaba automáticamente la primera página de todas las secciones de crítica del país cuando publicaba un libro. Pero odiaba a la mayoría de los escritores de ficción, les envidiaba. O podía estar enfadado con el editor del libro. Así que cogía una biografía de Napoleón o de Catalina de Rusia, escrita por un sesudo profesor universitario, y la colocaba en la página uno. Libro y crítica solían ser igualmente ilegibles. Pero Osano se sentía feliz. Había fastidiado a todo el mundo.

La primera vez que le vi, encarnaba todos los chismorreos de fiestas literarias, todas las murmuraciones, todas las imágenes públicas que él había creado. Jugó ante mí el papel del gran escritor, con verdadera satisfacción. Y tenía las condiciones adecuadas para ajustarse a la leyenda.

Me fui a los Hamptons, donde Osano tenía una casa de verano, y le encontré instalado como un viejo sultán. Con sus cincuenta años, tenía seis hijos de cuatro matrimonios distintos, y por entonces aún no había pasado por el quinto, el sexto y el séptimo y último. Llevaba puestos unos pantalones azules largos de tenis y chaqueta de tenis azul especialmente cortada para ocultar su abultada barriga cervecera. Tenía ya grandes arrugas en la cara, como correspondía al próximo ganador del premio Nobel de literatura. Pese a sus malévolos ojillos verdes, podía ser cordial y agradable. Aquel día lo fue. Como era el director de la sección literaria dominical más importante del país, todo el mundo le adulaba con la mayor devoción cada vez que publicaba algo. No sabía que yo me proponía liquidarle porque era un escritor sin éxito con una novela publicada sin la menor trascendencia y que se debatía con la segunda. Desde luego, él había escrito casi una gran novela. Pero el resto de su obra era basura, y yo, si Everyday Life me dejaba, mostraría al mundo lo que realmente era aquel tipo.

Escribí el artículo enseguida, atacándole directamente. Pero Eddie Lancer lo rechazó. Querían que Osano les escribiese un artículo político y no querían enemistarse con él. Fue, por tanto, un día perdido. Aunque en realidad no. Porque dos años después Osano me llamó y me ofreció un puesto para trabajar con él como asesor en una nueva e importante revista literaria. Osano me recordaba, había leído el artículo que la revista no había querido aceptar, y le había gustado muchísimo, o eso me dijo. Dijo que le había gustado porque yo era un buen escritor y me gustaban las mismas cosas de su obra que le gustaban a él.

Aquel primer día, estuvimos sentados en su jardín viendo jugar al tenis a sus hijos. He de decir en su favor que amaba realmente a sus hijos y se entendía con ellos. Quizás porque fuese muy infantil también él. Lo cierto es que le llevé a hablar de las mujeres, del movimiento de liberación femenina y de la sexualidad. Y el tema le encantó. Estuvo muy divertido. Y aunque en sus escritos era el mayor izquierdista que se pueda imaginar, podía también ser todo un tejano patriotero. Hablando del amor, dijo que en cuanto se enamoraba de una chica dejaba de sentir celos de su mujer. Luego adoptó su expresión de gran escritor-estadista y dijo:

– A ningún hombre le está permitido estar celoso de más de una mujer a la vez… salvo que sea portorriqueño.

Como sus credenciales de izquierdista eran impecables, creía tener derecho a hacer chistes sobre los portorriqueños.

Entonces apareció el ama de llaves diciendo a voces que los niños se estaban peleando por una discusión en el juego. El ama de llaves era bastante mandona y muy severa con los niños, como si fuese su madre. Además, era una mujer guapa para su edad, más o menos la de Osano. Por un momento, tuve ciertas sospechas. Sobre todo cuando nos dirigió una mirada despectiva antes de volver a entrar en la casa.

Conseguir que hablara de las mujeres no me fue difícil. Adoptó la actitud cínica, que es siempre una actitud magnífica cuando no estás loco por ninguna dama concreta. Se mostró muy autoritario, como correspondía a un escritor sobre el que se había escrito más que sobre ningún otro novelista desde Hemingway.

– Mira, muchacho -dijo-, el amor es como esa carretilla roja de juguete que te regalan por Navidad cuando tienes seis años. Te hace tremendamente feliz y no puedes separarte de ella. Pero tarde o temprano se le caen las ruedas. Entonces, la dejas en un rincón y la olvidas. Enamorarse es magnífico, pero estar enamorado es un desastre.

Le pregunté entonces, quedamente, y con el respeto que él creía merecer:

– ¿Y qué me dice de las mujeres, cree que sienten lo mismo cuando aseguran que piensan lo mismo que piensan los hombres?

Me lanzó una rápida mirada con aquellos ojos sorprendentemente verdes. Captó mis intenciones. Pero no hubo problema. Ésta era una de las grandes virtudes de Osano, incluso entonces. Así pues, continuó:

– El movimiento de liberación de las mujeres cree que nosotros tenemos poder y control sobre sus vidas. En ese sentido, se trata de algo tan estúpido como lo del tipo que cree que las mujeres son sexualmente más puras que los hombres. Las mujeres son capaces de joder con cualquiera, en cualquier momento y en cualquier lugar. Lo único que pasa es que tienen miedo a hablar. El movimiento de liberación femenina habla y perora sobre el pequeño porcentaje de hombres que tienen el poder. Esos tipos no son hombres. Ni siquiera son humanos. Y es el puesto que ocupan ellos el que las mujeres tendrían que ocupar. No saben que para conseguirlo tendrán que matar.

Entonces le interrumpí.

– Usted es uno de esos hombres.

Osano asintió con un gesto.

– Sí. Y, metafóricamente, tuve que matar. Lo que las mujeres conseguirán es lo que tienen los hombres, es decir, basura, úlceras y ataques al corazón. Más un montón de trabajos de mierda que a los hombres les resulta odioso hacer. Pero yo soy decidido partidario de la igualdad. Claro que cuando se logre les ajustaré las cuentas. Mira, estoy pagando gastos de manutención de cuatro mujeres perfectamente sanas que pueden ganarse la vida sin el menor problema. Todo porque no hay igualdad.

– Sus aventuras con mujeres son casi tan famosas como sus libros -dije-. ¿Cómo trata usted a las mujeres?

Osano sonrió.

– No parece interesarte cómo escribo libros.

Entonces dije con la mayor suavidad posible:

– Sus libros hablan por sí solos.

Me lanzó otra larga mirada cavilosa y luego continuó.

– Nunca trates demasiado bien a una mujer. Las mujeres se quedan con los borrachos, los jugadores, los chulos e incluso con los que les pegan. No pueden soportar a un tipo bueno y amable. ¿Sabes por qué? Se aburren. No quieren ser felices. Es aburrido.

– ¿Cree usted en la fidelidad? -pregunté.

– Claro. Escucha, estar enamorado significa convertir a otra persona en el objeto central de tu vida. Cuando eso ya no existe, ya no hay amor. Es otra cosa. Puede que sea mejor, más práctico. El amor, en el fondo, es una relación injusta, inestable y paranoica. En eso los hombres son peor que las mujeres. Una mujer puede joder cien veces, no apetecerle una, y él no se lo perdona. Pero no hay duda de que el primer paso cuesta abajo es cuando ella no quiere hacer el amor cuando tú quieres. No hay excusa posible, sabes. No hay dolor de cabeza. Todo eso son cuentos. En cuanto una tía empieza a rechazarte en la cama, todo ha terminado. Puedes empezar a buscar otra cosa. No creas en ninguna excusa.

Le pregunté sobre las mujeres orgásmicas que podían tener diez orgasmos por cada uno de un hombre. Lo rechazó.

– Las mujeres no se corren como los hombres -dijo-. Para ellas es un pifffff pequeñito. No es como los hombres, los hombres realmente se vuelan los sesos al correrse. Freud se acercó, pero erró el tiro. Los hombres joden de verdad. Las mujeres no.

Él no se creía todo aquello, en realidad, pero yo sabía lo que quería decir. Su estilo era la exageración.

Pasé al tema de los helicópteros. Según su teoría, en veinte años, el automóvil quedaría anticuado y todo el mundo tendría su helicóptero particular. Sólo faltaba introducir ciertas mejoras técnicas. Que una servodirección y unos frenos automáticos permitiesen conducir a todas las mujeres y eliminar definitivamente los ferrocarriles.

– Sí -dijo-. Eso es evidente.

Lo que también era evidente era que aquella mañana concreta estaba obsesionado con las mujeres. En fin, volvió al tema.

– Los hombres de hoy siguen el buen camino. Les dicen a las tías: puedes, por supuesto, joder con quien quieras, no voy a dejar de quererte por eso. Son tan mentirosos. Mira, todo tipo que sepa que una tía jode con extraños la considera un monstruo.

La conclusión me ofendió y me asombró. El gran Osano, cuyas obras tanto emocionaban a las mujeres. La inteligencia más brillante de las letras norteamericanas. La mentalidad más abierta. O yo no entendía lo que él quería decir o me mentía. Vi que su ama de llaves abofeteaba a algunos de los niños que andaban por allí.

– Le da usted mucha autoridad a su ama de llaves -dije.

Él era muy listo y cazaba las cosas al vuelo. Sabía exactamente lo que yo pensaba de lo que él me decía. Quizá por eso dijo la verdad, toda la historia de su ama de llaves. Sólo por pincharme.

– Ella fue mi primera esposa -me dijo-. Es la madre de mis tres hijos mayores.

Se echó a reír al ver mi asombro.

– No, no hacemos el amor. Y nos llevamos bien. Le pago un sueldo magnífico pero no la pensión del divorcio. Es la única esposa a la que no le pago la pensión.

Evidentemente, quería que le preguntase por qué. Se lo pregunté.

– Porque cuando escribí mi primer libro y me hice rico, no pudo soportarlo. Le daba envidia que yo fuese famoso y me hiciesen tanto caso. Quería que le hicieran caso a ella. Y un tipo joven, uno de los admiradores de mi obra, le echó un cable y ella lo recogió. Era cinco años mayor que él, pero siempre fue guapa. Y se enamoró de verdad, lo reconozco. De lo que no se dio cuenta fue de que él estaba tirándosela sólo por fastidiar a Osano, el gran novelista. En fin, me pidió el divorcio y la mitad del dinero que había dado mi libro. Yo lo acepté. Ella quería quedarse con los chicos pero yo no quise que mis hijos anduviesen con aquel idiota del que ella estaba enamorada. Así que le dije que le dejaría los críos cuando se casase con el tipo. En fin, él le sorbió el seso jodiendo durante dos años y le sacó toda la pasta. Ella se olvidó de sus hijos. Era de nuevo joven. Le gustaba mucho verlos, por supuesto, pero estaba muy ocupada viajando por el mundo con mi pasta y triturándole la polla a aquel jovencito. Cuando se acaba el dinero, él se larga. Entonces ella vuelve y quiere los niños. Pero ya no puede hacer nada. Los había abandonado durante dos años. En fin, se montó un gran número diciendo que no podía vivir sin ellos. Entonces le di trabajo como ama de llaves.

– Quizá sea lo peor que haya oído en mi vida -dije fríamente.

Aquellos asombrosos ojos verdes relampaguearon un instante. Pero luego sonrió y dijo cautamente:

– Supongo que eso parece. Pero ponte en mi lugar. Me encanta tener a mis hijos conmigo. ¿Por qué el padre no consigue nunca los hijos? ¿Qué cuento es ése? ¿Sabes que los hombres jamás se recuperan de eso? La mujer se cansa de estar casada y entonces el marido pierde a los hijos. Y los hombres soportan esto porque les han castrado. En fin, yo no quise aceptarlo. Conservé a los chicos y volví a casarme inmediatamente. Y cuando la nueva esposa empezó a incordiar, también la mandé a paseo.

– ¿Y sus hijos? -dije quedamente-. ¿Qué opinan ellos de que su madre sea el ama de llaves?

Los ojos verdes relampaguearon de nuevo.

– Bueno, no la humillo. Es sólo mi ama de llaves entre esposa y esposa. Por otra parte, es más bien una especie de institutriz autónoma. Tiene casa propia. Yo soy el casero. Mira, pensé en darle más pasta, en comprarle una casa y hacerla independiente. Pero es una chiflada como las otras. Volvió a ponerse insoportable. Tiraba el dinero. Lo que no me parece mal, pero es que además se montaba otros números y yo tenía que seguir escribiendo. Así que la controlo con el dinero. Vive muy bien a costa mía. Y sabe que si se sale de la raya, se quedará sin nada y tendrá que ganarse la vida ella sola. Es un sistema que da buen resultado.

– ¿Se considera usted antifeminista? -dije, sonriendo.

Él se echó a reír.

– ¿Le dices eso a un hombre que se ha casado cuatro veces? No hace falta más prueba. Pero tienes razón. En cierto sentido soy realmente contrario al movimiento de liberación de las mujeres. Porque en este momento la mayoría de las mujeres están llenas de palabrería. Quizá no sea culpa suya. Mira, en cuanto una mujer no quiera joder dos días seguidos, líbrate de ella. A menos que tenga que ir al hospital en ambulancia. Aunque tuviese cuarenta puntos en el coño. Me da igual que goce o no. A veces yo no gozo y lo hago. Y tengo que empalmarme. Es tu obligación si amas a alguien. Demonios, en realidad no sé por qué sigo casado. Te juro que no volvería a hacerlo otra vez, pero luego siempre me engañan. Siempre creo que son desgraciadas porque no se casan. Son tan mentirosas.

– ¿No cree usted que, con las condiciones adecuadas, las mujeres pueden llegar a ser iguales?

