25

Cuando se despierta, en el triste y sombrío pabellón de un hospital, se siente viejo, dolorido y entumecido. No hay duda de que es el St. Luke’s, tal vez la sala de emergencias. Su nariz hace un extraño silbido cada vez que inhala aire, su labio inferior está hinchado y apenas puede abrir el ojo izquierdo. ¿Lo trajeron hasta aquí en camilla después de que los jugadores de baloncesto acabaran con él? Está recobrando el conocimiento, imagina que puede sentir la reseca sangre en los bordes rotos, cuando consigue mirar hacia abajo (su cuello, extrañamente rígido, no quiere obedecerle) sólo ve la asquerosa bata blanca del hospital. Cada vez que respira imagina que puede sentir cómo se raspan los bordes rotos de las quebradas costillas; desliza una mano por debajo de la bata y se toca el pecho desnudo, se da cuenta de que no se lo han vendado. No sabe si eso le produce alivio o temor.

Teniendo mucho cuidado, consigue sentarse. Un tumulto de impresiones le golpea. La habitación es ruidosa y está llena de gente; las camas están prácticamente pegadas las unas a las otras. Aunque entre una cama y otra hay cortina, ninguna está corrida. La mayoría de los demás pacientes son negros, y muchos de ellos están heridos de gravedad, rodeados de festones de equipos. ¿Mutilados por cuchillos? ¿Lacerados por parabrisas? Amigos y parientes, amontonados alrededor de cada cama, gesticulan, discuten y riñen; un grito agudo es el tono de voz normal. Frías y distantes enfermeras se pasean por la habitación, mostrando por sus pacientes el mismo interés frío que sienten los guardias de los museos por las momias expuestas en las vitrinas. Nadie, salvo el propio Selig, le presta atención a Selig, vuelve a examinarse a sí mismo. Con las yemas de los dedos se explora las mejillas. Sin un espejo no puede decir cuán golpeada está su cara, pero por el tacto son muchas las zonas lastimadas. Le duele la clavícula izquierda como si le hubieran dado un ligero golpe indirecto de karate. La rodilla derecha le late y siente fuertes punzadas como si se la hubiera torcido al caer. A pesar de todo, siente menos dolor del que se podría haber previsto; quizá le dieron algún tipo de inyección.

Tiene la mente nebulosa. Está recibiendo emisiones mentales de los que se encuentran en la sala, pero todo es confuso, nada es claro; recibe emanaciones pero ninguna expresión inteligible. Trata de orientarse preguntando la hora tres veces a las enfermeras que pasan, ya que su reloj ha desaparecido; pasan de largo sin prestarle atención. Por fin, una corpulenta y sonriente negra con un vestido rosado le mira y le dice:

—Son las cuatro menos cuarto, cariño.

¿De la mañana? ¿De la tarde? Piensa que lo más probable es que sea de la tarde. Cerca de él, dos enfermeras han comenzado a levantar lo que parece un sistema de alimentación intravenosa con un conducto de plástico que introducen por la nariz de un negro inmenso, vendado e inconsciente. El estómago de Selig no le envía ninguna señal de hambre. En el aire del hospital se respira el olor a productos químicos, lo que le produce náuseas; incluso le cuesta tragar saliva. ¿Esta noche le darán algo de comer? ¿Cuánto tiempo tendrá que permanecer aquí? ¿Quién paga? ¿Debería pedir que avisaran a Judith? ¿Son muy graves sus heridas?

Un interno entra en el pabellón: un hombre bajo y de tez oscura, con cuerpo y huesos pequeños; se mueve con una precisión elástica, por su aspecto parece un paquistaní. Un pañuelo sucio y arrugado que asoma del bolsillo superior de su chaqueta arruina, sin embargo, el efecto acicalado y elegante que produce su blanco y ajustado uniforme. Sorprendentemente, se dirige hacia Selig.

—Los rayos X no muestran ninguna fractura —dice sin preámbulos con una voz firme y resonante—. Por lo tanto, sus únicas heridas son abrasiones leves, hematomas, cortes y contusiones sin importancia. Ya podemos darlo de alta. Levántese, por favor.

