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Hoy el aire comienza a invadirse de los primeros indicios del invierno: pega mordiscos vacilantes en las mejillas. Octubre está muriendo con demasiada rapidez. El cielo está jaspeado y tiene un aspecto enfermizo, cubierto de una confusa masa de nubes tristes, pesadas y bajas. Ayer llovió, y la lluvia arrancó de los árboles sus amarillas hojas, que ahora yacen pegadas al pavimento de College Walk, junto con las ramas rotas por el fuerte viento. Por todas partes hay charcos. Antes de sentarme junto a la enorme figura verde de Alma Mater, sobre los fríos y húmedos escalones de piedra, extiendo cuidadosamente hojas de diario, secciones escogidas del ejemplar de hoy del Columbia Daily Spectator. Veintitantos años atrás, cuando era un estudiante tontamente ambicioso que soñaba con hacer carrera en el periodismo—¡qué sagaz, un reportero que lee mentes!—el Spec me parecía algo fundamental en mi vida; ahora sólo me sirve para no mojarme el trasero.

Tomo asiento. Horario de oficina. Sobre mis rodillas hay una gruesa carpeta cerrada con una cinta de goma ancha. En su interior están los cinco trabajos, los productos de mi atareada semana; cada una escrita esmeradamente a máquina y sujeta con un clip. Las novelas de Kafka. Shaw como dramaturgo. El concepto de los apriorismos sintéticos. Odiseo con símbolo de la sociedad. Esquilo y la tragedia aristotélica. La vieja mierda académica, corroborada con su irremediable fecalidad por el deseo de estos brillantes jóvenes de que un viejo graduado realice el trabajo por ellos. Éste es el día acordado para entregar los trabajos y, posiblemente, para conseguir más.

Las once menos cinco, mis clientes no tardarán en llegar. Mientras espero, examino a la gente que pasa. Estudiantes cargados de libros que caminan de prisa. Pelos que se agitan al viento, pechos que se mueven. Todos parecen alarmantemente jóvenes, incluso los barbudos. Especialmente los barbudos. ¿Se dan cuenta de que cada año hay más gente joven en el mundo? Su tribu no deja de aumentar en tanto que los viejos fastidiosos mueren al final del camino y yo me dirijo hacia la tumba. Hoy en día, incluso los profesores, me parecen jóvenes. Hay personas con título de doctor que tienen quince años menos que yo. ¿No es increíble? Imaginen a un chico nacido en 1950 que ya tiene un doctorado. En 1950 yo me afeitaba tres veces por semana y me masturbaba los miércoles y los sábados; era un robusto bulyak púber de un metro setenta y tres, con ambiciones, penas y conocimientos, con una identidad. En 1950 los doctores en Filosofia novatos de hoy eran criaturas sin dientes que acababan de salir del útero, con la cara arrugada y la piel pegajosa con jugos amnióticos. ¿Cómo esas criaturas pueden haber obtenido doctorados tan pronto? Esas criaturas me han tomado la delantera en mi andar trabajoso a lo largo del sendero.

Cuando caigo en la autocompasión mi propia compañía me resulta tediosa. Me distraigo tratando de tocar la mente de la gente que pasa y averiguar lo que puedo. Mi viejo y único juego. Selig el fisgón, el vampiro de almas que roba la intimidades de gentes extrañas e inocentes sólo para alegrar su frío corazón. Pero no, hoy mi cabeza está llena de algodón. Sólo me llegan murmullos apagados, confusos, sin contenido. Ninguna palabra clara, ningún destello de identidad, ninguna visión de la esencia de las almas. Éste es uno de esos días malos. Todas las emisiones cerebrales convergen en la ininteligibilidad; cada fragmento de información es idéntico a todos los demás. Es el triunfo de la entropía. Esto me recuerda a la señora Moore de Forster que escuchaba tensa para recibir la revelación en las cavernas retumbantes de Marabar, y solamente oía el mismo ruido monótono, el mismo sonido sin sentido, disolvente: Bum. La suma y esencia de la lucha fervorosa de la humanidad: Bum. Las mentes que ahora pasan como un relámpago junto a mí en el College Walk me dan sólo eso: Bum. Quizá es cuanto merezco. Amor, miedo, fe, hosquedad, hambre, presunción, cada especie de monólogo interior me llega con idéntico contenido. Bum. Debo esforzarme por corregir esto, todavía no es demasiado tarde para librar una guerra contra la entropía. Gradualmente, con sudor, con esfuerzo, escarbando para conseguir algo sólido, agrandando la abetura, instando a mis percepciones a que funcionen. Sí. Si. Vuelve a la vida. ¡Despierta, espía miserable! ¡Dame mi droga! En mi interior el poder se mueve. Poco a poco se aclara la oscuridad interior; fragmentos perdidos de pensamientos aislados pero coherentes hallan el camino hacia mi mente. Neurótico pero todavía no psicópata del todo. Iré a ver al jefe de departamento y le diré que le dé un empujón. Entradas para la ópera, pero tengo que hacerlo. Hacer el amor es divertido, hacer el amor es muy importante, pero hay algo más. Como estar parado sobre un trampolín a punto de zambullirse. Este caótico y estridente parloteo no me dice nada salvo que el poder aún no está muerto, lo cual no deja de ser un consuelo. Imagino al poder como una especie de gusano que me rodea el cerebro, un pobre gusano cansado, arrugado y encogido, con la piel que una vez fue brillante y que ahora es ulcerosa, con parches raídos y escamados. Esta imagen es relativamente nueva, pero incluso en épocas más felices siempre consideré el don como algo aparte de mí, como un intruso. Un habitante. Él y yo, yo y él. Este tipo de cosas acostumbraba a discutirlas con Nyquist. (¿Ya he entrado en estas exhalaciones? Quizá no. Una persona que conocí alguna vez, un tal Tom Nyquist, un antiguo amigo mío. Alguien que tenia un intruso o algo similar dentro del cráneo.) A Nyquist no le gustaba mi punto de vista.

