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De nuevo tengo que ir al centro, a la Universidad, para buscar dólares. No es que necesite mucho para vivir —con 200 dólares al mes me va muy bien— pero estoy en las últimas y no me atrevo a pedirle otra vez dinero prestado a mi hermana. Falta poco para que los estudiantes tengan que preparar sus primeros trabajos del semestre; ése siempre es un negocio seguro. Nuevamente se alquila el cerebro cansado y desgastado de David Selig. Debería conseguir algún trabajo con el que ganarme 75 dólares en esta hermosa y dorada mañana de octubre. El aire es fresco y limpio. Aquí, en la ciudad de Nueva York, la presión atmosférica es elevada, con lo que la niebla se ha disipado y ha disminuido la humedad. Aunque mis poderes ya declinan, en un día como éste florecen. Cuando la mañana invade el cielo, adelante, tú y yo. Vamos a tomar el metro de Broadway-IRT. Por favor, ten preparadas las fichas.

Tú y yo. ¿Con quién hablo? A fin de cuentas, me dirijo solo al centro. Tú y Yo.

No hay duda de que me refiero a mí y a esa criatura que, oculta en su esponjosa guarida y espiando a mortales confinadas, vive dentro de mí. Ese monstruo solapado que hay dentro de mí, ese monstruo enfermo que, más rápidamente que yo, va muriendo. En una ocasión, Yeats escribió un diálogo entre el yo y el alma; entonces ¿por qué no puede Selig, que está, a pesar suyo, dividido de un modo, que el pobre y tonto Yeats no hubiera comprendido jamás, hablar de su don único y perecedero como si fuera algún intruso encerrado en una cápsula alOjada en su cráneo? ¿Por qué no? Así que, vamos, tú y yo. Atravesemos el pasillo. Apretemos el botón. Entremos en el ascensor. Hay un insoportable olor a ajo. Estos campesinos, este enjambre de portorriqueños dejan sus penetrantes olores por todas partes. Mis vecinos. Los amo. Abajo. Abajo.

Son las 10.43 de la mañana, hora de verano del Este. La temperatura actual en Central Park es de 14 ºC. El porcentaje de humedad es del 28 % y el barómetro marca 30.30 y está bajando. El viento, de 18 kilómetros por hora, sopla del sector nordeste. El pronóstico es de tiempo bueno y cielo despejado para hoy, esta noche y mañana, con un ligero descenso de la presión atmosférica. Para hoy, la probabilidad de precipitaciones es de cero, del 10 % para mañana. El nivel de calidad del aire está considerado bueno.

David Selig tiene cuarenta y un años y sigue contando. Su estatura es algo superior a la normal, su cuerpo es delgado, el del típico soltero acostumbrado a hacerse su propia comida. El ceño ligeramente fruncido y un gesto de perplejidad es la habitual expresión de su rostro. Parpadea mucho. Con su chaqueta de dril azul desteñido, sus botas para trabajo pesado y sus pantalones acampanados a rayas moda 1969, tiene un aspecto superficialmente juvenil, al menos de cuello para abajo. De hecho, parece una especie de refugiado de un laboratorio de investigación ilícito donde transplantan desde las calvas y arrugadas cabezas de hombres maduros y angustiados, a los reacios cuerpos de chicos adolescentes. ¿Cómo le ocurrió esto? ¿En qué momento comenzaron a envejecer su rostro y su cuero cabelludo? Mientras desciende de su refugio de dos ambientes, en el duodécimo piso, los cables colgantes del ascensor le lanzan risotadas. Se pregunta si esos oxidados cables podrán ser incluso más viejos que él. Pertenece a la cosecha de 1935. Imagina que este edificio pudo haber sido construido en 1933 o 1934. El Honorable Fiorello H. LaGuardia, alcalde. Cabe la posibilidad de que sea más reciente, construido justo antes de la guerra, por ejemplo. (¿Recuerdas 1940, David? Ése fue el año en que te llevamos a la Feria Mundial. Esto es el trylon, aquello es la periesfera.) Sea como sea, los edificios se están volviendo viejos. ¿Qué es lo que no envejece?