—Espere un momento —dice Selig con voz débil—. Acabo de recobrar el conocimiento. No sé qué ha pasado. ¿Quién me ha traído aquí? ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? Qué…

—Sobre eso no sé nada. Han autorizado que le diéramos de alta y el hospital necesita esta cama. Por favor, ahora póngase de pie, tengo mucho que hacer.

—¿Unas contusiones? ¿No cree que si tengo todas esas heridas que ha dicho debería pasar aquí la noche? ¿O pasé la noche aquí? ¿Qué día es hoy?

—Le trajeron hoy, hacia el mediodía —dice el interno, impacientándose—. Le atendieron en la sala de emergencia y le hicieron un minucioso examen después de haberse golpeado con los escalones de la biblioteca baja.

De nuevo le ordena que se levante, esta vez sin palabras, con una feroz e imperiosa mirada y un índice que le indica el camino. Selig sondea la mente del interno y le resulta accesible, pero lo único que encuentra allí es impaciencia e irritación. Con dificultad, Selig baja de la cama. Parece que el cuerpo lo tuviera unido con alambres. Sus huesos crujen. Sigue teniendo la sensación de costillas rotas que se rozan en su pecho; ¿es posible que haya habido un error en los rayos X? Cuando comienza a preguntar ya es demasiado tarde, el interno siguiendo su ronda, está con otro paciente.

Le traen su ropa. Corre la cortina alrededor de su cama y se viste. En efecto, como temía, hay manchas de sangre en su camisa, y también en los pantalones. Está hecho un desastre. Revisa sus pertenencias: todo está aquí, billetera, reloj, peine de bolsillo. ¿Y ahora qué? ¿Simplemente salir caminando? ¿Nada que firmar? Con paso vacilante Selig se dirige hacia la puerta. De hecho, llega hasta el pasillo sin que nadie se dé cuenta. De pronto, el interno se materializa de la nada y señala una habitación al otro lado del pasillo, diciéndole:

—Espere ahí adentro hasta que venga el guardia de seguridad.

—¿Guardia de seguridad? ¿Qué guardia de seguridad?

Como había temido, antes de quedar libre de las garras del hospital, tiene que firmar papeles. En el momento en que termina con el papeleo, un hombre rollizo, con el rostro grisáceo, de unos sesenta años y con el uniforme de la fuerza de seguridad de la universidad entra en la habitación, resoplando un poco, y dice:

—¿Usted es Selig?

Le dice que sí.

—El decano quiere verle. ¿Puede caminar solo o quiere que le traiga una silla de ruedas?

—Caminaré —dice Selig.

Abandonan el hospital y se encaminan por la avenida Amsterdam hasta la entrada a la universidad de la calle Ciento Quince, y cruzan el Patio Van Am. Detrás de Selig, sin decir una palabra, el guardia de seguridad le sigue muy de cerca. Al momento, Selig se encuentra esperando ante la puerta de la oficina del decano de la universidad de Columbia. El guardia de seguridad está junto a él, con los brazos plácidamente cruzados, envuelto en una aureola de aburrimiento. Selig empieza a sentirse como si estuviera bajo algún tipo de arresto. ¿Por qué? Un pensamiento extraño. ¿Qué debe temer del decano? Examina la opaca mente del guardia de seguridad, pero lo único que encuentra en ella son masas de niebla que flotan a la deriva. Se pregunta quién es ahora el decano. Recuerda muy bien a los decanos de su época universitaria: Lawrence Chamberlain, con las corbatas de lazo y la sonrisa cálida, era decano de la universidad; y el decano McKnight, Nicholas McD. McKnight, entusiasta de una hermandad (¿Sigma Chi?) con un modo formal, típico del siglo diecinueve, era decano de los estudiantes. Pero de eso hacía ya veinte años. Chamberlain y McKnight, debieron de haber tenido varios sucesores, pero no sabe nada sobre ellos; jamás ha sido de los que leen los boletines para ex alumnos.