—Establecer una dualidad como ésa —decía—, es esquizoide, viejo. Tu poder eres tú. Tú eres tu poder. ¿Por qué tratas de apartarte de tu propio cerebro?

Probablemente Nyquist tenía razón, pero ya es demasiado tarde. El y yo estaremos siempre juntos, hasta que la muerte nos separe.

Aquí está mi cliente, el medio zaguero corpulento, Paul F. Bruno. Tiene la cara hinchada y amoratada, y no sonrie, como si el partido del sábado le hubiera costado más de un diente. Quito la cinta elástica, saco Las novelas de Kafka y le entrego el trabajo.

—Seis páginas —le digo. Me ha dado un adelanto de diez dólares—. Me debes otros once dólares. ¿Quieres leerlo primero?

—¿Es bueno?

—No te vas a arrepentir.

—Confiaré en tu palabra.

Con la boca cerrada y con gran esfuerzo, logra esbozar una sonrisa. Saca su abultada billetera y coloca sobre la palma de mi mano varios billetes. Rápidamente me deslizo dentro de su mente, sólo para comprobar que de nuevo mi poder está funcionando, un robo psíquico rápido. Llego a los niveles superficiales: dientes flojos tras el partido de rugby, un acto sexual dulce y compensatorio ese mismo sábado por la noche, planes imprecisos para acostarse con alguien después del partido del próximo sábado, etcétera, etcétera. Con respecto a la presente transacción detecto un sentimiento de culpa, vergüenza, hasta algo de irritación hacia mí por haberlo ayudado. Ah, bueno: la gratitud del cristiano. Me guardo el dinero en el bolsillo. Me dedica una breve inclinación de cabeza y coloca Las novelas de Kafka bajo su enorme antebrazo. Avergonzado, baja de prisa los escalones y se dirige hacia Hamilton Hall. Mientras se aleja, observo su amplia espalda. Una repentina ráfaga de viento malévolo, que se levanta desde el Hudson, sopla con violencia hacia el este y me llega hasta los huesos.

Al llegar junto al reloj de sol, un delgado estudiante negro de unos dos metros de altura ha interceptado a Bruno que se ha detenido. Un jugador de baloncesto, sin duda. El negro lleva una chaqueta azul con el distintivo de la universidad, zapatillas verdes y ajustados pantalones amarillos. Sólo sus piernas parecen medir metro y medio. Él y Bruno hablan unos instantes. Bruno me señala. El negro asiente. Me doy cuenta de que estoy a punto de conseguir un nuevo cliente. Bruno desaparece y el negro trota con agilidad por el paseo y sube los escalones. Su piel es muy oscura, casi violácea, pero sus facciones son angulosas, de aspecto caucásico: pómulos feroces, orgullosa nariz aguileña, labios delgados y finos. Es verdaderamente apuesto, una especie de estatua ambulante, una especie de ídolo. Quizá sus genes no son en absoluto negroides: ¿un etíope, tal vez, el miembro de alguna tribu del Nilo? Sin embargo, lleva su ensortijado pelo negro en un halo de afro amplio y agresivo de treinta o más centímetros de diámetro, cuidadosamente recortado. No me habría sorprendido verle tatuajes en las mejillas o un hueso atravesando sus fosas nasales. A medida que se acerca, mi mente, apenas entreabierta, recibe emanaciones periféricas y generalizadas de su personalidad. Todo es fácil de predecir, incluso estereotiparlo: supongo que es quisquilloso, arrogante, desconfiado, hostil, y lo que me llega es una bullabesa de feroz orgullo racial, vanidosa y arrolladora satisfacción de su cuerpo, desconfianza explosiva de otros…, especialmente blancos. Muy bien. Patrones familiares. De repente, mientras las nubes atraviesan momentáneamente el sol, su alargada sombra cae sobre mí. Se balancea con elasticidad sobre las plantas de sus pies.