Osano cabeceó y dijo:

– Las mujeres sobrellevan su edad mucho peor que los hombres. Un tipo de cincuenta años puede llegar a conseguir muchas tías jóvenes. Pero una tía de cincuenta lo tiene más difícil. Por supuesto, cuando consigan el poder político, decretarán por ley que se opere a los hombres de cuarenta o cincuenta para que parezcan más viejos e igualar las cosas. Así es como funciona la democracia. Otro cuento. En fin, las mujeres lo tienen muy bien. No deberían quejarse.

»Antes, en los viejos tiempos no sabían que tenían derechos sindicales. No podías largarlas por muy mal que hiciesen el trabajo. En la cama, quiero decir. Y en la cocina. ¿Y quién se lo ha pasado bien con su mujer después de un par de años? Y si lo pasa bien es que ella es una zorra. Y ahora quieren ser iguales. Ay si me las dejaran a mí. Ya les daría igualdad. Sé bien de lo que hablo. Me casé cuatro veces. Y me costó todo el dinero que gané.

Osano odiaba realmente a las mujeres aquel día. Un mes después cogí el periódico de la mañana y leí que se había casado por quinta vez. Una actriz de un grupito teatral. Le doblaba la edad. He aquí el sentido común del literato más destacado de Norteamérica. Nunca imaginé que trabajaría para él un día y estaría con él hasta que muriese, milagrosamente soltero pero aún enamorado de una mujer, de las mujeres.

Fue algo que capté aquel día a través de todos sus cuentos y exageraciones. Estaba loco por las mujeres. Eran su debilidad, y odiaba aceptarlo.

13

Estaba listo por fin para mi viaje a Las Vegas, para ver de nuevo a Cully. Sería la primera vez en tres años, tres años desde que Jordan se había pegado un tiro en su habitación, después de ganar cuatrocientos grandes.

Cully y yo habíamos seguido en contacto. Me telefoneaba un par de veces al mes y mandaba regalos por Navidad para mí y para mi mujer y mis hijos, cosas que pude comprobar que procedían de la tienda de regalos del Hotel Xanadú, donde sabía que las conseguía con un gran descuento o, conociendo a Cully, gratis incluso. Pero aun así, era un gran detalle de su parte hacerlo. Le había hablado a Vallie de él pero nunca de Jordan.

Sabía que Cully tenía un buen trabajo en el hotel porque su secretaria contestaba siempre al teléfono diciendo: «Asesor del director». Y yo me preguntaba cómo en tan pocos años había conseguido subir tanto. Su voz al teléfono y su manera de hablar habían cambiado; no hablaba tan alto; era más sincero, más educado, más cordial. Un actor interpretando un papel distinto. Por teléfono sólo hablábamos de cotilleos, cuentos de grandes ganadores y grandes perdedores, y cosas divertidas sobre los personajes que paraban en el hotel. Pero nunca hablaba de sí mismo. En un momento u otro, uno de los dos mencionaba a Jordan, en general hacia el final de la conversación, o la mención de Jordan parecía ponerle fin. Era nuestra piedra de toque.

Vallie me hizo la maleta. El plan era irme en el fin de semana para no perder un día de trabajo en mi oficina de la reserva. Y en el distante futuro, que yo olfateaba, el reportaje de la revista me proporcionaría una coartada frente a la policía respecto a los motivos de mi viaje a Las Vegas.

Los chicos estaban acostados mientras Vallie me hacía la maleta, pues salía a primera hora de la mañana siguiente. Vallie me sonrió.

– Dios mío, la última vez que te fuiste fue terrible. Creí que no volverías.

– En aquel momento tenía que irme -dije-. Las cosas iban muy mal.

– Todo ha cambiado desde entonces -dijo Vallie pensativa-. Hace tres años no teníamos dinero. Sabes, tan mal estábamos que tuve que pedirle a mi padre que me prestase algo de dinero y tenía miedo de que lo descubrieras. Tú actuabas como si ya no me quisieras. Aquel viaje lo cambió todo. Cuando volviste eras distinto. Ya no te enfadabas conmigo y eras mucho más paciente con los niños. Y encontraste trabajo en la revista.

Le sonreí.

– Recuerda que regresé como ganador. Con unos cuantos grandes extra. Si hubiese perdido, puede que la historia fuese muy distinta.

Vallie cerró la maleta.

– No -dijo-. Eras diferente. Eras más feliz, te sentías más feliz conmigo y con los chicos.

– Descubrí lo que echaba de menos -dije.

– Sí, seguro -dijo ella-. Con las mujeres guapas que hay en Las Vegas.

– Cuestan demasiado -dije-. Necesitaba el dinero para jugar.

Todo era broma, pero había una parte seria. Si le hubiese dicho la verdad, que ni siquiera había mirado a otra mujer, no se lo habría creído. Pero podía darle buenas razones. Tan culpable me había sentido de ser un padre y un marido incapaz de atender a las necesidades de los suyos, que no podía añadir a toda aquella culpa la de serle infiel. Y el hecho básico era que lo pasábamos muy bien en la cama. Era realmente lo que yo quería, era perfecta para mí. Y yo creía serlo también para ella.

– ¿Vas a trabajar algo esta noche? -me preguntó.

Lo que en realidad me preguntaba era si íbamos a hacer el amor primero para poder prepararse. Luego, después de hacer el amor, yo solía levantarme a trabajar en mi libro y ella se quedaba tan profundamente dormida que no se movía hasta por la mañana. Era muy dormilona. A mí en cambio me costaba mucho dormir.

– Sí -dije-. Quiero trabajar. Estoy demasiado nervioso con el viaje y no puedo dormir.

Era casi medianoche, pero se fue a la cocina a prepararme café y unos emparedados. Trabajé hasta las tres o las cuatro de la mañana y de todos modos me desperté antes que ella al día siguiente.

Lo peor de ser escritor, aunque a mí me diese igual cuando trabajaba bien, era el no poder dormir. Echado en la cama, no podía quitarme la máquina de la mente, y seguía pensando en la novela en la que trabajaba. Allí, tendido en la oscuridad, los personajes se me hacían tan reales que me olvidaba de mi mujer, de mis hijos y de la vida cotidiana. Pero aquella noche tenía otra razón menos literaria. Quería que Vallie se fuese a la cama para poder sacar de su escondite el montón de dinero de los sobornos.

Del rincón más oscuro del armario del dormitorio saqué mi vieja chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y la llevé a la cocina. No me la había puesto desde que regresé de Las Vegas hacía tres años. Sus brillantes colores se habían apagado en la oscuridad del armario, pero aún era bastante chillona. La cogí, pues, y fui a la cocina. Vallie le echó un vistazo y dijo:

– Merlyn, no puedes ponerte eso.

– Es mi chaqueta de la suerte -dije-. Además es cómoda para el viaje en avión.

Sabía que ella la había escondido allí en el armario para que nunca la viera y no se me ocurriese ponérmela. No se había atrevido a tirarla. Ahora la chaqueta me sería muy útil.

– Qué supersticioso eres -dijo Vallie.

Se equivocaba. Era muy poco supersticioso, aunque me considerase un mago, y una cosa nada tiene que ver con la otra.

Cuando Vallie me dio el beso de despedida y se fue a la cama, tomé un poco de café y eché un vistazo al manuscrito que había sacado de mi mesa del dormitorio. Estuve haciendo numerosas correcciones durante una hora. Luego atisbé en el dormitorio y vi que Vallie estaba profundamente dormida. Le di un beso muy suave. Ni se movió. En fin, me gustaba muchísimo aquel beso suyo de buenas noches, el simple y leal beso de esposa que parecía aislarnos de toda la soledad y las traiciones del mundo exterior. Y muchas veces, acostados, en las primeras horas de la mañana, Vallie dormida y yo sin poder dormir, la besaba suavemente en la boca, esperando que se despertase para hacer el amor y sentirme menos solo. Pero en esta ocasión tenía plena conciencia de haberle dado un beso de Judas, en parte amoroso, pero en realidad con el propósito de cerciorarme de que no se despertaría mientras yo sacaba el dinero.

Cerré la puerta del dormitorio y luego fui al armario del vestíbulo, donde estaba el gran baúl donde guardaba mis manuscritos, las copias mecanográficas de mi novela y el manuscrito original del libro en el que había trabajado cinco años y con el que había ganado tres mil dólares. Era muchísimo papel, con todas las correcciones y las copias, papel con el que había pensado ganar riqueza, fama y honores. Busqué el sobre bajo la gran carpeta rojiza atada con cuerdas. La saqué y la llevé a la cocina. Conté el dinero mientras tomaba café. Poco más de cuarenta mil dólares. El dinero había ido llegando muy deprisa últimamente. Me había convertido en el Tiffany's de los tramposos, con clientes ricos y de confianza. Dejé los billetes de veinte, que sumaban unos siete mil dólares, en el sobre. Había treinta y tres mil en billetes de cien. Éstos los puse en cinco sobres largos que había traído de la oficina. Luego metí los sobres llenos de dinero en los diferentes bolsillos de la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Cerré las cremalleras y la colgué en el respaldo de la silla.

Por la mañana, cuando Vallie me dio el abrazo de despedida, sintió algo en los bolsillos, pero le dije que eran unas notas para el artículo que me llevaba a Las Vegas.

14

Cully estaba esperándome en la puerta de la terminal. El aeropuerto era aún tan pequeño que pude ir andando desde el avión, pero habían iniciado la construcción de otra ala de la terminal. Las Vegas crecía. Y también crecía en importancia Cully.

Tenía un aire distinto. Más alto, más delgado, y vestía con elegancia, traje Sy Devore y chaqueta deportiva. Llevaba un corte de pelo distinto. Me quedé sorprendido cuando me dio un abrazo y me dijo:

– El mismo Merlyn de siempre.

Se rió de mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y me dijo que tenía que librarme de ella.

Me había reservado una gran suite en el hotel con un bar provisto de bebida y flores en las mesas.

– Debes tener un montón de pasta -dije.

– Me va bien -dijo Cully-. He dejado el juego. Estoy al otro lado de las mesas. En fin, ya entiendes.

– Sí -dije.

Me parecía extraño Cully, tan distinto. No sabía si seguir con mi plan original y confiar en él. Un tipo puede cambiar mucho en tres años. Y, después de todo, nuestra relación sólo había sido de unas semanas.

Pero mientras bebíamos una copa juntos, dijo con verdadera sinceridad:

– No sabes cuánto me alegro de verte, muchacho. ¿Sigues pensando en Jordan?

– Continuamente -dije.

– Pobre Jordan -dijo Cully-. Consiguió ganar cuatrocientos grandes. Eso fue lo que me hizo dejar el juego. Y, sabes, desde que él murió he tenido una suerte tremenda. Si juego bien mis cartas, puedo acabar siendo el amo de este hotel.

– Déjate de cuentos -dije-. ¿Y Gronevelt?

– Soy su ayudante número uno -dijo Cully-. Confía muchísimo en mí. Confía en mí tanto como yo en ti. Y, por cierto, me vendría bien un ayudante. Cuando quieras trasladarte con tu familia a Las Vegas cuenta con un buen trabajo aquí conmigo.

– Gracias -dije.

Me sentía realmente conmovido. Al mismo tiempo, tenía mis dudas sobre su afecto hacia mí. Sabía que no era hombre que se preocupase así por las buenas de otra persona.

– Respecto al trabajo no puedo contestarte ahora -dije-. Pero vine a pedirte un favor. Si no pudieras hacerlo, no te preocupes, pero dímelo claramente. Sea cual sea la respuesta, pasaremos un par de días juntos y nos divertiremos.

– Cuenta con ello -dijo Cully-. Sea lo que sea.

Me eché a reír.

– Espera que te lo diga -dije.

Por un momento, Cully pareció enfadarse.

– Me importa un carajo lo que sea. Cuenta con ello. Si está en mi mano, cuenta con ello.

Le hablé de todo el asunto. Le expliqué que estaba aceptando sobornos y que tenía treinta y tres grandes en la chaqueta y que tenía que guardar el dinero por si se descubría todo el pastel. Cully me escuchó atentamente, mirándome a la cara. Al final, ante mi asombro, me miraba sonriendo de oreja a oreja.

– ¿De qué demonios te ríes? -dije.

Cully soltó una carcajada.

– Pareces un tipo confesándole a un cura que ha cometido un asesinato. Demonios, todo el mundo haría lo que estás haciendo si pudiera. De todos modos, he de confesar que me sorprende. No te imagino diciéndole a un tipo que tiene que pagarte.

Me di cuenta de que me ponía colorado.

– Nunca les he pedido dinero -dije-. Siempre me lo proponen ellos. Y nunca cojo el dinero directamente. Después de hacerles el favor, pueden pagarme lo prometido u olvidarse de mí. A mí me da igual -le sonreí-. Soy un tramposo modesto, no una puta.

– Bueno, bueno -dijo Cully-. En primer lugar creo que estás demasiado preocupado. A mí me parece un tipo de operación que puede seguir indefinidamente. Y aunque se descubriese el pastel, lo peor que puede pasarte es que pierdas el trabajo y te condenen. Pero tienes razón, hay que guardar la pasta en lugar seguro. Esos federales son unos auténticos sabuesos, y si lo encuentran te lo quitarán todo.

Me interesó la primera parte de lo que había dicho. Una de mis pesadillas era que me meterían en la cárcel y Vallie y los niños se quedarían solos. Por eso le ocultaba todo a mi mujer. No quería que se preocupase. Además, no quería que tuviese mal concepto de mí. Para ella su marido era el artista puro e impecable.

– ¿Por qué crees que no iré a la cárcel si me cazan? -pregunté a Cully.