Una voz desde adentro dice:

—El decano Cushing le recibirá ahora.

—Entre —le dice el guardia de seguridad.

¿Cushing? Un nombre muy apropiado para un decano. ¿Quién es él? Se]ig entra cojeando, se mueve con torpeza debido a las heridas, tiene la rodilla hinchada y le molesta. Frente a él, detrás de un lustroso y muy ordenado escritorio, está sentado un hombre de aspecto juvenil, hombros anchos, patillas bien afeitadas, el modelo del ejecutivo joven con un clásico traje oscuro. Lo primero en lo que piensa Selig es en las mutaciones que produce el paso del tiempo: siempre había considerado a los decanos como distinguidos símbolos de autoridad, necesariamente mayores o al menos de edad madura, pero aquí está el decano de la universidad que parece tener la misma edad que Selig. De pronto se da cuenta de que este decano no es sólo un contemporáneo anónimo, sino que efectivamente es un compañero de promoción. Ted Cushing, año 56, por aquel entonces una figura de cierta reputación, presidente de la promoción, estrella de fútbol y un estudiante de nivel 8, a quien Selig había conocido simplemente de vista. Selig siempre se sorprende cuando le recuerdan que ya no es joven, que ha llegado a una época en la que es su generación la que controla los mecanismos de poder.

—¿Ted? —dice de repente—. ¿Ahora eres decano, Ted? ¡Dios Santo, jamás me lo habría imaginadoj ¿Cuándo…?

—Siéntate, Dave —le dice Cushing con cortesía pero sin demostrar excesiva cordialidad—. ¿Te hicieron mucho daño?

—En el hospital me han dicho que no tengo nada roto, pero me encuentro bastante mal. —Mientras se acomoda en una silla señala las manchas de sangre de su ropa, las magulladuras en su cara. Hablar es un esfuerzo; las articulaciones de las mandíbulas le crujen—. ¡Oye, Ted, ha pasado mucho tiempo! Debe de hacer veinte años que no te veo. ¿Te acordabas de mi nombre, o me identificaron por los documentos que llevaba encima?

—Nos hemos encargado de pagar los gastos del hospital —dice Cushing, que parece no haber oído las palabras de Selig—. Si hay más gastos médicos también nos ocuparemos de eso. Si quieres, te doy la seguridad esa por escrito.

—Me basta con tu palabra. Y si te preocupa que presente cargos, o demande a la universidad, puedes estar tranquilo, no pienso hacer nada semejante. Los chicos son chicos, se dejan llevar un poco por sus sentimientos, pero…

—De hecho no nos preocupa demasiado si decides o no presentar cargos, Dave —dice Cushing con voz queda—. En realidad, la cuestión es si nosotros vamos a presentar cargos contra ti.

—¿Contra mí? ¿Por qué? ¿Porque tus jugadores de baloncesto me molieron a palos? ¿Por dañar sus valiosas manos en mi cara?

Intenta esbozar una sonrisa dolorosa. El rostro de Cushing permanece grave. Hay un instante de silencio. Selig trata de interpretar la broma de Cushing. Al no encontrarle ninguna razón de ser, decide aventurarse a hacer un sondeo. Pero choca contra una pared. De repente le da miedo ejercer presión; teme no poder abrirse paso.

—No entiendo qué quieres decir —dice por fin—. ¿Presentar cargos por qué?

—Por esto, Dave.—Por primera vez Selig se da cuenta del montón de hojas mecanografiadas que hay sobre el escritorio del decano—. ¿Los reconoces? Toma, echa un vistazo.

Selig pasa las hojas con tristeza. Son los trabajos, todos son obra suya. Odiseo como símbolo de la soc¿edad. Las novelas de Kafka. Esquilo y la tragedia aristotélica. Resignación y aceptación en la filosofía de Montaigne. Virgilio como mentor de Dante. Algunas tienen calificaciones: 8, 7, 8, 9 y comentarios al margen, casi todos favorables. Algunos están intactos, salvo por pequeñas manchas o borrones; éstos son los que iba a entregar cuando Lumumba le atacó. Con muchísimo esmero ordena el montón alineando los bordes de las hojas con precisión, y se lo devuelve a Cushing deslizándolos sobre el escritorio.