Cuando llega al séptimo piso, el ascensor se detiene haciendo un chirrido. Incluso antes de que se abra la puerta cubierta de cicatrices, detecto rápidamente una vibración mental de vitalidad femenina hispánica bailando al otro lado de las vigas. Desde luego, son enormes las probabilidades de que la que llama el ascensor sea una joven esposa portorriqueña —el edificio está lleno de ellas; a esta hora del día sus maridos están trabajando— pero, de todos modos, tengo la casi plena seguridad de que estoy leyendo sus emanaciones psíquicas, de que no se trata de una simple corazonada. No cabe ninguna duda. Es baja morena, posiblemente de unos veintitrés años y en un avanzado estado de gravidez. Puedo recibir con toda claridad la doble emisión nerviosa: el vuelo rápido de su simple y sensual mente y el golpeteo borroso e indistinto del feto, de unos seis meses encerrado dentro de su firme y abultado cuerpo. Su cara es chata y sus caderas anchas, tiene ojos pequeños y brillantes y una boca de finos y apretados labios. Una segunda criatura, una niña sucia de unos dos años, agarra con fuerza el pulgar de su madre. Cuando entran en el ascensor la niña me dedica una risita, la mujer una breve y recelosa sonrisa.

Se sitúan dándome la espalda. Silencio profundo. Buenos días, señora. Bonito día, ¿no le parece señora? ¡Qué niña más bonita! Pero permanezco callado. Aunque no la conozco, se parece a todas las otras que viven es este edificio, incluso su emisión cerebral es material común, sin individualidad, indistinguible. Vagos pensamientos sobre plátanos y arroz, los resultados de la lotería de esta semana y los programas que esta noche pasan en televisión. Es una hembra tonta, pero es humana y la amo. ¿Cómo se llama? Quizás es la señora Altagracia Morales. La señora Amantina Figueroa. La señora Filomena Mercado. Me fascinan esos nombres. Poesía pura. Crecí entre chicas fuertes y regordetas llamadas Sondra Wiener, Beverly Schwartz, Sheila Weisbard. Señora, ¿es posible que sea la señora Inocencia Fernández? ¿La señora Clodomira Espinosa? ¿La señora Bonifacia Colón? Quizá la señora Esperanza Domínguez. Esperanza. Esperanza. Te amo, Esperanza. Esperanza que brota siempre del corazón humano. (Estuve allí la Navidad pasada para asistir a las corridas de toros. Esperanza Springs, Nuevo México; me hospedé en el Holiday Inn. No estoy bromeando.) Planta baja. Con agilidad, me adelanto para sostener la puerta abierta. La chiquita embarazada, hermosa e imperturbable, no me sonríe al salir.