—¿Te llamas Selig? —pregunta—. Asiento—. Yahya Lumumba —dice.

—¿Perdón?

—Yahya Lumumba.

Sus ojos, blanco brillante contra violáceo brillante, me lanzan una mirada furiosa. Por la impaciencia de su tono me doy cuenta de que me está diciendo su nombre, o por lo menos el nombre que prefiere usar. Por su tono también me da a entender que es un nombre que en esta universidad todos conocen Bueno, ¿qué puedo saber yo de astros de baloncesto de la universidad? Podría meter la pelota en el cesto cincuenta veces en un partido y, aun así, yo no habría oído hablar de él. Me dice:

—Oí que haces trabajos, viejo.

—Así es.

—Mi compañero Bruno me ha hablado muy bien de ti. ¿Cuánto cobras?

—Tres dólares cincuenta la hoja mecanografiada a doble espacio.

Se lo piensa y, mostrándome los dientes, dice.

—¿Qué clase de robo asqueroso es ése?

—Así es como me gano la vida, señor Lumumba —replico odiándome a mí mismo por ese señor cobarde y servil— El promedio es de unos veinte dólares por trabajo. Un trabajo bien hecho lleva bastante tiempo. ¿verdad?

—Sí, sí —responde con un estudiado encogimiento de hombros—. Está bien, no voy a regatear, viejo. Necesito tu trabajo ¿Sabes algo sobre Európides?

_ ¿Eurípides?

—Eso es lo que dije. —me está provocando, exteriorizando sus exageradas modalidades negras, hablándome como un negro africano con eso de Európides—. El griego ese que escribía teatro.

—Sé a quién se refiere. ¿Qué tipo de trabajo necesita?

Del bolsillo superior de su chaqueta saca una libreta arranca una hoja y finge consultarla con atención.

—El profe quiere que comparemos el tema de “Electra” en Eurípides, Sófocles y Esk… Esk…

—¿Esquilo?

—Ése, sí. De cinco a diez páginas. Tengo que entregarlo el diez de noviembre. ¿Puedes hacerlo?

—Creo que sí—le digo, buscando mi pluma—. No debería ser ningún problema.

Mientras le digo esto pienso en un trabajo mío que tengo archivado, cosecha 1952, que trata sobre el mismo viejo tema de humanidades.

—Necesitaré alguna información sobre usted para el encabezamiento. Cómo se escribe exactamente su apellido, el apellido de su profesor, el número del curso…