—De acuerdo —dice—. Me has atrapado.

—¿Tú has escrito eso?

—Sí.

—¿Por dinero?

—Sí.

—Eso es triste, Dave. Muy triste.

—Necesitaba ganarme la vida, a los ex alumnos no les dan becas.

—¿Cuánto te pagaban por estas cosas?

—Tres o cuatro dólares por hoja mecanografiada.

Cushing sacude la cabeza y dice:

—Debo reconocer que lo hacías muy bien. Debe de haber ocho o diez tipos que hacen el mismo trabajito aquí, pero sin duda tú eres el mejor.

—Gracias.

—Pero has tenido un cliente descontento, al menos. Le preguntamos a Lumumba por qué te golpeó. Dijo que te había contratado para que le hicieras un trabajo y lo que hiciste era algo pésimo, que le estafaste, y que luego no le quisiste devolver su dinero. A nuestro modo de ver y por nuestra cuenta, nos estamos ocupando de él, pero también debemos ocuparnos de ti. Hace mucho tiempo que estamos tratando de encontrarte Dave.

—¿De veras?

—En el último año hemos hecho circular fotocopias de tu trabajo por una docena de departamentos, advirtiéndole a la gente que prestara atención para descubrir tu máquina de escribir y tu estilo en los trabajos que recibían. No hubo mucha cooperación. A una gran cantidad de profesores no les importaba que los trabajos que recibían fueran falsos o no. Pero a nosotros sí nos importaba, Dave. Nos importaba mucho.

Cushing se inclina hacia adelante. Sus ojos, terriblemente serios buscan los de Selig. Selig aparta la vista, no puede soportar el calor de esos ojos escudriñadores.

—Comenzamos a acercarnos hace unas semanas —continúa Cushing—. Reunimos a un par de tus clientes y les amenazamos con la expulsión. Aunque nos dieron tu nombre, no sabían dónde vivías, y no teníamos forma de localizarte. Así que esperamos. Sabíamos que tenías que aparecer de nuevo para entregar los trabajos y buscar más. Luego recibimos un informe sobre un disturbio en los escalones de la Biblioteca Baja, unos jugadores de baloncesto que estaban golpeando a alguien, y te encontramos con una pila de trabajos sin entregar bajo el brazo, y ahí terminó todo. Te has quedado sin trabajo, Dave.

—Debería llamar a un abogado —dice Selig—. No debería permitirte que sigas adelante. Cuando me mostraste esos trabajos debí haber negado todo.

—No necesitas ser tan técnico con respecto a tus derechos.

—Necesitaré serlo cuando me lleves a los tribunales, Ted.

—No —dice Cushing—. No te vamos a poner un pleito, no a menos que te atrapemos escribiendo más trabajos. Por un lado, no nos interesa meterte en la cárcel y por otro no sé si lo que hiciste es un delito. Lo que en realidad queremos hacer es ayudarte. Estás enfermo, Dave. Que un hombre de tu inteligencia, de tus posibilidades, haya caído tan bajo, que haya terminado falsificando trabajos para chicos de la universidad es algo triste, Dave, muy triste. El decano Bellini, el decano Tompkins y yo mismo hemos estado discutiendo tu caso, y hemos decidido ofrecerte un plan de rehabilitación. Es posible que te encontremos trabajo en la universidad, a lo mejor como asistente de investigación. Hay muchos candidatos al doctorado que necesitan asistentes, y tenemos un pequeño fondo que podríamos utilizar para pagarte un sueldo, no mucho, pero por lo menos sería equivalente a lo que estabas ganando con esos trabajos. Y podríamos admitirte en el servicio de asesoramiento psicológico que hay aquí. Aunque no fue creado para ex alumnos, no veo por qué tenemos que ser tan rígidos con respecto a eso, Dave. Personalmente debo decir que me parece vergonzoso que un hombre de la promoción del cincuenta y seis esté metido en este tipo de líos, y aunque sólo sea por lealtad a nuestra promoción quiero hacer todo lo posible para ayudarte a que vuelvas al buen camino y a cumplir la promesa que hiciste cuando…