– Es un delito de cuello blanco -dijo Cully-. No se trata de asaltar un banco, ni de liquidar a un pobre cabrón que tiene una tienda, ni de defraudar a una viuda. Lo único que haces es sacarles pasta a unos mierdas que quieren acortar su período de servicio militar. Demonios, es algo increíble. Unos tíos que pagan para entrar en el ejército. Nadie lo creería. El jurado se moriría de risa.

– Sí, a mí también me parece divertido.

De pronto, Cully adoptó un aire absolutamente profesional, de hombre de negocios.

– Bueno, ahora dime qué es lo que quieres que haga yo. Cuenta con ello. Y si los federales te enganchan, promete que me avisarás inmediatamente. Yo te sacaré del lío. ¿De acuerdo?

Me sonrió afectuosamente.

Le expliqué mi plan: cambiar mi dinero en efectivo por fichas de mil dólares y jugar sólo pequeñas cantidades. Lo haría en todos los casinos de Las Vegas y luego, al cambiar las fichas por dinero, cogería sólo un recibo y dejaría el dinero en caja como crédito de juego. Al FBI nunca se le ocurriría mirar en los casinos. Y los recibos podía guardarlos Cully y entregármelos siempre que yo necesitase dinero.

Cully me sonrió.

– ¿Y por qué no me dejas a mí el dinero? ¿No confías en mí?

Sabía que bromeaba, pero le contesté en serio.

– Lo pensé -dije-. Pero, ¿y si te pasara algo? Si tuvieras un accidente de avión, por ejemplo. O si te volviera el gusanillo del juego… Confío en ti en este momento. Pero, ¿cómo puedo saber que no vas a volverte loco mañana o el año que viene?

Cully asintió aprobatoriamente. Luego preguntó:

– ¿Y tu hermano Artie? Tú y él estáis muy unidos. ¿No puede guardarte el dinero?

– A él no puedo pedírselo.

Cully asintió de nuevo.

– Sí, supongo que no puedes. Es demasiado honrado, ¿no?

– Lo es -dije.

No quería entrar en largas explicaciones de lo que pensaba.

– ¿Te parece bien mi plan? -pregunté-. ¿Crees que es válido?

Cully se levantó y empezó a pasear por la habitación.

– No está mal -dijo-. Pero es raro que alguien quiera tener crédito en todos los casinos. Resulta sospechoso. Sobre todo si el dinero queda depositado durante mucho tiempo. La gente sólo deja el dinero en caja hasta que lo pierde todo o se va de Las Vegas. Lo que tienes que hacer es lo siguiente: compra fichas en todos los casinos y deposítalas aquí, en nuestra caja. Ya sabes, puedes depositar tres o cuatro veces al día unos cuantos miles y coger un recibo. Así todos tus recibos serán de nuestra caja. Si los federales metiesen la nariz en el asunto o escribiesen al hotel, yo lo arreglaría. Yo podría protegerte.

Yo estaba preocupado por él.

– ¿Y no te meterás en un lío por esto? -le pregunté.

Cully suspiró pacientemente.

– Es mi trabajo de cada día. Tenemos un montón de problemas con hacienda, por las cantidades de dinero que pierden algunos. Me limito a enviarles comprobantes viejos. No hay forma de que puedan descubrirme. Ya me aseguro de que no haya datos que puedan utilizarse en mi contra.

– Dios mío -dije-. Yo no quiero que desaparezca mi comprobante. No podría hacer efectivos los recibos.

Cully se echó a reír.

– Vamos, Merlyn -dijo-. Eres sólo un tramposo de tres al cuarto. Los federales no vendrán a cazarte aquí con un equipo de auditores. Envían una carta o una citación. Y además, ni siquiera se les ocurrirá hacerlo. Si no, míralo desde otro ángulo. Si gastases la pasta y descubriesen que tus ingresos son superiores a tu sueldo, puedes decirles que son ganancias de juego. No podrán demostrar que no es así.

– No puedo demostrar que lo es -dije.

– Claro que puedes -dijo Cully-. Yo declararé en tu favor, y lo mismo un jefe de sección y un empleado de la mesa de dados. Declararemos que tuviste mucha suerte con los dados. Así que no te preocupes. Pase lo que pase, no habrá problemas. Tu único problema es dónde esconder los recibos de caja del casino.

Los dos pensamos sobre esto un rato. Al final, Cully encontró una solución.

– ¿Tienes abogado? -preguntó.

– No -dije-. Pero mi hermano Artie tiene un amigo que es abogado.

– Entonces haz testamento -dijo Cully-. En el testamento puedes indicar que tienes depositado dinero en este hotel por un total de treinta y tres mil dólares y que se lo dejas a tu mujer. Pero no, dejemos al abogado de tu hermano. Utilizaremos un abogado conocido mío de aquí de Las Vegas en el que podemos confiar. Luego el abogado enviará una copia del testamento a Artie en un sobre especial legalmente sellado. Hay que decirle a Artie que no lo abra. De ese modo, no sabrá nada y no estará complicado en nada. Nunca se enterará. Lo único que tienes que decirle es que no debe abrir el sobre, que sólo debe guardarlo. El abogado enviará también una carta en este sentido. No hay manera de que Artie pueda tener problemas. Y no sabrá nada. Invéntate una historia para explicar por qué quieres que tenga él el testamento.

– Artie no me pedirá que le explique nada -dije-. Lo hará sin preguntas.

– Tienes un buen hermano -dijo Cully-. Pero, ¿qué vas a hacer con los recibos? Los federales son capaces de meter las narices en todo, incluso en el banco. ¿Por qué no los escondes en tus viejos manuscritos como escondiste el dinero? Aun en caso de una orden de registro, nunca se fijarían en esos papelitos.

– No puedo correr ese riesgo -dije-. Pero aclaremos lo de los recibos. ¿Qué pasaría si los perdiese?

Cully no captó la cuestión, o así me lo hizo creer.

– Tendremos constancia en nuestro archivo -dijo-. Lo único que pasará es que te haremos firmar un recibo certificando que los perdiste, cuando retires el dinero. Sólo tendrás que firmar al retirar tu dinero.

Por supuesto, él sabía muy bien lo que yo iba a hacer. Sabía que iba a romper los recibos, pero sin decírselo, para que nunca pudiera estar seguro. Para que no pudiese modificar los archivos del casino, eliminar la prueba de que el casino me debía el dinero. Esto significaba que yo no confiaba del todo en él, pero lo aceptó sin problemas.

– Te tengo preparada una gran cena para esta noche con algunos amigos -dijo Cully-. Irán dos de las damas más guapas del espectáculo.

– No quiero mujeres -dije.

Cully se sorprendió.

– Dios mío; pero ¿es que después de tantos años aún no te has cansado de joder sólo con tu mujer?

– No -dije-. No me he cansado.

– ¿Crees que vas a serle fiel toda la vida? -dijo Cully.

– Sí, claro -dije, riéndome.

Cully meneó la cabeza, riéndose también.

– Entonces debes ser de verdad Merlin el Mago.

– El mismo -dije.

Así que cenamos los dos solos. Y luego Cully me acompañó a todos los casinos de Las Vegas, donde compré fichas de mil dólares. Mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador resultó realmente de gran utilidad. En los casinos bebimos con los jefes de sección y los encargados y las chicas de los espectáculos. Todo el mundo trataba a Cully como persona importante, y todos tenían chismes e historias que contar sobre Las Vegas. Fue divertido. Cuando volvimos al Xanadú, deposité mis fichas en caja y me dieron un recibo de quince mil dólares. La metí en la cartera. No había jugado nada en toda la noche. Cully no me dejaba un momento.

– Tengo que jugar un poco -dije.

Cully sonrió maliciosamente.

– Claro, claro. Pero si pierdes quinientos pavos, te rompo un brazo.

En la mesa de dados, saqué cinco billetes de cien dólares y los cambié por fichas. Hice apuestas de cinco dólares a todos los números. Gané y perdí. Volví a mis viejos hábitos de juego, pasando de los dados al veintiuno y a la ruleta. Jugué de forma suave, tranquila, indiferente, haciendo pequeñas apuestas, ganando y perdiendo. A la una de la madrugada, metí la mano en el bolsillo, saqué dos mil dólares y compré fichas. Cully no decía nada.

Metí las fichas en el bolsillo de la chaqueta, me acerqué a la caja y las cambié por otro recibo. Cully estaba apoyado en una mesa de dados vacía, observando. Cabeceó aprobatoriamente.

– Así que has conseguido superarlo -dijo.

– Merlin el Mago -dije-. No soy uno de tus sucios jugadores empedernidos.

Era cierto. No había sentido la antigua emoción. Tenía dinero suficiente para comprarle una casa a mi familia y tener reserva en el banco para situaciones de emergencia. Tenía buenas fuentes de ingresos. Volvía a ser feliz. Amaba a mi mujer y estaba trabajando en una novela. Jugar era divertido. Nada más. Sólo había perdido doscientos dólares en toda la velada.

Cully me llevó a la cafetería a tomar unas hamburguesas y un vaso de leche.

– Tengo que trabajar durante el día -dijo-. ¿Puedo confiar en que no jugarás?

– No te preocupes -dije-. Estaré ocupado comprando fichas por toda la ciudad. Bajaré la cuota y compraré fichas de quinientos dólares para que se note menos.

– Buena idea -dijo Cully-. En esta ciudad hay más agentes del FBI que talladores.

Hizo una pausa.

– ¿Estás seguro de que no quieres una compañera para esta noche? -añadió-. Tengo verdaderas bellezas.

Tomó uno de los teléfonos interiores de la repisa de nuestro reservado.

– Estoy demasiado cansado -dije.

Y era cierto. Pasaba de la una en Las Vegas, pero en Nueva York eran las cuatro y yo aún seguía en tiempo de Nueva York.

– Si necesitas algo, no tienes más que subir a mi oficina -dijo-. Puedes subir también si te apetece charlar un rato.

– De acuerdo, así lo haré -dije.

Al día siguiente me desperté hacia el mediodía y llamé a Vallie. No contestó nadie. Eran las tres de la tarde en Nueva York y era sábado. Vallie habría llevado a los chicos a casa de sus padres, a Long Island. Así que llamé allí y contestó su padre. Me hizo algunas preguntas suspicaces sobre mis actividades en Las Vegas. Le expliqué que trabajaba en un artículo. No pareció demasiado convencido, y por fin se puso Vallie al teléfono. Le expliqué que volvería en el avión del lunes y que iría en taxi desde el aeropuerto.

Tuvimos la charla normal de marido y mujer en tales casos. El teléfono me resultaba odioso. Le dije que no volvería a llamarla porque era una pérdida de tiempo y de dinero, y dijo que estaba de acuerdo. Sabía que iría también al día siguiente a casa de sus padres y no quería llamarla allí. Me daba cuenta también de que me irritaba que se fuese con sus padres. Eran celos infantiles. Vallie y los chicos eran mi familia. Me pertenecían; eran la única familia que tenía, salvo Artie. Y no quería compartirlos con los abuelos. Sabía que era una estupidez, pero aun así, no volvería a llamar. Qué demonios, eran sólo dos días; y siempre podía llamarme ella.

Me pasé el día recorriendo los casinos de la ciudad, por el Strip, y los garitos del centro. Cambié allí mi dinero por fichas de doscientos y trescientos dólares. Jugué además un poco en cada casino.

Me encantaba el calor seco y ardiente de Las Vegas, así que fui andando de un casino a otro. Comí tarde en el Sands, junto a una mesa donde unas lindas putas tomaban su ágape antes de ir al trabajo. Eran jóvenes, guapas y animadas. Dos de ellas llevaban chaquetas de montar. Se reían mucho y se contaban historias y chismes como adolescentes. No me prestaban la menor atención, y comí como si yo tampoco les prestase ninguna atención a ellas. Pero procuré escuchar su conversación. Una vez por lo menos creí oír que mencionaban el nombre de Cully.

Volví en taxi al Xanadú. Los taxistas de Las Vegas son serviciales y amistosos. Aquél me preguntó si quería divertirme un poco y le contesté que no. Cuando llegamos, me deseó un día agradable y me dio el nombre de un restaurante donde hacían buena comida china.

En el casino del Xanadú cambié las fichas de los otros casinos por recibos que guardé en la cartera. Tenía ya nueve recibos y sólo me quedaban poco más de diez mil en efectivo para cambiar. Saqué el dinero de la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y lo metí en una chaqueta normal. Eran todos billetes de cien y cabían perfectamente en dos sobres blancos de longitud normal. Luego, me eché al brazo la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y subí a la oficina de Cully.

Toda un ala del hotel estaba ocupada por las oficinas administrativas. Seguí el pasillo y tomé luego otro en que había un letrero que decía: «Oficinas Ejecutivas». Llegué por fin hasta un letrero que decía: «Asesor Ejecutivo del Director». En la oficina exterior había una joven secretaria muy linda. Le di mi nombre, y ella lo comunicó a la oficina interna. Cully salió en seguida y me dio un gran apretón de manos y un abrazo. Su nueva personalidad aún me desconcertaba. Era demasiado expansivo, demasiado extrovertido, aquella no era la relación que habíamos tenido antes.

Tenía una suite realmente elegante, con un sofá y mullidos sillones, luces bajas y cuadros en las paredes, óleos originales. No pude determinar si eran buenos o malos. Había también tres pantallas de televisión funcionando. En una se veía un pasillo del hotel. Otra mostraba las mesas de dados del casino en acción. En la tercera pantalla se veía la mesa de bacarrá. Mirando la primera pantalla, pude ver a un tipo que abría la puerta de su habitación, allí en el pasillo, y hacía entrar a una joven a la que palmeó en las nalgas.

– Son mejores programas que los que yo veo en Nueva York -dije.

Cully asintió.

– Tengo que controlar lo que pasa en este hotel -dijo.