Con paso ligero, voy camino del metro, hay unas cuantas travesías. Por estos barrios residenciales las calles son todavía empinadas. Subo a toda velocidad la escalera agrietada y descascarada y llego al nivel de la estación respirando casi con normalidad. Supongo que como resultado de una vida sana, una dieta simple, no fumo, no bebo mucho, nada de ácido o mescalina, nada de drogas estimulantes. A esta hora, la estación está prácticamente desierta. Pero no tardo en oír el sonido de ruedas que avanzan a toda velocidad, metal contra metal, y simultáneamente recibo el fulminante impacto de una súbita avalancha de mentes que arremeten juntas contra mí desde el norte, apiñadas dentro de los cinco o seis vagones del tren que se acerca. Las almas comprimidas de esos pasajeros forman una sola masa desordenada que avanza obstinadamente contra mí. Vibran como trémulo y gelatinoso plancton comprimido brutalmente en la red de algún oceanógrafo, creando un organismo complejo en el que las identidades individuales desaparecen. Cuando al fin el tren entra en la estación, logro percibir barboteos y chillidos aislados de individualidades distintas: un violento aguijonazo de deseo, un graznido de odio, una punzada de remordimiento, un repentino refunfuño interior. Se elevan desde la confusa totalidad, del mismo modo que pequeños y extraños fragmentos de melodía surgen desde la oscura mancha orquestal de una sinfonía de Mahler. Hoy el poder se manifiesta engañosamente fuerte en mí. Estoy recibiendo mucho. Durante semanas, no se ha manifestado con tal fuerza. Sin duda, el bajo porcentaje de humedad es un factor positivo. Pero esto no me induce a pensar que mi habilidad está dejando de declinar. Cuando comencé a perder el pelo hubo un feliz período en el que el proceso de erosión pareció detenerse y revertirse, fue entonces cuando nuevas manchas de fina pelusa oscura comenzaron a brotar de mi frente desnuda. Tras ese inicial flujo de esperanza, afronté el asunto desde una perspectiva más realista: no se trataba de ninguna milagrosa repoblación, sólo un crispamiento de las hormonas, un cese temporal de la declinación en el que no se podía confiar. Al cabo de un tiempo, la línea de mi cuero cabelludo nuevamente retrocedió. En este caso está ocurriendo lo mismo. Cuando se sabe que algo está muriendo dentro de uno, se aprende a no confiar demasiado en las vitalidades fortuitas de un momento fugaz. Aunque mi poder se manifiesta hoy con fuerza; posiblemente mañana sólo oiga lejanos y exasperantes murmullos.

Encuentro un asiento en un rincón del segundo vagón, abro mi libro y me dispongo a esperar que llegue a mi destino. Estoy leyendo a Beckett de nuevo, Malone muere; concuerda con mi estado de ánimo prevaleciente que, como habrán notado, es de autocompasión. Mi tiempo es limitado. De ahí que un hermoso día, cuando toda la naturaleza brilla y sonríe, las nubes sueltan sus negras cohortes inolvidables y se llevan para siempre el azul. Mi situación es en verdad delicada. Qué cosas hermosas, qué cosas importantes pasaré por alto debido al miedo, miedo de volver a caer en el viejo error, miedo de no terminar a tiempo, miedo de recrearme, por última vez, con una última efusión de desdicha, impotencia y odio. Son muchas las formas en las que lo inmutable busca alivio de su falta deforma. Ah sí, el bueno de Samuel, siempre listo con una o dos palabras de triste consuelo.

En algún punto concreto del trayecto, en la calle Ciento Ochenta, levanto la vista y veo a una muchacha que ocupa el asiento diagonalmente opuesto al mío y que, aparentemente, me está estudiando. Tiene poco más de veinte años, es atractiva de un modo poco llamativo, tiene piernas largas, pechos aceptables y una mata de pelo castaño rojizo. También tiene un libro —un ejemplar de bolsillo de Ulises, reconozco la tapa—, pero lo tiene abandonado sobre su falda. ¿Está interesada en mí? No estoy leyendo su mente. Cuando subí al tren, automáticamente reduje mi capacidad de recepción al mínimo, un truco que aprendí cuando era chico. Si en los trenes y otros lugares públicos cerrados no me aíslo de los ruidos dispersos de la muchedumbre, me resulta imposible concentrarme. Sin tratar de detectar sus señales, intento adivinar qué está pensando de mí, éste es un juego que realizo con frecuencia. Qué inteligente parece ese hombre… Debe de haber sufrido mucho; su rostro se ve mucho más viejo que el resto de su cuerpo…, ternura en sus ojos…, una mirada tan triste…, un poeta, un erudito…, apuesto a que es muy apasionado…, vierte todo su amor reprimido en el acto físico, en las relaciones sexuales… ¿Qué está leyendo? ¿Beckett? Sí, un poeta, un novelista, debe de ser…, quizá alguien famoso… Sin embargo, no debo mostrarme demasiado agresiva. La insistencia lo disgustará. Una sonrisa tímida, eso lo cautivará… Una cosa conduce a la otra… Lo invitaré a almorzar… Luego, para verificar la exactitud de mis percepciones intuitivas, sintonizo su mente. Al principio no hay señal. ¡Mis malditos poderes debilitados me traicionan de nuevo! Pero luego llega, con interferencias primero, al recibir también las reflexiones bajas y confusas de todos los pasajeros a mi alrededor, y luego el timbre claro y dulce de su alma. Está pensando en una clase de karate a la que asistirá, un poco más tarde, esta misma mañana, en la calle Noventa y Seis. Está enamorada de su instructor, un musculoso japonés con cicatrices de viruela. Lo verá esta noche. En su mente flota nebulosamente el recuerdo del sabor del sake y la imagen de su vigoroso cuerpo alzándose sobre el suyo. Nada hay sobre mí en su mente. Tan sólo soy parte del decorado, como el mapa de la red del metro que cuelga de la pared, sobre mi cabeza. Selig, siempre te mata tu egocentrismo. Lo cierto es que ahora en su rostro hay una tímida sonrisa dibujada, pero no es para mí, y cuando se da cuenta de que la estoy mirando fijamente, la sonrisa desaparece de inmediato. Vuelvo la atención a mi libro.