Cushing continúa divagando, adornando sus temas, dándole mil y una vuelta para decir siempre lo mismo, ofreciendo piedad sin censurar, prometiéndole ayuda a su compañero de promoción que sufre. Mientras Selig le escucha, pero sin prestarle mucha atención, descubre que la mente de Cushing está comenzando a abrirse para él. La pared que antes había separado sus conciencias, quizá un producto del temor y la fatiga de Selig, ha comenzado a desintegrarse. Ahora Selig puede percibir una imagen general de la mente de Cushing: es enérgica, fuerte, capaz, pero también convencional y limitada, una insensible mente republicana, una mente prosaica. En primer lugar se ve que dentro de ella no se encuentra su preocupación por Selig, sino la satisfacción consigo mismo: el brillo intenso surge de la conciencia que tiene Cushing de su afortunada posición en la vida, adornada por una casa de dos pisos en las afueras, una rubia y robusta esposa, tres hermosos hijos, un perro peludo, un Lincoln Continental nuevo y brillante. Al penetrar un poco más, Selig ve que es totalmente falsa la preocupación de Cushing por él. Detrás de esos ojos serios y de esa sincera y compasiva sonrisa que parece salir de lo más profundo, se esconde un gran desdén. Cushing lo desprecia. Cushing piensa que es inmoral, inútil, inservible, una deshonra para la humanidad en general y para la promoción del 56 de la universidad de Columbia en particular. Cushing le encuentra física y moralmente repugnante, le ve sucio e impuro, posiblemente sifilítico. Cushing sospecha que es homosexual. Cushing siente por él el desprecio de un miembro del cuerpo antidroga por un drogadicto. Para él es totalmente imposible de comprender por qué alguien que ha tenido la suerte de educarse en Columbia se dejaría caer en las degradaciones que Selig ha aceptado. La repugnancia de Cushing hace estremecer a Selig. ¿Soy tan despreciable, se pregunta, soy una basura tan grande?

A Selig ya no le preocupa que Cushing sienta tanto desprecio por él, el contacto con su mente se hace más fuerte y profundo. Selig entra en un estado de abstracción en el que ya no se identifica con el patán miserable que ve Cushing. ¿Qué sabe Cushing? ¿Puede Cushing penetrar en la mente de otro? ¿Puede Cushing sentir el éxtasis del contacto verdadero con otro ser humano? Y en eso hay éxtasis. Viaja por la mente de Cushing como un dios, hundiéndose más allá de las defensas externas, de los orgullos y los esnobismos mezquinos, de la satisfacción vanidosa, hacia el reino de los valores absolutos del yo auténtico. ¡Contacto! ¡Éxtasis! Ese Cushing insensible es la cáscara exterior. Aquí hay un Cushing que ni siquiera Cushing conoce; pero Selig sí.