Pulsó botones en un cuadro de control de su escritorio y las tres imágenes de las pantallas de televisión cambiaron. Vimos entonces una sección del aparcamiento del hotel, una mesa de veintiuno en acción y al cajero de la cafetería ingresando dinero.

Tiré la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador sobre la mesa de Cully.

– Te la puedes quedar ya -dije.

Cully contempló largo rato la chaqueta. Luego dijo, con aire ausente:

– ¿Cambiaste todo el dinero?

– Casi todo -dije-. Ya no necesito la chaqueta. Mi mujer la odiaba tanto como tú -añadí riéndome.

Cully recogió la chaqueta.

– No es que no me guste -dijo-. Es que a Gronevelt no le gusta ver estas chaquetas por ahí. ¿Qué crees tú que fue de la de Jordan?

Me encogí de hombros.

– Quizá su mujer regalase toda su ropa al Ejército de Salvación.

Cully sopesaba la chaqueta en la mano.

– Ligera -dijo-. Pero daba suerte. Jordan ganó cuatrocientos grandes con ella. Y luego se mató. Jodido cabrón.

– Una estupidez -dije.

Cully volvió a dejar la chaqueta en la mesa. Luego se sentó y se acomodó en la silla.

– Sabes, pensé que eras un loco por rechazar sus veinte grandes. Y realmente me fastidió mucho que me convencieses de no coger los míos. Pero quizá fuese la mejor jugada de toda mi vida. Los habría perdido jugando, y luego me habría quedado hecho una mierda. Pero, sabes, cuando Jordan se suicidó me sentí orgulloso de no haber cogido aquel dinero. No sé cómo explicarlo. Pero tuve la sensación de que no le había traicionado. Ni tú. Ni Diane. Éramos todos desconocidos, y sólo nosotros tres nos preocupamos algo por Jordan. No lo suficiente, supongo. O, al menos, no significó mucho para él. Pero al final significó algo para mí. ¿No sentiste tú lo mismo?

– No -dije-. Yo simplemente no quería su jodido dinero. Sabía que iba a matarse.

Esto sorprendió a Cully.

– ¡Qué mierda ibas a saber! Merlin el Mago. No jodas.

– No lo sabía conscientemente -dije-. Pero en el fondo lo sabía. No me sorprendió cuando me lo dijiste. ¿Recuerdas?

– Sí -dijo Cully-. No pareció afectarte mucho.

Decidí dejar el tema.

– ¿Y qué me dices de Diane?

– Le afectó mucho -dijo Cully-. Estaba enamorada de Jordan. Me acosté con ella el día del funeral, sabes. El polvo más extraño de toda mi vida. Estaba completamente desquiciada, llorando y jodiendo. Me asusté muchísimo.

Hizo una pausa, y luego añadió:

– Se pasó los dos meses siguientes emborrachándose y llorándome en el hombro. Y luego conoció a aquel medio millonario carca, y ahora es toda una dama honrada en algún sitio de Minnesota.

– ¿Qué vas a hacer con la chaqueta? -le pregunté.

De pronto, Cully sonrió.

– Voy a dársela a Gronevelt. Ven, quiero que le conozcas.

Se levantó, agarró la chaqueta y salió de la oficina. Le seguí. Fuimos por el pasillo hasta otra suite de oficinas. La secretaria nos pasó al inmenso despacho de Gronevelt.

Gronevelt se levantó de su asiento. Parecía más viejo de lo que le recordaba. Debía estar ya cerca de los ochenta, pensé. Vestía impecablemente. El pelo blanco le daba un aire de actor de cine interpretando un personaje de edad. Cully nos presentó.

Gronevelt me estrechó la mano y luego dijo quedamente:

– Leí tu libro. Sigue escribiendo. Llegarás a ser un gran hombre. El libro es muy bueno.

Esto me sorprendió mucho. Gronevelt estaba metido desde hacía mucho en el negocio del juego, había sido un tipo muy peligroso en otros tiempos y aún era un hombre temido en Las Vegas. En realidad, nunca se me había ocurrido que fuese capaz de leer libros. Otro tópico roto.

Yo sabía que los sábados y los domingos eran días de mucho trabajo para hombres como Gronevelt y Cully que dirigían grandes hoteles en Las Vegas como el Xanadú. Les llegaban amigos y clientes de todos los Estados Unidos que venían a pasar el fin de semana para jugar y a quienes tenían que atender y satisfacer de diversos modos. Pensé, en consecuencia, que debía decirle adiós a Gronevelt y largarme.

Pero Cully echó en la inmensa mesa escritorio de Gronevelt la chaqueta deportiva Las Vegas Ganador y dijo:

– Ésta es la última. Merlyn la entregó por fin.

Me di cuenta de que Cully sonreía. El sobrino favorito tomándole el pelo al tío gruñón al que sabía cómo manejar. Y me di cuenta de que Gronevelt interpretaba su papel gustosamente. El tío que bromeaba con su sobrino que era el que más problemas causaba pero a la larga el de mayor talento y el más de fiar. El sobrino que heredaría. Gronevelt llamó a su secretaria y cuando ésta entró le dijo:

– Tráigame unas tijeras grandes.

Me pregunté dónde demonios iba a conseguir la secretaria del director del hotel Xanadú unas tijeras grandes a las seis de la tarde de un sábado. Volvió con ellas a los dos minutos justos. Gronevelt cogió las tijeras y empezó a cortar mi chaqueta deportiva Las Vegas Ganador. Me miró fijamente y dijo:

– No sabes la rabia que me dabais los tres cuando andabais por mi casino con estas jodidas chaquetas. Sobre todo la noche que Jordan ganó todo aquel dinero.

Me quedé mirando cómo convertía mi chaqueta en un inmenso montón de trozos de tela y luego comprendí que estaba esperando que le contestase.

– En realidad, a usted no le preocupan los ganadores, ¿verdad? -dije.

– No tenía nada que ver con lo de ganar dinero -dijo Gronevelt-. Es que era tan patético. Cully con esa chaqueta y un jugador degenerado en el corazón. Aún lo es y siempre lo será. Está en período de remisión.

Cully hizo un gesto de protesta y dijo:

– Soy un hombre de negocios.

Pero Gronevelt hizo un gesto y Cully se calló y se dedicó a contemplar los trozos de tela amontonados sobre la mesa.

– Puedo aguantar la suerte -dijo Gronevelt-. Pero la habilidad y la astucia no puedo soportarlas.

Gronevelt se dedicaba ahora al barato forro de imitación de seda, cortándolo en pequeñas tiras, pero era sólo para tener las manos ocupadas mientras hablaba. Se dirigió directamente a mí:

– Y tú, Merlyn, eres uno de los peores jugadores que he visto en mi vida, y llevo en el negocio cincuenta años. Eres peor que un jugador empedernido. Eres un jugador romántico. Te crees uno de esos personajes de la novela de Ferber en que ella tiene aquel jugador estúpido por héroe. Juegas como un imbécil. A veces te guías por los porcentajes, otras por corazonadas, otras sigues un sistema, luego a tientas o pasas de una cosa a otra. Mira, eres una de las pocas personas de este mundo a las que les diría que abandonasen por completo el juego.

Luego dejó las tijeras, me dirigió una sonrisa realmente cordial y añadió:

– Pero, qué demonios, te gusta.

Me sentía, desde luego, un poco ofendido, y él se había dado cuenta. Me consideraba un jugador muy inteligente, que mezclaba la lógica con la magia. Gronevelt pareció leer mi pensamiento.

– Merlyn -dijo-. Me gusta ese nombre. Te va muy bien. Por lo que he leído no era un gran mago, y tú tampoco lo eres.

Volvió a coger las tijeras y siguió cortando.

– Pero, dime -dijo-, ¿por qué demonios te metiste en aquel lío con ese tipo de la mesa de bacarrá?

Me encogí de hombros.

– Bueno, en realidad, yo no organicé aquel lío. En fin, ya sabe cómo son las cosas. Yo me sentía muy mal por haber dejado a mi familia. Todo iba mal. Sólo estaba buscando desahogarme con otro.

– Pues te equivocaste de tipo -dijo Gronevelt-. Te salvó el pellejo Cully, con un poco de ayuda mía.

– Gracias -dije.

– Le ofrecí el trabajo, pero no lo quiere -dijo Cully.

Eso me sorprendió. Evidentemente, Cully lo había hablado con Gronevelt antes de ofrecerme el trabajo. Y luego, comprendí de pronto que Cully tendría que contarle a Gronevelt todo lo mío. Y que el hotel me encubriría si los federales investigaban.

– Después de leer tu libro, pensé que nos vendrías bien como relaciones públicas -dijo Gronevelt-. Un buen escritor como tú.

No quise decirle que eran cosas absolutamente distintas.

– Mi mujer no querría dejar Nueva York. Tiene allí a su familia -dije-. Pero gracias por la oferta.

Gronevelt asintió con un gesto.

– Tal como juegas quizá sea preferible que no vivas en Las Vegas. La próxima vez que vengas cenaremos los tres juntos.

Consideré esto nuestra despedida y me fui.

Cully estaba citado para cenar con unos peces gordos de California y no podía dejarlos, así que me quedé sólo. Me había dejado una reserva para el espectáculo de la cena del hotel de aquella noche, y decidí ir. Era el material Las Vegas habitual, con algunas coristas casi desnudas, bailando y contorsionándose, una estrella de la canción y unos números de vodevil. Lo único que me impresionó fue un espectáculo con osos amaestrados.

Salió a escena una hermosa mujer con seis inmensos osos y les hizo hacer toda clase de trucos. Después de que cada oso completaba su número, la mujer le besaba en la boca y el oso volvía inmediatamente a su puesto al final de la cola. Los osos eran muy peludos y parecían tan totalmente asexuados como si fuesen de juguete. Pero, ¿por qué había convertido la mujer el beso en una de sus señales de mando? Que yo supiese, los osos no besaban. Y entonces comprendí que el beso era para el público, algo dirigido a los espectadores. Y me pregunté entonces si la mujer lo habría hecho así conscientemente, como indicio de su desprecio, un insulto sutil. Nunca me había gustado el circo y me negaba a llevar a mis hijos a verlo. Y no me gustaban los números con animales. Pero éste me fascinó lo suficiente como para verlo hasta el final. Quizás uno de los osos nos diese una sorpresa.

Una vez terminado el espectáculo, me fui al casino a convertir el resto de mi dinero en fichas y luego a convertir las fichas en recibos de caja. Eran casi las nueve de la noche.

Empecé con los dados, pero en vez de apostar cantidades pequeñas para reducir las pérdidas, estuve haciendo apuestas de cincuenta y cien dólares. Iba perdiendo unos tres mil dólares cuando apareció Cully detrás de mí, conduciendo a sus peces gordos a la mesa y comunicando su crédito. Lanzó una mirada sardónica a mis fichas verdes de veinticinco dólares y las apuestas que tenía en el tapete frente a mí.

– No tienes que jugar más, ¿entendido? -me dijo.

Me sentí un imbécil, y al terminar la jugada llevé el resto de mis fichas a la caja y las convertí en recibos. Cuando me volví, Cully estaba esperándome.

– Vamos a echar un trago -dijo.

Y me llevó al bar, al sitio donde solíamos beber con Jordan y Diane. Desde aquella zona en penumbra contemplamos el casino brillantemente iluminado. En cuanto nos sentamos, la camarera localizó a Cully y vino de inmediato.

– Así que caíste otra vez -dijo Cully-. Este maldito juego. Es como la malaria. Vuelve siempre.

– ¿También te pasa a ti? -pregunté.

– Me pasó un par de veces -dijo Cully-. Pero no fue nada grave. ¿Cuánto perdiste?

– Sólo dos mil -dije-. He cambiado la mayor parte del dinero por recibos. Esta noche terminaré.

– Mañana es domingo -dijo Cully-. Podemos ver a ese abogado amigo mío, así que por la mañana temprano puedes hacer el testamento y enviárselo a tu hermano. Luego me pegaré a ti y no te dejaré hasta que cojas el avión por la tarde para Nueva York.

– Intentamos algo así una vez con Jordan -dije bromeando.

Cully lanzó un suspiro.

– ¿Por qué lo haría? Estaba cambiándole la suerte. Iba a ser un ganador. Lo único que tenía que hacer era aguantar.

– Quizá no quisiese forzar su suerte -dije.

– No bromees -dijo Cully.


A la mañana siguiente, Cully llamó a mi habitación y desayunamos juntos. Después me llevó al Strip, a la oficina del abogado, donde redacté mi testamento y lo firmé ante testigos. Repetí un par de veces que mi hermano Artie debía recibir una copia, y por último Cully intervino, impaciente:

– Eso ya está todo explicado -dijo-. No hay que preocuparse. Todo se hará como debe ser.

Cuando salimos de la oficina, Cully me llevó a dar una vuelta por la ciudad y me enseñó las nuevas edificaciones en marcha. El gran edificio del Hotel Sands resplandecía con un dorado flamante bajo el sol del desierto.

– Esta ciudad no para de crecer -dijo Cully.

El interminable desierto se extendía hasta las lejanas montañas.

– Hay espacio de sobra -dije.

Cully se echó a reír.

– Ya lo verás -dijo-. El juego es el negocio del futuro.

Tomamos una comida ligera y luego, en honor a los viejos tiempos, bajamos al Sands y jugamos de compañeros doscientos pavos por barba en las mesas de dados. Cully dijo burlón:

– Tengo diez pases en mi brazo derecho -así que le dejé tirar a él. Tenía tanta mala suerte como siempre, pero me di cuenta de que no ponía el corazón en ello. No disfrutaba jugando. Era indudable que había cambiado. Fuimos en coche al aeropuerto, y esperó conmigo hasta que salió mi avión.