El tren me obsequia con una larga, penosa e imprevista parada en el túnel entre estaciones al norte de la calle Ciento Treinta y Siete. Por fin se pone de nuevo en marcha y me lleva hasta la calle Ciento Dieciséis, universidad de Columbia. Subí hacia la luz del sol. Exactamente un cuarto de siglo atrás, subí por primera vez esta escalera, en octubre del 51. Estudiante aterrorizado en el último año de la escuela secundaria, con acné y corte de pelo militar, venido de Brooklyn para asistir a mi entrevista para el ingreso a la facultad. Bajo las luces brillantes del vestíbulo de la universidad. El porte del entrevistador era absolutamente sereno, maduro…, vaya, debía de tener unos veinticuatro o veinticinco años. De todos modos me permitieron ingresar en la facultad. A partir de entonces ésta se convirtió en mi estación del metro de todos los días, desde septiembre del 52 hasta que por fin me mudé de casa a una más cercana a la ciudad universitaria. En aquel tiempo había un viejo quiosco de hierro fundido en el nivel de la calle, que marcaba la entrada a las profundidades; estaba situado entre dos carriles de tráfico, y los estudiantes, con sus mentes distraídas y llenas de Kierkegaard, Sófocles y Fitzgerald, vivían cruzando sin mirar y morían atropellados. Pero ahora aquel quiosco no está y las entradas al metro están situadas, de un modo más racional, en las aceras.

Camino por la calle Ciento Dieciséis. A mi derecha, el extenso prado del campo sur; a mi izquierda, los poco empinados escalones que conducen a la biblioteca baja. Recuerdo cuando el campo sur era un campo de atletismo ubicado en medio de la ciudad universitaria: lodo, senderos, cerca. Durante mi primer año en la universidad, allí jugué al béisbol. Solíamos ir a los vestuarios que había en la entrada de la universidad y nos cambiábamos, y luego, con zapatillas y camisetas de deporte, pantalones cortos color gris sucio, sintiéndonos desnudos entre los otros estudiantes vestidos con traje de calle o uniforme del Centro de Entrenamiento de Oficiales de la Reserva, bajábamos a toda velocidad los interminables escalones hacia el campo sur para disfrutar una hora de actividad al aire libre. Era bueno para el béisbol. No era preciso tener demasiada fuerza, se requería reflejos rápidos y buen ojo. Yo tenía la ventaja de saber lo que estaba pensando el lanzador. Estaría allí diciéndose: Este tipo es demasiado flaco para pegarle, le lanzaré una pelota alta y rápida; así que yo estaría preparado para recibirla y mandarla con todas mis fuerzas al campo izquierdo, circundando las bases antes de que nadie supiera qué estaba ocurriendo. O el otro equipo probaría alguna estrategia poco acertada, como por ejemplo que el corredor de primera base comenzara a correr mientras el lanzador arrojaba la pelota y el bateador trataba de golpearla, y yo me movería sin esfuerzo para recoger la pelota que rebotaba en el suelo y ambos seríamos puestos fuera de juego. Por supuesto, era sólo béisbol y, en su mayoría, mis compañeros de clase eran gordinflones torpes que ni siquiera podían correr y mucho menos leer las mentes. Yo disfrutaba de la extraña sensación de saberme un atleta sobresaliente y me entregaba a fantasías tales como que llegaría a jugar para los Dodgers entre la segunda y la tercera base. Los Dodgers de Brooklyn, ¿recuerdan? Durante mi segundo año en la facultad cambiaron totalmente el campo sur, transformándolo en un hermoso parque cubierto de césped dividido por un paseo pavimentado en honor al segundo centenario de la universidad. Eso ocurrió en 1954. Dios, hace tanto tanto tiempo. Envejezco…, envejezco… Llevaré doblados los bajos de los pantalones. Las sirenas se cantan unas a otras. No creo que vayan a cantarme a mí.