Hacía años que Selig no se sentía tan feliz. Una luz dorada y serena inunda su alma. Un irresistible regocijo le invade. Corre a través de bosques brumosos al amanecer, sintiendo el golpe suave de los helechos verdes y húmedos en las pantorrillas. Los rayos del sol atraviesan la bóveda que forma el alto follaje, y gotitas de rocío brillan con un frío fuego interior. Los pájaros despiertan. Su canto es dulce y tierno, un lejano, suave y soñoliento gorjeo. Corre a través del bosque, y no está solo, porque una mano le toma la suya; y sabe que jamás estuvo solo, y que nunca lo estará. Bajo sus pies descalzos, el suelo del bosque es húmedo y esponjoso. Corre. Corre. Un coro invisible alcanza una nota armoniosa y la sostiene, la sostiene, la sostiene, aumentando su volumen en un crescendo perfecto hasta que, en el momento en que sale del bosque y corre hacia una pradera inundada de sol, ese crescendo invade todo el cosmos, retumbando con una plenitud mágica. Se tira boca abajo en el suelo, abrazando la tierra, retorciéndose contra la alfombra formada por el fragante pasto, aplanando las manos contra la curva del planeta, y percibe el latido interior del mundo. ¡Esto es éxtasis! ¡Esto es contacto! Otras mentes rodean la suya. En la dirección en que se mueva, dándole la bienvenida, apoyándole, acercándose a él, siente su presencia. Ven, le dicen, únete a nosotros, sé un solo ser con nosotros, abandona esos destrozados fragmentos de identidad propia, escapa de todo cuanto te mantiene alejado de nosotros. Sí, responde Selig. Sí. Creo en el éxtasis de la vida. Creo en la alegría del contacto. Me entrego a vosotros. Le tocan. Él también les toca. Fue para esto que recibí mi don, mi bendición, mi poder, ¿comprenden? Para este momento de afirmación y plenitud. Únete a nosotros. Únete a nosotros. ¡Sí! ¡Los pájaros! ¡El coro invisible! ¡El rocío! ¡La pradera! ¡El sol! Se ríe: se levanta y comienza una danza extática; él, que jamás en su vida se atrevió a cantar, echa la cabeza hacia atrás para cantar, y los sonidos que salen de él son sonoros y profundos, puros, están en total armonía con la nota. ¡Sí! ¡Ah, la unión, el contacto, la fusión, la unidad! Ya no es David Selig, es parte de ellos, y ellos son parte de él, y en esa fusión gozosa experimenta la pérdida de la identidad propia, abandona toda la fatiga, el desgaste y la amargura que hay en él, abandona sus miedos e inseguridades, abandona todo lo que, durante tantos años, le ha mantenido separado de sí mismo. Se libera. Está totalmente abierto y la señal infinita del universo le invade. Recibe. Transmite. Absorbe. Irradia. Sí. Sí. Sí. Sí.

Sabe que este éxtasis durará para siempre.

Pero en el momento de esa comprensión, siente que se escurre fuera de él. La nota alegre del coro decrece. El sol baja hacia el horizonte. El mar lejano, que se retira, lame la orilla. Lucha por aferrarse a la alegría, pero cuanto más lucha más la pierde. ¿Retener la marea? ¿Cómo? ¿Retrasar la caída de la noche? ¿Cómo? ¿Cómo? Ahora el canto de los pájaros es débil. El aire se ha vuelto frío. Todo se precipita fuera de él. En medio de la creciente oscuridad está solo, recordando el éxtasis, recobrándolo momentáneamente, volviéndolo a vivir; porque ya se ha ido, y debe hacer que vuelva mediante un acto de voluntad. Se ha ido, sí. De repente, hay un gran silencio. Distante, oye un último sonido, un instrumento de cuerda, un violonchelo, quizá, pulsado pizzicato, un hermoso sonido melancólico. Twang. La cuerda que vibra. Twing. La cuerda que se rompe. Twong. La lira desafinada. Twang. Twing. Twong. Y nada más. El silencio le envuelve. Es un silencio terminal que retumba a través de las cavernas de su cráneo, el silencio que le sigue a la rotura de las cuerdas del violonchelo, el silencio que llega con la muerte de la música. No puede oír nada. No puede sentir nada. Está solo. Está solo.

Está solo.

—Tanto silencio —murmura—. Tan solitario. Es… tan… solitario… esto.

—¿Selig? —pregunta una voz profunda—. ¿Qué te ocurre, Selig?

—Estoy bien —dice Selig.

Trata de levantarse, pero todo carece de solidez. Se tambalea frente al escritorio de Cushing, por el piso de la oficina, cae por el planeta mismo, buscando una plataforma estable y sin encontrarla.

—Tanto silencio. ¡El silencio, Ted, el silencio!

Brazos fuertes le aferran. Es consciente de que a su alrededor, de prisa, se mueven varias figuras. Alguien está llamando a un médico. Selig sacude la cabeza, dice que no le pasa nada nada en absoluto, salvo el silencio en su cabeza, salvo el silencio, salvo el silencio. Salvo el silencio.

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