– Llámame si tienes algún problema -me dijo-. Y la próxima vez que vengas, cenaremos con Gronevelt. Le caes bien y es un tipo que interesa que esté de nuestra parte.

Asentí. Luego, cogí los recibos que llevaba en el bolsillo. Los recibos totalizaban treinta mil dólares depositados en la caja del casino del Hotel Xanadú. Mis gastos para el viaje, el juego y el billete del avión totalizaban más o menos los tres mil restantes. Le entregué a Cully los recibos.

– Guárdamelos -le dije. Había cambiado de idea.

Cully contó los papelitos blancos. Había doce. Comprobó las cantidades.

– ¿Me confías tus ahorros? -preguntó-. Treinta grandes es mucho dinero.

– He de confiar en alguien -dije-. Además te vi rechazar veinte grandes que te daba Jordan cuando no tenías donde caerte muerto.

– Tú me obligaste avergonzándome -dijo Cully-. De acuerdo, me cuidaré de esto. Y si las cosas se ponen feas, puedo darte dinero del mío y utilizarlos como garantía. Así no dejarás ninguna pista.

– Gracias, Cully -dije-. Gracias por la habitación del hotel y las comidas y todo. Y gracias por ayudarme.

Sentí realmente una oleada de afecto hacia él. Era uno de mis pocos amigos. Y, sin embargo, me quedé sorprendido cuando me abrazó al despedirnos.

Ya en el avión, yendo de la luz del oeste a las zonas de oscuridad del este, huyendo a toda prisa del sol poniente, y sumergiéndome en la oscuridad, pensé en el afecto que Cully sentía por mí. Nos conocíamos tan poco. Y pensé que era porque los dos teníamos muy pocas personas a las que pudiésemos llegar a conocer de verdad. Como Jordan. Y habíamos compartido la derrota de Jordan y su rendición ante la muerte.


Llamé desde el aeropuerto para decirle a Vallie que había llegado un día antes. No contestó nadie. No quise llamarla a casa de su padre, así que cogí un taxi para el Bronx. Cuando llegué, Vallie aún no estaba en casa. Sentí los furiosos celos de siempre, por el hecho de que se hubiese llevado a los chicos a visitar a sus abuelos, a Long Island. Pero luego pensé: ¿qué más da? ¿Por qué debía pasar el domingo sola Vallie en aquella urbanización cuando podía disfrutar de la compañía de su alegre familia irlandesa, sus hermanos y hermanas y sus amistades allá en Long Island, donde los chicos podían salir y jugar al aire libre y revolcarse en la hierba?

La esperaría levantado. Tenía que llegar pronto a casa. Durante la espera, llamé a Artie. Se puso su mujer al teléfono y dijo que Artie se había ido a la cama temprano porque no se sentía bien. Le dije que no le despertara, que no era nada importante. Y, con una cierta sensación de pánico, le pregunté qué le pasaba a Artie. Me dijo que sólo era cansancio, que había trabajado demasiado. No era nada por lo que mereciese la pena avisar al médico. Le dije que ya le llamaría al día siguiente al trabajo y luego colgué.

15

El año siguiente fue la época más feliz de mi vida. Estaba esperando que me terminaran la casa. Sería la primera vez que poseería casa propia, y esto me producía una sensación extraña. Por fin sería como todo el mundo. Estaría aislado y no dependería ya de la sociedad ni de otras personas.

Creo que esto procedía del desagrado creciente que me producía la urbanización en la que vivíamos. Por sus excelentes cualidades sociales, blancos y negros ascendían en la escala económica y en cuanto ganaban demasiado dinero no podían seguir en aquella urbanización. Y cuando se iban, sus viviendas pasaban a ser ocupadas por los «no tan bien adaptados». Los negros y blancos que llegaban eran los que vivirían allí siempre. Heroinómanos, alcohólicos, chulos baratos, ladrones de tres al cuarto y violadores ocasionales.

Ante esta nueva invasión, la policía de la urbanización inició una retirada estratégica. Los recién llegados eran más incontrolables, más salvajes, y empezaron a destrozarlo todo. Los ascensores dejaron de funcionar; los ventanales de los vestíbulos quedaron destrozados y no se repararon jamás. Cuando volvía a casa del trabajo, encontraba siempre botellas de whisky vacías en el vestíbulo y borrachos sentados en los bancos que había junto a los edificios. Había fiestas y orgías que hacían intervenir a los policías de la ciudad. Vallie procuraba recoger a los chicos en la parada del autobús cuando volvían a casa del colegio. Llegó incluso a proponerme en una ocasión que nos trasladáramos a casa de sus padres hasta que estuviese lista la nuestra. Esto fue después de que violasen a una niña negra de diez años y la arrojasen de la azotea de uno de los edificios.

Le dije que no, que aguantaríamos. Sabía lo que pensaba Vallie, pero a ella le avergonzaba demasiado para decirlo en voz alta. Le daban miedo los negros. Pero la habían educado en el liberalismo, en la idea de la igualdad, y no podía aceptar frente a sí misma el hecho de que temía a todos los negros que vivían a su alrededor.

Yo tenía un punto de vista distinto. Yo era realista, pensaba, no un fanático. Lo que estaba ocurriendo era que la ciudad de Nueva York empezaba a convertir sus urbanizaciones en barrios bajos negros, creando nuevos ghettos, aislando a los negros del resto de la comunidad blanca. En realidad, las urbanizaciones se estaban utilizando como cordón sanitario. Pequeños Harlems, blanqueados de liberalismo urbano. Y toda la escoria económica de la clase obrera blanca iba quedando segregada allí: los que no tenían una formación suficiente para ganarse la vida, los que estaban demasiado inadaptados y marginados para mantener unida e integrada la estructura familiar. La gente con un poco de sentido hacía lo posible por huir a las zonas suburbanas o a casas o a apartamentos propios de la ciudad. Pero el equilibrio de poder aún no se había alterado. Los blancos aún superaban a los negros en una proporción de dos a uno. Las familias socialmente adaptadas, blancas y negras, aún mantenían una ligera mayoría. Yo pensaba que la urbanización seguiría siendo lugar seguro por lo menos en los doce meses que tendríamos que seguir allí. En realidad, me importaba un pito cualquier otra cosa. Supongo que despreciaba a toda aquella gente. Eran como animales, sin voluntad libre, se contentaban con vivir al día tomando alcohol y drogas y jodiendo sólo por matar el tiempo cuando podían permitírselo. Aquello se estaba convirtiendo en otro maldito orfanato. Pero, ¿cómo estaba yo aún allí, entonces? ¿Qué era yo?

En nuestra planta vivía una joven negra con cuatro hijos. Era corpulenta, sexualmente atractiva, llena de vitalidad y vibrante buen humor. Su marido la había abandonado antes de que se trasladase a la urbanización y yo nunca le había visto. La mujer era una buena madre durante el día. Sus hijos estaban siempre limpios, siempre les mandaba a la escuela y les esperaba en la parada del autobús. Pero la cosa cambiaba al llegar la noche. Después de cenar, la veíamos acicalarse y salir hacia una cita, mientras los críos se quedaban en casa solos. La mayor era una niña de diez años. Vallie solía hacer comentarios, pero yo le decía que no era asunto suyo.

Sin embargo, una noche, tarde ya, cuando estábamos en la cama, oímos la sirena de los bomberos. Y empezamos a notar el olor de humo. La ventana del dormitorio nuestro quedaba directamente frente a la del apartamento de la mujer negra, y, como en una escena de película, pudimos ver bailar las llamas en aquel apartamento y a los niños corriendo entre ellas. Vallie, en camisón, arrancó una manta de la cama y corrió a la puerta de nuestra casa. La seguí. Llegamos justo a tiempo de ver cómo se abría la puerta del otro apartamento al fondo del descansillo y salían corriendo cuatro niños. Pudimos ver las llamas tras ellos. Me pregunté qué demonios se proponía Vallie corriendo frenética hacia los niños con la manta en la mano. Entonces vi lo que ella ya había visto: La niña mayor, que salía la última, empujando delante a los más pequeños, había empezado a caer. En su espalda había llamas. Luego se convirtió en una antorcha rojo-oscura. Cayó. Cuando se retorcía en el suelo, Vallie saltó sobre ella y la envolvió en la manta. Un humo gris y sucio se alzó sobre ellas, mientras los bomberos irrumpían en el descansillo con mangueras y hachas.

Los bomberos se hicieron cargo de todo, y Vallie volvió conmigo al apartamento. Las ambulancias subían atronando con sus sirenas por los caminos de la urbanización. Luego vimos aparecer a la madre en su apartamento. Estaba destrozando el cristal de la ventana con las manos y lanzaba grandes gritos. Tenía la ropa empapada de sangre. Yo no me daba cuenta de qué demonios estaba haciendo, hasta que al fin comprendí que intentaba cortarse con los fragmentos de cristal. Aparecieron tras ella los bomberos, surgiendo del humo de las llamas muertas y los muebles carbonizados. La apartaron de la ventana y en seguida la vimos en una camilla camino de la ambulancia.

Aquellas viviendas para pobres, construidas pensando en los beneficios económicos, estaban hechas de modo que el fuego no se extendiese ni el humo constituyese un peligro para otros inquilinos. Sólo se incendió aquel apartamento. Dijeron que la niña mayor se recuperaría, aunque tenía graves quemaduras. La madre estaba ya fuera del hospital.

El sábado por la tarde, una semana después, Vallie se llevó a los críos a casa de su padre para que yo pudiese trabajar tranquilo en mi libro. Estaba trabajando muy bien cuando llamaron a la puerta. Era una llamada tímida que apenas pude oír desde donde estaba trabajando, en la mesa de la cocina.

Abrí la puerta y vi a aquel tipo negro, de un chocolate crema. Tenía un bigote pequeño y el pelo estirado. Murmuró su nombre, y aunque no le entendí bien, asentí. Luego dijo:

– Sólo quería dar las gracias a usted y a su mujer por lo que hicieron por mi hija.

Y comprendí que era el padre de la familia del piso de enfrente, la del incendio.

Le pregunté si quería pasar a tomar una copa. Me di cuenta de que estaba a punto de llorar, humillado y avergonzado por tener que darme las gracias. Le expliqué que mi mujer no estaba en casa y que ya le diría que había venido. Entró tímidamente para indicarme que no pretendía ofenderme negándose a entrar en mi casa, pero dijo que no tomaría nada. Insistí, pero debió notarse que en realidad me resultaba odioso. Que desde la noche del incendio le odiaba. Era uno de esos negros que abandonan a sus mujeres y a sus hijos para que se haga cargo de ellos la asistencia social, y se largan para divertirse y pasarlo bien y vivir su propia vida. Yo había leído sobre los hogares destrozados de las familias negras de Nueva York. Y cómo la organización y las presiones de la sociedad forzaban a estos hombres a dejar a sus mujeres y a sus hijos. Intelectualmente lo comprendía, pero desde un punto de vista emocional, reaccionaba en contra de ellos. ¿Quiénes demonio eran ellos para vivir sus propias vidas? Yo no vivía mi propia vida.

Pero vi luego que las lágrimas rodaban por aquella piel achocolatada, y me fijé en sus largas pestañas y en sus ojos marrón suave. Y luego oí sus palabras:

– Ay, amigo -dijo-. Mi hijita murió esta mañana. Murió en ese hospital.

Empezó a desmoronarse; entonces le sostuve y dijo:

– Decían que se curaría, que las quemaduras no eran tan graves, pero al final se murió. Fui a verla y en el hospital todos me miraban, ¿comprende? Yo era su padre, ¿dónde estaba yo? ¿Qué estaba haciendo? Era como si me acusaran de lo ocurrido, ¿comprende?

Vallie tenía una botella de whisky de centeno para cuando venían a visitarnos su padre y sus hermanos. Ni Vallie ni yo solíamos beber. Pero no sabía dónde demonios guardaba la botella.

– Espere un momento -dije al hombre que lloraba ante mí-. Necesita un trago.

Encontré la botella en el armario de la cocina y serví dos vasos. Bebimos el whisky solo y de un trago y vi que se sentía mejor, que se reponía.

Mirándole, me di cuenta de que no había venido a dar las gracias a los posibles salvadores de su hija. Había venido para encontrar a alguien en quien desahogar su dolor y su sentimiento de culpabilidad. Así que le escuché pensando que no había visto mi expresión reprobatoria.

Serví más whisky. Se dejó caer cansinamente en el sofá.

– Sabe, nunca quise dejar a mi mujer y a mis hijos. Pero ella era demasiado animada, demasiado fuerte. Yo trabajaba duro. Trabajaba en dos sitios y ahorraba dinero. Quería comprar una casa y educar bien a los chicos, pero ella quería divertirse, pasarlo bien. Es demasiado fuerte, por eso tuve que irme. Intenté ver más a los críos, pero no me dejó. Si le daba dinero, se lo gastaba en ella y no en los críos. Y luego, en fin, cada vez nos separamos más, y yo me encontré una mujer a la que le gustaba vivir como vivo yo y me convertí en un extraño para mis propios hijos. Y ahora todo el mundo me acusa de la muerte de mi hijita. Como si fuese uno de esos tipos que se largan y dejan a sus mujeres sólo por divertirse.

– Quien les dejó solos fue su mujer -dije.

– No puedo reprochárselo -dijo él con un suspiro-. Si no sale de noche se vuelve loca. Y no tenía dinero para pagar a alguien que se cuidase de los niños. Yo podría haberme adaptado a ella o haberla matado.

Nada podía decir yo, sólo le miraba y él me miraba a mí. Veía su humillación al contarle todo aquello a un extraño y, además, blanco. Y entonces comprendí que yo era la única persona a quien él podía mostrar su vergüenza. Porque en realidad yo no contaba, y porque Vallie había apagado las llamas en las que ardía su hija.