Comienza a darme datos. Mientras voy tomando nota, simultáneamente amplío la abertura de mi mente para el escrutinio acostumbrado del interior del cliente, para tener alguna idea del tono que deberé usar en el trabajo. ¿Seré capaz de falsificar de un modo convincente el tipo de composición que probablemente Yahya Lumumba entregaría? Será un gran desafío técnico si tengo que escribir en la jerga negra de la música beat, con un tono impasible, aparatoso e insolente, riéndome con cada línea de la gorda y estúpida cara del profe. Supongo que podría hacerlo pero, ¿querrá Lumumba que lo haga? Si adopto su exagerado estilo y parezco estar tomándole el pelo al profesor como él se lo podría tomar, ¿pensará que me estoy burlando de él? Tengo que saber estas cosas. Por lo tanto, deslizo mis zarzillos solapados a través de su pelo lanudo y dentro de la gris y oculta gelatina. ¿Qué tal, gran hombre negro? Al entrar, recibo una versión algo más inmediata y clara del personaje generalizado que constantemente proyecta el orgullo negro exaltado, la desconfianza del extraño carapálida, el jubiloso placer que le proporciona su delgado y musculoso cuerpo de largas piernas. Pero éstas no son más que simples actitudes residuales, la habitual apariencia de su cerebro. Aún no he llegado al nivel de los pensamientos de este preciso instante. No he penetrado hasta la esencia de Yahya Lumumba, el individuo único cuyo estilo debo adoptar. Me adentro aún más en el fondo. Al hundirme, siento un notable aumento de la temperatura psíquica, una emanación de calor, posiblemente comparable a lo que podría experimentar un minero a ocho mil metros bajo tierra, abriéndose camino hacia las ígneas profundidades en el corazón de la Tierra. Me doy cuenta de que este hombre, Lumumba, constantemente está hirviendo por dentro El resplandor de su alma tumultuosa me advierte que tenga cuidado, pero aún no he obtenido la información que busco, de modo que sigo adelante, hasta que de repente la furia derretida del flujo de su conciencia me golpea con terrible fuerza. Asqueroso judío sabihondo con la cabeza llena de mierda Dios cómo odio al marica pelado que me está afanando tres cincuenta la hoja debería reventarlo debería romperle los dientes el explotador el opresor apuesto a que no le cobraría tanto a un judío precio especial para negros seguro sí debería reventarlo eso es reventarlo debería romperle los dientes levantarlo y tirarlo a la basura y si escribo el maldito trabajo yo mismo y le demuestro lo que puedo hacer pero no puedo mierda no puedo ese es el maldito problema viejo no puedo Európides Sófocles Esquilo quién sabe una mierda sobre ellos tengo otras cosas en la cabeza el partido de los Rutgers uno encima del otro por la cancha dame la pelota pedazo de imbécil eso es y ¡la lanza y la mete Lumumba! y aguarden amigos cometió una falta al lanzarla ahora va hacia la línea enorme confiado tranquilo dos metros cinco de estatura poseedor de todas las marcas de tantos de Columbia hace rebotar la pelota una vez dos veces arriba, ¡zas! Lumumba en camino de convertir ésta en otra gran noche amigos Európides Sófocles Esquilo por qué mierda tengo que saber algo sobre ellos escribir algo sobre ellos de qué le sirven a un negro esos viejos griegos idiotas muertos hace siglos acaso son relevantes para la experiencia negra relevantes relevantes relevantes no para mí sólo para los judíos mierda qué saben ellos de cuatrocientos años de esclavitud tenemos otras cosas en la cabeza qué saben ellos en especial este marica imbécil al que le tengo que pagar veinte dólares para que haga algo que yo no soy capaz de hacer quién dice que tengo que hacerlo de qué me sirve por qué por qué por qué por qué

Un horno ardiente. El calor es abrumador. En otras ocasiones he estado en contacto con mentes impetuosas, pero esto ocurrió cuando era más joven, más fuerte, más flexible. No puedo manejar esta explosión volcánica. La fuerza del desprecio que siente por sí mismo por necesitar mis servicios aumenta factorialmente la fuerza del desprecio que siente por mí. Es un pilar de odio. Y mi pobre y ya debilitado poder no lo puede soportar. Automáticamente, una especie de dispositivo de seguridad se cierra para protegerme de una sobrecarga: los receptores mentales dejan de funcionar. Esta experiencia es nueva para mí, algo extraño, este fenómeno de protección contra una sobrecarga. Es como si los miembros cayeran, las orejas, los testículos, todo lo desechable, dejando solamente un torso liso. Las emisiones cerebrales se interrumpen, la mente de Yahya Lumumba retrocede y se vuelve inaccesible para mí, y me encuentro con que involuntariamente estoy invirtiendo el proceso de penetración hasta que simplemente siento sus emanaciones más superficiales, luego ni siquiera eso, sólo una exudación gris y lanuda que denota tan sólo su presencia junto a mí. Todo es confuso. Todo es apagado. Bum. he vuelto nuevamente a eso. Hay un silbido en mis oídos: es el resultado del silencio repentino, un silencio tan fuerte como el trueno. Es una nueva etapa en mi descendente camino. Jamás había perdido mi asidero y me había deslizado así fuera de una mente. Levanto la vista, aturdido, destrozado. Los delgados labios de Yahya Lumumba están muy apretados; me mira con desagrado, sin siquiera sospechar lo que ha pasado. Le digo con voz débil:

—Me gustaría que me adelantase diez dólares. El resto me lo paga cuando le entregue el trabajo.

Con frialdad me dice que hoy no tiene dinero para darme. No va a recibir su próximo cheque de los fondos de la beca hasta los primeros días del próximo mes. Tendré que confiar en él, me dice. Tómalo o déjalo, viejo.

—¿Ni siquiera me puede dar cinco? —le pregunto—. Como adelanto. La confianza no es suficiente. Tengo gastos.

Me mira con furia. Se endereza bien; parece medir dos metros ochenta o tres metros. Sin decir nada, saca un billete de diez dólares de su billetera, lo arruga y me lo arroja desdeñosamente.

—Lo veré aquí el nueve de noviembre por la mañana —le grito mientras se aleja con paso majestuoso.

Európides, Sófocles, Esquilo. Aturdido, temblando, escuchando el silencio que brama, permanezco allí sentado. Bum. Bum. Bum.

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