Subo los escalones y me siento a unos cinco metros a la izquierda de la estatua de bronce del Alma Mater. Ésta es mi oficina, tanto si hace buen tiempo como si no. Los estudiantes saben dónde buscarme, y cuando estoy allí rápidamente se corre la voz. Hay otras cinco o seis personas que, como yo, prestan sus servicios —en su mayoría son graduados sin dinero y en apuros—, pero yo soy el más rápido y el más digno de confianza, y tengo un séquito de entusiastas. Sin embargo, hoy el negocio no comienza muy bien. Durante veinte minutos permanezco sentado, inquieto, con la vista fija en Beckett, observando al Alma Mater. Unos años atrás un lanzador de bombas radical abrió un boquete en el costado de la estatua, pero ya no hay indicios de ello. Recuerdo que la noticia me escandalizó, y que luego me escandalicé por haberme escandalizado: ¿por qué diablos tenía que importarme una estúpida estatua, símbolo de una estúpida universidad? Supongo que eso fue en 1969, allá por el neolítico.

—¿Señor Selig?

Un enorme y musculoso atleta aparece ante mí. Anchas espaldas, rostro regordete e inocente. Está profundamente avergonzado. Estudia Literatura Comparada 18 y necesita urgentemente entregar un trabajo sobre las novelas de Kafka, que no ha leído. (Estamos en la temporada de rugby; es el medio zaguero y está muy, muy ocupado.) Estipulo los términos y acepta de inmediato. Mientras permanece allí de pie, disimuladamente leo en él, captando su grado de inteligencia, su probable vocabulario, su estilo. Es más listo de lo que parece. La mayoría de ellos lo son. Podrían escribir perfectamente ellos mismos sus propios trabajos, pero les falta tiempo para hacerlo. Tomo notas, apuntando mis rápidas impresiones sobre él y se marcha contento. Después de eso, el negocio se activa: éste envía a un compañero de hermandad, el compañero envía a un amigo, el amigo envía a uno de su hermandad, una hermandad distinta, y la cadena se alarga hasta que, en las primeras horas de la tarde, advierto que ya tengo todo el trabajo que puedo realizar. Sé cuál es mi rendimiento máximo, así que todo está bien. Podré comer regularmente durante dos o tres semanas sin tener que recurrir a la generosidad renuente de mi hermana. A Judith le agradará no tener noticias mías durante un tiempo. Así que ahora a casa, a comenzar con mi trabajo. Soy bueno —elocuente, serio, profundo, de un modo convincentemente inmaduro— y puedo variar mis estilos. Soy experto en literatura, psicología, antropología, filosofía y todas las demás materias humanísticas. Gracias a Dios conservé mis propios trabajos; incluso al cabo de veintitantos años constituyen una buena fuente de información. Cobro 3,50 dólares por hoja mecanografiada; si mis sondeos indican que el cliente tiene dinero, a veces cobro más. Garantizo una calificación mínima de 7 o no hay honorarios. Nunca he tenido que devolver dinero.

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