– Aquella noche quiso matarse -dije.

Rompió a llorar de nuevo.

– Oh -dijo-. Quiere mucho a los niños. El que les deje solos no significa nada. Les quiere mucho a todos. Y no se lo va a perdonar a sí misma. Eso es lo que me da miedo. Va a beber hasta matarse, va a hundirse, amigo. No sé cómo ayudarla.

Yo nada podía decir a esto. En el fondo, pensaba que era un día de trabajo perdido, que ni siquiera podría repasar mis notas. Pero le ofrecí algo de comer. Terminó el whisky y se levantó para irse. De nuevo aquella expresión de vergüenza y humillación se dibujó en su cara al agradecer una vez más lo que Vallie y yo habíamos hecho por su hija. Y luego se fue.

Cuando Vallie volvió a casa aquella noche con los chicos, le conté lo ocurrido y ella se metió en el dormitorio y se puso a llorar mientras yo hacía la cena para los niños. Y pensé en cómo había condenado a aquel hombre sin conocerle, sin saber nada de él. Cómo le había colocado en un marco extraído de los libros que había leído, entre los borrachos y los drogadictos que habían venido a vivir con nosotros en la urbanización. Le imaginé huyendo de los suyos a otro mundo no tan pobre y tan negro, escapando del círculo de los condenados irremisiblemente en el que había nacido. Pensé que había dejado morir a su hija en un incendio. Jamás se perdonaría a sí mismo, su juicio sería mucho más severo que aquel en el que yo, en mi ignorancia, le había condenado.


Luego, una semana después, una pareja de la casa de enfrente tuvo una pelea y él le cortó el cuello a ella. Eran blancos. Ella tenía un amante secreto que se negaba a seguir siendo secreto. Pero la herida no fue mortal, y la esposa descarriada tenía un aspecto teatralmente romántico, con las grandes vendas blancas en el cuello, cuando iba a recoger a sus hijos a la parada del autobús escolar.

Comprendí que nos iríamos de allí en el momento justo.

16

En la oficina de la Reserva, el negocio de los sobornos iba viento en popa. Y, por primera vez en mi carrera como funcionario, recibí una calificación de «excelente». Debido a mis actividades fraudulentas, había estudiado todas las complicadas normas nuevas, y me había convertido en un administrativo eficiente, el mejor especialista en aquel campo.

Debido a estos conocimientos especiales, había ideado un sistema mejor para mis clientes. Cuando terminaban su servicio activo de seis meses y volvían a mi unidad de la Reserva, para las reuniones y el campamento de verano de dos semanas, les hacía desaparecer. Para esto ideé un sistema absolutamente legal. Podía ofrecerles la posibilidad de que después de cumplir su servicio activo de seis meses pasaran a ser simples nombres en las listas de inactivos de la Reserva, a quienes sólo se llamaría en caso de guerra. Nada de reuniones semanales ni de campamentos de verano una vez al año. Mi precio subió. Otro ingreso extra: cuando me libraba de ellos, disponía de un valioso puesto libre.

Una mañana abrí el Daily News y allí, en primera página, había una gran fotografía de tres jóvenes. A dos de ellos les había alistado el día anterior. Doscientos pavos cada uno. Me dio un vuelco el corazón y me sentí enfermo. ¿Qué podía ser si no la denuncia de todo el asunto? Se había descubierto el pastel. Tuve que obligarme a leer el artículo. El tipo del centro era hijo del político más importante del estado de Nueva York. Y en el artículo se aplaudía el patriótico alistamiento del hijo del político en la Reserva. Eso era todo.

De cualquier modo, aquella fotografía me asustó. Me imaginé en la cárcel y a Vallie y a los niños solos. Sabía muy bien que el padre y la madre de Vallie se harían cargo de ellos, pero yo no estaría allí. Perdería a mi familia. Pero luego, cuando llegué a la oficina y se lo conté a Frank, se echó a reír y lo consideró un chiste magnífico. Dos de mis clientes de pago en la primera página del Daily News. Sencillamente genial. Recortó la fotografía y la colocó en el tablero de su unidad del ejército de la Reserva. Era una broma entre nosotros. El comandante creyó que lo había colocado en el tablero para fortalecer la moral de la unidad.

De alguna forma, aquel miedo injustificado hizo que bajara la guardia. Empecé a creer, como Frank, que el negocio duraría siempre. Y podría haber durado, de no ser por la crisis de Berlín, que indujo al presidente Kennedy a llamar a filas a cientos de miles de militares de la Reserva. Acontecimiento sumamente desafortunado para mí.

La oficina se convirtió en un manicomio cuando llegó la noticia de que estaban reclutando a las unidades de la Reserva para un año de servicio activo. Los que habían pagado por meterse en el programa de seis meses, estaban desquiciados. Se pusieron furiosos. Y lo que más les dolía era que ellos, los jóvenes más listos del país, flamantes abogados, hábiles especialistas de Wall Street, genios de la publicidad, se veían burlados por la más estúpida de todas las criaturas: el ejército de Estados Unidos. Se habían dejado engañar vilmente con el programa de seis meses, sin prestar atención a la remota posibilidad de que pudiesen llamarles al servicio activo y enrolarlos de nuevo en el ejército. Los chicos listos de la ciudad habían picado como palurdos. A mí tampoco me agradaba gran cosa el asunto, aunque me felicitaba por no haber querido ingresar nunca en la Reserva por el dinero fácil. Aun así, mi negocio se hundía. Se acababan los ingresos de mil dólares mensuales libres de impuestos. Y tenía que trasladarme muy pronto a mi nueva casa de Long Island. Pero, aun así, no me di cuenta en ningún momento de que aquello precipitaría la catástrofe que hacía tanto preveía. Estaba demasiado ocupado con el enorme trabajo administrativo que tenía que hacer para pasar oficialmente mis unidades al servicio activo.

Había que solicitar suministros y uniformes, había que emitir todo tipo de órdenes y normas de instrucción. Y luego controlar la terrible estampida de quienes pretendían evadir el reclutamiento. Todo el mundo sabía que el ejército tenía normas para casos especiales. Los que habían estado en el programa de la Reserva en los últimos tres o cuatro años y estaban a punto de terminar el servicio, eran los más afectados. Durante aquellos años, habían prosperado en sus actividades y carreras, se habían casado, habían tenido hijos. Habían burlado a los capitostes militares de Norteamérica. Pero al final todo había sido pura ilusión.

De todos modos, no olvidemos que se trataba de los chicos más listos de Norteamérica, los futuros gigantes de los negocios, jueces, gerifaltes del negocio del espectáculo. No se resignaron. Un tipo joven, socio en el negocio de su padre en la bolsa, hizo enviar a su mujer a una clínica psiquiátrica, y luego solicitó la exclusión del servicio militar basándose en que su mujer había sufrido una crisis nerviosa. Envié los documentos completados con cartas oficiales de los médicos y del hospital. No resultó. En Washington habían recibido miles de casos semejantes y adoptaron la postura de no admitir que nadie se librase como caso especial. Recibimos una carta que decía que el pobre marido sería reclamado para el servicio activo y que ya investigaría luego la Cruz Roja el caso de su esposa. La Cruz Roja debió hacer un buen trabajo, porque un mes después, cuando la unidad de aquel tipo salió para Fort Lee, Virginia, su esposa, la de la crisis nerviosa, vino a mi oficina a presentar los documentos necesarios pata ir a vivir con él. Estaba contenta y evidentemente gozaba de buena salud. Tan buena salud que no había podido seguir con la comedia y quedarse en el hospital. O quizá los médicos no se dejasen engañar hasta el punto de permitir que el asunto se prolongase.

El señor Hiller me llamó por el problema de su hijo, Jeremy. Le dije que no podía hacer nada. Me presionó insistentemente y le dije, en broma, que si su hijo fuera homosexual le harían abandonar la Reserva y no le llamarían para el servicio activo. Hubo una larga pausa al otro lado y luego me dio las gracias y colgó. Y, por supuesto, dos días después Jeremy Hiller vino a verme y rellenó los documentos necesarios para dejar el ejército basándose en que era homosexual. Le dije que aquello figuraría siempre en su expediente. Que quizá más adelante lamentase tener un expediente así. Le vi indeciso, pero al fin dijo:

– Mi padre dice que es mejor eso que morir en una guerra.

Tramité los documentos. Llegó la respuesta de Governors Island, el cuartel general. Llamaban a Hiller; su caso lo resolvería el Consejo regular del Ejército.

Me extrañaba que Eli Hemsi no me hubiese llamado. El hijo del fabricante de ropa, Paul, no había aparecido por la oficina desde que se había dado la noticia del reclutamiento para el servicio activo. Pero el misterio se aclaró cuando recibí por correo documentos de un médico famoso por sus libros y artículos sobre psiquiatría. Los documentos certificaban que Paul Hemsi había recibido tratamiento de electroshock por una afección nerviosa en los últimos tres meses y que no podía integrarse al servicio activo porque sería desastroso para su salud.

Revisé la norma del ejército correspondiente. No había duda, el señor Hemsi había encontrado un modo de burlar al ejército. Debía estar aconsejándole gente más importante que yo. Envié los documentos a Governors Island. Y recibí respuesta, claro. Los documentos volvieron de nuevo a mí y con ellos una orden especial liberando a Paul Hemsi de todas sus obligaciones con el ejército de Estados Unidos. Me pregunté cuánto le habría costado al señor Hemsi.

Procuraba ayudar a todos los que intentaban librarse del reclutamiento acogiéndose a la condición de caso especial. Procuraba que los documentos llegasen al cuartel general de Governors Island y hacía llamadas especiales siguiendo los trámites. En otras palabras, ayudaba lo más posible a todos mis clientes. Pero Frank Alcore hacía exactamente lo contrario.

Su unidad le había reclamado para el servicio activo. Y él consideraba cuestión de honor el hacerlo. No se molestó en absoluto en conseguir que le considerasen un caso especial, pese a que tenía posibilidades por depender de él su mujer, sus hijos y sus padres, ya ancianos. Además, sentía escasas simpatías por los miembros de sus unidades qué intentaban eludir el reclutamiento de un año. Como jefe administrativo de su batallón, como civil y como sargento, recibía todas las peticiones de baja por caso especial. Las trataba con el mayor rigor. Ninguno de sus hombres consiguió eludir el servicio activo, ni siquiera los que tenían causas legítimas. Y muchos de ellos le habían pagado buenos dólares por poder alistarse en el programa de seis meses. Cuando Frank y sus unidades salieron camino de Port Lee había muy mala sangre en el ambiente.

Me tomaban el pelo por no haberme dejado cazar con el programa del ejército de la Reserva. Decían que había sido muy listo. Pero detrás de sus bromas había respeto. Era el único que no me había dejado engatusar por el dinero fácil. Estaba, en cierto modo, orgulloso de mí mismo. De hecho, lo había pensado todo detenidamente años atrás. Las ventajas monetarias no eran lo bastante atractivas como para compensar el pequeño porcentaje de peligro implícito. Había muy pocas probabilidades de un reclutamiento para el servicio activo, pero aun así me había resistido a ingresar. O quizá fui capaz de prever el futuro. Lo cómico era que muchos soldados de la segunda guerra mundial habían caído en la trampa. No se lo creían ellos mismos. Allí estaban, tipos que habían combatido tres o cuatro años en la vieja guerra y que ahora tenían que volver a vestir el uniforme. La mayoría de los veteranos nunca entrarían en combate ni estarían en peligro, claro, pero aun así estaban furiosos. No parecía justo. Sólo a Frank Alcore parecía no importarle.

– He estado aprovechándome -dijo-. Ahora tengo que pagar por ello.

Luego me sonrió y añadió:

– Merlyn, siempre te consideré un imbécil, pero ahora me pareces la mar de listo.

A últimos de aquel mes, cuando todos se iban, compré un regalo a Frank. Era un reloj de pulsera con muchos aparatitos, que indicaba las variaciones de la brújula y otras muchas cosas, además de la hora. Absolutamente a prueba de choques. Me costó doscientos pavos, pero Frank me caía muy bien. Y supongo que me sentía un poco culpable de que tuviera que irse y yo no. El regalo le conmovió y me dio un abrazo afectuoso.

– Siempre puedes empeñarlo si te falla la suerte -dije; y los dos nos reímos.

En los dos meses siguientes, las oficinas quedaron extrañamente vacías y silenciosas. La mitad de las unidades se habían incorporado al servicio activo, según el programa de reclutamiento. El programa de seis meses quedaba suspendido; ya no parecía una buena solución. En lo que se refiere a los sobornos, mi negocio había terminado. No había nada que hacer, así que me dediqué a trabajar en mi novela en la oficina. El comandante casi siempre estaba fuera, y lo mismo el sargento del ejército regular. Y con Frank en el servicio activo, estaba casi siempre solo en la oficina. Uno de esos días, vino un joven y se sentó a mi mesa. Le pregunté qué podía hacer por él. Me preguntó si le recordaba. Le recordaba vagamente. Entonces me dijo su nombre: Murray Nadelson.

– Resolviste mi caso como un favor. Mi mujer tenía cáncer.

Entonces recordé el asunto. La cosa había sucedido casi dos años atrás. Uno de mis satisfechos clientes me había preparado una entrevista con Murray Nadelson. Comimos los tres juntos. El cliente era un tipo listo que trabajaba en Wall Street. Se llamaba Buddy Stove. Una especie de supervendedor habilísimo. Él me explicó el problema: la mujer de Murray Nadelson tenía cáncer. El tratamiento era muy caro y Murray no tenía dinero para pagar su incorporación a la Reserva, tenía un miedo mortal a que le reclutaran por dos años y le mandaran fuera del país. Pregunté por qué no solicitaba una prórroga basándose en la salud de su esposa. Ya lo había intentado pero habían rechazado la solicitud.

Esto no me pareció lógico, pero no insistí. Buddy Stove explicó que uno de los grandes atractivos del programa de servicio activo de seis meses era que se cumplía siempre en Estados Unidos, y así Murray Nadelson podría tener a su mujer viviendo junto a la base de instrucción, fuese cual fuese. También querían que, una vez cumplidos los seis meses, pasase al grupo de control, de modo que no tuviera que acudir a las reuniones. Tenía que estar con su mujer el mayor tiempo posible.

Acepté ayudarle; sí, de acuerdo, podía hacerlo. Entonces, Buddy Stove puso las cartas sobre la mesa. Quería que lo hiciese todo gratis. Su amigo Murray no tenía un céntimo.

Entretanto, Murray, por su parte, no podía mirarme a los ojos. Mantenía la cabeza baja. Supuse que era todo comedia, pero inmediatamente pensé que no podía haber nadie capaz de utilizar a su mujer diciendo que tenía cáncer por una cosa así, sólo por ahorrarse un poco de dinero. Y entonces tuve una visión: ¿Y si algún día se descubría todo el pastel y los periódicos explicaban que había hecho pagar a un tipo cuya esposa tenía cáncer? Parecería el ser más malvado del mundo, no sólo ante la opinión pública sino también ante mí mismo. Así que dije que sí, de acuerdo, y le dije algo a Murray de que esperaba que su mujer se restableciese. Y eso puso punto final a la comida.

El asunto me había fastidiado un poco. Había decidido adoptar la política de incluir en el programa de seis meses a todo el que dijese que no podía disponer de dinero para pagarme. Esto había sucedido bastantes veces. Era un modo de compensar la mala conciencia. Pero la transferencia a un grupo de control y el eludir cinco años y medio de servicio en la Reserva, era algo especial que valía mucho dinero. Era la primera vez que me pedían que lo hiciese gratis. El propio Buddy Stove había pagado quinientos pavos por aquel favor concreto, más los doscientos que le había costado alistarse.

De cualquier modo, hice lo necesario con suavidad y eficacia. Murray Nadelson cumplió los seis meses y luego le hice desaparecer en el grupo de control, donde pasó a ser únicamente un hombre en una lista. ¿Qué demonios hacía entonces Murray Nadelson en mi despacho? Le estreché la mano y esperé.

– Recibí una llamada de Buddy Stove -dijo Murray-. Le han llamado de grupo de control. Necesitan sus servicios en una de las unidades que se ha incorporado al servicio activo.

– Pues mala suerte -dije. No había demasiada simpatía en mi voz. No quería que se hiciese a la idea de que iba a ayudar.

Pero Murray Nadelson me miraba directamente a los ojos como si intentase acumular valor suficiente para decir algo que le resultaba difícil decir. Así, pues, me acomodé en la silla y dije:

– No puedo hacer nada por él.

Nadelson cabeceó.

– Él ya lo sabe.

Luego, hizo una pausa.

– En fin -dijo-. Nunca te agradecí como es debido cuanto hiciste por mí. Fuiste el único que me ayudó. Quería decírtelo. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí. Quizás yo pueda ayudarte ahora.

Entonces me sentí muy embarazado. No quería que él me ofreciese dinero después de tanto tiempo. Lo hecho, hecho estaba. Y me complacía la idea de hacer algunas buenas obras de vez en cuando.

– Olvídalo -dije.

Aún sentía recelo. No quería preguntarle por su mujer. Nunca había creído aquella historia. Y me sentía incómodo por su agradecimiento, pues en el fondo todo había sido una cuestión de relaciones públicas.

– Buddy me pidió que viniese a verte -dijo Nadelson-. Quería avisarte de que hay hombres del FBI por todo Fort Lee preguntando a los tipos de tus unidades. Ya sabes, sobre pagar para entrar. Preguntan cosas sobre ti y sobre Frank Alcore. Y parece ser que tu amigo Alcore está metido en un buen lío. Unos veinte hombres han aportado pruebas de que le pagaron. Buddy dice que en un par de meses se reunirá un gran jurado en Nueva York para procesarle. No sabe nada respecto a ti. Quería que te avisara para que tuvieses cuidado en lo que dices o haces. Y me dijo también que si necesitabas un abogado él te proporcionaría uno.

Por un instante, ni siquiera pude verle. El mundo se había oscurecido, literalmente. Sentí una oleada de náuseas que estuvo a punto de hacerme vomitar. Me incorporé en la silla. Tuve frenéticas visiones de la desgracia; mi detención, Vallie horrorizada, su padre furioso, mi hermano Artie avergonzado y decepcionado conmigo. Mi venganza contra la sociedad ya no era una travesura feliz, pero Nadelson esperaba que dijese algo.

– Dios mío -dije-. ¿Y cómo se enteraron? No ha habido ninguna operación desde el reclutamiento. ¿Quién les habrá puesto sobre la pista?

Nadelson se sintió un poco culpable por sus camaradas.

– Lo que pasa es que algunos se han enfadado tanto por el reclutamiento que han enviado cartas anónimas al FBI contando que habían pagado dinero para que los incluyeran en el programa de seis meses. Querían fastidiar a Alcore, le acusaban a él. Algunos estaban furiosos porque les rechazó cuando intentaron eludir el reclutamiento. Y además, en el campamento es muy exigente, y están todos furiosos con él. Por eso quisieron meterle en un lío, y lo han conseguido.

Mi pensamiento volaba. Hacía casi un año que había visto a Cully y le había confiado mi dinero. Entretanto, había acumulado otros quince mil dólares. Además, tenía que trasladarme a mi nueva casa de Long Island muy pronto. El asunto explotaba en el peor momento. Y si el FBI estaba hablando con todo el mundo en Port Lee, hablarían por lo menos con unos cien tipos que me habían dado dinero. ¿Cuántos lo confesarían?

– ¿Está seguro Stove de que van a hacer comparecer a Frank ante un gran jurado? -pregunté a Nadelson.

– Ha de ser así -dijo Murray-. A menos que el gobierno lo encubra todo…

– ¿Existe tal posibilidad? -pregunté.

Murray Nadelson movió la cabeza.

– No. Pero al parecer Buddy piensa que tú podrás librarte. Toda la gente que ha tratado contigo te considera un buen tipo. Nunca presionaste por el dinero, como Alcore. Nadie quiere meterte a ti en líos. Y Buddy está convenciendo a todos de que no te denuncien.

– Dale las gracias de mi parte -dije.

Nadelson se levantó y me estrechó la mano.

– Yo sólo quiero darte las gracias de nuevo -dijo-. Si necesitaras un testigo que declarara en tu favor, o quisieses que el FBI me interrogara, estoy a tu entera disposición.

Le estreché la mano. Me sentía realmente agradecido.

– ¿Puedo hacer yo algo por ti? -dije-. ¿Hay alguna posibilidad de que te recluten?

– No -dijo Nadelson-. Tengo un hijo pequeño, no sé si recuerdas… Y mi mujer murió hace dos meses. No tengo problema en ese sentido.

Nunca olvidaré su expresión cuando dijo esto. Su voz desbordaba un amargo autodesprecio. Y había en su rostro una expresión de odio y vergüenza. Se reprochaba el seguir vivo. Pero nada podía hacer más que seguir el camino que la vida le había trazado. Cuidarse de su hijo, ir a trabajar por la mañana, cumplir la petición de un amigo e ir allí a avisarme y darme las gracias por algo que había hecho por él que le parecía importante en el momento y que ahora en realidad ya nada significaba. Le dije que lamentaba lo de su esposa, que ahora creía plenamente. Me sentí muy mal por haber dudado siquiera de su palabra. Quizás hubiese dejado aquello para lo último porque años atrás, cuando mantenía la cabeza baja mientras Buddy Stove pedía por él, debió darse cuenta de que yo creía que los dos mentían. Era una pequeña venganza, y se lo agradecí.

Pasé una semana inquieto y nervioso hasta que por fin cayó el hacha. Era lunes, y me sorprendió ver entrar en mi oficina al comandante; un lunes, y una hora insólita para él. Me miró de un modo raro al pasar hacia su despacho.

A las diez en punto entraron dos hombres y preguntaron por el comandante. Me di perfecta cuenta de quiénes eran. Correspondían casi exactamente a las novelas y a las películas; atuendo tradicional, traje y corbata, y los típicos e inconfundibles sombreros. El más viejo tendría unos cuarenta y cinco años y un rostro arrugado con expresión de calmoso aburrimiento. El otro se salía un poco de la norma. Era algo más joven y tenía el físico alto y flaco de un hombre que no practica el deporte. Bajo el traje tradicional de abultadas hombreras, había un cuerpo muy delgado. La cara parecía excesivamente delicada aunque resultaba guapo, de un modo cordial y afable. Les pasé a la oficina del comandante. Estuvieron con él unos treinta minutos. Luego salieron y se plantaron ante mi mesa. El más viejo preguntó protocolariamente:

– ¿Es usted John Merlyn?

– Sí -dije.

– ¿Podríamos hablar con usted en privado? Tenemos permiso de su jefe.

Me levanté y les conduje a uno de los cuartos que servían como lugar de reunión nocturna a las unidades de la Reserva. Los dos abrieron sus carteras para mostrarme sus tarjetas verdes de identificación. El más viejo se presentó:

– Soy James Wallace, del FBI. Éste es Tom Hannon.

El que se llamaba Hannon me dirigió una cordial sonrisa.

– Queremos hacerle unas preguntas. Pero no tiene por qué contestarnos sin consultar a su abogado. En caso de contestar, todo lo que diga puede utilizarse en su contra. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -dije.

Me senté al extremo de la mesa, y ellos se sentaron también, uno a cada lado, de modo que quedé emparedado.

Entonces, el más viejo, Wallace, preguntó:

– ¿Tiene usted idea de por qué estamos aquí?

– No -dije.

Había decidido que no diría voluntariamente ni una palabra, que no haría ningún comentario gracioso. Que no representaría ninguna comedia. Ellos sabían perfectamente que yo sabía por qué estaban allí, pero ¿qué más daba?

– ¿Tiene usted alguna información particular sobre el hecho de que Frank Alcore aceptó dinero de los reservistas, por algún motivo? -preguntó Hannon.

– No -dije.

Mi rostro no reflejaba expresión alguna. Había decidido no ser un actor. Ninguna salida sorprendente, ninguna sonrisa, nada que pudiese facilitar preguntas adicionales o ataques. Que pensasen que intentaba proteger a un amigo. Era algo normal, aun en el caso de que yo no fuese culpable.

– ¿Ha aceptado usted dinero de algún reservista por alguna razón especial? -dijo Hannon.

– No -contesté.

Entonces, Wallace dijo, muy lentamente, con toda intención:

– Sabe usted muy bien de qué se trata. Alistó usted a jóvenes que debían incorporarse al servicio activo sólo porque le pagaban ciertas sumas de dinero para que lo hiciese. Sabe usted también que ha manipulado esas listas, igual que Frank Alcore. Si lo niega, está mintiendo a un agente federal, lo cual es un delito. Por eso, le pregunto de nuevo: ¿Ha aceptado usted alguna vez dinero o cualquier otro bien por favorecer el alistamiento de un individuo?

– No -dije.

De pronto Hannon se echó a reír.

– Hemos enganchado a su camarada Frank Alcore. Tenemos pruebas de que eran ustedes socios. Y de que quizás estuviesen relacionados con otros administrativos civiles e incluso con militares de estas oficinas para sacar dinero a los reclutas. Si nos cuenta todo lo que sabe, será mucho mejor para usted.

No había hecho ninguna pregunta, así que me limité a mirarle sin decir nada.

De pronto, Wallace dijo con su voz tranquila y suave:

– Sabemos que es usted el personaje clave de esta operación.

Y entonces, por primera vez, violé mis normas. Me eché a reír. Fue una risa tan natural que no pudieron enfadarse. De hecho, vi que Hannon sonreía un poco.

El motivo de mi risa era la frase «personaje clave». Por primera vez, todo el asunto me parecía sacado de una película de segunda fila. Y me eché a reír porque esperaba que Hannon dijese algo así, parecía lo suficientemente bisoño. A Wallace le había considerado desde el principio el más peligroso, quizá porque resultaba evidente que era quien dirigía.

Y me eché a reír, porque me di cuenta de que seguían claramente un camino errado. Estaban buscando una operación muy bien organizada, con un cerebro rector y una estructura. De otro modo, no estaría justificada la intervención de aquellos pesos pesados del FBI. No sabían que se trataba simplemente de un asunto de oficinistas de última fila que se dejaban sobornar para sacar unos ingresos extra. Olvidaban y no entendían que aquello era Nueva York, donde todo el mundo viola a diario la ley de una forma u otra. No podían captar la idea de que todo el mundo tuviese el valor de robar por su cuenta. De cualquier modo, no quería que se enfadasen por mi risa, así que miré a Wallace a los ojos y dije apesadumbrado:

– Me gustaría ser el personaje clave de algo, en vez de un miserable oficinista.

Wallace me miró atentamente y luego dijo a Hannon:

– ¿Tienes algo más?

Hannon negó con un gesto. Wallace se levantó.

– Gracias por contestar a nuestras preguntas.

En cuanto Hannon se levantó, yo también lo hice. Por un instante, los tres nos quedamos allí de pie, muy próximos; y sin pensarlo siquiera extendí la mano y Wallace me la estrechó. Hice lo mismo con Hannon; salimos juntos de allí y volvimos juntos hasta mi oficina. Me dijeron adiós con un gesto y siguieron hacia las escaleras de salida. Yo entré en mi oficina.

Estaba absolutamente tranquilo, sin nervios. Ni siquiera inquieto. Me preguntaba por qué les había dado la mano. Creo que fue ese acto lo que rompió en mí la tensión. Pero ¿por qué lo hice? Creo que por una especie de gratitud, por el hecho de que no hubiesen intentado humillarme ni amedrentarme. Habían mantenido el interrogatorio dentro de límites civilizados. Y me di cuenta de que sentían cierta lástima por mí. Evidentemente, yo era culpable, pero a una escala mínima. Era un pobre y mísero oficinista que rebañaba unos cuantos billetes extra. Desde luego, me meterían en la cárcel si podían, pero no se esforzaban por conseguirlo. O quizá fuese para ellos algo que consideraban indigno de sus esfuerzos. O quizá no pudiesen evitar reírse igual que yo del delito en sí. Gente que pagaba para entrar en el ejército. Y entonces me eché a reír. Cuarenta y cinco grandes no era ninguna broma. Estaba dejándome arrastrar por el autodesprecio. En cuanto volví a mi oficina, apareció el comandante en la puerta de la oficina interna y se acercó a mí. El comandante llevaba puestas sobre el uniforme todas sus condecoraciones. Había luchado en la segunda guerra mundial y en Corea y tenía por lo menos veinte condecoraciones en el pecho.

– ¿Cómo te fue? -preguntó. Sonreía ligeramente.

Me encogí de hombros.

– Bien, supongo.

El comandante balanceó la cabeza, admirado.

– Me dijeron que esto lleva años sucediendo. ¿Cómo demonios lo hicisteis?

Volvió a cabecear, admirado.

– Creo que es cuento -dije-. Nunca he visto a Frank coger un céntimo de nadie. Debe ser sólo que algunos tipos se han enfadado porque les están llamando para el servicio activo.

– Sí -dijo el comandante-. Pero en Fort Lee están dando órdenes de trasladar a unos cien tipos de ésos a Nueva York para que declaren ante un gran jurado. Eso no es cuento.

Me miró unos instantes, sonriendo. Luego añadió:

– ¿Dónde estuviste en la lucha contra los alemanes?

– En la cuarta división acorazada -dije.

– Conseguiste una estrella de bronce -dijo el comandante-. No es mucho, pero es algo.

Él tenía la estrella de plata y el corazón púrpura entre las condecoraciones que llevaba.

– No, no fue eso -dije-. Evacué a civiles franceses bajo fuego de artillería. Creo que no maté nunca a un alemán.

El comandante asintió.

– No es gran cosa -aceptó-. Pero es más de lo que han conseguido esos chicos en su vida. Así que si puedo ayudarte, dímelo. ¿De acuerdo?

– Gracias -dije.

Y cuando me levantaba para irme, el comandante dijo furioso, casi para sí:

– Esos dos cabrones empezaron a hacerme preguntas, y les mandé al carajo. Pensaban que yo podría estar metido en esa mierda.

Inclinó la cabeza.

– De acuerdo -dijo-. Pero ten cuidado con lo que haces.


En realidad, el ser delincuente aficionado no compensa. Empecé a reaccionar ante las cosas como un asesino de película, que muestra las torturas del remordimiento psicológico. Cada vez que sonaba el timbre de mi casa a una hora insólita, me daba un vuelco el corazón. Pensaba que eran los polis o el FBI. Y, claro está, era sólo uno de los vecinos, una de las amistades de Vallie, que venía a charlar o a pedir algo prestado.

Los agentes del FBI se dejaban caer un par de veces por semana por la oficina, con algún tipo joven que evidentemente pretendían que me identificase. Yo suponía que se trataba de algún reservista que había pagado para que le incluyesen en el programa de seis meses. En una ocasión, vino Hannon a charlar, y yo bajé a un restaurante próximo a por café y emparedados para nosotros dos y para el comandante. Nos sentamos a charlar y Hannon me dijo del modo más amable que pueda imaginarse:

– Es usted un buen tipo, Merlyn. Realmente me fastidia la idea de mandarle a la cárcel. Pero sabe, he mandado a la cárcel a muchos buenos tipos. Me parece siempre una vergüenza. Claro, si colaborasen un poco…

El comandante se acomodó en su silla para observar mi reacción. Me limité a encogerme de hombros y a comer mi emparedado. Mantenía la actitud de que no tenía sentido dar respuesta a tales comentarios. Hacerlo conduciría a una discusión general sobre todo el asunto del soborno. En cualquier discusión general, yo podría decir algo que de algún modo facilitase la investigación. Así que me limitaba a no decir nada. Pregunté al comandante si podía darme un par de días de permiso para ayudar a mi esposa con las compras de Navidad. En realidad, había muy poco trabajo y teníamos un civil nuevo en la oficina que sustituía a Frank Alcore y que podía hacerse cargo de todo mientras yo estuviese fuera. El comandante dijo que sí, que no me preocupara. Además, Hannon se había descubierto. Su comentario de que había mandado a la cárcel a muchos buenos tipos sin duda era un cuento. Era demasiado joven para haber enviado a muchos tipos, buenos o malos, a la cárcel. Le había catalogado como un novato, un novato amable, pero no el tipo que pudiese mandarme a la cárcel. Y si lo hacía, probablemente sería el primero que mandaba.

Charlamos un rato y Hannon se fue. El comandante me miró con un respeto nuevo. Y luego dijo:

– Aunque no puedan cogerte en nada, te sugiero que busques un nuevo trabajo.


A Vallie las Navidades siempre le parecían un gran acontecimiento. Le encantaba comprar regalos para sus padres, para los chicos y para mí y para sus hermanos y hermanas. Y en aquella Navidad concreta tenía más dinero para gastar que nunca en su vida. Los dos chicos tenían bicicletas esperándoles en su armario. Había comprado una chaqueta grande de lana irlandesa, importada, para su padre y un chal de encaje irlandés, también muy caro, para su madre. No sabía lo que tendría para mí; siempre lo mantenía en secreto. Y yo tenía que guardar en secreto mi regalo para ella. No había tenido problema para elegirlo. Había comprado, al contado, un anillo de diamantes, la primera joya que le regalaba en mi vida. Ni siquiera le había comprado anillo de compromiso. Durante todos aquellos largos años, ninguno de los dos creía en este tipo de absurdos burgueses. Después de diez años, ella había cambiado, y a mí me importaban un rábano esas cosas. Sabía que la haría muy feliz.

Así que el día de Nochebuena los niños ayudaron a decorar el árbol mientras yo hacía cosas en la cocina. Valerie aún no tenía ni idea del problema que tenía planteado en mi trabajo. Escribí unas páginas de mi novela y luego fui a ver el árbol. Estaba todo adornado con campanitas doradas y lazos y cintas color plata. Una estrella luminosa lo coronaba. Vallie nunca utilizaba luces eléctricas. No le gustaban nada en un árbol de Navidad.

Los niños estaban emocionados, y tardamos muchísimo en conseguir meterles en la cama y que se quedaran allí. Seguían saliendo furtivamente y no nos atrevíamos a ponernos muy severos porque era Nochebuena. Por fin se cansaron y se durmieron. Eché un vistazo para hacer una última comprobación. Tenían sus pijamas nuevos de Santa Claus puestos, y Vallie les había bañado y les había cepillado el pelo. Estaban tan guapos que me parecía increíble que fueran mis hijos, que me perteneciesen. En aquel momento, sentí que amaba realmente a Vallie y me consideré un hombre afortunado.

Volví al salón. Vallie estaba colocando debajo del árbol paquetes envueltos en papel de regalo con brillantes etiquetas navideñas. Parecían muchísimos. Me acerqué, cogí el paquete del regalo que tenía para ella y lo coloqué debajo del árbol.

– No pude comprarte nada del otro mundo -dije tímidamente-. Es sólo un regalito.

Sabía de sobras que ella jamás sospecharía que iba a regalarle un anillo de brillantes auténticos.

Me sonrió y me dio un beso. En el fondo, no le importaba lo que le regalase por Navidad. A ella le encantaba comprar regalos para los demás, sobre todo para los niños, y también para mí y para su familia: su padre y su madre y sus hermanas y hermanos. Los chicos tenían cuatro o cinco regalos. Y había una magnífica bicicleta que les había comprado Vallie, para mi pesar. Era una bici de dos ruedas para el chico mayor y tendría que armarla yo. No tenía la más remota idea de cómo se hacía.

Vallie abrió una botella de vino y preparó unos emparedados. Yo ataqué la inmensa caja que contenía las distintas piezas de la bici. Lo esparcí todo por el suelo del salón, más tres hojas de instrucciones impresas y de planos. Eché un vistazo y dije:

– Me rindo.

– No seas tonto -dijo Vallie.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, tomando sorbitos de vino y estudiando los planos. Luego comenzó a trabajar. Yo era un ayudante bastante inepto. Cogí el destornillador y la llave inglesa y monté las piezas necesarias para que ella luego pudiese atornillarlas todas. Cuando por fin terminamos con aquel fastidioso asunto eran casi las tres de la mañana.

Habíamos terminado ya el vino y estábamos nerviosos y agotados. Y sabíamos que los niños saltarían de la cama en cuanto despertasen. Sólo disponíamos de unas cuatro horas de sueño. Y luego tendríamos que coger el coche e ir a casa de los padres de Vallie para todo un largo día de fiesta y regocijo.

– Será mejor que nos acostemos -dije.

Vallie se tumbó en el suelo.

– Creo que me quedaré a dormir aquí -dijo.

Me tumbé a su lado y luego ambos nos volvimos para poder abrazarnos firmemente. Nos sentíamos allí benditamente cansados y dichosos. Y en aquel momento alguien llamó sonoramente a la puerta. Vallie se levantó con expresión sorprendida, y me miró inquisitivamente.

En una fracción de segundo, mi mente culpable elaboró un cuadro. Sin lugar a dudas, era el FBI. Habían esperado deliberadamente a la Nochebuena para cogerme psicológicamente desprevenido. Llegaban con una orden de registro. Encontrarían los quince mil dólares que tenía escondidos en casa y me llevarían a la cárcel. Me ofrecerían dejarme pasar las Navidades con mi mujer y mis hijos si confesaba. En caso contrario, mi humillación sería terrible. Vallie no perdonaría aquella detención en Navidad. Los niños llorarían. Quedarían traumatizados para siempre.

Debí poner una expresión de terror, porque Vallie me dijo:

– ¿Pero qué te pasa?

Se oyó otra sonora llamada. Vallie salió del salón y recorrió el pasillo para abrir. Pude oírla hablar con alguien, y fui a coger mi medicina. Ella volvía por el pasillo y entró en la cocina. Llevaba cuatro botellas de leche.

– Era el lechero -dijo-. Hace el reparto temprano para poder volverse a casa antes de que despierten sus hijos. Vio luz por debajo de la puerta y llamó para desearnos feliz Navidad. Es un hombre muy amable.

Luego entró en la cocina.

La seguí y me senté, destrozado, en una de las sillas. Vallie se sentó en mis rodillas.

– Apuesto a que pensaste que era un vecino loco o un ladrón -dijo-. Siempre imaginas que va a pasar lo peor.

Me besó tiernamente.

– Vámonos a la cama -añadió.

Luego me dio un beso más leve y nos fuimos a la cama. Hicimos el amor y después susurró:

– ¡Te quiero!

– Yo también -dije.

Y luego sonreí en la oscuridad. Era, no había duda, el ladronzuelo más pusilánime de todo el mundo occidental.

Tres días después de Navidad, sin embargo, llegó a mi oficina un desconocido y me preguntó si me llamaba John Merlyn. Cuando le dije que sí, me entregó una carta. En cuanto la abrí, se fue. Era una carta impresa en gruesas letras de antigua caligrafía inglesa:


TRIBUNAL DE DISTRITO DE ESTADOS UNIDOS


Luego, en mayúsculas normales:


DISTRITO SUR DE NUEVA YORK


A continuación, mi nombre y dirección y al extremo, en mayúsculas: «COMUNICADO».

Luego decía:

«LE ORDENAMOS que deje a un lado todos sus asuntos particulares y toda posible excusa y se presente para el INTERROGATORIO al que le someterá el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica»; y seguía indicando la hora y el lugar, para concluir: «Supuesta violación del artículo 18 del código de Estados Unidos».

Indicaba luego que, de no comparecer, se consideraría menosprecio al tribunal y se me aplicarían las penas establecidas por la ley.

En fin, por lo menos sabía qué ley había violado. Artículo 18 del código de Estados Unidos. Jamás había oído hablar de él. Leí de nuevo la carta. Me fascinó la primera frase. Como escritor, me encantaba la redacción. Debían haberla tomado del viejo derecho inglés. Y resultaba curioso lo claros y concisos que podían ser los abogados cuando querían, sin dejar espacio a ningún malentendido. Leí de nuevo la frase: «Le ordenamos que deje a un lado todos sus asuntos particulares y toda posible excusa y se presente para el interrogatorio al que le someterá el pueblo de los Estados Unidos de Norteamérica».

Era magnífico. Podría haberlo escrito Shakespeare. Y ahora que por fin había sucedido lo que tanto temía, me sorprendía el hecho de que lo único que sentía era una especie de alivio, una necesidad de pasar por todo aquello enseguida, ganase o perdiese. Al final de mi jornada de trabajo, llamé a Las Vegas y localicé a Cully en su oficina. Le dije lo que sucedía y que en el plazo de una semana tendría que comparecer ante un gran jurado. Me dijo que me calmase, que no tenía por qué preocuparme. Él vendría a Nueva York en avión al día siguiente y me llamaría a casa desde su hotel.

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